Servir

La palabra servicio adopta dos significados opuestos en la Biblia, según designe la sumisión del hombre a Dios o la sujeción del hombre por el hombre bajo la forma de esclavitud. La historia de la salvación enseña que la liberación del hombre depende de su sumisión a Dios y que «servir a Dios es reinar» (Bendición de los ramos).

SERVICIO Y ESCLAVITUD. En las mismas relaciones humanas significa ya servir dos situaciones concretas profundamente diferentes: la del esclavo, tal como aparece en el mundo pagano, en que el hombre en servidumbre está puesto al nivel de los animales y de las cosas, y la del servidor, tal como la define la ley del pueblo de Dios: el esclavo no deja de ser hombre y tiene su puesto en la familia, de modo que siendo verdadero servidor puede llegar a ser en ella hombre de confianza y heredero (Gén 24,2; 15,3). El vocabulario también es ambiguo: abad (hebr.) y duleuein (gr.) se aplican a las dos situaciones. Sin embargo hay servicios, en los que la dependencia tiene carácter honorífico, sea el servicio del rey por sus oficiales (hebr. serat), sean los servicios oficiales, en el primer rango de los cuales se halla el servicio cultual (gr. leiturgein).

AT: SERVICIO CULTUAL U OBEDIENCIA. Servir a Dios es un honor para el pueblo con el que él ha hecho alianza. Pero nobleza obliga. Yahveh es un Dios celoso que no puede soportar rivales (Dt 6,15), como lo dice una Escritura que citará Cristo: «Adorarás al Señor tu Dios y a él solo servirás» (Mt 4,10; cf. Dt 6,13). Esta fidelidad debe manifestarse en el culto y en la conducta. Tal es el sentido del precepto, en que se acumulan los sinónimos del servicio de Dios: «Seguiréis a Yahveh, le temeréis, guardaréis sus mandamientos, le obedeceréis, le serviréis y os allegaréis a él» (Dt 13,4-5).

Servicio cultual. Servir a Dios es primero ofrecerle dones y sacrificios y asumir el cuidado del templo. A este título los sacerdotes y los levitas son «los que sirven a Yahveh» (Núm 18; 1Sa 2,11.18; 3,1; Jer 33,21s). El sacerdote se define, en efecto, como el guardián del santuario, el servidor del dios que lo habita,. el intérprete de los oráculos que pronuncia (Jue 17,5s).

A su vez el fiel que cumple un acto de culto «viene a servir a Yahveh» (2Sa 15,8). Finalmente, la expresión designa el culto habitual de Dios y viene a ser poco a poco sinónimo de adorar (Jos 24,22).

Obediencia. El servicio que exige Yahveh no se limita a un culto ritual; se extiende a toda la vida mediante la obediencia a los mandamientos. Los profetas y el Deuteronomio no cesan de repetirlo: «La obediencia es preferible al mejor sacrificio» (1Sa 15,22; cf. Dt 5,29ss), revelando la exigente profundidad de esta obediencia: «Lo que yo quiero es amor, no sacrificios» (Os 6,6; cf. Jer 7).

SERVIR A DIOS SIRVIENDO A LOS HOMBRES. Jesús utiliza los términos mismos de la ley y de los profetas (Mt 4,10; 9,13) para recordar que el servicio de Dios excluye cualquier otro culto y que en razón del amor que lo inspira debe ser integral. Puntualiza el nombre del rival que puede poner obstáculo a su servicio: el dinero, cuyo servicio hace al hombre injusto (Lc 16,9) y cuyo amor dirá el Apóstol, haciéndose eco del Maestro, que es un culto idolátrico (Ef 5,5). Es preciso escoger: «No se puede servir a dos señores… No podéis servir a Dios y al dinero» (Mt 6,24 p). Si se ama al uno, se odiará y se despreciará al otro. Por eso la renuncia a las riquezas es necesaria a quien quiera seguir a Jesús, que es el siervo de Dios (Mt 19,21).

El servicio de Jesús. El Hijo muy amado, enviado por Dios para coronar la obra de los servidores del AT (Mt 21,33… p), viene a servir. Desde su infancia afirma que le reclaman los asuntos de su Padre (Lc 2,49). El desarrollo de su vida entera está bajo el signo de un «hay que», que expresa su ineluctable dependencia de la voluntad del Padre (Mt 16,21 p; Lc 24,26); pero tras esta necesidad del servicio que lo lleva a la cruz revela Jesús el amor, único que le da su dignidad y su valor: «Es preciso que el mundo sepa que amo a mi Padre y que obro como me lo ha ordenado el Padre» (Jn 14,30).

Sirviendo a Dios salva Jesús a los hombres reparando así su negativa de servir, y les revela cómo quiere ser servido el Padre: quiere que se consuman en el servicio de sus hermanos como Jesús mismo lo hizo, Jesús que es su señor y su maestro: «El Hijo del hombre no vino para ser servido, sino para servir y dar su vida» (Me 10,45 p); «Yo os he dado ejemplo… El servidor no es mayor que el amo» (Jn 13,15s); «Yo estoy en medio de vosotros como el que sirve» (Lc 22,27).

La grandeza del servicio cristiano. Los servidores de Cristo son en primer lugar los servidores de la palabra (Act 6,4; Lc 1,2), los que anuncian el Evangelio cumpliendo así un servicio sagrado (Rom 15,16; Col 1,23; Flp 2,22), «con toda humildad», y si es preciso «en lágrimas y en medio de las pruebas» (Act 20, 19). En cuanto a los que sirven a la comunidad, como lo hacen en particular los diáconos (Act 6,1-4), Pablo les enseña en qué condiciones este servicio será digno del Señor (Rom 12,7.9-13). Por lo demás, todos los cristianos por el bautismo han pasa-do, del servicio del pecado y de la ley, que era una esclavitud, al servicio de la justicia y de Cristo, que es la libertad (Jn 8,31- 36; Rom 6-7; cf. 1Cor 7,22; Ef 6,6). Sirven a Dios como hijos y no como esclavos (Gál 4), pues sirven en la novedad del Espíritu (Rom 7,6). La gracia, que los hizo pasar de la condición de servidores a la de amigos de Cristo (Jn 15,15) les da poder servir tan fiel-mente a su Señor que están ciertos de participar en su gozo (Mt 25,14-23; Jn 15,10s).

 Todos los derechos: Vocabulario de teología bíblica, X. Léon-Dufour

Sencillo

La sencillez que caracteriza al niño (hebr. peti; gr. nepios; vulg. parvulus, innocens) tiene aspectos diversos: falta de experiencia y de prudencia, docilidad, ausencia de cálculo, rectitud de corazón que lleva consigo la sinceridad del lenguaje y excluye la malevolencia de la mirada y de la acción. Se opone así al discernimiento o a la doblez.

1. Sencillez y sabiduría. La sencillez puede por tanto ser un defecto; si consiste en una ignorancia (Prov 14, 18) que hace obrar imprudentemente (Prov 22,3), creer al primero que se presenta (Prov 14,15), ceder a las seducciones del placer de mala ley (Prov 7,7; 9,16; Rom 16,18), es una ligereza mortal (Prov 1,32), indigna de un cristiano (1Cor 14,20). La sabiduría libra de ella a los que, a su llamamiento (Prov 1,22; 8,5; 9,4ss), escuchan sus palabras (Prov 1,4). Los hace sabios (Sal 19,8) si se abren a la luz de la palabra de Dios (Sal 119, 130s) con la sencillez que faltó a Eva (2Cor 1,3) y que falta a los que se fían de su propia sabiduría (Mt 11,25). Esta fe humilde, condición de la salvación (Mc 10,15; 1 Pe 2,2), es el primer aspecto de la sencillez de los hijos de Dios, que no es infantilismo; implica por el contrario una rectitud e integridad (Flp 2,15). cuyo modelo es Job (Job 1,8; 2,3).

2. Sencillez y rectitud. El que busca a Dios debe evitar toda doblez (Sab 1,1): nada debe dividir su corazón (Sal 119,113; Sant 4,8), falsear su intención (1Re 9,4; Eclo 1,28ss), frenar una generosidad que llega hasta a arriesgar la vida (1Par 29,17; 1 Mac 2,37.60), hacer vacilar la confianza (Sant 1,8). No hay subterfugios en su conducta (Prov 10,9; 28, 6; Eclo 2,12) ni en sus palabras (Echo 5,9). Acoge sencillamente los dones de Dios (Act 2,46) y da sin calcular, con amor sincero (Rom 12,8s; 1Pe 1,22). Es que su mirada es sencilla; incapaz de hacer mal, sólo pone la mira en la voluntad de Dios y de Cristo cuando debe obedecer a los hombres (Col 3,22s; Ef 6,5ss).

Esta intención única ilumina su vida (Mt 6, 22; Lc 11,34); le hace más prudente que la serpiente; esta pureza de intención está simboliza-da por la sencillez de la paloma (Mt 10,16).

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Seguir

Seguir a Dios es andar por los caminos de Dios, por los que condujo a su pueblo en tiempos del éxodo, los que trazará su Hijo para conducir a todos los hombres al término del nuevo y verdadero Éxodo.

1. La vocación de Israel. Saliendo de Egipto respondía el pueblo a Yahveh que lo llamaba a seguirle (cf. Os 11,1). En el desierto camina Israel detrás de Yahveh, que le guía en la columna de nube y en la columna de fuego (Éx 13,21), que envía a su ángel para abrir un camino a su pueblo (Éx 23,20.23). Israel oye sin cesar este llamamiento a seguir a Yahveh, como la prometida sigue a su prometido (Jer 2,2), como el rebaño sigue a su pastor (Sal 80,2), como el pueblo sigue a su rey (2Sa 15,13; 17,9), como el fiel sigue a su Dios (1Re 18,21).

En efecto, seguir significa adhesión total y sumisión absoluta, es decir, fe y obediencia. Por eso el hombre que no dudó jamás, Caleb, es recompensado por haber «seguido plenamente a Yahveh» (Dt 1,36); David, que observó los mandamientos, es el modelo de los que siguen a Dios con todo su corazón (1Re 14,8). Cuando el rey Josías y todo el pueblo se comprometen a vivir según la alianza, deciden «seguir a Yahveh».

En adelante el ideal del fiel será siempre seguir «los caminos del Señor» (Sal 18,22; 25,…). Seguir a Yahveh es por tanto exigencia de fidelidad. Yahveh es, en efecto, un Dios celoso: prohíbe seguir a otros dioses, es decir, darles culto e imitar las prácticas de sus fieles (Dt 6,14). Ahora bien, Israel presta oído a los llamamientos de los dioses locales; apenas llegado a Canaán, los Baales disputan su corazón al Dios del Sinaí (Dt 4,3). Así «cojea de las dos piernas» hasta que resuena violentamente la voz profética: «Si Yahveh es Dios, seguidle; si lo es Baal, seguidle» (1Re 18,21). A ejemplo de Elías los profetas reprochan sin cesar a Israel «el prostituirse y desviar-se de seguir a Yahveh» (Os 1,2) y «seguir a dioses extranjeros» (Jer 7, 6.9; 9,13; 11,10). Predicando la conversión invitan a volver al camino que había seguido Israel en los tiempos del Éxodo (Os 2,17), a volver en pos de Yahveh.

