Lc 19, 41-44 – JMC

«En aquel tiempo, al acercarse Jesús a Jerusalén y ver la ciudad, le dijo llorando: «¡Si al menos tú comprendieras en este día lo que conduce a la paz! Pero no: está escondido a tus ojos. Llegará un día en que tus enemi­gos te rodearán de trincheras, te sitiarán, apretarán el cerco, te arrasa­rán con tus hijos dentro, y no dejarán piedra sobre piedra. Porque no reconociste el momento de mi venida»

1. Se ha discutido ampliamente si este relato es un vaticinium ex eventu, es decir, un anuncio profético sobre la destrucción de Jerusalén, escrito después de la destrucción. O sea, el texto sería fruto de lo que sabía el re­dactor (Lucas) y no de lo que había profetizado Jesús. En este momento, después de muchas discusiones, no se ha llegado a una conclusión defini­tiva. En cualquier caso, se suele dar por cierto que el contenido sustancial del texto proviene de Jesús, sin que se pueda precisar el origen de los detalles. Pero llama la atención este dato: si el redactor conocía la historia de la guerra de los judíos contra Roma, ¿cómo no alude a los numerosos» «detalles que cuenta Flavio Josefo en su De Bello Judaico?»
2. Lo central del vaticinio de Jesús es la destrucción de la ciudad santa y, con ella, la desaparición del templo. Este asunto es central en el mensaje de Jesús, que anunció proféticamente tal acontecimiento (Mc 13, 2; Jn 2, 10-20; Mt 24, 2; Lc 21, 6). Además, sabemos que Jesús mostró su des­ acuerdo con el templo, del que sus dirigentes habían hecho una cueva» «de bandidos (Mt 22, 13; cf. Jr 7, hl ). Además, la Iglesia primitiva tuvo muy clara la convicción de que Jesús había iniciado un nuevo culto. La Iglesia no dudó en aceptar como evangelio auténtico el anuncio según el cual la verdadera adoración a Dios no será el culto ligado a un edificio, a un templo de piedra, sino el culto «en espíritu y verdad» (Jn 4, 21-23).
3. Los expertos discuten en qué consiste el culto «en espíritu y verdad». En todo caso, lo que está fuera de duda es que el culto a Dios, según el texto de Jn 4, 21-23, no es el culto de los ceremoniales religiosos y de los rituales que se ce­lebran en sitios sagrados. No es ciertamente el culto ritual, sino el culto existen­cial, que presenta y justifica la carta a los hebreos (Heb 8, 7-13; 9, 11-27). Jesús no ofreció a Dios un culto ritual, sino que se ofreció a sí mismo en su existencia toda (A. Vanhoye). La conclusión es clara: «No os olvidéis de la solidaridad y de hacer el bien, que tales sacrificios son los que agradan a Dios»» (Heb 13, 16).»

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Lc 12, 54-59 – JMC

«En aquel tiempo, decía Jesús a la gente: «Cuando veis subir una nube por el poniente, decís enseguida: «Chaparrón tenemos», y así sucede. Cuando sopla el sur decís: «Va a hacer bochorno’: y lo hace. Hipócritas: si sabéis interpretar el aspecto de la tierra y del cielo, ¿cómo no sabéis interpretar el tiempo presente? ¿cómo no sabéis juzgar vosotros mismos lo que se debe hacer? Cuando te diriges al tribunal con el que te pone pleito, haz lo posible por llegar a un acuerdo con él, mientras vais de camino; no sea que te arrastre ante el juez y el juez te entregue al guardia, y el guardia te meta en la cárcel. Te digo que no saldrás de allí hasta que pagues el últi­mo céntimo».

