Corazón

Las resonancias que suscita la palabra «corazón» no son idénticas en hebreo y en nuestra lengua. En nuestra manera de hablar, el corazón está ligado con la vida afectiva: el corazón ama o detesta, desea o teme; en cambio, no se le atribuye ninguna función en la actividad intelectual. El hebreo habla del corazón en un sentido mucho más amplio. El corazón es lo que se halla en lo más interior; ahora bien, en lo íntimo del hombre se hallan, sí, los sentimientos, pero también los recuerdos y los pensamientos, los razonamientos y los proyectos. El hebreo habla, pues, con frecuencia del corazón en casos en que nosotros diríamos memoria, o espíritu, o conciencia: «anchura de corazón» (1Re 5,9) evoca la extensión del saber, «dame tu corazón» puede significar «préstame atención» (Prov 23,26), y «corazón endurecido» comporta el sentido de espíritu cerrado. Según el contexto puede restringirse el sentido al aspecto intelectual (Mc 8,17), o por el contrario extenderse (Act 7,51); el corazón del hombre designa entonces toda su personalidad consciente, inteligente y libre.

I. 1. Corazón y apariencia. En las relaciones entre personas es evidente que lo que cuenta es la actitud interior. Pero el corazón se sustrae a las miradas. Normalmente el exterior de un hombre debe manifestar lo que hay en el corazón. Así se conoce el corazón, indirectamente por lo .que de él expresa el rostro (Eclo 13,25), por lo que dicen los labios (Prov 16,23), por lo que revelan los actos (Lc 6,44s). Sin embargo, palabras y comportamientos pueden también disimular el corazón en lugar de manifestarlo (Prov 26,23-26; Eclo 12,16): el hombre tiene la tremenda posibilidad de aparentar. Al mismo tiempo su corazón tiene también dobleces, pues el corazón es el que impone una determinada expresión externa, al mismo tiempo que adopta interiormente posiciones muy diferentes. Esta doblez es un mal profundo, que la Biblia denuncia con vigor (Eclo 27,24; Sal 28,3s).

2. Dios y el corazón. También frente al llamamiento de Dios trata el hombre de salir del paso con la doblez. «Dios es un fuego devorador» (Dt 4,24): ¿cómo afrontar sus exigencias tan radicales? El mismo pueblo escogido no cesa de buscar rodeos. Para dispensarse de una auténtica conversión, trata de contentar a Dios con un culto exterior (Am 5,21…) y con buenas palabras (Sal 78,36s).

Solución ilusoria: a Dios no se le puede engañar como se engaña a los hombres; «él hombre mira a las apariencias, pero Yahveh mira al corazón» (1Sa 16,7). Dios «escudriña el corazón y sondea los riñones» (Jer 17,10; Eclo 42,18) y desenmascara la mentira declarando: «Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí» (Is 29,31). Así, delante de Dios, se ve el hombre puesto en cuestión en lo más profundo de su ser (Heb 4,12s). Entrar en relación con Dios es «arriesgar el corazón» (Jer 30,21).

3. Necesidad de un corazón nuevo. Israel fue comprendiendo cada vez más que no puede bastar una religión exterior. Para hallar a Dios hay que «buscarlo con todo el corazón» (Dt 4,29). Israel comprendió que de una vez para siempre debe «fijar su corazón en Yahveh» (1Sa 7,3) y «amar a Dios con todo su corazón» (Dt 6,5), viviendo en entera docilidad a su ley. Pero toda su historia demuestra su impotencia radical para realizar tal ideal. Es que el mal le ataca en el corazón.

«Este pueblo tiene un corazón rebelde y contumaz» (Jer 5,23), «un corazón incircunciso» (Lev 26,41), «un corazón con doblez» (Os 10,2). En lugar de poner su fe en Dios, «han seguido la inclinación de su mal corazón» (Jer 7,24; 18,12), y así han cargado sobre ellos calamidades sin cuento. Ya no les queda sino «desgarrar su corazón» (Jl 2,13) y presentarse delante de Dios con un «corazón quebrantado y deshecho» (Sal 51,19), rogando al Señor les «cree un corazón puro» (Sal 51,12).

II. 1. Promesa. Y tal es ciertamente el designio de Dios, cuyo anuncio reanima a Israel. El fuego de Dios es, en efecto, un fuego de amor; Dios no puede pretender la destrucción de su pueblo; sólo ante esta idea se le revuelve el corazón (Os 11,8). Si ha conducido al desierto a su esposa infiel, es para hablarle de nuevo al corazón (Os 2,16). Así pues, se pondrá término a sus pruebas y comenzará otra época caracterizada por una renovación interior que obrará Dios mismo.

