Imagen

Nadie en este mundo ha visto ni puede ver a Dios Padre: se da a conocer en sus imágenes (cf. Jn 1,18). Antes de la revelación plenaria que hace de sí mismo a través de la imagen por excelencia que es su Hijo Jesucristo. comenzó en la antigua alianza a hacer brillar ante los hombres su gloria reveladora. La sabiduría de Dios, «pura emanación de su gloria» e «imagen de su excelencia» (Sap 7,25s), revela ya ciertos aspectos de Dios; y el hombre, creado con el poder de dominar la naturaleza y gratificado con la inmortalidad, constituye ya una imagen viva de Dios. Sin embargo, la prohibición de las imágenes en el culto de Israel expresaba como en negativo lo serio de este título dado al hombre y preparaba por vía negativa la venida del hombre Dios, única imagen en la que se revela plenamente el Padre.

1. LA PROHIBICIÓN DE LAS IMÁGENES. Este precepto del decálogo (Dt 27, 15; Éx 20,4; Dt 4,9-28), aunque aplicado con más o menos rigor en el transcurso de los siglos, constituye un hecho fácil de justificar cuando se trata de los falsos dioses (ídolos), pero más difícil de explicar cuando se trata de las imágenes de Yahveh. Los autores sagrados no pretenden reaccionar principalmente contra una representación sensible, habituados como estaban a los antropomorfismos, sino que más bien quieren luchar contra la magia idolátrica y preservar la trascendencia de Dios. Dios manifiesta su gloria no ya a través de los becerros de oro (Éx 32; 1Re 12,26-33) y de las imágenes hechas de mano de hombre, sino a través de las obras de su creación (Os 8,5s; Sab 13; Rom 1,19-23); ni tampoco se deja Dios conmover por medio de imágenes de que el hombre dispone a su talante, sino libremente, a través de los corazones, por la sabiduría, por su Hijo, ejerce su acción salvadora.

EL HOMBRE, IMAGEN DE DIOS.

AT. El peso de esta expresión no viene tanto de la palabra misma, empleada ya a propósito de la creación del hombre en los poemas babilónicos y egipcios, cuanto del contexto general del AT: el hombre está hecho a imagen no de un dios, concebido también a imagen del hombre, sino de un Dios de tal manera trascendente que está prohibido hacer su imagen; sólo Dios puede aspirar a este título que expresa su más alta dignidad (Gén 9,6).

Según el relato de Gén 1, ser a imagen de Dios, a su semejanza, comporta el poder de dominar sobre el mundo de las criaturas (Gén 1,26ss) y también, a lo que parece, el poder, si ya no de crear, por lo menos de procrear seres vivos a imagen de Dios (Gén 1,27s; 5,lss; cf. Le 3,38). Los textos del AT desarrollan ordinariamente el primer tema, el del dominio (Sal 8; Eclo 17). Al mismo tiempo la imagen de Dios, ya se utilice o no explícitamente en los textos, se enriquece con puntualizaciones y complementos. En el Sal 8 parece identificarse con un estado de «gloria y de esplendor», «poco inferior (al) de un ser divino». En Sab 2,23, el hombre no es ya solamente «a» imagen de Dios, expresión imprecisa que dejaba la puerta abierta a ciertas interpretaciones rabínicas, sino que es propiamente «imagen» de Dios. Finalmente, en este mismo pasaje se ha hecho explícito un elemento importante de semejanza entre Dios y el hombre, a saber, la inmortalidad. El judaísmo alejandrino (cf. Filón) por su parte distingue dos creaciones según los dos relatos del Génesis: sólo el hombre celestial es creado a imagen de Dios, mientras que el hombre terrenal es sacado del polvo. Esta especulación sobre los dos Adanes será reasumida y transformada por san Pablo (1Cor 15).

NT. No sólo el NT aplica diferentes veces al hombre la expresión «imagen de Dios» (1Cor 11,7; Sant 3,9), sino que con bastante frecuencia utiliza y desarrolla el Así el mandamiento de Cristo: «Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5,48) aparece como una consecuencia y una exigencia de la doctrina del hombre, imagen de Dios. Lo mismo se puede decir de un ágrafon de Cristo referido por Clemente de Alejandría: «ver a tu hermano es ver a Dios», convicción que impone el respeto del prójimo (Sant 3,9; cf. Gén 9,6) y funda nuestro amor para con él: «El que no ama a su hermano, al que ve, no amará a Dios, al que no ve» (1Jn 4,20). Pero esta imagen imperfecta y pecadora que es el hombre, exige una superación, esbozada ya en la sabiduría viejotestamentaria y realizada por Cristo.

LA SABIDURÍA, IMAGEN DE LA EXCELENCIA DE DIOS. El hombre no es sino una imagen imperfecta; la sabiduría, por el contrario, es «un espejo sin mancha de la actividad de Dios, una imagen de la excelencia de Dios» (Sab 7,26). Como ésta existe «desde el principio, antes del origen de la tierra» (Prov 8,23), se puede decir que dirigió la creación del hombre. Así se comprenden ciertas especulaciones del judaísmo alejandrino, de las que se hallan ecos en Filón. Para éste, la imagen de Dios, que es el logos, es el instrumento de que Dios se sirvió en la creación, el arquetipo, el ejemplar, el principio, el hijo primogénito, conforme al cual creó Dios al hombre.

CRISTO, IMAGEN DE Dios. Esta expresión se halla sólo en las epístolas de Pablo. Sin embargo, la idea no está ausente del evangelio según san Juan. Entre Cristo y el que le envía, entre el Hijo único que revela a su Padre y el Dios invisible (Jn 1,18) hay una unión tal (Jn 5, 19; 7,16; 8,28s; 12,49) que supone algo más que una mera delegación: la misión de Cristo rebasa la de los profetas, teniendo afinidad con la de la palabra y de la sabiduría divina; supone que Cristo es un reflejo de la gloria de Dios (Jn 17, 5.24); supone entre Cristo y su Padre una semejanza que se expresa claramente en esta afirmación, en la que hallamos, si ya no la palabra, por lo menos el tema de la imagen: «El que me ha visto, ha visto al Padre» (Jn 14,9). San Pablo, aunque utiliza a propósito del hombre la doctrina del Génesis (1Cor 11,7), sabe también cuando se presenta el caso servirse de las interpretaciones rabínicas y filónicas del doble Adán, que aplica aquí a Cristo mismo (1Cor 15,49) y más tarde al hombre nuevo (Col 3,10). Pero finalmente a la luz de la sabiduría, imagen perfecta, reconoce a Cristo el título de imagen de Dios (2Cor 3,18-4,4). En lo sucesivo Pablo, sin abandonar estas diferentes fuentes de inspiración, se esfuerza por estrechar todavía más de cerca el misterio de Cristo: Cristo es imagen por filiación en Rom 8, 29. Y según Col 3,10, en cuanto imagen dirige la creación del hombre nuevo. Sacando partido de esta convergencia de elementos antiguos y de datos nuevos, la noción de imagen de Dios, tal como Pablo la aplica a Cristo, especialmente en Col 1,15, resulta muy compleja y muy rica: semejanza, pero semejanza espiritual y perfecta, por una filiación anterior a la creación; representación, en su sentido más fuerte, del Padre invisible; soberanía cósmica del Señor, que marca con su impronta el mundo visible y el mundo invisible; imagen de Dios según la inmortalidad: primogénito entre los muertos; sola y única imagen que garantiza la unidad de todos los seres y la unidad del plan divino; principio de la creación y principio de la restauración por una nueva creación.

Todos estos elementos constituyen otras tantas fuerzas de atracción sobre el hombre que, imagen imperfecta y pecadora, tiene necesidad de esta imagen perfecta, a saber, de Cristo, para descubrir y realizar su destino original: bajo la acción del Señor se transforma, en efecto, el cristiano de gloria en gloria en esta imagen del Hijo, primogénito de una multitud de hermanos (2Cor 3,18; Rom 8,29).

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Hipócrita

Como los profetas (p.e., Is 29,13) y loe sabios (p.e., Eclo 1,28s; 32,15; 36,20), pero con un vigor incomparable, puso Jesús al descubierto las raíces y las consecuencias de la hipocresía fijándose especialmente en los fariseos. Son evidentemente hipócritas aquellos cuya conducta no expresa los pensamientos del corazón; pero al mismo tiempo son calificados de ciegos por Jesús (comp. Mt 23,25 y 23,26).

Parece que hay una relación que justifica el paso de un sentido al otro: el hipócrita, a fuerza de querer engañar a los otros, se engaña a sí mismo y se vuelve ciego para con su propio estado, siendo incapaz de ver la luz.

1. El formalismo del hipócrita. La hipocresía religiosa no es sencillamente una mentira; engaña al prójimo para conquistar su estima a partir de gestos religiosos cuya intención no es simple. El hipócrita parece obrar para Dios, pero en realidad obra para sí mismo. Las prácticas más recomendables, limosna, oración, ayuno se pervierten así por la preocupación de «hacerse notar» (Mt 6,2.5.16; 23,5). Este hábito de establecer cierta distancia entre el corazón y los labios induce a disimular intenciones malignas, como cuando con el pretexto de una cuestión jurídica se quiere poner una asechanza a Jesús (Mt 22,18; cf. Jer 18,18). El hipócrita, deseoso de quedar bien, de «salvar el rostro», sabe elegir entre los preceptos o disponerlos con una casuística sutil: así puede filtrar el mosquito y tragarse el camello (Mt 23,24) o encauzar las prescripciones divinas en favor de su rapiña o de su intemperancia (23,25): «¡ Hipócritas!, bien profetizó de vosotros Isaías cuando dijo: Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí» (15,7).

2. Ciego que se engaña a sí mismo. El formalismo se puede curar, pero la hipocresía no está lejos del endurecimiento. Los «sepulcros blanqueados» acaban por tomar por verdad lo que quieren hacer creer a los otros: se creen justos (cf. Le 18,9) y se hacen sordos a todo llamamiento a la conversión. Como un actor de teatro (en gr. hypocrites), el hipócrita sigue representando su papel, tanto más cuanto más elevado rango ocupa y su palabra es obedecida (Mt 23,2s). La corrección fraterna es sana, pero ¿cómo podrá el hipócrita sacarse la viga que le tapa la vista, si sólo piensa en quitar la paja del ojo del vecino (1,4s; 23,3s)? Los guías espirituales son necesarios acá abajo, pero ¿no se ponen en lugar de Dios cuando sustituyen la ley divina por tradiciones humanas? Son ciegos que pretenden guiar a los otros (15,3-14), y su doctrina no es más que una mala levadura (Le 12,11. Ciegos, son incapaces de reconocer los signos del tiempo, es decir, de descubrir en Jesús al enviado de Dios, y todavía reclaman «un signo del cielos (Le 12,56; Mt 16,1ss); cegados por su propia malicia, no quieren saber nada de la bondad de Jesús, e invocan la ley del sábado para impedirle hacer el bien (Le 13,15); si osan imaginar que Belzebub es la causa de los milagros de Jesús, es que de un mal corazón no pueden salir buenas palabras (Mt 12,24.34). Para romper las puertas de su corazón los deja Jesús en mal lugar delante de los otros (Mt 23,Iss), denunciando su pecado radical, su podredumbre secreta (23,27s): esto es mejor que dejar compartir la suerte de los impíos (24,51; Le 12,46). Jesús utilizaba aquí sin duda el término arameo hanefa, que en el AT significa ordinariamente «perverso, impío»: el hipócrita está en trance de convertirse en impío. El cuarto evangelio traduce la apelación de hipócrita por la de ciego: el pecado de los judíos consiste en decir «nosotros vemos», siendo así que están ciegos (Jn 9,40). 3. El riesgo permanente de la hipocresía. Sería una ilusión pensar que la hipocresía es monopolio de los fariseos. Ya la tradición sinóptica extendía a la multitud la acusación de hipocresía (Lc 12,56; 13,15); Juan tiene presentes, a través de «los judíos», a los incrédulos de todos los tiempos. El cristiano, sobre todo si tiene función de guía, está también expuesto a hacerse hipócrita. Pedro mismo no esquivó este peligro en el episodio de Antioquía que le enfrentó con Pablo: su conducta era una clase de «hipocresía» (Gál 2,13). El mismo Pedro recomienda al creyente que sea simple en su vida como un recién nacido, sabiendo que la hipocresía lo acecha (1Pe 2,1s) y podría llevarlo a sucumbir en la apostasía (1Tim 4,2).

