Perfección

Una frase del Evangelio da a Dios como modelo de perfección que imitar: «Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5,48). Este sorprendente precepto ocupa en el NT el lugar que en el AT ocupaba el del Levítico «Sed santos como yo soy santo» (Lev 11,45; 19,2). Del uno al otro se manifiesta claramente un cambio de punto de vista.

AT. 1. Santidad de Dios y perfección. Más que de perfección, el AT habla de santidad. Dios es santo, es decir. es de un orden muy distinto que los seres de este mundo: es grande, poderoso, terrible (Dt 10, 17: Sal 76); se muestra también maravillosamente bueno y fiel (Ex 34; Sal 136): interviene en la historia con justicia soberana (Sal 99). No se le califica de «perfecto»: en hebreo no se aplica bien la palabra sino a seres limitados (como «completo» en nuestras lenguas). Pero se habla de perfección acerca de sus obras (Dt 32. 4). de su ley (Sal 19.8). de sus caminos (2Sa 22,31).

Exigencia de perfección. Cuando el Dios de santidad se escoge un pueblo, este pueblo resulta santo a su vez, es decir, separado de lo profano y consagrado. Por razón de esto se le impone una exigencia de perfección: lo que está consagrado debe ser intacto y sin defecto.

En primer lugar, integridad física: ésta se requiere en los animales ofrecidos en sacrificio: «No ofreceréis a Yahveh animal ciego. cojo o mutilado…» (Lev 22,22). La misma ley se aplica a los sacerdotes (Lev 21,17-23) y en cierto grado a todo el pueblo: las reglas sobre lo puro y lo impuro precisan sus modalidades (Lev 11-15). Cuando se trata de personas, a la integridad física debe añadirse la integridad moral. Israel sabe que hay que servir a Yahveh «con corazón perfecto», con toda sinceridad y fidelidad (I Re 8,61; cf. Dt 6,5; 10, 12). y que este servicio comprende la obediencia a los mandamientos y la lucha contra el mal: «Has de extirpar el mal de en medio de ti» (Dt 17.7.12). Las desviaciones del sentido religioso fueron ásperamente combatidas por los profetas (.Am 4, 4..,: Is 1.10-17; 29.13): hay que buscar la verdadera justicia, desterrando la violencia y el egoísmo, viviendo en la fe en Dios, en el respeto del derecho y en la beneficencia (Is 58). La orden de Dios a Abraham: «Camina en mi presencia y sé perfecto» (Gén 17.1), reiterada en Dt 18,13, manifiesta así más y más la riqueza de su contenido.

Práctica de la perfección. Los judíos piadosos, meditando los ejemplos de los antepasados (Sab 10: Eclo 44-49) buscaban la perfección en la observancia de la ley; «Dichosos, perfectos en su camino, los que marchan en la ley de Yahveh» (Sal 119). Pero su misma adhesión al ideal hacía más acuciantes ciertos problemas. Job es modelo de perfección, «hombre íntegro y recto, que teme a Dios y se aleja del mal» (Job 1,1); ¿por qué no le perdona la desgracia? Esta dolorosa pregunta mantenía a las almas abiertas y en espera.

NT. 1. Perfección de la ley. El Evangelio tributa homenaje a esta perfección abierta hacia una espera, como la de los padres de Juan Bautista, «irreprochables» en su fidelidad a la ley (Lc 1,6), o la de Simeón y de Ana. Pero si la práctica de la ley pretende recluirse con complacencia en sí misma, no es ya sino una falsa perfección que suscita la irreductible oposición de Jesús (p.e. Le 18,9-14; Jn 5,44), continuada por la de Pablo (cf. Rom 10,3s; Gál 3,10).

2. Jesús y la perfección. En efecto, la ley debe lograr su cumplimiento y remate en forma muy distinta. Revelando Jesús plenamente que el Dios muy santo es un Dios de amor, da nueva orientación a la exigencia de perfección que suscita la relación con Dios. No se trata ya de una integridad que preservar, sino de los dones de Dios: se trata del amor de Dios que se ha de recibir y propagar.

Jesús no se sitúa entre los «justos» que huyen el contacto con los pecadores: ha venido precisamente por los pecadores (Mt 9,12s). Cierto que es el «cordero sin mancha» (1Pe 1,19), prefigurado por las prescripciones del Levítico, pero toma sobre sí nuestros pecados, por cuya remisión derrama su sangre; así viene a ser nuestro sacerdote «perfecto» (Heb 5, 9s; 7,26ss), capaz de perfeccionarnos también a nosotros (Heb 10,14).

Perfección en la humildad. Por tanto, quien quiera participar de la salvación que él aporta debe reconocerse pecador (Jn 1,8) y renunciar a enorgullecerse de éxito alguno personal, para confiar únicamente en su gracia (Flp 3,7-11; 2Cor 12,9). Sin humildad y desasimiento no se puede seguir a Jesús (Lc 9,23 p; 22, 26s). No todos son llamados a las mismas formas de renuncia efectiva (cf. Mt 19,11s; Act 5,4), pero quien quiera avanzar en la perfección debe caminar generosamente por este camino; la palabra dirigida al joven rico se impone a su atención: «Si quieres ser perfecto, ve, vende lo que tienes… y ven y sígueme» (Mt 21; cf. Act 4,36s).

Perfección del amor. La perfección a que son llamados los hijos de Dios, es la del amor. En el pasaje de Lucas paralelo a Mt 5,48, eh lugar de «perfecto» se lee «miser1Cordioso» (Lc 6,36), y el mismo contexto de Mateo habla también de caridad universal, de amor, extendido incluso al enemigo y al perseguidor. El cristiano debe, sí, guardarse del mal (Mt 5,29s; 1Pe 1,14ss); pero para asemejarse a su Padre (Mt 5,45; Ef 5,1s) debe al mismo tiempo preocuparse por el malo (cf. Rom 5,8), amarlo y, por mucho que le cueste, «vencer el mal a fuerza de bien» (Rom 12,21; 1Pe 3,9).

Perfección y progreso. Esta generosidad conquistadora no se da nunca por satisfecha con el resultado obtenido. La idea de progreso está ahora ya ligada a la de perfección. Los discípulos de Cristo tienen siempre que progresar, que crecer en el amor (Flp 1,9), incluso cuando forman parte de la categoría de los cristianos formados (en griego «los perfectos»; comp. F1p 3,15 y 3,12).

Perfección en la parusía. No cesan de prepararse para el advenimiento de su Señor, esperando que Dios les conceda ser hallados sin reproche cuando llegue ese día (1Tes 3,12s). Tienen empeño en responder al deseo de Cristo, que es el deseo de que entonces se le presente una Iglesia «totalmente resplandeciente…» (Ef 5,27); olvidando lo que ya se ha realizado se dirigen, por tanto, hacia adelante (cf. Flp 3,13), hasta «llegar todos juntos… a constituir el hombre perfecto, en el vigor de la edad, que realiza la plenitud de Cristo» (Ef 4,13).

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Pentecostés

La palabra griega pentecostés significa que la fiesta celebrada ese día tiene lugar cincuenta días después de pascua. El objeto de esta fiesta evolucionó: en un principio fiesta agraria, conmemora en lo sucesivo el hecho histórico de la alianza, para convertirse al fin en la fiesta del don del Espíritu, que inaugura en la tierra la nueva alianza.

AT Y JUDAÍSMO. Pentecostés es – con pascua y los tabernáculos – una de las tres fiestas en que Israel debe presentarse delante de Yahveh en el lugar escogido por él para que habite en él su nombre (Dt 16,16).

En los orígenes es la fiesta de la recolección (siega), día de regocijo y de acción de gracias (Éx 23,16 Núm 28,26; Lev 23,16ss); ese día se ofrecen las primicias de lo que ha producido la tierra (Éx 34,22, donde se da a la fiesta el nombre de fiesta de las semanas, apelación que la sitúa siete semanas después de pascua y de la ofrenda de la primera gavilla: cf. Lev 23,15).

Luego la fiesta es un aniversario. La alianza se había concluido unos cincuenta días (Éx 19,1-6) después de la salida de Egipto, que se celebraba con la pascua; pentecostés vino a ser naturalmente el aniversario de la alianza, sin duda ya el siglo n a. de J.C., pues como tal aparece generalizada a principios de nuestra era según los escritos rabínicos y los manuscritos de Qumrán.

EL PENTECOSTÉS CRISTIANO. 1. La teofanía. El don del Espíritu, con los signos que lo acompañan, el viento, el fuego, se sitúa en la prolongación de las teofanías del AT. Un doble milagro subraya el sentido del acontecimiento: en primer lugar, los apóstoles se expresan en «lenguas» para cantar las maravillas de Dios (Act 2,3); el hablar en lengua es una forma carismática de oración que se registra en las comunidades cristianas primitivas. Este hablar en lengua, aunque de por sí ininteligible (cf. 1Cor 14,1-25), este día es comprendido por las gentes que se hallan presentes; este milagro de audición es un signo de la vocación universal de la Iglesia, puesto que estos oyentes vienen de las regiones más diversas (Act 2,5-11).

Sentido del acontecimiento.

Efusión escatológica del Espíritu. Pedro, citando al profeta Joel, muestra que pentecostés realiza las promesas de Dios: en los últimos tiempos el Espíritu será dado a todos (cf. Ez 36,27). El Precursor había anunciado que estaba presente el que debía bautizar en el Espíritu Santo (Mc 1,8). Y Jesús, después de su resurrección, había confirmado estas promesas: «Dentro de pocos días seréis bautizados en el Espíritu Santo» (Act 1,5).

Coronamiento de la pascua de Cristo. Según la catequesis primitiva. Cristo muerto, resucitado y exaltado a la diestra del Padre acaba su obra derramando el Espíritu sobre la comunidad apostólica (Act 2,23-33). Pentecostés es la plenitud de pascua.

Reunión de la comunidad mesiánica. Los profetas anunciaban que los dispersos serían reunidos en la montaña de Sión y que así la asamblea de Israel estaría unida en torno a Yahveh; pentecostés realiza en Jerusalén la unidad espiritual de los judíos y de los prosélitos de todas las naciones; dóciles a la enseñanza de los apóstoles, comulgan en el amor fraterno en la mesa eucarística (Act 2,42ss).

Comunidad abierta a todos los pueblos. El Espíritu se da con vistas a un testimonio que se ha de llevar hasta los confines de la tierra (Act 1,8); el milagro de audición subraya que la comunidad mesiánica se extenderá a todos los pueblos (Act 2, 5-11). El pentecostés de los paganos (Act 10,44ss) acaba de hacerlo patente. La división operada en Babel (Gén 11,1-9) halla aquí su antítesis y su término.

Partida en misión. El pentecostés que reúne a la comunidad mesiánica es también el punto de partida de su misión: el discurso de Pedro, «de pie con los Once», es el primer acto de la misión dada por Jesús: «Recibiréis una fuerza, el Espíritu Santo… Entonces me seréis testigos en Jerusalén, en toda la Judea y en Samaria, y hasta los confines de la tierra» (Act 1,8).

Los Padres compararon este «bautismo en el Espíritu Santo», una como investidura apostólica de la Iglesia, con el bautismo de Jesús, teofanía solemne al comienzo de su ministerio público. Muestran en pentecostés el don de la nueva ley a la Iglesia (cf. Jer 31,33; Ez 36,27) y la nueva creación (cf. Gén 1,2): estos ternas no se expresan en Act 2, pero se basan en la realidad (la acción interior del Espíritu y la recreación que él efectúa).

Pentecostés, misterio de salvación. Si fue pasajero el aspecto exterior de la teofanía, el don hecho a la Iglesia es definitivo. Pentecostés inaugura el tiempo de la Iglesia, que en su peregrinación al encuentro del Señor recibe constantemente de él el Espíritu que la reúne en la fe y en la caridad, la santifica y la envía en misión. Los Hechos, «evangelio del Espíritu Santo», revelan la actualidad permanente de este don, el carisma por excelencia tanto por el lugar que ocupa el Espíritu en la dirección y en la actividad misionera de la Iglesia (Act 4,8; 13,2; 15,28; 16,6) como por sus manifestaciones más visibles (4,31; 10,44ss). El don del Espíritu califica los « último tiempos», período que comienza en la ascensión y hallará su consumación el último día, cuando retorne el Señor.

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Penitencia, conversión

Dios llama a los hombres a entrar en comunión con él. Ahora bien, se trata de hombres pecadores. Pecadores de nacimiento (Sal 51,7): por la falta del primer padre entró el pecado en el mundo (Rom 5.12) y desde entonces habita en lo más íntimo de su «yo» (7,20). Pecadores por culpabilidad personal, pues cada uno de ellos, «vendido al poder del pecado» (7,14), ha aceptado voluntariamente este yugo de las pasiones pecadoras (cf. 7,5). La respuesta al llamamiento de Dios les exigirá por tanto en el punto de partida una conversión, y luego, a todo lo largo de la vida, una actitud penitente. Por esto la conversión y la penitencia ocupan un lugar considerable en la revelación bíblica..

Sin embargo, el vocabulario que las expresa adquirió sólo lentamente su plenitud de sentido a medida que se iba profundizando la noción del pecado. Algunas fórmulas evocan la actitud del hombre que se ordena deliberadamente a Dios: «buscar a Yahveh» (Am 5,4; Os 10,12), «buscar su rostro» (Os 5,15; Sal 24,6; 27, 8), «humillarse delante de él» (1Re 21,29; 2Re 22,19), «fijar su corazón en él» (1Sa 7,3)… Pero el término más empleado, el verbo silb, traduce la idea de cambiar de rumbo, de volver, de hacer marcha atrás, de volver uno sobre sus pasos. En contexto religioso significa que uno se desvía de lo que es malo y se vuelve a Dios. Esto define lo esencial de la conversión, que implica un cambio de conducta, una nueva orientación de todo el comportamiento. En época tardía se distinguió más entre el aspecto interior de la penitencia y los actos exteriores que determina. Así la Biblia griega emplea conjuntamente el verbo epistrephein, que connota cambio de la conducta práctica, y el verbo metanoein, que atiende más a la vuelta interior (la metanoia es el arrepentimiento, la penitencia). Analizando los textos bíblicos hay que considerar estos dos aspectos distintos, pero estrechamente complementarios.

AT. I. EN LOS ORÍGENES DE LAS LITURGIAS DE PENITENCIA. 1 Ya en la época antigua, en la perspectiva de la doctrina de la alianza, se sabe que el vínculo de la comunidad con Dios puede romperse por culpa de los hombres, ya se trate de pecados colectivos o de pecados individuales que comprometen en cierto modo a la colectividad entera. Así las calamidades públicas son ocasión para una toma de conciencia de las faltas cometidas (Jos 7; 1Sa 5-6). Es cierto que la idea del pecado es con frecuencia bastante burda, como si toda falta material a una exigencia divina fuera capaz de irritar a Yahveh. Para restablecer el vínculo con él y recobrar su favor debe la comunidad en primer lugar castigar a los responsables, lo cual puede llegar hasta la pena de muerte (Éx 32,25-28; Núm 25,7ss; Jos 7,24ss), al menos que haya «rescate» del culpable (1Sa 14,36-45). Por lo demás éste mismo puede ofrecerse a los castigos divinos para que sea salva la comunidad (2Sa 24,17). Además, mientras dura una plaga (o bien para impedir que sobrevenga), se implora el perdón divino con prácticas ascéticas y liturgias penitenciales: se ayuna (Jue 20,26; 1Re 21,8ss), se rasgan los vestidos o se visten las gentes de saco (1Re 20,31s; 2Re 6,30; 19,1s; Is 22,12; cf. Jon 3,5-8), se extienden sobre la ceniza (Is 58,5; cf. 2Sa 12,16). En las reuniones cultuales se dejan oír gemidos y clamores de duelo (Jue 2,4; Jl 1,13; 2,17). Existen formularios de lamentación y de súplica, de los que nuestro salterio conserva más de un ejemplo (cf. Sal 60; 74; 79; 83; Lam 5; etc.). Se recurre a ritos y a sacrificios expiatorios (Núm 16,6-15). Sobre todo, se hace una confesión colectiva del pecado (Jue 10,10; 1Sa 7,6) y eventualmente se recurre a la intercesión de un jefe o de un profeta, por ejemplo, Moisés (Éx 32,30ss).

Las prácticas de este género están atestiguadas en todas las épocas. El profeta Jeremías en persona se verá mezclado en una liturgia penitencial en calidad de intercesor (Jer 14,1-15,4). Después del exilio alcanzarán un desarrollo considerable. El peligro está en que pueden limitarse a algo puramente exterior, sin que el hombre ponga en ello todo su corazón y traduzca luego su penitencia en actos. A este peligro de ritualismo superficial van a oponer los profetas su mensaje de conversión.

EL MENSAJE DE CONVERSIÓN DE LOS PROFETAS. Ya en la época de David la intervención de Natán cerca del rey adúltero anuncia la doctrina profética de la penitencia: David se ve movido a confesar su falta (2Sa 12,13), luego hace penitencia conforme a las reglas y finalmente acepta el castigo divino (12,14-23). Pero el mensaje de conversión de los profetas, sobre todo a partir del siglo viii, se dirigirá al pueblo entero. Israel ha violado la alianza, ha «abandonado a Yahveh y despreciado al Santo de Israel» (Is 1,4); Yahveh tendría derecho a abandonarlo, a menos que se convierta. Así el llamamiento a la penitencia será un aspecto esencial de la predicación profética (cf. Jer 25,3-6).

Amós, profeta de la justicia, no se contenta con denunciar los pecados de sus contemporáneos. Cuando dice que hay que «buscar a Dios» (Am 5,4.6), la fórmula no es solamente cultual. Significa: buscar el bien y no el mal, odiar el mal y amar el bien (5,14s); esto implica una rectificación de la conducta y una práctica leal de la justicia: sólo tal reversión podrá inducir a Dios a «tener piedad del resto de José» (5,15).

Oseas exige igualmente un despego real de la iniquidad y especialmente de la idolatría; promete que a cambio desviará Dios su ira (Os 14,2-9). Estigmatizando las conversiones superficiales que no pueden producir fruto alguno, insiste en el carácter interior de la verdadera conversión, inspirada por el amor (hesed) y el conocimiento de Dios (6, 1-6).