«Circuncidará tu corazón y el corazón de tus descendientes para que ames a Yahveh, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma, y vivas» (Dt 30,6). Los israelitas no serán ya rebeldes. pues Dios, estableciendo con ellos una nueva alianza, «pondrá su ley en el fondo de su ser y la escribirá en su corazón» (Jer 31,33). Todavía más: Dios les dará otro corazón (Jer 32,39), un corazón para conocerle (Jer 24,7; comp. Dt 29,3). Después de haber ordenado: «Haceos un corazón nuevo» (Ez 18,31), promete Dios realizar él mismo lo que ordena: «Yo os purificaré. Yo os daré un corazón nuevo, pondré en vosotros un espíritu nuevo; quitaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne» (Ez 36,25s). Así se asegurará una unión definitiva entre Dios y su pueblo.

2. Don. Esta promesa se cumplió por Jesucristo. Jesús, volviendo primero a la enseñanza de los profetas. pone en guardia contra el formalismo de los fariseos; atrae la atención hacia el verdadero mal, el que viene del corazón: «Del corazón provienen los malos pensamientos, los homicidios, los adulterios…: esto es lo que hace impuro al hombre» (Mt 15,19s). Jesús recuerda la exigencia divina de generosidad interior: hay que recibir la palabra en un corazón bien dispuesto (Lc 8,15), amar a Dios de todo corazón (Mt 22,37 p), perdonar al hermano del fondo del corazón (Mt 18,35). A los corazones puros promete Jesús la visión de Dios (Mt 5,8). Pero, superando en esto a todos los profetas, esta pureza él mismo, «manso y humilde ,de corazón» (Mt 1129), la confiere a sus discípulos (Mt 9,2; 26,28). Resucitado, los ilumina: mientras les hablaba, su corazón ardía en su interior (Lc 24,32).

 

En adelante la fe en Cristo, adhesión del corazón, procura la renovación interior, de otra manera inaccesible. Es lo que afirma san Pablo:«Si tu corazón oree que Dios lo ha resucitado de los muertos, serás salvo. Porque la fe del corazón obtiene la justicia» (Rom 10,9s). Por la fe se iluminan los ojos del corazón (Ef 1,18); por la fe habita Cristo en los corazones (Ef 3,17). En los corazones de los creyentes se derrama un espíritu nuevo, «el Espíritu del Hijo, que clama: Abba, Padre» (Gál 4,6), y con él, «el amor de Dios» (Rom 5,5). Así «la paz de Dios, que sobrepuja todo entendimiento, guarda nuestros corazones» (Flp 4,7). Tal es la nueva alianza, fundada en el sacrificio de aquel al que el oprobio destrozó el corazón (Sal 69,21).

Juan apenas si habla del corazón, a no ser para desterrar la turbación y el temor (Jn 14,27), pero proclama en otros términos el cumplimiento de las mismas promesas: habla de conocimiento (1Jn 5,20; cf. Jer 24,7), de comunión (1Jn 1,3), de amor y de vida eterna. Todo esto nos viene por Jesús, crucificado y glorificado: del interior de Jesús (Jn 7,38; cf. 19,34) brota una fuente que renueva íntimamente al fiel (4, 14). Jesús en persona viene dentro de los suyos para darles la vida (6,56s). Hasta se podría decir que, según Juan, Jesús es el corazón del nuevo Israel, corazón que pone en íntima relación con el Padre y establece entre todos la unidad: «yo en ellos y tú en mí, para que sean perfectamente uno» (17,23; cf. 11,52; Act 4,32); que el amor con que tú me has amado esté en ellos y yo en ellos» (Jn 17,26).

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Consolación

En la tristeza, en la enfermedad, en el luto, en la persecución tiene el hombre necesidad de consolación. Entonces son ciertamente numerosos los que se apartan de él como de un apestado. Por lo menos sus padres y sus amigos, movidos de compasión, acuden a visitarle para compartir su dolor y suavizárselo (Gén 37,35; 2Sa 10,2s; Jn 11,19.31); con sus palabras, con sus gestos rituales, se esfuerzan por consolar (Job 2,11ss; Jer 16,5ss). Pero no pocas veces estas buenas palabras son un peso más que un alivio (Job 16,2; 21,34; Is 22,4) y no pueden hacer que vuelva el que ha partido, por el que se llora (Gén 37,35; Mt 2,18). El hombre se queda solo con su dolor (Job 6,15.21; 19,13-19; Is 53,3); Dios mismo parece alejarse de él (Job; Sal 72,2s; Mt 27,46).