  1. A todo el mundo le preocupa ahora el cambio climático. Y son muchos los que se preguntan angustiados si no estamos asistiendo a una nueva era en la historia y en la vida de la humanidad. No vivimos en una época de cambio, sino en un cambio de época. Un cambio acelerado y creciente que lo está trasformando todo: las costumbres, las formas de vida, los valores y, de un modo especial, los usos y tradiciones religiosas.
  2. Por eso ahora, más que nunca, la Iglesia tiene «el deber  permanente  de escrutar a fondo los signos de los tiempos e interpretarlos a la luz del Evangelio (Conc. Vaticano 11. GS 4, 1). ¿Qué quiere decir esto ahora mismo? Cuando se producen cambios tan rápidos y tan profundos, con tales cam­ bios ocurren dos cosas: 1) la religiones se quedan rezagadas, no pueden evolucionar con la misma rapidez con que cambia la sociedad; 2) mucha gente se desconcierta y por eso, mientras unos abandonan las creencias, otros se aferran a lo que les da seguridad, lo tradicional, lo de siempre. Así las cosas, surgen las divisiones, las tensiones, los conflictos. El problema en este momento está en que, después de Pablo VI, el papado ha protegido y potenciado a los grupos de creyentes más fundamentalistas, al tiempo que grandes cantidades de cristianos abandonan masivamente las creencias y prácticas religiosas. Los «signos de los tiempos» nos impulsan a poner los ojos en la humanidad sufriente que busca, y no encuentra, un mundo más humano. Es urgente que todos en la Iglesia nos esforcemos por humanizar este mundo a la luz del Evangelio.

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Lc 11, 15-26 – JMC

«En aquel tiempo, habiendo echado Jesús un demonio, algunos de entre la multitud dijeron: «Si echa los demonios es por arte de Belzebú, el prín­cipe de los demonios». Otros, para ponerlo a prueba, le pedían un signo en el cielo. Él, leyendo sus pensamientos, les dijo: »Todo reino en guerra civil va a la ruina y se derrumba casa tras casa. Si también Satanás está en guerra civil, ¿cómo mantendrá su reino? Vosotros decís que yo echo los demonios con el poder de Belcebú; y si yo echo los demonios con el poder de Belcebú, vuestros hijos, ¿por arte de quién los echan? Por eso, ellos mismos serán vuestros jueces. Pero si yo echo los demonios con el dedo de Dios, entonces es que el Reino de Dios ha llegado a vosotros. Cuando un hombre fuerte y bien armado guarda su palacio, sus bienes están seguros. Pero si otro más fuerte lo asalta y lo vence, le quita las armas de que se fiaba y reparte el botín. El que no está conmigo, está contra mí; el que no recoge conmigo, desparrama. Cuando un espíritu inmundo sale de un hombre, da vueltas por el desierto, buscando un sitio para descansar; pero no lo encuentra, dice: «Volveré a la casa de donde salí. Al volver se la encuentra barrida y arreglada. Entonces va a coger otros siete espíritus peores que él, y se mete a vivir allí. Y el final de aquel hombre resulta peor que el principio».

  1. Este extraño relato deja patente un hecho estremecedor. Jesús fue un hombre tan controvertido, que sobre él llegó a plantearse la cuestión más radical: si traía la salvación o tenía un demonio dentro (E. Schillebeeckx). Por tanto, lo que menos interesa en esta disquisición, que el evangelio de Lucas pone en boca de Jesús, es la demonología subyacente y que, sin duda, reproduce ideas que las gentes de entonces tenían sobre los demo­nios. Lo que importa aquí es que, siendo Jesús quien fue, de él se pudiera pensar y decir que era el más autorizado representante de Satanás.
  2. Es peligroso hablar de cosas trascendentes y de seres personales que están fuera del orden inmanente de este mundo. Es peligroso decir: «Esto es voluntad de Dios». Es también peligroso decir: «Eso me lo ha revelado un ángel». Y peor aún puede ser afirmar: «Esta persona está endemonia­da». Echando mano de estas entidades sobrenaturales, se han justificado hasta las guerras más crueles. Y sin llegar a tanto, «dioses», «ángeles» y «demonios» han sido grandes aliados de gentes visionarias que han hecho mucho daño. Desde trastornar a algunas personas hasta siempre.
  3. Interpretar  lo que Dios quiere o lo que Dios rechaza, lo que nos salva  o lo que nos condena, con esas cosas hay que tener tanto o mas cuidado que cuando manipulamos una sustancia que puede ser una medicina o un veneno. Por tanto, si no tenemos las mejores garantías de que una cosa es para bien y felicidad de las personas, no le carguemos a Dios o  a los demonios lo que bien puede ser expresión de nuestros intereses o de nuestros resentimientos. ¿Quién se atreve a decir: «Esto es lo que Dios quiere». El osado que se arriesga a decir semejante cosa, en situaciones y circunstancias muy concretas, seguramente no se da cuenta del peligro que corre.