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Gustar

Gustar es a veces tomar un alimento (Jon 3,7; Col 2,21), pero es ante todo apreciar los sabores en todos los planos de nuestra experiencia (2Sa 19,36). La Biblia lo aplica al discernimiento de las virtudes morales y al conocimiento sabroso de Dios y de Cristo, delicias de nuestra vida acá abajo y en el cielo.

El discernimiento. El gusto engloba diversas formas de la sabiduría: destreza (1Sa 25,33), tacto (Prov 11,22), madurez de juicio (Prov 26,16). Al mismo tiempo que don de Dios (Sal 119,66). que puede volver a retirar (Job 12,20), es fruto de la edad y de la experiencia (Job 12,11s). Orienta la conducta del hombre en los terrenos más prácticos (Prov 31,18); sin embargo, su forma superior, el discernimiento del bien y del mal, no es un valor simplemente moral, sino ya religioso, a base de fe (Sal 119,66), y culmina en el atractiva hacia la palabra de Dios, que se halla suave (Ez 3,3), y hacia sus mandamientos (Sal 119,16; Rom 7,22).

La experiencia religiosa. Más allá del discernimiento de la sabiduría se halla la experiencia vivida del amor que Dios nos tiene. Las bendiciones temporales forman las delicias del justo del AT que obedece a la ley divina (Neh 9,25; Is 55,2). Saborea las delicias infinitamente variadas del maná (Sap 16,20s), experimenta cuán bueno es el Señor (Sal 34,9) y se adhiere, a él como a su único tesoro (Job 22,26).

En el NT toda la vida del bautizado es unión con Cristo resucitado, pero la recepción del bautismo comporta la experiencia sabrosa de tener definitivamente acceso a los bienes celestes de la salvación: la participación en el Espíritu Santo, la palabra del Evangelio asimilada por la fe, las manifestaciones del poder de Dios que crea ya el mundo nuevo (Heb 6,4s). Todo esto es la prenda sobre eminente de la bondad de Dios (1Pe 2,3). Esta dulzura nos viene de la amargura de la muerte que gustó Jesús (Heb 2,9) para ahorrarnos el gusto de la muerte eterna (Jn 8,52). Es un gusto anticipado de la bienaventuranza (Ap 2,17).

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Gracia

SENTIDO DE LA PALABRA. La palabra que designa la gracia (gr. kharis) no es pura creación del cristianismo; figura ya en el AT. Pero el NT fijó su sentido y le dio toda su extensión. La utilizó precisamente para caracterizar el nuevo régimen instaurado por Jesucristo y oponerlo a la economía antigua: ésta estaba regida por la ley, aquélla lo está por la gracia (Rom 6,14s; Jn 1,17).

La gracia es el don de Dios que contiene todos los demás, el don de su Hijo (Rom 8,32), pero no es sencillamente el objeto de este don. Es el don que irradia de la generosidad del dador y envuelve en esta generosidad a la criatura que lo recibe. Dios da por gracia, y el que recibe su don halla cerca de él gracia y complacencia.

Por una coincidencia significativa, la palabra hebrea y la palabra griega, traducidas en latín por gratia y en español por gracia, se prestan a designar a la vez la fuente del don en el que da y el efecto del don en el que recibe. Es que el don supremo de Dios no es totalmente ajeno a las relaciones con que los hombres se unen entre sí, además de que existen entre él y nosotros nexos que revelan en nosotros su imagen. Mientras que el hebreo hen designa en primer lugar el favor, la benevolencia gratuita de un personaje de alta posición, y luego la manifestación concreta de este favor, demostrado por el que da y hace gracia, recogido por el que recibe y halla gracia, y, por fin, el encanto que atrae las miradas y se granjea el favor, el griego kharis, con un proceso casi inverso, designa en primer lugar la seducción que irradia la belleza, luego la irradiación más interior de la bondad, finalmente los dones que manifiestan esta generosidad.

LA GRACIA EN LA ANTIGUA ALIANZA. La gracia, revelada y dada por Dios en Jesucristo, está presente en el AT, como una promesa y como una esperanza. En diversas formas, con nombres variados, pero uniendo siempre al Dios que da con el hombre que recibe, por todas partes aparece la gracia en el AT. La lectura cristiana del AT tal como la propone san Pablo a los Gálatas, consiste en reconocer en la antigua economía los gestos y los rasgos del Dios de la gracia.

La gracia en Dios. Dar y perdonar, derramar por todas partes su generosidad, inclinarse con atención y emoción hacia los más pobres y los más desgraciados, es el retrato mismo de Dios, por lo cual él mismo se define así: «Yahveh, Dios de ternura y de gracia, tardo a la ira y rico en misericordia y fidelidad» (Ex 34,6). En Dios la gracia es a la vez misericordia que se interesa por la miseria (hen), fidelidad generosa a los suyos (hesed), solidez inquebrantable en sus compromisos (emes), adhesión de corazón y de todo el ser a los que ama (rahamim), justicia inagotable (sedeq), capaz de garantizar a todas sus criaturas la plenitud de sus derechos y de colmar todas sus aspiraciones. Que Dios pueda ser la paz y el gozo de los suyos, es efecto de su gracia: «¡Cuán preciosa es tu gracia (hesed), oh Dios! Los hombres se refugian a la sombra de tus alas, se sacian de la sobreabundancia de tu casa y los abrevas en el torrente de tus delicias» (Sal 36, 8ss), «porque tu gracia (hesed) es mejor que la vida» (63,4). La vida, el más precioso de todos los bienes, palidece ante la experiencia de la generosidad divina, fuente inagotable. La gracia de Dios puede ser, pues, una vida, más rica y más plena que todas nuestras experiencias.

Las manifestaciones de la gracia divina. La generosidad de Dios se derrama sobre toda carne (Eclo 1, 10), su gracia no es un tesoro guardado codiciosamente. Pero el signo esplendente de esta generosidad es la elección de Israel. Es una iniciativa totalmente gratuita, no justificada en el pueblo elegido por ningún mérito, por ningún valor antecedente, ni por el número (Dt 7,7), la buena conducta (9,4), el «vigor de (su) mano» (8,17), sino únicamente por «el amor a vosotros y la fidelidad al juramento hecho a vuestros padres» (7,8; cf. 4,37). Como punto de partida de Israel sólo hay una explicación, la gracia del Dios fiel que guarda su alianza y su amor (7,9). El símbolo de esta gracia es la tierra que da Dios a su pueblo, «país de torrentes y de manantiales» (8,7), «de montañas y de valles regados por la lluvia del cielo» (11,11), «ciudades que tú no has construido… casas que tú no has llenado, pozos que tú no has excavado» (6,10s).

Esta gratuidad no carece de fin, no vuelca ciegamente las riquezas con las que no sabe qué hacer. La elección tiene por fin la alianza; la gracia que escoge y que da es un gesto de conocimiento, se adhiere a aquel que escoge y aguarda de él una respuesta, el reconocimiento y el amor: tal es la predicación del Deuteronomio (Dt 6,5.12s: 10,12s; 11,1). La gracia de Dios quiere tener asociados, pide un intercambio, una comunión.

La gracia de Dios sobre sus elegidos. La palabra que sin duda traduce mejor el efecto producido en el hombre por la generosidad de Dios, es el de bendición. La bendición es mucho más que una protección exterior, en el que la recibe mantiene la vida, el gozo, la plenitud de la fuerza, establece entre Dios y su criatura un contacto personal, hace que se posen sobre el hombre la mirada y la sonrisa de Dios, la irradiación de su rostro y de su gracia (hen, Núm 6,25), y esta relación tiene algo de vital, afecta a la potencia creadora. Al padre corresponde bendecir, y si la historia de Israel es la de una bendición destinada a todas las naciones (Gén 12,3), es porque Dios es padre y plasma el destino de sus hijos (Is 45,10ss). La gracia de Dios es un amor de padre y crea hijos. Como esta bendición es la del Dios santo, el vínculo que establece con sus elegidos es el de una consagración. La elección es llamamiento a la santidad y promesa de vida consagrada (Éx 19,6; Is 6,7; Lev 19,2). A esta respuesta filial, a esta consagración de la vida y del corazón se niega Israel (cf. Os 4,1s; Is 1.4; Jer 9,4s). «Como mana el agua en un pozo, así mana en (Jerusalén) la maldad» (Jer 6,7: cf. Ez 16; 20). Entonces Dios piensa hacer en el hombre algo de lo que el hombre es radicalmente incapaz, y hacer que el hombre mismo sea su autor. De una Jerusalén corrompida hará una ciudad justa (Is 1,21-26), de corazones incurablemente rebeldes (Jer 5,1ss) hará corazones nuevos, capaces de conocerle (Os 2,21; Jer 31,31). Esto será obra de su Espíritu (Ez 36, 27); será el advenimiento de su propia justicia en el mundo (Is 45,8. 24: 51.6).

LA GRACIA DE DIOS SE REVELÓ EN JESUCRISTO. La venida de Jesucristo muestra hasta dónde puede llegar la generosidad divina: hasta darnos a su propio Hijo (Rom 8,32). La fuente de este gesto inaudito es una mezcla de ternura, de fidelidad y de misericordia, por la que se definía Yahveh, y a la que el NT dará el nombre específico de gracia, kharis. El deseo de la gracia de Dios (casi siempre acompañada de su paz, asociándose así el gran saludo semítico con el ideal típicamente griego de la kharis) encabeza casi todas las cartas apostólicas y muestra que para los cristianos la gracia es el don por excelencia, el que resume toda la acción de Dios y todo lo que podemos desear a nuestros hermanos.

En la persona de Cristo «nos han venido la gracia y la verdad» (Jn 1, 17). las hemos visto (1.14) y. Por el mismo caso, hemos conocido a Dios en su Hijo único (1,18). Así como hemos conocido que «Dios es amor» (Un 4,8s), así, al ver a Jesucristo, conocemos que su acción es gracia (Tit 2,11; cf. 3,4).

Si bien la tradición evangélica común a los sinópticos no conoce la palabra, sin embargo, es plenamente consciente de la realidad. También para ella es Jesús el don supremo del Padre (Mt 21.37 p), entregado por nosotros (26,28). La sensibilidad de Jesús a la miseria humana, su emoción ante el sufrimiento, traducen por otra parte la misericordia y la ternura por las que se definía el Dios del AT. Y san Pablo, para animar a los corintios a la generosidad, les recuerda «la liberalidad (kharis) de Jesucristo…, cómo de rico que era se hizo pobre por vosotros» (2Cor 8,9).

GRACIA Y ELECCIÓN. Si la gracia de Dios es el secreto de la redención, es también el secreto de la forma concreta cómo la recibe y la vive cada cristiano (Rom 12,6; Ef 6,7) y cada Iglesia. Las iglesias de Macedonia han recibido la gracia de la generosidad (2Cor 8,1s), los filipenses han recibido su parte de la gracia del apostolado (Flp 1,7; cf. 2Tim 2,9), que explica toda la actividad de Pablo (Rom 1,5; cf. 1Cor 3,10: Gál 1,15; Ef 3,2).

A través de la variedad de los carismas se revela la elección, elección venida de Dios antes de todas las opciones humanas (Rom 1,5; Gál 1,15), que introduce en la salvación (Gál 1,6; 2Tim 1,9), que consagra a una misión propia (1Cor 3,10; Gál 2,8s).

Esta gracia no es sólo la elección inicial, es en los apóstoles la fuente inagotable de su actividad (Act 14,26; 15,40); hace de Pablo todo lo que es y hace en él todo lo que él hace (1Cor 15,10). tanto que lo más personal en él, «lo que yo soy», es precisamente la obra de esta gracia. Como es en él principio de transformación y de acción, requiere su colaboración, y Pablo, «investido de este ministerio, no flaquea» (2Cor 4, 1), atento siempre a «obedecer a la gracia» (2Cor 1,12) y a «responderle» (Rom 15,15; cf. Flp 2,12s). Jamás falta esta gracia: siempre «basta», aun en las mayores estrecheces, pues entonces es cuando brilla su poder (2Cor 12,9).

GRATUIDAD DE LA GRACIA. El rasgo específicamente paulino de la gracia, el que le induce a repetir constantemente la palabra como un estribillo, es su gratuidad. La salvación es don de Dios, no salario merecido por un trabajo (Rom 4,4; 11,6), ni siquiera por la fidelidad integral a la ley (Gál 2,21; Rom 4, 16). Es, por el contrario, la revelación de la generosidad soberana del Padre que, habiendo dado a su Hijo unigénito (Rom 8,32), hace don a los hombres de la justicia (Rom 4,5; 5, 17.21; 3,24), y triunfa de su egoísmo haciendo que «sobreabunde la gracia donde se había multiplicado el pecado» (Rom 5,15ss). Esta generosidad divina sólo se percibe por la fe, única capaz de reconocerla y acogerla; pero la misma fe es todavía fruto de la gracia (Ef 2,8).