1. La espera del Dios consolador. Jerusalén pasó en su historia por la experiencia de este total abandono. Privada, en su ruina y en su exilio, de toda consolación por parte de sus aliados de la víspera (Lam 1,19), piensa incluso haber sido olvidada por su Dios (Is 49,14; 54,6ss), sin esperanza.

Pero en realidad Dios sólo la ha abandonado «un breve instante» (Is 54,7) para hacerle comprender que sólo él es el verdadero consolador. Y, en efecto, vuelve a Jerusalén: «Consolad, consolad a mi pueblo, dice vuestro Dios» (Is 40,1; 49,13…). Yahveh responde así a la queja de Jerusalén abandonada. Después del castigo del exilio intervendrá en su favor para cumplir las promesas hechas por sus profetas (Jer 31,13-16; cf. Eclo 48,24). Esta intervención salvífica es un proceder de amor, que se expresa en diversas imágenes. Dios consuela a su pueblo con la bondad de un pastor (Is 40,11; Sal 23,4), el afecto de un padre, el ardor de un prometido, de un esposo (Is 54), con la ternura de una madre (Is 49,14s; 66,11 ss).

Así, Israel expresará su esperanza de la salud escatológica como la espera de la consolación definitiva (Zac 1,13).

Un enviado misterioso, el siervo, vendrá a realizar esta obra (Is 61,2), y la tradición judía, testimoniada por el Evangelio mismo, llamará al Mesías Menahen, «consolación de Israel» (Is 2,25s). En espera de estos días del Mesías, saben los fieles que Dios no los ha dejado en la soledad: para consolarlos en su peregrinación terrena les ha dado su promesa (Sal 119,50), su amor (119,76), la ley y los profetas (2Mac 15,9), las Escrituras (1Mac 12,9; Rom 15,4); así animados en sus pruebas viven en la esperanza.

2. Cristo, consolador de los afligidos. Y ahora viene en Jesús a los hombres el Dios que consuela. Jesús se presenta como el Siervo esperado: «El Espíritu del Señor está sobre mí…» (Lc 4,18-21). Aporta a los afligidos, a los pobres, el mensaje de consolación, el Evangelio de la felicidad en el reino de su Padre (Mt 5,5). Viene a dar ánimos a los que están abrumados por sus pecados o por la enfermedad, cuyo signo es (Mt 9,2.22). Ofrece el reposo a los que penan y ceden bajo la carga (Mt 11,28ss).

Esta consolación no cesa al partir él para el Padre: Jesús no deja huérfanos a los suyos, sino que les envía el Paráclito», el Espíritu de consolación, que los asistirá en la persecución (Jn 14,16.26). Los cristianos viven, pues, en la consolación que Jesús les ha dado para siempre con el Espíritu Santo (Act 9,31). Los milagros del Señor en favor de su Iglesia son también signos del Dios que consuela y hacen que nazca el gozo en el corazón de los fieles (20,12).

El apóstol Pablo sentó las bases de una teología de la consolación: a través de una prueba tan terrible como la muerte descubrió que la consolación brota de la desolación misma cuando ésta se une al sufrimiento de Cristo (2Cor 1,8ss). Esta consolación rebota a su vez sobre los fieles (1,3-7), pues se alimenta de la fuente única, el gozo del Resucitado.

Cristo es, en efecto, fuente de toda consolación (Flp 2,1), en particular para los que por la muerte se hallan separados de sus seres queridos (1Tes 4,18). En la Iglesia es esencial la función de consolador, para mostrar que Dios consuela para siempre a los pobres y a los afligidos (1Cor 14,3; Rom 15,5; 2Cor 7,6; cf. Eclo 48,24).

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Comunión

La comunión eucarística es uno de los gestos en que el cristiano manifiesta la originalidad de su fe, la certeza de tener con el Señor un contacto de una proximidad y de un realismo que están por encima de toda expresión.

Esta experiencia única tiene su traducción en el vocabulario: la palabra comunión (gr. koinonia) está casi totalmente ausente del AT y en él no designa nunca una relación del hombre con Dios. En el NT, por el contrario, caracteriza las relaciones del cristiano con cada una de las tres divinas personas.

La aspiración a la comunión con la divinidad no es cosa extraña al hombre; la religión aparece con frecuencia destinada a vincular al hombre con Dios; tratar de lograr mediante los sacrificios la comunidad entre el dios y sus fieles, es un tema religioso fundamental. En ciertas comidas sagradas colocaban los romanos entre los comensales estatuas de sus dioses: concepción mítica, en que se expresa el deseo profundo del hombre.

