Mentira

El empleo bíblico de la palabra mentira recubre dos sentidos diferentes, según que se trate de las relaciones del hombre con su prójimo o de sus relaciones con Dios.

I. MENTIRA EN LAS RELACIONES CON EL PRÓJIMO. 1. En el AT. La prohibición de la mentira en la ley atiende en los orígenes a un contexto social preciso: el del falso testimonio en los procesos (decálogo: Éx 20,16 y Dt 5,20; reiterado en Éx 23,1ss.6ss; Dt 19,16-21; Lev 19,11); esta mentira, dicha bajo juramento, es además una profanación del nombre de Dios (Lev 19,12). Este sentido restringido subsiste en la enseñanza moral de los profetas y de los sabios (Prov 12,17; Zac 8,17). Pero el pecado de mentira se entiende también en forma mucho más amplia: es el dolo, el engaño, el desacuerdo entre el pensamiento y la lengua (Os 4,2; 7,1; Jer 9,7; Nah 3,1). A todo esto tiene horror Yahveh (Prov 12,22), al que no se puede engañar (Job 13,9); así el mentiroso va a su pérdida (Sal 5,7; Prov 12,19; Eclo 20,25). Incluso Jacob, el astuto que captó la bendición paterna, fue a su vez engañado por su suegro Labán (Gén 29, 15-30).

En el NT formula Jesús la obligación de una lealtad total: «Sea vuestro lenguaje: sí, sí; no, no» (Mt 5,37; Sant 5,12), y Pablo hace de ello su regla de conducta (2Cor 1,17s). Así vemos reiteradas las enseñanzas del AT, aunque con una motivación más profunda: «No mintáis ya unos a otros; os habéis despojado del hombre viejo y revestido del hombre nuevo» (Col 3,9s); «Decíos la verdad, pues somos miembros los unos de los otros» (Ef 4,25). La mentira sería una vuelta a la naturaleza pervertida; iría contra nuestra solidaridad en Cristo. Se comprende que, según los Hechos, Ananías y Safira al mentir a Pedro mintieran en realidad al Espíritu Santo (Act 5,1-11); la perspectiva de las relaciones sociales queda desbordada cuando entra en juego_ la comunidad cristiana.

II. MENTIRA EN LAS RELACIONES CON Dios. 1. Desconocimiento del verdadero Dios. Yahveh es el Dios de verdad. Desconocerlo volviéndose a los ídolos engañosos es la mentira por excelencia, no la de los labios, sino la de la vida. Los autores sagrados denuncian a porfía esta impostura, asaeteando con coplas satíricas (Jer 10,1-16; Is 44,9-20; Sal 115,5ss), anécdotas burlonas (Dan 14), epitafios infamantes: nada (Jer 10,8), horror (4,1), vanidad (2,5), impotencia (2,11)… A sus ojos, toda conversión supone primero que se confiese el carácter mentiroso de los ídolos a que se había servido (16,19). Así lo entiende también Pablo cuando intima a los paganos que se aparten de los ídolos de mentira (Rom 1,25) para servir al Dios vivo y verdadero (1Tes 1,9).

Pecado de mentira y vida religiosa.

El AT conoce también una manera más sutil de desconocer al verdadero Dios: consiste en aclimatar en la propia vida el hábito de la mentira. Tal es la manera de proceder de los impíos, enemigos del hombre de bien: son astutos (Eclo 5,14), que sólo tienen la mentira en la boca (Sal 59,13; Eclo 51,2; Jer 9,2); se refugian en la mentira (Os 10,13), se aferran a ella hasta negarse a convertirse (Jer 8,5), y hasta sus aparentes conversiones son mentirosas (3,10). Es inútil abrigar ilusiones acerca del hombre abandonado a sí mismo; es espontáneamente mentiroso (Sal 116,11). Por el contrario, el verdadero fiel proscribe de su vida la mentira para estar en comunión con el Dios de verdad (Sal 15,2ss; 26,4s). Así hará en los últimos tiempos el siervo de Yahveh (ls 53,9), así como el humilde resto que Dios dejará entonces a su pueblo (Sof 3,13).

El NT halla este ideal realizado en Cristo (1Pe 2,22). Por eso la renuncia a toda mentira es una exigencia primaria de la vida cristiana (1Pe 2,1). Con esto se ha de entender no sólo la mentira de los labios, sino la que está incluida en todos los vicios (Ap 21,8): ésta no la han conocido jamás los elegidos, compañeros de Cristo (14,5). Muy especialmente merece el nombre de mentiroso el que desconoce la verdad divina revelada en Jesús: el anticristo, que niega que Jesús sea Cristo (Jn 2,22). En él la mentira no es ya de orden moral, es religiosa por esencia, al igual que la de la idolatría.

Los fautores de mentira.

Ahora bien, para precipitar a los hombres en este universo mentiroso que se yergue delante de Dios en un gesto de desafío, existen guías engañosos en todas las épocas. El AT conoce profetas de mentira, de los que Dios se ríe en ocasiones (1Re 22,19-23), pero que más a menudo son denunciados por los verdaderos profetas en términos severos: así por Jeremías (5,31; 23,9-40; 28,15s; 29, 31s), Ezequiel (13) y Zacarías (13,3). En lugar de la palabra de Dios aportan al pueblo mensajes adulterados.

En el NT también Jesús denuncia a los guías ciegos del pueblo judío (Mt 23,16…). Estos hipócritas que se niegan a creer en él, son mentirosos Jn 8,55). Preludian a los otros mentirosos que surgirán en todos los siglos para retraer a los hombres del Evangelio: anticristos (Un 2,18-28), falsos apóstoles (Ap 2,2), falsos profetas (Mt 7,15), falsos mesías (Mt 24,24; cf. 2Tes 2,9), falsos doctores (2Tim 4,3s; 2Pe 2,1ss, cf. 1Tim 4,1s), sin contar a los judíos que impiden la predicación del Evangelio (1Tes 2,14ss) y a los falsos hermanos, enemigos del verdadero Evangelio (Gál 2,4)… Son otros tantos fautores de mentira con que deben enfrentarse los cristianos, como lo hacía Pablo en el caso del mago Elimas (Act 13,8ss).

III. SATÁN, PADRE DE MENTIRA. Así se divide el mundo en dos campos: el del bien y el del mal, el de la verdad y el de la mentira, en el doble sentido moral y religioso. El primero es concretamente el de Dios. El segundo tiene también su jefe: Satán, la antigua serpiente que seduce al mundo entero (Ap 12,9) desde el día en que sedujo a Eva (Gén 3,13) y, separándola del árbol de vida, fue «homicida desde el principio» (Jn 8,44). Él es el que induce a Ananías y a Safira a mentir al Espíritu Santo (Act 5,3), y el mago Elimas es «hijo» suyo (Act 13,10). De él dependen los judíos incrédulos que se niegan a creer en Jesús: son hijos del diablo, mentiroso y padre de mentira (Jn 8,41-44); así quieren matar a Jesús, porque «les ha dicho la verdad» (Jn 8,40). Él es quien suscita a los falsos doctores, enemigos de la verdad evangélica (1Tim 4,2); él, quien para guerrear contra los cristianos (Ap 12,17), da sus poderes a la bestia del mar, el imperio «totalitario», con la boca llena de blasfemias (13,1-8); y la bestia de la tierra que maneja a los falsos profetas para engañar a los hombres y hacerle adorar al ídolo mentiroso, depende también de él (13,11-17). El eje del mundo pasa entre estos dos campos, e importa que los cristianos no se dejen seducir por los ardides del diablo hasta el punto de corromperse su fe (2Cor 11,3). Para permanecer en la verdad deben, pues, orar a Dios que los libre del maligno (Mt 6,13).

Todos los derechos: Vocabulario de teología bíblica, X. Léon-Dufour

Memoria

Si interrogásemos la Biblia acerca de la memoria del hombre, podríamos destacar algunas notaciones psicológicas, tales como el recuerdo de un beneficio (Gén 40,14) o el olvido de los consejos paternos (Tob 6,16), pero lo que aquí nos interesa es el sentido religioso de la memoria, su papel en la relación con Dios.

La Biblia habla de la memoria de Dios para con el hombre y de la memoria del hombre para con Dios. Todo recuerdo recíproco implica acontecimientos pasados en que haya estado en relación uno con otro; y tiene por efecto, al hacer presentes estos acontecimientos, renovar esa relación. Tal es seguramente el caso entre Dios y su pueblo. La memoria bíblica se refiere a contactos acaecidos en el pasado, en los que quedó establecida la alianza. Evocando estos hechos primordiales, refuerza la alianza; induce a vivir el «día de hoy» con la intensidad de presencia que emana de la alianza. El recuerdo es aquí tanto más oportuno cuanto que se trata de acontecimientos privilegiados que decidían sobre el porvenir y lo contenían ya anticipadamente. Sólo el fiel recuerdo del pasado puede garantizar la buena orientación del porvenir.

Brote del recuerdo.

a) Los El acontecimiento primero es la creación, signo ofrecido siempre al hombre para que se acuerde de Dios (Eclo 42,15-43, 33; Rom 1,20s). El hombre mismo es más que un signo, es la imagen de Dios; así puede acordarse de él. Las alianzas sucesivas de Dios con el hombre (Noé, Abraham, Moisés, David) procedieron de la memoria de Dios: entonces se acordó y prometió acordarse (Gén 8,1; 9,15ss; Éx 2,24; 2Sa 7) para salvar (Gén 19,29; Éx 6,5). Y el acontecimiento salvador que va a orientar para siempre la memoria del pueblo de Dios es la pascua (Os 13,4ss).

b) El recuerdo de los La memoria tiene no pocas maneras de prolongar en el presente la eficacia del pasado. En hebreo el sentido del verbo zkr en sus diversas formas da alguna idea de esto: acordarse, recordar, mencionar, pero también conservar e invocar, son otras tantas acciones que ejercen una función de las más importantes en la vida espiritual de la liturgia.

La invocación del nombre es inseparable del recuerdo de la pascua (Éx 20,2), pues revelando su nombre fue como Dios inauguró la pascua (Éx 3), y la salvación actual pedida por tal invocación (Sal 20,8) se comprende como la renovación de los prodigios antiguos (Sal 77; Jl 3). El memorial litúrgico se aplica más explícitamente a despertar el «recuerdo de su alianza»; esta expresión, cara a la tradición sacerdotal, liga las dos_ memorias, la divina y la humana, a ritos cíclicos (fiestas, sábado) o a lugares de reunión (piedra, altar, arca, tienda, templo). La oración, fundada en los hechos salvadores, está necesariamente empapada en la acción de gracias, tonalidad normal del recuerdo delante de Dios (Éx 15, Sal 136).

La conservación de los recuerdos está garantizada por la transmisión de la palabra, oral o escrita (Éx 12, 25ss; 17,14), especialmente en los libros de la ley (Éx 34,27; Dt 31, 19ss). Entonces, en el fiel, la meditación de la ley es la forma correlativa del recuerdo (Dt; Jos 1,8); esta atención vigilante abre a la sabiduría (Prov 3,lss). La obediencia a los mandamientos es en definitiva la expresión de ese recuerdo que consiste en «guardar las vías de Yahveh» (Sal 119; Sab 6,18; Is 26,8).

El drama del olvido. Pero ahí precisamente se muestra deficiente la memoria del hombre, al paso que Dios no olvida ni su palabra ni su nombre (Jet 1,12; Ez 20,14). A pesar de las amonestaciones del Deuteronomio (Dt 4,9; 8,11; 9,7): «Guárdate de olvidar a Yahveh tu Dios…, acuérdate…», el pueblo olvida a su Dios y ahí está su pecado (Jue 8,34; Jer 2,13; Os 2,15). Según la lógica del amor, parece Dios entonces olvidar a la esposa infiel, desgracia que debería inducirla a volver (Os 4,6; Miq 3,4; Jer 14,9). En efecto, toda aflicción debería reanimar en el hombre el recuerdo de Dios (2Par 15,2ss: Os 2,9; 5,15). Se añade la predicación profética, que es una larga «llamada» (Miq 6,3ss; Jer 13,22-25) destinada a poner el corazón del hombre en el estado de receptividad en que Dios puede realizar su pascua (Ez 16,63; Dt 8,2ss).

El arrepentimiento es, al mismo tiempo que recuerdo de las faltas, llamamiento a la memoria de Dios (Ez 16,61ss; Neh 1,7ss), y en el perdón Dios, cuya memoria es la del amor, se acuerda de la alianza (1Re 21,29; Jer 31,20) y se olvida el pecado (Jer 31,34).

Del recuerdo a la espera. Y he aquí la paradoja: la pascua, ya pasada, tiene que venir todavía. Esta toma de conciencia hace entrar al pueblo en la escatología, esa cualidad que adquiere el tiempo cuando está tan cargado de hechos decisivos que actúa ya en él el «siglo venidero» determinando su curso. Esta percepción muy viva del futuro a través del pasado caracteriza la memoria del pueblo después del retorno del exilio; se ha operado una especie de mutación. El recuerdo se convierte en espera y la memoria desemboca en la imaginación apocalíptica. El caso típico es el de Ezequiel (40-48) seguido por Zacarías, Daniel, el cuarto evangelista y el autor del Apocalipsis.

El pasado glorioso constituye, comunitariamente, en el seno de la aflicción presente, la prenda de la liberación (Is 63,15-64,11; Sal 77; 79; 80; 89). Personalmente, el pobre, aparentemente olvidado por Dios (Sal 10,12; 13,2), debe, sin embargo, saber que está presente a su amor (Is 66,2; Sal 9,19). La prueba vuelve a avivar la memoria (1Mac 2,51; Bar 4,27), y esto para prepararla al acontecimiento nuevo (Is 43,18s).

De la presencia a la transparencia.

a) Cuando «Yahveh está ahí» (Ez 35; Mt 1,23), la memoria coincide con el presente y tiene lugar el cumplimiento o realización. El recuerdo de las promesas y de la alianza pasa al acto en el acontecimiento de Cristo que recapitula el tiempo (2Cor 1,20; Lc 1,54.72). En él se resuelve el drama de los dos olvidos mediante el retorno del hombre y el perdón de Dios (Col 3,13). La memoria del hombre, acomodada a la de Dios que está totalmente orientada hacia delante, no tiene ya que mirar al pasado, sino a la persona de Cristo (Jn 14,6s; 2Cor 5,16s). En efecto, Cristo es el hombre definitivamente presente a Dios, y Dios definitivamente presente al hombre: la mediación psicológica y ritual de la memoria se realiza ontológicamente en Cristo sacerdote (Ef 2,18; Heb 7,25; 9,24).

b) Pero el tiempo no se ha consumado todavía, y la memoria -la de Dios por el Espíritu, la del hombre por la vida en el Espíritu- tiene todavía su función en esta nueva alianza que es la vida eterna actuando en el centro del El Espíritu «recuerda» el misterio de Cristo, no como un libro, sino en la actualidad personal de la palabra viva: la tradición (Jn 14,26; 16.13). El Espíritu realiza el misterio de Cristo en su cuerpo, no como un mero memorial, sino en la actualidad sacramental de este cuerpo a la vez resucitado y presente al mundo (Lc 22,19s; 1Cor 11,24ss): la liturgia. Esta «representación» de la pascua, al igual que en él AT, está enderezada a la acción, a la vida: la memoria cristiana consiste en «guardar las vías de Yahveh», en guardar el testamento del Señor, es decir, en permanecer en el amor (Jn 13,34; 15.10ss; Jn 3,24). Finalmente, última acomodación de la memoria del hombre a la de Dios: cuanto más penetra el Espíritu en la vida de un cristiano, tanto más vigilante lo hace, tanto más atento a los «signos de los tiempos», testigo que deja transparentarse la activa presencia del Señor y revela la aproximación de su advenimiento (Ap 3.3; Flp 3,13s: 1Tes 5,1-10).

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Mansedumbre

«Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11,29). Jesús, que habla así, es la revelación suprema de la mansedumbre de Dios (Mt 12,18ss); él es la fuente de la nuestra cuando proclama: «Bienaventurados los mansos» (Mt 5,4).

La mansedumbre de Dios. El AT canta la inmensa y clemente bondad de Dios (Sal 31,20; 86,5), manifestada en su gobierno del universo (Sab 8,1; 15,1), y nos invita a gustarla (Sal 34,9). Más dulces que la miel son la palabra de Dios, su ley (Sal 119,103; 19,11; Ez 3,3), el conocimiento de su sabiduría (Prov 24,13; Eclo 24,20) y la fidelidad a su ley (Eclo 23,27). Dios alimenta a su pueblo con un pan que satisface todos los gustos; así revela su suavidad (Sab 16,20s), suavidad que hace gustar al pueblo, cuyo esposo amadísimo es (Cant 2,3), suavidad que el Señor Jesús acaba de revelarnos (Tit 3,4) y de hacernos gustar (1Pe 2,3).

Mansedumbre y humildad. Moisés es el modelo de la verdadera mansedumbre, que no es debilidad, sino humilde sumisión a Dios basada en la fe en su amor (Núm 12,3; Eclo 45,4; 1,27; cf. Gál 5,22s). Esta humilde mansedumbre caracteriza al «resto», al que Dios salvará, y al rey que dará la paz a todas las naciones (Sof 3,12; Zac 9,9s = Mt 21,5).