Isaías denuncia en los hombres de Judá pecados de todo género: violaciones de la justicia y desviaciones cultuales, recurso a la política humana, etc. Sólo una verdadera conversión podrá aportar la salvación, pues el culto no es nada (Is 1.11-15: cf. Am 5,21-25) cuando no hay una sumisión práctica a las voluntades divinas: «¡Lavaos! ¡Purificaos! ¡Quitad de mi vista vuestra maldad! ¡Cesad de hacer el mal, aprended a hacer el bien! ¡Buscad lo que es justo, socorred al oprimido, haced justicia al huérfano! (Is 1,16s). Entonces vuestros pecados. de color escarlata, se blanquearán como nieve; purpúreos. se pondrán como lana» (1,18s). Desgraciadamente sabe Isaías que su mensaje topará con el endurecimiento de los corazones (6,10): «Con la conversión y la calma hubierais podido salvaros…, pero no habéis querido» (30.15). El drama de Israel se encaminará por tanto hacia un desenlace catastrófico. Pero Isaías conserva la certidumbre de que «un resto volverá… al Dios fuerte» (10,21; cf. 7.3). El pueblo que sea finalmente beneficiario de la salvación estará formado sólo de convertidos.

3. La insistencia en las disposiciones interiores que se deben ofrecer a Dios se convierte rápidamente en un tópico de la predicación profética: justicia, piedad y humildad, dice Miqueas (Miq 6,8); humildad y sinceridad. resuena el eco de Sofonías (Sof 2,3; 3.12s). Pero es sobre todo Jeremías quien desarrolla ampliamente el tema de la conversión. Si el profeta anuncia las calamidades que amenazan a Judá, es «para que cada uno vuelva de su mal camino y Yahveh pueda perdonar» (Jer 36,3). Efectivamente, los llamamientos al «retorno» jalonan todo el libro; pero siguen precisando las condiciones de este retorno. Israel la rebelde debe «reconocer su falta» si quiere que Dios no tenga ya para ella un rostro severo (3,11s; cf. 2,23). Los hijos rebeldes no deben contentarse con llorar y suplicar confesando sus pecados (3,21-25); deben cambiar de conducta y circuncidar su corazón (4,1-4). Las consecuencias prácticas de un cambio de conducta no se le escapan al profeta (cf. 7,3-11). Por ello llega a dudar que sea posible una conversión real. Los que él llama a tal conversión prefieren seguir el endurecimiento de su mal corazón (18, las; cf. 2,23ss). Lejos de deplorar su maldad se sumergen en ella (8, 4-7). Por eso el profeta no puede menos de anunciar el castigo a Jerusalén inconvertible (13,20-27). Pero no por eso deja de estar cargada de esperanza su perspectiva de porvenir. Día vendrá en que el pueblo abatido acepte el castigo e implore como una gracia la conversión del corazón: « ¡ Hazme volver para que vuelva!» (31,18s). Y Yahveh responderá a esta humilde petición, pues en la nueva alianza «inscribirá su ley en los corazones» (31,33): «Yo les daré un corazón para que conozcan que yo soy Yahveh; ellos serán mi pueblo y yo seré su Dios, pues volverán a mí con todo su corazón» (24,7).

4. Ezequiel, fiel a la misma tradición profética, centra su mensaje, en el momento en que se cumplían las amenazas de Dios, en la conversión necesaria: «Arrojad lejos de vosotros las transgresiones que habéis cometido y haceos un corazón nuevo y un espíritu nuevo. ¿Por qué habríais de morir, casa de Israel? Yo no deseo la muerte de nadie. Convertíos y viviréis» (Ez 18,31s). Cuando precisa el profeta las exigencias divinas, reserva sin duda a las prescripciones cultuales más lugar que sus predecesores (22,1-31), pero también insiste más que ellos en el carácter estrictamente personal de la conversión: nadie puede responder más que por sí mismo, cada cual será retribuido según su propia conducta (3, 16-21; 18; 33,10-20). Sin duda Israel es «una casta de rebeldes» (2, 4-8), pero a estos hombres de corazón duro puede dar Dios como gracia lo que les exige tan imperiosamente: en el tiempo de la nueva alianza les dará un corazón nuevo y pondrá en ellos su espíritu, de modo que se aplicarán a su ley y lamentarán su mala conducta (36,26-31; cf. 11,19s).

5. De Amós a Ezequiel se fue, pues, profundizando en forma constante la doctrina de la conversión paralelamente a la inteligencia del pecado. Al fin del exilio el mensaje de consolación toma nota de la conversión efectiva de Israel, o por lo menos de su resto. La salvación que anuncia es «para los que tienen ansias de justicia, que buscan a Yahveh» (Is 51,1), que «tienen la ley en el corazón» (51,7). A éstos les puede asegurar que «se acabó la servidumbre y está expiado el pecado» (40,2). Dice Yahveh a Israel, su servidor: «He disipado tus pecados como una nube… Vuelve a mí, pues te he rescatado» (44,22). En esta nueva perspectiva, que supone al pueblo de Dios consolidado en la fidelidad, enfoca el profeta una ampliación increíble de las promesas de salvación. Después de Israel se convertirán a su vez las naciones: abandonando sus ídolos se volverán todas hacia el Dios viviente (45,14s.23s; cf. Jer 16,19ss).

La idea seguirá adelante. No sólo el judaísmo postexílico se abrirá a los prosélitos convertidos del paganismo (Is 56,3.6). Los mismos cuadros escatológicos no dejarán ya de mencionar este universalismo religioso (cf. Sal 22,28). El libro de Jonás mostrará incluso la predicación profética dirigida expresa y directamente a los paganos «a fin de que se conviertan y vivan». En el término de tal desarrollo doctrinal se ve cómo se ha profundizado la noción de penitencia; estamos lejos del puro ritualismo que ocupaba todavía demasiado lugar en el antiguo Israel.

LITURGIA DE PENITENCIA Y CONVERSIÓN DEL CORAZÓN. 1. La conversión nacional de Israel fue el doble fruto de la predicación profética y de la prueba del exilio. El exilio fue la ocasión providencial de una toma de conciencia del pecado y de una confesión sincera, como lo registran de común acuerdo los textos tardíos de la literatura deuteronómica (1Re 8,46-51) y de la liturgia sacerdotal (Lev 26,39s). Ahora bien, después del exilio está tan grabada en los espíritus la penitencia que llega a colorar toda la espiritualidad judía. Las antiguas liturgias de penitencia sobreviven (cf. Jl 1-2), pero la doctrina profética ha renovado su contenido. Los libros de la época conservan formularios estereotipados en que se ve a la comunidad «confesar todos los pecados nacionales cometidos desde los orígenes e implorar a cambio el perdón de Dios y el advenimiento de su salvación» (Is 63, 7-64,11; Esd 9,5-15; Neh 9; Dan 9,4-19; Bar 1,15-3,8). Las lamentaciones colectivas del salterio están construidas conforme a este patrón (Sal 79; 106) y todavía es más frecuente el recuerdo de las impenitencias (cf. Sal 95,8-11). Se siente cómo Israel está en tensión en un esfuerzo continuamente renovado, de conversión profunda. Es la época en que las liturgias de expiación adquieren también gran extensión: tan grande es la obsesión del pecado.

2. No menor es el esfuerzo en el plano individual, pues se ha comprendido la lección de Ezequiel. Los salmos de los enfermos y de los perseguidos se orientan más de tina vez a la confesión del pecado (Sal 6,2; 32; 38; 103,3s; 143,1s) y el poeta de Job muestra un sentido muy profundo de la radical impureza del hombre (Job 9,30s; 14,4). La expresión más perfecta de estos sentimientos es el Miserere (Sal 51), en el que la doctrina de la conversión se traduce totalmente en oración: reconocimiento de las faltas (v. 5ss), demanda de purificación interior (v. 3s.9), recurso a la gracia, única que puede cambiar el corazón (v. l2ss), orientación hacia una vida ferviente (v. 15-19). La liturgia de penitencia tiene ahora por centro el sacrificio del «corazón contrito» (v. 18s). Se comprende que los sectarios de Qumrán, formados en la escuela de tal texto y herederos de toda la tradición que le precedía, tuvieran la idea de retirarse al desierto para convertirse sinceramente a la ley de Dios y «prepararle el camino». Si bien su empeño tiene cierta marca de legalismo, no está muy lejos del que vamos a descubrir en el NT.

NT. I. EL ÚLTIMO DE LOS PROFETAS. En el umbral del NT el mensaje de conversión de los profetas reaparece en toda su pureza en la predicación de Juan Bautista, el último de ellos. Lucas resume así su misión: «reducirá numerosos hijos de Israel al Señor su Dios» (Lc 1,16s; cf. Mal 3,24). Una frase condensa su mensaje: Convertíos, pues el reino de los cielos está cerca» (Mt 3,2). La venida del reino abre una perspectiva de esperanza; pero Juan subraya sobre todo el juicio que debe precederla. Nadie podrá sustraerse a la ira que se manifestará el día de Yahveh (Mt 3,7.10.12). De nada servirá pertenecer a la raza de Abraham (Mt 3,9). Todos los hombres deben reconocerse pecadores, producir un fruto que sea digno del arrepentimiento (Mt 3,8), adoptar un comportamiento nuevo apropiado a su estado (Lc 3,10-14). Como signo de esta conversión da Juan un bautismo de agua, que debe preparar a los penitentes para el bautismo de fuego y del Espíritu Santo que dará el Mesías (Mt 3,11 p).

CONVERSIÓN Y ENTRADA EN EL REINO DE DIOS. 1. Jesús no se contenta con anunciar la proximidad del reino de Dios. Comienza por realizarla con poder: con él se inaugura el reino, si bien está todavía orientado hacia misteriosas realizaciones. Pero el llamamiento a la conversión lanzado por el Bautista no pierde por esto nada de su actualidad: Jesús lo reasume en propios términos al comienzo de su ministerio (Mc 1,15; Mt 4,17). Si ha venido, ha sido para «llamar a los pecadores a la conversión» (Lc 5,32); éste es un aspecto esencial del Evangelio del reino. Por lo demás, el hombre que toma conciencia de su estado de pecador, puede volverse a Jesús con confianza, pues «el Hijo del hombre tiene poder para perdonar los pecados» (Mt 9,6 p). Pero el mensaje de conversión tropieza con la suficiencia humana bajo todas sus formas, desde el apego a las riquezas (Mc 10,21-25) hasta la soberbia seguridad de los fariseos (Lc 18,9). Jesús se alza como el «signo de Jonás» en medio de una generación mala, con disposiciones menos buenas para con Dios que en otro tiempo Nínive (Lc 11, 29-32 p). Así eleva contra ella una requisitoria llena de amenazas; los hombres de Nínive la condenarán el día del juicio (Lc 11,32); Tiro y Sidón tendrán una suerte menos rigurosa que las ciudades del Lago (Lc 10,13ss p). La impenitencia actual de Israel es, en efecto, señal del endurecimiento de su corazón (Mt 13, 15 p; cf. Is 6,10). Si los oyentes impenitentes de Jesús no cambian de conducta, perecerán (Lc 13,1-5) a semejanza de la higuera estéril (Lc 13,6-9; cf. Mt 21,18-22 p).

2. Cuando Jesús reclama la conversión no hace alusión alguna a las liturgias penitenciales. Hasta desconfía de los signos demasiado vistosos (Mt 6,16ss). Lo que cuenta es la conversión del corazón que hace que uno vuelva a ser como un niño pequeño (Mt 18,3 p). Luego, el esfuerzo continuo por «buscar el reino de Dios y su justicia» (Mt 6,33). es decir, por regular la propia vida según la nueva ley. El acto mismo de la conversión se evoca con palabras muy expresivas. Si bien Implica una voluntad de transformación moral, es, sobre todo, llamamiento humilde, acto de confianza: «Dios mío, tened piedad de mí, que soy pecador» (Lc 18,13). La conversión es una gracia preparada siempre por la iniciativa divina, por el pastor que sale en busca de la oveja perdida (Lc 15,4ss; cf. 15,8). La respuesta humana a esta gracia se analiza concretamente en la parábola del hijo pródigo, que pone en estupendo relieve la misericordia del Padre (Lc 15,11-32). En efecto, el Evangelio del reino implica esta revelación desconcertante: «Hay más alegría en el cielo por un pecador que se convierte que por noventa y nueve justos que no tienen necesidad de penitencian (Lc 15,7.10). Así también Jesús manifiesta a los pecadores una actitud acogedora que escandaliza a los fariseos (Mt 9,10-13 p; Lc 15,2), pero provoca conversiones; y el Evangelio de Lucas se complace en referir en detalle algunas de estas vueltas a Dios, como la de la pecadora (Lc 7,36-50) y la de Zaqueo (19,5-9).

CONVERSIÓN Y BAUTISMO, Mientras vivía Jesús había ya enviado a sus apóstoles a predicar la conversión anunciando el Evangelio del reino (Mc 6,12). Después de su resurrección les renueva esta misión: irán a proclamar en su nombre el arrepentimiento a todas las naciones con miras a la remisión de los pecados (Lc 24,47), pues los pecados serán remitidos a los que ellos los remitan (Jn 20,23). Los Hechos y las Epístolas nos hacen asistir al cumplimiento de esta orden. Pero, con todo, la conversión adopta diferente cariz según se trate de judíos o de paganos. 1. Lo que se exige a los judíos es ante todo la conversión moral, a la que los había llamado ya Jesús. A este arrepentimiento (metanoia) responderá Dios otorgando el perdón de los pecadores (Act 2,38; 3,19: 5,31); la misma quedará sellada con la recepción del bautismo y el don del Espíritu Santo (Act 2,38). Sin embargo, la conversión debe incluir, al mismo tiempo que una transformación moral, un acto positivo de fe en Cristo: los judíos se volverán (epistrephein) hacia el Señor (Act 3. 19; 9,35). Ahora bien, como lo experimenta bien san Pablo, tal adhesión a Cristo es la cosa más difícil de obtener. Los judíos tienen un vela sobre el corazón. Si se convirtieran. caería el velo (2Cor 3,16). Pero, conforme al texto de Isaías Os 6,9s), su endurecimiento los clava en la incredulidad (Act 28,24-27). Pecadores al igual que los paganos, amenazados como ellos por la ira divina, no comprenden que Dios da prueba de paciencia para inducirlos al arrepentimiento (Rom 2,4). Sólo un resto responde a la predicación apostólica (Rom 11,1-5).

2. El Evangelio halla mejor acogida en las naciones paganas. Desde el bautismo del centurión Cornelio los cristianos de origen judío comprueban con sorpresa que «el arrepentimiento que conduce a la vida se ofrece a los paganos lo mismo que a ellos» (Ate 11,18; cf. 17,30). En realidad se anuncia con éxito en Antioquía y en otras partes (Act 11. 21; 15,3.19); hasta es ése el objeto especial de la misión de Pablo (Act 26.18.20). Pero en este caso, la conversión exige, al mismo tiempo que el arrepentimiento moral (rnetanoia), abandono de los ídolos para volverse (epistrephein) hacia el Dios vivo (Act 14,15; 26,18; 1Tes 1,9), según un tipo de conversión que contemplaba ya el segundo Isaías. Una vez dado este primer paso, los paganos como los judíos son inducidos a «volverse a Cristo, pastor y guardián de sus almas» (1Pe 2,25).

PECADO Y PENITENCIA EN LA IGLESIA. 1. El acto de conversión sellado con el bautismo se cumple de una vez para siempre; su gracia no se puede renovar (Heb 6,6). Ahora bien, los bautizados pueden todavía recaer en el pecado: la comunidad apostólica no tardó en experimentarlo. En este caso el arrepentimiento es todavía necesario si, a pesar de todo, se quiere tener parte en la salvación. Pedro invita a ello a Simón mago (Act 822), Santiago apremia a los cristianos fervientes para que hagan volver a los pecadores de su extravío (Sant 5,19s). Pablo se regocija de que se hayan arrepentido los corintios (2Cor 7,9s), al mismo tiempo que teme que no lo hayan hecho ciertos pecadores (12,21). Urge a Timoteo para que corrija a lis recalcitrantes, esperando que Dios les otorgue la gracia del arrepentimiento (2Tim 2,25). En fin, en los mensajes a las siete Iglesias que abren el Apocalipsis se leen claras invitaciones al arrepentimiento, que suponen destinatarios decaídos del primitivo fervor (Ap 2,5.16.21s; 3;3.19). Sin hablar explícitamente del sacramento de penitencia muestran estos textos que la virtud de penitencia debe tener un lugar en la vida cristiana como prolongación de la conversión bautismal. 2. En efecto, sólo la penitencia prepara al hombre para afrontar el juicio de Dios (cf. Act 17,30s). Ahora bien, la historia está en marcha hacia este juicio. Si su llegada parece tardar, es únicamente porque Dios «usa de paciencia. queriendo que no perezca nadie y que todos, si es posible, lleguen al arrepentimiento» (2Pe 3,9). Pero así como Israel se endureció en la impenitencia en tiempo de Cristo y frente a la predicación apostólica, así también, según el Apocalipsis, los hombres se obstinarán en no comprender el significado de las calamidades que atraviesa su historia y que anuncian el día de la ira: también ellos se endurecerán en la impenitencia (Ap 9,20s), blasfemando el nombre de Dios en lugar de arrepentirse y de darle gloria (16,9.11). No se trata de los miembros de la Iglesia, sino únicamente de los paganos y de los renegados (cf. 21,8). Sombría perspectiva, que el juicio de Dios vendrá a cerrar. Así también urge que los cristianos, por la penitencia, «se salven de esta generación extraviada» (Act 2,40).