Si sólo Jesucristo, nuestro único mediador, es capaz de colmar este deseo, sin embargo, el AT, aun manteniendo celosamente las distancias infranqueables antes de la encarnación, prepara ya su realización.

AT.

1. El culto israelita refleja la necesidad de entrar en comunión con Dios. Esto se expresa sobre todo en los sacrificios llamados «de paz», es decir, de dicha, en los que una parte de la víctima corresponde al oferente: comiéndola, es admitido a la mesa de Dios. Así muchas traducciones lo llaman «sacrificio de comunión» (cf. Lev 3). En realidad el AT no habla nunca de comunión con Dios, sino únicamente de comida tomada «delante de Dios» (Éx 18,12; cf. 24,11).

2. La alianza. Esta aspiración no pasaría de ser un sueño estéril si Dios no propusiera a su pueblo una forma real de intercambios y de vida común: por la alianza toma Dios a su cargo la existencia de Israel, toma como suyos, sus intereses (Éx 23,22), quiere que haya un encuentro (Am 3,2) y trata de ganarse su corazón (Os 2,16). Este designio de comunión, resorte de la alianza, se revela en el aparato con que Dios rodea su iniciativa: sus largos coloquios con Moisés (Éx 19,20; 24, 12-18), el nombre de la «tienda de reunión» en que se encuentra con él (33,7-11).

3. La ley, carta de la alianza, tiene por fin enseñar a Israel las reacciones de Dios (Dt 24,18; Lev 19,2). Obedecer a la ley, dejarse modelar por sus preceptos, es, pues, hallar a Dios y unirse con él (Sal 119); y viceversa, amar a Dios y buscarle es observar sus mandamientos (Dt 10,12s).

4. La oración. El israelita que vive en la fidelidad a la alianza, se encuentra con Dios de una manera todavía más íntima, en las dos formas fundamentales de la oración: en el arranque espontáneo de admiración y de gozo ante las maravillas divinas, que suscita la bendición, la alabanza y la acción de gracias: y en la súplica apasionada en busca de la presencia de Dios (Sal 42,2-5: 63,2-6), de un encuentro que ni siquiera la muerte pueda romper (Sal 16,9; 49,16; 73,24).

5. La comunión de los corazones en el pueblo es fruto de la alianza: la solidaridad natural en el seno de la familia, del clan. de la tribu viene a ser la comunidad de pensamiento y de vida al servicio de Dios, que reúne a Israel. El israelita, para ser fiel a este Dios salvador, debe considerar a su compatriota como su «hermano» (Dt 22.1-4; 23,20) y prodigar su solicitud a los más desheredados (24,19ss). La asamblea litúrgica de las tradiciones sacerdotales es al mismo tiempo una comunidad nacional en marcha hacia el destino divino (cf. Núm 1,16ss; 20, 6-11: 1 Par 13.2), la «comunidad de Yahveh» y «todo Israel» (1Par 15,3).

NT.

En Cristo viene a ser una realidad la comunión con Dios; Jesucristo, compartiendo, incluso en su debilidad, una naturaleza común a todos los hombres (Heb 2,14), les concede participar en su naturaleza divina (2Pe 4).

1. La comunión con el Señor vivida en la Iglesia. Desde el comienzo de su vida pública se asocia Jesús doce compañeros, que quiere sean estrechamente solidarios de su misión de enseñanza y de misericordia (Mc 3,14; 6,7-13). Afirma que los suyos deben compartir sus sufrimientos para ser dignos de él (Mc 8.34-37 p; Mt 20,22; Jn 12,24ss; 15.18). Es verdaderamente el Mesías. el rey que forma cuerpo con su pueblo. Al mismo tiempo subraya la unidad fundamental de los dos mandamientos del amor (Mt 22,37ss).

La unión fraterna de los primeros cristianos, soldada en una adhesión al Señor Jesús hecha de fe, de amor, de imitación, se realiza en primer lugar en la «fracción del pan» (Act 2,42). Muy pronto la puesta en común de los bienes (4,32…) y las colectas organizadas en favor de los hermanos que se hallaban en la necesidad (Rom 12,13; Gál 6,6; 2Cor 8,4; Heb 13,16), fueron la expresión de esta unión. Las persecuciones soportadas en común hacen la unidad de los corazones (2Cor 1,7; Heb 10,33; 1Pe 4,13), como también la parte tomada en la difusión del Evangelio (Flp 1,5).

2. Profundidades de esta comunión.

a) Según san Pablo, el fiel que se adhiere a Cristo por la fe y por el bautismo, participa en sus misterios (cf. los verbos compuestos del prefijo syn). El cristiano, muerto al pecado con Cristo, resucita con él a una vida nueva (Rom 6,3s; Ef 2, 5s): sus sufrimientos, su propia muerte lo asimilan a la pasión, a la resurrección del Señor (2Cor 4,14; Rom 8,17; Flp 3,10s; 1Tes 4,14).