A estos mansos, sometidos a la palabra divina (Sant 1,20ss), los dirige Dios (Sal 25,9), los sostiene (Sal 147,6), los salva (Sal 76,10), les da el trono de los poderosos (Eclo 10, 14) y les hace gozar de la paz en su tierra (Sal 37,11 = Mt 5,4).

Mansedumbre y caridad. El que es dócil a Dios es manso con los hombres, especialmente con los pobres (Eclo 4,8). La mansedumbre es fruto del Espíritu (Gál 5,23) y signo de la presencia de la Sabiduría de lo alto (Sant 3,13.17). En su doble aspecto de tranquila suavidad (gr. prautes) y de moderación indulgente (gr. epieikeia), la mansedumbre es una característica de Cristo (2Cor 10,1), de sus discípulos (Gál 6,1; Col 3,12; Ef 4.2) y de sus pastores (1Tim 6,11; 2Tim 2,25). Es el ornato de las mujeres cristianas (1Pe 3, 4) y constituye la felicidad de sus hogares (Eclo 36,23). El verdadero cristiano, aun en la persecución (1Pe 3,16), muestra a todos una mansedumbre serena (Tit 3,2; Flp 4,5); así da a todos testimonio de que «el yugo del Señor es suave» (Mt II, 30), puesto que es el yugo del amor.

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Luz

El tema de la luz atraviesa toda la revelación bíblica. La separación de la luz y de las tinieblas fue el primer acto del Creador (Gén 1,3s). Al final de la historia de la salvación la nueva creación (Ap 21,5) tendrá a Dios mismo por luz (21,23). De la luz física que alterna acá abajo con la sombra de la noche se pasará así a la luz sin ocaso que es Dios mismo (1Jn 1,5). La historia misma que se desarrolla en el ínterin toma la forma de un conflicto en que se enfrentan la luz y las tinieblas, enfrentamiento idéntico al de la vida y de la muerte (cf. Jn 1,4s). No hay una metafísica dualista que venga a cristalizar esta visión dramática del mundo, como sucede en el pensamiento iranio. Pero no por eso deja de ser el hombre objeto del conflicto: su suerte final se define en términos de luz y de tinieblas como en términos de vida y de muerte. El tema ocupa, pues, un puesto central entre los simbolismos religiosos a que recurre la Escritura.

I. EL DIOS DE LUZ. 1. El creador de la luz. La luz, como todo lo demás, no existe sino como criatura de Dios: luz del día, que emergió del caos original (Gén 1,1-5); luz de los astros que iluminan la tierra día y noche (1,14-19). Dios la envía y la vuelve a llamar, y ella obedece temblando (Bar 3,33). Por lo demás, las tinieblas que alternan con ella se hallan en la misma situación, pues el mismo Dios «hace la luz y las tinieblas» (Is 45,7; Am 4, 13 LXX). Por eso luz y tinieblas cantan el mismo cántico en alabanza del Creador (Sal 19,2s; 148,3; Dan 3,71s). Toda concepción mítica queda así radicalmente eliminada; pero esto no es obstáculo para que la luz y las tinieblas tengan un significado simbólico.

El Dios vestido de luz. En efecto, como las otras criaturas, la luz es un signo que manifiesta visiblemente algo de Dios. Es como el reflejo de su gloria. Por este título forma parte del aparato literario que sirve para evocar las teofanías. Es el vestido en que Dios se envuelve (Sal 104,2). Cuando aparece, «su resplandor es semejante al día, de sus manos salen rayos» (Hab 3,3s). La bóveda celestial, sobre la que reposa su trono, es resplandeciente como el cristal (Éx 24,10; Ez 1,22). Otras veces se le representa rodeado de fuego (Gén 15,17; Éx 19,18; 24,17; Sal 18,9; 50,3) o lanzando los relámpagos de la tormenta (Ez 1,13; Sal 18,15). Todos estos cuadros simbólicos establecen un nexo entre la presencia divina y la impresión que hace al hombre una luz deslumbradora. En cuanto a las tinieblas, no excluyen la presencia de Dios, puesto que él las sondea y ve lo que acaece en ellas (Sal 139,11s; Dan 2,22). Sin embargo, la tiniebla por excelencia, la del seol, es un lugar en el que los hombres son «arrancados de su mano» (Sal 88,6s. 13). En la oscuridad ve, pues, Dios sin dejarse ver, está presente sin entregarse.

Dios es luz. No obstante este recurso al simbolismo de la luz, antes del libro de la Sabiduría no se aplicará a la esencia divina. La sabiduría, efusión de la gloria de Dios, es «un reflejo de la luz eterna», superior a toda luz creada (Sab 7,27. 29s). El simbolismo alcanza aquí un grado de desarrollo, del que el NT se servirá más copiosamente.

2. LA LUZ, DON DE Dios. 1. La luz de los vivos. «La luz es suave, y a los ojos agrada ver el sol» (Ecl 11,7). Todo hombre ha pasado por esta experiencia. De ahí una asociación estrecha entre la luz y la vida: nacer es «ver la luz» (Job 3,16; Sal 58,9). El ciego que no ve la «luz de Dios» (Tob 3,17; 11,8) tiene un gusto anticipado de la muerte (5,11s); viceversa, el enfermo al que libra Dios de la muerte se regocija de ver brillar de nuevo en sí mismo «la luz de los vivos» (Job 33,30; Sal 56,14), puesto que el Seol es el reino de las tinieblas (Sal 88,13). Luz y tinieblas tienen así para el hombre valores opuestos que fundan su simbolismo.

Simbolismo de la luz. En primer lugar, la luz de las teofanías comporta un significado existencial para los que son agraciados con ellas, sea que subraye la majestad de un Dios hecho familiar (Éx 24,10s), sea que haga sentir su carácter temeroso (Hab 3,3s). A esta evocación misteriosa de la presencia divina, la metáfora del rostro luminoso añade una nota tranquilizadora de benevolencia (Sal 4,7; 31,17; 89,16; Núm 6,24ss; cf. Prov 16,15). Ahora bien, la presencia de Dios al hombre es sobre todo una presencia tutelar. Con su ley ilumina Dios los pasos del hombre (Prov 6,23; Sal 119,105); es también la lámpara que le guía (Job 29,3; Sal 18,29). Librándolo del peligro ilumina sus ojos (Sal 13,4); es así su luz y su salvación (Sal 27,1). Finalmente, si el hombre es justo, le conduce hacia el gozo de un día luminoso (Is 58,10; Sal 36,10; 97,11; 112,4), mientras que el malvado tropieza en las tinieblas (Is 59,9s) y ve extinguirse su lámpara (Prov 13,9; 24,20; Job 18,5s). Luz y tinieblas representan así finalmente las dos suertes que aguardan al hombre, la felicidad y la desgracia.

Promesa de la luz. No tiene, pues, nada de extraño hallar el simbolismo de la luz y de las tinieblas en los profetas, en perspectiva escatológica. Las tinieblas, azote amenazador que experimentaron los egipcios (Éx 10,21…), constituyen uno de los signos anunciadores del día de Yahveh (Is 13,10; Jer 4,23; 13, 16; Ez 32,7; Am 8,9; Jl 2,10; 3,4; 4,15): para un mundo pecador éste será tinieblas y no luz (Am 5,18; cf. Is 8,21ss).

Sin embargo, el día de Yahveh debe tener también otra faz, de gozo y de liberación, para el resto de los justos humillado y angustiado; entonces «el pueblo que caminaba en las tinieblas verá una gran luz» (Is 9,1; 42,7; 49,9; Miq 7,8s). La imagen tiene un alcance obvio y da lugar a múltiples aplicaciones. Hace pensar primero en la claridad de un día maravilloso (Is 30,26), sin alternancia de día y de noche (Zac 14,7), iluminado por el «sol de justicia» (Mal 3,20). No obstante, el alba que amanecerá para la nueva Jerusalén (Is 60,Iss) será de otra naturaleza que la del tiempo actual: es el Dios vivo el que personalmente iluminará a los suyos (60,19s). Su ley alumbrará a los pueblos (Is 2,5; 51,4; Bar 4,2); su siervo será la luz de las naciones (Is 42,6; 49,6).

Para los justos y los pecadores se reproducirán así en el día supremo las dos suertes de las que la historia del Éxodo ofreció un ejemplo llamativo: las tinieblas para los impíos, pero para los santos la plena luz (Sab 17,1-18,4). Éstos resplandecerán como el cielo y los astros, mientras que los impíos permanecerán para siempre en el horror del oscuro leo/ (Dan 12,3; cf. Sab 3,7). La perspectiva va a dar en un mundo transfigurado a la imagen del Dios de luz.

NT. CRISTO, LUZ DEL MUNDO. 1. Cumplimiento de la promesa. En el NT la luz escatológica prometida por los profetas ha venido a ser realidad: cuando Jesús comienza a predicar en Galilea se cumple el oráculo de Is 9,1 (Mt 4,16). Cuando resucita según las profecías es para «anunciar la luz al pueblo y a las naciones paganas» (Act 26,23). Así los cánticos conservados por Lucas saludan en él desde la infancia al sol naciente que debe iluminar a los que están en las tinieblas (Lc 1,78s; cf. Mal 3,20; Is 9,1; 42,7), la luz que debe iluminar a las naciones (Lc 2,32; cf. Is 42,6; 49,6). La vocación de Pablo, anunciador del Evangelio entre los paganos, se inscribirá en la línea de los mismos textos proféticos (Act 13,47; 26,18).

Cristo revelado como luz. Sin embargo, por sus actos y sus palabras se ve a Jesús revelarse como luz del mundo. Las curaciones de ciegos (cf. Mc 8,22-26) tienen en este punto un significado particular, como lo subraya Juan refiriendo el episodio del ciego de nacimiento (Jn 9). Jesús declara entonces: «Mientras estoy en el mundo soy la luz del mundo» (9,5). En otro lugar comenta: «El que me sigue no camina en las tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida» (8,12); «yo, la luz, vine al mundo para que quien creyere en mí no camine en las tinieblas» (12,46). Su acción iluminadora dimana de lo que él es en sí mismo: la palabra misma de Dios, vida y luz de los hombres, luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo (1,4.9). Así el drama que se crea en torno a él es un enfrentamiento de la luz y de las tinieblas: la luz brilla en las tinieblas (1,4), y el mundo malo se esfuerza por sofocarla, pues los hombres prefieren las tinieblas a la luz cuando sus obras son malas (3,19). Finalmente, a la hora de la pasión, cuando Judas sale del cenáculo para entregar a Jesús, Juan nota intencionadamente: «Era de noche» (13, 30); y Jesús al ser arrestado declara: «Ésta es vuestra hora y el poder de las tinieblas» (Lc 22,53).

Cristo transfigurado. Mientras Jesús vivió en la tierra, la luz divina que llevaba en sí estuvo velada bajo la humildad de su carne. Hay, sin embargo, una circunstancia en la que se hace perceptible a testigos privilegiados en una visión excepcional: la transfiguración. Este rostro que resplandece, estos vestidos deslumbradores como la luz (Mt 17,2 p) no pertenecen ya a la condición mortal de los hombres: anticipan el estado de Cristo resucitado, que aparecerá a Pablo en una luz fulgurante (Act 9,3; 22,6; 26,13); forman parte del simbolismo propio de las teofanías del AT. En efecto, la luz que resplandece en el rostro de Cristo es la de la gloria de Dios mismo (cf. 2Cor 4,6): en calidad de Hijo de Dios es «el resplandor de su gloria» (Heb 1,3). Así, a través de Cristo luz se revela algo de la esencia divina. No sólo Dios «habita una luz inaccesible» (1Tim 6,16); no sólo se le puede llamar «el Padre de las luces» (Sant 1,17), sino que, como lo explica san Juan, «él mismo es luz, y en él no hay tinieblas» (Jn 1,5). Por eso todo lo que es luz proviene de él, desde la creación de la luz física el primer día (cf. Jn 1,4), hasta la iluminación de nuestros corazones por la luz de Cristo (2Cor 4,6). Y todo lo que es extraño a esta luz pertenece al reino de las tinieblas: tinieblas de la noche, tinieblas del seol y de la muerte, tinieblas de Satán.

II. LOS HIJOS DE LUZ. 1. Los hombres entre las tinieblas y la luz. La revelación de Jesús como luz del mundo da un relieve cierto a la antítesis de las tinieblas y de la luz, no en una perspectiva metafísica, sino en un plano moral: la luz califica la esfera de Dios y de Cristo como la del bien y de la justicia, las tinieblas califican la esfera de Satán como la del mal y de la impiedad (cf. 2Cor 6,14s), aun cuando_ Satán, para seducir al hombre, se disfrace a veces de ángel de luz (11,14). El hombre se halla cogido entre las dos y le es preciso escoger, de modo que sea «hijo de las tinieblas» o «hijo de luz». La secta de Qumrán recurría ya a esta representación para describir la guerra escatológica. Jesús se sirve de ella para distinguir el mundo presente del reino que él inaugura: los hombres se dividen a sus ojos en «hijos de este mundo» e «hijos de luz» (Lc 16,8). Entre unos y otros se opera una división cuando aparece Cristo-luz: los que hacen. el mal huyen de la luz para que no sean descubiertas sus obras; los que obran en la verdad vienen a la luz (Jn 3,19ss) y creen en la luz para ser hijos de luz (Jn 12,36).

De las tinieblas a la luz. Todos los hombres pertenecen por nacimiento al reino de las tinieblas, particularmente los paganos «en sus pensamientos entenebrecidos» (Ef 4, 18). Dios es quien «nos llamó de las tinieblas a su admirable luz» (1Pe 2,9). Sustrayéndonos al imperio de las tinieblas nos transfirió al reino de su Hijo para que compartiéramos la suerte de los santos en la luz (Col I,12s): gracia decisiva, experimentada en el momento del bautismo, cuando «Cristo brilló sobre nosotros» (Ef 5,14). Fa otro tiempo éramos tinieblas, ahora somos luz en el Señor (Ef 5,8). Esto determina para nosotros una línea de conducta: «vivir como hijos de la luz» (Ef 5,8; cf. 1Tes 5,5).

La vida de los hijos de luz. Era ya una recomendación de Jesús (cf. Jn 12,35s): importa que el hombre no deje oscurecer su luz interior, y también que vele sobre su ojo, lámpara de su cuerpo (Mt 6,22s p). En Pablo se hace habitual la recomendación. Hay que revestirse las armas de luz y desechar las obras de tinieblas (Rom 13,12s), no sea que nos sorprenda el día del Señor (1Tes 5,4- 8). Toda la moral entra fácilmente en esta perspectiva: el «fruto de la luz» es todo lo que es bueno, justo y verdadero; las «obras estériles de las tinieblas» comprenden los pecados de todas clases (Ef 5,9-14). Juan no habla de otra manera. Hay que «caminar en la luz» para estar en comunión con Dios, que es luz (Jn 1,5ss). El criterio es el amor fraterno: en esto se reconoce si está uno en las tinieblas o en la luz (2,8-11).

El que vive así, como verdadero hijo de luz, hace irradiar entre los hombres la luz divina, de la que ha venido a ser depositario. Hecho a su vez luz del mundo (Mt 5,14ss), responde a la misión que le ha dado Cristo.

Hacia la luz eterna. El hombre, caminando por tal camino, puede esperar la maravillosa transfiguración que Dios ha prometido a los justos en su reino (Mt 13,43). En efecto, la Jerusalén celestial, adonde llegará finalmente, reflejará en sí misma la luz divina, conforme a los textos proféticos (Ap 21,23ss; cf. Is 60); entonces los elegidos, contemplando la faz de Dios, serán iluminados por esta luz (Ap 22,4s). Tal es la esperanza de los hijos de luz; tal es también la oración que la Iglesia dirige a Dios por los que de ellos han dejado ya la tierra: lux perpetua luceat eis! Ne cadant in obscurum, sed signifer sanctus Michael repraesentet eas in lucem sanctam (Ofertorio de la Misa de difuntos).

Todos los derechos: Vocabulario de teología bíblica, X. Léon-Dufour

Liberación, libertad

«Hermanos, habéis sido llamados a la libertad» (Gál 5,13): éste es uno de los aspectos esenciales del evangelio de la salvación; Jesús vino a «anunciar a los cautivos la liberación, a devolver la libertad a los oprimidos» (Lc 4,18). Su intervención es eficaz para todos: paganos de otro tiempo, que se sentían regidos por la fatalidad, y judíos que se negaban a confesarse esclavos (Jn 8,33), pero también masas humanas de hoy día, que aspiran confusamente a una liberación total. Cierto, hay libertad y libertad. La Biblia no da definición; hace algo mejor: traza un camino. Muestra cómo Dios se cuidó de liberar a su pueblo (I), y cómo la fe en Cristo hace posible la auténtica libertad (II).