GRACIA Y JUSTIFICACIÓN. La generosidad de Dios consiste en poner frente a él un ser que constituya su gozo. A esto llama Pablo la justificación, estado del hombre capaz de parecer delante de Dios. Ahora bien, ésta es puro efecto de la gracia (Rom 3,24). En un vocabulario diferente, en que está ausente la palabra justicia, pero en el que se puso de intento la palabra gracia, sugiere Lucas este gozo divino frente a Jesús (Lc 2,40.52) y frente a María (1,28.30). Se diría que esta gracia es a la vez la benevolencia divina que los designa y los envuelve, y el atractivo que por este mismo hecho ejercen, si podemos permitirnos la expresión, en Dios y también en los hombres (2,52; cf. 4,22). Sin duda, a la gracia de que está colmada María (1,28) hay que dar esta plenitud de sentido: a la vez privilegiada de la generosidad de Dios y llena ante sus ojos de un valor único.

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Gozo

La revelación del Dios creador y salvador provoca en el hombre un gozo desbordante. ¿Cómo contemplar la creación sin proclamar: «Yo tengo mi gozo en Yahveh» (Sal 104, 34) y sin desear que Dios se regocije en sus obras (104,31)? Frente a Dios, que actúa en la historia, el gozo invade al que no es insensato (92,5ss) haciéndose comunicativo: «Venid, gritemos de alegría a Yahveh…, la roca de nuestra salvación (95,1); «Alégrense los cielos y salte de júbilo la tierra… ante Yahveh, pues viene» (96,1lss). Y si viene, es para invitar a sus siervos fieles a entrar en su propio gozo y para abrirles el acceso al mismo (Mt 25,21).

AT. I. LAS ALEGRÍAS DE LA VIDA. Las alegrías de la vida humana son un elemento de las promesas de Dios (Dt 28,3-8; Jer 33,11), que castiga la infidelidad con su privación (Dt 28,30-33.47s; Jer 7,34; 25,10s). El humilde gozo que el hombre halla con la mujer que ama (Ecl 9,9), en el fruto de su trabajo (3,22), alimentándose y divirtiéndose un poco (2, 24; 3,12s) resiste a la crítica despiadada del mismo Eclesiastés, que alaba este gozo, con el cual puede el hombre olvidar las calamidades de la vida; es la parte que Dios le otorga (5,16-19). En efecto, el vino fue creado para proporcionar alegría (Jue 9,13; Sal 104,15) a quien lo usa con moderación (Eclo 31,27); así la vendimia misma es tiempo de alegría (Is 16,10), al igual que la siega (mies) (Sal 126,5s). En cuanto al gozo de que una mujer colma a su marido con su gracia y su virtud (Prov 5,18; Eclo 26,2.13), es la imagen de los goces más altos (Is 62,5); para los esposos la fecundidad es causa de júbilo (1Sa 2,1.5; Sal 113,9; cf. Jn 16,21), sobre todo si su hijo es bueno (Prov 10,1).

Además de las alegrías ruidosas de los grandes días, coronación del rey (1Re 1,40), victoria (1Sa 18,6) o regreso de prisioneros (Sal 126,2s), hay otras que no se pueden comunicar a un extraño (Prov 14,10). El sabio conoce el valor de esta alegría del corazón, que es incluso factor de buena salud (Prov 17,22) y a la que se puede contribuir con una buena palabra (12,25) o con una mirada benévola (15,30). Dios condena sólo los goces perversos, los que se persiguen haciendo mal (2,14), en particular la alegría maligna que la desgracia del justo procura a sus enemigos (Sal 13,5; 35,26).

II. LAS ALEGRÍAS DE LA ALIANZA. Dios, de quien vienen las sanas alegrías de la vida, ofrece a su pueblo otras más altas: las que ha de hallar en la fidelidad a la alianza.

1. Alegrías del culto comunitario. En el culto halla Israel el gozo de alabar a Dios (Sal 33,1), que se ha dignado ser su rey (Sal 149,2) y que le invita a regocijarse en su presencia (Dt 12,18); gusta también la suavidad de una reunión fraterna (Sal 133). Halla así el medio de resistir a la tentación de los cultos cananeos, cuyos ritos sensuales son abominados por Dios (Dt 12,30s; 23,18s). Las fiestas se celebran en un clima de entusiasmo y de júbilo (Sal 42,5; 68,4s; 100,2) y recuerdan al pueblo «el día que ha hecho el Señor para su gozo y su alegría» (Sal 118,24); algunas de estas celebraciones han hecho época, por ejemplo, la pascua de Ezequías (2Par 30, 21-26), la del retorno del exilio (Esd 6,22) y sobre todo la fiesta de los tabernáculos, en que Esdras, después de haber hecho leer la ley, proclamó: «Este día es santo… No os aflijáis: el gozo de Yahveh es nuestra fuerza» (Neh 8,10). Para fomentar este gozo plenario prescribe la ley al pueblo que vaya a surtirse en la fuente, reuniéndose en Jerusalén para las tres fiestas anuales a fin de obtener las bendiciones divinas (Lev 23,40; Dt 16,11.14s). En esta fuente desea Dios que todas las naciones vayan a proveerse (Is 56,6s).

2. Gozos de la fidelidad personal. Este gozo, ofrecido a todos, es la parte de los humildes, que constituyen el verdadero pueblo de Dios (Sal 149,4s); como Jeremías, devoran la palabra divina, que es la alegría de su corazón (Jer 15,16); ponen su gozo en Dios (Sal 33,21; 37,4; Jl 2, 23) y en su ley (Sal 19,9), que es su tesoro (119,14.111.162) y que constituye sus delicias en medio de la angustia (119,143); estos humildes buscadores de Dios pueden, pues, regocijarse (34,3; 69,33; 70,5; 105, 3), justificados como están por la gracia (32,10s) y por la misericordia de Dios (51,10.14). Su unión confiada con este Señor, que es su único bien (16,2; 73,25.28), les hace entrever perspectivas de gozo eterno (16,9ss), del cual es un gusto anticipado su intimidad con la sabiduría divina (Sab 8,16).

3. Gozos escatológicos. Israel vive, en efecto, en la esperanza. Si el culto le recuerda las altas gestas de Dios, y en primer lugar el Éxodo, es para hacerle desear un nuevo éxodo en el que se revele el Dios sin igual, salvador universal (Is 45,5.8.21s). Entonces será el gozo mesiánico, cuya superabundancia anunciaba Isaías (9, 2); el desierto exultará (35,1); ante la acción de Dios gritarán los cielos de alegría, la tierra se gozará (44, 23; 49,13), al paso que los cautivos liberados llegarán a Sión dando gritos de alegría (35,9s; 51,11) para ser allí revestidos de salud y de justicia (61,10) y para gustar el gozo eterno (61,7) que colmará su esperanza (25, 9). Entonces los servidores de Dios cantarán, lleno el corazón de gozo, en una creación renovada, porque Dios creará a Jerusalén «gozo» y a su pueblo «alegría», a fin de regocijarse en ellos y de procurar a todos un júbilo sin fin (65,14.17ss; 66,10). Tal es el gozo que Jerusalén aguarda de su Dios, el santo y el eterno, cuya misericordia va a salvarla (Bar 4, 22s.36s; 5,9). El artífice de esta obra de salvación es su rey, que viene a ella en humildad; acójalo ella en la exultación (Zac 9,9).

NT. I. EL GOZO DEL EVANGELIO. Este rey humilde es Jesucristo, que anuncia a los humildes el gozo de la salvación y se lo da con su sacrificio.

1. El gozo de la salvación anunciado a los humildes. La venida del salvador crea un clima de gozo que ha hecho sensible Lucas, más que los otros evangelistas. Aun antes de que se regocijen con su nacimiento (Lc 1, 14), en la visita de María salta de gozo el precursor en el seno de su madre (1,41.44); y la Virgen, a la que la salutación del ángel había invitado a la alegría (1,28: gr. khaire = alégrate), canta con tanto gozo como humildad al Señor que se ha hecho su hijo para salvar a los humildes (1,42.46-55). El nacimiento de Jesús es un gran gozo para los ángeles que lo anuncian y para el pueblo al que viene a salvar (2,10.13s; cf. Mt 1, 21); este nacimiento colma la esperanza de los justos (Mt 13,17 p) que, como Abraham, exultaban ya al pensar en él (Jn 8,56).

En Jesús está ya presente el reino de Dios (Mc 1,15 p; Lc 17.21); Jesús es el esposo cuya voz arrebata de gozo al Bautista (Jn 3,29) y cuya presencia no permite a sus discípulos ayunar (Lc 5,34 p). Éstos tienen la alegría de saber que sus nombres están escritos en los cielos (10,20), porque son del número de los pobres, a los que pertenece el reino (6,20 p), tesoro por el cual se da todo con alegría (Mt 13,44); y Jesús les ha enseñado que la persecución, confirmando su certeza, debía intensificar su alegría (Mt 5,10ss p).

Los discípulos tienen razón de regocijarse de los milagros de Jesús que atestiguan su misión (Lc 19,37ss); pero no deben poner su alegría en el poder milagroso que Cristo les comunica (10,17); no es sino un medio, destinado no a procurar una vana alegría a hombres como Herodes, curioso de lo maravilloso (23,8). Sino a hacer que sea Dios alabado por las almas rectas (13,17) y a atraer a los pecadores al salvador, disponiéndolos a acogerlo con alegría y a convertirse (19,6.9). De esta conversión se regocijarán los discípulos como buenos hermanos (15,32), como se regocijan en el cielo el Padre y los ángeles (15,7.10.24), como se regocija el buen pastor, cuyo amor ha salvado a las ovejas extraviadas (15,6; Mt 18,13). Pero para compartir su gozo hay que amar como él ha amado.

2. El gozo del Espíritu, fruto de la cruz. En efecto, Jesús, que había exultado de gozo porque el Padre se revelaba por él a los pequeños (Lc 10,21s), da su vida por estos pequeños, sus amigos, a fin de comunicarles el gozo, cuya fuente es su amor (Jn 15,9-15), mientras que al pie de su cruz sus enemigos ostentan su alegría maligna (Lc 23,35ss). Por la cruz va Jesús al Padre; los discípulos deberían regocijarse de ello si le amaran (Jn 14,28) y si comprendieran el fin de esta partida, que es el don del Espíritu (16,7). Gracias a este don vivirán de la vida de Jesús (14,16-20) y, porque pedirán en su nombre, obtendrán todo del padre; entonces su tristeza se cambiará en gozo, su gozo será perfecto y nadie se lo podrá quitar (14,13s; 16,20-24).

Pero los discípulos comprendieron tan poco que la pasión conduce a la resurrección, y la pasión destruye de tal manera su esperanza (Lc 24,21) que el gozo de la resurrección les parece increíble (24,41). Sin embargo, cuando el resucitado, después de haberles mostrado las Escrituras cumplidas y de haberles prometido la fuerza del Espíritu (24,44.49; Act 1,8) sube al cielo, experimentan gran gozo (Lc 24,52s); la venida del Espíritu la hace tan comunicativa (Act 2,4.11) como inquebrantable: «están llenos de gozo de ser juzgados dignos de sufrir por el nombre» del salvador, cuyos testigos son (Act 5, 41; cf. 4,12; Lc 24,46ss).

II. EL GOZO DE LA VIDA NUEVA. La palabra de Jesús produjo su fruto: los que creen en él tienen en sí mismos la plenitud de su gozo (Jn 17,13); su comunidad vive en una alegría sencilla (Act 2,46) y la predicación de la buena nueva es en todas partes fuente de gran alegría (8,8); el bautismo llena a los creyentes de un gozo que viene del Espíritu (13,52; cf. 8,39; 13,48; 16,34) y que hace que los apóstoles canten en medio de las peores pruebas (16,23ss).

Las fuentes del gozo espiritual. El gozo es, en efecto, fruto del Espíritu (Gál 5,22) y una nota característica del reino de Dios (Rom 14, 17). No se trata del entusiasmo pasajero que suscita la palabra y que destruye la tribulación (cf. Mc 4,16), sino del gozo espiritual de los creyentes que, en la prueba, son ejemplo (1Tes 1,6s) y que, con su gozosa generosidad (2Cor 8,2; 9,7), con su perfección (2Cor 13,9), con su unión (Flp 2,2), con su docilidad (Heb 13, 17) y su fidelidad a la verdad (2Jn 4; 3Jn 3s) son ahora y serán en el día del Señor el gozo de sus apóstoles (1Tes 2,19s).