Todos los derechos: Vocabulario de teología bíblica, X. Léon-Dufour

Pecado

Casi en cada página habla la Biblia de esta realidad a la que llamamos comúnmente pecado. Los términos con que lo designa el AT son múltiples y están tomados de ordinario de las relaciones humanas: falta, iniquidad, rebelión, injusticias, etc.; el judaísmo añadirá el de deuda, del que también usará el NT; pero todavía más generalmente se presenta al pecador como «quien hace el mal a los ojos de Dios», y «al justo» (saddiq) se opone normalmente el «malvado» (rasa`). Pero la verdadera naturaleza del pecado, su malicia y sus dimensiones aparece, sobre todo, a través de la historia bíblica; en ella aprendemos también que esta revelación sobre el hombre es a la vez una revelación acerca de Dios, de su amor, al que se opone el pecado, y de su misericordia, a cuyo ejercicio da lugar; en efecto, la historia de la salvación no es otra que la de las tentativas de arrancar al hombre de su pecado, repetidas infatigablemente por el Dios creador.

EL PECADO DE LOS ORÍGENES. Entre todos los relatos del AT, el de la caída, con que se abre la historia de la humanidad, ofrece ya una enseñanza de extraordinaria riqueza. Para comprender lo que es el pecado hay que partir de aquí, aun cuando no se pronuncie la palabra pecado.

1. El pecado de Adán se manifiesta aquí como una desobediencia, un acto por el que el hombre se opone consciente y deliberadamente a Dios violando uno de sus preceptos (Gén 3,3); pero más allá de este acto exterior de rebeldía, la Escritura menciona un acto interior del que éste procede: Adán y Eva desobedecieron porque cediendo a la sugestión de la serpiente quisieron «ser como dioses que conocen el bien y el mal» (3.5), es decir, según la interpretación más común, ponerse en lugar de Dios para decidir del bien y del mal: tomándose a sí mismos por medida, pretenden ser dueños únicos de su destino y disponer de sí mismos a su talante; se niegan a depender del que los ha creado, trastornando así la relación que unía al hombre con Dios.

Ahora bien, según Gén 2, esta relación no era únicamente de dependencia, sino también de amistad. El Dios de la Biblia no había negado nada al hombre creado «a su imagen y semejanza» (Gén 1,26s); no se había reservado nada para sí, ni siquiera la vida (cf. Sab 2,23), a diferencia de los dioses evocados por los mitos antiguos. Pero he aquí que por instigación de la serpiente, Eva y luego Adán se ponen a dudar de este Dios infinitamente generoso: el precepto dado para el bien del hombre (cf. Rom 7,10) no sería sino una estratagema inventada por Dios para salvaguardar sus privilegios, y la amenaza añadida al precepto sería sencillamente una mentira: «¡No! ¡no moriréis! Pero Dios sabe que el día en que comáis de este fruto seréis como dioses que conocen el. bien y el mal» (Gén 3,4s). El hombre desconfía de Dios que ha venido a ser su rival. La noción misma de Dios queda trastornada: a la noción del Dios soberanamente desinteresado, como soberanamente perfecto que es, sin que le falte nada, y que sólo puede dar, se opone la de un ser indigente, interesado, totalmente ocupado en protegerse contra su criatura. El pecado, ates de provocar el gesto del hombre, ha corrompido su espíritu; y como lo afecta en su relación misma con Dios, cuya imagen es, no es posible concebir perversión ni trastorno más radical ni extrañarse de que acarree consecuencias tan graves.

2. Las consecuencias del pecado. Todo ha cambiado entre el hombre y Dios. Aun antes de que intervenga el castigo propiamente dicho (Gén 3. 23), Adán y Eva, que hasta entonces gozaban de la familiaridad divina (cf. 2,25), «se esconden de Yahveh Dios entre los árboles» (3,8). La iniciativa vino del hombre; él es quien no quiere ya nada con Dios; la expulsión del paraíso ratificará esta voluntad del hombre; pero éste comprobará entonces que la amenaza no era mentira: lejos de Dios no hay acceso posible al árbol de vida (3,22); no hay más que la muerte, definitiva. El pecado, ruptura entre el hombre y Dios, introduce igualmente una ruptura entre los miembros de la sociedad humana, ya en el paraíso, en el seno mismo de la pareja primordial. Apenas cometido el pecado, Adán se desolidariza, acusándola, de la que Dios le había dado como auxiliar (2,18), «hueso de sus huesos y carne de su carne» (2,23), y el castigo consagra esta ruptura: «La pasión te llevará hacia tu marido y él te dominará» (3,16). En lo sucesivo esta ruptura se extenderá a los hijos de Adán: ahí está el homicidio de Abel (4,8), luego el reinado de la violencia y de la ley del más fuerte que celebra el salvaje canto de Lamec (4,24). Pero no es todo. El misterio del pecado desborda el mundo humano. Entre Dios y el hombre entra en escena un tercer personaje, del que se guardará de hablar el AT, sin duda para evitar que se haga de él un segundo Dios, pero que la sabiduría identificará con el diablo o Satán, y que reaparecerá en el NT.

Finalmente, el relato de este primer pecado no se concluye sin dar al hombre una esperanza. Cierto que la servidumbre a que él se ha condenado creyendo adquirir la independencia, es en sí definitiva; el pecado, una vez entrado en el mundo, no puede menos de proliferar, y a medida que se vaya multiplicando irá realmente disminuyendo la vida hasta cesar completamente con el diluvio (Gén 6,13ss). La iniciativa de la ruptura ha venido del hombre; es evidente que la iniciativa de la reconciliación sólo puede venir de Dios. Pero precisamente desde este primer relato deja Dios entrever que un día tomará esta iniciativa (3,15). La bondad de Dios que el hombre ha despreciado acabará por imponerse;«vencerá al mal con el bien» (Rom 12,21). La Sabiduría precisa que Adán «fue liberado de su falta» (Sab 10. 1). En todo caso el Génesis muestra ya esta bondad en acción: preserva a Noé y a su familia de la universal corrupción y de su castigo (Gén 6, 5-8), a fin de crear con él, por decirlo así, un universo nuevo (8,17.21s, comparados con 1,22.28; 3,17); sobre todo, cuando «las naciones, unánimes en su perversidad, fueron confundidas» (Sab 10,5), la bondad de Dios escogió a Abraham y lo retiró del mundo pecador (Gén 12, 1; cf. Jos 24,2s.14), a fin de que «por él sean benditas todas las naciones de la tierra» (Gén 12,2s, que responde visiblemente a las maldiciones de Gén 3,14ss).

EL PECADO DE ISRAEL. Como el pecado marcó los orígenes de la historia de la humanidad, marca también el de la historia de Israel. Desde su nacimiento revive éste el drama de Adán. A su vez aprende por su propia experiencia y nos enseña lo que es el pecado. Dos episodios parecen particularmente instructivos.

1. La adoración del becerro de oro. Como Adán, y aun más gratuitamente si es posible, Israel fue colmado de los beneficios de Dios. Sin mérito alguno por su parte (Dt 7,7; 9,4ss; Ez 16,2-5), en virtud del solo amor de Dios (Dt 7,8) – pues Israel no era ni más ni menos «pecador» que las otras naciones (cf. Jos 24,2.14; Ez 20,7s.18) -, fue escogido para ser el pueblo particular, privilegiado entre todos los pueblos de la tierra (Éx 19,5), constituido «hijo primogénito de Dios» (4,22). Para liberarlo de la servidumbre de Faraón y de la tierra del pecado (la tierra en la que no se puede servir a Yahveh, según 5,1), Dios multiplicó los prodigios. Ahora bien, en el momento preciso en que Dios «entra en alianzas con su pueblo, se compromete con él entregando a Moisés «las tablas del testimonio» (31,18), el pueblo pide a Aarón: «Haznos un dios que vaya a nuestra cabeza» (32,1). No obstante las pruebas que Dios ha dado de su «fidelidad», Israel lo halla demasiado lejano, demasiado «invisible». No tiene fe en él; prefiere a un diosa su alcance, cuya ira pueda aplacar con «sacrificios», en todo caso un dios al que pueda transportar a su guisa, en lugar de verse obligado a seguirlo y a obedecer a sus mandamientos (cf. 40, 36ss). En lugar de «caminar con Dios», querría que Dios caminara con él. Pecado «original» de Israel, negativa a obedecer, que más profundamente es una negativa a creer en Dios y a abandonarse a él, la primera que menciona Dt 9,7 y que se renovará en realidad con cada una de las innumerables rebeliones del «pueblo de dura cerviz». En particular, cuando más tarde Israel se vea tentado a ofrecer un culto a los «baales» al lado del que tributaba a Yahveh, será siempre porque se negará a ver en Yahveh al único «suficiente», el Dios del que ha recibido la existencia, y a no servir más que a él (Dt 6,13; cf. Mt 4,10). Y cuando san Pablo describa la malicia propia del pecado de idolatría aun entre los paganos, no vacilará en referirse a este primer pecado de Israel (Rom 1,23 = Sal 106,20).

2. Los «sepulcros de la concupiscencia». Inmediatamente después del episodio del becerro de oro recuerda Dt 9,22 otro pecado de Israel que san Pablo evocará también presentándolo como el tipo de los «pecados del desierto» (1Cor 10,6). El sentido del episodio es bastante claro. Al alimento escogido por Dios y distribuido milagrosamente prefiere Israel un manjar de su elección: «¿,Quién nos dará a comer carne?…

Ahora perecemos privados de todo: nuestros ojos no ven más que el maná» (Núm 11,4ss). Israel se niega a dejarse guiar por Dios, a abandonarse a él, a aceptar lo que en la mente de Dios debía constituir la experiencia espiritual del desierto (Dt 8,3; cf. Mt 4,4). Su «concupiscencia» será satisfecha, pero, como Adán, sabrá lo que cuesta al hombre sustituir por sus caminos los caminos de Dios (Núm 11,33).

LA ENSEÑANZA DE LOS PROFETAS. Tal es precisamente la lección que Dios no cesará de repetirle por sus profetas. Al igual que el hombre que pretende construirse él mismo no puede acabar sino en su ruina, así el pueblo de Dios se destruye tan luego se desvía de los caminos que Dios le ha trazado: así aparece el pecado como el obstáculo por excelencia, en realidad el único, para la realización del plan de Dios sobre Israel, para su reinado, para su «gloria», concretamente identificada con la gloria de Israel, pueblo de Dios. El pecado del hombre adquiere una nueva dimensión: afecta no sólo al que peca, sino al pueblo entero. Cierto que en este sentido el pecado del jefe, del rey, del sacerdote reviste una responsabilidad particular y se comprende que sea mencionado con preferencia; pero no exclusivamente. Ya el pecado de Akán había detenido el ejército de todo Israel delante de Ai (Jos 7), y muy a menudo son los pecados del pueblo en su conjunto, a los que los profetas hacen responsables de las desgracias de la nación: «No, la mano de Dios no es demasiado corta para salvar, ni su oído demasiado duro para oír. Pero vuestras iniquidades han zanjado un abismo entre vosotros y Dios» (Is 59,1s).

La denuncia del pecado. Así la predicación de los profetas consistirá en gran parte en denunciar el pecado, el de los jefes (p.e. 1Sa 3,11; 13,13s; 2Sa 12,1-15; Jer 22,13) y el del pueblo: de ahí las enumeraciones de pecados, tan frecuentes en la literatura profética, de ordinario con referencia más o menos directa al Decálogo, y que se multiplican con la literatura sapiencial (p.e. Dt 27, 15-26; Ez 18,5-9; 33,25s; Sal 15; Prov 6,16-19; 30,11-14). El pecado viene a ser una realidad sumamente concreta, y así nos enteramos de lo que es engendrado por el abandono de Yahveh: violencias, rapiñas, juicios inicuos, mentiras, adulterios, perjurios, homicidios, usura, derechos atropellados, en una palabra, toda clase de desórdenes sociales. La «confesión» inserta en Is 59 revela cuáles son concretamente estas «iniquidades» que «han cavado un abismo entre el pueblo y Dios» (59,2): «Nuestros pecados nos están presentes y conocemos nuestros yerros: rebelarse contra Yahveh y renegar de él, desviarse lejos de nuestro Dios, hablar con mala fe y rebeldía y mascullar en el corazón palabras mentirosas. Se deja al lado el juicio y se relega a la justicia, pues la buena fe tropieza en la plaza pública y la rectitud no puede presentarse» (59,13s). Mucho antes hablaba Oseas de la misma manera: «No hay sinceridad, ni amor, ni conocimiento de Dios en el país, sino perjurio y mentira, asesinato y robo, adulterio y violencia, homicidio sobre homicidio» (Os 4,2; cf. Is 1,17; 5,8; 65,6s; Am 4,1; 5,7-15; Miq 2,1s).

La lección es capital: quien pretenda construirse a sí mismo, independientemente de Dios, lo hará ordinariamente a expensas de otros, particularmente de los pequeños y de los débiles. El salmista lo pro-clama: «El hombre que no ha puesto en Dios su fortaleza» (Sal 52,9) «medita el crimen sin cesar» (v. 4), mientras que «el justo se fía del amor de Dios constantemente y para siempre» (v. 10). ¿Y no era ya esto lo que sugería el adulterio de David (2Sa 12)? Pero de este episodio, que se sabe el lugar que ocupaba en la concepción judía del pecado (cf. el Miserere), se desprende otra verdad no menos importante: el pecado del hombre no sólo atenta contra los derechos de Dios, sino que, por decirlo así, le hiere en el corazón.

El pecado, ofensa de Dios. Cierto que el pecador no puede herir a Dios en sí mismo; la Biblia tiene más que suficiente preocupación por la trascendencia divina para recordarlo cuando llega el caso: «Se hacen libaciones a dioses extranjeros para herirme. Pero ¿es acaso a mí a quien hieren? Oráculo de Yahveh. ¿No es más bien a sí mismos para su propia confusión?» (Jer 7,19). «Si pecas, ¿qué le haces? Si multiplicas tus ofensas, ¿le haces algún daño?» (Job 35,6). Pecando contra Dios no logra el hombre sino destruirse a sí mismo. Si Dios nos prescribe leyes, no es en su interés, sino en el nuestro, «a fin de que seamos todos felices y vivamos» (Dt 6,24). Pero el Dios de la Biblia no es el de Aristóteles, indiferente al hombre y al mundo.

Si el pecado no «hiere» a Dios en sí mismo, le hiere primero en la medida en que afecta a los que Dios ama. Así David, «hiriendo con la espada a Urías el hitita y quitándole su mujer», se imaginaba seguramente no haber ofendido más que a un hombre, y éste ni siquiera israelita: había olvidado que Dios se había constituido garante de los derechos de toda persona humana. En nombre de Dios le hace comprender Natán que ha «despreciado a Yahveh» en persona y que será castigado como corresponde (2Sa 12,9s).

Hay más. El pecado, «cavando un abismo entre Dios y su pueblo» (Is 59,2), por eso mismo alcanza a Dios en su designio de amor: «Mi pueblo ha cambiado su gloria por la Impotencia… Me ha abandonado a mí, fuente de agua viva, para cavarse cisternas, cisternas agrietadas que no conservan el agua» (Jer 2,11ss),

A medida que la revelación bíblica vaya descubriendo las profundidades de este amor se podrá comprender en qué sentido real puede el pecado «ofender» a Dios: ingratitud del hijo para con un padre amantísimo (p.e. Is 64,7), y hasta para con una madre que no puede «olvidar el fruto de sus entrañas, aun cuando las madres lo olvidaran» (Is 49,15), sobre todo infidelidad de la esposa, que se prostituye al primero que se presenta, indiferente al amor constantemente fiel de su esposo: «¿Has visto lo que ha hecho Israel, la rebelde?… Yo pensaba: «Después de haber hecho todo esto volverá a mí»; pero no ha vuelto… ¡Vuelve, rebelde Israel!… Ya no tendré para ti un rostro severo, pues soy miser1Cordioso» (Jer 3,7.12; cf. Ez 16; 23).

A este nivel de la revelación el pecado aparece esencialmente como violación de relaciones personales, como la negativa del hombre a dejarse amar por un Dios que sufre de no ser amado, al que el amor ha hecho, por decirlo así, «vulnerable»: misterio de un amor que sólo hallará su explicación en el NT.

El remedio del pecado. Los profetas denuncian el pecado y hacen notar su gravedad sólo para invitar más eficazmente a la conversión. En efecto, si el hombre es infiel, Dios, en cambio, es siempre fiel; el hombre desdeña el amor de Dios, pero Dios no cesa de ofrecerle este amor; todo el tiempo que el hombre es todavía capaz de retorno, le apremia Dios para que vuelva. Como en la parábola del hijo pródigo, todo está ordenado a este retorno deseado, que se daba por supuesto: «Por eso voy a cerrar su camino con espinas, obstruiré su ruta para que no halle ya sus senderos; ella perseguirá a sus amantes y no los alcanzará, los buscará y no los hallará. Entonces dirá: Quiero volver a mi primer marido, pues entonces era más feliz que ahora» (Os 2,8s; cf. Ez 14,11; etc.).

En efecto, si el pecado consiste en rechazar el amor, es claro que no se borrará, no se suprimirá, no se perdonará sino en la medida en que el hombre consienta en amar de nuevo; suponer un «perdón» que pueda dispensar al hombre de volver a Dios, equivaldría a querer que el hombre ame dispensándole a la vez de amar…. El amor mismo de Dios le impide por tanto no exigir este retorno. Si se proclama un «Dios celoso» (Éx 20,5; Dt 5,9; etc.), es que sus celos son efecto de su amor (cf. Is 63,15; Zac 1,14); si pretende procurar él solo la felicidad del hombre creado a su imagen, es que sólo él puede hacerlo. Las condiciones de este retorno se hallarán indicadas bajo las rúbricas expiación, fe, perdón, penitencia- conversión. redención.