LA LIBERACIÓN DE ISRAEL. 1. La salida de Egipto. Un acontecimiento fundamental marcó los orígenes del pueblo elegido, su liberación por Dios de la servidumbre de Egipto (Éx 1-15). El AT emplea a este propósito sobre todo dos verbos característicos, el primero de los cuales (gáal: Éx 6,6; Sal 74,2; 77,16) es un término de derecho familiar, mientras que el segundo (pádáh: Dt 7,8; 9,26; Sal 78,42) pertenece originariamente al derecho comercial («liberar contra equivalente»). Pero los dos verbos son prácticamente sinónimos cuando tienen por sujeto a Dios, y en la inmensa mayoría de los casos la LXX los tradujo de la misma manera (por lytrusthai, con frecuencia traducido en latín por redímere). La etimología del verbo griego (lytron, «rescate») no debe inducir a error acerca de su significado: el conjunto de los textos bíblicos muestra que la primera redención fue una liberación victoriosa, y que Yahveh no pagó rescate alguno a los opresores de Israel.

Dios, el «góel» de Israel. Cuando las infidelidades del pueblo de Dios dieron por resultado la ruina de Jerusalén y el exilio, la liberación de los judíos deportados a Babilonia fue una segunda redención, cuya buena nueva constituye el mensaje principal de Is 40-55, Yahveh, el Santo de Israel, es su «libertador», su góél (Is 43,14; 44,6.24; 47,4; cf. Jer 50,34).

En el antiguo derecho hebreo, el góél es el pariente próximo, a quien incumbe el deber de defender a los suyos, ya se trate de mantener el patrimonio familiar (Lev 25,23ss), de liberar a un «hermano» caído en esclavitud (Lev 25,26-49), de proteger a una viuda (Rut 4,5) o de vengar a un pariente asesinado (Núm 35, 19ss). El empleo del título de góél en ls 40-55 sugiere la persistencia de un vínculo de parentesco entre Yahveh e Israel: por razón de la alianza contraída en tiempos del primer Éxodo (cf. ya Éx 4,22), la nación escogida es, a pesar de sus faltas, la esposa de Yahveh (Is 50,1). Es manifiesto el paralelismo entre las dos liberaciones (cf. Is 10,25ss; 40,3); la segunda es gratuita no menos que la primera (Is 45,13; 52,3), y la misericordia de Dios aparece en ella todavía más, puesto que el exilio era el castigo de los pecados del pueblo.

La espera de la liberación definitiva. Otras pruebas debían todavía caer sobre el pueblo elegido, el cual, en sus tribulaciones, no cesará de invocar el auxilio de Dios (cf. Sal 25, 21; 44,27) y de acordarse de la primera redención, prenda asegurada y figura de todas las demás: «No descuides esta porción que te pertenece, que para ti rescataste de la tierra de Egipto» (oración de Mardoqueo en Est 4,17 g LXX; cf. 1Mac 4,8-11). Los últimos siglos que preceden a la venida del Mesías están marcados por la espera de la «liberación definitiva» (traducción del Targum en Is 45,17; cf. Heb 9,12), y las oraciones más oficiales del judaísmo piden al góél de Israel que acelere el día.

Sin duda más de un judío aguardaba sobre todo del Señor la liberación del yugo impuesto por las naciones a la tierra santa, y quizás era así como los peregrinos de Emaús se representaban el quehacer del «que liberaría a Israel» (Lc 24,21). Pero esto no excluye que la élite espiritual (cf. Lc 2,38) pudiera cargar esta esperanza con un contenido religioso más auténtico, como el que se expresaba ya al final del Salmo 130, 8: «El Señor liberará a Israel de todas sus culpas.» En efecto, la verdadera liberación implicaba la purificación del resto llamado a participar de la santidad de su Dios (cf. Is 1,27; 44,22; 59,20).

Prolongaciones personales y sociales. En el plano personal la liberación operada por Dios en favor de su pueblo se prolonga en cierto modo en la vida de cada fiel (cf. 2Sa 4,9): «Por la vida de Yahveh que me libró de toda aflicción»), y éste es un tema frecuente en la oración de los Salmos. A veces el salmista se expresa en términos generales, sin precisar a qué peligro está o ha estado expuesto (Sal 19,15; 26,11); otras veces dice tener que habérselas con adversarios que atentan contra su vida (Sal 55,19; 69,19), o bien su oración es la de un enfermo grave que moriría sin la intervención de Dios (Sal 103,3s). Pero ya están echados los fundamentos para una esperanza más profundamente religiosa (cf. Sal 31,6; 49,16).

En el plano social la misma legislación bíblica está marcada con el recuerdo de la primera liberación de Israel, sobre todo en la corriente deuteronomista: al esclavo hebreo se le debía dar libertad el séptimo año para honrar lo que Yahveh había hecho por los suyos (Dt 15,12-15; cf. Jer 34,8-22). Por lo demás, no siempre se respetaba la ley; así, aun después del retorno del exilio, Nehemías tendrá que alzarse contra las exacciones de algunos de sus compatriotas que no vacilaban en reducir a esclavitud a sus hermanos «rescatados» (Neh 5,1-8). Y sin embargo, «dejar en libertad a los oprimidos, romper todos los yugos» es una de las formas del «ayuno que agrada a Yahveh» (Is 58,6).

LA LIBERTAD DE LOS HIJOS DE DIOS. 1. Cristo, nuestro libertador. La liberación de Israel era sólo prefiguración de la redención cristiana. Cristo es, en efecto, quien instaura el régimen de la libertad perfecta y definitiva para todos, judíos y paganos, los que se adhieren a él en la fe y en la caridad.

Pablo y Juan son los principales heraldos de la libertad cristiana. El primero la proclama sobre todo en la epístola a los Gálatas «Para que fuéramos libres nos liberó Cristo… Hermanos, habéis sido llamados a la libertad» (Gál 5,1.13; cf. 4,26.31; 1Cor 7,22; 2Cor 3,17). Juan, por su parte, insiste en el principio de la verdadera libertad, la fe que acoge la palabra de Jesús: «La verdad os hará libres; … si el Hijo os librare, seréis verdaderamente libres» (Jn 8,32.36).

Naturaleza de la libertad cristiana. La libertad cristiana, aunque tiene repercusiones en el plano social, de lo cual da un testimonio espléndido la epístola a Filemón, se sitúa por encima de él. Accesible tanto a los esclavos como a los hombres libres, no presupone un cambio de condición (1Cor 7,21). En el mundo grecorromano, en el que la libertad civil constituía el fundamento mismo de la dignidad, este hecho sonaba a paradoja; pero así se manifestaba el valor mucho más radical de la emancipación ofrecida por Cristo. Esta emancipación no se confunde tampoco con el ideal de los sabios, los estoicos y otros, que con la reflexión y el esfuerzo moral trataban de adquirir el perfecto dominio de sí mismos y de establecerse en una inviolable tranquilidad interior. La liberación del cristiano, lejos de ser fruto de una doctrina abstracta e intemporal, resulta de un acontecimiento histórico, la muerte victoriosa de Jesús, y de un contacto personal, la adhesión a Cristo en el bautismo.

Su eficacia se traduce en un terreno triple: respecto al pecado, a la muerte, a la ley.

El pecado es el verdadero déspota, de cuyo yugo nos arranca Jesucristo. En Rom 1-3 describe Pablo el rigor de la tiranía universal que ejercía el pecado en el mundo; pero lo hace para poner tanto más de relieve la sobreabundancia de la gracia (Rom 5,15.20; 8,2). El bautismo, asociándonos al misterio de la muerte y de la resurrección de Cristo, puso fin a nuestra servidumbre (Rom 6,6). Con esta liberación se realiza lo esencial de la espera del AT, tal como la comprendía la élite de Israel (cf. Lc 1,68-75). Citando Pablo a ls 59,20, según los LXX, destaca bien el carácter espiritual de esta liberación: «De Sión vendrá el libertador, que quitará las impiedades de en medio de Jacob» (Rom 11,26). Y el Apóstol revela en otro lugar a los paganos el «misterio» de su pleno acceso a los privilegios del pueblo elegido; las maravillas de la primera liberación se han renovado para todos nosotros: «Dios nos ha sustraído al imperio de las tinieblas y nos ha transferido al reino de su Hijo muy amado, en quien tenemos la redención, la remisión de los pecados» (Col I,13s).

La muerte. La muerte, compañera del pecado (Gén 2,17; Sab 2,23s; Rom 5,12), es también vencida; ha perdido su veneno (1Cor 15,56). Los cristianos no están ya esclavizados por su temor (Heb 2,14s). Desde luego, la liberación en este punto no será perfecta sino en la resurrección gloriosa (1Cor 15,26. 54s) y nosotros estamos todavía «en espera de la redención de nuestro cuerpo» (Rom 8,c3). Pero ya en cierto modo se han inaugurado los últimos tiempos y nosotros «hemos pasado de la muerte a la vida» (Un 3,14; Jn 5,24) en la medida en que vivimos en la fe y en la caridad.

La ley. Por lo mismo nosotros «no estamos ya bajo la ley, sino bajo la gracia» (Rom 6,15). Por sorprendente, o trivial, que pueda parecer esta afirmación de Pablo, no conviene minimizarla, so pena de desnaturalizar el Evangelio de salvación anunciado por el Apóstol. Puesto que hemos muerto en forma mística con Cristo, estamos ya desligados de la ley (Rom 7,1-6), y no podemos buscar el principio de nuestra salvación en el cumplimiento de una ley exterior (Gál 3,2.13; 4,3ss). Estamos bajo un régimen nuevo, al que Pablo, es cierto, da a veces el nombre de «ley», pero «es la ley del Espíritu que da la vida» (Rom 8,2), una ley que el mismo Espíritu Santo cumple en nosotros; ahora bien, «donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad» (2Cor 3,17; cf. Gál 5, 16.22s).

El ejercicio de la libertad cristiana.

El cristiano liberado se ve lleno de una confianza intrépida, de un orgullo, al que el NT llama parresia. Esta palabra típicamente griega (literalmente: libertad para decir todo) designa sin duda una actitud característica del cristiano y todavía más del apóstol: delante de Dios, un comportamiento de hijo (cf. Ef 3, 12; Heb 3,6; 4,16; Un 2,28; 3,21), pues en el bautismo se recibe un «espíritu de hijo adoptivo» y no un «espíritu de esclavo» (Rom 8,14-17) y, por otra parte, ante los hombres una seguridad para anunciar el mensaje (Act 2,29; 4,13; etc.).

La libertad no es licencia o libertinaje. «Hermanos, habéis sido llamados a la libertad; pero que esta libertad no se convierta en pretexto para la carne» (Gál 5,13). Desde los principios debieron los apóstoles denunciar ciertas falsificaciones de la libertad cristiana (cf. 1Pe 2,16; 2Pe 2,19), y el peligro parece haber sido particularmente grave en la comunidad de Corinto. Los gnósticos de esta ciudad habían quizás adoptado como divisa una fórmula paulina, «todo me está permitido», pero falseaban su sentido, y Pablo se ve obligado a poner las cosas en su punto: el cristiano no puede olvidar que pertenece al Señor y que está destinado á la resurrección (1Cor 6,12ss).

El primado de la caridad. «Todo está permitido, pero no todo edifica», precisa todavía el Apóstol (1Cor 10,23); es preciso renunciar a algunos de nuestros derechos si lo exige el bien de un hermano (1Cor 8-10; Rom 14). Esto no es, propiamente hablando, un límite impuesto a la libertad, sino una manera superior de ejercerla. Los cristianos, emancipados de su antigua esclavitud para el servicio de Dios (Rom 6), se pondrán «por la caridad al servicio unos de otros» (Gál 5,13), como les inclina a ello el Espíritu Santo (Gál 5,16-26). Pablo, haciéndose servidor, y en cierto sentido esclavo de sus hermanos (cf. 1Cor 9,19), no cesaba de ser libre, pero era imitador de Cristo (cf. 1Cor 11,1), el Hijo que se hizo servidor.

Nota complementaria: EL LIBRE ALBEDRÍO. Ciertos textos bíblicos podrían dar la sensación de desconocer en el hombre la existencia de una real libertad de elección, dado lo mucho que los autores sagrados insisten en la soberanía de la voluntad de Dios (Is 6,9s; Rom 8,28ss; 9,10-21; 11,33-36). Pero aquí conviene tener en cuenta la tendencia que tiene el pensamiento semítico a enfocar directamente la causalidad divina, sin mencionar las causas segundas, que no por ello se niegan (cf. Éx 4,21; 7,13s, a propósito del endurecimiento del Faraón); por otra parte, conviene distinguir entre lo que Dios permite y lo que quiere con una voluntad formal (así a propósito de los «vasos de ira prontos para la perdición» y los «vasos de misericordia que ha preparado de antemano para la gloria»: Rom 9,22s). De la afirmación fundamental de «la libertad de elección divina» (Rom 9,11), hay que guardarse bien de colegir el carácter ilusorio de la libertad del hombre.

De hecho, toda la tradición bíblica considera al hombre capaz de ejercitar su libre albedrío: constantemente hace llamamiento a su poder de elección y al mismo tiempo subraya su responsabilidad, ya desde el relato del primer pecado (Gén 2-3; cf. 4,7). Al hombre toca elegir entre la bendición y la maldición, entre la vida y la muerte (cf. Dt 11,26ss; 30,15-20), convertirse, y esto hasta el término de su existencia (Ez 18,21-28; Rom 11,22s; 1Cor 9,27). A cada uno le corresponde entrar por el buen camino que conduce a la vida y perseverar en él (Mt 7,13s). El Eclesiástico rechaza explícitamente las excusas del fatalista: «No digas: «El Señor es quien me ha hecho pecar», pues no hace lo que detesta… Si quieres, guardarás los mandamientos: en tu mano está permanecer fiel» (Eclo 15,11.15; cf. Sant 1,13ss). Si Pablo describe en términos sombríos la impotencia radical del hombre para escapar por sí mismo a la tiranía del pecado (Rom 7,14-23), pone también en gran relieve el don de la gracia victoriosa (Rom 8); ahora bien, la gracia, de una manera o de otra, es ofrecida a todos (cf. Rom 2,12-16); no se puede tachar a Dios de injusto (Rom 3,5-8; 9,19s).

Los autores sagrados no hicieron desaparecer la aparente antinomia entre la soberanía divina y la libertad humana, pero dijeron bastante al afirmar que la gracia de Dios y la libre obediencia del hombre son ambas necesarias para la salvación. Pablo lo tiene por cierto en su propia vida (Act 22,6-10; 1Cor 15,10) como en la de todo cristiano (Flp 2,12s). El misterio subsiste a nuestros ojos, pero Dios conoce el secreto de inclinar nuestro corazón sin violentarlo y de atraernos a sí sin forzarnos (cf. Sal 119,36; Ez 36,26s; Os 2,16s; In 6,44).

Todos los derechos: Vocabulario de teología bíblica, X. Léon-Dufour

Ley

El hebreo torah posee un significado más amplio, menos estrictamente jurídico que el griego nomos, por el que lo tradujeron los Setenta. Designa una «enseñanza» dada por Dios a los hombres para reglamentar su conducta. Se aplica ante todo al conjunto legislativo que la tradición del AT hacía depender de Moisés. El NT, fundándose en este sentido del término, clásico en el judaísmo, llama «la ley» a toda la economía cuya pieza maestra era esta legislación (Rom 5,20), por oposición al régimen de gracia inaugurado por Jesucristo (Rom 6,15; Jn 1, 17); sin embargo, habla también de la «ley de Cristo» (Gál 6,2). Así el lenguaje de la teología cristiana distingue los dos Testamentos, llamándolos «ley antigua» y «ley nueva». Para recubrir toda la historia de la salvación, reconoce además la existencia de un régimen de «ley natural» (cf. Rom 2,14s) para todos los hombres que vivieron o viven al margen de los dos precedentes. De esta manera, tres etapas esenciales del designio de Dios están caracterizadas por la misma palabra, que subraya su aspecto ético e institucional. Éstas nos servirán de hilo conductor.

HASTA MOISÉS: LA LEY NATURAL. La expresión «ley natural» no figura en estos términos en la Escritura; pero en ella se encuentra claramente la realidad designada por la fórmula, aun cuando su evocación se efectúe por medio de procedimientos variados.

Antiguo Testamento. Los capítulos 1-11 del Génesis (y los raros textos paralelos) ofrecen una representación en imágenes, del régimen religioso bajo el que se hallaban los hombres hasta la época decisiva de las promesas (Abraham y los patriarcas) y de la ley (Moisés). Desde los orígenes se ve el hombre enfrentado con un precepto positivo que le expresa la voluntad de Dios (Gén 2,16s): en esto precisamente consiste la prueba del paraíso, y la transgresión de este mandamiento tiene como consecuencia la entrada de la muerte en el mundo (3,17ss; cf. Sab 224; Rom 5,12). Es evidente que en lo sucesivo no dejó Dios al hombre sin ley. Existe para él una regla moral, que Dios recuerda a Caín (Gén 4,7) y que viola la generación del diluvio (6,5). Existen también preceptos religiosos dados a Noé con la alianza divina (9,3-6), e instituciones cultuales puestas en práctica por los hombres de entonces (4,3s; 8,20). Según sus actitudes frente a esta ley embrionaria son los hombres justos (4,3; 5,24; 6,9) o malos (4,4; 6,5. 11s; 11,1-9; cf. Sab 10,3ss).