2. En seguimiento de Cristo.

a) Los primeros pasos. «¡Seguidme!», dijo Jesús a Simón y a Andrés, a Santiago y a Juan, a Mateo, y su palabra, llena de autoridad, arrancó su adhesión (Mc 1,17- 20; 2,14). Una vez discípulos de Jesús, serán iniciados progresivamente en el secreto de su misión y en el misterio de su persona. En efecto, seguir a Jesús no es sólo adherirse a una enseñanza moral y espiritual, sino compartir su destino. Ahora bien, los discípulos están sin duda prontos a compartir su gloria: «Hemos dejado todo para seguirte; ¿qué nos corresponderá, pues?» (Mt 19,27) -pero deben aprender que antes han de compartir sus pruebas, su pasión. Jesús exige el desasimiento total: renuncia a las riquezas y a la seguridad, abandono de los suyos (Mt 8, 19-22; 10,37; 19,16-22), sin reservas ni miradas atrás (Lc 9,61s). Exigencia a la que todos pueden ser llamados, pero a la que no todos responden, como en el caso del joven rico (Mt 19,22ss).

b) Hasta el sacrificio. El discípulo, habiendo así renunciado a los bienes y a los lazos del mundo, aprende que debe seguir a Jesús hasta la cruz. «Si alguien quisiere venir en pos de mí, renuncie a sí mismo, tome su cruz y sígame» (Mt 16,24 p). Jesús, exigiendo a sus discípulos tal sacrificio, no sólo de los bienes, sino también de su persona, se revela como Dios y acaba de revelar hasta dónde van las exigencias de Dios. Pero a estas exigencias no podrán responder los discípulos sino cuando Jesús haya hecho el primero el gesto del sacrificio. Esto es lo que Pedro, pronto en espíritu a querer seguir a Jesús a dondequiera que vaya, y no menos pronto a abandonarlo como los otros discípulos (Mt 26,35.56), sólo podrá comprender «más tarde» (Jn 13,36ss), cuando haya abierto Jesús el camino con su muerte y su resurrección: entonces irá Pedro adonde no había pensado antes (Jn 21,18s).

c) Imitar y creer. Los teólogos del NT transpusieron la metáfora. Para Pablo, seguir a Cristo es conformarse con él en su misterio de muerte y de resurrección. Esta conformidad, a la que estamos predestinados por Dios desde toda la eternidad (Rom 8,29), se inaugura en el bautismo (Rom 6,2ss) y debe profundizarse por la imitación (1Cor 11,1), la comunión voluntaria en el sufrimiento, en medio del cual se despliega el poder de la resurrección (2Cor 4,10s; 13, 4; Flp 3,10s; cf. 1Pe 2,21).

Según Juan, seguir a Cristo es entregarle la fe, una fe entera, fundada en su sola palabra y no en signos exteriores (Jn 4,42), fe que sabe superar las vacilaciones de la sabiduría humana (Jn 6,2.66-69); es seguir la luz del mundo tomándola por guía (Jn 8,12; es situarse entre las ovejas que reúne en un solo rebaño el único pastor (Jn 10,1-16).

Finalmente, el creyente que sigue a los apóstoles (Act 13,43) comienza así a seguir a Cristo «dondequiera que va» (Ap 14,4; cf. Jn 8,21s) hasta penetrar en pos de él, «en el otro lado del velo, donde entró él como precursor» (Heb 6,20). Entonces se realizará la promesa de Jesús: «Si alguien me sirve, sígame, y don-de yo estoy, allí estará también mi servidor» (Jn 12,26).

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Sabiduría

La búsqueda de la sabiduría es común a todas las culturas del antiguo Oriente. Colecciones de literatura sapiencial nos fueron legadas tanto por Egipto como por Mesopotamia, y los siete sabios eran legendarios en la antigua Grecia. Esta sabiduría tiene un objetivo práctico: se trata de que el hombre se conduzca con prudencia y habilidad para prosperar en la vida. Esto implica cierta reflexión sobre el mundo; esto conduce también a la elaboración de una moral, de lo cual no está ausente la referencia religiosa (particularmente en Egipto). En la Grecia del siglo vii tomará la reflexión un sesgo más especulativo y la sabiduría se transformará en filosofía. Al lado de una ciencia embrional y de técnicas que se desarrollan, constituye la sabiduría un elemento importante de civilización. Es el humanismo de la antigüedad.

En la revelación bíblica también la palabra de Dios reviste una forma de sabiduría. Hecho importante, pero que conviene interpretar correctamente. No quiere decir que la revelación, en cierto estadio de su desarrollo, se convierta en humanismo. La sabiduría inspirada, aun en los casos en que integra lo mejor de la sabiduría humana, es de distinta naturaleza que ésta. Este hecho, sensible ya en el AT, es palmario en el NT.

SABIDURÍA HUMANA Y SABIDURÍA SEGÚN DIOS. 1. Implantación de la sabiduría en Israel. Si se exceptúan los casos de José (Gén 41,39s) y de Moisés (Éx 2,10; cf. Act 7,21s), Israel no tuvo contacto con la sabiduría de Oriente sino después de su establecimiento en Canaán, y hay que aguardar a la época de la monarquía para verlo abrirse ampliamente al humanismo del tiempo: «La sabiduría de Salomón fue mayor que la de todos los orientales y que toda la de Egipto» (1Re 5,9-14; cf. 10, 6s.23s). El dicho se refiere a la vez a su cultura personal y a su arte del buen gobierno. Ahora bien, para los hombres de fe esta sabiduría regia no crea ningún problema: es un don de Dios, que Salomón obtuvo por su oración (1Re 3,6-14). Apreciación optimista, cuyos ecos se renuevan en otras partes; mientras que los escribas de la corte cultivan los géneros sapienciales (cf. Los elementos antiguos de Prov 10-22 y 25-29), los historiadores sagrados hacen el elogio de José, el administrador avisado que tenía su sabiduría de Dios (Gén 41; 47).

La sabiduría en cuestión. Pero hay sabiduría y sabiduría. La verdadera sabiduría viene de Dios; él es quien da al hombre «un corazón capaz de discernir el bien y el mal» (1Re 3,9). Pero todos los hombres se ven tentados, como su primer padre, a usurpar este privilegio divino, a adquirir por sus propias fuerzas «el conocimiento. del bien y del mal» (Gén 3,5s). Sabiduría engañosa, a la que los atrae la astucia de la serpiente (Gén 3,1). Es la de los escribas que juzgan de todo según modos de ver humanos y «cambian en mentira la ley de Yahveh» (Jer 8,8), la de los consejeros regios que hacen una política totalmente humana (cf. Is 29,15ss). Los profetas se alzan contra tal sabiduría: «¡Ay de los que son sabios a sus propios ojos, avisados según su propio sentido!» (Is 5,21). Dios hará que su sabiduría quede confundida (Is 29,14). Caerán en el lazo por haber despreciado la palabra de Yahveh (Jer 8,9). Es que esta palabra es la única fuente de la auténtica sabiduría. Aquélla la aprenderán después del castigo los espíritus extraviados (Is 29,24). El rey hijo de David que reinará «en los últimos tiempos» la poseerá con plenitud, pero la tendrá del Espíritu de Yahveh (Is 11,2). Así la enseñanza profética rechaza la tentación de un humanismo que pretendiera bastarse a sí mismo: la salvación del hombre viene de solo Dios.

Hacia la verdadera sabiduría. La ruina de Jerusalén confirma las amenazas de los profetas: la falsa sabiduría de los consejeros regios es la que ha conducido el país a la catástrofe. Una vez disipado así el equívoco, la verdadera sabiduría podrá dilatarse libremente en Israel. Su fundamento será la ley divina, que hace de Israel el único pueblo sabio e inteligente (Dt 4,6). El temor de Dios será su principio y su coronamiento (Prov 9,10; Eclo 1,14-18; 19,20). Los escribas inspirados, sin abandonar nunca las perspectivas de esta sabiduría religiosa, van a integrar ahora en ella todo lo que puede ofrecerles de bueno la reflexión humana. La literatura sapiencial editada o compuesta después del exilio es el fruto de este esfuerzo. El humanismo, curado de estas pretensiones soberbias, se dilata aquí a la luz de la fe.

ASPECTOS DE LA SABIDURÍA. 1. Un arte de bien vivir. El sabio de la Biblia tiene curiosidad por las cosas de la naturaleza (1Re 5,13). Las admira, y su fe le enseña a ver en ellas la mano poderosa de Dios (Job 36,22-37,18; 38-41; Eclo 42,15-43, 33). Pero se preocupa ante todo por saber cómo conducir su vida para obtener la verdadera felicidad. Todo hombre experto en su oficio merece ya el nombre de sabio (Is 40,20; Jer 9,16; 1Par 22,15); el sabio por excelencia es el experto en el arte de bien vivir. Lanza al mundo que le rodea una mirada lúcida y sin ilusión; conoce sus taras, lo cual no quiere decir que las apruebe (p.e. Prov 13,7; Eclo 13,21ss). Como psicólogo que es, sabe lo que se oculta en el corazón humano, lo que es para él causa de gozo o de pena (p.e. Prov 13,12; 14,13; Ecl 7,2-6). Pero no se confina en este papel de observador. Educador nato, traza reglas para sus discípulos: prudencia, moderación en los deseos, trabajo, humildad, ponderación, mesura, lealtad de lenguaje, etc. Toda la moral del Decálogo está contenida en estos consejos prácticos. El sentido social del Deuteronomio y de los profetas le inspira recomendaciones sobre la limosna (Eclo 7,32ss; Tob 4,7-11), el respeto de la justicia (Prov 11,1; 17,15), el amor de los pobres (Prov 14,31; 17,5; Eclo 4,1-10). Para apoyar sus pareceres recurre siempre que puede a la experiencia; pero su inspiración profunda le viene de algo más alto que la experiencia. Habiendo adquirido la sabiduría a costa de rudos esfuerzos, nada desea tanto como transmitirla a los otros (Eclo 51,13-20), e invita a sus discípulos a emprender con ánimo su difícil aprendizaje (Eclo 6,18-37).

Reflexión sobre la existencia. Del maestro israelita de sabiduría no hay que esperar una reflexión de carácter metafísico sobre el hombre, su naturaleza, sus facultades, etc. Por el contrario, tiene un sentido agudo de su situación en la existencia y escudriña con atención su destino. Los profetas se interesaban sobre todo por la suerte del pueblo de Dios en cuanto tal; los textos de Ezequiel sobre la responsabilidad individual pueden considerarse como excepciones (Ez 14,12-20; 18; 33, 10-20). Los sabios, sin dejar de estar atentos al destino global del pueblo de la alianza (Eclo 44-50; 36,1-17; Sab 10-12; 15-19), se interesan sobre todo por la vida de los individuos. Son sensibles a la grandeza del hombre (Eclo 16,24-17,14) como a su miseria (Eclo 40,1-11), a su soledad (Job 6,11-30; 19,13-22), a su angustia ante el dolor (Job 7; 16) y la muerte (Ecl 3; Eclo 41,1- 4), a la impresión de vaciedad que le deja su vida (Job 14,1-12; 17; Ecl 1,4-8; Eclo 18,8-14), a su inquietud delante de Dios que le parece incomprensible (Job 10) o ausente (23; 30,20-23). En esta perspectiva no podía menos de abordarse el problema de la retribución, pues las concepciones tradicionales acaban por contradecir a la justicia (Job 9,22-24; 21,7-26; Ecl 7,15; 8-14; 9,2s). Pero serán necesarios largos esfuerzos para que más allá de la retribución terrenal, tan engañosa, se resuelva el problema en la fe en la resurrección (Dan 12,2s) y en la vida eterna (Sab 5,15).