La caridad que hace comulgar a los creyentes en la verdad (1Cor 13, 6) les procura un gozo constante alimentado por su oración y su acción de gracias incesantes (I1Tes 5,16; F1p 3,1; 4,4ss). ¿Cómo dar gracias al Padre por haber sido transferidos al reino de su Hijo muy amado, sin experimentar alegría (Col 1,11ss)? Y la oración. asidua es fuente de gozo y alegría porque la anima la esperanza y porque el Dios de la esperanza responde a ella colmando de gozo al creyente (Rom 12,12; 15, 13). También Pedro invita a éste a bendecir a Dios con exultación; su fe, probada por la aflicción, pero segura de obtener la salvación, le procura un gozo inefable, que es un gusto anticipado de la gloria (1Pe 1,3-9).

El testimonio del gozo en la prueba. Pero este gozo no pertenece sino a la fe probada. Para disfrutar de alegría cuando se revele la gloria de Cristo, es preciso que su discípulo se regocije en la medida en que participe de sus sufrimientos (1Pe 4, 13). Como su maestro, prefiere acá abajo la cruz al gozo (Heb 12,2); acepta con gozo verse despojado de sus bienes (Heb 10,34), teniendo por gozo supremo verse puesto a prueba en todas las formas (Sant 1,2). Para los apóstoles como para Cristo, la pobreza y la persecución conducen al gozo perfecto. Pablo, en su ministerio apostólico, saborea este gozo de la cruz; es un elemento de su testimonio: los ministros del Señor, «afligidos», están «siempre gozosos» (2Cor 6,10). El apóstol sobreabunda de gozo en sus tribulaciones (2Cor 7,4); con un desinterés total, se regocija con tal que se anuncie a Jesucristo (Flp 1,17s) y halla su gozo en sufrir por sus fieles y por la Iglesia (Col 1,24). Invita incluso a los filipenses a compartir el gozo que experimentaría él en derramar su sangre como supremo testimonio (Flp 2,17s).

Conclusión. La comunión en el gozo eterno. Pero la prueba tendrá fin, y Dios vengará la sangre de sus servidores juzgando a Babilonia, que se ha embriagado de ella; entonces habrá alegría en el cielo (Ap 18,20; 19,1-4), donde se celebrarán las nupcias del cordero; los que tomen parte en ellas darán gloria a Dios en la alegría (19,7ss). Tendrá lugar la manifestación y el despliegue del gozo perfecto, que desde ahora es la parte de los hijos de Dios; porque el Espíritu que les ha sido dado los hace comulgar con el Padre y con su Hijo Jesucristo (Jn 1,2ss; 3,1s.24).

Todos los derechos: Vocabulario de teología bíblica, X. Léon-Dufour

Fuerza

La Biblia entera habla de fuerza y sueña con ella, al mismo tiempo que anuncia la caída final de los violentos y la promoción de los pequeños. Esta paradoja se desarrolla hasta la predicación de la cruz, donde lo que parece «debilidad de Dios» es proclamado más fuerte que el hombre (1Cor 1,25). Así el gigante Goliat, «hombre de guerra desde su juventud», que se yergue con su espada, su lanza y su venablo, es vencido por David, muchacho rubio, provisto de una honda y cinco piedras, pero que avanza en nombre de Yahvelí (1Sa 17,45). Y Pablo caracteriza así el método divino: «lo débil del mundo lo ha escogido Dios para confundir a los fuertes» (1Cor 1,27).

No se trata de una apología de la debilidad, sino de una glorificación de la «fuerza de Dios para la salvación del creyente» (Rom 1,16). Con estas palabras no quiere Pablo, como lo hará más tarde el Islam, exaltar un poder divino por encima de la nada de los mortales; opone la fuerza que halla el hombre en Dios a la impotencia en que se encuentra sin Dios; con Dios, luchará uno victoriosamente contra mil (Jos 23,10; Lev 26,8); sin Dios, se verá uno obligado a huir al ruido de una hoja seca (Lev 26,36). «Con Dios haremos proezas», canta el salmista (Sal 60, 14). «Todo lo puedo en aquel que me hace fuerte», exclama san Pablo (Flp 4,13).

LA FUERZA DE LOS ELEGIDOS DE DIOS. 1. La fuerza que impone. El israelita sueña con la fuerza porque sueña con imponerse en forma duradera al mundo que le rodea: «Seas fuerte en Efrata, desearán a Booz; tengas renombre en Belén» (Rut 4,11). La fuerza que ayuda a imponerse es en primer lugar la fuerza de los brazos (Sal 76,6) y de los lomos (Sal 93,1), la de las rodillas que no flaquean, del corazón que se mantiene firme en la lucha (Sal 57,8); es también la fuerza que representa la potencia vital de un ser, su salud y su fecundidad (Gén 49,3); o también su potencia económica, esa que Israel consume pagando tributo o comprándose aliados (Os 7,9; Is 30,6). Finalmente, si es escandalosa la fuerza que sacan los malos de sus riquezas (Job; Sal 49,73), por el contrario, la virtud, por ejemplo la de la «mujer fuerte» (Prov 31.10-31), es digna de elogio.

Puesto que se trata de imponerse al exterior, ser fuerte significa en realidad «ser más fuerte que». El fuerte opone al enemigo la resistencia de la piedra, del diamante (Ez 3,9), del bronce (Job 6,12), la resistencia de la roca, a la que no hace mella el asalto furioso de los mares (Sal 46,3s), la resistencia de la ciudadela inexpugnable (Is 26,5), del nido encaramado a alturas inaccesibles (Abd 3). El fuerte se mantiene en pie, mientras que el débil se tambalea y cae, tendido como muerto: «Yahveh es mi roca, mi baluarte… Mi ciudadela, mi refugio… Un Dios que me ciñe de fuerza y me mantiene en pie sobre las alturas» (Sal 18;62, 3). Esta fuerza de oposición no puede ser puramente defensiva. En la lucha por la vida es uno vencedor o vencido: no hay soluciones intermedias. Ei ungido de Yahveh, al que la fuerza divina ayuda a mantenerse en pie frente a un mundo coligado, verá al fin rodar a sus pies a todos sus enemigos (Sal 18,48), sin que ninguno de ellos pueda escaparle (Sal 21,9). A juzgar por la insistencia de los salmos reales, se impone esta verdad: no hay paz sin victoria total y definitiva.

2. La fuerza al servicio de Dios. Si Israel sueña así con la fuerza, lo hace con miras a realizar el plan de Dios. De lo contrario, ¿cómo hubiera podido Josué conquistar la tierra de Canaán (Jos 1,6) y cómo hubiera podido el pueblo alcanzar la salvación (Is 35,3s)? No hará falta menos fuerza, aunque en otro plano, para tener parte en el reino del NT, «corroborados en toda virtud por el poder de la gloria, para el ejercicio alegre de la paciencia y de la longanimidad» (Col 1,11). La fuerza necesaria al cristiano aparece también como potencial de vida y como oposición victoriosa. Siendo participación de la fuerza misma de Cristo resucitado, que está sentado a la diestra de Dios Padre (Ef 1,19s), hace del cristiano vencedor del mundo (Jn 5,5), dándole dominio sobre todo poder del mal (Mc 15,17s), primero en sí mismo (Jn 2,14; 5,18) (en lo cual no insistía en absoluto el AT), y luego en torno a él. El Espíritu del Señor es poder de resurrección también para nosotros (Flp 3,10s), fortifica en nosotros al hombre interior (Ef 3,16), hasta permitirnos entrar por nuestra plenitud en la plenitud misma de Dios (3,19).

LA FUERZA EN LA DEBILIDAD. El hombre no posee en sí mismo la fuerza que pueda proporcionarle la salvación: «No es la muchedumbre de los ejércitos la que salva al rey… Vano es para la salvación el caballo» (Sal 33,16s). Esta confesión de impotencia es sin duda un lugar común en toda oración. Los mortales, desarmados frente a un mundo más fuerte que ellos, tratan de poner de su lado el poder de los dioses. Pero la Biblia se guarda bien de proporcionar así al hombre recetas eficaces para compensar su impotencia natural. Dios es quien nos requiere para su servicio; si hace al hombre fuerte, es para que cumpla su voluntad y realice su designio (Sal 41,10; 2Cor 13,8).

Ahora bien, ya se trate de la fuerza o de otros dones de Yahveh, Israel acaba por olvidar su origen, apropiándoselos y haciéndose independiente de aquél, del que ha recibido todo: «Guárdate de decir: la fuerza, el vigor de mi brazo son los que me han procurado este poder» (Dt 8,17). Mantener el equívoco sería abrir el camino para renegar de Dios. Así Yahveh, para dar a entender que no se es fuerte sino por él y en él, se escoge hombres de apariencia modesta, pero cuyo corazón está seguro (1Sa 16,7), con preferencia a personas que, como Saúl, sobresalen de entre todos, de los hombres arriba (1Sa 10.23). Quiere obrar con medios humanos de lo más humildes: «el pueblo que ha venido contigo es demasiado numeroso para que yo les entregue a Madián en las manos. Israel podría gloriarse a mis expensas y decir: mi propia mano me ha liberado» (Jue 7,2; Is 30,15ss). Así, el Señor revela a Pablo: «Mi gracia te basta, pues mi fuerza se despliega en la flaqueza» (2Cor 12,9).

En efecto, su gloria no puede resplandecer de otra manera. Cuando el hombre no puede ya nada, entonces interviene Dios (Is 29,4), de tal manera que resulte bien claro que él solo ha obrado. No hace el menor caso del orden de grandeza de las realidades naturales: volcando su desprecio sobre los príncipes (Sal 107,40), hace, pues, sentar a su lado al pobre, al que ha levantado del polvo (Sal 113,7). Halla su gloria en la exaltación de su siervo que, desechado por la sociedad, se niega a defenderse por sus propias fuerzas y sólo espera la salvación de Dios; la manifiesta en su plenitud en la resurrección de Jesús crucificado, misterio cuya predicación constituye el mensaje mismo de la potencia de Dios (1Cor 1,18).

La humildad cristiana es la de María en el Magníficat. No se reduce al sentimiento de la debilidad de criatura, o de pecador, sino que es al mismo tiempo toma de conciencia de una fuerza que procede enteramente de Dios: «Este tesoro lo llevamos en vasos de arcilla, para que se vea bien que este poder extraordinario pertenece a Dios y no viene de nosotros» (2Cor 4,7).

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Fuego

Desde la elección de Abraham el signo del fuego resplandece en la historia de las relaciones de Dios con su pueblo (Gén 15,17). Esta revelación bíblica no tiene la menor relación con las filosofías de la naturaleza o con las religiones que divinizan el fuego. Sin duda Israel comparte con todos los pueblos antiguos la teoría de los cuatro elementos; pero, en su religión, el fuego tiene sólo valor de signo, que hay que superar para hallar a Dios. En efecto, cuando Yahveh se manifiesta «en forma de fuego», ocurre esto siempre en el transcurso de un diálogo personal; por otra parte, este fuego no es el único símbolo que sirve para traducir la esencia de la divinidad: o bien se halla asociado con símbolos contrarios, como el soplo o hálito, el agua o el viento, o bien se transforma en luz.

AT. TEOFANÍAS. 1. En la experiencia fundamental del pueblo en el desierto, el fuego presenta a la santidad divina en su doble aspecto, atractivo y temeroso. En el monte Horeb, Moisés es atraído por el espectáculo de la zarza ardiente que no es «devorada» por el fuego; pero la voz divina le notifica que no puede aproximarse si Dios no lo llama y si él no se purifica (Ex 3,2s). En el Sinaí humea la montaña bajo el fuego que la rodea (19,18), sin que por ello quede destruida; mientras que el pueblo tiembla de pavor y no debe acercarse, Moisés se ve, en cambio, llamado a subir cerca de Dios, que se revela. Así, cuando Dios se manifiesta como un incendio devorador, no lo hace para consumir todo lo que halla a su paso, puesto que llama a los que él vuelve puros.

Una experiencia ulterior hecha en el mismo lugar ayuda a percibir mejor el valor simbólico del fuego. Elías, el profeta semejante al fuego (Ecic 48,1), busca en el Sinaí la presencia de Yahveh. Después del huracán y del temblor de tierra, ve fuego; pero «Yahveh no estaba en el fuego»: aquí un símbolo inverso anuncia el paso de Dios: una brisa ligera (1Re 19,12). Así, cuando Elías sea arrebatado al cielo en un carro de fuego (2Re 2,11), este fuego no será sino un símbolo de tantos para expresar la visita del Dios vivo.