Nuevo Testamento. La presentación paulina del designio de salvación no ignora esta etapa de la historia sagrada que va desde Adán hasta Moisés (Rom 5,13s). En efecto, el régimen religioso que representa es todavía el mismo bajo el que se hallan las naciones paganas que no han tenido parte en la vocación de Israel. Si Dios las dejó seguir sus caminos (Act 14,16; cf. Rom 1,24-31) y buscar a tientas (Act 17,27) durante el tiempo de la ignorancia (17,30), sin embargo, no carecían de conocimiento de su voluntad: su ley estaba grabada en su corazón y se les revelaba a través de la conciencia (Rom 2,14s). Por «ley» entiende aquí Pablo esencialmente prescripciones de orden moral: acerca de éstas juzga Dios a los paganos (1,18; 2,12); y conforme a éstas los condena, ya que, conociendo el veredicto de Dios sobre los crímenes humanos, todavía se hacen reos de ellos (1,32; cf. ya Am 1,2-2,3). Pero, como fuente de estas faltas morales, denuncia Pablo el pecado religioso, que revela la verdadera naturaleza de la desobediencia a la ley: no dar gloria a Dios, habiéndole conocido (Rom 1,21).

MOISÉS Y LA ANTIGUA LEY. El pueblo del AT, puesto aparte de las naciones, fue situado por Dios bajo un régimen diferente: el de la ley positiva, revelada por él mismo, la torah de Moisés.

DIVERSIDAD DE LA LEY. 1. Esta ley se ha de buscar exclusivamente en los cinco libros del Pentateuco. La historia sagrada que describe el designio de Dios desde los orígenes hasta la muerte de Moisés, está entreverada de textos legislativos. Éstos tienen por marco la creación (Gén 2,2s), la alianza de Noé (9,1-7), la alianza de Abraham (17,9-14), el éxodo (Éx 12,1-28.43-51), la alianza del Sinaí y la permanencia en el desierto (Éx 20,1-17; 20,22-23,32; 25-31; 34,10-28; 35-40; Lv entero; Núm 1,1-10,28; 15; 17-19; 26-30; 35; Dt casi entero).

Tal cantidad de legislación encierra materiales de todos los órdenes, pues la torah reglamenta la vida del pueblo de Dios en todas las esferas. Prescripciones morales, particularmente marcadas en el Decálogo (Éx 20,2-17; Dt 5,6-21), hacen presentes las exigencias fundamentales de la conciencia humana con una precisión y una seguridad que los filósofos de la antigüedad pagana no alcanzaron en el mismo grado en todos los puntos. Prescripciones jurídicas, dispersas en varios códigos, regulan el funcionamiento de las instituciones civiles (familiares, sociales, económicas, judiciales). Finalmente, prescripciones cultuales precisan lo que debe ser el culto de Israel, con sus ritos, sus ministros, sus condiciones de funcionamiento (reglas de pureza). Nada se deja al azar; v puesto que el pueblo de Dios tiene como sustrato una nación particular cuyas estructuras adopta, las mismas instituciones temporales de esta nación dependen del derecho religioso positivo.

La misma variedad se observa en la formulación literaria de las leyes. Algunos artículos de forma casuística (p.e., Éx 21,18…) pertenecen a un género corriente en los antiguos códigos orientales: el de las decisiones de justicia que les dieron origen. Otros (p. e., Éx 21,17) recuerdan las maldiciones populares que acompañaban a la ceremonia de la renovación de la alianza (Dt 27,15…). Los mandamientos de forma apodíctica (p.e., el Decálogo) constituían órdenes directas por las que Dios daba a conocer sus voluntades a su pueblo. Finalmente, ciertos preceptos motivados tienen afinidad con la enseñanza de sabiduría (p.e., Éx 22,25s). En general, son los mandamientos los que dan el tono. La torah de Israel se distingue así netamente de los otros códigos, que son sobre todo colecciones de decisiones de justicia; aparece ante todo como una enseñanza dada en forma imperativa en nombre de Dios mismo.

Atendiendo a esta variedad, se dan a la torah en el AT diversas apelaciones: enseñanza (torah), testimonio, precepto, mandamiento, decisión (o juicio), palabra, voluntad, camino de Dios (cf. Sal 19,8-11; 119 passim)… Así se ve que desborda en todas formas los límites de las legislaciones humanas.

MISIÓN DE LA LEY EN EL AT. 1. La ley está en íntima relación con la alianza. Cuando mediante la alianza constituye Dios a Israel en su pueblo particular, añade a esta elección promesas cuya realización dominará la historia subsiguiente (Ex 23,22-33; Lev 26,3-13; Dt 28, 1-14). Pero también pone condiciones: Israel habrá de obedecer a su voz y observar sus prescripciones, de lo contrario Caerán sobre él las maldiciones divinas (Éx 23,21; Lev 26,14-45; Dt 28,15-68). Efectivamente, la ceremonia de la alianza comporta un compromiso a observar la ley divina (Éx 19,7s; 24,7; cf. Jos 24,21-24; 2Re 23,3). Ésta es, por tanto, una pieza maestra de la economía religiosa que prepara a Israel para la venida de la salvación. Sus mismas exigencias, por duras que parezcan, son en realidad una gracia, pues tienden a hacer de Israel el pueblo sabio por excelencia (Dt 4, 5-8) y a ponerlo en comunión con la voluntad de Dios. Constituyen un duro amaestramiento, gracias al cual el «pueblo de ruda cerviz» hace el aprendizaje de la santidad que Dios aguarda de él. Esto se aplica ante todo a los mandamientos morales del Decálogo, centro de la torah; pero también se aplica a las prescripciones civiles y cultuales, que traducen concretamente su ideal en el marco de las instituciones israelitas. Este nexo de la ley con la alianza explica que en Israel no haya otra ley más que la de Moisés. En efecto, Moisés es el mediador de la alianza sobre la que está fundada la antigua economía; es también, por tanto, el mediador por el que Dios da a conocer a su pueblo las exigencias que de ella se desprenden (Sal 103,7). Este hecho esencial se traduce en los textos de dos maneras. Ningún legislador humano, ni siquiera en la época de David y de Salomón, pone jamás su autoridad en lugar de la del creador de la nación ni la añade a ésta (ni siquiera Ez 40-48, aunque tal mosaico de inspiración se integró a la torah). Viceversa, los textos legislativos se ponen siempre en boca de Moisés y en el marco narrativo de la permanencia en el Sinaí.

Esto no quiere decir que la torah no se desarrollara con el tiempo. La crítica interna descubre en ella con toda razón conjuntos literarios de tono y de carácter variados. Esto indica que la herencia de Moisés se transmitió por canales diversos, correlativos a las fuentes del Pentateuco. Repetidas veces fue refundido, adaptado a las necesidades de los tiempos, completado en puntos de detalle. El Decálogo (Éx 20,1-17) y el Código de la alianza (Éx 20,22-«23,33) son así reasumidos y ampliados por el Deuteronomio (Dt -5,2-21; 12-28) que muestra en el amor de Yahveh el primer mandamiento al que se reducen todos los demás (6,49). El código de santidad (Lev 17-26) intenta otra síntesis cuyo leitmotiv es la imitación del Dios santo (19,1). Las reformas sucesivas operadas por los reyes (1Re 15,12ss; 2Re 18,3-6; 22,1-23,25) toman siempre como base una torah mosaica en vías de desarrollo y de profundización. La obra final de Esdras, en relación probable con la fijación definitiva del Pentateuco, no hace sino consagrar el valor y la autoridad de esta ley tradicional (cf. Esd 7,1-26; Neh 8), cuyas bases y cuya orientación esencial habían sido fijadas por Moisés.

ISRAEL ANTE LA LEY. A lo largo del AT está la ley presente en todas partes: el pueblo se ve constantemente confrontado con sus exigencias; en los escritores sagrados aparece constantemente en el trasfondo del pensamiento.

1. Los sacerdotes son por función los depositarios y los especialistas de la torah (Os 5,1; Jer 18,18; Ez 7,26): deben enseñar al pueblo las decisiones y las instrucciones de Yahveh (Dt 33,10). Esta enseñanza, dada en el santuario (Dt 31,10s) concierne evidentemente a las materias cultuales (Lev 10,10s; Ez 22,26; Ag 2,11ss; Zac 7,3); pero versa también acerca de todo lo que atañe a la conducta en la vida: los sacerdotes, intérpretes de un depósito sagrado, tienen la misión de transmitir la ciencia religiosa, el conocimiento de los caminos de Yahveh (Os 4,6; Jer 5, 4s). De ellos, por tanto, provienen las compilaciones legislativas; bajo su autoridad se efectuó el desarrollo de la torah.

2. Los profetas, hombres de la palabra movidos por el Espíritu de Dios, reconocen la autoridad de esta torah, cuyo descuido reprochan incluso a los sacerdotes (cf. Os 4,6; Ez 22,26). Oseas conoce sus numerosos preceptos (Os 9,12), y los pecados que denuncia son ante todo violaciones del Decálogo (4,1s). Jeremías predica la obediencia a las apalabras de la alianza» (Jer 11,1-12) para apoyar la reforma deuteronómica (2Re 22). Ezequiel enumera pecados cuya lista parece tomada del código de santidad (Ez 22,1-16.26). La alta moral que se les atribuye no hace sino reasumir y profundizar las exigencias de la torah mosaica.

3. No es extraño que hallemos el mismo espíritu en los historiadores de Israel. Para los compiladores de las antiguas tradiciones la alianza sinaítica es, en efecto, el verdadero punto de partida de la nación. En cuanto a los historiadores deuteronómicos (Dt, Jue, Sa, Re), escudriñan el sentido de los acontecimientos pasados a la luz de los criterios suministrados por el Deuteronomio. El historiador sacerdotal del Pentateuco hace lo mismo según la tradición legislativa de su ambiente. Finalmente, el cronista, cuando rehace a su manera la historia de la teocracia israelita, se deja guiar por el ideal que le ofrece un Pentateuco por fin ya fijado. En todo caso, censuras y elogios se dispensan a los hombres de otros tiempos según su actitud frente a la torah. La historia así comprendida viene a ser una predicación viva que induce al pueblo de Dios a la fidelidad.

4. En los sabios, la enseñanza de la misma torah se concreta en formas nuevas: la de las máximas en los Proverbios y en el Eclesiástico; la de una biografía ejemplar en el libro de Tobías. Más aún: el Sirácida proclama explícitamente que la sabiduría auténtica no es otra cosa que la ley (Eclo 24,23…); puso su tienda en Israel cuando fue dada la ley por Moisés (24,8…). En un judaísmo que había vuelto por fin a la fidelidad desde la prueba del exilio, los salmistas pueden, por tanto, cantar la grandeza de la ley divina (Sal 19, 8…), don supremo que Dios no ha hecho a ninguna otra nación (Sal 147,19s). Proclamando su amor para con ella (Sal 119) dejan entrever el amor para con Dios mismo, traduciendo excelentemente lo que constituye en esta época el fondo de la piedad judía.

5. En efecto, después de Esdras la comunidad de Israel sitúa definitivamente la torah en el centro de su vida. Se puede medir el fervor de esta adhesión cuando se ve a Antíoco Epífanes intentar cambiar los tiempos sagrados y la ley (Dan 7, 25; 1Mac 1,41-51). Entonces el amor a la torah produce mártires (1Mac 1,57-63; 2,29- 38; 2Mac 6,18-28; 7, 2…). Desde luego, al lado de ellos hay también traidores que se helenizan; pero la sublevación macabea, suscitada por a el celo de la ley» (1Mac 2,27), restaura finalmente el orden tradicional, que en adelante no se volverá ya a discutir. El único problema que dividirá entre sí a los doctores y a las sectas será el de la interpretación de esta torah en la que todos verán la única regla de vida. Mientras que los saduceos se atendrán a la torah escrita, cuyos intérpretes auténticos serán a sus ojos sólo los sacerdotes, los fariseos reconocerán la misma autoridad a la torah oral, es decir, a la tradición de los mayores, y la secta de Qumrán (probablemente esenia) acentuará todavía más el culto del legislador (es decir, de Moisés), interpretándolo según criterios propios. Esta adhesión a la ley constituye la grandeza del judaísmo. Sin embargo, implica diversos peligros. El primero consiste en poner en el mismo plano todos los preceptos, religiosos y morales, civiles y cultuales, sin ordenarlos correctamente en torno a lo que debiera ser siempre su centro (Dt 6,4…). El culto a la ley, transformado en legalismo meticuloso y entregado a las sutilezas de los casuistas, carga entonces a los hombres con un yugo imposible de llevar (Mt 23,4; Act 15,10). El segundo peligro, todavía más radical, está en fundar la justicia del hombre ante Dios no en la gracia divina, sino en la obediencia a los mandamientos y en la práctica de las buenas obras, como si el hombre fuera capaz de justificarse por sí mismo. El NT deberá atacar de frente estos dos problemas.

HACIA UNA LEY NUEVA. Ahora bien, el mismo AT testimoniaba que en los últimos tiempos, con la nueva alianza sufriría también la ley una profunda transformación. Esta torah que el Dios de Israel enseñaría a todos los pueblos sobre la montaña santa (Is 2,3), esta regla que el siervo de Yahveh traería a la tierra (Is 42,1.4) ¿no superarían en valor religioso a las que había dado Moisés? Es cierto que los oráculos proféticos no dan ninguna precisión sobre su contenido exacto: sólo Ezequiel intenta .un esbozo con un espíritu de lo más tradicionalista (Ez 40-48). Pero lo que se afirma es que se modificará la relación de los hombres con la ley. No se tratará ya solamente de una ley exterior al hombre, grabada en planchas de piedra: estará escrita en el fondo de los corazones, de modo que todos tengan el conocimiento de Yahveh (Jer 31,33) que faltaba al pueblo de la antigua alianza (Os 4,2). Porque también se cambiarán los corazones, y bajo el impulso interior del Espíritu divino observarán finalmente los hombres las leyes y las prescripciones de Dios (Ez 36,26s). Tal será la nueva ley que Cristo aportará al mundo.

JESÚS Y LA NUEVA LEY.

LA ACTITUD PERSONAL DE JESÚS.

1. La actitud de Jesús frente a la antigua ley es clara, pero matizada. Si se opone con violencia a la tradición de los antiguos, cuyos promotores son los escribas y los fariseos, no hace lo mismo con la ley. Por el contrario, si recusa esta tradición es porque lleva a los hombres a violar la ley y a anular la palabra de Dios (Mc 12,28-34 p). Ahora bien, en el reino de Dios no debe ser abolida la ley, sino cumplida hasta la última jota (Mt 5,17ss), y Jesús mismo la observa (cf. 8,4). En la medida en que los escribas son fieles a Moisés se debe reconocer su autoridad, aun cuando no haya que imitar su conducta (23,2s). Y, sin embargo, Jesús, al anunciar el Evangelio del reino, inaugura un régimen religioso radicalmente nuevo: la ley y los profetas han terminado con Juan Bautista (Le 16,16 p); el vino del Evangelio no puede verterse en los viejos odres del régimen sinaítico (Mc 2, 21s p). ¿En qué consiste, pues, el cumplimiento de la ley que Jesús aporta a la tierra? Por lo pronto en una reordenación de los diversos preceptos. Ésta es muy diferente de la jerarquía de valores establecida por los escribas, que descuidan lo principal (justicia, misericordia, buena fe) para salvar lo accesorio (Mt 23, 16-26). Además, las imperfecciones que comportaba todavía la antigua ley a causa de la dureza de los corazones» (19,8) deben desaparecer en el reino: la regia de conducta que en él se observará es una ley de perfección, a imitación de la perfección de Dios (5,21- 48). Ideal impracticable si se compara con la condición actual del hombre (cf. 19, 10). Así pues, Jesús aporta, al mismo tiempo que esta ley, un ejemplo que arrastra y una fuerza interior que permita observarla: la fuerza del Espíritu (Act 1,8; Jn 16,13). Finalmente, la ley del reino se resume en el doble mandamiento, ya formulado antiguamente. que prescribe al hombre amar a Dios y amar al prójimo como a sí mismo (Mc 12, 28-34 p); todo se ordena en torno a esto; todo deriva de aquí. En las relaciones de los hombres entre sí esta regla de oro de caridad positiva contiene la ley y los profetas (Mt 7,12).

2. A través de estas tomas de posición aparece ya Jesús bajo los rasgos de un legislador. Sin contradecir en modo alguno a Moisés, lo explica, lo prolonga, perfecciona sus enseñanzas; así, cuando proclama la superioridad del hombre sobre el sábado (Mc 2.23-27 p; cf. Jn 5,18; 7,21ss). Se da, sin embargo, también el caso de que rebasando la letra de los textos oponga normas nuevas; por ejemplo, invierte las reglamentaciones del código de pureza (Mc 7, 15-23 p). Tales actitudes sorprenden a sus oyentes, pues descuellan sobre las de los escribas y revelan la conciencia de una autoridad singular (1,22 p). Ahora se esfuma Moisés; en el reino no hay ya más que un solo doctor (Mt 23,10). Los hombres deben escuchar su palabra y ponerla en práctica (7,24ss), porque así es como harán la voluntad del Padre (7,21ss). Y así como los judíos fieles, según la expresión rabínica, se cargaban con el yugo de la ley, así hay que cargarse ahora con el yugo de Cristo y seguir sus enseñanzas (11, 29). Más aún: así como hasta entonces la suerte eterna de los hombres estaba determinada por su actitud para con la ley, así lo estará en adelante por su actitud frente a Jesús (10,32s). No cabe duda de que aquí hay algo más que Moisés; la nueva ley anunciada por los profetas es ahora promulgada.