Sabiduría y revelación. La enseñanza de los sabios, que concede tanto lugar a la experiencia y a la reflexión humana, es evidentemente de otro tipo que la palabra profética, procedente de una inspiración divina, de la que el profeta mismo es consciente. Esto no es obstáculo para que haga también progresar la doctrina proyectando sobre los problemas la luz de las Escrituras largamente meditadas (cf. Eclo 39,1ss). Ahora bien, en baja época profecía y sabiduría convergen en el género apocalíptico para revelar los secretos del futuro. Si Daniel «revela los misterios divinos» (Dan 2,28ss. 47), no es por sabiduría humana (2,30), sino porque el Espíritu divino, que reside en él, le da una sabiduría superior (5,11.14). La sabiduría religiosa del AT reviste aquí una forma característica, de la que la antigua tradición israelita presentaba ya un ejemplo significativo (cf. Gén 41, 38s). El sabio aparece aquí como inspirado por Dios al igual que el profeta.

LA SABIDURÍA DE DIOS. 1. La sabiduría personificada. Los escribas de después del exilio tienen tal culto por la sabiduría que se complacen en personificarla para darle más relieve (ya Prov 14,1). Es una amada a la que se busca con avidez (Eclo 14,22ss), una madre protectora (14,26s) y una esposa nutricia (15, 2s), un ama de casa hospitalaria que invita a su festín (Prov 9,1-6), contrariamente a dama locura, cuya casa es el vestíbulo de la muerte (9, 13-18).

La sabiduría divina. Ahora bien, esta representación femenina no debe comprenderse como mera figura de lenguaje. La sabiduría del hombre tiene una fuente divina. Dios puede comunicarla a quien le place porque él mismo es el sabio por excelencia. Así pues, los autores sagrados contemplan en Dios esta sabiduría, de la que dimana la suya. Es una realidad divina que existe desde siempre y para siempre (Prov 8,22-26; Eclo 24,9). Habiendo brotado de la boca del Altísimo como su hálito o su palabra (Eclo 24,3), es «un soplo del poder divino, una efusión de la gloria del todopoderoso, un reflejo de la luz eterna, un espejo de la actividad de Dios, una imagen de su excelencia» (Sab 7,25s). Habita en el cielo (Eclo 24,4), comparte el trono de Dios (Sab 9,4), vive en su intimidad (8,3).

La actividad de la sabiduría. Esta sabiduría no es un principio inerte. Está asociada a todo lo que hace Dios en el mundo. Presente en el momento de la creación, retozaba a sus lados (Prov 8, 27-31; cf. 3, 19s; Eclo 24,5) y todavía sigue rigiendo el universo (Sab 8,1). A todo lo largo de la historia de la salvación la ha enviado Dios en misión acá a la tierra. Se instaló en Israel, en Jerusalén, como un árbol de vida (Eclo 24,7-19), manifestándose bajo la forma concreta de la ley (Eclo 24,23-34). Desde entonces reside familiarmente entre los hombres (Prov 8,31; Bar 3,37s). Es la providencia que dirige la historia (Sab 10,1-I1, 4) y ella es la que proporciona a los hombres la salvación (9,18). Desempeña un papel análogo al de los profetas, dirigiendo reproches a los despreocupados cuyo juicio anuncia (Prov 1,20-33), invitando a los que son dóciles a sacar provecho de todos sus bienes (Prov 8,1-21.32-36), a sentarse a su mesa (Prov 9,4ss; Eclo 24,19-22). Dios obra por ella como obra por su Espíritu (cf. Sab 9,17); así pues, lo mismo es acogerla que ser dóciles al Espíritu. Si estos textos no hacen todavía de la Sabiduría una persona divina en el sentido del NT, por lo menos escudriñan en profundidad el misterio del Dios único y preparan una revelación más precisa del mismo.

Los dones de la sabiduría. No es sorprendente que esta sabiduría sea para los hombres un tesoro superior a todo (Sab 7,7-14). Siendo ella misma un don de Dios (8,21), es la distribuidora de todos los bienes (Prov 8,21; Sab 7,11): vida y felicidad (Prov 3,13-18; 8,32-36; Eclo 14,25-27), seguridad (Prov 3,21-26), gracia y gloria (4,8s), riqueza y justicia (8,18ss), y todas las virtudes (Sab 8,7s)… ¿Cómo no se esforzará el hombre por tenerla por esposa (8, 2)? Ella es, en efecto, la que hace a los amigos de Dios (7,27s). La intimidad con ella no se distingue de la intimidad con Dios mismo. Cuando el NT identifique la sabiduría con Cristo, Hijo y palabra de Dios, hallará en esta doctrina la exacta preparación para una revelación plenaria: el hombre, unido a Cristo; participa en la Sabiduría divina y se ve introducido en la intimidad de Dios.

NT. 1. JESÚS Y LA SABIDURÍA. 1. Jesús, maestro de sabiduría. Jesús se presentó a sus contemporáneos bajo complejos aspectos exteriores: profeta de penitencia, pero más que profeta (Mt 12,41); mesías, pero que debe pasar por el sufrimiento del siervo de Yahveh antes de conocer la gloria del Hijo del hombre (Mc 8,29ss); doctor, pero no a la manera de los escribas (Mc 1,21s). Lo que mejor recuerda su manera de enseñar es la de los maestros de sabiduría del AT: adopta fácilmente sus géneros (proverbios, parábolas), da como ellos reglas de vida (cf. Mt 5-7). Los espectadores no se engañan al maravillarse de esta sabiduría sin segunda, acreditada por obras milagrosas (Mc 6,2); Lucas la hace notar incluso en la infancia de Cristo (Lc 2,40.52). Jesús mismo da a entender que tal sabiduría plantea un problema: la reina del Mediodía acudió a oír la sabiduría de Salomón: pues bien, aquí hay más que Salomón (Mt 12,42 p).

2. Jesús, Sabiduría de Dios. Efectivamente, en su propio nombre promete Jesús a los suyos el don de la sabiduría (Lc 21,15). Desconocido por su generación incrédula, pero acogido por los corazones dóciles a Dios, concluye misteriosamente: «La sabiduría ha sido justificada por sus hijos» (Le 7,35; o «por sus obras» Mt 11,19). Su secreto se trasluce más cuando modela su lenguaje conforme a lo que el AT atribuye a la sabiduría divina: «Venid a mí…» (Mt 11,28ss; cf. Eclo 24,19); «Quien venga a mí no tendrá ya hambre, quien crea en mí no tendrá ya sed» (Jn 6,35; cf. 4,14; 7,37; Is 55,1ss; Prov 9,1- 6; Eclo 24,19-22). Estos llamamientos rebasan lo que se espera de un sabio como otro cual-quiera; hacen entrever la misteriosa personalidad del Hijo (cf. Mt 11, 25ss p). La lección fue recogida por los escritos apostólicos. Si en ellos se llama a Jesús «sabiduría de Dios» (1Cor 1.24.30), no es sólo porque comunica la sabiduría a los hombres; es porque él mismo es la Sabiduría. Igualmente, para hablar de su preexistencia junto al Padre se usan los mismos términos que en otro tiempo definían la sabiduría divina: él es el primogénito anterior a toda criatura y el artífice de la creación (Col 1,15ss; cf. Prov 8,22-31), cl resplandor de la gloria de Dios y la efigie de su substancia (Heb 1,3; cf. Sab 7,25s). El Hijo es la sabiduría del Padre, como es también su palabra (Jn 1,lss). Esta sabiduría personal estaba en otro tiempo oculta en Dios, aun cuando gobernaba el universo, dirigía la historia, se manifestaba indirectamente en la ley y en la enseñanza de los sabios. Ahora se ha revelado en Jesucristo. Así todos los textos sapienciales del AT adquieren en él su alcance definitivo.

SABIDURÍA DEL MUNDO Y SABIDURÍA CRISTIANA. 1. La sabiduría del mundo, condenada. A la hora de esta revelación suprema de la Sabiduría se había entablado el drama que habían puesto ya en evidencia los profetas. La sabiduría de este mundo, que desvariaba desde que había desconocido al Dios vivo (Rom 1,21s; 1Cor 1,21), dio remate a su locura cuando los hombres «crucificaron al Señor de la gloria» (1Cor 2,8). Por eso condenó Dios esta sabiduría de los sabios (1,19s; 3,19s), que es «terrenal, animal, demoníaca» (Sant 3,15); para darle jaque decidió salvar al mundo por la locura de la cruz (1Cor 1,17-25). Así cuando se anuncia a los hombres el Evangelio de la salvación puede dejar a un la-do todo lo que depende de la sabiduría humana, la cultura y las bellas palabras (1Cor 1,17; 2,1-5): no hay que trampear con la locura de la cruz.

2. La verdadera sabiduría. La revelación de la verdadera sabiduría se hace, pues, en forma paradójica. No se otorga a los sabios y a los prudentes, sino a los pequeños (Mt 11,25): para confundir a los sabios orgullosos escogió Dios a lo que había de loco en este mundo (1Cor 1,27).

Por consiguiente hay que volverse loco a los ojos del mundo para hacerse sabio según Dios (3,18). Porque la sabiduría cristiana no se adquiere en modo alguno por el esfuerzo humano, sino por revelación del Padre (Mt 11,25ss). Es en sí misma cosa divina, misteriosa y oculta, imposible de sondear por la inteligencia humana (1Cor 2,7ss; Rom 11,33ss; Col 2,3). Manifestada por la realización histórica de la salvación (Ef 3,10), sólo puede ser comunicada por el Espíritu de Dios a los hombres que le son dóciles (1Cor 2,10-16; 12,8; Ef 1,17).

ASPECTOS DE LA SABIDURÍA CRISTIANA. 1. Sabiduría y revelación. La sabiduría cristiana, tal como se acaba de describir, presenta claras afinidades con los apocalipsis judíos: no es ante todo regla de vida, sino revelación del misterio de Dios (1Cor 2,6ss), cumbre del conocimiento religioso que pide Pablo a Dios para los fieles (Col 1,9) y en la que estos mismos pueden instruirse mutuamente (3,16), «en un lenguaje enseñado por el Espíritu» (1Cor 2,13).

2. Sabiduría y vida moral. Con esto no se evacua el aspecto moral de la sabiduría. A la luz de la revelación de Cristo, sabiduría de Dios, todas las reglas de conducta que el AT atribuía a la sabiduría según Dios, adquieren por el contrario su plenitud de sentido. No solamente lo que concierne a las funciones apostólicas (1Cor 3,10; 2Pe 3,15), sino también lo relativo a la vida cristiana de cada día (Ef 5,15; Col 4,5), donde hay que imitar la conducta de las vírgenes prudentes, no ya la de las vírgenes locas (Mt 25,1-12). Los consejos de moral práctica que enuncia san Pablo en los finales de sus cartas suceden aquí ala enseñanza de los sabios antiguos. El hecho es más evidente todavía en cuanto a la epístola de Santiago, que opone en este punto concreto la falsa sabiduría y la «sabiduría de arriba» (Sant 3,13-17). Esta última implica una perfecta rectitud moral. Hay que esforzarse por conformar con ella los propios actos al mismo tiempo que se la pide a Dios como un don (Sant 1,5).