La primera condición por parte del hombre consiste evidentemente en que renuncie a su voluntad de independencia, que consienta en dejarse guiar por Dios, en dejarse amar, con otras palabras, que renuncie a lo que constituye el fondo mismo de su pecado. Ahora bien, el hombre se hace cargo de que precisamente esto se halla fuera de su poder. Para que se perdone al hombre no basta con que Dios se digne no rechazar a la esposa infiel; hace falta más: «Haznos volver y volveremos» (Lam 5,21). Dios mismo irá, pues, en busca de las ovejas dispersas (Ez 34); dará al hombre un «corazón nuevo», un «espíritu nuevo», «su propio Espíritu» (Ez 36,26s). Será «la nueva alianza», en que la ley no estará ya inscrita en tablas de piedra, sino en el corazón de los hombres (Jet 31,31ss; cf. 2Cor 3,3). Dios no se contentará con ofrecer su amor y con exigir el nuestro: «Yahveh, tu Dios, circuncidará tu corazón y el corazón de tu posteridad, de modo que ames a Yahveh tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma, a fin de que vivas» (Dt 30,6). Por eso el salmista, confesando su pecado, suplica a Dios mismo que le «lave», le «purifique», «cree en él un corazón puro» (Sal 51), persuadido de que la justificación del pecado reclama un acto estrictamente divino, análogo al acto creador. Finalmente, el AT anuncia que esta transformación interior del hombre que lo arranca a su pecado se efectuará gracias a la oblación sacrificial de un siervo misterioso, cuya verdadera identidad no habría podido sospechar nadie antes de la realización de la profecía.

LA ENSEÑANZA DEL NT. El NT revela que este siervo venido para «librar al hombre del pecado» no es otro que el propio Hijo de Dios. No debe, pues, sorprender que el pecado no ocupe aquí menos lugar que en el AT, y sobre todo que la revelación plena de lo que ha hecho el amor de Dios para acabar con el

pecado, permita descubrir su verdadera dimensión y a la vez su papel en el plan de la Sabiduría divina.

1. Jesús y los pecadores.

a) Desde el comienzo de la catequesis sinóptica vemos a Jesús en medio de los pecadores. En efecto, para ellos había venido, no para los justos (Mc 2,17). Utilizando el vocabulario judío de la época les anuncia que sus pecados les son «remitidos», condonados. No ya que asimilando así el pecado a una «deuda» y hasta empleando a veces el término (Mt 6,12; 18,23ss), entienda sugerir que pueda ser perdonado por un acto de Dios que no exija en absoluto transformación del espíritu y del corazón del hombre. Jesús, como los profetas y como Juan Bautista (Mc 1,4), predica la conversión, un cambio radical del espíritu que ponga al hombre en la disposición de acoger el favor divino, de dejarse mover por Dios: «El reino de Dios está próximo: arrepentíos y creed en la buena nueva» (Mc 1, 15). En cambio, delante de quien rechaza la luz (Mc 3,29 p) o se imagina no tener necesidad de perdón, como el fariseo de la parábola (Lc I8,9ss), Jesús se siente impotente.

Por eso, también como los profetas, denuncia el pecado dondequiera que se halle, aun en los que se creen justos porque observan las prescripciones de una ley exterior. Porque el pecado está en el interior del corazón, de donde «salen los pensamientos malos, las fornicaciones, los hurtos, los homicidios, los adulterios, las codicias, las maldades, el fraude, la impureza, la envidia, la blasfemia, la altivez, la insensatez: cosas todas que salen de dentro y manchan al hombre» (Mc 7,21ss p). Es que Jesús vino a «cumplir la ley» en su plenitud, muy lejos de abolirla (Mt 5,17); el discípulo de Jesús no puede contentarse con «la justicia de los escribas y de los fariseos» (5, 20); cierto que la justicia de Jesús se reduce finalmente al solo precepto del amor (7,12); pero el discípulo, viendo obrar a su maestro aprenderá poco a poco lo que significa «amar» y correlativamente lo que es el pecado, negativa al amor.

Y en particular lo aprenderá oyendo a Jesús revelarle la inconcebible misericordia de Dios para con el pecador. Pocos pasajes del NT manifiestan mejor que la parábola del hijo pródigo – por lo demás tan afina la enseñanza profética – en qué sentido el pecado es una ofensa de Dios y cuán absurdo sería concebir un perdón de Dios que no implicara el retorno del pecador. Más allá del acto de desobediencia que se puede suponer – aun cuando el hermano mayor sólo hace alusión a ella para oponerla a su propia obediencia -, lo que «contrista» al padre es la partida de su hijo, esa voluntad de no ser ya hijo, de no permitir ya que su padre le ame eficazmente: ha «ofendido» a su padre privándole de su presencia de hijo. ¿Cómo podría «reparar» esta ofensa si no es con su retorno, aceptando de nuevo que se le trate como a hijo? Por eso la parábola subraya el gozo del padre. Fuera de tal retorno no se puede concebir perdón alguno; o más bien el padre había ya perdonado desde el principio, pero el perdón no afecta eficazmente al pecado del hijo sino en el retorno y por el retorno de éste.

Ahora bien, esta actitud de Dios frente al pecado todavía la revela más Jesús con sus actos que con sus palabras. No sólo acoge a los pecadores con el mismo amor y con la misma delicadeza que el padre de la parábola (p.e. Lc 7,36ss; 19,5; Mc 2,15ss; Jn 8,10s), exponiéndose a escandalizar a los testigos de tal misericordia, tan incapaces de comprenderla como lo había sido el hijo mayor (Le 15,28ss). Además de esto actúa directamente contra el pecado: él el primero triunfa de Satán en la ocasión de la tentación; durante su vida pública arranca ya a los hombres a este influjo del diablo y del pecado que constituyen la enfermedad de la posesión (cf. Mc • 1,23), inaugurando así el papel del siervo (Mt 8,16s) antes de «entregar su vida como rescate» (Mc 10,45) y «derramar su sangre, la sangre de la alianza, por una multitud para remisión de los pecados» (Mt 26,28).

El pecado del mundo. San Juan, aunque conoce la expresión tradicional de «remisión de los pecados» (Jn 20,23; 1Jn 2,12), habla más bien de Cristo que viene a «quitar el pecado del mundo» (Jn 1,29). Más allá de los actos singulares percibe la realidad misteriosa que los engendra: un poder de hostilidad a Dios y a su reinado con el que se ve enfrentado Cristo.

Esta hostilidad se manifiesta primero concretamente en el repudio voluntario de la luz. El pecado tiene la opacidad de las tinieblas: «La luz vino al mundo y los hombres amaron más las tinieblas que la luz porque sus obras eran malas» (Jn 3,19). El pecador se opone a la luz porque la teme, «por temor de que se descubran sus obras». La odia: «Todo el que hace el mal odia la luz» (3,20). Ceguera voluntaria, ceguera amada, porque no se reconoce como tal: «Si fuerais ciegos, estaríais sin pecado. Pero vosotros decís: Nosotros vemos. Vuestro pecado permanece» (9,40).

Una ceguera tan obstinada no se explica sino por el influjo perverso de Satán. En efecto, el pecado hace esclavos de Satán: «Todo el que comete el pecado es esclavo» (Jn 8,34). Como el cristiano es hijo de Dios, el pecador es «hijo del diablo, pecador desde el principio» y «hace sus obras» (1Jn 3, 8-10). Ahora bien, entre estas obras señala Juan dos, el homicidio y la mentira: «Desde el principio es homicida y no estaba establecido en la verdad porque en él no hay verdad; cuando dice sus mentiras las saca de su propio fondo porque es mentiroso y padre de la mentira» (Jn 8,44). Homicida lo fue infligiendo la muerte al hombre (cf. Sab 2,24) y también inspirando a Caín que matara a su hermano (1Jn 3,12-15); lo es actualmente inspirando a los judíos que den muerte al que les dice la verdad: «Vosotros queréis matarme a mí, que os digo la verdad que he oído a Dios… Vosotros hacéis las obras de vuestro padre y queréis realizar los deseos de vuestro padre» (Jn 8,39-44).

Homicidio y mentira, por su parte, no se explican sino por el odio. A propósito del diablo 1a Escritura hablaba de envidia (Sab 2, 24); Juan no vacila en nombrar al odio: al igual que el incrédulo obstinado «odia la luz» (Jn 3,20), así los judíos odian a Cristo y a Dios, su padre (15,22s): los judíos, es decir, el mundo esclavizado por Satán, todo el que se niega a reconocer a Cristo. Y este odio acabará de hecho en el homicidio del Hijo de Dios (8,37).

Tal es la dimensión de este pecado del mundo de que triunfa Jesús. Puede hacerlo porque él mismo no tiene pecado (Jn 8,46; cf. 1Jn 3. 5), es «uno» con Dios su Padre (Jn 10,30), pura «luz» «en quien no hay tinieblas» (1,5; 8,12), verdad sin huella alguna de mentira o de falsedad (1,14; 8,40), finalmente, y sobre todo quizás, «amor», pues «Dios es amor» (Jn 4,8), y si durante su vida no cesó de amar, su muerte será un acto de amor tal que no se pueda concebir otro mayor, la «consumación» del amor (Jn 15,13; cf. 13,1; 19,30). Así esta muerte fue una victoria sobre «el príncipe de este mundo». Éste cree dirigir el juego; pero contra Jesús no puede nada (14,30) y él es quien «es derrocado» (12,31). Jesús venció al mundo (Jn 16,33).

Lo que lo prueba, no es sólo el que Jesús pueda «volver a tomar la vida que ha dado» (Jn 10,17); quizá lo es todavía más el que haga partícipes de su victoria a sus discípulos: el cristiano, hecho «hijo de Dios» por haber acogido a Jesús (1,12), «no comete el pecado porque ha nacido de Dios» (1Jn 3,9); más aún: en tanto permanece en él la «semilla divina», es decir, probablemente, como se expresa san Pablo, «en tanto se deja mover por el Espíritu de Dios» (Rom 8,14s; cf. Gál 5,16) «no puede pecar». En efecto, Jesús «quita el pecado del mundo» precisamente comunicándole el Espíritu, simbolizado por el agua misteriosa que brotó del costado abierto del crucificado como la fuente de que hablaba Zacarías, «abierta a la casa de David para el pecado y la impureza » (Jn 19,30-37; cf. Zac 12,10; 13,1). Cierto que el cristiano, aun nacido de Dios, puede recaer en el pecado (1Jn 2,1); pero «Jesús se hizo propiciación por nuestros pecados» (Un 2,2) y comunicó el Espíritu a los apóstoles a fin de que pudieran «remitir los pecados» (Jn 20,22s).

La teología del pecado según san Pablo. Merced a un vocabulario más rico puede Pablo distinguir todavía más netamente el «pecado» (gr. hamartía, en singular), y los «actos pecaminosos», llamados con preferencia, fuera de las fórmulas tradicionales, «faltas» (liter. «caídas», gr. paraptó ma) o «transgresiones (gr. parabasis), sin querer por eso disminuir lo más mínimo la gravedad de estos últimos. Así el pecado cometido por Adán en el paraíso, del que se sabe la importancia que le da san Pablo, es denominado sucesivamente «transgresión», «falta», «desobediencia» (Rom 5,14.17.19).

En todo caso, en su moral el acto pecaminoso no ocupa ciertamente un puesto menor que en los Sinópticos, como lo muestran las listas de pecados, tan frecuentes en sus epístolas: 1Cor 5,10s; 6,9s; 2Cor 12,20; Gál 5,19-21; Rom 1,29- 31; Col 3,5-8; Ef 5,3; 1Tim 1,9; Tit 3,3; 2Tim 3, 2-5. Todos estos pecados excluyen del reino de Dios, como se dice a veces explícitamente (1Cor 6,9; Gál 5,21). Ahora bien, aquí se puede observar, exactamente como en las listas análogas del AT, la relación en que se ponen los desórdenes sexuales, la idolatría y las injusticias sociales (cf. Rom 1,21-32 y las listas de 1Cor, Gál, Col, Ef). Nótese igualmente la gravedad atribuida por Pablo a la «codicia» (gr. pleonexía), ese pecado que consiste en querer «poseer siempre más», vicio que los antiguos latinos llamaban avaricia y que se asemeja mucho a lo que el Decálogo (Éx 20,17) prohibía bajo el mismo nombre de «codicia» (cf. Rom 7,7): Pablo no se contenta con relacionar este pecado con la idolatría, sino que lo identifica: «esta codicia que es idolatría» (Col 3,5; cf. Ef 5,5).

Más allá de los actos pecaminosos se remonta Pablo a su principio: en el hombre pecador son la expresión y la exteriorización de la fuerza hostil a Dios y a su reinado de que hablaba san Juan. El mero hecho de que Pablo le reserve prácticamente el término de pecado (en singular) le da ya un relieve especial. Pero el Apóstol se aplica sobre toda a describir ya su origen en cada uno de nosotros, ya sus efectos, con la suficiente precisión para ofrecer un esbozo de una verdadera teología del pecado.

El pecado, presentado como un poder personificado, hasta el punto de parecer a veces confundirse con el personaje de Satán, el «Dios de este mundo» (2Cor 4,4), se distingue, sin embargo, de él: pertenece al hombre pecador, es algo interior a él. Introducido en el género humano por la desobediencia de Adán (Rom 5,12-19) y como por repercusión, en el mismo universo material (Rom 8, 20; cf. Gén 3,17), el pecado pasó a todos los hombres sin excepción, arrastrándolos a todos a la muerte eterna separación de Dios, tal como la sufren los condenados en el infierno; independientemente de la redención forman todos según el dicho de san Agustín – exacto con tal que se comprenda bien- una massa damnata. Y Pablo se complace en describir por extenso esta situación del hombre «vendido al poder del pecado» (Rom 7,14), capaz todavía de «simpatizar» con el bien (7,16.22) y hasta de «desearlo» (7, 15.21), lo que prueba que no todo está en él corrompido, pero absolutamente incapaz de realizarlo (7,18) y por tanto necesariamente destinado a la muerte eterna (7,24), «salario», o mejor todavía, «desemboque», «remate» del pecado (6,21-23).

Tales afirmaciones hacen que a veces se acuse al Apóstol de exageración y de pesimismo. Esto es olvidar que Pablo, al formularlas, hace abstracción de la gracia de Cristo: su argumentación misma le fuerza a ello, dado que subraya la universalidad del pecado y su tiranía con el solo fin de establecer la impotencia de la ley y de encarecer la absoluta necesidad de la obra liberadora de Cristo. Más aún: Pablo sólo recuerda la solidaridad de la humanidad entera con Adán para revelar otra solidaridad muy superior, la de la humanidad entera con Jesucristo; en la mente de Dios Jesucristo, el antitipo, es primero (Rom 5,14); esto equivale a decir que el pecado de Adán y sus consecuencias sólo fueron permitidos porque Jesucristo debía triunfar de ellos y con tal sobreabundancia que aun antes de exponer las semejanzas entre el papel del primer Adán y el del segundo (5, 17ss), tiene Pablo empeño en marcar las diferencias (5,15s).

En efecto, la victoria de Cristo sobre el pecado no es para Pablo menos esplendente que para Juan. El cristiano justificado por la fe y el bautismo (Gál 3,26ss; cf. Rom 3, 21ss; 6,2ss) ha roto totalmente con el pecado; muerto al pecado, ha venido a ser, con Cristo muerto y resucitado, un ser nuevo (Rom 6,5), una «nueva criatura» (2Cor 5,17); no está ya «en la carne», sino «en el Espíritu» (Rom 7,5; 8,9), si bien puede, todo el tiempo que vive en un «cuerpo mortal», recaer bajo el imperio del pecado y «ceder a sus concupiscencias» (6,12), si se niega a «caminar según el Espíritu» (8,4).

Dios no solamente triunfa del pecado. Su sabiduría «de infinitos recursos» (Ef 3,10) obtiene esta victoria utilizando el pecado. Lo que era el obstáculo por excelencia al reinado de Dios y a la salvación del hombre desempeña su papel en la historia de esta salvación. En efecto, precisamente a propósito del pecado habla Pablo de la «sabiduría de Dios» (1Cor 1,21-24; Rom 11,33). Particularmente meditando sobre el pecado que fue sin duda para su corazón la herida más punzante (Rom 9,2) y en todo caso un escándalo para su espíritu, la incredulidad de Israel, comprendió que esta infidelidad, por lo demás parcial y provisional (Rom 11,25), entraba en el designio salvífico de Dios sobre el género humano y que «Dios no había incluido a todos los hombres en la desobediencia sino para usar de misericordia con todos» (Rom 11,32; cf. Gál 3,22). Así exclama con una admiración llena de reconocimiento: «¡Oh abismo de la riqueza, de la sabiduría y de la ciencia de Dios ! ¡Cuán insondables son sus decretos y cuán incomprensibles sus caminos!» (Rom 11,33).

Pero este misterio de la sabiduría divina que utiliza para la salvación del hombre hasta su mismo pecado no se revela en ninguna parte más claramente que en la pasión del Hijo de Dios. En efecto, si Dios Padre «entregó a su Hijo» a la muerte (Rom 8,32), fue para ponerlo en tales condiciones que pudiera realizar el acto de obediencia y de amor más grande que se puede concebir, y operar así nuestra redención pasando él el primero de la condición carnal a la condición espiritual. Ahora bien, las circunstancias de esta muerte, ordenadas a crear las condiciones más favorables de tal acto, son todas efecto del pecado del hombre: traición de Judas, abandono de los apóstoles, cobardía de Pilato, odio de las autoridades de la nación judía, crueldad de los verdugos, y más allá del drama visible, nuestros propios pecados, para cuya expiación muere. Para que pudiera amar como ningún hombre ha amado jamás, quiso Dios que su Hijo se hiciera vulnerable al pecado del hombre, que fuera sometido a los efectos maléficos del poder de muerte que es el pecado, a fin de que nosotros fuésemos, gracias a este acto supremo de amor, sometidos a los efectos benéficos del poder de vida que es la justicia de Dios (2Cor 5,21). Tan cierto es que «Dios hace que todo concurra al bien de los que le aman» (Rom 8,28), todo, incluso el pecado.

Todos los derechos: Vocabulario de teología bíblica, X. Léon-Dufour

Paz

El hombre ansía la paz desde lo más profundo de su ser. Pero a veces ignora la naturaleza del bien que tan ansiosamente anhela, y los caminos que sigue para alcanzarlo no son siempre los caminos de Dios. Por eso debe aprender de la historia sagrada en qué consiste la búsqueda de la verdadera paz y oír proclamar por Dios en Jesucristo el don de esta verdadera paz.

LA PAZ, FELICIDAD PERFECTA. Para apreciar en su pleno valor la realidad designada por la palabra hay que percibir el sabor de la tierra latente en la expresión semítica aun en su concepción más espiritual, y en la Biblia hasta el último libro del NT.