EL PROBLEMA EN EL CRISTIANISMO PRIMITIVO. 1. Jesús no había condenado la práctica de la ley judía; incluso se había conformado con ella en lo esencial, ya se tratara del impuesto del templo (Mt 17,24-27) o de la ley de la pascua (Mc 14, 12ss). Tal fue también en un principio la actitud de la comunidad apostólica, asidua al templo (Act 2, 46), cuyos «elogios celebraban» las multitudes judías (5,13). Aún usando de ciertas libertades que autorizaba el ejemplo de Jesús (9,43), en ella se observaban las prescripciones legales y hasta se imponían prácticas de piedad supererogatorias (18,18; 2I,23s), y entre los fieles no faltaban partidarios celosos de la ley (21,20). 2. Pero un nuevo problema se planteó cuando paganos incircuncisos abrazaron la fe sin pasar por el judaísmo. Pedro mismo bautizó al centurión Cornelio después que una visión divina le hubo ordenado que tuviera por puros a los que Dios ha purificado por la fe y el don del Espíritu (Act 10). La oposición de los celadores de la ley (11,2s) cedió ante la evidencia de una intervención divina (11,4-18). Pero una conversión en masa de griegos en Antioquía (11, 20) avalada por Bernabé y Pablo (11,22-26) volvió a atizar la querella. Observantes venidos de Jerusalén, y más exactamente del contorno de Santiago (Gál 1,12), quisieron forzar a los convertidos a la observancia de la torah (Act 15,1s.5). Pedro, de visita en la iglesia de Antioquía, trató de soslayar esta dificultad (Gál 2,lls). Sólo Pablo se levantó para afirmar la libertad de los paganos convertidos por lo que se refería a las prácticas legales (Gál 2, 14-21). En una reunión plenaria tenida en Jerusalén, Pedro y Santiago le dieron finalmente la razón (Act 15,7-19): Tito, compañero de Pablo, no fue siquiera obligado a la circuncisión, y la única condición que se puso a la comunidad cristiana fue una limosna para la Iglesia madre (Gál 2,1-10). Se añadió una regla práctica destinada a facilitar la comunidad de mesa en las Iglesias de Siria (Act 15,20s; 21,25). Esta decisión liberadora dejó, no obstante, subsistir en los celantes de la ley un sordo descontento frente a Pablo (cf. 21,21).

EL PENSAMIENTO DE SAN PABLO. Pablo, en su apostolado en tierra pagana, no tarda en encontrarse con estos oponentes judeocristianos, particularmente en Galacia, donde han organizado una contramisión siguiendo sus huellas (Gál 1,6s; 4,17s). Esto le ofrece la ocasión de exponer su pensamiento sobre la ley. Pablo es predicador del único Evangelio. Ahora bien, según éste, el hombre no es justificado sino por la fe en Jesucristo, no por las obras de la ley (Gál 2,16; Rom 3,28). El alcance de este principio es doble. Por una parte denuncia Pablo la inutilidad de las prácticas cultuales propias del judaísmo, circuncisión (Gál 6,12) y observancias (4,10); la ley así entendida se reduce a las instituciones de la antigua alianza. Por otra parte, se enfrenta Pablo con una falsa representación de la economía de la salvación, según la cual el hombre merecería su propia justificación por su observancia de la ley divina, siendo así que en realidad es justificado gratuitamente por el sacrificio de Cristo (Rom 3,21-26; 4,4s); aquí se trata incluso de los mandamientos de orden moral.

Una vez sentado esto cabe preguntar cuál fue la razón de ser de esta ley en el designio de la salvación. No cabe duda, en efecto, que viene de Dios; aunque dada a los hombres por intermedio de !os ángeles, lo cual es ya una señal de su inferioridad (Gál 3,19), es santa y espiritual (Rom 7,12.14), es uno de los privilegios de Israel (9,4). Pero por sí misma es impotente para salvar al hombre carnal, vendido al poder del pecado (7,14). Incluso si se la considera bajo su aspecto moral, no hace sino dar conocimiento del bien, pero no la fuerza para cumplirlo (7,16ss): da el conocimiento del pecado (3,20; 7,7; 1Tim 1,8), no el poder de sustraerse a él: los judíos que la poseen y buscan su justicia (Rom 9,31) son pecadores al igual que los paganos (2,17-24; 3,1-20). En lugar de librar a los hombres del mal, se puede decir que los sume en él; los condena a una maldición, de la que sólo Cristo puede retirarlos tomándola sobre sí (Gál 3,10-14). La ley; pedagogo y tutor del pueblo de Dios en estado de infancia (3,23s; 4,lss), le hacía desear una justicia imposible, para hacerle mejor comprender su necesidad absoluta del único salvador.

Una vez que ha venido este salvador, el pueblo de Dios no está ya sometido al pedagogo (Gál 3,25). Cristo, liberando al hombre del pecado (Rom 6,1-19), lo libera también de la tutela de la ley (7,1-6). Quita la contradicción interior que hacía a la conciencia humana prisionera del mal (7,14-25); así pone fin al régimen provisional: es el término de la ley (10,4), pues hace que los creyentes tengan acceso a la justicia de la fe (10,5-13). ¿Qué decir? ¿Que ahora ya no hay regla de conducta concreta para los que creen en Cristo? Nada de eso. Si es verdad que han caducado las reglas jurídicas y cultuales relativas a las instituciones de Israel, subsiste el ideal moral de los mandamientos, resumido en el precepto del amor que es la consumación y la plenitud de la ley (13,8ss). Pero este mismo ideal se destaca de la antigua economía. Es transfigurado por la presencia de Cristo que lo realizó en su vida. Hecho «ley de Cristo» (Gál 6,2; cf. 1Cor 9,21), no es ya exterior al hombre: el Espíritu de Dios lo graba en nuestros corazones cuando derrama en ellos la caridad (Rom 5,5; cf. 8,14ss). Su puesta en práctica es el fruto normal del Espíritu (Gál 5,16-23). San Pablo se sitúa en esta perspectiva cuando traza un cuadro del ideal moral que se impone al cristiano. Entonces puede enumerar reglas de conducta tanto más exigentes cuanto que tienen por fin la santidad cristiana (1Tes 4,3); puede incluso entrar en la casuística, buscando luz en las palabras de Jesús (1Cor 7,10). Esta ley nueva no es como la antigua. Realiza la promesa de una alianza inscrita en los corazones (2Cor 3,3).

LOS OTROS ESCRITOS APOSTÓLICOS. 1. La epístola a los Hebreos enfoca la ley desde el ángulo del culto, refiriéndose, desde luego, a la economía antigua. El autor conoce las ceremonias que se hacen según sus prescripciones (Heb 7,5s; 8,4; 9,19.22; 10,8). Pero sabe también que esta ley no pudo alcanzar la meta a que aspiraba, la santificación de los hombres: la ley no ha consumado nada (7,19). En efecto, sólo contenía la sombra de los bienes venideros (10,1), figura imperfecta del sacrificio de Jesús; por el contrario, la nueva economía contiene la realidad de estos bienes, puesta a nuestro alcance bajo una imagen (10,1) que los comunica traduciéndolos sensiblemente. Por eso, al mismo tiempo que el sacerdocio de Jesús sustituía a un sacerdocio provisional, se produjo un cambio de la ley (7,12). Y con esto se realizó la promesa profética de una ley inscrita en los corazones (8,10; 10,16).

La epístola de Santiago habla de la ley sólo desde el ángulo de sus prescripciones morales, avaladas por la enseñanza de Jesús. La ley así comprendida no es un elemento de la economía antigua, ahora ya abrogada. Es la ley perfecta de libertad a la que todos estamos sometidos (Sant 1,25). Tiene por remate la regia ley del amor (2,8); pero ninguna de sus otras prescripciones debe dejarse olvidada, pues de lo contrario seríamos, como transgresores de las mismas, juzgados según ellas (2,10-13; cf. 4,11). La nueva ley no es menos exigente para el hombre que la antigua.

En el vocabulario de Juan la palabra ley designa siempre la ley de Moisés (Jn 1,17.45; 7,19.23), la ley de los judíos (7,49.51; 12,34; 18,31; 19,7), «vuestra ley», como dice Jesús (8,17; 10,34). A este empleo peyorativo se opone el de la palabra «mandamiento». Jesús mismo recibió del Padre mandamientos y los guárdó, puesto que son vida eterna (12, 49s). Recibió el mandamiento de dar su vida, lo cual es el mayor amor (15,13); ahora bien, este mandamiento era la señal misma del amor del Padre para con él (Jn 10,17s). Así también los cristianos deben guardar los mandamientos de Dios (Un 3,22). Estos mandamientos consisten en creer en Cristo (1Jn 3,23) y en vivir en la verdad (2Jn 4). No son diferentes de los de Cristo mismo, cuya doctrina viene del Padre (Jn 7,16s): obedecer a los mandamientos de Dios y guardar el testimonio de Jesús es una misma cosa (Ap 12, 17; 14,12).

Así Juan pone empeño en recordar los mandamientos personales de Jesús. Hay que guardarlos para conocerlos verdaderamente (Jn 2,3s), para tener su amor en nosotros (1Jn 2,5), para permanecer en su amor (Jn 14,15; 2Jn 5), así como él guarda los mandamientos de su Padre y permanece en su amor (Jn 15,10). Guardar los mandamientos: tal es el signo del amor verdadero (Jn 14, 21; 1Jn 5,2s; 2Jn 6). Entre estos mandamientos hay uno que es el mandamiento por excelencia, antiguo y nuevo al mismo tiempo: es el mandamiento del amor fraterno (Jn 13,14; 15,12; Un 2,7s), que fluye del amor de Dios (1Jn 4,21). De esta manera el testimonio de Juan converge con el de Pablo y con el de los otros evangelistas. Con la abrogación de la ley, caducada desde que Jesús fue condenado según sus prescripciones (Jn 18,31; 19,7), ha nacido una nueva ley, que es de otra naturaleza y que enlaza con la palabra de Jesús. Esta ley es para siempre la regla de la vida cristiana.

Todos los derechos: Vocabulario de teología bíblica, X. Léon-Dufour

Justificación

Ser justificado es normalmente hacer uno que triunfe su causa sobre la de un adversario, hacer que resplandezca su derecho. Pero no es necesario que esto suceda delante de un tribunal ni que el adversario sea un enemigo. El campo de la justicia es incomparablemente más vasto que el de la ley y hasta que el de las costumbres. Toda relación humana comporta su justicia, su norma propia: respetarla es tratar a cada uno de aquellos con quienes uno está en contacto con el matiz exacto que le conviene, y que no está determinado únicamente al exterior por su gesto en la sociedad y por los gestos que realiza, sino también y más profundamente por su ser mismo, sus dotes y sus necesidades. Ser justo es hallar la actitud exacta que conviene adoptar con cada uno; ser justificado es, en caso de prueba o de debate, demostrar uno no tanto su inocencia cuanto la justeza de todo su comportamiento, es hacer que resplandezca su propia justicia.

SER JUSTIFICADO DELANTE DE DIOS. Querer ser justificado delante de Dios, pretender tener razón contra él parece una cosa impensable; lejos de aventurarse a ello, teme uno sobre todo que Dios mismo tome la iniciativa de una discusión cuyo resultado es de antemano fatal: «No entres en juicio con tu servidor; ningún viviente será justificado delante de ti» (Sal 143,2), porque «si tú retienes las faltas,… ¿quién, pues, subsistirá?» (Sal 130,3). La sabiduría está en confesar uno su pecado y, en silencio, dejar que Dios haga brillar su justicia: «Tú eres justo cuando juzgas» (Sal 51,6).

En el fondo, lo extraño no es que el hombre nunca sea justificado delante de Dios, sino más bien que pueda concebir esta idea y que la Biblia no parezca hallarla monstruosa. Job sabe, sí, que «el hombre no puede tener razón contra Dios» (Job 9,2), que «él no es un hombre…» y que es «imposible discutir, comparecer juntos en justicia» (9,32); sin embargo, no puede renunciar a «proceder en justicia, consciente de estar en [su] derecho» (13,18s). Una vez que Dios es justo, Job no tiene nada que temer de esta confrontación, en la que «Dios hallaría en su adversario a un hombre recto» y Job «haría triunfar [su] causa» (23,7). En realidad Dios mismo, aun reduciendo a Job al silencio, si bien lo convence de necedad y de ligereza (38, 2; 40,4), no por eso le quita la razón en el fondo. Y en la fe de Abraham reconoce un gesto por el que el patriarca, aunque no adquiere una ventaja para con él, por lo menos responde exactamente a lo que de él esperaba (Gén 15,6).

Así pues, el AT plantea la justificación del hombre ante Dios a la vez como una hipótesis irrealizable y como una situación para la que ha sido hecho el hombre. Dios es justo, lo cual quiere decir que nunca le falta la razón y que nadie puede disputar con él (Is 29,16; Jer 12,1), pero esto quiere  quizá también decir que, sabiendo de qué barro nos ha hecho y para qué comunión nos ha creado, no renuncia, precisamente en nombre de su justicia y por consideración para con la criatura, a hacerla capaz de ser delante de él lo que exactamente debe ser, justa.

JUSTIFICADOS EN JESUCRISTO. Lo que el AT deja quizá presentir, el legalismo judío en que había sido educado el fariseo Pablo creía seguramente, si ya no poderlo alcanzar, por lo menos deber tender a ello: puesto que la ley es la expresión de la voluntad de Dios y la ley está al alcance del hombre (cf. Dt 30,11 -en realidad, al alcance de su inteligencia: inteligible y fácil de conocer) -, basta que el hombre la observe íntegramente para que pueda presentarse delante de Dios y ser justificado. El error del fariseo está no en este sueño de poder tratar a Dios según la justicia, como merece ser tratado; el error está en la ilusión de creer poder lograrlo por sus propios recursos, en querer sacar de sí mismo la actitud que alcanza a Dios y que Dios espera de nosotros. Esta perversión esencial del corazón que quiere tener «el derecho de gloriarse delante de Dios» (Rom 3,27), se traduce por un error fundamental en la interpretación de la alianza, que disocia la ley y las promesas, que ve en la ley el medio de ser justo delante de Dios y olvida que esta misma fidelidad no puede ser sino la obra de Dios, el cumplimiento de su palabra.

Ahora bien, Jesucristo fue realmente «el justo» (Act 3,14); fue delante de Dios exactamente lo que Dios esperaba, el siervo en el que el Padre pudo al fin complacerse (Is 42,1; Mt 3,17); supo «cumplir toda justicia» hasta el fin (Mt 3,15) y murió para que Dios fuera glorificado (Jn 17,1.4), es decir, apareciera delante del mundo con toda su grandeza y su mérito, digno de todos los sacrificios y capaz de ser amado más que nada (Jn 14,30). En esta muerte, que apareció como la de un reprobado (Is 53,4; Mt 27,43-46), halló Jesús en realidad su justificación, el reconocimiento por Dios de la obra realizada (Jn 16,10), que Dios mismo proclamó resucitándolo y poniéndolo en plena posesión del Espíritu (1Tim 3,16).

Pero la resurrección de Jesucristo tiene por fin «nuestra justificación» (Rom 4,25). Lo que no podía operar la ley y que, por el contrario, mostraba como categóricamente descartado, es un don que nos hace la gracia de Dios en la redención de Cristo (Rom 3,23s). Este don no es un mero «como Si», una condescendencia indulgente por la que Dios, viendo a su Hijo único perfectamente justificado ante él, consintiera en considerarnos como justificados por razón de nuestros vínculos con él. Para designar un simple veredicto de gracia y de absolución no habría empleado san Pablo la palabra justificación, que significa, por el contrario, el reconocimiento positivo del derecho puesto en litigio, la confirmación de la justeza de la posición adoptada. El gesto por el que Dios nos justifica, no lo habría atribuido a su justicia, sino a su pura misericordia. Ahora bien, la verdad es que en Cristo «quiso Dios mostrar su justicia… a fin de ser justo y de justificar a todo el que invoca su fe en Jesús» (Rom 3,26).

Evidentemente, Dios manifiesta su justicia primero para con su Hijo «entregado por nuestras culpas» (Rom 4,25) y que, por su obediencia y su justicia, mereció para una multitud la justificación y la justicia(Rom 5,16-19). Pero el que Dios otorgue a Jesucristo merecer nuestra justificación no quiere decir que en atención a él consienta en tratarnos como a justos: esto quiere decir que en Jesucristo nos hace capaces de adoptar la actitud exacta que espera de nosotros, de tratarle como se merece, de darle efectivamente la justicia a que tiene derecho, en una palabra, de ser realmente justificados delante de él. Así Dios es justo consigo mismo, sin rebajar nada del honor y de la gloria a que tiene derecho, y es justo con sus criaturas, a las que concede, por pura gracia, pero por una gracia que las afecta en lo más profundo de ellas mismas, hallar para con él la actitud justa, tratarle como quien es, el Padre, es decir, ser realmente sus hijos (Rom 8,14-17; 1Jn 3,1s).