Tal es la única perspectiva en la que las adquisiciones del humanismo pueden integrarse en la vida y en el pensamiento cristianos. El hombre pecador debe dejarse crucificar con su sabiduría orgullosa si quiere renacer en Cristo. Si lo hace, todo su esfuerzo humano adquirirá nuevo sentido, pues se efectuará bajo la dirección del Espíritu.

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Puro

La pureza, concepción común a las religiones antiguas, es la disposición requerida para acercarse a las cosas sagradas; aunque en forma accesoria puede implicar la virtud opuesta a la lujuria, se procura no con actos morales, sino mediante ritos. Ordinariamente tiende a profundizarse esta concepción primitiva, pero lo hace diversamente según los diferentes climas de pensamiento. Según la perspectiva dualista el alma, pura por esencia, debe desentenderse del cuerpo, en el que está aprisionada, y de las cosas materiales en cuyo contacto vive. Según la fe bíblica, que cree buena a la creación entera, la noción de pureza tiende a hacerse interior y moral, hasta que Cristo muestra su, fuente única en su palabra y en su sacrificio.

AT. 1. LA PUREZA CULTUAL. 1. En la vida de la comunidad santa. La pureza, sin relación directa con la moralidad, proporciona la aptitud legal para participar en el culto o incluso en la vida ordinaria de la comunidad santa. Esta noción compleja, desarrollada particularmente en Lev 11-16, aparece a través de todo el AT.

Incluye la limpieza física: alejamiento de todo lo que no es limpio (inmundicias Dt 23,13ss), de lo que está enfermo (lepra Lev 13-14; 2 Re 7,3) o corrompido (cadáveres Núm 19,11-14; 2Re 23,13s). Sin embargo, la discriminación de los animales puros e impuros (Lev 11), tomada con frecuencia de tabúes primitivos, no puede explicarse por el solo motivo de la higiene.

La pureza constituye una protección contra el paganismo: como Canaán estaba contaminada por la presencia de los paganos, los botines de guerra son condenados a la destrucción (Jos 6,24ss) y los frutos mismos de esta tierra están prohibidos durante los tres primeros años de cosecha (Lev 19,23ss). Determinados animales, como el puerco, son impuros (Lev 11,7), sin duda porque los paganos los asociaban a su culto (cf. Is 66,3).

La pureza reglamenta el uso de todo lo que es santo. Todo lo que atañe al culto debe ser eminentemente puto (Ex 25,31; Lev 21; 22), y sin embargo las cosas sagradas mismas pueden contaminar al hombre si se acerca a ellas indebidamente (Núm 19,7ss; lSa 21,5; 2,Sa 6,6a).

Las fuerzas vitales, fuente de bendición, son consideradas como sagradas, por lo cual se contraen impurezas sexuales aun con su uso moralmente bueno (Lev 12 y 15).

Ritos de purificación. La mayor parte de las impurezas, si no desaparecen por sí mismas (Lev 11,24s), se borran con el lavado del cuerpo o de los vestidos (Éx 19,10; Lev I7, 15s), con sacrificios expiatorios (Lev 12,6s) y, el día de las expiaciones, fiesta de la purificación por excelencia, por el envío al desierto, de un macho cabrío simbólicamente cargado con las impurezas del pueblo entero (Lev 16).

Respeto de la comunidad santa. En esta noción, todavía bastante material, de la pureza está latente la idea de que el hombre es una realidad tal que no se puede disociar el cuerpo y el alma, y de que sus actos religiosos, por espirituales que sean, no dejan de estar encarnados. En una comunidad consagrada a Dios y deseosa de rebasar el estado natural de su existencia, no se come cualquier cosa, no se echa mano a todo, no se usa de cualquier manera de los poderes generadores de la vida. Estas múltiples restricciones, quizás arbitrarias en los orígenes, produjeron un efecto doble. Preservaban a la fe monoteísta contra toda contaminación por parte del medio pagano circundante; además, adoptadas por obediencia para con Dios, constituían una verdadera disciplina moral. Así debían revelarse las exigencias de Dic., que son espirituales.

II. HACIA LA NOCIÓN DE PUREZA MORAL. 1. Los profetas proclaman constantemente que ni las abluciones, ni los sacrificios tienen valor en sí si no comportan una purificación interior (Is 1,15ss; 29,13; cf. Os 6,6; Am 4,1-5; Jer 7,21ss). No por eso desaparece el aspecto cultual (Is 52, 11), pero la verdadera impureza que contamina al hombre se revela en su fuente misma, en el pecado; las impurezas legales sólo son una imagen exterior de la misma (Ez 36, 17s). Hay una impureza esencial al hombre, de la que sólo Dios puede purificarlo (Is 6,5ss). La purificación radical de los labios, del corazón, de todo el ser forma parte de las promesas mesiánicas: «Derramaré sobre vosotros un agua pura y seréis purificados de todas vuestras impurezas» (Ez 36,25s; cf. Sof 3,9; Is 35,8; 52,2).

Los sabios caracterizan la condición requerida para agradar a Dios, por la pureza de las manos, del corazón, de la frente, de la oración (Job 11,4.14s; 16,17; 22,30), por tanto por una conducta moral irreprochable. Los sabios, no obstante, tienen conciencia de una impureza radical del hombre delante de Dios (Pros 20,9; Job 9,30s); es una presunción creerse uno puro (Job 4,17). Sin embargo, el sabio se esfuerza en profundizar moralmente la pureza, cuyo aspecto sexual comienza a acentuarse; Sara se conservó pura (Tob 3,14), al paso que los paganos están entregados a una impureza degradante (Sab 14,25).

En los salmistas se ve afirmarse más y más, en un marco cultual, la preocupación por la pureza moral. El amor de Dios se vuelve hacia los corazones puros (Sal 73,1). El acceso al santuario se reserva al hombre de manos inocentes, de corazón puro (Sal 24.4), y Dios retribuye las manos puras del que practica la justicia (Sal 18,21.25). Pero como sólo él puede dar esta pureza, se le suplica que purifique los corazones. El Miserere manifiesta el efecto moral de la purificación que espera de Dios solo. «Lávame de toda malicia…, purifícame con el hisopo y seré puro.» Más aún: recogiendo la herencia de Ezequiel (36,25s) y coronando la tradición del AT, exclama: «¡Oh Dios! crea en mí un corazón puro» (Sal 51,12), oración tan espiritual que el creyente del NT puede adoptarla literalmente.

NT. I. LA PUREZA SEGÚN LOS EVANGELIOS. 1. La tendencia legalista subsiste todavía en la época de Jesús y remacha la ley acentuando las condiciones materiales de la pureza: abluciones repetidas (Mc 7,3s), lavados minuciosos (Mt 23,25), huida de los pecadores que propagan la impureza (Mc 2,15ss), señales puestas en las tumbas para evitar las contaminaciones por inadvertencia (Mt 23,27).

Jesús hace observar ciertas reglas de pureza legal (Mc 1,43s) y en un principio parece condenar solamente los excesos de las observancias sobreañadidas a la ley (Mc 7,6-13). Sin embargo, acaba por proclamar que la única pureza es la interior (Mc 7,14-23 p): «Nada de lo que entra de fuera en el hombre puede mancharlo…, porque de dentro, del corazón del hombre proceden los malos deseos.» En este sentido también los demonios pueden llamarse «espíritus impuros» (Mc 1,23; Lc 9,42). Esta enseñanza liberadora de Jesús era tan nueva que los discípulos tardarán bastante en comprenderla.

Jesús otorga su intimidad a los que se dan a él en la simplicidad de la fe y del amor, a dos «corazones puros» (Mt 5,8). Para ver a Dios, para presentarse a él, no ya en su templo de Jerusalén, sino en su reino, no basta la misma pureza moral. Precisa la presencia activa del Señor en la existencia; sólo entonces es el hombre radicalmente puro. Jesús dice así a sus Apóstoles: «Dios os ha purificado gracias a da palabra que yo os he anunciado» (Jn 15,3). Y todavía más claramente: «El que se ha bañado no necesita lavarse, está todo limpio; vosotros también estáis limpios» (Jn 13,10).

II. LA DOCTRINA APOSTÓLICA. 1. Más allá de la división entre puro e impuro. Fue necesaria una intervención sobrenatural para que de la palabra de Cristo sacara Pedro esta triple conclusión: ya no hay alimento impuro (Act 10,15; 11,9); los mismos incircuncisos no están mancillados (Act 10,28); ahora ya Dios purifica por la fe los corazones de los paganos (Act 15,9). Por su parte Pablo, armado con la enseñanza de Jesús (cf. Mc 7), declara osadamente que para el cristiano «nada es en sí impuro» (Rom 14,14). Habiendo ya pasado el régimen de la antigua ley, las observancias de pureza se convierten en «elementos sin fuerza», de los que Cristo nos ha liberado (Gál 4,3.9; Col 2,16-23). «La realidad está en el cuerpo de Cristo» (Col 2,17), pues su cuerpo resucitado es germen de un nuevo universo.

2. Los ritos incapaces de purificar el ser interior los sustituyó Cristo por su sacrificio plenamente eficaz (Heb 9; 10); purificados del pecado por la sangre de Jesús (1Jn 1, 7.9), esperamos tener un puesto entre los que «blanquearon sus vestiduras en la sangre del cordero» (Ap 7,14). Esta purificación radical se actualiza por el rito del bautismo que deriva su eficacia de la cruz: «Cristo se entregó por la Iglesia a fin de santificarla purificándola por el baño de agua» (Ef 5,26). Mientras las antiguas observancias no obtenían sino una purificación completamente exterior, las aguas del bautismo nos limpian de toda mancha asociándonos a Jesucristo resucitado (1Pe 3, 21s). Ciertamente somos purificados por la, esperanza en Dios, quien por Cristo nos ha hecho sus hijos (1Jn 3,3).

3. La transposición del plano ritual al plano de la salud espiritual se expresa particularmente en la 1a. epístola a los Corintios, en la que Pablo invita a los cristianos a expulsar de su vida la «levadura vieja» y a reemplazarla por «los ázimos de pureza y de verdad» (1Cor 5,8; cf. Sant 4,8). El cristiano debe purificarse de toda impureza de cuerpo y de espíritu para acabar así la obra de su santificación (2Cor 7,1). El aspecto moral de esta pureza está más desarrollado en las epístolas pastorales. «Todo es puro para los puros» (Tit 1,15), pues ahora ya nada cuenta delante de Dios sino la disposición profunda de los corazones regenerados (cf. 1Tim 4, 4). La caridad cristiana brota de un corazón puro, de una buena conciencia y de una fe sincera (1Tim 1,5; cf. 5,22). Pablo mismo da gracias a Dios por servirle con una conciencia pura (2Tim 1,3), como también pide a sus discípulos un corazón puro del que broten la justicia, la fe, la caridad, la paz (2Tim 2,22; cf. 1Tim 3,9).