1. Paz y bienestar. La palabra hebrea shalóm deriva de una raíz que, según sus empleos, designa el hecho de hallarse intacto, completo (Job 9,4), por ejemplo, acabar una casa (1Re 9,25), o el acto de restablecer las cosas en su prístino estado, en su integridad, por ejemplo, «apaciguar» a un acreedor (Éx 21,34), cumplir un voto (Sal 50,14). Por tanto la paz bíblica no es sólo el «pacto»

que permite una vida tranquila, ni el «tiempo de paz» por oposición al «tiempo de guerra» (Ecl 3,8; Ap 6,4); designa el bienestar de la existencia cotidiana, el estado del hombre que vive en armonía con la naturaleza, consigo mismo, con Dios; concretamente, es bendición, reposo, gloria, riqueza, salvación, vida.

Paz y felicidad. «Tener buena salud» y «estar en paz» son dos expresiones paralelas (Sal 38,4); para preguntar cómo está uno, si se halla bien, se dice: «¿Está en paz?» (2Sa 18,32; Gén 43,27); Abraham, que murió en una vejez dichosa y saciado de días (Gén 25,8), partió en paz (Gén 15,15; cf. Lc 2,29). En sentido más lato la paz es la seguridad. Gedeón no debe ya temer la muerte ante la aparición celestial (Jue 6,23; cf. Dan 10,19); Israel no tiene ya que temer a enemigos gracias a Josué, el vencedor (Jos 21,44; 23,1), a David (2Sa 7,1), a Salomón (1Re 5, 4; 1Par 22,9; Eclo 47,13). Finalmente, la paz es concordia en una vida fraterna: mi familiar, mi amigo, es «el hombre de mi paz» (Sal 41,10; Jer 20,10); es confianza mutua, con frecuencia sancionada por una alianza (Núm 25,12; Eclo 45,24) o por un tratado de buena vecindad (Jos 9,15; Jue 4,17; 1Re 5,26; Lc 14,32; Act 12,20).

Paz y «salud». Todos estos bienes, materiales y espirituales, están comprendidos en el saludo, en el deseo de paz (el salamalec de los árabes). con el que en el AT y en el NT se saluda, se dice «buenos días» o «adiós» ya en la conversación (Gén 26,29; 2Sa 18,29), ya por carta (p.e. Dan 3, 98; Flm 3). Ahora bien, si se debe desear la paz o informarse sobre las disposiciones pacíficas del visitante (2Re 9,18), es que la paz es un estado que se ha de conquistar o defender; es victoria sobre algún enemigo. Gedeón o Ajab esperan regresar en paz, es decir, vencedores de la guerra (Jue 8,9; 1Re 22,27s); asimismo se desea el éxito de una exploración (Jue 18,5s), el triunfo sobre la esterilidad de Ana (1Sa 1,17), la curación de las heridas (Jer 6.14; Is 57,18s); finalmente, se ofrecen «sacrificios pacíficos» (salutaris hostia), que significan la comunión entre Dios y el hombre (Lev 3,1).

Paz y justicia. La paz, en fin, es lo que está bien por oposición a lo que está mal (Prov 12,20; Sal 28,3; cf. Sal 34,15). «No hay paz para los malvados» (Is 48,22); por el contrario, «ved al hombre justo: hay una posteridad para el hombre de paz» (Sal 37,37); «los humildes poseerán la tierra y gustarán las delicias de una paz insondable» (Sal 37,11; cf. Prov 3,2). La paz es la suma de los bienes otorgados a la justicia: tener una tierra fecunda, comer hasta saciarse, vivir en seguridad, dormir sin temores, triunfar de los enemigos, multiplicarse, y todo esto en definitiva porque Dios está con nosotros (Lev 26,1-13). La paz, pues, lejos de ser solamente una ausencia de guerra, es plenitud de dicha.

LA PAZ, DON DE Dios. Si la paz es fruto y signo de la justicia, ¿cómo, pues, están en paz los impíos (Sal 73,3)? La respuesta a esta pregunta acuciante se dará a lo largo de la historia sagrada: la paz, concebida en primer lugar como felicidad terrenal, aparece como un bien cada vez más espiritual por razón de su fuente celestial.

1. El Dios de paz. Ya en los comienzos de la historia bíblica se ve a Gedeón construir un altar a «Yahveh Ñalom» (Jue 6,24). Dios, que domina en el cielo puede, en efecto, crear la paz (Is 45,7). De él se espera, pues, este bien. «Yahveh, es grande, que quiere la paz de su servidor» (Sal 35,27): bendice a Israel (Núm 6,26), su pueblo (Sal 29,11), la casa de David (1Re 2,33), el sacerdocio (Mal 2,5). En consecuencia, quien confía en él puede dormirse en paz (Sal 4,9; cf. Is 26,3). «¡Haced votos por la paz de Jerusalén! Vivan en seguridad los que te aman» (Sal 122, 6; cf. Sal 125,5; 128,6).

Da pacem, Domine! Este don divino lo obtiene el hombre por la oración confiada, pero también por una «actividad de justicia», pues Dios quiere que coopere a su establecimiento en la tierra, cooperación que se muestra ambigua a causa del pecado siempre presente. La historia del tiempo de los jueces es la de Dios que suscita libertadores encargados de restablecer esa paz que Israel ha perdido por sus faltas. David piensa haber realizado su cometido una vez que ha liberado al país de sus enemigos (2Sa 7,1). El rey ideal, se llama Salomón, rey pacífico (1Par 22,9), bajo cuyo reinado se unen fraternamente los dos pueblos del norte y del sur (1Re 5).

La lucha por la paz.

a) El combate profético. Ahora bien, este ideal se corrompe pronto, y los reyes tratan de procurarse la paz, no como fruto de la justicia divina, sino con alianzas políticas, con frecuencia impías. Conducta ilusoria, que parece autorizada por la palabra de apariencia profética de ciertos hombres, menos solícitos de escuchar a Dios que «de tener algo que meterse en la boca» (Miq 3,5): en pleno estado de pecado osan proclamar una paz durable (Jer 14,13). Hacia el año 850 Miqueas, hijo de Yimla, se alza para disputar a estos falsos profetas la palabra y la realidad de la paz (1Re 22,13-28). La lucha se hace muy viva con ocasión del sitio de Jerusalén (cf. Jer 23,9-40). El don de la paz requiere la supresión del pecado y por tanto un castigo previo. Jeremías acusa: «Curan superficialmente la llaga de mi pueblo diciendo: ¡Paz! ¡Paz! Y sin embargo, no hay paz» Jer 6,14). Ezequiel clama: ¡Basta de revoques! La pared tiene que caer (Ez 13,15s). Pero una vez que ésta se ha derrumbado, los que profetizaban desgracias, seguros ya de que no hay ilusión posible, proclaman de nuevo la paz. A los exilados anuncia Dios: «Yo, sí, sé el designio que tengo sobre vosotros, designio de paz y no de desgracia: daros porvenir y esperanza» (Jer 29,11; cf. 33,9). Se concluirá una alianza de paz, que suprima las bestias feroces, garantice seguridad, bendición (Ez 34,25- 30), pues, dice Dios, «yo estaré con ellos» (Ez 37,26).

La paz escatológica. Esta controversia sobre la paz está latente en el conjunto del mensaje profético. La verdadera paz se despeja de sus limitaciones terrenales y de sus falsificaciones pecadoras, convirtiéndose en un elemento esencial de la predicación escatológica. Los oráculos amenazadores de los profetas terminan ordinariamente con un anuncio de restauración copiosa (Os 2,20…; Am 9,13…; etc.). Isaías sueña con el «príncipe de la paz» (Is 9,5; cf. Zac 9,9s), que dará una «paz sin fin» (Is 9,6), abrirá un nuevo paraíso, pues «él será la paz» (Miq 5,4). La naturaleza está sometida al hombre, los dos reinos separados se reconciliarán, las naciones vivirán en paz (Is 2,2…; 11,1…; 32,15-20; cf. 65,25), «el justo florecerá» (Sal 72,7). Este evangelio de la paz (Nah 2,1), la liberación de Babilonia (Is 52,7; 55. 12), es realizado por el siervo doliente (53,5), que con su sacrificio anuncia cuál será el precio de la paz. Así pues, «¡ paz al que está lejos y al que está cerca! Las heridas serán curadas» (57,19). Los gobernantes del pueblo serán paz y justicia (60,17): «Voy a derramar sobre ella la paz como río, y la gloria de las naciones como torrente desbordado» (66, 12; cf. 48,18; Zac 8,12).

Finalmente, la reflexión sapiencial aborda la cuestión de la verdadera paz. La fe afirma,: «Gran paz para los que aman tu ley; nada es para ellos escándalo» (Sal 119,165); pero los acontecimientos parecen contradecirla (Sal 73,3) suscitando el problema de la retribución. Éste sólo quedará plenamente resuelto (Eclo 44,14) con la creencia en la vida futura perfecta y personal: «Las almas de los justos están en la mano de Dios… A los ojos de los insensatos parecen muertos… pero están en paz» (Sab 3,1ss), es decir, en la plenitud de los bienes, en la bienaventuranza.

LA PAZ DE CRISTO. La esperanza de los profetas y de los sabios se hace realidad concedida en Jesucristo, pues el pecado es vencido en él y por él; pero en tanto que no muera el pecado en todo hombre, en tanto que no venga el Señor el último día, la paz sigue siendo un bien venidero; el mensaje profético conserva, pues, su valor: «el fruto de la justicia se siembra en la paz por los que practican la paz» (Sant 3,18; cf. Is 32,17). Tal es el mensaje que proclama el NT, de Lucas a Juan, pasando por Pablo.

1. El evangelista Lucas quiere en forma especial trazar el retrato del rey pacífico. A su nacimiento anunciaron los ángeles la paz a los hombres, a los que Dios ama (Lc 2,14); este mensaje, repetido por los discípulos gozosos que escoltan al rey a su entrada en su ciudad (19,38), no quiere acogerlo Jerusalén (19,42). En la boca del rey pacífico los votos de paz terrena se convierten en un anuncio de salvación: como buen judío, dice Jesús: «¡Vete en paz!», pero con esta palabra devuelve la salud a la hemorroísa (8,48 p), perdona los pecados a la pecadora arrepentida (7,50), marcando así su victoria sobre el poder de la enfermedad y del pecado. Como él, los discípulos ofrecen a las ciudades, junto con su saludo de paz, la salvación en Jesús (10,5-9). Pero esta salvación viene a trastornar la paz de este mundo: «¿Pensáis que he venido a traer la paz a la tierra? No, sino la división» (12.51). De este modo Jesús no se contenta con proferir las mismas amenazas que los profetas contra toda seguridad engañosa (17,26-36; cf. 1Tes 5,3), sin que separa los miembros de una misma familia. Según el decir del poeta cristiano, no vino a destruir la guerra, sino a sobreañadir la paz, la paz de pascua que sigue a la victoria definitiva (Lc 24,36). Así pues, los discípulos irradiarán hasta los confines del mundo la pax israelitica (cf. Act 7,26; 9,31: 15,23), que en el plano religioso es como una transfiguración de la pax romana (cf. 24,2), pues Dios anunció la paz por Jesucristo mostrándose «el Señor de todos» (10,36).

Pablo, uniendo ordinariamente en los saludos de sus cartas la gracia a la paz, afirma así su origen y su estabilidad. Manifiesta sobre todo el nexo que tiene con la redención. Cristo, que es «nuestra paz», hizo la paz, reconcilió a los dos pueblos uniéndolos en un solo cuerpo (Ef 2,14-22), «reconcilió a todos los seres consigo, tanto a los de la tierra como a los del cielo, haciendo la paz por la sangre de su cruz» (Col 1, 20). Así pues, como «estamos reunidos en un mismo cuerpo»,:la paz de Cristo reina en nuestros corazones» (Col 3,15), gracias al Espíritu que crea en nosotros un vínculo sólido (Ef 4,3). Todo creyente, justificado, está en paz por Jesucristo con Dios (Rom 5,1), el Dios de amor y de paz (2Cor 13,11), que lo santifica «a fondo» (1Tes 5,23). La paz, como la caridad y el gozo, es fruto del Espíritu (Gál 5,22; Rom 14,17), es la vida eterna anticipada acá abajo (Rom 8,6), rebasa toda inteligencia (Flp 4,7), subsiste en la tribulación (Rom 5,1-5), irradia en nuestras relaciones con los hombres (1Cor 7,15; Rom 12,18; 2Tim 2,22), hasta el día en que el Dios de paz que resucitó a Jesús (Heb 13,20), habiendo destruido a Satán (Rom 16,20), restablezca todas las cosas en su integridad original.

Juan explicita todavía más la revelación. Para él, como para Pablo, es la paz fruto del sacrificio de Jesús (Jn 16,33); como en la tradición sinóptica, no tiene nada que ver con la paz de este mundo.

Como el AT, que veía en la presencia de Dios entre su pueblo el bien supremo de la paz (p.e. Lev 26, 12; Ez 37,26), muestra Juan en la presencia de Jesús la fuente y la realidad de la paz, lo cual es uno de los aspectos característicos de su perspectiva. Cuando la tristeza invade a los discípulos que van a ser separados de su Maestro, Jesús los tranquiliza: «La paz os dejo, mi paz os doy» (Jn 14,27); esta paz no está ya ligada a su presencia corporal, sino a su victoria sobre el mundo; por eso Jesús, victorioso de la muerte, da con su paz el Espíritu Santo y el poder sobre el pecado (20, 19-23).

Beata pacis visio. El cristiano, firme en la esperanza que le lleva a contemplar la Jerusalén celestial (Ap 21,2), tiende a realizar la bienaventuranza: «Bienaventurados los pacíficos» (Mt 5,9), pues esto es vivir como Dios, ser hijos de Dios en el Hijo único, Jesús. Tiende por tanto con todas sus fuerzas a establecer acá en la tierra la concordia y la tranquilidad. Ahora bien, esta política cristiana de la paz terrenal se muestra tanto más eficaz cuanto que es sin ilusión; tres principios guían su infatigable prosecución.

Sólo el reconocimiento universal del señorío de Cristo por todo el universo en el último advenimiento establecerá la paz definitiva y universal. Sólo la Iglesia, que rebasa las distinciones de raza, de clase y de sexo (Gál 3,28; Col 3,11), es en la tierra el lugar, el signo y la fuente de la paz entre los pueblos, puesto que ella es el cuerpo de Cristo y la dispensadora del Espíritu. Finalmente, sólo la justicia delante de Dios y entre los hombres es el fundamento de la paz; puesto que ella es la que suprime el pecado, origen de toda división. El cristiano sostendrá su esfuerzo pacífico oyendo a Dios, único que da la paz, hablar a través del salmo, en que están reunidos los atributos del Dios de la historia: «Lo que dice Dios es la paz para su pueblo… Fidelidad brota de la tierra y justicia mira desde lo alto de los cielos. Yahveh mismo dará la dicha, y la tierra su fruto. Justicia marchará ante su faz, y paz en la huella de sus pasos» (Sal 85,9-14).

Todos los derechos: Vocabulario de teología bíblica, X. Léon-Dufour

Paciencia

Frente a su pueblo, «de dura cerviz», como frente a las naciones pecadoras se muestra Dios paciente, porque los ama y quiere salvarlos. Esta paciencia divina, de la que Jesús da la suprema revelación y el modelo acabado, deberá imitar el hombre (Ef 5,1; Mt 5,45). El discípulo, a ejemplo de su maestro, deberá afrontar la persecución y las pruebas en una fidelidad constante y gozosa, totalmente llena de esperanza; más humildemente, deberá también soportar cada día los defectos del prójimo con mansedumbre y caridad.

LA PACIENCIA DE Dios. 1. Antiguo Testamento. «Dios afirma su justicia al no tener en cuenta los pecados cometidos anteriormente en el tiempo de la paciencia divina» (Rom 3,25s). Así, el AT es concebido por san Pablo como un tiempo en el que Dios soportaba los pecados de su pueblo y los de las naciones en vistas a manifestar su justicia salvífica «en el tiempo presente» (cf. 1Pe 3,20; Rom 9,22ss). A lo largo de su historia adquirió el pueblo santo una conciencia cada vez más profunda de esta paciencia de Dios. En el momento de la revelación hecha a Moisés proclama Yahveh: «Dios de ternura y de piedad, tardo a la ira, rico de gracia y de fidelidad, que mantiene su gracia a millares, tolera falta, transgresión y pecado»; pero es también el que «no deja nada impune y castiga las faltas de los padres en los hijos y en los nietos hasta la tercera y cuarta generación» (Ex 34,6s; cf. Núm 14,18). Las revelaciones sucesivas insistirán más y más en la paciencia, en el amor misericordioso del Padre que «sabe de qué hemos sido amasados; tardo a la ira y lleno de amor, no nos trata según nuestras faltas» (Sal 103,8; cf. Eclo 18,8-14). ,Aunque no se desvanecen nunca los temas de la ira y del juicio, los profetas cargan más el acento sobre el perdón divino, y algunos textos muestran a Dios muy dispuesto a arrepentirse de sus amenazas (Jl 2,13s; Jon 4,2). Pero esta paciencia de Dios no es nunca debilidad: es llamamiento a la conversión: «Volved a Yahveh vuestro Dios, pues es ternura y piedad, tardo a la ira, rico de gracia…» (Jl 2. 13; cf. Is 55,6). Israel comprende también que no es el único beneficiario de esta paciencia: también las naciones son amadas por Yahveh; la historia de Jonás recuerda que la misericordia de Dios está abierta a todos los hombres que hacen penitencia.

2. Nuevo Testamento. Jesús, con su actitud para con los pecadores y con sus enseñanzas, ilustra y encarna la paciencia divina; reprende a sus discípulos impacientes y vengativos (Lc 9,55); las parábolas de la higuera estéril (13,6-9) y del hijo pródigo (15), la del servidor sin piedad (Mi 18,23-35) son revelaciones de la paciencia de Dios, que quiere salvar a los pecadores, no menos que lecciones de paciencia y de amor para uso de sus discípulos. La decisión de Jesús en su pasión, puesta especialmente de relieve en el relato de Lucas, vendrá a ser el modelo de toda paciencia para el hombre objeto de persecuciones, pero que comienza a comprender ahora el significado y el valor redentor de estos sufrimientos.