JUSTIFICADOS POR LA FE. Esta regeneración interior por la que Dios nos justifica no tiene nada de transformación mágica; se efectúa realmente en nosotros, en nuestros gestos y en nuestras reacciones, pero desposeyéndonos de nuestro apego a nosotros mismos, de nuestra propia gloria (cf. Jn 7,18), y ligándonos a Cristo en la fe (Rom 3,28ss). En efecto, creer en Jesucristo es reconocer en él al que el Padre ha enviado, es prestar adhesión a sus palabras, es arriesgarlo todo por su reino, es «consentir en perderlo todo… a fin de ganar a Cristo», en sacrificar uno «[su] propia justicia, la que viene de la ley» para recibir «la justicia… que viene de Dios y se apoya en la fe» (F1p 3,8s). Creer en Jesucristo es «reconocer el amor que Dios nos tiene» y confesar que «Dios es Amor» (Jn 4,16), es llegar al centro de su misterio, ser justo.

Todos los derechos: Vocabulario de teología bíblica, X. Léon-Dufour

Justicia

La palabra justicia evoca en primer lugar un orden jurídico: el juez dicta justicia haciendo respetar la costumbre o la ley. La noción moral es más amplia: la justicia da a cada uno lo que le es debido, aun cuando esto debido no esté fijado por la costumbre o por la ley; en derecho natural, la obligación de justicia se reduce en definitiva a una igualdad que es realizada por el cambio o la distribución. En sentido religioso, es decir, cuando se trata de las relaciones del hombre con Dios, el vocabulario de la justicia no tiene en nuestras lenguas sino aplicaciones limitadas. Es corriente, desde luego, evocar el nombre de Dios como justo juez y llamar juicio a la última confrontación del hombre con Dios. Pero este empleo religioso de las palabras de justicia parece singularmente restringido en comparación con el lenguaje de la Biblia. La palabra. aunque próxima a otros diferentes términos (rectitud, santidad, probidad, perfección, etc.), se halla en el centro de un grupo de vocablos bien delimitado, que en nuestra lengua se traduce regularmente por justo, justicia, justificar, justificación (hebr. sdq: gr. dikaios).

Según una primera corriente de pensamiento que atraviesa toda la Biblia, la justicia es la virtud moral que nosotros conocemos, ampliada hasta designar la observancia integral de todos los mandamientos divinos, pero concebida siempre como un título que se puede hacer valer en justicia delante de Dios. Correlativamente, Dios se muestra justo en cuanto que es modelo de integridad, primero en la función judicial de conducir al pueblo y a los individuos, luego como Dios de la retribución, que castiga y recompensa según las obras. Tal es el objeto de nuestra primera parte: la justicia en la perspectiva del juicio.

Otra corriente del pensamiento bíblico, o quizás una visión más profunda del orden que Dios quiere hacer reinar en la creación, da a la justicia un sentido más amplio y un valor más inmediatamente religioso. La integridad del hombre no es nunca más que el eco y el fruto de la justeza soberana de Dios, de la maravillosa delicadeza con que conduce el universo y colma a sus criaturas. Esta justicia de Dios, que el hombre alcanza por la fe, coincide finalmente con su misericordia y designa como ella unas veces un atributo divino, otras los dones concretos de la salvación que derrama esta generosidad. Esta ampliación del sentido ordinario de nuestra palabra justicia es seguramente perceptible en nuestras versiones de la Biblia, pero este lenguaje hierático no desborda el lenguaje técnico de la teología: al leer Rom 3,25 ¿sospecha el cristiano culto que la justicia revelada por Dios en Jesucristo es exactamente su justicia salvífica, es decir, su misericordia fidelidad? En la segunda parte se expondrá esta concepción específicamente bíblica: la justicia en la perspectiva de la misericordia.

LA JUSTICIA Y EL JUICIO.

LA JUSTICIA HUMANA. AT. 1. La justicia en la nación. Ya la antigua legislación israelita exige a los jueces integridad en el ejercicio de su función (Dt 1,16; 16,18.20; Lev 19, 15.36). Igualmente los más antiguos proverbios celebran la justicia del rey (Prov 16,13; 25,5). En textos análogos el «justo» es el que tiene derecho (Éx 23,6-8), o bien, raras veces el juez íntegro (Dt 16,19); éste debe justificar al inocente, es decir, absolverlo o rehabilitarlo en su derecho (Dt 25,1; Prov 17,15).

Los profetas antes del exilio denuncian con frecuencia y vigorosamente la injusticia de los jueces y de los reyes, la opresión de los pobres, por estos desórdenes anuncian infortunio (Am 5,7; 6,12; Is 5,7.23; Jer 22,13.15). Hacen adquirir conciencia de la dimensión moral y religiosa de la injusticia; lo que se percibía como mera violación de reglas o de costumbres se convierte en ultraje a la santidad de un Dios personal. Por eso las injusticias acarrean mucho más que las sanciones habituales: un castigo catastrófico preparado por Dios. Así pues, en los reproches proféticos el justo es todavía el que tiene derecho, pero casi siempre se lo evoca en su condición concreta y en su medio: este inocente es un pobre y un oprimido (Am 2,6; 5,12; Is 5,23; 29,21).

A sus reproches añaden con frecuencia los profetas la exhortación positiva: «practicad el derecho y la justicia» (Os 10,12; Jer 22,3s). Sobre todo, conscientes de la fragilidad de nuestra justicia, aguardan el Mesías futuro como el príncipe íntegro, que ejerce la justicia sin flaquear (Is 9,6; 11,4s; Jer 23,5; cf. Sal 45,4s. 7s; 72,1ss.7).

La justicia, fidelidad a la ley. Ya desde antes del exilio la justicia designa la observancia integral de los preceptos divinos, la conducta conforme a la ley; así aparece en buen número de proverbios (Prov 11,4ss. 19; 12,28), en relatos diversos (Gén 18,17ss) y en Ezequiel (Ez 3,16-21; 18,5-24). Correlativamente, el justo es en los mismos contextos el piadoso, el servidor irreprochable, el amigo de Dios (Prov 12,10; passim; Gén 7.1; 18,23-32; Ez 18,5-26). Esta concepción pietista de la justicia es muy perceptible, después del exilio, en las lamentaciones (Sal 18,21.25; 119,121) y en los himnos (Sal 15,1s; 24,3s; 140,14).

La justicia-recompensa. Por una evolución semántica realizada ya antes del exilio, dado que la conducta conforme a la ley es fuente de méritos y de prosperidad, la palabra justicia, que designaba esta conducta, llega a significar también las diversas recompensas de la justicia. Así, el gesto de mansedumbre realizado viene a ser una justicia delante de Yahveh, lo que casi se podría traducir por mérito (Dt 24,13; cf. 6,24s). En Prov 21,21, «el que persiga la justicia y la misericordia hallará la vida, la justicia y la gloria», las tres últimas palabras son concretamente sinónimos. En el Sal 24,3ss la justicia obtenida de Dios no es otra cosa que la bendición divina que recompensa la piedad de un peregrino (cf. Sal 112,1.3.9; 37,6).

Justicia, sabiduría y bondad. En los últimos libros del AT descubrimos con algunos matices nuevos todos los temas tradicionales ya evocados. A la justicia estricta, que debe regir las relaciones de los hombres entre sí (Job 8,3; 35,8; Ecl 5,7; Eclo 38,33) se añade en Sab 1,1.15 un aspecto nuevo: la justicia es la sabiduría puesta en práctica. La influencia griega aparece en Sab 8,7, donde la palabra dikaiosyne tiene el sentido de justicia estricta, donde la sabiduría enseña la templanza y la prudencia, la justicia y la fortaleza (fuerza), las cuatro virtudes cardinales clásicas.

En ciertos textos tardíos la justicia llega hasta a designar la limosna. «El agua extingue el fuego ardiente y la limosna expía los pecados» (Eclo 3,30; Tob 12,8s; 14,9ss). Se puede hallar una razón de esta evolución semántica. Para los semitas, la justicia no es tanto una actitud pasiva de imparcialidad como un empeñarse apasionadamente el juez en favor del que tiene el derecho, que determina según los casos la condena o la absolución, más bien que un acto neutro y ambivalente: «hacer justicia». Correlativamente, el justo es un hombre bueno y caritativo (Tob 7,6; 9,6; 14,9), y «conviene que el justo sea filántropo» (Sab 12,19).

NT. 1.  Jesús. La exhortación a la justicia en el sentido jurídico de la palabra no está en el centro del mensaje de Jesús. En el Evangelio no hallamos ni reglamentación de los deberes de justicia ni evocación insistente de una clase de oprimidos, ni presentación del Mesías como juez íntegro. Es fácil ver las razones de este silencio: los códigos del AT, expresión de las voluntades divinas, eran también la carta de una sociedad. En tiempos de Jesús el ejercicio de la justicia corresponde en parte a los romanos, y Jesús no se erigió en reformador social o en mesías nacional. El defecto más grave de sus contemporáneos no es la injusticia social; es un mal más específicamente religioso, el formalismo y la hipocresía; la denuncia del fariseísmo desempeña, pues, en la predicación de Jesús el carácter capital que ejercían en los profetas las invectivas contra la injusticia. Sin embargo, Jesús debió exhortar a sus contemporáneos a practicar la justicia «ordinaria», aunque los textos escasamente han conservado vestigios de ello (Mt 23,23: el juicio, krisis, designa la justicia estricta).

En la lengua de Jesús la justicia conserva también el sentido bíblico de piedad legal. Aunque no sea tal el centro del mensaje, Jesús no tuvo reparo en definir la vida moral como una verdadera justicia, como una obediencia espiritual a los mandamientos de Dios. Aquí se disciernen dos series principales de palabras. Las unas formulan la condena de la falsa justicia de los fariseos; el Mesías, todavía mejor que los grandes profetas, denuncia en la observancia hipócrita una religión humana y soberbia (Mt 23). Inversamente, el discurso inaugural define la verdadera justicia, la de los discípulos (Mt 5, 17-48; 6,1-18). Así, la vida del discípulo, liberada de una concepción estrecha y literal de los preceptos, es todavía una justicia, es decir, una fidelidad a leyes, pero éstas, en su nueva promulgación por Jesús, vuelven al espíritu del mosaísmo, la pura y perfecta voluntad de Dios.

2. El cristianismo apostólico. Tampoco aquí ocupa la justicia en sentido estricto el centro de las preocupaciones. El mundo de la Iglesia naciente se parece todavía menos que el de los evangelios a la comunidad de Israel. Los problemas de la Iglesia son en primer lugar los de la incredulidad de los judíos y de la idolatría de los paganos, más bien que lasa cuestiones de justicia social. Sin embargo, cuando la ocasión se presenta, aparece viva la preocupación por la justicia (1Tim 6,11; 2Tim 2,22). Igualmente nos hallamos con la justicia-santidad. La piedad legal de un José (Mt 1,19), de un Simeón (Lc 2,25), los disponía a recibir la revelación mesiánica (cf. Mt 13,17). Mateo, al escribir que Jesús con ocasión de su bautismo .«cumple toda justicia», parece ya anunciar un tema mayor de su evangelio: Jesús lleva a . su perfección la justicia antigua, es decir, la religión de la ley (Mt 3,15). La versión mateana de las bienaventuranzas muestra en el cristianismo una forma renovada de la piedad judía (5,6.10): la justicia que hay que desear y por la que hay que sufrir parece ser la fidelidad a una regla de vida que es sencillamente una ley. Finalmente, al igual que en el AT, la justicia cristiana no designa sólo una observancia, sino también su recompensa; la justicia viene a ser un fruto (F1p 1,11; Heb 12,11; Sant 3,18), una corona (2Tim 4,8), es como la sustancia de la vida eterna (2Pe 3,13).

LA JUSTICIA DIVINA. 1. Antiguo Testamento. Antiguos poemas guerreros o religiosos celebran la justicia divina en sentido concreto: unas veces juicio punitivo contra los enemigos de Israel (Dt 33,21), otras veces (particularmente en plural: las justicias) liberaciones otorgadas al pueblo elegido (Jue 5,11; 1Sa 12,6s; Miq 6,3s). Los profetas usan el mismo lenguaje y lo profundizan. Dios dirige sus castigos, su justicia, no tanto contra los enemigos del pueblo cuanto contra los pecadores, incluso israelitas (Am 5,24; Is 5,16; 10, 22…). Por otra parte, la justicia de Dios es también el juicio favorable, es decir, la liberación del que tiene derecho (Jer 9,23; 11,20; 23,6); de donde también el empleo correspondiente de «justificar» (1Re 8,32). El mismo doble sentido se descubre en las lamentaciones. El que se queja, unas veces suplica a Dios que en su fidelidad quiera liberarle (Sal 71,1s), otras confiesa que Dios, al castigarle, ha revelado su incorruptible justicia (Dan 9,6s; Bar 1,15; 2,6) y se ha mostrado justo (Esd 9,15; Neh 9,32s; Dan 9,14). En los himnos, como es natural, se celebra sobre todo el aspecto favorable de la justicia (Sal 7,18; 9, 5; 96,13); el Dios justo es el Dios clemente (Sal 116,5s; 129,3s).

 2. Nuevo Testamento. El NT, contrariamente a los profetas y a los salmistas, apenas si concede lugar a las intervenciones de la justicia judicial de Dios en la vida del fiel o de la comunidad. Concentra más bien su atención en el juicio final. Es obvio que en este juicio supremo se muestre Dios justo; sin embargo, el vocabulario de justicia es bastante esporádico. Es que Jesús, aun sin excluir el vocabulario tradicional relativo al juicio final (Mt 12,36s.41s), revela la salvación como un don divino otorgado a la fe y a la humildad.

Si bien la Iglesia apostólica se mantiene fiel a este lenguaje (Jn 16,8.10s; 2Tim 4,8), no obstante, se ve inducida a insistir en el rigor del juicio divino. Se puede incluso hablar de un retorno al vocabulario de la moral de las obras (Mt 13,49; 22,14; Mt 7,13s; Lc 13,24), y de cierta yuxtaposición del tema del juicio con el mensaje evangélico de la salvación por la fe. Más aún: algo de esta irreductible dualidad se halla también en el mismo san Pablo. Sin duda alguna, como lo vamos a ver, la doctrina de la gracia y de la fe se despliega aquí en toda su amplitud, pero Pablo sigue hablando en términos judíos del justo juicio de Dios, que retribuirá a cada uno según sus obras (2Tes 1,5s; Rom 2,5).

II. LA JUSTICIA Y LA

LA JUSTICIA DEL HOMBRE. 1. Antiguo Testamento. Identificar la justicia y la observancia de la ley es el principio mismo del legalismo. Es muy anterior al exilio. La ley es la norma de la vida moral, y la justicia del fiel es para él un título a la prosperidad y a la gloria. Por eso importa tanto revelar ciertos textos., en los que esta justicia de la ley se declara vana o inoperante. Textos antiguos evocan la conquista de la tierra prometida con acentos que anuncian ya la concepción paulina de la salvación por la fe: «No digas en tu corazón… No es por mi justicia por la que Yahveh me ha hecho venir a tomar posesión de este país…» (Dt 9,4ss). A la misma luz se explica el famoso pasaje del Génesis: «[Abraham] creyó a Yahveh y [Yahveh] se lo reputó por justicia» (Gén 15,6). Ya sea aquí la justicia la conducta agradable a Dios, o sea, según la evolución que hemos señalado, la recompensa y casi el mérito, en los dos casos se celebra la fe como medio de agradar a Dios. Este nexo esencial entre la justicia y el abandono a Dios nos aleja, como lo subrayó bien san Pablo, de una concepción legalista de la justicia. La fórmula se cita en 1Mac 2,52, y se halla como un eco de esta concepción particular de la justicia en 1Mac 14,35, donde la justicia es la fidelidad que Simón guarda a su pueblo.

Finalmente, se puede pensar que las interrogaciones dramáticas de Job, y el «pesimismo inspirado» del Eclesiastés, que pene en duda la doctrina de la retribución, preparan los espíritus para una revelación más alta. «Hay algún justo que perece en su justicia…» (Ecl 7,15; cf. 8,14; 9,1s). ¿Cómo será el hombre justo delante de Dios?» (Job 9,2; cf. 4,17; 9,20…).

2. Nuevo Testamento, El mensaje de Jesús da ciertamente a la confianza en Dios más que a la observancia de los mandamientos, el significado más decisivo; pero, sin dar Jesús una dirección nueva al vocabulario de justicia, parece más bien haber cargado con un sentido nuevo otros términos como pobre, humilde, pecador. Sin embargo, es posible que Jesús llamara a la fe la verdadera justicia, que designara a los pecadores como verdaderos justos (cf. Mt 9,13) y que definiera la justificación como perdón prometido a los humildes (Lc 18,14).