La tradición profética tiende también a situar en su lugar el signo del fuego en el simbolismo religioso. Isaías sólo ve humo en el momento de su vocación y piensa que va a morir por haberse acercado a la santidad divina; pero al salir de la visión sus labios han sido ya purificados por un tizón de fuego (Is 6). En la visión inaugural de Ezequiel la tormenta y el fuego se asocian al arco iris que brilla en las nubes, pero de allí surge una apariencia de hombre: esta evocación recuerda la nube luminosa del Éxodo más que la teofanía del Sinaí (Ez 1). En el apocalipsis de Daniel, el fuego forma parte del marco en que se manifiesta la presencia divina (Dan 7,10), pero, sobre todo, desempeña su papel en la descripción del juicio (7,11).

Las tradiciones deuteronómica y sacerdotal, al interpretar la teofanía del desierto precisaron el doble alcance del signo del fuego: revelación del Dios vivo y exigencia de pureza del Dios santo. Desde el fuego habló Dios (Dt 4,12; 5,4.22.24) y dio las tablas de la ley (9,10), a fin de hacer comprender que no hay lugar a representarlo con imágenes. Pero se trataba también de un fuego destructor (5,25; 18,16), aterrador para el hombre (5,5); sólo el elegido de Dios comprueba que ha podido afrontar su presencia sin morir (4, 33). Israel, una vez llegado a este estadio puede, sin exponerse a confundir a Dios con un elemento natural, mirar a su Dios como «un fuego devorador» (4,24; 6,15); la expresión no hace sino transponer el tema de los celos divinos (Éx 20,5; 34,14; Dt 5,9; 6,15). El fuego simboliza la intransigencia de Dios frente al pecado; devora al que encuentra: de la misma manera Dios respecto al pecador endurecido. No sucede lo mismo con sus elegidos, pero de todas formas, debe transformar a quien entra en contacto con él.

EN EL TRANSCURSO DE LA HISTORIA. 1. El sacrificio por el fuego. Una representación análoga de Dios fuego devorador, se descubre en el uso litúrgico de los holocaustos. En la consunción de la víctima, cuyo humo se elevaba luego hacia el cielo, expresaba quizás Israel su deseo de purificación total, aunque más seguramente su voluntad de anonadarse delante de Dios. Aquí también el fuego tiene sólo valor simbólico, y su uso no santifica cualquier rito: se prohíbe consumir por el fuego al hijo primogénito (Lev 18.21; cf. Gén 22, 7). Pero este valor simbólico tiene gran importancia en el culto: en el altar debe conservarse un fuego perpetuo (Lev 6,2-6), que no haya sido producido por mano de hombre: ¡ay del que osare sustituir el fuego de Dios por un fuego «profano»! (Lev 9,24-10,2). ¿No había intervenido Dios maravillosamente en ocasión de sacrificios célebres: Abraham (Gén 15.17). Gedeón (Jue 6,21), David (1Par 21,26), Salomón (2Par 7,1ss), Elías (1Re 18,38), por último el caso maravilloso de un agua estancada que se convierte en un nuevo fuego perpetuo (2Mac 1,18ss)? Por el fuego acepta Dios el sacrificio del hombre, para sellar con él una alianza cultual.

Los profetas y el fuego. El pueblo, que practicaba de buena gana sacrificios, no había, sin embargo, querido mirar al fuego del Sinaí. No obstante, el fuego divino desciende entre los hombres en la persona de los profetas, pero entonces se trata ordinariamente de vengar la santidad divina purificando o castigando. Moisés mitiga, como tamizándolo a través de un velo, el resplandor del fuego divino que brilla en su rostro (Ex 34,29); pero consume con el fuego el «pecado» que representaba el becerro de oro (Dt 9,21), y por el fuego se le venga a él de los que se rebelan (Núm 16,35), como en otro tiempo de los egipcios (Éx 9,23). Posteriormente Elías, como Moisés, parece disponer a su arbitrio del rayo para aniquilar a los soberbios (2Re 1,10-14): es una «tea viviente» (Eclo 48,1).

Los profetas escritores suelen anunciar y describir la ira de Dios como un fuego: castigo de los impíos (Am 1,4-2,5), incendio de las naciones pecadoras en un gigantesco holocausto que recuerda las liturgias cananeas de Tofet (Is 30,27- 33), incendio en el bosque de Israel, de modo que el pecado mismo se convierte en fuego (Is 9,17s; cf. Jer 15,14; 17,4.27). Sin embargo, el fuego no está sólo destinado a destruir: el fuego purifica; la existencia misma de los profetas, que no fueron consumidos, es una prueba de esto. El resto de Israel será como un tizón arrancado del fuego (Am 4,11). Si Isaías, cuyos labios fueron purificados por el fuego (Is 6,6), se pone a proclamar la palabra sin parecer atormentado por ello. Jeremías, en cambio, lleva en el corazón algo así como un fuego devorador que no puede contener (Jer 20,9) viniendo a ser el crisol encargado de probar al pueblo (6,27-30); es el portavoz de Dios que dijo: «¿No es mi palabra un fuego?» (23, 29). Así el último día los guías del pueblo han de convertirse en hachones de fuego en medio del rastrojo (Zac 12,6) para ejercer ellos mismos el juicio divino.

Sabiduría y piedad. Los individuos mismos sacan provecho de esta experiencia religiosa. Ya el segundo Isaías hablaba del crisol del sufrimiento que constituye el exilio as 48,10). Así !os sabios comparan los castigos que alcanzan al hombre, con los efectos del fuego. Job es semejante al desgraciado sublevado del desierto o a las víctimas del fuego de Elías (Job 1,16; 15,34; 22,20), que sufren el fuego así como las grandes aguas devastadoras (20,26. 28). Pero junto con este aspecto terrible del fuego vemos también su acción purificadora y transformadora. El fuego de la humillación o de la persecución prueba a los elegidos (Eclo 2,5; cf. Dan 3). El fuego viene a ser hasta el símbolo del amor que triunfa de todo: «el amor es una llama de Yahveh, las grandes aguas no pueden extinguirla» (Cant 8,6s); aquí se oponen uno a otro los dos símbolos mayores, fuego y agua; el que triunfa es el fuego.

AL FIN DE LOS TIEMPOS. El fuego del juicio viene a ser un castigo sin remedio, verdadero fuego de la ira, cuando cae sobre el pecador endurecido. Pero entonces – tal es la fuerza del símbolo – este fuego que no puede ya consumir la impureza. se ceba todavía en las escorias. La revelación expresa así lo que puede ser la existencia de una criatura que se niega a dejarse purificar por el fuego divino, pero queda abrasada por él. Esto dice más que la tradición que refiere el aniquilamiento de Sodoma y Gomorra (Gén 19,24). Apoyándose quizás en las liturgias sacrílegas de la gehena (Lev 18,21: 2Re 16,3; 21,6; Jer 7.31: 19,5s). profundizando las imágenes proféticas del incendio y de la fundición de los metales, se pasa a representar como un fuego el juicio escatológico as 66,15s). El fuego prueba el oro (Zac 13,9). El día de Yahveh es como el fuego del fundidor (Sof 1,18; Mal 3,2), que arde como un horno (Mal 3,19). Ahora bien, este fuego parece arder desde el interior. como el que «sale de en medio de Tiro» (Ez 28,18). «El gusano», de los cadáveres rebeldes, «no morirá y su fuego no se extinguirá» (Is 66.24). «fuego y gusano estarán en su carne» (Jdt 16,17).

Pero también aquí descubrimos la ambivalencia del símbolo: mientras que los impíos son entregados a su fuego interior y a los gusanos (Eclo 7,17), los salvados del fuego se ven rodeados por la muralla de fuego que es Yahveh para ellos as 4,4s; Zac 2,9). Jacob e Israel, purificados, se convierten a su vez en un fuego (Abd 18). como si participaran de la vida de Dios. NT. Con la venida de Cristo han comenzado los últimos tiempos, aun cuando todavía no ha llegado el fin de ¡os tiempos. Así en el NT conserva el fuego su valor escatológico tradicional, pero la realidad religiosa que significa se actualiza ya en el tiempo de la Iglesia.

PERSPECTIVOS ESCATOLÓGICAS. 1. Jesús. Jesús, anunciado como el cernedor que echa la paja al fuego (Mt 3,10) y bautiza en el fuego (3,1Is). aun rehusando el carácter de justiciero, mantuvo a sus oyentes en la espera del fuego del juicio adoptando el lenguaje clásico del AT. Habla de la «gehena del fuego» (5.22), del fuego al que será arrojada la cizaña improductiva (13,40; cf. 7,19), como también los sarmientos (Jn 15,6): será un fuego que no se extingue nunca (Mc 9,43s), donde «su gusano» no muere (9,48), verdadero horno ardiente (Mt 13,42.50). Sencillamente, un eco solemne del AT (cf. Lc 17,29).

Los primeros cristianos conservaron este lenguaje adaptándolo a diversas situaciones. Pablo lo utiliza para describir el fin de los tiempos (2Tes 1,8); Santiago describe la riqueza podrida, mohosa, entregada al fuego destructor (Sant 5,3); la epístola a los Hebreos muestra la perspectiva tremenda del fuego que ha de devorar a los rebeldes (Heb 10, 27). Otras veces se evoca la conflagración final, en vista de la cual «los cielos y la tierra son tenidos en reserva» (2Pe 3,7.12). En función de este fuego escatológico debe purificarse la fe (1Pe 1,7), así como también la obra apostólica (1Cor 3,15) y la existencia cristiana perseguida (1Pe 4,12-17).

El Apocalipsis conoce los dos aspectos del fuego: el de las teofanías y el del juicio. El Hijo del hombre, dominando la escena, aparece con los ojos llameantes (Ap 1,14; 19,12). Por una parte, he aquí el castigo: es el estanque de fuego y de azufre para el diablo (20,10), que es la muerte segunda (20;14s). Por otra, he aquí la teofanía: es el mar de cristal mezclado con fuego (15,2).

EN EL TIEMPO DE LA IGLESIA. 1. Jesús inauguró una época nueva. No obró inmediatamente como lo preveía Juan Bautista, hasta el punto de que la fe de éste pudo hacerse problemática (Mt 11,2-6). Se opuso a los hijos del Trueno, que querían hacer bajar el fuego del cielo sobre los inhospitalarios samaritanos (Lc 9,54s). Pero si no fue durante su vida terrestre instrumento del fuego vengador, realizó, sin embargo, a su manera el anuncio de Juan. Es lo que proclamaba en unas palabras difíciles de interpretar: «He venido a traer fuego a la tierra. y ¿qué he de querer sino que se encienda? Tengo que recibir un bautismo… (Lc 12, 49s). La muerte de Jesús ¿no es su bautismo en el espíritu y en el fuego?

2. Desde ahora la Iglesia vive de este fuego que abrasa al mundo gracias al sacrificio de Cristo. Este fuego ardía en el corazón de los peregrinos de Emaús mientras oían hablar al resucitado (Lc 24,32). Descendió sobre los discípulos reunidos el día de pentecostés (Act 2,3). Este fuego del cielo no es el del juicio, es el de las teofanías, que realiza el bautismo de fuego y de espíritu (Act 1,5): el fuego simboliza ahora el Espíritu, y si no se dice que este Espíritu es la caridad misma, el relato de pentecostés muestra que tiene como misión la de transformar a los que han de propagar a través de todas las naciones el mismo lenguaje, el del Espíritu.

La vida cristiana está también bajo el signo del fuego cultual, no ya el del Sinaí (Heb 12,18), sino del que consume el holocausto de nuestras vidas en un culto agradable a Dios (12,29). Transponiendo los celos divinos en una consagración cultual de cada instante, este fuego viene a ser un fuego consumidor. Pero para los que han dado acogida al fuego del Espíritu, la distancia entre el hombre y Dios es superada por Dios mismo, que se ha interiorizado perfectamente en el hombre; quizá sea éste el sentido de la palabra enigmática: uno se vuelve fiel cuando ha sido «salado al fuego», al fuego del juicio y al del Espíritu (Mc 9,48s). Según una expresión atribuida por Orígenes a Jesús: «Quien está cerca de mí está cerca del fuego; quien está lejos de mí está lejos del reino.»