En el retraso aparente del retorno de Jesús ven los Apóstoles una manifestación de la longanimidad divina: «No retrasa el Señor el cumplimiento de lo que tiene prometido, sino que usa de paciencia con vosotros, no queriendo que nadie perezca, sino que todos vengan a penitencia» (2Pe 3,9.15). Pero si el hombre desprecia estos «tesoros de bondad, de paciencia, de longanimidad de Dios», «con su endurecimiento y la impenitencia de su corazón, va acumulando contra sí un tesoro de ira para el día de la ira, en que se revelará el justo juicio de Dios» (Rom 2,5). Por eso, mientras dura el hoy de la paciencia de Dios y de su llamamiento, los elegidos deben escuchar su palabra y esforzarse por entrar en el reposo de Dios (Heb 3,7-4,11).

LA PACIENCIA DEL HOMBRE. El hombre debe inspirarse en la paciencia de Dios y en la de Jesús. En el sufrimiento y en la persecución permitidos por Dios debe el hombre hallar su fuerza en Dios mismo, que le da la esperanza y la salvación; en la vida cotidiana su paciencia para con sus hermanos será una de las facetas de su amor para con ellos.

1. El hombre, delante de Dios que lo prueba con sufrimientos o permite la persecución, al descubrir poco a poco el sentido de estos sufrimientos aprende a situarse en relación con ellos en una paciencia que le ayuda a «llevar fruto». Job comprende que el sufrimiento no es necesariamente el castigo del pecado, y ante él se muestra paciente: se trata de una prueba de su fe: frente al misterio se somete humildemente, pero sin percibir todavía el significado ni el valor de su prueba. Paciencia también la del pueblo judío perseguido que soporta las pruebas con constancia, totalmente orientado hacia la venida del reino mesiánico (1 y 2 Mac; Dan 12, 12); ¿no debe el justo oprimido confiar con perseverancia constante en la palabra y en el amor de Yahveh (Sal 130,5; 25,3.5.21; Eclo 2)?

El cristiano que sabe que «Cristo debía sufrir para entrar en su gloria» debe a ejemplo suyo soportar con constancia las pruebas y las persecuciones: las soporta con la esperanza de la salvación al retorno glorioso de Jesús, y sabe que así, con sus sufrimientos y su paciencia, coopera con el Salvador; «participa en los padecimientos de Cristo para ser glorificado con él» (F1p 3,10; Rom 8,17). En la adversidad tomará «por modelo de sufrimiento y de paciencia a los profetas que hablaron en nombre del Señor» (Sant 5,10), y en general a todos los grandes servidores de Dios en el AT (Heb 6,12; 11), especialmente a Abraham (Heb 6,15) y a Job (Sant 5,11). Pero ante todo imitará la paciencia de Jesús (Act 8,32; Heb 12,2s; 2Tes 3,5) y, fijos los ojos en él, «correrá con constancia la prueba que se le propone» (Heb 12, l s). Esta paciencia, al igual que el amor, es «fruto del Espíritu» (Gál 5,22; cf. 1Cor 10,13; Col 1,11); la constancia, madurada en la prueba (Rom 5,3ss; Sant 1, 2ss), produce a su vez la esperanza, que no decepciona (Rom 5,5).

Los cristianos todos, fortificados así por Dios y consolados por las Escrituras (Rom 15,4), pueden permanecer fieles en el soportar las pruebas sufridas por el Nombre de Jesús (Ap 2,10; 3,21); obtienen así la bienaventuranza prometida a los que perseveren hasta el fin (Mt 10, 22; cf. Mt 5,11s; Sant 1,12; 5,11; cf. Dan 12,12), lo que se aplicará sobre todo cuando lleguen las grandes tribulaciones finales (Mc 13,13; Lc 21,19). Los apóstoles por su parte están llamados a una comunión todavía más estrecha con la pasión y la paciencia de Cristo: por su «constancia en las tribulaciones, en las aflicciones, en las angustias» se afirman en todo como ministros de Dios y servidores de Cristo (2Cor 6,4; 12,12; 1Tim 6,11; 2Tim 2,10; 3,10), y por sus sufrimientos y su paciencia se manifiesta en sus cuerpos la vida de Cristo; haciendo en ellos la muerte su obra, la vida puede hacer la suya en los cristianos (2Cor 4,10-12).

2. Ante sus hermanos que lo irritan tendrá presente el sabio que «más vale un hombre paciente que un héroe, un hombre dueño de sí, más que un conquistador de ciudades» (Prov 16,32; cf. 25,15; Ecl 7,8). Sobre todo, imitará la paciencia de Jesús para con sus Apóstoles y para con los pecadores. Lejos de ser implacable (Mt 18,23-35), será tolerante (5,45); su paciencia cotidiana revelará su amor (1Cor 13,4). Para vivir en conformidad con su vocación «soportará a los otros con caridad, en toda humildad, mansedumbre y paciencia» (Ef 4,2; Col 3,12s; 1Tes 5,14). Así es como será verdadero hijo del Dios paciente que ama, que perdona y que quiere salvar, y discípulo de Jesús, manso y humilde de corazón (Mt 11,29).

Todos los derechos: Vocabulario de teología bíblica, X. Léon-Dufour

Orgullo

Los griegos, para liberarse del sentimiento de inferioridad, recurrían con frecuencia a una sabiduría completamente humana; la Biblia funda el orgullo del hombre en su condición de criatura y de hijo de Dios: el hombre, a menos que sea esclavo del pecado, no puede tener vergüenza delante de Dios ni delante de los hombres. El orgullo auténtico no tiene nada que ver con la soberbia, que es su caricatura; este orgullo es perfectamente compatible con la humildad. Así la Virgen María al cantar el Magníficat tiene plenamente conciencia de su valor, de un valor creado por Dios solo, y lo proclama a la faz de todas las generaciones (Lc 1.46-50).

La Biblia no tiene término propio para designar este orgullo; pero lo caracteriza partiendo de dos actitudes. Una, siempre noble, a la que los traductores griegos llaman parresía, tiene afinidad con la libertad; los hebreos la describen sirviéndose de una perífrasis: el hecho de mantenerse derecho, de tener el rostro levantado, de expresarse abiertamente; el orgullo se manifiesta en una plena libertad de lenguaje y de comportamiento. Deriva también de otra actitud emparentada con la confianza, cuya irradiación es; los traductores griegos la denominan kaukhesis: es el hecho de gloriarse de alguna cosa o de apoyarse en ella para darse aplomo, para existir uno frente a sí mismo, frente a los otros, frente al mismo Dios; esta gloria puede ser noble o vana, según que se alimente en Dios o en el hombre.

AT. 1. Orgullo del pueblo elegido. Cuando Israel fue sacado de la esclavitud y hecho libre después de romper las barras de su yugo, entonces pudo «caminar con la cabeza levantada» (Lev 26,13), con parresía (LXX). Esta nobleza, orgullo que deriva de una consagración definitiva, obliga al pueblo a vivir en la santidad misma de Dios (Lev 19, 2). Este sentimiento, si bien puede fácilmente degenerar en desprecio (p. e. Eclo 50,25s), justifica en Israel el empeño por separarse de los otros pueblos idólatras (Dt 7,1-6). El orgullo sobrevive en la humillación misma, pero entonces se convierte en vergüenza, como cuando Israel tiene «el vientre pegado al suelo» porque Yahveh oculta su rostro (Sal 44,26); pero si se humilla, entonces podrá de nuevo «levantar la cara hacia Dios» (Job 23,26). En todo caso el pueblo, abatido hasta el suelo o con la mirada fija en el cielo, conserva en su corazón el orgullo de su elección (Bar 4,2ss; cf. 2,15; Sal 119,46).

Orgullo y vanidad. Del orgullo a la soberbia no hay más que un paso (Dt 8,17); entonces el orgullo se convierte en vanidad, pues su apoyo es• ilusorio. A la gloria de poseer un templo en el que habita Dios, hay que responder con la fidelidad a la alianza, pues de lo contrario toda seguridad es engañosa (Jer 7,4- 11). Asimismo, «que el sabio no se gloríe de su sabiduría, que el valiente no se gloríe de su valentía, que el rico no se gloríe de su riqueza. Pero quien quiera gloriarse, halle su gloria en esto: en tener inteligencia y en conocerme» (9,22s). El único orgullo auténtico es la irradiación de la confianza en Dios solo. Este proceso de degradación se observa también en las naciones, que, como criaturas, deben dar gloria a solo Dios y no enorgullecerse por su belleza, por su poderío o su riqueza (Is 23; 47: Ez 26-32). Finalmente, los sabios gustan de repetir que el temor de Dios es el único motivo de orgullo (Eclo 1,11; 9,16), pero no la riqueza ola pobreza (10,22); el orgullo está en ser hijos del Señor (Sab 2,13), en tener a Dios por padre (2,16). Ahora bien, el orgullo del justo no es sólo interior, y su irradiación condena al impío; éste, en cambio, persigue al justo. Y el orgullo del justo oprimido se expresa en la oración que dirige al que le da existencia: «No seré confundido» (Sal 25,3; 40,15ss).

El orgullo del siervo de Dios. El restablecimiento del orgullo del justo no se verifica según los caminos del hombre. Israel se cree abatido, abandonado por su Dios, pero Dios sostiene a su siervo, lo lleva de la mano (Is 42,1.6); así, en la persecución endurece su rostro y no será confundido (50,7s). Sin embargo, el profeta anuncia que las multitudes se horrorizaron al verle: no tenía aspecto de hombre, de tan desfigurado como estaba (52,14); delante de él se volvía el rostro porque él mismo había venido a ser despreciable y despreciado (53,2s). Pero si el siervo ha perdido el rostro a los ojos de los hombres, Dios toma su causa en la mano y justifica su orgullo interior inquebrantable «glorificándolo» a la faz de los pueblos: «será alto, exaltado, será muy elevado: mi siervo prosperará» (52,13) y «compartirá los trofeos con los poderosos» (53,12). Siguiendo el ejemplo del siervo, todo justo puede invocar el juicio de Dios: después que se le ha tenido por loco y miserable, he aquí que el último día «el justo se mantendrá de pie lleno de confianza» (Sab 5,1-5).

NT. 1. El orgullo de Cristo. Jesús, que sabe de dónde viene y adónde va, manifiesta su orgullo cuando se proclama Hijo de Dios. El cuarto evangelio presenta este comportamiento como una parresía. Jesús habló «abiertamente» al mundo (Jn 18, 20s), tanto que el pueblo se preguntaba si las autoridades no lo habían reconocido por el Cristo (7,25s); pero como este hablar franco no tiene que ver con la publicidad estrepitosa del mundo (7,3-10), no se le comprende, y debe cesar (11,54); Jesús cede, pues, el puesto al Paráclito que ese día dirá todo claro (16,13.25). Aunque el término no se halla en los sinópticos sino a propósito del anuncio de la pasión (Me 8,32), sin embargo, describen comportamientos de Jesús que expresan la parresía. Así cuando reivindica frente a toda autoridad los derechos del Hijo de Dios o de su Padre: frente a sus padres (Lc 2,49), frente a los abusos impíos (Mt 21, 12ss; Jn 2,16), frente a las autoridades establecidas (Mt 23). Sin embargo, este orgullo no es nunca reivindicación de la honra personal, no busca sino la gloria del Padre (Jn 8.49s).

Orgullo y libertad del creyente. El fiel de Cristo ha recibido con su fe un orgullo inicial (Heb 3,14), que debe conservar hasta el fin como un gozoso orgullo de la esperanza (3, 6). En efecto, por la sangre de Jesús está lleno de seguridad y confianza (10,195) y puede adelantarse hacia el trono de la gracia (4,16); no puede perder esta seguridad ni siquiera en la persecución (10,34s), sopena de ver a Jesús avergonzarse de él (Lc 9,26 p) el día del juicio; pero si ha sido fiel, puede tranquilizar su corazón, pues Dios es más grande que nuestro corazón (Jn 4, 17; 2,28; 3.20ss).

El orgullo del cristianismo se manifiesta acá en la tierra en la libertad con que da testimonio de Cristo resucitado. Así desde los primeros días de la Iglesia los apóstoles, iletrados (Act 4,13) anunciaban la palabra sin desfallecer (4,29.31; 9,27s: 18,25s), delante de un público hostil o desdeñoso. Pablo caracteriza esta actitud por la ausencia de velo sobre el rostro del creyente: refleja la gloria misma del Señor resucitado (2Cor 3,lls); tal es el fundamento del orgullo apostólico: «nosotros creemos, y por eso hablamos» (4,13).

Orgullo y gloria. Como Jeremías, que en otro tiempo quitaba a todo hombre el derecho de «gloriarse», a no ser del conocimiento de Yahveh, así lo hace también san Pablo (1Cor 1,31).

Pero Pablo sabe el medio radical escogido por Dios para quitar al hombre toda tentación de vanagloria: la fe. En adelante ya no hay privilegio en que uno pueda apoyarse, ni el nombre de judío, ni la ley, ni la circuncisión (Rom 2,17- 29). Ni siquiera Abraham pudo gloriarse de obra alguna (4,2), mucho menos nosotros, que somos todos pecadores (3,19s.27). Pero gracias a Jesús que le ha procurado la reconciliación, puede el fiel gloriarse en Dios (5,11), y en la esperanza de la gloria (5,2), fruto de la justificación por la fe. Todo lo demás es despreciable (Fip 3.3-9); sólo la cruz de Jesús es fuente de gloria (Gál 6,14), pero no los predicadores de esta cruz (1Cor 3,21).

Finalmente, el cristiano puede estar orgulloso de sus tribulaciones (Rom 5,3); las flaquezas del Apóstol son fuente de orgullo (1Cor 4,13; 2Cor 11,30; 12,9s). Entonces los frutos del apostolado, que son las Iglesias fundadas, pueden ser la corona de gloria del Apóstol (1Tes 2,19; 2Tes 1,4): puede estar uno orgulloso de sus ovejas, incluso a través de las dificultades que suscitan (2Cor 7,4.14; 8,24). El misterio del orgullo cristiano y apostólico es el misterio pascual, el de la gloria que brilla a través de las tinieblas. Está orgulloso el que con su fe ha atravesado el reino de la muerte.

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Noche

El acontecimiento de la noche pascual ocupa el centro del simbolismo, de la noche en la Escritura. Desde luego, se encuentra también en la Biblia la experiencia humana fundamental, que es común a la mayoría de las religiones: la noche es una realidad ambivalente, temerosa como la muerte, e indispensable como el tiempo del nacimiento de los mundos. Cuando desaparece la luz del día, entonces se ponen en movimiento las bestias maléficas (Sal 104,20), la peste tenebrosa (Sal 91,6), los hombres que odian la luz: adúlteros, ladrones o asesinos (Job 24,13-17); tanto es así que hay que orar al que creó la noche (Gén 1,5) que proteja a los hombres contra los terrores nocturnos (Sal 91,5). Por otra parte, si la noche es temerosa porque en ella muere el día, debe a su vez ceder el puesto al día que sigue: así el fiel que cuenta con el Señor es como el vigilante que acecha la aurora (Sal 130,6). Estos simbolismos valederos, tinieblas mortales y esperanza del día, no hallan, sin embargo, su pleno significado sino enraizados en una experiencia privilegiada: la noche es el tiempo en el que se desarrolló en forma privilegiada la historia de la salvación.

AT. 1. La noche de la liberación. Según las diversas tradiciones del Éxodo, fue «hacia la mitad de la noche» cuando Yahveh puso en ejecución el proyecto que había formado de liberar a su pueblo de la esclavitud (Éx 11,4; 12,12.29); noche memorable, recordada cada año con una noche de vigilia, en memoria de lo que Yahveh mismo había velado por su pueblo (12,42). Noche que se prolongó mientras la columna de nube alumbraba la marcha de los fugitivos (13,21s). Aquí se manifiesta ya la ambivalencia de la noche: para los egipcios se espesaba la nube, semejante a aquella noche que cayó en otro tiempo sobre ellos, mientras que la luz alumbraba a los hebreos (10,21ss). «Para tus santos, comenta la Sabiduría, era la plena luz» (Sab 18,1). Luego, describiendo la noche única: «Mientras un silencio apacible envolvía todas las cosas y la noche llegaba a la mitad de su rápido curso, tu palabra omnipotente se lanzó del trono regio (18,14s). ¿Hay que relacionar con este acontecimiento nocturno la oración del salmista que se levanta a media noche para dar gracias a Dios por sus justos juicios (Sal 119,62)? En todo caso la noche aparece de golpe como el tiempo de la prueba, pero de una prueba de la que somos librados por el juicio de Dios.

El día y la noche. Israel no cesó de soñar con el día en que Yahveh lo liberaríapor fin de la opresión en que se hallaba. Esta esperanza era legítima, pero la conducta infiel no la justificaba. Así los profetas reaccionan contra ella: «¡Ay de los que suspiran por el día de Yahveh! ¿Qué será para vosotros? Tinieblas, pero no luz» (Am 5,18), oscuridad y sombra espesa (Sof 1,15; Jl 2,2). Ambivalencia también, pero inherente esta vez al día de Yahveh: para los unos será una noche; pero será una luz resplandeciente para el resto de Israel, que, entre tanto, marcha a tientas en las tinieblas de la noche (Is 8,22-9,1), tropieza con las «montañas de la noche» (Jer 13,16), pero todavía espera (cf. Is 60,1).

En la noche de la prueba. Sabios y salmistas trasladaron a la vida individual la experiencia del juicio divino qué se opera en la noche y por la noche. Si practicas la justicia, «tu luz brotará como la aurora» (Is 58,8; Sal 112,4). Job se lamenta, sí, del día de su nacimiento, que hubiera debido quedar sepultado en la noche del seno materno (Job 3,7). Pero el salmista da vueltas en su lecho en plena noche para llamar al Señor: la noche le pertenece (Sal 74,16) y él puede, por tanto, liberar al hombre como antaño en los tiempos del Éxodo (Sal 63,7; 77,3; 119, 55). «Mi alma te desea por la noche para que ejecutes tu juicio» (Is 26, 9; cf. Sal 42,2).