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Lc 11, 5-13 – JMC

«En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Si alguno de vosotros tiene un amigo y viene a medianoche para decirle: «Amigo, préstame tres panes, pues uno de mis amigos ha venido de viaje y no tengo nada que ofrecerle». Y, desde dentro, el otro le responde: «No me molestes; la puer­ta está cerrada; mis niños y yo estamos acostados: no puedo levantarme para dártelos». Si el otro insiste llamando, yo os digo que, si no se levanta y se los da por ser amigo suyo, al menos por la importunidad se levanta­rá y le dará cuanto necesite. Pues así a vosotros: Pedid y se os dará, bus­cad y hallaréis, llamad y se os abrirá; porque quien pide, recibe, quien busca, halla, y al que llama, se le abre. ¿Qué padre entre vosotros, cuan­do el hijo le pide pan, le dará una piedra? ¿O si le pide un pez, le dará una serpiente? ¿O si le pide un huevo, le dará un escorpión? Si vosotros, pues, que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo piden?»

  1. A continuación de la oración del «Padre nuestro», Lucas coloca la en­señanza de Jesús sobre la oración de petición. Al explicar este asunto, Jesús pone como ejemplo la petición que hace un pobre. Tenía que ser un pobre de solemnidad aquel hombre que no tenía ni un pan para ofrecer  al amigo que llega a horas intempestivas. Con lo cual Jesús está diciendo que la oración es eficaz cuando lo que se pide es necesario de verdad. Ló­gicamente, Jesús no compromete la generosidad del Padre para algo que no sea enteramente necesario en cualquier caso. ¿Qué puede ser eso?
  2. Jesús promete con seguridad que la oración es indefectible solamente cuando al Padre le pedimos que nos dé el Espíritu Santo. Sólo tenemos garantizado el don del Espíritu. Pero, como bien sabemos, eso es lo que a mucha gente no le interesa, ni le preocupa, ni probablemente le viene bien. Porque es claro que hay personas, que si tuvieran algo del Espíritu de Dios, no desearían lo que desean, no buscarían lo que buscan y, en definitiva, no serían como son.
  3. En resumen, lo que Jesús nos enseña es que el Espíritu Santo es lo que tiene que centrar y orientar nuestros deseos, nuestra aspiraciones y nues­tras esperanzas.

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Lc 11, 1-4 JMC

«Una vez que estaba Jesús orando en cierto lugar, cuando terminó, uno de sus discípulos le dijo: «Señor, enséñanos a orar como Juan enseñó a sus discípulos». Él les dijo: «Cuando oréis, decid: «Padre, santificado sea tu nombre, venga tu Reino, danos cada día nuestro pan del mañana, perdónanos nuestros pecados, porque también nosotros perdonamos a todo el que nos debe algo, y no nos dejes caer en la tentación».

  1. Los evangelios sinópticos hablan con frecuencia de la oración de Jesús (Mt 14, 23; 19, 13; 26, 36-44; Mc 1, 35; 6, 46; 14, 32-39; Lc 3, 21; 5, 16; 6, 12; 9, 18. 29 s; 11, 1; 22, 41-45). La oración era importante para Jesús. Se pue­de afirmar que era fundamental en su vida. Es más, si Jesús tuvo la intimi­dad que tuvo con el Padre, y si habló de él como sabemos, eso se debe a la profunda familiaridad que tuvo con él. Sin oración, Jesús hubiera sido otro hombre. Y no hubiera podido hacer lo que hizo.
  2. El discípulo le pide a Jesús que les enseñe a orar «como Juan enseñó a sus discípulos». La forma de orar de un grupo religioso es una de las cosas que más claramente caracterizan al grupo y más unido lo mantienen (J. Jeremias). Pues bien, aquí nos encontramos con algo sorprendente: Je­sús, lo mismo que Juan, nunca vincularon su oración o su espiritualidad  al templo, al culto religioso, a la dirección de sacerdotes y teólogos del tiempo. Jesús oró siempre en la soledad del campo, del monte, donde nadie lo veía. Y, por lo visto, nunca hablaba de su vida de oración. Fue un discípulo el que tuvo la iniciativa de que les hablara de eso. La oración se enseña con el ejemplo personal, antes que de ninguna otra forma.
  3. El «Padre nuestro», antes que una lista de necesidades, señala una es­cala de valores. Es decir, el «Padre nuestro» es una guía de lo que ante todo le tiene que interesar al cristiano: que se respete el santo nombre del Padre, que venga ya su Reino a este mundo, que no falte para nadie el pan «para la subsistencia» (J. A. Fitzmyer). que nos perdone de la misma manera que nosotros perdonamos, y que no permita que «tropecemos» en la vida. Esta escala de valores da que pensar. Y, por supuesto, este mundo sería distinto si esta escala de valores se metiera en nuestras en­trañas de tal forma, que no soportáramos que haya criaturas que se mue­ren de hambre o en la soledad más espantosa.