Finalmente, lo que permite al cristiano practicar una conducta moral irreprochable es el hecho de estar consagrado al culto nuevo en el Espíritu: lo contrario de la impureza es la santidad (1Tes, 4,7s; Rom 6, 19). La pureza moral que preconizaba ya el AT se requiere siempre (Flp 4,8), pero su valor depende sólo de que conduce al encuentro de Cristo el día último de su retorno (Flp 1,10).

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Prueba, tentación

La palabra prueba evoca dos series de realidades. Una, orientada hacia la acción: un examen, un concurso: otra, replegada en la aflicción; una enfermedad, un luto, un fracaso. Y si la palabra ha pasado del primer sentido al segundo, ha sido sin duda porque, según una sabiduría ya religiosa, el sufrimiento se experimenta como un «test» revelador del hombre.

El sentido activo es primero en la Biblia: nsh, bhn, hqr. peiradsein, diakrinein, para limitarnos a las raíces principales, significan «poner a prueba», tratar de conocer la realidad profunda más allá de las apariencias inciertas. Como una aleación, como un adolescente, el hombre debe «dar prueba de sí». De suyo, no hay aquí nada de aflictivo.

Tentar es también «ensayar», experimentar. Pero si la tentativa se convierte en tentación y el experimento o la prueba pasa al estado crítico, entonces el hombre debe revelar en ella su verdadera orientación profunda. Así, Dios tienta al hombre.

Si la Biblia distingue la prueba particular que es la tentación, es porque parece torcerse oscuramente hacia el mal. Aquí interviene un tercer personaje, el tentador. Ya no es Dios quien tienta. Así en Gén 2,17 se trata de una prueba, en Gén 3, de una tentación (cf. Sant 1,1-12 y 1,13ss).

La experiencia de la prueba-tentación no es sencillamente de orden moral; se encuadra en un drama religioso e histórico; hace entrar en juego nuestra libertad en el tiempo frente a Dios y a Satán. En las diversas etapas del designio de Dios es interrogado el hombre: su vida teologal se pone a prueba en todos sus aspectos, pudiendo a veces cargarse el acento sobre uno o sobre otro de ellos.

AT. I. LA PRUEBA DEL PUEBLO DE DIOS. En la conciencia de Israel, el drama comenzó con su elección, en la promesa de llegar a ser por alianza el pueblo de Dios. Pero la esperanza así suscitada va a tener que purificarse.

En un primer estadio se llama al hombre a tomar partido frente a la promesa. Es la prueba de su fe. Es la de Abraham, de José, de Moisés, de Josué (Heb 11,1-40: Eclo 44,20; 1Mac 2,52). El hecho típico es sin duda el sacrificio de Isaac (Gén 22): para que Dios lleve a término la promesa, la fe del hombre debe aceptar libremente que se traduzca en la obediencia que ajusta dos voluntades.

La tentación vivida en los cuarenta años del desierto (Dt 8,2) consiste en no creer en el Dios pascual y preferir a él las cebollas de Egipto. Lleva consigo un juicio; y la pascua sólo se consuma para la generación fiel: sólo ella obtiene la tierra prometida.

La experiencia del desierto ayuda a dar su valor teológico a la expresión «tentar a Dios». O bien el hombre quiere salir de la prueba intimando a Dios a ponerle fin (cf. la antítesis Éx 15,25 y 17,1-7); o bien se pone en una situación sin salida «para ver si» Dios es capaz de sacarlo de ella; o también se obstina, a pesar de los signos evidentes, en pedir otras «pruebas» de la voluntad divina (Sal 95,9; Mt 4,7; Act 15,10; 1Cor 10,9).

Dios concluye una alianza con el aglomerado del que ha sacado un pueblo. En esta segunda etapa, la prueba versa sobre la fidelidad a la alianza. Se la puede llamar la prueba del amor. El pueblo ha escogido, sí, servir a su Dios (Jos 24,18); pero su corazón es falso; la prueba obliga al amor a declararse y a probarse: purifica el corazón. Es una obra de grandes alientos, en la que Dios pone la mano (imagen del fuego y del fundidor: Is 1,25s). Lentamente se elaboran los códigos (alianza, santidad, sacerdotal), en los que se oye el llamamiento a la santidad que Dios dirige a su pueblo (Lev, passim). Un nuevo juicio corresponde a esta nueva prueba; el exilio, el retorno al desierto sanciona la idolatría, que es un adulterio (Os 2).

2. Sólo un pequeño resto saldrá probado de la cautividad: el comportamiento divino es el mismo en la prueba de Israel frente a Yahveh (1Re 19,18) y frente a Jesús (Rom 11,1-5); en todos estos casos, si la prueba da por resultado un resto, es por pura gracia. La cautividad y el largo período que la sigue muestran, en efecto, hasta qué punto la promesa es humanamente irrealizable. Dilaciones interminables, contradicciones, persecuciones, las debilidades mismas del pueblo, vuelven a plantear no tanto la cuestión de la fe en la palabra de Yahveh o de la fidelidad a su alianza, cuanto la del cumplimiento mismo de la promesa. Así, desde el exilio hasta el Mesías, la prueba del pequeño resto es principalmente una prueba de la esperanza. El reino parece retroceder indefinidamente en el tiempo. La tentación es la del momento presente, de «este siglo», la tentación del mundo. El pueblo de Dios, en trance de secularizarse, adquiere más conciencia de la acción de Satán, «príncipe de este mundo» (Job 1-2). Esta prueba de la esperanza es la más íntima. la más purificadora. Cuanto más próximo está Dios, tanto más prueba (Jdt 8,25ss). La prueba acabará en un último juicio: el advenimiento del reino, la entrada del siglo venidero en este mundo mismo.

II. LA PRUEBA DE LA CONDICIÓN HUMANA. El AT tiene todavía que transmitirnos un doble mensaje. 1. En el plano de la persona. La reflexión de los sabios, transponiendo al plano personal las pruebas del pueblo, insiste en otro aspecto de la prueba: el sufrimiento, en particular el del justo. Aquí alcanza la prueba el máximum de agudeza, y la presencia de Dios el máximum de proximidad, pues el hombre se ve abocado, no ya a lo imposible, sino a lo absurdo. A este grado de agudeza la tentación no consiste ya en dudar del poder de Dios, en serle infiel o en preferir el mundo a Dios, sino que es la tentación del insulto, de esa blasfemia que es la forma como Satán da testimonio a Dios.

El libro de Job abre el debate y lo entierra en el misterio de la sabiduría de Dios, no desentendiéndose del tema, sino en un reconocimiento confuso de que la prueba hace que el hombre se ajuste progresivamente al misterio de Dios (cf. Gén 22). Líneas más definidas de respuesta se presentan en el poema del siervo (Is 52,13-33,12), y sobre todo en los libros salidos de la gran tribulación (Dan 9,24- 27; 12,1-4; Sab passim). La prueba aparece en ellos insoluble en el plano individual; su fuente está fuera del hombre (Sab 1,13; 2,24), es un hecho de índole concerniente al género humano. Pero sólo una persona podrá hacerla desembocar en la vida, alguien sobre quien no tendrá ventaja Satán y que será solidario de la «multitud», aun poniéndose en su lugar. El juicio estará en la venida del siervo.

2. En el plano, de la naturaleza humana. Estas conclusiones, en que se percibe la impronta de la reflexión sacerdotal, convergen con las que en los relatos del Génesis, que describen los orígenes, nos hacen llegar al fondo de la condición humana. La elección es finalmente la revelación más expresiva del amor gratuito de Dios, su libertad. Con ello reclama en el hombre el máximum de libertad en su respuesta.

La prueba es precisamente el campo dejado a esta respuesta. Gén 2 manifiesta por medio de imágenes esta solicitud gratuita por el soberano de la creación, que es el hombre. Tal amor de elección no se impone, se escoge: de ahí la prueba, a través del árbol del conocimiento (Gén 2,17). La condición humana fundamental se revela así: el hombre sólo es tal por su posibilidad constante de elegir por vocación a Dios, a cuya «imagen» es.

Ahora bien, Adán se escogió a sí mismo como Dios (Gén 3,5). Es que entre la prueba y la elección intervino la crisis, !a tentación, cuyo autor personal aparece finalmente: Satán (Gén 3; cf. Job 1-2). Como se ve, la tentación es más que la prueba, incluso en su paroxismo. Han hecho entrada elementos nuevos: el maligno, que es también el mentiroso, aparece como seductor. El hombre sólo escoge su soledad porque en ella cree hallar la vida; si sólo halla en ella la desnudez y la muerte, es que lo han engañado. Su prueba implica, pues, fundamentalmente un combate contra la mentira, una lucha para escoger según la verdad, en que se vive solamente la experiencia de la libertad (Jn 8,32-44). He aquí la última respuesta a la reflexión de los sabios.

La humanidad está empeñada en una prueba que la rebasa y que no superará sino por efecto de una promesa, efecto que es gracia (Gén 3,15), por la venida de la descendencia, que pondrá fin a la prueba.

NT. 1. LA PRUEBA DE CRISTO. Cristo se ve puesto por Satán en las situaciones en que Adán y el pueblo habían sucumbido y en que los pobres parecían abrumados. En él, prueba y tentación coinciden y son superadas, pues al pasar por ellas hace Jesús que se logre el amor de elección que las había suscitado.

Cristo es «la» descendencia según la promesa, el primogénito del nuevo pueblo. En el desierto (Lc 4,1s) triunfa Jesús del tentador en su propio terreno (Lc 11,24). Es a la vez el hombre que se nutre por fin, y sustancialmente, de la palabra de Dios, y «Yahveh salvador», al que su pueblo sigue tentando (Mt 16,1; 19,3; 22,18).

Jesús es el rey fiel, buen pastor, que ama a los suyos hasta el fin. La cruz es la gran prueba (Jn 12, 27s) en que Dios «da prueba» de su amor (3,14ss). Jesús es el pequeño resto, en el que el Padre concentra su amor de elección: en esta seguridad filial es a la vez odiado por el mundo y vencedor del mundo (Jn 15,18; 16,33).

Jesús es servidor, cordero de Dios. Llevando en la cruz el pecado de los hombres, transforma la tentación de blasfemia en queja filial y la muerte absurda en resurrección (Mt 27, 46; Lc 23,46; Flp 2,8s).

Como nuevo Adán e imagen del Padre que es, su tentación es la tentación del jefe: se intercala entre la teofanía de su misión y el ejercicio de esta misión (Mc 1,11-14). A todo lo largo de ésta la encontrará, como antagonista de la voluntad del Padre: sus padres (Mc 3,33ss), Pedro (Mc 8,33), los signos espectaculares (Mc 8,12), el mesianismo temporal (Jn 6,15). Finalmente, la última etapa de su misión deberá abrirse con la última tentación, la de la agonía(Le 22,40.46). Así Cristo, vencedor del tentador desde el principio hasta el fin de su misión (Lc 4,13), empeña por fin la nueva humanidad en su verdadera condición: la vocación filial (Hab 2,10-18).

