Deseo

En el budismo la perfección suprema es «matar el deseo». ¡Qué alejados de este sueño aparecen los hombres de la Biblia, aun los más próximos a Dios! La Biblia, por el contrario, está llena del tumulto y del conflicto de todas las formas del deseo. Desde luego, está muy lejos de aprobarlas todas, y aun los deseos más puros deben experimentar una purificación radical, pero así es como adquieren toda su fuerza y dan a la existencia del hombre todo su valor.

I. EL DESEO DE VIVIR. Como raíz de todos los deseos del hombre existe la indigencia esencial y su necesidad fundamental de poseer la vida en la plenitud y desarrollo de su ser. Este dato de la naturaleza está dentro del orden, y Dios lo consagra. La máxima del Sirácida: «No te prives del bien del día y no dejes pasar la parte de goce que te toca» (Eclo 14,14) no expresa la más elevada sabiduría bíblica; sin embargo, si Jesucristo no la canoniza como el ideal, por lo menos la presupone como una reacción normal, puesto que si sacrifica su vida, lo hace para que sus ovejas «tengan la vida y la tengan abundantemente» (Jn 10,10).

El lenguaje de la Escritura confirma esta presencia natural y este valor positivo del deseo. Muchas comparaciones evocan los deseos más ardientes: «Como el ciervo desea las aguas vivas» (Sal 42,2), «como los ojos de una sierva están puestos en la mano de su señora» (123,2), «más que espera la aurora un centinela nocturno» (130,6), «dame a sentir el son de la alegría y de la fiesta» (51,10). Más de una vez los profetas y el Deuteronomio apoyan sus amenazas y sus promesas en las aspiraciones permanentes del hombre: plantar, edificar, unirse en matrimonio (Dt 28,30; 20,5ss; Am 5,11; 9,14; Is 65,21). Aun el anciano, al que Dios ha «hecho ver tantos males y aflicciones», no debe renunciar a esperar que venga todavía a «alimentar su vejez y a consolarlo» (Sal 71,20»).

II. LAS PERVERSIONES DEL DESEO. El deseo, por ser algo esencial y que no se puede desarraigar, puede ser para el hombre una tentación permanente y peligrosa. Si Eva pecó, fue por dejarse seducir por el árbol prohibido, que era «bueno para comerse, hermoso a la vista» (Gén 3,6). La mujer, por haber así cedido a su deseo, en adelante será víctima del deseo que la impulsa hacia su marido y sufrirá la ley del hombre (3,16). En la humanidad es el pecado como un deseo selvático pronto a saltar y que hay que tener a raya con la fuerza (4,7). Este deseo desencadenado es la apetencia o concupiscencia, «concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos, soberbia de la riqueza» (1Jn 2,16; cf. Sant 1,14s) y su reino en la humanidad es el mundo, reino de Satán.

La Biblia, historia del hombre, está llena de estos deseos que arrastran al hombre; como palabra de Dios describe sus funestas consecuencias. En el desierto, Israel, que sufría de hambre, en lugar de alimentarse de la fe en la palabra de Dios (Dt 8,1-5), no piensa sino en llorar por las carnes de Egipto y en echarse sobre las codornices, y los culpables perecen, víctimas de su concupiscencia (Núm 11,4.34). David, cediendo a su deseo; se apodera de Betsabé (2Sa 11,2ss), desencadenando una serie de ruinas y de pecados. Ajab, por haber seguido el consejo de Jezabel y cedido así a su deseo despojando a Nabot de su viña, condena a muerte a su dinastía (1Re 21). Los dos ancianos desean a Susana «hasta perder la cabeza» (Dan 13,8.20) y pagan con su vida este pecado.

La ley, todavía más categóricamente, apuntando al corazón, fuente de pecado, prohíbe el deseo culpable: «No codiciarás la casa, «la mujer… de tu prójimo» (Éx 20,17). Jesús no creará esta exigencia, sino que revelará su alcance (Mt 5,28).

LA CONVERSIÓN DEL DESEO. La novedad del Evangelio consiste en primer lugar en despejar con la mayor nitidez lo que todavía estaba involucrado en el AT: «Lo que procede del corazón es lo que hace al hombre impuro» (Mt 15,18); consiste sobre todo en proclamar como una certeza la liberación de los apetitos que tenían encadenado al hombre. Estos apetitos, este «deseo de la carne, son la muerte» (Rom 8,6), pero el cristiano que posee el Espíritu de Dios es capaz de seguir el «deseo del espíritu», de «crucificar la carne con sus pasiones y sus concupiscencias» (Gál 5,24; cf. Rom 6, 12; 13,14; Ef 4,22) y de dejarse «guiar por el Espíritu» (Gál 5,16).

Este «deseo del Espíritu», liberado por Cristo, estaba ya presente en la ley, que es «espiritual» (Rom 7,14). Todo el AT está sostenido por un profundo deseo de Dios. Con el deseo de adquirir la sabiduría (Prov 5,19; Eclo 1,20), con la nostalgia de Jerusalén (Sal 137,5), con el deseo de subir a la ciudad santa (128,5) y al templo (122,1), con el deseo de conocer la palabra de Dios a través de todas sus formas (119, 20.131.174), corre profundamente un deseo que polariza todas las energías, que ayuda a desenmascarar las ilusiones y las falsificaciones (cf. Am 5,18; Is 58,2), a superar todas las decepciones, el único deseo de Dios: «¿Qué otro tengo yo en el cielo? Contigo nada ansío yo sobre la tierra. Mi carne y mis entrañas se consumen, mas el Señor es, para siempre, mi roca y mi porción» (Sal 73, 25s; cf. 42,2; 63,2).

DESEO DE COMUNIÓN. Si nos es posible desear a Dios más que ninguna cosa en el mundo, es en unión con el deseo de Jesucristo. Jesús está poseído de un deseo ardiente, ansioso, que sólo apagará su bautismo, su pasión (Lc 12,49s), el deseo de dar gloria a su Padre (Jn 17,4) y de mostrar al mundo hasta dónde puede amarle (14,30). Pero este deseo del Hijo orientado hacia su Padre es inseparable del deseo que le lleva hacia los suyos y que, mientras avanzaba hacia su pasión, le hacía «desear ardientemente comer la pascua» con ellos (Lc 22,15).

Este deseo divino de una comunión con los hombres, «yo cerca de él y él cerca de mí» (Ap 3,20), suscita en el NT un eco profundo. Las cartas paulinas en particular están llenas del deseo que siente el Apóstol de sus «hermanos tan amados y tan deseados» (Flp 4,1), que «desea a todos en las entrañas de Cristo» (1,8), de su gozo al sentir, a través del testimonio de Tito, el «ardiente deseo» que tienen de él los corintios (2Cor 7,7), fruto cierto de la acción de Dios (7,11). Sólo este deseo es capaz de contrapesar el deseo fundamental de Pablo, el deseo de Cristo y, más exactamente, de la comunión con él, «el deseo de partir y estar con Cristo» (Flp 1,23), «de morar junto al Señor» (2Cor 5,8). Porque el grito del «hombre de deseo», el grito del «Espíritu y de la esposa» es: «¡ven!» (Ap 22,17).

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