Pablo, antes de su conversión, perseguía la justicia de la ley (FIp 3,6). Esta justicia es adquirida por el hombre justo en proporción de sus buenas obras (Rom 9,30s; 10,3); se la puede llamar justicia que proviene de la ley (Rom 10,5; Gál 2,21; Flp 3,9) o de las obras (Rom 3,20; 4,2; Gál 2,16). La conversión del Apóstol no es de golpe una ruptura completa con estas concepciones.; por otra parte, en las epístolas paulinas subsisten afirmaciones de tipo judío sobre el juicio. Sin embargo, la disputa de Antioquía marca un cambio decisivo de derrotero: en Gál 2,11-21 opone Pablo dos sistemas de justificación y da al verbo «ser justificado» su cuño cristiano. «Nosotros hemos creído en Cristo Jesús a fin de ser justificados a causa de la fe en Cristo y no a causa de las obras de la ley» (Gál 2,16). Con esto la noción de justicia cambia completamente. Ahora ya el hombre cree en Dios, y Dios le .«justifica», es decir, le asegura la salvación por la fe y por la unión a Cristo. Ahora ya la palabra «justicia» y sus derivados designarán las realidades, cristianas de la salvación. En efecto, la certeza de la benevolencia divina se adquiere de manera tangible: el espíritu (Gál 3,2), la vida (2,19ss) certifican la justificación y al mismo tiempo la constituyen. El centro de interés se ha desplazado del juicio final a una justicia considerada como un estado presente, pero que, por lo demás, no deja de ser escatológico; pues anticipa los bienes celestes.

LA JUSTICIA DIVINA. 1. Antiguo Testamento. Al ejercer Dios su justicia judicial, las más de las veces libera a los oprimidos. Por sí misma esta liberación no se sale del marco de la justicia judicial, pero al percibirse como un beneficio ofrece un punto de partida para una concepción más rica de la justicia de Dios. Por otra parte, el AT había vislumbrado que el hombre no puede conquistar el favor divino por su propia justicia y que vale más la fe para hacerse agradable a Yahveh; es otro punto de apoyo para una concepción de la justicia de Dios como testimonio de misericordia, y una vía de acceso al misterio de la justificación.

El desarrollo se inicia muy pronto. Según el Dt, Dios no se contenta con hacer justicia al huérfano: ama al extranjero y le da alimento y vestidos (Dt 10.18). En Os 2,21 promete Dios desposarse con su pueblo «en la justicia y en el juicio, en la gracia y en la ternura». Se da el caso de que el que se queja en las lamentaciones, haciendo llamamiento a la justicia divina, aguarde mucho más que una justa sentencia: «en tu justicia dame la vida» (Sal 119,40.106. 123; 36,11); más aún: espera una justicia que es perdón del pecado (Sal 51,16; Dan 9,16); ahora bien, justificar al pecador es un acto paradójico y hasta contrario a la doctrina judicial, donde la justificación del culpable es precisamente la falta por excelencia. En diversos himnos del salterio se percibe una paradoja análoga: Dios manifiesta su justicia con beneficios gratuitos, a veces universales, que superan en todos los sentidos lo que el hombre tiene derecho a esperar (Sal 65,6; 111,3; 145, 7.17; cf. Neh 9,8).

En Is 40-66 la expresión «justicia de Dios» adquiere un relieve y un alcance que anuncian el gran tema paulino. En estos capítulos la justicia de Dios es unas veces la salvación del pueblo cautivo, otras el atributo divino de misericordioso de fidelidad. Esta salvación es un don, que rebasa con mucho la idea de liberación o de recompensa; comporta la concesión de bienes, celestiales, tales como la paz y la gloria, a un pueblo que no tiene más «mérito» que el de ser el elegido de Yahveh (Is 45,22ss; 46,12s; 5l,lss.5.8; 54,17; 56, 1; 59,9); toda la raza de Israel será justificada, es decir, glorificada (45, 25). Así Dios se muestra justo en cuanto que manifiesta su misericordia y realiza graciosamente sus promesas (41,2.10; 42,6.21; 45,13.19ss).

Nuevo Testamento. Jesús. Para expresar la gran revelación de la salvación divina realizada por su venida al mundo, no habla Jesús, como lo había hecho el segundo Isaías, como lo hará san Pablo, de una manifestación de la justicia de Dios, sino recurre a la expresión equivalente de reino de los cielos. El cristianismo no paulino, que quedó próximo al lenguaje de Jesús, no expresó tampoco por el término «justicia de Dios» la revelación actual de la gracia divina en Jesucristo.

San Pablo. El tema, en cambio, es desarrollado por Pablo con la claridad que sabemos. Pero no precisamente al comienzo de su ministerio: las epístolas a los Tesalonicenses y a los Gálatas no lo mencionan. El primer mensaje paulino de la salvación, conforme en esto con toda la predicación primitiva, es estrictamente escatológico (1Tes 1,10). En él se pone el acento ciertamente en la liberación más que en la ira, pero esta liberación es más bien el aspecto favorable de un juicio, y por consiguiente no se sale todavía de los marcos de la justicia judicial de Dios.

Justicia Justificación

Sin embargo, las controversias con los judeocristianos habían inducido a Pablo a definir la verdadera justicia como una gracia otorgada actualmente. Esto es lo que le lleva a definir en la epístola a los Romanos esta vida cristiana como justicia de Dios: la expresión tiene la ventaja de conservar algo del sentido escatológico que primitivamente se da a la salvación y al reino, y al mismo tiempo la de subrayar, puesto que debe oponerse a la justicia de las obras, que es también una gracia presente. La justicia de Dios es, pues, la gracia divina, de por sí escatológica y hasta apocalíptica, pero anticipada realmente, y desde ahora ya, en la vida cristiana. Pablo dirá que la justicia de Dios desciende del cielo (Rom 1, 17; 3,21s; 10,3) y viene a transformar a la humanidad; es un bien que pertenece por esencia a Dios y que se hace nuestro sin dejar de ser una cosa del cielo.

Al mismo tiempo sobreentiende Pablo que esta comunicación de justicia se funda en la fidelidad de Dios a su alianza, es decir, en definitiva en su misericordia. Este pensamiento se expresa más raras veces explícitamente, y de ahí el segundo sentido paulino de la «justicia de Dios»: el atributo divino de la misericordia. Esto aparece en Rom 3, 25s: «Dios muestra su justicia en los tiempos presentes a fin de ser justo y de justificar a todo el que tiene fe en Jesús.» Y en Rom 10,3 se asocian las dos acepciones: «Desconociendo la justicia de Dios [el don otorgado a los cristianos], y tratando de establecer la suya propia, no se sometieron a la justicia de Dios [la voluntad salvífica].»

El mensaje bíblico sobre la justicia ofrece un aspecto doble. Por razón del juicio divino que se ejerce a lo largo de la historia, el hombre debe «hacer la justicia»; este deberse percibe en forma cada vez más interior, hasta llegar a una «adoración en espíritu y en verdad». En la perspectiva del designio de salvación comprende el hombre, por otra parte, que no puede conquistar esta justicia por sus propias obras, sino que la recibe como don de la gracia. En definitiva, la justicia de Dios no puede reducirse al ejercicio de un juicio, sino que ante todo es misericordiosa fidelidad a una voluntad de salvación; crea en el hombre la justicia que exige de él.

Todos los derechos: Vocabulario de teología bíblica, X. Léon-Dufour

Ira

Nadie puede sin escándalo oír hablar de Dios encolerizado si no ha sido un día visitado por su santidad y por su amor. Por otra parte, así como para entrar en la gracia debe el hombre ser arrancado del pecado, así para tener verdaderamente acceso al amor de Dios, debe acercarse el creyente al misterio de su ira. Querer reducir este misterio a la expresión mítica de una experiencia humana, es desconocer lo serio del pecado y lo trágico del amor de Dios. Cierto, la ira del hombre es la que ha permitido expresar esta realidad misteriosa, pero la experiencia del misterio es primera en relación con el lenguaje, y de un origen muy distinto.

LA IRA DEL HOMBRE. 1. Condenación de la ira. Dios condena la reacción violenta del hombre que se arrebata contra otro, ya sea envidioso como Caín (Gén 4,5), furioso como Esaú (Gén 27,44s), o, como Simeón y Leví, vengue con exceso el ultraje hecho a su hermana (Gén 49,5ss; cf. 34, 7-26; Jdt 9,2); esta ira induce ordinariamente al homicidio. A su vez los sapienciales censuran la necedad del que se encoleriza (Prov 29,11), que no sabe dominar «el soplo de las narices», según la imagen original, pero admiran al sabio, que tiene «el aliento largo», por oposición a impaciente, «de aliento corto» (Prov 14,29; 15,18). La ira engendra la injusticia (Prov 14,17; 29,22; cf. Sant 1,19s). Jesús se mostró más radical todavía, equiparando la ira con su efecto habitual, el homicidio (Mt 5,22). San Pablo la juzgará incompatible con la caridad (1Cor 13,5): es un mal puro y simple (Col 3,8), del que hay que preservarse, sobre todo en razón de la proximidad de Dios (1Tim 2,8; Tit 1.7).

2. Las iras santas. Sin embargo, al paso que los estoicos reprobaban todo arrebato en nombre de su ideal de la apatheia, la Biblia conoce «iras santas» que expresan concretamente la reacción de Dios contra la rebelión del hombre. Así Moisés contra los hebreos cuando les falta la fe (Éx 16,20), apostatan en el Horeb (Ez 32,19.22), descuidan los ritos (Lev 10, 16) o no observan el anatema sobre el botín (Núm 31,14); así Pinhas, cuyo celo alaba Dios (Núm 25,11); así Elías, que da muerte a los falsos profetas (1Re 18,40) o hace caer fuego sobre los emisarios del rey (2Re 1,10.12); así Pablo en Atenas (Act 17,16). Frente a los ídolos, frente al pecado, estos hombres de Dios están, como Jeremías, «repletos de la ira de Yahveh» (Jer 6,11; 15,17), anunciando imperfectamente la ira de Jesús (Mc 3,5).

Sin paradoja, sólo Dios puede airarse. Así, en el AT, los términos de ira se emplean respecto de Dios unas cinco veces más que respecto del hombre. Pablo, que sin embargo debió acalorarse más de una vez (Act 15,39), aconseja sabiamente: «No os toméis la justicia por vosotros mismos, antes dad lugar a la ira (de Dios); pues escrito está: «A mí la venganza, yo haré justicia, dice el Señor» (Rom 12,19).» La ira no es asunto del hombre, sino de Dios.

LA IRA DE DIOS.

1. IMÁGENES Y REALIDAD. 1. Es un hecho. Dios se encoleriza. Toda clase de imágenes afluyen bajo la inspiración bíblica, que recoge Isaías: «Arde su cólera, sus labios respiran furor, su lengua es como fuego abrasador. Su aliento como torrente desbordado que sube hasta el cuello… su brazo descarga en el ardor de su ira, en medio de fuego devorador, en tempestad, en aguacero y en granizo… El soplo de Yahveh va a encender como torrente de azufre la paja y la leña acumulados en Tofet» (Is 30,27-33). Fuego, soplo, tempestad, torrente. la ira abrasa, se vuelca (Ez 20,33), debe beberse en una copa (Is 51, 17), como un vino embriagador (Jer 25,15-38).

El resultado de esta ira es la muerte, con sus auxiliares. David debe escoger entre hambre, derrota o peste (2Sa 24,13ss); otra vez son las plagas (Núm 17,11), la lepra (Núm 12,9s), la muerte (1S s 6,19). Esta ira descarga sobre todos los culpables endurecidos; primero sobre Israel, pues está más cerca del Dios santo (Éx 19; 32; Dt 1,34; Núm 25,7-13), sobre la comunidad (2Re 23,26; Jer 21,5) como sobre los individuos; luego también sobre las naciones (1Sa 6,9), pues Yahveh es el Dios de toda la tierra (Jer 10, 10). Casi no hay un solo documento ni un solo libro que no recuerde esta convicción.

2. Ante el hecho de un Dios animado de una pasión violenta se rebela la razón y quiere purificar a la divinidad de sentimientos que juzga indignos de ella. Así, según una tendencia marginal en la Biblia, pero frecuente en las otras religiones (p.e., las Erinias griegas), Satán viene a ser el agente de la ira de Dios (comp. 1Par 21 y 2Sa 24). Sin embargo, la conciencia bíblica no acogió el misterio indirectamente, mediante la desmitización o el traspaso. Es evidente que la revelación se transmite a través de imágenes poéticas, pero que no son meras metáforas. Dios parece afectado por una verdadera «pasión» que él mismo desencadena, que no calma (Is 9,11) y que no se aparta (Jer 4,8), o, por el contrario, que se desvía (Os 14,5; Jer 18,20), pues Dios «vuelve» a los que vuelven a él (2Par 30,6; cf. Is 63,17). En Dios luchan dos «sentimientos», la ira y la misericordia (cf. Is 54,8ss; Sal 30,6), los cuales dos significan la afección apasionada de Dios hacia el hombre. Pero se expresan diversamente: mientras que la cólera, reservada finalmente al día postrero, acaba por identificarse con el infierno, el amor misericordioso triunfa para siempre en el cielo, y ya aquí en la tierra en los castigos que invitan al pecador a la conversión. Tal es el misterio, al que Israel se fue acercando poco a poco por caminos variados.

IRA Y SANTIDAD.

1. Hacia la adoración del Dios santo. Un primer grupo de textos, los más antiguos, deja aparecer el carácter irracional del hecho. La amenaza de muerte pesa sobre todo el que se acerque inconsideradamente a la santidad de Yahveh (Éx 19,9-25; 20,18-21; 33,20; Jue 13,22); Oza se ve fulminado cuando quiere sostener el arca (2Sa 6,7). Así interpretarán los salmistas las calamidades, la enfermedad, la muerte prematura, el triunfo de los enemigos (Sal 88,16; 90,7-10; 102, 9-12; Job). Tras esta actitud, lúcida, ya que toma el mal por lo que es, ingenua, pues atribuye todo mal inexplicable a la ira de Dios concebida como la venganza de un tabú, se oculta una fe profunda en la presencia de Dios en todo acontecimiento, y un auténtico sentimiento de temor ante la santidad de Dios (Is 6,5).

2. Ira y pecado. Según otros textos, el creyente no se contenta con adorar perdidamente la intervención divina que pone en contingencia su existencia, sino que busca su motivo y su sentido. Lejos de atribuirla a algún odio malicioso (la menis griega) o a un capricho celoso (el dios babilónico Enlil), lo cual sería todavía disculparse con otro, Israel reconoce su falta. A veces designa Dios al culpable castigando al pueblo impaciente (Núm 11,1), o a Miriam la deslenguada (Núm 12,1-10); a veces la comunidad misma ejecuta la ira divina (Éx 32) o echa las suertes para descubrir al pecador, como Akán (Jos 7). Si, pues, hay ira de Dios, es que ha habido pecado del hombre. Esta convicción guía al redactor del libro de los Jueces, que escalona la historia de Israel en tres tiempos: apostasía del pueblo, ira de Dios, conversión de Israel.

Así sale Dios justificado del proceso en que le empeñaba el pecador (Sal 51,6); entonces descubre el pecador un primer sentido de la cólera divina: los celos intransigentes de un amor santo. Los profetas explican los castigos pasados por la infidelidad del pueblo a la alianza (Os 5,10; Is 9,11; Ez 5,13…); las terribles imágenes de Oseas (tiña, caries, león, cazador, oso…: Os 5,12.14; 7,12; 13,8) quieren mostrar lo serio del amor de Dios; el Santo de Israel no puede tolerar el pecado en el pueblo que ha elegido. También sobre las naciones se volcará la ira en la medida de su soberbia, que les hace traspasar la misión confiada (Is 10,5-15; Ez 25,15ss). Si la ira de Dios se cierne sobre el mundo, es que el mundo es pecador. El hombre, asustado por esta ira amenazadora, confiesa su pecado y aguarda la gracia (Miq 7,9; Sal 90,7s).

Los TIEMPOS DE LA IRA. Todavía no se ha terminado el itinerario de la conciencia religiosa: el hombre, después de haber pasado de la adoración ciega a la confesión de su pecado, después de haber reconocido la santidad que mata al pecado, debe adorar al amor que vivifica al pecador.

1. Ira y amor. Dios no se comporta como un humano en las manifestaciones de su ira: Dios domina su pasión. Cierto que algunas veces se desencadena inmediatamente sobre los hebreos, «que tenían todavía carne bajo los dientes» (Núm 11,33) o sobre Myriam (Núm 12,9), pero no por eso es impaciencia. Al contrario, Dios es «tardo a la ira» (Éx 34,6; Is 48,9; Sal 103,8), y su misericordia está siempre pronta para manifestarse (Jer 3,12). «No desencadenaré todo el furor de mi ira, no destruiré del todo a Efraím, porque yo soy Dios, no soy un hombre», se lee en el profeta de las imágenes violentas (Os 11,9). Cada vez va percatándose mejor el hombre de que Dios no es un Dios de ira, sino el Dios de la misericordia, Después del castigo ejemplar del exilio dice Dios a su esposa: «Por una hora, por un momento te abandoné, pero en mi gran amor vuelvo a llamarte. Desencadenando mi ira oculté de ti mi rostro; un momento me alejé de ti; pero en mi eterna misericordia me apiadé de ti» (Is 54,7s). Y la victoria de esta piedad supone que el siervo fiel ha sido herido de muerte por los pecados del pueblo, convirtiendo en justicia la injusticia misma (Is 53,4.8).