Todos los derechos: Vocabulario de teología bíblica, X. Léon-Dufour

Espíritu de Dios

El Espíritu de Dios no puede separarse del Padre y del Hijo; se revela con ellos en Jesucristo, pero tiene su manera propia de revelarse, como tiene su propia. personalidad. El Hijo, en su humanidad idéntica a la nuestra, nos revela a la vez quién es él y quién es el Padre, al que no cesa de contemplar. Nos es posible diseñar los rasgos del Hijo y del Padre, pero el Espíritu no tiene un rostro y ni siquiera un nombre capaz de evocar una figura humana. En todas las lenguas su nombre (hebreo ruah, gr. pneuma, lat. spirirus) es un nombre común, tomado de los fenómenos naturales del viento y de la respiración, de modo que el mismo texto: «Tú envías tu soplo y [los animales] son creados y tú renuevas la faz de la tierra» (Sal 104,30), puede evocar con la misma exactitud la imagen cósmica del soplo divino, cuyo ritmo regula el movimiento de las estaciones, y la efusión del Espíritu Santo que vivifica los corazones.

Es imposible poner la mano en el Espíritu; se «oye su voz», se reconoce su paso por signos con frecuencia esplendorosos, pero no se puede saber «de dónde viene ni adónde va» (Jn 3,8). Nunca actúa sino a través de otra persona, tomando posesión de ella y transformándola. Cierto que produce manifestaciones extraordinarias que «renuevan la faz de la tierra» (Sal 104,30), pero su acción parte siempre del interior y desde el interior se le conoce: «Vosotros lo conocéis porque mora en vosotros» (Jn 14,17). Los grandes símbolos del Espíritu, el agua, el fuego, el aire y el viento, pertenecen al mundo de la naturaleza y no comportan rasgos distintos; evocan sobre todo la invasión de una presencia, una expansión irresistible y siempre en profundidad. El Espíritu no es, sin embargo, ni más ni menos misterioso que el Padre y que el Hijo, pero nos recuerda más imperiosamente que Dios es el misterio, nos impide olvidar que «Dios es Espíritu» (Jn 4,24) y que «el Señor es el Espíritu» (2Cor 3,17).

AT. El Espíritu de Dios no se ha revelado todavía como una persona, sino como una fuerza divina que transforma personalidades humanas para hacerlas capaces de gestos Estos gestos van siempre destinados a confirmar al pueblo en su vocación, a hacerlo servidor y asociado del Dios santo. El Espíritu, viniendo de Dios y orientando hacia Dios, es un Espíritu santo. Venido del Dios de Israel y consagrando a Israel al Dios de la alianza, el Espíritu es santificador. Esta acción y esta revelación se afirman en particular conforme a tres líneas: línea mesiánica de la salvación, línea profética de la palabra y del testimonio, línea sacrificial del servicio y de la consagración. Según estas tres líneas, el pueblo entero de Israel es llamado a recibir el Espíritu.

ESPÍRITU Y SALVACIÓN. 1. Los jueces. Los jueces de Israel son suscitados por el Espíritu de Dios. Sin esperarlo y sin que nada los predisponga a ello, sin poder oponer resistencia, sencillos hijos de aldeanos, Sansón, Gedeón, Saúl son cambiados brusca y totalmente, no sólo son hechos capaces de gestos excepcionales tic audacia o de fuerza, sino que son dotados de una nueva personalidad, capaces de representar un papel y de realizar una misión, la de liberar a su pueblo. Por sus manos y por su espíritu, el Espíritu de Dios prolonga la epopeya del Éxodo y del desierto, garantiza la unidad y la salvación de Israel, y da así origen al pueblo santo. Su acción es ya interior, aunque todavía es designada con imágenes que subrayan el influjo repentino y extraño: el Espíritu «fue» sobre Otoniel o Jefté (Jue 3,10; 11, 29), se «lanza» como un ave de rapiña sobre su presa (Jue 14,6; 1Sa 11,6), «reviste» como con una armadura (Jue 6,34).

Los reyes. Los jueces son únicamente libertadores temporales, el Espíritu los abandona una vez que han cumplido su misión. Tienen por sucesores a los reyes, encargados de una función permanente. El rito de la unción que los consagra manifiesta la huella indeleble del Espíritu y los reviste de una majestad sagrada (1Sa 10,1; 16,13).

El Mesías. La unción ritual no basta para convertir a los reyes en servidores fieles de Dios, capaces de garantizar a Israel la salvación, la justicia y la paz. Para desempeñar este papel hace falta una acción más penetrante del Espíritu, la unción directa de Dios, que marcará al Mesías. Sobre él no sólo descenderá el Espíritu, sino reposará (Is 11,2); en él hará que destaquen todos sus recursos, «la sabiduría y la inteligencia», como en Besaleel (Ex 35,31) o en Salomón, «el consejo y la fuerza» como en David, «el conocimiento y el temor de Dios», ideal de las grandes almas religiosas en Israel. Estos dones abrirán para el país así gobernado una era de dicha y de santidad (Is 11,9).

ESPÍRITU Y TESTIMONIO. 1. Los nabirn. Los predecesores de los profetas, profesionales de la exaltación religiosa, no hacen siempre distinción entre las prácticas humanas que los ponen en trance y la acción divina. Son, sin embargo, una de las fuerzas vivas de Israel, pues dan testimonio del poder de Yahveh; y en la fuerza que les hacía hablar en nombre del verdadero Dios se reconocía la presencia de su Espíritu (Ex 15,20; Núm 11,25ss; 1Sa 10,6; 1Re 18,22).

2. Los profetas. Si los grandes profetas, por lo menos los más antiguos no atribuyen explícitamente al Espíritu, sino sencillamente a la mano de Dios la fuerza que los invade (Is 8,11; Jer 1,9; 15,17; Ez 3,14), no es que no crean poseer el Espíritu, sino que tienen conciencia de poseerlo en forma distinta que los nabis sus predecesores. Dotados de un oficio y de una posición, en plena conciencia y a menudo rebelándose todo su ser, se ven forzados a hablar por una presión soberana (Am 3,8; 7,14s; Jer 20,7ss). La palabra que anuncian viene de ellos, y ellos saben a qué precio, pero no ha nacido en ellos, es la palabra misma de Dios que los envía. Así se insinúa el enlace, que aparece ya en Elías (1Re 19,12s) y ya no cesará, entre la palabra de Dios y su Espíritu; así el Espíritu no se limita a suscitar una nueva personalidad al servicio de su acción, sino que da acceso al sentido y al secreto de esta acción: El Espíritu no es ya únicamente «inteligencia y fuerza», sino «conocimiento de Dios» y de sus caminos (cf. Is 1 1,3).

El Espíritu, al mismo tiempo que abre a los profetas a la palabra de Dios hasta revelarles la gloria divina (Ez 3,12; 8,3), les hace «mantenerse en pie» (Ez 2.1; 3,24) para hablar al pueblo (Ez 11,5) y anunciarle el juicio que viene. Así los convierte en testigos, así da él mismo testimonio de Dios (Neh 9,30; cf. Zac 7,12).

ESPÍRITU Y CONSAGRACIÓN. EL SIERVO DE YAHVEH. La convergencia entre el carácter mesiánico y libertador del Espíritu y su carácter profético de anunciador de la palabra y del juicio, ya manifiesto en el mecías de Isaías, se afirma plenamente en el siervo de Yahveh. Puesto que Dios «ha puesto sobre él su Espíritu», el siervo «anuncia la justicia a las naciones» (Is 42,1; cf. 61,1ss). El profeta es quien anuncia la justicia, pero el rey es quien la establece. Ahora bien, el siervo, «por sus sufrimientos justificará a las multitudes» (53,11), es decir, las establecerá en la justicia; su misión tiene, pues, algo regio. Tareas proféticas y tareas mesiánicas se reúnen, realizadas por el mismo Espíritu. Como por otra parte el siervo es aquel en quien «Dios se complace» (42,1), el placer que aguar-da de los sacrificios que le son debidos es toda la vida y la muerte de su siervo que son santas a Dios, expiación por los pecadores, salvación de las multitudes. El Espíritu Santo es santificador.

EL ESPÍRITU SOBRE EL PUEBLO. La acción del Espíritu en los profetas y en los servidores de Dios es en sí misma profética; anuncia su efusión sobre el pueblo entero, semejante a la lluvia que devuelve la vida a la tierra sedienta (Is 32,15; 44,3; Ez 36,25; Jl 3,1s), como el soplo de vida viene a animar las osamentas desecadas (Ez 37). Esta efusión del Espíritu es como una creación nueva, el advenimiento, en un país renovado, del derecho y de la justicia (Is 32,16), el advenimiento, en los corazones transformados, de una sensibilidad receptiva a la voz de Dios, de una fidelidad espontánea a su palabra (Is 59,21; Sal 143,10) y a su alianza (Ez 36,27), del sentido de la súplica (Zac 12,10) y de la alabanza (Sal 51,17). Israel, regenerado por el Espíritu, reconocerá a su Dios, y Dios volverá a hallar a su pueblo: «Ya no les ocultaré mi rostro porque habré derramado mi Espíritu sobre la casa de Israel» (Ez 39,29).

Esta visión no es todavía más que una esperanza. En el AT, el Espíritu no puede permanecer o morar, «todavía no ha sido dado» (In 7,39). Sin duda se sabe que ya en los orígenes, en el tiempo del mar Rojo y de la nube, el Espíritu Santo actuaba en Moisés y llevaba a Israel al lugar de su reposo (Is 63,9-14). Pero se ve también que el pueblo es todavía capaz de «contristar al Espíritu Santo» (63,10) y de paralizar su acción. Para que el don venga a ser total y definitivo es preciso que Dios haga un gesto inaudito, que intervenga en persona: «Tú, Yahveh, eres nuestro Padre… ¿Por qué, Yahveh, nos dejas errar lejos de tus caminos?… ¡Oh, si rasgaras los cielos y bajaras!…» (63,15-19). Los cielos abiertos, un Dios Padre, un Dios que baja a la tierra, corazones convertidos, tal será, en efecto, la obra del Espíritu Santo, su manifestación definitiva en Jesucristo.

CONCLUSIÓN: ESPÍRITU Y PALABRA. De un extremo al otro del AT, el Espíritu y la palabra de Dios no dejan de actuar conjuntamente. Si el Mesías puede observar la palabra de la ley dada por Dios a Moisés y realizar la justicia, es porque tiene el Espíritu; si el siervo puede llevar a las naciones la palabra de la salvación, es porque el Espíritu Santo reposa en él; si Israel es capaz de adherirse un día en su corazón a esta palabra, lo será en el Espíritu. Las dos potencias, aunque inseparables, tienen rasgos muy distintos. La palabra penetra de fuera, como la espada que pone al descubierto las carnes; el Espíritu es fluido y se infiltra insensiblemente. La palabra se deja oír y conocer; el Espíritu permanece invisible. La palabra es revelación; el Espíritu, transformación interior. La palabra se yergue en pie, subsistente; el Espíritu desciende, se derrama, sumerge. Esta repartición de las funciones y su necesaria asociación vuelven a hallarse en el NT: la palabra de Dios hecha carne por la operación del Espíritu no hace nada sin el Espíritu, y la consumación de su obra es don del Espíritu.

NT. I. EL ESPÍRITU DE JESÚS. 1. El bautismo de Jesús. Juan Bautista, al esperar al Mesías, esperaba al mismo tiempo al Espíritu en todo su poder; los gestos del hombre los sustituiría por la irresistible acción de Dios: «Yo os bautizo en agua para penitencia…, él os bautizará en el Espíritu Santo y el fuego» (Mt 3,11). De los símbolos tradicionales retiene Juan el más inaccesible, la llama. Jesús no repudia este anuncio, pero lo realiza en forma que confunde a Juan. Recibe su bautismo, y el Espíritu se manifiesta en él en una forma a la vez muy sencilla y divina, asociada al agua y al viento, en la visión del cielo que se abre y del que desciende un ave familiar. El bautismo de agua, que Juan creía abolido, se convierte por el gesto de Jesús en el bautismo en el Espíritu. En el hombre que se confunde en medio de los pecadores revela el Espíritu al Mesías prometido (Lc 3,22 = Sal 2,7), al cordero ofrecido en sacrificio por el pecado del mundo (Jn 1,29), y al Hijo muy amado (Mc 1,11). Pero lo revela a su manera misteriosa, sin que parezca que obra; el Hijo obra y se hace bautizar, el Padre habla al Hijo, pero el Espíritu no habla ni obra. Su presencia es, sin embargo, necesaria para el diálogo entre el Padre y el Hijo. El Espíritu, si bien es indispensable, permanece silencioso y aparentemente inactivo: no une su voz a la del Padre, no une ningún gesto al de Jesús. ¿Qué hace, pues? Hace que tenga lugar el encuentro, comunica a Jesús la palabra de complacencia, de orgullo y de amor que le viene del Padre, y lo pone en su actitud de Hijo. El Espíritu Santo hace que se eleve al Padre la consagración de Cristo, primicias del sacrificio del Hijo muy amado.