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Lc 21, 34-36 – JMC

«En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: ‘Tened cuidado no se os embote la mente con el vicio, la bebida y la preocupación del dinero, y se os eche encima de repente aquel día; porque caerá como un lazo sobre todos los habitantes de la tierra. Estad siempre despiertos, pidiendo fuerza para escapar de todo lo que está por venir; y manteneos en pie ante el Hijo del Hombre».

  1. Lo último que Jesús les dice a sus discípulos y a quienes creen en lo que él dijo, es que cuiden, con vigilancia y oración, para que no se les «embote la mente». Propiamente, lo que dice Jesús es que no dejen que se les opriman o se les sobrecarguen («barethôsin», de baréo, «abrumar», «oprimir») los corazones («kardíai»). Todos, en efecto, tenemos el peligro de pasar por situaciones o, lo que es peor, orientar nuestra vida de forma que el corazón se embote. Y cuando el corazón se embota, con ello la mente se incapacita para ver lo que realmente nos ocurre. Nada influye tanto en la mente como los afectos y sentimientos que ocupan y cargan el corazón.
  2. Pero Jesús dice más. Lo que embota el corazón y la mente es la postu­ra, la opción fundamental, del que sólo piensa en sí, en su propio bienes­ tar y disfrute de la vida, de los placeres y del dinero que los puede costear. De sobra sabemos que eso nos incapacita para vernos por dentro. Y para ver lo que realmente nos conviene. De eso es de lo que Jesús nos previe­ne. Porque un individuo que va así por la vida es un peligro para sí mismo y para todo el que se roce con él.
  3. Si Jesús dice esto, no es para amargarnos la vida. Ni para reprimir lo que nos hace felices. El problema está en distinguir con cuidado que una cosa es la diversión y otra cosa es la fiesta. En la fiesta compartimos la feli­cidad. En la diversión alimentamos el burdo egoísmo del que sólo piensa en sí. Y eso es lo que embota el corazón y la mente. Y lo que nos impide ver la realidad.

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Lc 21, 29-33 – JMC

«En aquel tiempo, puso Jesús una comparación a sus discípulos: «Fijaos en la higuera o en cualquier árbol: cuando echan brotes, os basta verlos para saber que la primavera está cerca. Pues cuando veáis que suceden estas cosas, sabed que está cerca el Reino de Dios. Os aseguro que antes que pase esta generación, todo eso se cumplirá. El cielo y la tierra pasa­rán, mis palabras no pasarán».

  1. Como ya se dijo a propósito del evangelio de ayer, no es posible saber con seguridad a qué acontecimientos concretos se refiere la advertencia sobre la cercanía de «la primavera». En todo caso, es seguro que Jesús anuncia la llegada del Reino de Dios como una liberación para los morta­les. No podemos concretar en qué consistirá esa liberación. Pero es evi­dente que hablar de liberación es hablar de un acontecimiento gozoso: el paso de la opresión a la libertad.
  2. Jesús ha comprometido su palabra en la promesa firme de que esto su­ cede. Y, por tanto, de que esto nos concierne a todos. El Evangelio es una promesa de esperanza. Lo cual quiere decir que quienes lo aceptan, lo asumen y lo hacen inspiración de sus convicciones, tienen todo derecho a vida esperanzada, por muchos y muy fuertes que sean los signos que puedan infundir miedo o pesimismo.

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Jn 1, 29-34 – JAP

HAMBRE DE ESPIRITUALIDAD

Las primeras generaciones cristianas sabían muy bien que «bautizarse» significa literalmente sumergirse en el agua, bañarse o limpiarse. Por eso, diferenciaban muy bien el «bautismo de agua» que impartía el Bautista en las aguas del Jordán y el «bautismo de Espíritu Santo» que reciben de Jesús.

El bautismo de Jesús no es un baño corporal que se recibe sumergiéndose en el agua, sino un baño interior en el que nos dejamos empapar y penetrar por su Espíritu, que se convierte dentro de nosotros en un manantial de vida nueva e inconfundible.

Por eso, los primeros cristianos  bautizaban invocando el nombre de Jesús sobre cada bautizado. Pablo de Tarso dice que los cristianos están bautizados en «Cristo» y, por eso, han de sentirse llamados a «vivir en Cristo», animados por su Espíritu, interiorizando su experiencia de Dios y sus actitudes más profundas.