LA PRUEBA DE LA IGLESIA. De la prueba de Cristo sale la Iglesia, como la multitud justificada por el siervo (Is 53,11). Y su misión sigue el mismo rumbo que el de Cristo (2Tim 2,9ss; Lc 22.28ss); el bautismo, en el que la pascua de Cristo viene a ser la de la Iglesia, es una prueba (Mc 10,38s) y anuncia pruebas tras él (Heb 10,32-39).

Aquí el vocabulario de la prueba se mezcla con el del sufrimiento (thlipsis- tribulación, diogmos-persecución) y de la paciencia (sobre todo hypomone-constancia). En el NT su resonancia es primero escatológica antes de ser psicológica. La proximidad del retorno del Señor lleva a su paroxismo la oposición de la luz y de las tinieblas. La Iglesia es el lugar de la prueba, el lugar en que la persecución debe consolidar la fidelidad (Lc 8,13ss; 21,12-19; Mt 24,7,13) y en que el hombre sale «probado» de la tribulación.

Esta prueba de la Iglesia es apocalíptica; revela realidades ocultas al hombre carnal, y el grado de responsabilidad encomendada a cada uno en la gran misión que viene del Padre: Cristo (Heb 2,14-28), Pedro (Lc 22,31s), los discípulos (Le 21, 12s), toda iglesia fiel (Ap 2,10). En este sentido prueba y misión culminan en el martirio. Pero el gran combate escatológico, que es la prueba propia de la Iglesia, revela también al verdadero autor de la tentación: Dios prueba a los suyos, sólo Satán los tienta (Lc 22,31; Ap 2,10; 12,9s); la Iglesia probada desenmascara al seductor, al acusador, al mismo tiempo que da testimonio por su Paráclito, el Espíritu victorioso que la conduce al término de la pascua (Ap 2-3; Lc 12,11s; In 16, 1-15). Por esta razón aparece en los apocalipsis a la vez perseguida y salvada (Dan 12,1; Ap 3,10; 2Pe 2,9). La prueba es, pues, la condición de la Iglesia, todavía por probar y ya pura, todavía por reformar y ya gloriosa. Las tentaciones propiamente eclesiales vienen las más de las veces del descuido de uno de estos dos componentes.

LA PRUEBA DEL. CRISTIANO. El anuncio del Evangelio está inscrito dentro de la tribulación escatológica (Mt 24,14). La prueba es, pues, particularmente necesaria a los que reciben el ministerio de la palabra (1Tes 2,4; 2Tim 2,15); de lo contrario, son traficantes (2Cor 2,17). La prueba es el signo de la misión (1Tim 3,10; Flp 2,22). De ahí el discernimiento de los falsos enviados (Ap2,2; Jn 4,1).

En el plano psicológico sondea Dios los corazones y los pone a prueba (1Tes 2,4). Únicamente permite la tentación (1Cor 10,13). Ésta viene del tentador (Act 5,3; 1Cor 7,5; 1Tes 3,5) a través del mundo (1Jn 5,19) y sobre todo del dinero (1Tim 6,9). Por esto hay que pedir que no «entremos» en la tentación (Mt 6,13; 26, 41), pues conduce a la muerte (Sant 1,14s). Esta actitud de oración filial es el extremo opuesto de la que tienta a Dios (Lc 11,1-11).

La prueba, sí, y la tentación en que no se entra es una prueba, está ordenada a la vida. Es un dato de la vida en Jesucristo: «sí, todos los que quieren vivir con piedad en Jesucristo, serán perseguidos» (2Tim 3, 12). La prueba es una condición indispensable de crecimiento (cf. Lc 8,13ss), de robustez (1Pe 1,6s con miras al juicio), de verdad manifestada (1Cor 11,19: razón de ser de las divisiones cristianas), de humildad (1Cor 10,12), en una palabra, es el camino mismo de la pascua interior, el del amor que espera (Rom 5,3ss).

Siendo ello así, es una misma cosa ser un cristiano «probado» y experimentar el Espíritu. La prueba dispone para un don mayor del Espíritu, pues este opera ya en ella su trabajo de liberación. El cristiano probado, así liberado sabe discernir, verificar, «probar» todas las cosas (Rom 12,2; Ef 5,10). Este nuevo sentido de discreción es el Espíritu (1Jn 2,20.27). Aquí tenemos la fuente teologal del examen de conciencia, que ya no es aritmética espiritual, sino discernimiento dinámico, en el que cada uno se prueba a la luz del Espíritu (2Cor 13,5; Gál 6,1).

La Biblia invita a dar un sentido teologal a la prueba. La prueba es paso «hacia Dios» a través de su designio. Los diversos aspectos de la prueba (fe, fidelidad, esperanza, libertad) confluyen en la gran prueba de Cristo, continuada en la Iglesia y en cada cristiano y que termina en un parto cósmico (Rom 8,18-25). La aflicción. de la prueba adquiere su verdadero sentido en la lucha escatológica.

En el designio de Dios, que intenta divinizar al hombre en Cristo, la prueba„ y su explotación satánica, la tentación, son ineluctables: hacen pasar de la libertad ofrecida a la libertad vivida, de la elección a la alianza. La prueba ajusta al hombre con el misterio de Dios, y al hombre herido le es tanto más dolorosa la proximidad de Dios cuanto más íntima es. El Espíritu hace discernir en el misterio de la cruz el paso de la primera a la segunda creación, el paso del egoísmo al amor. La prueba tiene carácter pascual.

Todos los derechos: Vocabulario de teología bíblica, X. Léon-Dufour

Prójimo

AT. La palabra «prójimo», que traduce con bastante exactitud el término griego plesion, corresponde imperfectamente a la palabra hebrea rea, que es subyacente a este último. No debe confundirse con la palabra «hermano», aunque con frecuencia le corresponde. Etimológicamente expresa la idea de asociarse con alguno, de entrar en su compañía. El prójimo, contrariamente al hermano, con el que está uno ligado por la relación natural, no pertenece a la casa paterna; si mi hermano es otro yo. mi prójimo es otro que yo, otro que para mí puede ser realmente «otro», pero que puede también llegar a ser un hermano. Así pues, puede crearse un vínculo entre dos seres, ya en forma pasajera (Lev 19, 13.16.18), ya en forma durable y personal, en virtud de la amistad (Dt 13,7) o del amor (Jer 3,1.20; Cant 1,9.15) o del compañerismo (Job 30, 29).

En los antiguos códigos no se habla de «hermanos», sino de «otros» (p.e. Éx 20,16s): a pesar de esta abertura virtual hacia el universalismo, el horizonte de la ley apenas si rebasó los límites del pueblo de Israel. Luego, el Deuteronomio y la ley de santidad, con su conciencia más viva de la elección, confunden «otro» y «hermano» (Lev 19,16ss) entendiendo así a los solos israelitas (17,3). No es esto un estrechamiento del amor del «prójimo» restringido a solos los «hermanos»; por el contrario, se esfuerzan por extender el mandamiento del amor asimilando al israelita el extranjero residente (17,8.10.13; 19,34).

Después del exilio se abre camino una doble tendencia. Por un lado, el deber de amar no concierne más que al israelita o al prosélito circunciso: el círculo de los «prójimos» se estrecha. Pero por otro lado cuando los Setenta traducen el hebreo reo por el griego plesion separan «otro» de «hermano». El prójimo al que hay que amar es otro, sea o no hermano. Tan luego se encuentran dos hombres, son «prójimo» el uno para el otro, independientemente de sus relaciones de parentesco o de lo que el uno pueda pensar del otro.

NT. Cuando el escriba preguntaba a Jesús: «¡,Quién es mi prójimo?» (Lc 10,29), es probable que todavía asimilara a este prójimo con su «hermano», miembro del pueblo de Israel. Jesús va a transformar definitivamente la noción de prójimo.

Por lo pronto, consagra el mandamiento del amor: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo.» No sólo concentra en él los otros mandamientos, sino que lo enlazó indisolublemente con el mandamiento del amor de Dios (Mt 22,34-40 p). Después de Jesús, Pablo declara solemnemente que este mandamiento «cumple toda la ley» (Gál 5,14), que es la «suma» de los otros (Rom 13,8ss), y Santiago lo califica de «ley regia» (Sant 2,8).

Luego, Jesús universaliza este mandamiento: uno debe amar a sus adversarios, no sólo a sus amigos (Mt 5,43-48); esto supone que se ha derribado en el corazón toda barrera. tanto que el amor puede alcanzar al mismo enemigo.

Finalmente, en la parábola del buen samaritano pasa Jesús a las aplicaciones prácticas (Lc 10,29.37). No me toca a mí decidir quién es mi prójimo. El hombre que se halla en apuros, aunque sea mi enemigo, puede convertirse en mi prójimo. El amor universal conserva así un carácter concreto: se manifiesta para con cualquier hombre al que Dios ponga en mi camino.

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Presencia de Dios

El Dios de la Biblia no es sólo el altísimo: es también el muy próximo (Sal 119,151); no es un ser supremo cuya perfección lo aísle del mundo, pero tampoco una realidad que se haya de confundir con el mundo. Es el Dios creador presente a su obra (Sab 11,25; Rom 1,20), el Dios salvador presente a su pueblo (Éx 19,4ss), el Dios Padre presente a su Hijo (Jn 8,29) y a todos los vivificados por el Espíritu de su Hijo y que le aman filialmente (Rom 8,14.28). La presencia de Dios no es material por el hecho de ser real; si bien se manifiesta por signos sensibles, es la presencia de un ser espiritual cuyo amor envuelve a su criatura (Sab 11,24; Sal 139) y la vivifica (Act 17,25-28) quiere comunicarse al hombre y hacer de él un testigo luminoso de su presencia (Jn 17,21).

AT. Dios, que ha creado al hombre, quiere estarle presente; si por el pecado huye el hombre esta presencia, el llamamiento divino no deja de perseguirle a través de la historia: «Adán, ¿dónde estás?» (Gén 3, 8s).

LA PROMESA DE LA PRESENCIA DE DIOS. Dios se manifiesta primero a algunos privilegiados, a los que ase-gura su presencia: a los padres con quienes hace alianza (Gén 17,7; 26, 24; 28,15) y a Moisés que tiene la misión de liberar a su pueblo (Éx 3,12). A este pueblo revela su nombre y el sentido de este nombre; le garantiza también que el Dios de sus padres estará con él como ha estado con ellos. Dios, en efecto, se denomina Yahveh y se define así: «Yo soy el que soy», es decir, yo soy el eterno, el inmutable y ell fiel; o también: «Yo soy el que es», que es, y está, siempre, en todas partes, marchando con su pueblo (3,13ss; 33,16). La promesa de esta presencia omnipotente (poder) hecha en el momento de la alianza (34,9s) se renueva a los enviados por los que conduce Dios a su pueblo: Josué y los jueces (Jos 1,5; Jue 6,16; 1Sa 3.19). los reyes y los profetas (2Sa 7,9; 2Re 18.7; Jer 1,8.19). Igualmente significativo es el nombre del niño cuyo nacimiento anuncia Isaías y del que depende la salvación del pueblo: Emmanuel, es decir, «Dios con nosotros» (]s 7,14; cf. Sal 46,8).