 Jesús concebido del Espíritu Santo. La presencia del Espíritu de Jesús, manifestada solamente en el bautismo, se remonta a los orígenes mismos de su ser. El bautismo de Jesús no es una escena de vocación, sino la investidura del Mesías y la presentación por Dios de su Hijo, del siervo que tenía en reserva, como lo anunciaban los «he aquí» proféticos ([s 42,1; 52,13). Los jueces, los profetas, los reyes, se ven un día invadidos por el Espíritu, Juan Bautista es penetrado por él tres meses antes de nacer; en Jesús no determina el Espíritu una nueva personalidad; desde el primer instante habita en él y le hace existir; desde el seno materno hace de Jesús el Hijo de Dios. Los dos evangelios de la infancia subrayan esta acción inicial (Mt 1,20; Lc 1,35). El de Lucas, por su modo de comparar la anunciación de María con las anunciaciones anteriores, indica netamente que esta acción es más que una consagración. Sansón (Jue 13,5), Samuel (1Sa 1,11) y Juan Bautista (Lc 1,15) habían sido consagrados a Dios desde su concepción, en forma más o menos total y directa. Jesús, en cambio, sin intermedio de rito alguno, sin intervención de ningún hombre, sino por la sola acción del Espíritu en María, no sólo queda consagrado a Dios, sino que es «santo» por su mismo ser (Lc 1,35).

Jesús obra en el Espíritu. Por toda su conducta manifiesta Jesús la acción del Espíritu en él (Lc 4,14). En el Espíritu afronta al diablo (Mt 4,1) y libera a sus víctimas (12,28), trae a los pobres la buena nueva y la palabra de Dios (Lc 4,18). En el Espíritu tiene acceso al Padre (Lc 10,21). Sus milagros, que tienen en jaque al mal y a la muerte, la fuerza y la verdad de su palabra, su familiaridad inmediata con Dios son prueba de que en él «reposa el Espíritu» (Is 61,1) y de que es a la vez el Mesías que salva, el profeta esperado y el siervo muy amado.

En los inspirados de Israel las manifestaciones del Espíritu tenían siempre algo de ocasional y de transitorio, en Jesús son permanentes. No recibe la palabra de Dios; en todo lo que dice la expresa; no aguarda el momento de hacer un milagro: el milagro nace de él como de nosotros el gesto más sencillo; no recibe las confidencias divinas: vive siempre delante de Dios en una transparencia total. Nadie poseyó jamás el Espíritu como él, «por encima de toda medida» (Jn 3,34).

Ni nadie tampoco lo poseyó jamás a su manera. Los inspirados del AT, aun conservando todas sus facultades, saben estar dominados por alguien más fuerte que ellos. En Jesús no hay la menor huella de violencia, de los que señala a nuestros ojos la inspiración. Se diría que para realizar las obras de Dios no tiene necesidad del Espíritu. No ya que pueda nunca prescindir de él, como no puede prescindir del Padre, pero como el Padre «está siempre con» él (Jn 8,29), así no puede tampoco faltarle nunca el Espíritu. La ausencia en Jesús de las repercusiones habituales del Espíritu es un signo de su divinidad. No siente al Espíritu como una fuerza que le invada de fuera, en el Espíritu se halla en su casa; el Espíritu le pertenece, es su propio Espíritu (cf. Jn 16,14s).

JESÚS PROMETE EL ESPÍRITU. Jesús, aunque lleno del Espíritu y no obrando sino por él, apenas, sin embargo, si lo menciona. Lo manifiesta con todos sus gestos, pero mientras vive entre nosotros no puede mostrar-lo como distinto de él. Para que el Espíritu sea derramado y reconocido, es preciso que Jesús se vaya (Jn 7,39; 16,7); entonces se reconocerá lo que es el Espíritu y que viene de él. Así Jesús no habla a los suyos del Espíritu sino separándose sensiblemente de ellos, en forma temporal o definitiva (Jn 14,16s.26; 16, 13ss).

En los sinópticos parece que el Espíritu sólo debe manifestarse en situaciones graves, en medio de adversarios triunfantes, ante los tribunales (Mc 13,11). Pero las confidencias del sermón que sigue a la cena son más precisas: la hostilidad del mundo hacia Jesús no es un hecho accidental, y si no se traduce cada día en persecuciones violentas, sin embargo, cada día sentirán los discípulos pesar sobre ellos su amenaza (Jn 15,18-21), por lo cual también cada día estará con ellos el Espíritu (14,16s).

Como Jesús confesó a su Padre con toda su vida (Jn 5,41; 12,49), así también los discípulos tendrán que dar testimonio del Señor (Mc 13,9; Jn 15,27). Mientras Jesús vivía con ellos, no temían nada; era su paráclito, siempre presente para acudir a su defensa y sacarlos de apuros (Jn 17,12). Cuando él se ausente, el Espíritu ocupará su lugar para ser su paráclito (14,16; 16,7). Aunque distinto de Jesús, no hablará en su nombre, sino siempre de Jesús, del que es inseparable, y al que «glorificará» (16,13s). Remitirá a los discípulos a los gestos y a las palabras del Señor y les dará inteligencia de los mismos (14,26); les dará fuerza para afrontar al mundo en nombre de Jesús, para descubrir el sentido de su muerte y dar testimonio del misterio divino que se realizó en este acontecimiento escandaloso: la condenación del pecado, la derrota de Satán, el triunfo de la justicia de Dios (16,8-11).

JESÚS DISPONE DEL ESPÍRITU. Jesús, muerto y resucitado, hace a la Iglesia don de su Espíritu. Un hombre que muere, por grande que haya sido su espíritu, por profundo que siga siendo su influjo, está, no obstante, condenado a entrar en el pasado. Su acción puede sobrevivirle, pero ya no le pertenece, no tiene ya poder sobre ella y debe abandonarla a la merced de los caprichos de los hombres. En cambio, cuando muere Jesús, «entrega su Espíritu» a Dios y por el mismo caso lo «transmite» a su Iglesia (Jn 19,30). Hasta su muerte parecía estar el Espíritu circunscrito a los límites normales de su individualidad humana y de su radio de acción. Ahora que el Hijo del hombre ha sido exaltado a la diestra del Padre en la gloria (12,23), reúne a la humanidad salvada (12,32) y derrama sobre ella el Espíritu (7,39; 20,22s; Act 2,33).

LA IGLESIA RECIBE EL ESPÍRITU. La Iglesia, nueva creación, no puede nacer sino del Espíritu, del que tiene su nacimiento todo lo que nace de Dios (In 3,5s). Los Hechos son como un «evangelio del Espíritu».

En la acción del Espíritu se hallan los dos rasgos observados ya en el AT. Por una parte, prodigios y gestos excepcionales: hombres inspirados, objeto de transportes (Act 2,4.5.11), enfermos y posesos liberados (3,7; 5,12.15…), heroica intrepidez de los discípulos (4,13.31; 5,20; 10,20). Por otra parte, estas maravillas, signos de la salvación definitiva, testimonian que es posible la conversión, que se perdonan los pecados, que ha llegado la hora en que, en la Iglesia, derrama Dios su Espíritu (2,38; 3,26; 4,12; 5,32; 10,43).

Este Espíritu es el Espíritu de Jesús: hace repetir los gestos de Jesús, anunciar la palabra de Jesús (4,30; 5,42; 6,7; 9,20; 18,5; 19,10.20), repetir la oración de Jesús (Act 7,59s = Lc 23,34.46; Act 21,14 = Lc 22,42), perpetuar en la fracción del pan la acción de gracias de Jesús; mantiene entre los hermanos la unión (Act 2, 42; 4,42) que agrupaba a los discípulos en torno a Jesús. Imposible pensar en una persistencia de actitudes adoptadas a su contacto, en una voluntad deliberada de reproducir su existencia. Viviendo todavía con ellos, había necesitado toda la fuerza de su personalidad para mantenerlo en tomo a sí. Ahora que ya no le ven, y aun sabiendo por su ejemplo a qué se exponen, sus discípulos siguen sus huellas espontáneamente: es que han recibido el Espíritu de Jesús.

El Espíritu Santo es la fuerza que lanza a la Iglesia naciente «hasta las extremidades de la tierra» (1,8); unas veces se posesiona directamente de los paganos (10,44), probando así que es «derramado sobre toda carne» (2, 17), otras veces envía en misión a los que él mismo elige, a Felipe (8, 26.29s), a Pedro (10,20), a Pablo y Bernabé.(13,2.4). Pero no sólo se halla en el punto de partida: acompaña y guía la acción de los apóstoles (16,6s), da a sus decisiones su autoridad (15,28). Si la palabra «crece y se multiplica» (6,7; 12,24), la fuente interior de este ímpetu gozoso es el Espíritu (13,52).

LA EXPERIENCIA DEL ESPÍRITU EN SAN PABLO. 1. El Espíritu, gloria de Cristo en nosotros. «El que resucitó a Jesús» (Rom 8,11) por el poder de su Espíritu de santidad (Rom 1,4) e hizo de él un «espíritu vivificante» (1Cor 15,45), por el mismo caso hizo del Espíritu «la gloria del Señor» resucitado (2Cor 3,18). El don del Espíritu Santo es la presencia en nosotros de la gloria del Señor que nos transforma a su imagen. Así Pablo no separa a Cristo y al Espíritu, no distingue vida «en Cristo» y vida «en el Espíritu». «Vivir es Cristo» (Gál 2,20), y es también el Espíritu (Rom 8,2.10). Estar «en Cristo Jesús» (Rom 8,1) es vivir «en el Espíritu» (8,5…).

Los signos del Espíritu. La vida en el Espíritu no es todavía percepción intuitiva del Espíritu, es una vida en la fe; pero es una experiencia real, es una certeza concreta, puesto que es a través de los signos la experiencia de una presencia. Estos signos son extremadamente variados. Todos, sin embargo, desde los carismas relativamente exteriores, el don de lenguas o de curación (1Cor 12, 28s; 14,12) hasta los «dones superiores» (12,31) de fe, de esperanza y de caridad, están al servicio del Evangelio, del que dan testimonio (1Tes 1,5s; 1Cor 1,5s) y del cuerpo de Cristo que edifican (1Cor 12,4-30).

Todos también hacen percibir, a través de los gestos y de los estados del hombre, a través de «los dones que nos ha hecho Dios» (1Cor 2,12), una presencia personal, alguien que «habita» (Rom 8,11) en nosotros, que «testimonia» (8,16), que «intercede» (8,26), que «se une a nuestro espíritu» (8,16) y «clama en nuestros corazones» (Gál 4,6).

El Espíritu, fuente de la nueva vida. En formas muy variadas, la experiencia del Espíritu es en el fondo siempre la misma: a una existencia condenada y marcada ya por la muerte ha sucedido la vida. A la ley que nos tenía prisioneros en la vetustez de la letra sucede «la novedad del Espíritu» (Rom 7,6), a la maldición de la ley, la bendición de Abraham en el Espíritu de la promesa (Gál 3,13s); a la alianza de la letra que mata sucede la alianza del Espíritu que vivifica (2Cor 3,6). Al pecado, que imponía la ley de la carne, sucede la ley del Espíritu y de la justicia (Rom 7,18.25; 8,2.4). A las obras de la carne suceden los frutos del Espíritu (Gál 5,19-23). A la condenación que hacía que pesara sobre el pecador la «tribulación de la angustia» (Rom 2,9) de la ira divina, suceden la paz y el gozo del Espíritu (1Tes 1,6; Gál 5,22…).

Esta vida nos es dada, y en el Espíritu no carecemos de ningún don (1Cor 1,7), pero nos es dada en la lucha, porque en este mundo sólo tenemos «las arras» (2Cor 1,22; 5,5; Ef 1,14) y las «primicias» del Espíritu (Rom 8.23). El Espíritu nos llama al combate contra la carne; con los indicativos que afirman su presencia se mezclan constantemente los imperativos que proclaman sus exigencias: «Si el Espíritu es nuestra vida, obremos también según el Espíritu»(Gál 5,25; cf. 6,9; Rom 8,9.13; Ef 4,30), y a los «seres de carne, niños pequeños en Cristo» transfórmelos el Espíritu en «hombres espirituales» (1Cor 3,1).