Esta «comunión con el Hijo» (1Cor 1,9) se realiza a lo largo de los días por la participación en el cuerpo eucarístico de Cristo (10,16) y en la acción del Espíritu Santo (2Cor 13,13; Flp 2,1).

b) Según san Juan, la comunión con Cristo nos da a la vez la comunión con el Padre y la comunión fraterna entre cristianos (1Jn 1,3). Esta comunión hace que «permanezcan» los unos en los otros. Como el Padre y el Hijo permanecen el uno en el otro y forman uno solo, así los cristianos deben permanecer en el amor del Padre y del Hijo observando sus mandamientos (Jn 14, 20; 15,4.7; 17,20-23; 1Jn 2,24; 4, 12), por el poder del Espíritu Santo (Jn 14,17; 1Jn 2,27; 3,24: 4,13). El pan eucarístico es el alimento indispensable de esta comunión permanente (Jn 6,56).

Así el cristiano gusta anticipadamente el gozo eterno, sueño de todo corazón humano, esperanza de Israel: «estar con el Señor, siempre» (1Tes 4,17; cf. Jn 17,24).

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Carisma

La palabra carisma es un calco del griego kharisma, que significa «don gratuito» y se relaciona con la misma raíz que kharis, «gracia». En el NT no tiene siempre la palabra un sentido técnico. Puede designar todos los dones de Dios, que son sin arrepentimiento (Rom 11,29), particularmente ese «don de gracia» que nos viene por Cristo (Rom 5,15s) y que florece en vida eterna (Rom 6, 23). En Cristo, en efecto, Dios nos ha «colmado de gracia» (Ef 1,6: kharito-ó) y nos «otorgará toda suerte de dones» (Rom 8,32: knarizó). Pero el primero de estos dones es el Espíritu Santo mismo, que se derrama en nuestros corazones y pone en ellos la caridad (Rom 5,5; cf. 8,15). El uso técnico de la palabra kharisma se entiende esencialmente en la perspectiva de esta presencia del Espíritu, que se manifiesta por todas suertes de «dones gratuitos». El uso de estos dones plantea problemas que se examinan sobre todo en las epístolas paulinas.

I. LA EXPERIENCIA DE LOS DONES DEL ESPÍRITU. Ya en el AT, la presencia del Espíritu de Dios se manifestaba en los hombres a los que inspiraba, por dones extraordinarios, que iban de la clarividencia profética (1Re 22, 28) a los arrobamientos (Ez 3,12) y a los raptos misteriosos (1Re 18,12). En un orden más general, Isaías relacionaba también con el Espíritu los dones prometidos al Mesías (Is 11,2), y Ezequiel, el cambio de los corazones humanos (Ez 36,26s), mientras que Joel anunciaba la universalidad de su efusión sobre los hombres (J1 3,1s). Hay que tener presentes estas promesas escatológicas para comprender la experiencia de los dones del Espíritu en la Iglesia primitiva, que es, en efecto, la realización de las mismas.

1. En los Hechos de los apóstoles se manifiesta el Espíritu el día de pentecostés cuando publican los apóstoles en todas las lenguas las maravillas de Dios (Act 2,4.8-11), conforme a las Escrituras (2,15-21). Es la señal de que Cristo, exaltado por la diestra de Dios, ha recibido del Padre el Espíritu prometido y lo ha derramado sobre los hombres (Act 2,33). En lo sucesivo la presencia del Espíritu se muestra de diferentes maneras: por la repetición de los signos de pentecostés (Act 4, 31. 10,44ss), particularmente después del bautismo y de la imposición de las manos (Act 8,17s; 19,6); por la acción de los profetas (11,27s; 15, 32. 21,10s), de los doctores (13,1s), de filos anunciadores del Evangelio (6,8ss); por los milagros (6,8; 8, 5ss) y las visiones (7,55). Estos carismas particulares son otorgados en primer lugar a los apóstoles, pero también se encuentran entre las gentes de su contorno, a veces en conexión con el ejercicio de ciertas funciones oficiales (Esteban, Felipe, Bernabé), siempre destinados al bien de la comunidad, que crece bajo el influjo del Espíritu Santo.