Los apocalipsis, prolongando esta evocación de la salvación como una liberación de la prueba nocturna, describen la resurrección como un despertar después del sueño de la muerte (Is 26,19; Dan 12,2), una vuelta a la luz después de la inmersión en la noche total del seol.

NT. El salmista decía a Dios: «La tiniebla no es tiniebla delante de ti, y la noche es luminosa como el día» (Sal 139,12). Esta palabra debía realizarse en forma maravillosa, como una nueva creación operada por aquél que dijo: «¡Brote la luz de las tinieblas!» (2Cor 4,6): con la resurrección de Cristo brotó el día de la noche, y esto para siempre.

1. La noche y el día de pascua. Mientras era de día hacía Jesús irradiar la luz de sus obras (Jn 9,4). Llegada la hora, se entrega a las asechanzas de la noche (11,10), de esa noche en que se ha sumergido el traidor Judas (13,30), en que sus discípulos van a escandalizarse (Mt 26,31 p); él ha querido afrontar esta «hora y el reino de las tinieblas» (Lc 22,53). La liturgia primitiva conserva para siempre su recuerdo: «la noche en que fue entregado» fue cuando instituyó la Eucaristía (1Cor 11,23). Y el día mismo de su muerte se convierte en tinieblas que cubren toda la tierra (Mt 27,45 p; cf. Act 2,20 = J1 3,4).

Pero he aquí que «al despuntar el alba» irrumpe el relámpago de los ángeles (Mt 28,3) anunciando el triunfo de la vida y de la luz sobre las tinieblas de la noche. Esta aurora la habían conocido ya los discípulos cuando Jesús se había reunido con ellos caminando sobre las aguas enfurecidas «en la cuarta vigilia de la noche» (Mt 14,25 p). Noche de liberación que todavía conocerán los apóstoles, milagrosamente libertados de su prisión en plena noche (Act 5, 19; 12,6s; 16,25s). Noche de luz para Pablo, cuyos ojos están sumidos en las tinieblas, para despertarlo a la luz de la fe (Act 9, 3.8.18).

«Nosotros no somos ya de la noche» (1Tob 5,5). En adelante la vida del creyente reviste un sentido en función del día de pascua que no conoce ocaso. Este día brilla en el fondo de su corazón: es un «hijo del día» (ibíd.; cf. Ef 5,8) una vez que Cristo, surgido de entre los muertos, ha brillado sobre él (Ef 5,14). Ha sido «arrebatado al poder de las tinieblas» (Col 1,13), ya no tiene «entenebrecidos los pensamientos» (Ef 4,18), sino que refleja en su rostro la gloria misma de Cristo (2Cor 3. 18). Para velar contra el príncipe de las tinieblas (Ef 6,12) debe revestirse de Cristo y de sus armas de luz, deponer las «sobras de las tinieblas» (Rom 13,12ss; 1Jn 2,8s). Para él ya no es de noche, su noche es luminosa como el día.

El día en medio de la noche. Puesto que el cristiano ha sido «conducido de las tinieblas a la admirable luz» (Act 26,18; 1Pe 2,9), no puede verse sorprendido por el día del Señor, que viene como ladrón en la noche (1Tes 5,2.4). Cierto que actualmente se halla todavía «en la noche», pero esta noche «avanza» hacia el día muy próximo que le pondrá fin (Rom 13,12). Tiene ya en sí mismo la luz, pero aguarda una luz todavía más plena. Con Pedro, iluminado durante la noche en que se transfiguró Cristo (Lc 9,29.37), halla en las Escrituras una luz, como una lámpara que brilla en un lugar oscuro, hasta que comience a despuntar el día y salga en su corazón la estrella de la mañana (2Pe 1,19). De este día que viene no reveló Jesús el momento exacto (Mc 13,35), pero habrá identidad entre «ese día» y «esa noche» (Lc 17,31.34). Cristo-esposo tendrá en medio de la noche (Mt 25,6); como las vírgenes prudentes con las lámparas encendidas, dice la esposa: «Yo duermo, pero mi corazón vela» (Cant 5,2). En su espera se esfuerza por pensar en él día y noche, imitando a los vivientes (Ap 4,8) y a los elegidos del cielo (7,15) que, día y noche, proclaman las alabanzas divinas. El Apóstol, con el mismo espíritu, trabaja día y noche (1Tes 2,9; 2Tes 3,8), exhorta (Act 20,31) y ora (1Tes 3,10). Todavía en la tierra los servidores de Cristo anticipan así en cierto modo el día sin fin en que «ya no habrá noche» (Ap 2115; 22,5).

Todos los derechos: Vocabulario de teología bíblica, X. Léon-Dufour

Mundo

AT. La designación corriente del mundo es la expresión «cielos y tierra» (Gén 1,1); la palabra tebel se aplica únicamente al mundo terrenal (p.e., Jer 51,15); los libros de época griega hablan del kosmos (Sab 11, 17; 2Mac 7,9.23) poniendo bajo este término un contenido específicamente bíblico. Para el pensamiento griego, el kosmos, con sus leyes, su belleza, su perennidad, su eterno retorno de las cosas, expresa efectivamente el ideal de un orden cerrado sobre sí mismo, que incluye al hombre y engloba hasta a los dioses: éstos se distinguen con dificultad de los elementos del mundo en este panteísmo virtual y confesado. Muy otra es la concepción bíblica, en la que las representaciones cosmológicas y cosmogónicas no constituyen sino un material secundario, puesto al servicio de una afirmación religiosa esencial: el mundo, criatura de Dios, tiene sentido en función del designio divino de salvación, como también en el marco de este designio hallará su destino final.

ORÍGENES DEL MUNDO. Contrariamente a las mitologías mesopotámicas, egipcia, cananea, etc., la representación bíblica de los orígenes del mundo conserva gran sobriedad. No se sitúa ya en el plano del mito, historia divina acaecida en el tiempo, sino que, por el contrario, ella es la que inaugura el tiempo. Es que entre Dios y el mundo hay un abismo que expresa el verbo crear (Gén 1,1). Si el Génesis, apoyado por otros textos (Sal 8; 104; Prov 8,22-31; Job 38s), evoca la actividad creadora de Dios, lo hace únicamente para subrayar dos puntos de fe: distinción del mundo y del Dios único; dependencia del mundo con relación a un Dios soberano, que «habla y las cosas son» (Sal 33,6-9), que gobierna con su providencia las leyes de la naturaleza (Gén 8,22); integración del universo en el designio de salvación, que tiene al hombre por centro. Esta cosmología sagrada, ajena a todas las preocupaciones científicas como también a las especulaciones filosóficas, sitúa así al mundo en relación con el hombre: éste emerge de él para dominarlo (Gén 1,28) y en este sentido lo arrastra a su propio destino.

SIGNIFICACIÓN DEL MUNDO. De este modo la significación actual del mundo para la conciencia religiosa es doble.

El mundo, salido de las manos divinas, continúa manifestando la bondad de Dios. Dios, en su sabiduría, lo organizó como una verdadera obra de arte, una y armónica (Prov 8,22-31; Job 28,25ss). Su poder y su divinidad se hacen así sensibles, en cierta manera (Sab 13,3ss), pues su gracia está de tal manera derramada sobre todas sus obras que la vista del universo agota las facultades de admiración del hombre (Sal 8; 19,1-7; 104).

Pero para el hombre pecador implicado en la tragedia, el mundo significa también la ira de Dios, a la que sirve de instrumento (Gén 3, 17s): el que hizo las cosas para el bien y la felicidad del hombre, lo utiliza también para su castigo. De ahí las calamidades de toda suerte con que la naturaleza ingrata se alza contra la humanidad, desde el diluvio hasta las plagas de Egipto, y hasta las maldiciones que aguardan a Israel infiel (Dt 28,15-46).

De esta doble manera se asocia el mundo activamente a la historia de la salvación, en función de la cual adquiere su verdadero sentido religioso. Cada una de las criaturas que lo componen posee como cierta ambivalencia, puesta de relieve en el libro de la Sabiduría: la misma agua que perdía a los egipcios procuraba la salvación a Israel (Sab 11, 5-14). Si bien es cierto que el principio no se puede aplicar mecánicamente, puesto que justos y pecadores viven acá abajo en solidaridad de destino, no obstante, hay que reconocer que aparece un nexo misterioso entre el mundo y el hombre. Más allá de los fenómenos cíclicos que constituyen, a nuestra escala, el rostro actual del mundo, éste tiene una historia, que comenzó con el hombre para acabar en él (Gén 1,1- 2,4), que camina ahora paralelamente a la del hombre para consumarse en el mismo punto final.

DESTINO FINAL DEL MUNDO. El mundo, portador de una humanidad nacida de él por sus raíces corporales (Gén 2,7; 3,19), está, en efecto, por acabar: al hombre corresponde llevarlo a perfección con su trabajo, dominándolo (1,28) e imprimiéndole su sello. Pero ¿de qué servirá la humanización del mundo si el hombre pecador lo arrastra de hecho a su pecado? Por eso la escatología de los profetas se interesa menos por el devenir del mundo bajo el gobierno del hombre que por el término, necesariamente ambiguo, hacia el que camina.

1. En el juicio final que aguarda a la humanidad todos los elementos del mundo serán asociados, como si el orden de las cosas creado en los principios se viera trastornado por un súbito retorno al caos (Jer 4,23-26). De ahí las imágenes de la tierra que se cuartea (Is 24,19s), de los astros que se oscurecen (Is 13,10; J1 2.10; 4,15): el viejo universo será arrastrado en el cataclismo en que perecerá una humanidad culpable…

2. Pero así como más allá del juicio de los hombres se prepara su salvación por pura gracia divina, así también se prepara para el mundo una renovación profunda que los textos evocan como una nueva creación: Dios creará «nuevos cielos y una nueva tierra» (Is 65,17; 66,22); y la descripción de este mundo renovado se hace con las imágenes que servían para el paraíso primitivo.

3. Mundo presente y mundo venidero. El judaísmo contemporáneo del NT, prolongando estos anuncios misteriosos, se representaba el término de la historia humana como un paso del mundo (o del siglo) presente al mundo (o al siglo) venidero. El mundo presente es el mundo en que nos hallamos desde que, por la envidia del diablo (y el pecado del hombre), la muerte hizo su entrada en él (Sab 2,24). El mundo venidero es el mundo que aparecerá cuando venga Dios a establecer su reinado. Entonces las realidades del mundo presente, purificadas como el hombre mismo, recobrarán su perfección primitiva: serán verdaderamente transfiguradas a imagen de las realidades celestiales.

NT. El NT usa abundantemente la palabra griega kosmos, que connotaba en el helenismo los dos matices de orden y de belleza. Pero aquí nos hallamos muy lejos del pensamiento griego.

AMBIGÜEDAD DEL MUNDO. 1. Es cierto que el mundo así designado es fundamentalmente la criatura excelente que Dios hizo en los orígenes (Act 17,24) por la actividad de su Verbo (Jn 1,3.10; cf. Heb 1,2; Col 1,16). Este mundo sigue dando testimonio de Dios (Act 14,17; Rom 1,19s). Sin embargo, sería un error ensalzarlo demasiado, puesto que el hombre lo supera con mucho en valor verdadero: ¿de qué le serviría ganar todo el mundo si él mismo se perdiera (Mt 16,26)?

2. Pero hay más que esto: en su estado actual, este mundo solidario del hombre pecador está en realidad en poder de Satán. El pecado entró en él al comienzo de la historia, y con el pecado la muerte (Rom 5, 12). Por este hecho ha venido a ser deudor de la justicia divina (3,19), pues hace causa común con el misterio del mal que está en acción acá abajo. Su elemento más visible está constituido por los hombres que alzan su voluntad rebelde contra Dios y contra su Cristo (Jn 3,18s; 7,7; 15,18s; 17,9.14…). Tras ellos se perfila un jefe invisible: Satán, el príncipe de este mundo (12,31; 14,30; 16,11), el dios de este siglo (2Cor 4,4). Adán, establecido jefe del mundo por la voluntad de su creador, entregó en manos de Satán su persona y su dominio; desde entonces el mundo está en poder del maligno (1Jn 5,19), cuyo poder y gloria comunica a quien quiere (Lc 4,6).

Mundo de tinieblas regido por los espíritus del mal (Ef 6,12); mundo engañador, cuyos elementos constitutivos pesan sobre el hombre y lo esclavizan hasta dentro de la misma economía antigua (Gál 4,3.9; Col 2, 8.10). El espíritu de ese mundo, incapaz de gustar los secretos y los dones de Dios (1Cor 2,12), se opone al Espíritu de Dios, al igual que el espíritu del anticristo que ejerce su acción en el mundo (1Jn 4,3). La sabiduría de este mundo, apoyada en las especulaciones del pensamiento humano separado de Dios, es puesta en evidencia por Dios de ser una locura (1Cor 1,20). La paz que da este mundo, hecha de prosperidad material y de seguridad engañosa, no es sino un simulacro de la verdadera paz que sólo Cristo puede dar (Jn 14,27): su efecto último es una tristeza que ocasiona la muerte (2Cor 7,10).

A través de todo esto se revela el pecado del mundo (Jn 1,29), masa de odio y de incredulidad acumulada desde los orígenes, piedra de escándalo para quien quisiere entrar en el reino de Dios: ¡ay del mundo a causa de los escándalos (Mt 18, 7)! Por eso el mundo no puede ofrecer al hombre ningún valor seguro: su figura pasa (1Cor 7,31), y también sus concupiscencias (1Jn 2,16). Lo trágico de nuestro destino viene de que por nacimiento pertenecemos a tal mundo.

JESÚS Y EL MUNDO. Ahora bien, «Dios amó tanto al mundo que dio a su Hijo único» (Jn 3,16). Tal es la paradoja por la que se inicia para el mundo una nueva historia que tiene dos aspectos complementarios: la victoria de Jesús sobre el mundo malo regido por Satán, la inauguración en él del mundo renovado, que anunciaban las promesas proféticas.

Jesús, vencedor del mundo. Este primer aspecto lo pone en pleno relieve el cuarto evangelio: «Estaba en el mundo, y el mundo fue hecho por él, y el mundo no le conoció» (Jn 1,10). Tal es el resumen de la carrera terrestre de Jesús. Jesús no es del mundo (8,23; 17,14), y tampoco su reino (18,36); tiene su poder (Lc 4,5-8) de Dios (Mt 28,18) y no del príncipe de este mundo, pues éste no tiene ningún poder sobre él (Jn 14,30). Por eso le odia el mundo (15,18), tanto más que él es su luz (9,5), que le trae la vida (6,33), que viene para salvarlo (12,47). Odio loco que domina aparentemente el drama evangélico: este odio provoca finalmente la condenación a muerte de Jesús (cf. 1Cor 2,7s). Pero en este mismo momento se invierte la situación: entonces tiene lugar el juicio del mundo y la caída de se príncipe (12,31), la victoria de Cristo sobre el mundo maligno (16,33). Porque Jesús, aceptando en un acto supremo de amor la misteriosa voluntad del Padre (14,30), «abandonó el mundo» (16,28) para retornar a su Padre, donde está sentado ya en la gloria (17,1.5), y desde donde dirige la historia (Ap 5,9).

El mundo renovado. Por ese mismo acto realizó Jesús aquello para lo que había venido a la tierra: muriendo «quitó el pecado del mundo» (Jn 1,29), dio su carne «para la vida del mundo» (6,51). Y el mundo, criatura de Dos caída bajo el yugo de Satán, se vio rescatado de su esclavitud. Fue lavado por la sangre de Jesús: Terra, pontus, ostra, mundus, quo lavantur Ilum ine! Él, en quien habían sido creadas todas las cosas (Col 1,16), fue establecido por su resurrección cabeza de la nueva creación: Dios puso todo bajo sus pies (Ef 1,20ss), reconciliando en él a todos los seres y rehaciendo la unidad de un universo dividido (Col 1, 20). En este mundo nuevo la luz y la vida circulan ya en abundancia: se dan a todos los que tienen fe en Jesús.

Sin embargo, el mundo presente no ha llegado todavía a su fin. La gracia de la redención está en acción en un universo doliente (sufrimiento). La victoria de Cristo no será completa sino el día de su manifestación en gloria, cuando entregue todas las cosas a su Padre (1Cor 15, 25-28). Hasta entonces el universo sigue en espera de un parto doloroso (Rom 8.19…): el del hombre nuevo en su pleno desarrollo (Ef 4,13), el del mundo nuevo que suceda definitivamente al antigua (Ap 21,4s).

EL CRISTIANO Y EL MUNDO. En relación con el mundo se hallan los cristianos en la misma situación compleja en que se hallaba Cristo durante su paso por la tierra. No son del mundo (Jn 15,19; 17,17); y sin embargo, están en el mundo (11,11), y Jesús no ruega al Padre que los retire de él, sino únicamente que los guarde del Maligno 117,15). Su separación, por lo que se refiere al mundo maligno, deja intacta su tarea positiva frente al mundo que hay que rescatar (cf. 1Cor 5,10).

1. Separados del mundo. Primero separación: el cristiano debe guardarse de la contaminación del mundo (Sant 1,27); no debe amar al mundo (1Jn 2,15), pues la amistad del mundo es enemistad con Dios (Sant 4,4) y conduce a los peores abandonos (2Tim 4,10). Evitando modelarse conforme al siglo presente (Rom 12,2), renunciará, pues, a las concupiscencias que definen el espíritu de este siglo (Jn 2,16). En una palabra, el mundo será para él un crucificado, y él para el mundo (Gál 6,14): usará de él como quien no usa (1Cor 7,29ss). Despego profundo, que no excluye evidentemente un empleo de los bienes de este mundo conforme a las exigencias de la caridad fraterna (1Jn 3,17): tal es la santidad que se exige al cristiano.