No es difícil observar en la sociedad moderna signos que manifiestan un hambre profunda de espiritualidad. Está creciendo el número de personas que buscan algo que les dé fuerza interior para afrontar la vida de manera diferente. Es difícil vivir una vida que no apunta hacia meta alguna. No basta tampoco pasarlo bien. La existencia termina haciéndose insoportable cuando todo se reduce a pragmatismo y frivolidad.

Otros sienten necesidad de paz interior y de seguridad para hacer frente a sentimientos de miedo y de incertidumbre que nacen en su interior. Hay quienes se sienten mal por dentro: heridos, maltratados por la vida, desvalidos, necesitados de sanación interior.

Son cada vez más los que buscan algo que no es técnica, ni ciencia, ni ideología religiosa. Quieren sentirse de manera diferente en la vida. Necesitan experimentar una especie de «salvación»; entrar en contacto con el Misterio que intuyen en su interior.

Nos inquieta mucho que bastantes padres no bauticen ya a sus hijos. Lo que nos ha de preocupar es que muchos y muchas se marchan de nuestra Iglesia sin haber oído hablar del «bautismo del Espíritu» y sin haber podido experimentar a Jesús como fuente interior de vida.

Es un error que en el interior mismo de la Iglesia se esté fomentando, con frecuencia, una espiritualidad que tiende a marginar a Jesús como algo irrelevante y de poca importancia. Los seguidores de Jesús no podemos vivir una espiritualidad seria, lúcida y responsable si no está inspirada por su Espíritu. Nada más importante podemos hoy ofrecer a las personas que una ayuda a encontrarse interiormente con Jesús, nuestro Maestro y Señor.

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Jn 1, 5-8.19-28 – JAP

TESTIGOS DE LA LUZ

La fe cristiana ha nacido del encuentro sorprendente que ha vivido un grupo de hombres y mujeres con Jesús. Todo comienza cuando estos discípulos y discípulas se ponen en contacto con él y experimentan «la cercanía salvadora de Dios». Esa experiencia liberadora, transformadora y humanizadora que viven con Jesús es la que ha desencadenado todo.

Su fe se despierta en medio de dudas, incertidumbres y malentendidos mientras lo siguen por los caminos de Galilea. Queda herida por la cobardía y la negación cuando es ejecutado en la cruz. Se reafirma y vuelve contagiosa cuando lo experimentan lleno de vida después de su muerte.

Por eso, si a lo largo de los años, no se contagia y se transmite esta experiencia de unas generaciones a otras, se introduce en la historia del cristianismo una ruptura trágica. Los obispos y presbíteros siguen predicando el mensaje cristiano. Los teólogos escriben sus estudios teológicos. Los pastores administran los sacramentos. Pero, si no hay testigos capaces de contagiar algo de lo que se vivió al comienzo con Jesús, falta lo esencial, lo único que puede mantener viva la fe en él.

En nuestras comunidades estamos necesitados de estos testigos de Jesús. La figura del Bautista, abriéndole camino en medio del pueblo judío, nos anima a despertar hoy en la Iglesia esta vocación tan necesaria. En medio de la oscuridad de nuestros tiempos necesitamos «testigos de la luz».

Creyentes que despierten el deseo de Jesús y hagan creíble su mensaje. Cristianos que, con su experiencia personal, su espíritu y su palabra, faciliten el encuentro con él. Seguidores que lo rescaten del olvido y de la relegación para hacerlo más visible entre nosotros.

Testigos humildes que, al estilo del Bautista, no se atribuyan ninguna función que centre la atención en su persona robándole protagonismo a Jesús. Seguidores que no lo suplanten ni lo eclipsen. Cristianos sostenidos y animados por él, que dejan entrever tras sus gestos y sus palabras la presencia inconfundible de Jesús vivo en medio de nosotros.

Los testigos de Jesús no hablan de sí mismos. Su palabra más importante es siempre la que le dejan decir a Jesús. En realidad el testigo no tiene la palabra. Es  solo «una voz» que anima a todos a «allanar» el camino que nos puede llevar a él. La fe de nuestras comunidades se sostiene también hoy en la experiencia de esos testigos humildes y sencillos que en medio de tanto desaliento y desconcierto ponen luz pues nos ayudan con su vida a sentir la cercanía de Jesús.

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