2. En las iglesias paulinas, los mismos dones del Espíritu Santo forman parte de la experiencia corriente. La predicación del Apóstol va acompañada de Espíritu y de obras de poder, es decir, de milagros (1Tes 1,5; 1Cor 2,4); él mismo habla en lenguas (1Cor 14,18) y tiene visiones (2Cor 12,1-4). Las comunidades reconocen que se les ha dado el Espíritu, en las maravillas que realiza en su seno (Gál 3,2-5), en los dones más diversos que les otorga (1Cor 1,7). Pablo, desde el comienzo de su apostolado, tiene en alta estima estos dones del Espíritu; únicamente se preocupa de discernir cuáles son auténticos: «No apaguéis al Espíritu, no despreciéis las profecías. Probadlo todo y quedaos con lo bueno. Absteneos hasta de la apariencia de mal» (1Tes 5,19-22). Estos consejos se ampliarán más cuando se enfrente Pablo con el problema pastoral planteado por los carismas.

II. LOS CARISMAS EN LA IGLESIA. El problema se planteó en la comunidad de Corinto debido a la práctica intemperante de «hablar en lenguas» (1Cor 12-14). Este entusiasmo religioso, que se traduce por discursos «en diversas lenguas» (cf. Act 2,4), no carece de ambigüedad. La embriaguez causada por el Espíritu se expone a ser confundida por los espectadores con la embriaguez del vino (Act 2,13), y hasta con la extravagancia de la locura (1Cor 14,23). Semejante en apariencia a los transportes entusiastas que practican los paganos en ciertos cultos orgiásticos, puede incluso arrastrar a inconsecuencias a los fieles que no distinguen la influencia del Espíritu divino de sus falsificaciones (1Cor 12,1ss). Pero Pablo, al zanjar esta cuestión práctica, eleva el debate y propone una doctrina muy general.

1. Unidad y diversidad de los carismas. Los dones del Espíritu son de lo más diversos, como son diversos los ministerios en la Iglesia y las operaciones de los hombres. Lo que constituye su unidad profunda es el venir del único Espíritu, como los ministerios vienen del único Señor, y las operaciones del único Dios (1Cor 12,4ss). Los hombres son, cada uno según su carisma, los administradores de una gracia divina única y multiforme (1Pe 4,10). La comparación del cuerpo humano sirve para entender más fácilmente la referencia de todos los dones divinos al mismo fin: son dados con miras al bien común 1Cor 12,7); todos juntos concurren a la utilidad de la Iglesia, cuerpo de Cristo, así como todos los miembros concurren al bien del cuerpo humano, cada uno según su función (12,12-27). La distribución de los dones es a la vez asunto del Espíritu (12,11) y asunto de Cristo, que da la gracia divina como bien le parece (Ef 4,7-10). Pero en el uso de estos dones cada cual debe pensar ante todo en el bien común.

2. Clasificación de los carismas. Pablo no se preocupó de darnos una clasificación razonada de los carismas, aun cuando los enumera repetidas veces (1Cor 12,8ss28ss; Rom 12,6ss; Ef 4,11; cf. 1Pe 4,11). Pero es posible reconocer los diferentes campos de aplicación en que hallan lugar los dones del Espíritu. En primer lugar ciertos carismas son relativos a las funciones del ministerio (cf. Ef 4,12): los de los apóstoles, de los profetas, de los doctores, de los evangelistas, de los pastores (1Cor 12,28; Ef 4,11). Otros conciernen a las diversas actividades útiles a la comunidad: servicio, enseñanza, exhortación, obras de misericordia (Rom 12,7s), palabra de sabiduría o de ciencia, fe eminente, don de curar o de obrar milagros, hablar en lenguas, discernimiento de los espíritus (1Cor 12,8ss)…

Estas operaciones carismáticas, que manifiestan la presencia activa del Espíritu, no constituyen evidentemente funciones eclesiásticas particulares, y se las puede hallar en los titulares de otras funciones: así Pablo, el Apóstol, habla en lenguas y obra milagros. La profecía se menciona unas veces como una actividad abierta a todos (1Cor 14,29ss. 39ss) y otras se la presenta como una función (1Cor 12,28; Ef 4,11). Las vocaciones particulares de los cristianos están igualmente fundadas en los carismas: uno es llamado al celibato, otro recibe otro don (1Cor 7,7). Finalmente, la práctica de la caridad, esta primera virtud cristiana, es también un don del Espíritu Santo (1Cor 12,31-14,1). Como se ve, los carismas no son cosa excepcional, aun cuando algunos de ellos sean dones fuera de serie, como el poder de hacer milagros. Toda la vida de los cristianos y todo el funcionamiento de las instituciones de Iglesia depende enteramente de ellos. De esta forma gobierna el Espíritu de Dios al nuevo pueblo, sobre el que se ha derramado en abundancia, dando a los unos poder y gracia para desempeñar sus funciones, a los otros poder y gracia para responder a su vocación propia y para ser útiles a la comunidad, a fin de que se edifique el cuerpo de Cristo (Ef 4,12).