Incluso cuando debe Dios castigar a su pueblo con el exilio, tampoco le abandona; es este pueblo que sigue siendo su servidor y su testigo (Is 41,8ss; 43,10ss), no deja de ser el pastor (Ez 34.15s.31; Is 40,10s), el rey (Is 52,7), el esposo y el redentor (Is 54,5s; 60,16); anuncia por tanto que va a salvarlo gratuitamente por fidelidad a sus promesas (Is 52.3.6), que su gloria regresará a la ciudad santa cuyo nombre será en adelante «Yahveh está aquí» (Ez 48,35), y que así manifestará su presencia a todas las naciones (Is 45,14s) y las reunirá en Jerusalén a su luz (Is 60); finalmente, el último día estará presente como juez y rey universal (Mal 3,1; Zac 14,5.9).

LOS SIGNOS DE LA PRESENCIA DE DIOS. Dios se manifiesta por signos diversos. La teofanía del Sinaí suscita el temor sagrado por la tormenta, el trueno, el fuego y el viento (Éx 20,18ss) que se vuelve a hallar en otras intervenciones divinas (Sal 29; 18,8-16; Is 66,15; Act 2, 1ss; 2Pe 3.10; Ap 11,19). Pero Dios aparece también en un clima muy diferente, el de la paz del Edén, donde sopla una brisa ligera (Gén 3,8), cuando conversa con sus amigos, Abraham (Gén 18,23-33), Moisés (Ex 33,11) y Elías (1Re 19,11ss).

Por lo demás, por muy luminosos que sean los signos de la presencia divina, Dios se envuelve en misterio (Sal 104,2); guía a su pueblo en una columna de nube y de fuego (Ex 13,21) y así permanece en medio de él. llenando con su gloria la tienda donde se halla el arca de la alianza (Éx 40,34) y más tarde el Santo de los Santos (1Re 8,10ss).

LAS CONDICIONES DE LA PRESENCIA DE DIOS. Para tener acceso a esta misteriosa y santa presencia hay que aprender de Dios las condiciones.

1. La búsqueda de Dios. El hombre debe responder a los signos que Dios le hace; por eso le tributa culto en lugares en que se conserva el recuerdo de alguna manifestación divina, como Bersabé o Betel (Gén 26, 23ss; 28,16-19). Pero Dios no está ligado a ningún lugar, a ninguna morada material. Su presencia, de la que es signo el arca de la alianza, acompaña al pueblo al que guía a través del desierto y del que quiere hacer su morada viva y santa (Éx 19.5; 2Sa 7,5s.11-16). Dios quiere habitar con la descendencia de David, en su casa. Y si acepta que Salomón le construya un templo, lo hace afirmando que este templo es incapaz de contenerle (1Re 8,27; cf. Is 66,1); se le hallará allí en la medida en que se invoque su nombre en verdad (1Re 8,29s.41ss; Sal 145,18), es decir, en cuanto se bus-que su presencia mediante un culto verdadero, el de un corazón fiel.

Para obtener tal culto, eliminando el de los lugares altos y su corrupción, la reforma deuteronómica prescribió que se subiera tres veces al año a Jerusalén y que no se sacrificara en otra parte (Dt 12,5; 16, 16). Esto no significa que baste subir al templo para hallar al Señor; es preciso además que el culto que en él se celebra exprese el respeto debido al Dios que nos ve y la fidelidad debida al Dios que nos habla (Sal 15; 24). De lo contrario se está lejos de él con el corazón (Jer 12, 2), y Dios abandona el templo cuya destrucción anuncia porque los hombres lo han convertido en una cueva de ladrones (Jer 7,1-5; Ez 10-11).

Por el contrario, Dios está cerca de los que caminan con él como los patriarcas (Gén 5,22; 6,9; 48,15) y están delante de él como Elías (1Re 17,1); que viven con confianza bajo su mirada (Sal 16,8; 23,4; 119,168) y le invocan en sus angustias (Sal 34,18ss); que buscan el bien (Am 5.4.14) con un corazón humilde y contrito (Is 57,15) y socorren a los desgraciados (Is 58,9); tales son los fieles que vivirán incorruptibles, cerca de Dios (Sab 3,9; 6,19).

2. El don de Dios. Ahora bien, tal fidelidad ¿está en poder del hombre? En presencia del Dios santo el hombre adquiere conciencia de su pecado (Is 6,1-5), de una corrupción que sólo Dios puede curar (Jer 17,1.14). ¡Venga, pues, Dios a cambiar el corazón del hombre, ponga en él su ley y su Espíritu (Jer 31, 33; Ez 36,26ss)! Los profetas anuncian esta renovación, fruto de una nueva alianza que hará del pueblo santificado la habitación de Dios (Ez 37,26ss). También los sabios anuncian que Dios enviará a los hombres su sabiduría y su Espíritu Santo, a fin de que conozcan su voluntad y se hagan sus amigos recibiendo en ellos mismos esta sabiduría que se goza en habitar entre ellos (Prov 8,31; Sap 9,17ss; 7,27s).

NT. I. EL DON DE LA PRESENCIA EN JESÚS. Por su venida a la Virgen María realiza el Espíritu Santo el don prometido a Israel: el Señor está con ella y Dios está con nosotros (Lc 1,28.35; Mt 1,21ss). En efecto, Jesús, hijo de David, es también el Señor (Mt 22,43s p), el Hijo del Dios vivo (Mt 16,16), cuya presencia se revela a los pequeños (Mt 11,25ss); es el Verbo de Dios, venido en la carne a habitar entre nosotros (Jn 1,14) y hacer presente la gloria de su Padre, del que su cuerpo es el verdadero templo (Jn 2.21). Como su Padre, que está siempre con él, se llama «Yo soy» (Jn 8,28s; 16,32) y da cumplimiento a la promesa de presencia implicada por este nombre; en él, en efecto, se halla la plenitud de la divinidad (Col 2,9). Una vez acabada su misión, asegura a sus discípulos que está para siempre con ellos (Mt 28 20; cf. Lc 22,30; 23,42s).

EL MISTERIO DE LA PRESENCIA EN EL ESPÍRITU. Cuando Jesús priva de su presencia corporal a sus discípulos, todavía pueden hallarle entre ellos si su fe lo busca donde está, según su promesa: está en todos los desgraciados, en los cuales quiere ser servido (Mt 25,40); está en los que llevan su palabra, en los cuales quiere ser escuchado (Lc 10,16); está en medio de los que se unen para orar en su nombre (Mt 18,20).

Pero Cristo no está sólo entre los creyentes: está en ellos, como lo reveló a Pablo al mismo tiempo que su gloria: «Yo soy Jesús al que tú persigues» (Act 9,5); en efecto, vive en los que lo han recibido por la fe (Gál 2,20; Ef 3,17) y a los que alimenta con su cuerpo (1Cor 10,16s). Su Espíritu los habita, los anima (Rom 8,9.14) y hace de ellos el templo de Dios (1Cor 3,16s; 6,19; Ef 2,21s) y los miembros de Cristo (1Cor 12,12s.27).

Por este mismo Espíritu vive Jesús en los que comen su carne y beben su sangre (Jn 6,56s.63); está en ellos, como su Padre está en él (Jn 14,19s). Esta comunión supone que Jesús ha retornado al Padre y ha enviado su Espíritu (Jn 16,28; 14,16ss); por esto es mejor que esté ausente corporalmente (Jn 16,7); esta ausencia es la condición de una presencia interior realizada por el don del Espíritu. Gracias a este don, los discípulos tienen en sí mismos el amor que une al Padre y al Hijo (Jn 17,26): por eso mora Dios en ellos (1Jn 4,12).

LA PLENITUD DE LA PRESENCIA EN LA GLORIA DEL PADRE. Esta presencia del Señor que Pablo desea a todos (2Tes 3,16; 2Cor 13,11) no será perfecta sino después de la liberación de nuestros cuerpos mortales (2Cor 5,8). Entonces, resucitados por el Espíritu que está en nosotros (Rom 8, 11), veremos a Dios, que será todo en todos (1Cor 13,12; 15,28). Entonces en el supuesto que Jesús nos ha preparado cerca de él veremos su gloria (Jn 14,2s; 17,24), luz de la nueva Jerusalén, morada de Dios con los hombres (Ap 21,2s.22s). Entonces será perfecta la presencia en nosotros del Padre y del Hijo por el don del Espíritu (1Jn 1,3; 3,24).

Tal es la presencia que ofrece el Señor a todo creyente. «Estoy a la puerta y llamo» (Ap 3,20). No es una presencia accesible a la carne (Mt 16,17), ni reservada a un pueblo (Col 3,1i), ni ligada a un lugar (Jn 4,21); es el don del Espíritu (Rom 5,5; Jn 6,63), ofrecido a todos en el cuerpo de Cristo, donde está en plenitud (Col 2,9), e interior al creyente que entra en esta plenitud (Ef 3,17ss). El Señor hace este don a quien le responde con la esposa y por el Espíritu: «¡Ven!» (Ap 22, 17).

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Piedad

Para los modernos es la piedad la fidelidad a los deberes religiosos, reducidos con frecuencia a los ejercicios de piedad. En la Biblia tiene la piedad mayor irradiación: engloba también las relaciones del hombre con los otros hombres.

AT. 1. La piedad en las relaciones humanas. En hebreo la piedad (hesed) designa en primer lugar la relación mutua que une a parientes (Gén 47,29), amigos (1Sa 20,8), aliados (Gén 21,23); es una adhesión que implica una ayuda mutua, eficaz y fiel. La expresión hacer hesed indica que la piedad se manifiesta en actos. En la pareja hesed/emet, «piedad/fidelidad» (Gén 24,49; Prov 20,28; Sal 25,10), los dos términos se compenetran: el segundo designa una actitud del alma sin la cual no sería perfecta la bondad designada por el primero. Para los LXX que traducen hesed por eleos (= piedad, compasión), le esencial de la piedad es la bondad compasiva.

2. La piedad en las relaciones con Dios. Este lazo humano tan fuerte, que es la hesed, permite comprender el que establece Dios con la alianza, entre él y su pueblo. A la piedad de Dios, es decir, a su amor miser1Cordioso a Israel, su primogénito (Éx 34,6; cf. 4,22; Jer 31,3; Is 54, 10), debe responder otra piedad, es decir, la adhesión filial que se traducirá en obediencia fiel y en culto amante (cf. Dt 10,12s). Por lo demás, de este amor practicado para con Dios debe fluir un amor fraterno entre los hombres, imitación de la bondad de Dios y de su solicitud por los pobres. Así, para definir la verdadera piedad la asocia Miqueas con la justicia, el amor y la humanidad (Miq 6,8).

Esta definición es la de los profetas y de los sabios. Para Oseas no está la piedad en los ritos, sino en el amor que los anima (Os 6,6 = Mt 9,13), inseparable de la justicia (Os 12,7) y de la fidelidad a la ley (Os 2,21s; 4,1s). En cuanto a Jeremías, Dios se nos da como modelo de piedad y de justicia (Jer 9,23). En otras partes vemos que la piedad queda comprometida cuando son oprimidos los pobres y se viola la justicia (Miq 7,2; Is 57,1: Sal 12,2-6). En los Salmos e! culto del hombre piadoso (heb. hasid, gr. hosios o eusebes) se expresa en una alabanza amante, confiada, gozosa (Sal 31,24; 149), que magnifica la piedad de Dios (Sal 103). Sin embargo, este culto no es acepto sino cuando va unido con la fidelidad (Sal 50). Dios otorga la sabiduría (Eclo 43,33) a los hombres piadosos que no separan culto y caridad (Eclo 35,1-10) y sacan provecho de todos los bienes creados por Dios (Eclo 39,27).