El Espíritu de la Iglesia. La nueva creación nacida del Espíritu es la Iglesia. Iglesia y Espíritu son inseparables: la experiencia del Espíritu se hace en la Iglesia y da acceso al misterio de la Iglesia. Los carismas son tanto más preciosos cuanto más eficazmente contribuyen a edificar la Iglesia (1Cor 12,7; 14,4…) y a consagrar el templo de Dios (1Cor 3, 16; Ef 2,22). El Espíritu, renovando sin cesar su acción y sus dones, trabaja constantemente por la unidad del Cuerpo de Cristo (1Cor 12,13). Como espíritu de comunión (Ef 4,3; Flp 2,1), que derrama en los corazones el don supremo de la caridad (1Cor 13; 2Cor 6,6; Gál 5, 22; Rom 5,5), reúne a todos en su unidad (Ef 4,4).

El Espíritu de Dios. «Un solo cuerpo y un solo espíritu… un solo señor… un solo Dios» (Ef 4, 4ss). El Espíritu une porque es el Espíritu de Dios; el Espíritu consagra (2Cor 1,22) porque es el Espíritu del Dios santo. Toda la acción del Espíritu consiste en darnos acceso a Dios, en ponernos en comunicación viva con Dios, en introducirnos en sus profundidades sagradas y en comunicarnos «los secretos de Dios» (1Cor 2,10s). En el Espíritu conocemos a Cristo y confesamos que «Jesús es el Señor» (12,3), oramos a Dios (Rom 8,26) y lo llamamos por su nombre: Padre (Rom 8,15; Cuál 4,6). Desde el momento que poseemos el Espíritu, nada en el mundo puede perdernos, puesto que Dios se nos ha dado y nosotros vivimos en él.

Todos los derechos: Vocabulario de teología bíblica, X. Léon-Dufour

Escuchar

La revelación bíblica es esencialmente palabra de Dios al hombre. He aquí por qué, al paso que en los misterios griegos y en la gnosis oriental la relación del hombre con Dios está fundada ante todo en la visión, según la Biblia «la fe nace de la audición» (Rom 10,17).

El hombre debe escuchar a Dios. a) ¡Escuchad!, grita el profeta con la autoridad de Dios (Am 3,1; Jer 7,2). ¡Escuchad!, repite el sabio en nombre de su experiencia y de su conocimiento de la ley (Prov 1,8). ¡Escucha, Israel!, repite cada día el piadoso israelita para penetrarse de la voluntad de su Dios (Dt 6,4; Mc 12,29). ¡Escuchad!, repite a su vez Jesús mismo, palabra de Dios (Mc 4,3.9 p).

Ahora bien, según el sentido hebraico de la palabra verdad, escuchar, acoger la palabra de Dios no es sólo prestarle un oído atento, sino abrirle el corazón (Act 16,14), ponerla en práctica (Mt 7,24ss), es obedecer. Tal es la obediencia de la fe que requiere la predicación oída (Rom 1,5; 10,14ss).

b) Pero el hombre no quiere escuchar (Dt 18,16.19), y en eso está su Es sordo a las llamadas de Dios; su oído y su corazón están incircuncisos (Jer 6,10; 9,25; Act 7, 51). Tal es el pecado de los judíos con que topa Jesús:. «Vosotros no podéis escuchar mi palabra… El que es de Dios oye las palabras de Dios; por eso vosotros no las oís, porque no sois de Dios» (Jn 8,43.47).

En efecto, sólo Dios puede abrir el oído de su discípulo (Is 50,5; cf. 1Sa 9,15; Job 36,10), «profundizárselo» para que obedezca (Sal 40, 7s). Así en los tiempos mesiánicos oirán los sordos, y los milagros de Jesús significan que finalmente el pueblo sordo comprenderá la palabra de Dios y le obedecerá (Is 29, 18; 35,5; 42,18ss; 43,8; Mt 11,5). Es lo que la voz del cielo proclama a los discípulos: «Éste es mi Hijo muy amado, escuchadle» (Mt 17,5 p).

María, habituada a guardar fielmente las palabras de Dios en su corazón (Lc 2,19.51), fue glorificada por su hijo Jesús cuando éste reveló el sentido profundo de su maternidad: «Bienaventurados los que escuchan la palabra de Dios y la guardan» (Lc 11,28).

2. Dios escucha al hombre. El hombre en su oración pide a Dios que le escuche, es decir, que acoja su ruego. Dios no escucha a los injustos ni a los pecadores (Is 1,15; Miq 3,4; Jn 9,31). Pero oye al pobre, a la viuda y al huérfano, a los humildes, a los cautivos (Éx 22,22-26; Sal 10,17; 102,21; Sant 5,4). Escucha a los justos, a los que son piadosos y hacen su voluntad (Sal 34,16.18; Jn 9,31; 1Pe 3,12), a los que piden según su voluntad (1Jn 5,14s). Y si lo hace, es que «siempre» escucha a su Hijo Jesús (Jn 11,41s), por el que para siempre pasa la oración del cristiano.

Todos los derechos: Vocabulario de teología bíblica, X. Léon-Dufour

Escritura

EL PRECIO DE LA ESCRITURA. En Babilonia o en Egipto, donde el material para escribir es caro y engorroso, donde el sistema de escritura es sumamente complicado, la ciencia de la escritura es privilegio de una casta, la de los escribas, y pasa por ser un invento de los dioses, Nebo y Thut. Estar iniciado en su secreto es estar admitido en la zona misteriosa en que se fijan los destinos del mundo. Algunos reyes de Asiria se jactarán de haber tenido acceso a la escritura. Hasta en nuestros días, el niño, y sobre todo el adulto, que aprende a escribir, atraviesa un umbral.

En Palestina, entre el Sinaí y Fenicia, precisamente allí donde el genio del hombre inventó el alfabeto, Israel halla desde sus orígenes una escritura al alcance de todos, que le dio una ventaja decisiva respecto a las antiguas culturas de Egipto y de Mesopotamia, prisioneras de sus escrituras arcaicas. En tiempos de Gedeón, mucho antes de David, un joven de Sukkot es capaz de proporcionar una lista de los ancianos de su pequeña ciudad (Jue 8,14). Ya en los primeros tiempos la escritura, si no está propagada, es por lo menos conocida en Israel y se convierte en uno de los instrumentos esenciales de su religión. Mucho antes de que Samuel consignara por escrito «el derecho de la realeza» (1Sa 10,25), no es anacrónico el que Josué pudiera escribir las cláusulas de la alianza de Siquem (Jos 24,26), o Moisés las leyes del Sinaí (Éx 24,4) y el recuerdo de la victoria sobre Amalec (17,14).

EL PESO DEL ESCRITO. «LO que he escrito, está escrito» (Jn 19,22), responde Pilato a los sumos sacerdotes que acuden a quejarse de la inscripción fijada en la cruz de Jesús. El romano, los judíos y el evangelista están concordes en ver un signo en aquel rótulo: en la cosa escrita hay algo de irrevocable; es una expresión solemne y definitiva de la palabra, por lo cual se presta naturalmente a expresar el carácter infalible e intangible de la palabra divina, la que permanece para siempre (Sal 119,89). ¡Ay del que la altere! (Ap 22,18s). Loco es quien se imagine hacerla írrita destruyéndola (cf. Jer 36,23).

Si el rito de las «aguas amargas» (Núm 5,23), a pesar del progreso que representa respecto a las ordalías primitivas, supone todavía un pensar arcaico, la inscripción de las palabras divinas prescrita sobre el dintel de la puerta de cada casa (Dt 6,9; I1,20), sobre el rollo confiado al rey a su advenimiento (17,18), sobre la diadema del sumo sacerdote (Éx 39,30) expresa de manera muy pura la soberanía de la palabra de Yahveh sobre Israel, la exigencia irrevocable de su voluntad.

Es sumamente natural que los profetas confíen a la escritura el texto de sus oráculos. El escrito, forma solemne e irrevocable de la palabra, es utilizado constantemente en Oriente por los que pretenden fijar el destino. Los profetas de Israel, así como tienen conciencia de recibir la palabra de Yahveh, así también atestiguan que si la confían a la escritura, es también por orden de Dios (Is 8,1; Jer 36,1-4; Hab 2,2; Ap 14,13, 19,9) a fin de que tal testimonio sellado públicamente (Is 8,16) atestigüe, cuando sucedan los acontecimientos, que sólo Yahveh los había revelado anteriormente (Is 41,26). Así la escritura da testimonio de la fidelidad de Dios.

LAS SAGRADAS ESCRITURAS. La transcripción de la palabra divina, expresión permanente y oficial de la acción de Dios, de sus exigencias y de sus promesas, es sagrada como la palabra misma: las Escrituras de Israel son «las Sagradas Escrituras». La palabra no se halla todavía en el AT, pero ya las tablas de piedra que contienen lo esencial de la ley (Éx 24,12) son consideradas como «escritas por el dedo de Dios» (31,18), cargadas de su santidad.

El NT emplea ocasionalmente la expresión rabínica «las Sagradas Escrituras» (Rom 1,2; cf. «las Sagradas Letras», 2Tim 3,15), pero habla generalmente de las Escrituras o también de la Escritura en singular, ya para alegar o enfocar un texto preciso (Mc 12,10; Lc 4,21), ya para designar incluso el conjunto del AT (7n 2,22; 10,35; Act 8,32; Gál 3,22). Así se expresa la conciencia viva de la unidad profunda de los diferentes escritos del AT, que será traducida en forma todavía más sugestiva por el nombre cristiano tradicional de «Biblia» para designar la colección de los libros sagrados. Pero la fórmula más frecuente es el mero «está escrito», donde la forma impersonal designa a Dios sin nombrarlo, y que afirma así a la vez la santidad inaccesible de Dios, la infalible certeza de su mirada y la inquebrantable fidelidad de sus promesas.

EL CUMPLIMIENTO DE LAS ESCRITURAS. «Es preciso que se cumpla todo lo que está escrito de mí» (Le 24,44); es preciso que se cumplan las Escrituras (cf. Mt 26,54). Dios no habla en vano (Ez 6,10) y su Escritura «no puede ser abolida» (Jn 10,35). Jesús, al que sólo una vez se le ve en actitud de escribir, sobre la arena (Jn 8,6), no dejó ningún escrito, pero consagró solemnemente el valor de la Escritura hasta el más menudo signo gráfico: «una sola tilde» (Mt 5,18), y definió su significado: la escritura no puede borrarse, permanece.

Pero sólo puede permanecer cumpliéndose; hay en la Escritura la permanencia viva de la palabra eterna de Dios, pero puede también haber en ella la supervivencia de condiciones antiguas destinadas a pasar; hay un Espíritu que vivifica y una letra que mata (2Cor 3,6). Cristo es quien hace pasar de la letra al Espíritu (3,14); reconociendo a Cristo a través de las Escrituras de Israel es como se halla en ellas la vida eterna (Jn 5,39), y los que se niegan a creer en las palabras de Jesús demuestran con ello que, si bien ponen su esperanza en Moisés y su orgullo en sus escritos, sin embargo, no creen en él ni lo laman en serio (5,45ss).

LA LEY ESCRITA EN LOS CORAZONES. La nueva alianza no es la de la letra, sino la del espíritu (2Cor 3,6); la nueva ley está «inscrita en los corazones» del nuevo pueblo (Jer 31,33), que no tiene ya necesidad de ser enseñado por un texto impuesto desde fuera (Ez 36,27; Is 54,13; Jn 6,45). Sin embargo, el NT comporta todavía escritos, a los cuales la Iglesia reconoció muy pronto la misma autoridad y dio el mismo nombre que a las Escrituras (cf. 2Pe 3,16), hallando en ellas la misma palabra de Dios (cf. Lc 1,2) y el mismo Espíritu. En efecto, estos escritos no sólo están en la línea de las Escrituras de Israel, sino que ilustran su sentido y su alcance. Sin ellas, los escritos del NT serían ininteligibles, hablarían un lenguaje cuya clave no poseería nadie; pero sin ellos, los libros judíos sólo contendrían mitos: una ley divina que no pasaría de ser letra muerta, una promesa incapaz de responder a la esperanza que suscita, una aventura sin resultado.

Todavía hay Escrituras en la nueva alianza: en efecto, todavía no está abolido el tiempo, hay que fijar en la memoria de las generaciones el recuerdo de lo que es Jesucristo y de lo que hace. Pero las Escrituras no son ya para el cristiano un libro que él descifra página por página, sino un libro totalmente desplegado, en el que todas las páginas se abarcan de una sola mirada y transmiten su misterio, Cristo, alfa y omega, principio y fin de toda Escritura.

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