3. Reglas de uso. Si es necesario no «apagar el Espíritu», hay, sin embargo, que comprobar la autenticidad de los carismas (1Tes 5,19s). Este discernimiento, que es también fruto de la gracia (1Cor 14,10), es esencial. Pablo y Juan sientan sobre este punto una primera regla que da un criterio absoluto: los verdaderos dones del Espíritu se reconocen en que uno confiesa que Jesús es el Señor (1Cor 12,3), que Jesucristo, venido en la carne, es de Dios (iJn 4,1ss). Esta regla permite eliminar a todo falso profeta que esté animado del espíritu del anticristo (1Jn 4,3; cf. 1Cor 12,3). Además, el uso de los carismas debe subordinarse al bien común; así debe respetar su jerarquía. Las funciones eclesiásticas se clasifican según cierto orden de importancia, en cabeza del cual se hallan los apóstoles (1Cor 12,28; Ef 4,11). Las actividades a que pueden aspirar todos los fieles deben ser también apreciadas, no según su carácter espectacular, sino según su utilidad efectiva. Todos deben buscar primero la caridad, luego los otros dones espirituales. Entre éstos, la profecía viene en primer lugar (1Cor 14,1). Pablo se detiene largamente a mostrar su superioridad sobre el hablar en lenguas, porque, en tanto el entusiasmo religioso se manifiesta en forma ininteligible, la comunidad no es edificada por ello; ahora bien, la edificación de todos es lo esencial (1Cor 14,2-25). Incluso los carismas auténticos deben someterse a reglas prácticas para que reine el buen orden en las asambleas religiosas (1Cor 14,33). Así Pablo da a la comunidad de Corinto consignas que se han de observar estrictamente (1Cor 14,26-38).

4. Los carismas y la autoridad eclesiástica. Esta intervención del Apóstol en un terreno en que se manifiesta la actividad del Espíritu, muestra que en todo estado de cosas los carismas están sometidos a la autoridad eclesiástica. Mientras están en vida los apóstoles, su poder en esta materia viene del hecho de que el apostolado es el primero de los carismas. Pero, después de ellos, también sus delegados participan de la misma autoridad, como lo muestran las consignas recogidas en las epístolas pastorales (particularmente 1Tim 1,18-4,16). Es que estos mismos delegados han recibido un don particular del Espíritu por la imposición de las manos (1Tim 4,14; 2Tim 1,6). Si no pueden poseer el carisma de los apóstoles, no por eso carecen de un carisma de gobierno, que les confiere el derecho de prescribir y de enseñar (1Tim 4,11) y que nadie debe despreciar (1Tim 4,12). Así en la Iglesia todo está sometido a una jerarquía de gobierno, la cual también es de orden carismático.

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Buscar

«El hombre se fatiga en buscar sin jamás descubrir nada» (Ecl 8,17), pero Jesús proclama: «El que busca, halla» (Mt 7,8). En el fondo de toda su inquietud, el hombre busca siempre a Dios (I), pero con frecuencia se extravía su busca y debe volver a enderezarla (II). Entonces descubre que si va así en busca de Dios, es que Dios le busca el primero (III).

I. BUSCAR A DIOS: DEL SENTIDO CULTUAL AL SENTIDO INTERIOR. En los orígenes «buscar a Dios» o «buscar su palabra» es consultar a Dios. Antes de tomar una grave decisión (1Re 22,5-8), para resolver un litigio (Éx 18,15s) o para orientarse en una situación crítica (2Sa 21,1; 2Re 3,11; 8,8; 22,18), se acude a la tienda de la reunión (Éx 33,7) o al templo (Dt 12,5) y se interroga a Yahveh, generalmente por intermedio de un sacerdote (cf. Núm 5,11) o de un profeta (Éx 18,15; 1Re 22,7; cf. Núm 23,3).

Este procedimiento pudiera no ser más que una precaución supersticiosa, una manera de hacer entrar a Dios en el propio juego. Que también pudo ser desinteresado y expresar un verdadero amor de Dios, lo prueba el lenguaje de la Biblia. Lo que busca el que aspira a «habitar la casa de Yahveh todos los días de (su) vida» es «gustar la suavidad de Yahveh», es «buscar su rostro» (Sal 27,4.8). Sin duda se trata de participar en la liturgia del santuario (Sal 24,6; Zac 8,21), pero en los fastos y en la emoción del culto, el israelita fiel trata de «ver la bondad de Yahveh» (Sal 27,13). Este deseo de la presencia divina impele a los exiliados a regresar de Babilonia (Jer 50,4) y a reconstruir el templo (1Par 22,19; 28,8s). Finalmente, buscar a Dios es tributarle el culto auténtico y abolir el de los falsos dioses (Dt 4,29). Según este criterio juzgará el cronista a los reyes de Israel (2Par 14,3; 31,21).