Esta piedad integral anima en la época macabea a los asideos (de hasidim: «piadosos»; l Mac 2,42), que luchan por su fe hasta la muerte: la piedad que los hace fuertes está segura de la resurrección (2Mac 12, 45). Tal es también «la piedad más poderosa que todo», cuya victoria en el juicio final canta la Sabiduría (Sab 10,12; cf. la oposición justo! impío en Sab 2-5). De esta piedad estará dotado el Mesías que establecerá acá en la tierra el reinado de Dios (Is 11,2; LXX eusebeia).

NT. 1. La piedad de Cristo. La espera de los que desean «servir a Dios en la piedad (hosiotes) y en la justicia» es colmada por la piedad (eleos) de Dios que envía a Cristo (Lc 1,75.78). Cristo es el «piadoso» (Act 2,27; 13.35: hosios = Sal 16,10: Parid) por excelencia. Su piedad filial le lleva a cumplir en todo la voluntad de Dios, su Padre (Jn 8. 29; 9,31); la misma le induce a ofrecer un edito perfecto (Heb 10. 5-10), le inspira la ardiente oración de su agonía y la ofrenda del doloroso sacrificio por el que nos santifica (Mc 14,35s p); siendo así el sumo sacerdote piadoso que necesitábamos (Heb 7,26), es escuchado por Dios «a causa de su piedad» (5,7). Por eso el misterio de Cristo se llama «el misterio de la piedad» (1Tim 3,16: eusebeia): en él la piedad de Dios realiza su designio de salvación; en él tiene la piedad del cristiano su fuente y su modelo.

2. La piedad del cristiano. Dios consideraba ya agradables a los hombres de toda nación que con sus oraciones y sus limosnas animadas del temor de Dios participaban de la piedad judía en sus dos elementos, el culto divino y la práctica de la justicia; tales son el judío Simeón (Lc 2,25), los hombres llegados a Jerusalén para pentecostés (Act 2,5), el centurión Cornelio (Act 10,2.4.22. 34s). Esta piedad es renovada por Jesús y por el don del Espíritu. En los Hechos aparecen algunos ele esos hombres piadosos (adiabas), como Ananías (Act 22,12) o como los cristianos que van a dar sepultura a Esteban (Act 8,2). Conforme al lenguaje paulino, su culto está animado ahora por un espíritu filial para con Dios (cf. Gál 4,6), y su justicia es la de la fe que obra por la caridad (Gál 5,6). Tal es la piedad (hosiotes) del hombre nuevo, la verdadera piedad cristiana (Ef 4,24), que Pablo opone a las prácticas vanas de una piedad falsa y completamente humana (Col 2,16-23); por ella damos a Dios un culto agradable, con religión (eulabeia) y temor (Heb 12,28).

En las epístolas pastorales y en la segunda ep. de Pedro la piedad (eusebeia) cuenta entre las virtudes fundamentales del pastor, del hombre de Dios (1Tim 6,11; Tit 1,8); es necesaria también a todo cristiano (Tit 2,12; 2Pe 1,6s). Se subrayan dos de sus caracteres. En primer lugar la piedad libra del amor del dinero; contrariamente a la falsa piedad ávida de ganancias, se contenta con lo necesario y su ganancia está en esta misma libertad (1Tim 6,5-10). En segundo lugar, da fuerza para soportar las persecuciones, que es el destino de los que tienen por modelo la piedad de Cristo (2Tim 3,10ss). Sin este desasimiento y esta constancia sólo se tiene apariencias de piedad (3,5). A la verdadera piedad está prometido el auxilio de Dios en las pruebas de esta vida, y además la vida eterna (2Pe 2.9; 1Tim 4,7s). La piedad así comprendida designa finalmente la vida cristiana con todas sus exigencias (cf. 1Tim 6.3: Tit1,1): para responder al amor del que es «el único piadoso» (Ap 15,4: hosios), el cristiano debe imitarlo y revelar así a sus hermanos el rostro de su Padre celestial.

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Perfección

Una frase del Evangelio da a Dios como modelo de perfección que imitar: «Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5,48). Este sorprendente precepto ocupa en el NT el lugar que en el AT ocupaba el del Levítico «Sed santos como yo soy santo» (Lev 11,45; 19,2). Del uno al otro se manifiesta claramente un cambio de punto de vista.

AT. 1. Santidad de Dios y perfección. Más que de perfección, el AT habla de santidad. Dios es santo, es decir. es de un orden muy distinto que los seres de este mundo: es grande, poderoso, terrible (Dt 10, 17: Sal 76); se muestra también maravillosamente bueno y fiel (Ex 34; Sal 136): interviene en la historia con justicia soberana (Sal 99). No se le califica de «perfecto»: en hebreo no se aplica bien la palabra sino a seres limitados (como «completo» en nuestras lenguas). Pero se habla de perfección acerca de sus obras (Dt 32. 4). de su ley (Sal 19.8). de sus caminos (2Sa 22,31).

Exigencia de perfección. Cuando el Dios de santidad se escoge un pueblo, este pueblo resulta santo a su vez, es decir, separado de lo profano y consagrado. Por razón de esto se le impone una exigencia de perfección: lo que está consagrado debe ser intacto y sin defecto.

En primer lugar, integridad física: ésta se requiere en los animales ofrecidos en sacrificio: «No ofreceréis a Yahveh animal ciego. cojo o mutilado…» (Lev 22,22). La misma ley se aplica a los sacerdotes (Lev 21,17-23) y en cierto grado a todo el pueblo: las reglas sobre lo puro y lo impuro precisan sus modalidades (Lev 11-15). Cuando se trata de personas, a la integridad física debe añadirse la integridad moral. Israel sabe que hay que servir a Yahveh «con corazón perfecto», con toda sinceridad y fidelidad (I Re 8,61; cf. Dt 6,5; 10, 12). y que este servicio comprende la obediencia a los mandamientos y la lucha contra el mal: «Has de extirpar el mal de en medio de ti» (Dt 17.7.12). Las desviaciones del sentido religioso fueron ásperamente combatidas por los profetas (.Am 4, 4..,: Is 1.10-17; 29.13): hay que buscar la verdadera justicia, desterrando la violencia y el egoísmo, viviendo en la fe en Dios, en el respeto del derecho y en la beneficencia (Is 58). La orden de Dios a Abraham: «Camina en mi presencia y sé perfecto» (Gén 17.1), reiterada en Dt 18,13, manifiesta así más y más la riqueza de su contenido.

Práctica de la perfección. Los judíos piadosos, meditando los ejemplos de los antepasados (Sab 10: Eclo 44-49) buscaban la perfección en la observancia de la ley; «Dichosos, perfectos en su camino, los que marchan en la ley de Yahveh» (Sal 119). Pero su misma adhesión al ideal hacía más acuciantes ciertos problemas. Job es modelo de perfección, «hombre íntegro y recto, que teme a Dios y se aleja del mal» (Job 1,1); ¿por qué no le perdona la desgracia? Esta dolorosa pregunta mantenía a las almas abiertas y en espera.

NT. 1. Perfección de la ley. El Evangelio tributa homenaje a esta perfección abierta hacia una espera, como la de los padres de Juan Bautista, «irreprochables» en su fidelidad a la ley (Lc 1,6), o la de Simeón y de Ana. Pero si la práctica de la ley pretende recluirse con complacencia en sí misma, no es ya sino una falsa perfección que suscita la irreductible oposición de Jesús (p.e. Le 18,9-14; Jn 5,44), continuada por la de Pablo (cf. Rom 10,3s; Gál 3,10).

2. Jesús y la perfección. En efecto, la ley debe lograr su cumplimiento y remate en forma muy distinta. Revelando Jesús plenamente que el Dios muy santo es un Dios de amor, da nueva orientación a la exigencia de perfección que suscita la relación con Dios. No se trata ya de una integridad que preservar, sino de los dones de Dios: se trata del amor de Dios que se ha de recibir y propagar.

Jesús no se sitúa entre los «justos» que huyen el contacto con los pecadores: ha venido precisamente por los pecadores (Mt 9,12s). Cierto que es el «cordero sin mancha» (1Pe 1,19), prefigurado por las prescripciones del Levítico, pero toma sobre sí nuestros pecados, por cuya remisión derrama su sangre; así viene a ser nuestro sacerdote «perfecto» (Heb 5, 9s; 7,26ss), capaz de perfeccionarnos también a nosotros (Heb 10,14).

Perfección en la humildad. Por tanto, quien quiera participar de la salvación que él aporta debe reconocerse pecador (Jn 1,8) y renunciar a enorgullecerse de éxito alguno personal, para confiar únicamente en su gracia (Flp 3,7-11; 2Cor 12,9). Sin humildad y desasimiento no se puede seguir a Jesús (Lc 9,23 p; 22, 26s). No todos son llamados a las mismas formas de renuncia efectiva (cf. Mt 19,11s; Act 5,4), pero quien quiera avanzar en la perfección debe caminar generosamente por este camino; la palabra dirigida al joven rico se impone a su atención: «Si quieres ser perfecto, ve, vende lo que tienes… y ven y sígueme» (Mt 21; cf. Act 4,36s).

Perfección del amor. La perfección a que son llamados los hijos de Dios, es la del amor. En el pasaje de Lucas paralelo a Mt 5,48, eh lugar de «perfecto» se lee «miser1Cordioso» (Lc 6,36), y el mismo contexto de Mateo habla también de caridad universal, de amor, extendido incluso al enemigo y al perseguidor. El cristiano debe, sí, guardarse del mal (Mt 5,29s; 1Pe 1,14ss); pero para asemejarse a su Padre (Mt 5,45; Ef 5,1s) debe al mismo tiempo preocuparse por el malo (cf. Rom 5,8), amarlo y, por mucho que le cueste, «vencer el mal a fuerza de bien» (Rom 12,21; 1Pe 3,9).

Perfección y progreso. Esta generosidad conquistadora no se da nunca por satisfecha con el resultado obtenido. La idea de progreso está ahora ya ligada a la de perfección. Los discípulos de Cristo tienen siempre que progresar, que crecer en el amor (Flp 1,9), incluso cuando forman parte de la categoría de los cristianos formados (en griego «los perfectos»; comp. F1p 3,15 y 3,12).

Perfección en la parusía. No cesan de prepararse para el advenimiento de su Señor, esperando que Dios les conceda ser hallados sin reproche cuando llegue ese día (1Tes 3,12s). Tienen empeño en responder al deseo de Cristo, que es el deseo de que entonces se le presente una Iglesia «totalmente resplandeciente…» (Ef 5,27); olvidando lo que ya se ha realizado se dirigen, por tanto, hacia adelante (cf. Flp 3,13), hasta «llegar todos juntos… a constituir el hombre perfecto, en el vigor de la edad, que realiza la plenitud de Cristo» (Ef 4,13).

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