Lc 5, 17-26 – JMC

Sucedió que un día estaba Jesús enseñando y estaban sentados unos fariseos y maestros de la ley, venidos de todas las aldeas de Galilea, Judea y Jerusalén. Y el poder del Señor lo impulsaba a curar. Llegaron unos hombres que traían en una camilla a un paralítico y trataban de introducirlo para colocarlo delante de él. No encontrando por dónde introducirlo, a causa del gentío, subieron a la azotea y, separando las losetas, lo descolgaron con la camilla hasta el centro, delante de Jesús. El, viendo la fe que tenían, dijo: «Hombre, tus pecados están perdona­ dos». Los letrados y los fariseos se pusieron a pensar: «¿Quién es éste que dice blasfemias? ¿Quién puede perdonar pecados más que Dios?» Pero Jesús, leyendo sus pensamientos, les replicó: «¿Qué pensáis en vuestro interior? ¿Qué es más fácil: decir «tus pecados quedan perdónanos», o decir «levántate y anda?» Pues para que veáis que el Hijo del Hombre tiene poder en la tierra para perdonar  pecados… -dijo al paralítico-: A  ti te lo digo, ponte en pie, toma tu camilla y vete a tu casa». Él, levantándo­se al punto, a la vista de ellos, tomó la camilla donde estaba tendido, y se marchó a su casa dando gloria a Dios. Todos quedaron asombrados, y daban gloria a Dios, diciendo llenos de temor: «Hoy hemos visto cosas admirables».

  1. Es evidente que el tema central de este relato no es la curación del paralítico, sino el perdón de los pecados. Lo que este relato atestigua es el convencimiento, que tenía la comunidad cristiana primitiva, de haber recibido, a partir de Jesús, el poder de perdonar los pecados. Y es precisa­ mente este convencimiento la idea central que se transmite sirviéndose del episodio de la presunta curación de un paralítico (F. Bovon, H. J. Kla­uck). Según el relato, lo que dice y hace Jesús se encamina directamente a sanar al paralítico. Pero se relata de forma que incluso la curación física del enfermo se plantea, se orienta y se resuelve con la mirada puesta en el problema central: el poder de perdonar los pecados. Ese poder, hasta en­tonces, era visto como un privilegio exclusivo de Israel. De ahí, el empeño de la comunidad cristiana para dejar muy claro que el poder de perdonar estaba también en la comunidad de los discípulos de Jesús.
  2. Los hombres de la religión se extrañaron y hasta llegaron a pensar que Jesús, al perdonar los pecados, estaba blasfemando. El perdón de los pe­cados era privilegio de los hombres del templo. Pero Jesús lo sacó del templo. Y dio esa «autoridad» a los humanos, que por eso alababan a Dios . (Mt 9, 8). El fondo del problema está en que el pecado se comete cuando – se ofende a otra persona, ya que los mortales (hablando con propiedad) no podemos ofender a Dios. Así lo dice el mismo Santo Tomás (Sum. con­tra gent. 111, 122). Los mortales ofendemos a Dios cuando nos ofendemos unos a otros: «Lo que hicisteis con uno de éstos, a Mí me lo hicisteis» (Mt 25, 40). «Quien os rechaza a vosotros, me rechaza a Mí» (Lc 10, 16).
  3. Por tanto, el perdón de los pecados tiene que ser  perdón de quienes  se han ofendido: «Si no perdonáis a los hombres, tampoco vuestro Padre perdonará vuestras ofensas» (Mt 6, 15; Mc 11, 25). No tiene sentido que un hombre ofenda a su vecino y luego vaya a pedir perdón al cura. Al que tie­ne que pedir perdón es al vecino. Al actuar como «perdonadores», lo que realmente hacen los sacerdotes es tranquilizar  las conciencias y dar pie  a que la gente siga dividida, ofendida y enfrentada. Cuando buscamos · «unidad», y no mera «tranquilidad», hacemos todo lo posible por unirnos y pedir perdón al que hemos dañado o herido. Todo lo que no sea eso, son engaños piadosos que no sirven para nada.

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