Testigos de Cristo frente al mundo. Pero, por otro lado, veamos la misión positiva del cristiano frente al mundo actualmente cautivo del pecado. Así como Cristo vino para dar testimonio de la verdad (Jn 18, 37), así el cristiano es enviado al mundo (17,18) para dar un testimonio que es el de Cristo mismo (1Jn 4,17). La existencia cristiana, que es todo lo contrario de una manifestación espectacular, a la que se negó Jesús mismo (Jn 7,3s; 14,22; cf. Mt 4,5ss), revelará a los hombres el verdadero rostro de Dios (cf. Jn 17,21. 23). A ello se añadirá el testimonio del Padre. En efecto, los predicadores del Evangelio recibieron la orden de anunciarlo al mundo entero (Mc 14,19; 16,15): en él brillarán como otros tantos focos de luz (Flp 2,15).

Pero el mundo se alzará contra ellos, como en otro tiempo contra Jesús (1Jn 15,18), tratando de reconquistar a los que hayan evitado su corrupción (2Pe 2,19s). El arma de la lucha y de la victoria en esta guerra inevitable será la fe (1Jn 5,4s): nuestra fe condenará al mundo (Heb 11,7; Jn 15,22). El cristiano, sin extrañarse lo más mínimo de verse odiado e incomprendido (1Jn 3,13; Mt 10.14 p) y hasta perseguido por el mundo (Jn 15,18ss), es reconfortado por el Paráclito, el Espíritu de verdad enviado acá abajo para confundir al mundo: el Espíritu atestigua en el corazón del creyente que el mundo comete pecado negándose a reconocer a Jesús, que la causa de Jesús es justa, pues él está junto al Padre y el príncipe de este mundo está ya condenado (16,8-11). Aunque el mundo no lo ve ni lo conoce (14,17), este Espíritu morará en el fiel y le hará triunfar de los anticristos (Jn 4,4ss). Y poco a poco, gracias al testimonio, los hombres cuyo destino no esté definitivamente ligado con el mundo volverán a ocupar un puesto en el universo rescatado, que tiene a Cristo por cabeza.

En espera del último día. Mientras dure el siglo presente no hay que esperar que desaparezca esta tensión entre el mundo y los cristianos. Hasta el día de la discriminación definitiva, los súbditos del reino y los súbditos del maligno seguirán mezclados como la cizaña y el trigo en el campo de Dios, que es el mundo (Mt 13,38ss). Pero desde ahora comienza a operarse el juicio en lo secreto de los corazones (Jn 3,18-21); ya no tendrá más que hacerse público el día en que Dios juzgue al mundo (Rom 3,6) asociando sus fieles a su actividad de Juez (1Cor 6,2). Entonces desaparecerá definitivamente el mundo presente, conforme a los oráculos proféticos, mientras que la humanidad regenerada hallará el gozo en un universo renovado (cf. Ap 21).

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Misión

La idea de una misión divina no es completamente extraña a las religiones no cristianas. Sin hablar de Mahoma «enviado de Dios», que pretende suceder a los profetas bíblicos, se la encuentra en cierto grado en el paganismo griego. Epicteto se considera como «el enviado, el inspector, el heraldo de los dioses», «enviado por el dios para ejemplo»: para reanimar en los hombres con su enseñanza y su testimonio la centella divina que hay en ellos, estima haber recibido una misión del cielo. Igualmente en el hermetismo el iniciado tiene la misión de convertirse en «guía de los que son dignos, para que el género humano sea por su medio salvado por Dios». Pero en la revelación bíblica la idea de misión tiene unas coordenadas muy diferentes. Es totalmente relativa a la historia de la salvación. Implica un llamamiento positivo de Dios manifestado explícitamente en cada caso particular. Se aplica tanto a colectividades como a individuos. En conexión con las ideas de predestinación y de vocación, se traduce en un vocabulario que gravita en torno al verbo «enviar».

AT. I. LOS ENVIADOS DE Dios. 1. En el caso de los profetas (cf. Jer 7,25) -el primero de los cuales es Moisés – es donde más al vivo se puede percibir la misión divina. «Yo te envíos: esta palabra está en el centro de toda vocación profética (cf. Éx 3.10; Jer 1,7; Ez 2,3s; 3,4s). Al llamamiento de Dios responde cada uno según su temperamento personal: Isaías se ofrece («Aquí estoy, envíame», Is 6,8); Jeremías pone objeciones (Jer 1.6): Moisés pide signos que acrediten su misión (Ex 3,11ss), trata de rehusarla (4,13), se queja amargamente (5,22). Pero todos al fin obedecen (cf. Am 7,14s), si se exceptúa el caso de Jonás (Jon 1,1ss). Esta conciencia de una misión personal recibida de Dios es un rasgo esencial del verdadero profeta. Lo distingue de los que dicen: « ¡Palabra de Dios!», siendo así que Dios no los ha enviado, como aquellos profetas mentirosos contra los que lucha Jeremías (Jer I4,14s; 23,21.32; 28,15; 29,9). En sentido más amplio se puede también hablar de misión divina en el caso de todos los que desempeñan un papel providencial en la historia de Israel; pero para reconocer la existencia de tales misiones se requiere el testimonio de un profeta.

2. Todas las misiones de los enviados divinos son relativas al designio de salvación. La mayoría de ellas están en relación directa con el pueblo de Israel. Pero esto deja margen para la mayor diversidad. Los profetas son enviados para convertir los corazones, anunciar castigos o hacer promesas: su función está estrechamente ligada con la palabra de Dios, que están encargados de llevar a los hombres. Otras misiones se refieren más directamente al destino histórico de Israel: José es enviado para preparar la acogida de los hijos de Jacob en Egipto (Gén 45,5) y Moisés para sacar de allí a Israel (Éx 3,10; 7,16; Sal 105,26). Lo mismo sucede con todos los jefes y liberadores del pueblo de Dios: Josué, los Jueces, David, los reconstructores del judaísmo después del exilio, los jefes de la sublevación macabea… Aun en los casos en que a propósito de ellos no hablan explícitamente de misión los historiadores sagrados, los consideran evidentemente como enviados divinos, gracias a los cuales progresó hacia su término el designio de salvación. Incluso paganos pueden desempeñar en este punto un papel providencial: Asiria es enviada para castigar a Israel infiel (Is 10,6) y Ciro para abatir a Babilonia y liberar a los judíos (Is 43,14; 48,14s). La historia sagrada se construye gracias al entrecruzamiento de todas estas misiones particulares que convergen hacia el mismo fin.

LA MISIÓN DE ISRAEL. 1. ¿Hay que hablar también de una misión del pueblo de Israel? Sí, si se piensa en el estrecho nexo que hay siempre entre misión y vocación. La vocación de Israel define su misión en el designio de Dios. Elegido entre todas las naciones, es el pueblo consagrado, el pueblo-sacerdote encargado del servicio de Yahveh (Ex 19,5s). No se dice que desempeñe esta función en nombre de las otras naciones. Sin embargo, a medida que se desarrolla la revelación los oráculos proféticos entrevén el tiempo en que todas las naciones se unan a él para participar en el culto del Dios único (cf. Is 2,1ss; 19,21-25; 45,20-25; 60): Israel es por tanto llamado a ser el pueblo, faro de la humanidad entera. Asimismo, si es depositario del designio de salvación, lo es con la misión de hacer que participen en él los otros pueblos: desde la vocación de Abraham existía la idea en germen (Gén 12,3); ésta se precisa a medida que la revelación va descorriendo mejor el velo de las intenciones de Dios.

2. A partir del exilio se observa que Israel ha adquirido claramente conciencia de su misión. Sabe ser el siervo de Yahveh enviado por él en calidad de mensajero (Is 42,19). Ante las naciones paganas es su testigo, encargado de darlo a conocer como el Dios único (43,10.12; 44,8) y de «transmitir al mundo la luz imperecedera de la ley» (Sab 18.4). La vocación nacional desemboca aquí en el universalismo religioso. No se trata ya de dominar a las naciones paganas (Sal 47,4), sino de convertirlas. Así, el pueblo de Dios se abre a los prosélitos (Is 56,3.6s). Un espíritu nuevo atraviesa la literatura inspirada: el libro de Jonás enfoca el caso de una misión profética que tenga por beneficiarios a los paganos, y, en el libro de los Proverbios, los enviados de la sabiduría divina invitan aparentemente a todos los hombres a su festín (Prov 9,3ss). Israel tiende finalmente a convertirse en un pueblo misionero, particularmente en el medio alejandrino en el que se traducen al griego sus libros sagrados.

PRELUDIOS DEL NUEVO TESTAMENTO. 1. El tema de la misión divina aparece en la escatología profética, que prepara explícitamente el NT. Misión del siervo, a la que Yahveh designa como «alianza del pueblo y luz de las naciones» (Is 42,6s; cf. 49,5s). Misión del misterioso profeta, al que Yahveh envía «a llevar la buena nueva a los pobres» (Is 61,1s). Misión del enigmático mensajero que despeja el camino delante de Dios (Mal 3,1) y del nuevo Elías (Mal 3,23). Misión de los paganos convertidos que van a revelar la gloria de Yahveh a sus hermanos de raza (Is 66,19s). El NT mostrará cómo deben cumplirse estas Escrituras.

2. Finalmente, la teología de la palabra, de la sabiduría y del Espíritu personifica en forma sorprendente estas realidades divinas y no vacila en hablar de su misión: Dios envía su palabra para que ejecute acá abajo sus voluntades (Is 55,11; Sal 107,20; 147,15; Sab 18,14ss); envía su sabiduría para que asista al hombre en sus tareas (Sab 9,10); envía su Espíritu para que renueve la faz de la tierra (Sal 104,30; cf. Ez 37, 9s) y haga conocer a sus hombres su voluntad (Sap 9,17). Estas expresiones preludian así al NT, pues éste las reasumirá para explicar la misión del Hijo de Dios, que es su palabra y su sabiduría, y la de su Espíritu Santo en la Iglesia.

NT. I. LA MISIÓN DEL HIJO DE Dios. 1. Después de Juan Bautista, el último y el más grande de los profetas, mensajero divino y nuevo Elías anunciado por Malaquías (Mt 11,9-14), Jesús se presenta a los hombres como el enviado de Dios por excelencia, el mismo del que hablaba el libro de Isaías (Lc 4,17-21; cf. Is 61,1s). La parábola de los viñadores homicidas subraya la continuidad de su misión con la de los profetas, pero marcando también la diferencia fundamental de los dos casos: el padre de familia, después de haber enviado a sus servidores, envía finalmente a su hijo (Me 12,2-8 p). Por eso, al acogerlo o desecharlo se acoge o se desecha al que le ha enviado (Le 9,48: 10,16 p), es decir, al Padre mismo, que ha puesto todo en su mano (Mt 11,27). Esta conciencia de una misión divina, que deja entrever las relaciones misteriosas del Hijo y del Padre, se explicita en frases características: «Yo he sido enviado…», «Yo he venido…», «El Hijo del hombre ha venido…», para anunciar el Evangelio (Mc 1,38 p), cumplir la ley y los profetas (Mt 5,17), aportar fuego a la tierra (Lc 12,49), traer no la paz sino la espada (Mt 10,34 p), llamar no a los justos, sino a los pecadores (Mc 2,17 p), buscar y salvar lo que se había perdido (Lc 19,10), servir y dar su vida en rescate (Mc 10,45 p)… Todos los aspectos de la obra redentora realizada por Jesús enlazan así con la misión que ha recibido del Padre, desde la predicación galilea hasta el sacrificio de la cruz.

La cosa es todavía más evidente en el cuarto evangelio. El envío del Hijo al mundo por el Padre se repite aquí como un estribillo en todos los discursos (40 veces, p. e. 3,17; 10,36: 17,18). Así también el único deseo de Jesús es «hacer la voluntad del que le ha enviado» (4.34; 6,38ss), de realizar sus obras (9,4), de decir lo que ha aprendido de él (8,26). Existe entre ellos tal unidad de vida (6,57; 8,16.29) que la actitud tomada frente a Jesús es una toma de posición frente a Dios mismo (5,23; 12,44s: 14,24; 15,21-24). En cuanto a la pasión, consumación de su obra, Jesús ve en ella su retorno al que le ha enviado (7,33; 16,5; cf. 17,11). La fe que exige a los hombres es una fe en su misión (11,42; 17,8.21.23. 25); esto implica al mismo tiempo la fe en el Hijo como enviado (6,29) y la fe en el Padre que le envía (5, 24; 17,3). Por la misión del Hijo al mundo se ha revelado, pues, a los hombres un aspecto esencial del misterio íntimo de Dios: el Único (Dt 6,4; cf. Jn 17,3), al enviar a su Hijo se ha dado a conocer como el Padre.

No tiene nada de extraño ver que los escritos apostólicos dan una importancia central a esta misión del Hijo. Dios envió a su Hijo en la plenitud de los tiempos para rescatarnos y conferirnos la adopción filial (Gál 4,4; cf. Rom 8,15). Dios envió a su Hijo al mundo como salvador, como propiciación por nuestros pecados, a fin de que nosotros vivamos por él: tal es la prueba suprema de su amor a nosotros (1Jn 4,9s.14). Jesús es así el enviado por excelencia (Jn 9,7), el apostolos de nuestra profesión de fe (Heb 3.1).

Los ENVIADOS DEL HIJO. 1. La misión de Jesús se prolonga con la de sus propios enviados, los doce, que por esta misma razón llevan el nombre de apóstoles. Viviendo todavía Jesús los envía ya delante de él (cf. Le 10,1) para predicar el Evangelio y curar (Lc 9,1 p), que es el objeto de su misión personal. Son los obreros enviados a la mies por el maestro (Mt 9,38 p; cf. Jn 4,38); son los servidores enviados por el rey para conducir a los invitados a las bodas de su Hijo (Mt 22,3 p). No deben hacerse la menor ilusión sobre la suerte que les aguarda: el enviado no es mayor que el que le envía (Jn 13,16); como se ha tratado al maestro se tratará a los servidores (Mt 10,24s). Jesús los envía «como ovejas en medio de los lobos» (10,16 p). Sabe que la «generación perversa» perseguirá a sus enviados y les dará muerte (23,34 p). Pero lo que se les haga, se le hará a él mismo y finalmente al Padre: «El que a vosotros oye, a mí me oye, y el que a vosotros desecha, a mí me desecha, y el que me desecha a mí, desecha al que me envió» (Le 10,16); «El que a vosotros recibe, a mí me recibe, y el que me recibe a mí, recibe al que me envió» (Jn 13,20). En efecto, la misión de los apóstoles se enlaza de la forma más estrecha con la de Jesús: «Como mi Padre me ha enviado, yo también os envío» (20, 21). Esta palabra ilustra el sentido profundo del envío final de los doce por Cristo resucitado: «Id…». Irán, pues, a anunciar el Evangelio (Mc 16,15), a hacer discípulos de todas las naciones (Mt 28,19), a llevar por todas partes su testimonio (Act 1,8). La misión del Hijo alcanzará así efectivamente a todos los hombres gracias a la misión de sus apóstoles y de su Iglesia.

2. Y así es sin duda como lo entiende el libro de los Hechos cuando refiere la vocación de Pablo. Utilizando los términos clásicos de las vocaciones proféticas, Cristo resucitado dice a su instrumento de elección: «Ve. Quiero enviarte lejos, a las naciones» (Act 22,21), y esta misión a los paganos entra exactamente en la línea de la del siervo de Yahveh (Act 26,17; cf. Is 42,7.16). En efecto, el siervo vino en la persona de Jesús, y los enviados de Jesús llevan a todas las naciones el mensaje de salvación que él mismo sólo había notificado a las «ovejas perdidas de la casa de Israel» (Mt 15,24). Esta misión recibida en el camino de Damasco la invocará siempre Pablo para justificar su título de apóstol (1Cor 15,8s; Gál 1,12). Seguro de su extensión universal, llevará el Evangelio a los paganos para obtener de ellos la obediencia de la fe (Rom 1,5) y magnificará la misión de todos los mensajeros del Evangelio (10, 14s): ¿no se debe a ella el que nazca en el corazón de los hombres la fe en la palabra de Cristo (10,17)? Más allá de la función personal de los apóstoles, la Iglesia entera en su función misionera enlaza así con la misión del Hijo.

LA MISIÓN DEL ESPÍRITU SANTO. Para cumplir esta función misionera los apóstoles y los predicadores del Evangelio no están solos y abandonados a sus solas fuerzas humanas; realizan su cometido con la fuerza del Espíritu Santo. Ahora bien, para definir el papel exacto del Espíritu hay que hablar todavía de misión en el sentido más fuerte del término. Jesús, evocando su futura venida en el sermón después de la Cena, precisaba: «El Paráclito, el Espíritu Santo, al que mi Padre enviará en mi nombre, os enseñará todas las cosas» (Jn 14,26); «Cuando venga el Paráclito, al que yo os enviaré de junto a mi Padre, él dará testimonio de mí» (15,26; cf. 16,7). El Padre y el Hijo obran, pues, conjuntamente para enviar al Espíritu. Lucas pone el acento sobre la acción de Cristo, mientras que la del Padre consiste sobre todo en la promesa que él ha hecho, conforme al testimonio de las Escrituras: «Yo enviaré sobre vosotros, dice Jesús. lo que os ha prometido mi Padre» (Lc 24,49; cf. Act 1,4; Ez 36,27; JI 3,1s).

2. Tal es, en efecto, el sentido de pentecostés, manifestación inicial de esta misión del Espíritu que durará todo el tiempo que dure la Iglesia. A los doce los hace el Espíritu testigos de Jesús (Act 1,8). Se les da para que cumplan su función de enviados (Jn 20,21s). En él predicarán en adelante el Evangelio (1Pe 1,12), como también después de ellos los predicadores de todos los tiempos. La misión del Espíritu es así inherente al misterio mismo de la Iglesia cuando ésta anuncia la palabra para cumplir su quehacer misionero. Es también la base de la santificación de los hombres. En efecto, si en el bautismo éstos reciben la adopción filial, es que Dios envía a sus corazones el Espíritu de su Hijo que clama: «Abba!, ¡Padre!» (Gál 4, 6). La misión del Espíritu viene así a ser el objeto de la experiencia cristiana. Así se consuma la revelación del misterio de Dios: después del Hijo, palabra y sabiduría de Dios, se ha manifestado a su vez el Espíritu como persona divina entrando en la historia de los hombres, a los que transforma interiormente a imagen del Hijo de Dios.

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