Liberación de la ira. Dios, castigando a su tiempo y no bajo el impulso de una impaciencia, manifiesta al hombre el alcance educativo de los castigos causados por su ira (Am 4,6-11). Esta ira, anunciada al pecador en un designio de misericordia, no lo paraliza como un espectro fatal, sino lo llama a convertirse al amor (Jer 4,4).

Si Dios tiene una intención de amor en el fondo del corazón, Israel puede, pues, suplicar ser liberado de la ira. Los sacrificios, animados por la fe en la justicia divina, no tienen nada de las prácticas de magia, que quisieran conjurar a la divinidad; al igual que las oraciones de intercesión, expresan la convicción de que Dios puede retractar su ira. Moisés intercede por el pueblo infiel (Éx 32,11.31s; Núm 11,1s; 14,11s…) o por tal culpable (Núm 12,13; Dt 9,20). Así también Amós por Israel (Am 7,2.5), Jeremías por Judá (Jer 14,7ss; 18,20), Job por sus amigos (Job 42.7s). Con esto disminuyen los efectos de la ira (Núm 14; Dt 9) o hasta quedan suprimidos (Núm 11; 2Sa 24). Los motivos invocados revelan precisamente que no se ha cortado entre Israel y Dios (Ex 32,12; Núm 14,15s; Sal 74,2): en este diálogo argumenta el hombre con su debilidad (Am 7,2.5; Sal 79,8) y recuerda a Dios que él es esencialmente misericordioso y fiel (Núm 14,18).

Ira y castigo. Al reducir Israel la ira, que extermina al pecador endurecido, a un castigo sufrido con miras a la corrección y a la conversión del pecador, no por eso ha anulado la ira en sentido propio, sino la ha situado en su puesto exacto, que es el día postrero. El día de las tinieblas, de que hablaba Amós (Am 5,I8ss), se convierte en el «día de la ira» (dies irae, Sof 1,15-2,3), del que nadie podrá escapar, ni los paganos (Sal 9,17s; 56,8; 79,6ss), ni los impíos de la comunidad (Sal 7,7; 11,5s; 28,4; 94,2), sino únicamente el hombre piadoso, al que se ha perdonado su pecado (Sal 30,6; 65,3s; 103,3).

Así se ha operado una distinción entre ira e ira. Los castigos de Dios a lo largo de la historia no son propiamente la ira de Dios que extermina para siempre, sino únicamente figuras que la anticipan. A través de ellos, la ira del fin de los tiempos sigue ejerciendo su valor saludable, revelando bajo uno de sus aspectos el amor del Dios santo. Con referencia a esta ira, las visitas de Dios a su pueblo pecador pueden y deben comprenderse como gestos de longanimidad que difieren el ejercicio de la ira definitiva (cf. 2Mac 6,12-17). Los autores de apocalipsis comprendieron bien que al tiempo de la gracia definitiva debe preceder un tiempo de la ira: «Anda, pueblo mío, entra en tu casa y cierra las puertas tras de ti; ocúltate por un poco mientras pasa la cólera» (Is 26, 20; cf. Dan 8,19; 11,36).

NT. Desde el mensaje del Precursor (Mt 3,7 p) hasta las últimas páginas del NT (Ap 14,10), el Evangelio de la gracia mantiene la ira de Dios como un dato fundamental de su Se renovaría la herejía de Marción si se eliminara la ira para no querer conservar más que un concepto falacioso de «Dios de bondad». Sin embargo, la venida de Jesucristo transforma los datos del AT, realizándolos.

I. LA REALIDAD Y LAS IMÁGENES. 1. De la pasión divina a los efectos de la ira. El acento se desplaza. Cierto que las imágenes del AT sobreviven todavía: fuego (Mt 5,22; 1Cor 3,13.15), soplo exterminador (2Tes 1,8; 2,8), vino, copa, cuba, trompetas de la ira (Ap 14,10.8; 16,1ss). Pero estas imágenes no pretenden ya tanto describir psicológicamente la pasión de Dios cuanto revelar sus efectos. Hemos entrado en los últimos tiempos. Juan Bautista anuncia el fuego del juicio (Mt 3,12), y Jesús le hace eco en la parábola de los invitados indignos (Mt 22,7); también, según él, el enemigo y el infiel serán aniquilados (Lc 19,27; 12,46), arrojados al fuego inextinguible (Mt 13,42; 25,41).

2. Jesús encolerizado. Más terrible que este lenguaje inspirado, más trágica que la experiencia de los profetas aplastados entre el Dios santo y el pueblo pecador, es la reacción de un hombre que es Dios mismo. En Jesús se revela la ira de Dios. Jesús no se conduce como un estoico que no se altera jamás (Jn 11,33); impera con violencia a Satán (Mt 4, 10; 16,23), amenaza duramente a los demonios (Mc 1,25), se pone fuera de sí ante la astucia diabólica de los hombres (Jn 8,44) y especialmente de los fariseos (Mt 12,34), de los que matan a los profetas (Mt 23,33), de los hipócritas (Mt 15,7). Como Yahveh, Jesús se alza encolerizado contra todo el que se alza contra Dios.

Jesús reprende también a los desobedientes (Mc 1,43; Mt 9,30), a los discípulos de poca fe (Mt 17,17). Sobre todo se irrita contra los que, como el envidioso hermano mayor del pródigo acogido por el Padre de las misericordias (Lc 15,28), no se muestran misericordiosos (Mc 3,5). Finalmente, Jesús manifiesta la cólera del juez: como el presidente del festín (Lc 14,21), como el amo del servidor inexorable (Mt 18. 34), entrega a la maldición a las ciudades sin arrepentimiento (Mt 11,20s), arroja a los vendedores del templo (Mt 21,12s), maldice a la higuera estéril (Mc 11,21). Como la ira de Dios, tampoco la del cordero es una palabra vana (Ap 6,16; Heb 10,31).

EL TIEMPO DE LA IRA. 1. La justicia y la ira. Con su venida a la tierra determinó el Señor dos eras en la historia de la salvación. Pablo es el teólogo de esta novedad: Cristo, revelando la justicia de Dios en favor de los creyentes, revela también la ira sobre todo incrédulo. Esta ira, análoga al castigo concreto de que hablaba el AT, es una anticipación de la ira definitiva. Mientras que Juan Bautista fundía en su perspectiva la venida del Mesías a la tierra y su venida al final de los tiempos, tanto que el ministerio de Jesús hubiera debido ser el juicio final, Pablo enseña que Jesús ha inaugurado un tiempo intermedio, durante el cual se revelan plenamente las dos dimensiones de la actividad divina, la justicia y la ira. Pablo mantiene ciertas concepciones del AT, por ejemplo, cuando ve en el poder civil un instrumento de Dios «para ejercer la represión vengadora de la cólera divina sobre los malhechores» (Rom 13,4), pero se aplica sobre todo a revelar la nueva condición del hombre delante de Dios.

2. De la ira a la misericordia. Desde los orígenes es el hombre pecador (Rom 1,18-32) y merece la muerte (3,20); es por derecho objeto de la ira divina, es «vaso de ira» pronto para la perdición (9,22; Ef 2,3), lo que transpone Juan diciendo: «la cólera de Dios está sobre el incrédulo» (In 3,36). Si el hombre es así congénitamente pecador, las más santas instituciones divinas han sido pervertidas a su contacto, así la santa ley «produce la ira» (Rom 4,15). Pero el designio de Dios es un designio de misericordia, y los vasos de ira, si se convierten, pueden volverse «vasos de misericordia » (Rom 9,23); y esto, sea cual fuere su origen, pagano o judío, «pues Dios incluyó a todos en la desobediencia a fin de usar con todos misericordia » (11,32). Como en el AT, Dios no da libre curso a s11 ira, manifestando así su poder (tolera al pecador), sino también revelando su bondad (invita a la conversión).

LA LIBERACIÓN DE LA IRA. 1. Jesús y la ira de Dios. Sin embargo, algo ha cambiado radicalmente con la venida de Cristo. De esta «ira que viene» (Mt 3;7) no nos libra ya la ley, sino Jesús (1Tes 1,10). Dios, que «no nos ha reservado para la ira, sino para la salvación» (1Tes 5,9), nos asegura que «justificados, seremos salvados de la ira» (Rom 5,9), y además, que nuestra fe nos ha «salvado» (1Cor 1,18).

En efecto, Jesús ha «quitado el pecado del mundo» (In 1,29), ha sido hecho «pecado» para que nosotros fuéramos justicia de Dios en él (2Cor 5,21), ha muerto en la cruz, ha sido hecho «maldición» para darnos la bendición (Gál 3,13). En Jesús se han encontrado los poderes del amor y de la santidad, tanto que en el momento en que la ira descarga sobre el que había «venido a ser pecado», el amor sale triunfante; el laborioso itinerario del hombre que trata , de descubrir el amor tras la ira se acaba y se concentra en el instante en que muere Jesús, anticipando la ira del fin de los tiempos para librar de ella para siempre a quien crea en él.

2. Mientras llega el día de la ira. La Iglesia, plenamente liberada de la ira, sigue siendo, sin embargo, el lugar de combate con Satán. En efecto, «el diablo, animado de gran furor, ha descendido entre nosotros» (Ap 12,21), persiguiendo a la mujer y a su descendencia; por él, las naciones han sido abrevadas con la ira divina (14,8ss). Pero la Iglesia no teme esta parodia de la ira, pues la nueva Babilonia será vencida cuando el rey de reyes venga «a pisar en el lagar el vino de la ardiente ira de Dios» (19,15), asegurando así en el último día la victoria de Dios.

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Impío

Con un vocabulario variado, tanto en hebreo como en griego, describe la Biblia una actitud espiritual que es lo contrario de la piedad: al desprecio de Dios y de su ley añade un matiz de hostilidad y de baladronada. Pablo anuncia la venida del «hombre de impiedad» por excelencia, que en los últimos tiempos «se elevará por encima de todo y se presentará a sí mismo como Dios» (2Tes 2,3s.8); añade que «el misterio de la impiedad está ya en acción» en el mundo (2,7). En realidad está en acción desde el principio de la historia, desde que Adán despreció el mandamiento de Dios (Gén 3,5.22).

AT. Los impíos frente a Dios. La impiedad es un hecho universal en la humanidad pecadora: impiedad de la generación del diluvio (Gén 6,11; cf. Job 22,15ss), de los constructores de Babel (Gén 11,4), de los habitantes de Sodoma (Sab 10,6)… Pero se afirma con especial claridad en los pueblos paganos enemigos de Israel, desde Faraón perseguidor (cf. Sab 10,20; 11,9) hasta los cananeos idólatras (Sab 12,9), desde Senaquerib el blasfemo (Is 37, 17) hasta la soberbia Babilonia (Is 13,11; 14,4) y hasta el perseguidor Antíoco Epífanes (2Mac 7,34). Sin embargo, el mismo pueblo de Dios no está exento de ella: son impíos los sublevados del desierto (Sal 106, 13-33) como los habitantes infieles de la tierra prometida (Sal 106,34-40); impía, la nación pecadora contra la que Dios envía a los paganos que la han de castigar (Is 10,6; cf. 1,4). A pesar de la conversión nacional, los salmistas y los sabios denunciarán todavía después del exilio la existencia de la impiedad en el pueblo fiel, y la crisis macabea pondrá en el primer plano a ciertos judíos extraviados (cf. 1Mac 3,15; 6, 21, etc.).

Las impíos y los justos. En la literatura sapiencial aparece el género humano dividido en dos categorías: frente a los justos y a los sabios, los impíos y los locos. Entre los dos, una oposición y una lucha fratricida que anuncia ya el drama de las dos ciudades. Este drama, comenzado en los orígenes con Caín y Abel (Gén 4,8…), se actualiza en todo tiempo. El impío deja rienda suelta a sus instintos: astucia, violencia, sensualidad, soberbia (Sal 36, 2-5; Sab 2,6- 10); desprecia a Dios (Sal 10.3s; 14,1); se encarniza contra los justos y los pobres (Sal 10, 6-11; 17,9-12; Sab 2,10-20)… Éxito aparente, que a veces puede durar y que causa verdadera angustia a las almas religiosas (Sal 94,1-6; Job 21,7-13); en un principio, por preocupación por la justicia piden a Dios los perseguidos la pérdida de tales malhechores extraviados (Sal 10,12-18; 31,18s; 109,6…) y saborean anticipadamente una venganza que nos sorprende (Sal 58,11).

La retribución de los impíos. Los fieles de la alianza saben bien que los impíos van a la ruina (cf. Sal 1,4ss; 34,22; 37,9s.12-17.20). Pero esta tranquila afirmación de la retribución, que todavía se representan en una perspectiva temporal, tropieza con hechos escandalosos. Hay impíos que prosperan (Jer 12,1s; Job 21,7-16; Sal 73,2-12), como si no existiera la sanción divina (Ecl 7,15; 8,10-14). La escatología profética asegura, sí, que en los últimos tiempos el rey mesías hará que perezcan los impíos (Is 11,4; Sal 72,3), y que Dios los exterminará cuando llegue su juicio (cf. Is 24,1-13; 25,1s). Pero la cuestión debe liquidarse para todos en el plano individual, y hay que esperar una fecha tardía para que ésta se esclarezca. En la época de los Macabeos se sabe por fin que todos los impíos comparecerán personalmente ante el tribunal de Dios (2Mac 7,34s) y que no habrá para ellos resurrección a la vida (2Mac 7,14; cf. Dan .2,2). Así el libro de la Sabiduría puede trazar el cuadro de su castigo final, más allá de la muerte (Sab 3,10ss; 4, 3-6; 5,7-14). Este testimonio solemne es fuente de una reflexión salvadora. En efecto, Dios no quiere la muerte del impío, sino que se convierta y viva (Ez 33,11; cf. 18,20-27 y 33,8-19). Una perspectiva misericordiosa semejante se va a descubrir en el NT.

NT. La verdadera impiedad. En el vocabulario griego del NT se designa en forma aún más precisa la actitud espiritual estigmatizada por el AT: es la impiedad (asebeia), la injusticia (adikía), el repudio de la ley (anomía). Sin embargo, a través de las discusiones de Jesús con los fariseos no se tarda en ver enfrentarse dos concepciones de este desprecio de Dios. Para los fariseos, la piedra de toque de la piedad es la práctica de las prescripciones legales y de las tradiciones que las rodean; la ignorancia en esta materia es ya impiedad (cf. Jn 7,49); así pues, Jesús obra mal comiendo con los pecadores (Mt 9,11 p), siendo su amigo (Mt 11,19 p), hospedándose en su casa (Lc 19,7). Pero Jesús sabe muy bien que todo hombre es pecador y que nadie puede llamarse a sí mismo piadoso y justo; el evangelio que él aporta da precisamente a los pecadores una posibilidad de penitencia y de salvación (Lc 5,32). La piedra de toque de la verdadera piedad será, pues, la actitud adoptada frente a este evangelio.

El llamamiento de los impíos a la salvación. El problema es exactamente el mismo desde que Cristo consumó su sacrificio muriendo «por la mano de los impíos» (Act 2, 23). Murió, «justo por los injustos» (1Pe 3.18), aun cuando quiso «ser computado entre los malhechores» (Mc 15,28 p). Murió por los impíos (Rom 5,6) a fin de que fueran justificados por la fe en Él (Rom 4,5). Tales son los justos del NT: impíos justificados por gracia. Habiendo reconocido en el Evangelio el llamamiento a la salvación, renunciaron a la impiedad (Tit 2,12) para volverse hacia Cristo. Ahora ya los verdaderos impíos son los hombres que rechazan este mensaje o que lo corrompen: los falsos doctores que turban a los fieles (2Tim 2,16; Jds 4.18; 2Pe 2,1 ss; 3,3s) y merecen el nombre de anticristos (1Jn 2,22); los indiferentes que viven en una ignorancia voluntaria (2Pe 3,5; cf. Mt 24,37; Lc 17,26-30); con más razón los poderes paganos que suscitarán contra el Señor al impío por excelencia (2Tes 2,3.8). Tal es el contexto en que en adelante se revela el misterio de la impiedad.

La ira de Dios sobre los impíos. Ahora bien, todavía más que en el AT, el castigo de esta impiedad es ahora una certeza. En forma permanente se revela la ira de Dios contra toda impiedad e injusticia humana (Rom 1,18; cf. 2,8); esto es tanto más verdadero en la perspectiva de los últimos tiempos y del juicio final. Entonces el Señor aniquilará al impío con el resplandor de su venida (2Tes 2,8), y todos los que participen en el misterio de la impiedad serán confundidos y castigados (Jds 15; 2Pe 2,7). Si tarda el castigo, es que Dios usa de paciencia para permitir a los malos que se conviertan (2Pe 2,9).

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