Pero desechar a los falsos dioses supone conversión; es el tema constante de los profetas. No hav busca de Dios sin busca del derecho y de la justicia. Amós identifica: «Buscadme y viviréis; no busquéis a Bethel» (Am 5,4s) con: «Buscad el bien y no el mal para que viváis… Aborreced el mal y amad el bien y haced que reine el derecho en la puerta» (5,14s). Igualmente Oseas: «Sembrad en justicia… es tiempo de buscar a Yahveh» (Os 10,12; cf. Sof 2,3). Para «buscar a Yahveh en tanto se deja hallar» es preciso «que el malvado abandone su vía y el criminal sus pensamientos» (Is 55,6), hay que «buscarlo de todo corazón» (Dt 4,29; Jer 29,13). Jesús no se expresa de otra manera: «Buscad primero el reino de Dios y su justicia» (Mt 6,33).

II. VERDADERA Y FALSA BÚSQUEDA. Pero hay no pocas formas vanas de buscar a Dios. Los hay que van a consultar a Baal (2Re 1,2) o a mediadores prohibidos: adivinos (Lev 19,31), muertos (Dt 18,11), nigromantes (1Sa 28,7), aparecidos (Is 8,19). Y los hay que «día tras día buscan (a Yahveh)… como si fueran una nación que practica la justicia» (Is 58), y no le hallan, estando separados de él por sus iniquidades (59,2).

La verdadera búsqueda de Dios se hace en la simplicidad del corazón (Sab 1,1), en la humildad y en la pobreza (Sof 2,3; Sal 22,27), en el alma contrita y el espíritu humillado (Dan 3,39ss). Entonces Dios, que es «bueno para el alma que le busca» (Lam 3,25), se deja hallar (Jer 29,14), y «los humildes, los buscadores de Dios, exultan» (Sal 69,33).

Jesucristo, que revela los pensamientos íntimos de los corazones (Lc 2,35), opera la división entre la verdadera y la falsa búsqueda de Dios. Muchos le buscan (Mc 1,37), aun entre sus allegados (Mc 3,32), sin poderle hallar (Jn 7,34; 8,21), porque sólo esperan de él su propio provecho (Jn 6,26) y no buscan la gloria que viene sólo de Dios (Jn 5,44).

Ahora bien, Jesucristo «no busca su voluntad, sino la voluntad del que le ha enviado» (Jn 5,30; cf. 8,50). Por eso, para «ganar a Cristo» y «alcanzarle» (Flp 3,8.12), hay que renunciar a buscar la propia justicia (Rom 10,3) y dejarse alcanzar ,por él en la fe (Flp 3,12).

III. DIOS EN BUSCA DEL HOMBRE. Buscar a Dios es descubrir finalmente que él, habiéndonos amado el primero (1Jn 4,19), se puso en nuestra búsqueda, que nos atrae para conducirnos a su Hijo (Jn 6,44). En esta iniciativa de la gracia de Dios no hay que ver solamente una preocupación por hacer respetar un derecho soberano. Toda la Biblia muestra que esta prioridad es la del amor, que el buscar al hombre es el movimiento profundo del corazón de Dios. Mientras Israel lo olvida para correr tras sus amantes, Dios medita siempre «seducir» al infiel y «hablar a su corazón» (Os 2,15s). Mientras que de todos los pastores de Israel ninguno se pone en busca del rebaño disperso (Ez 34,5s), Dios mismo anuncia su designio: él irá a reunir el rebaño y a «buscar a la oveja perdida» (34,12.16). En el tiempo mismo de las infidelidades de su pueblo, el Cantar canta este juego de un Dios apasionado en su búsqueda (Cant 3,1-4; 5,6; 6,3).

El Hijo de Dios reveló hasta dónde llega esta pasión: «El Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido» (Lc 19,10); y Jesús, en el momento de abandonar a los suyos piensa en el instante en que vendrá a buscarlos de nuevo para llevarlos consigo «a fin de que donde yo estoy estéis vosotros también» (Jn 14,3).

Todos los derechos: Vocabulario de teología bíblica, X. Léon-Dufour

Bien y mal

«Vio Dios cuanto había hecho, y era muy bueno» (Gén 1,31). Sin embargo, para acelerar la venida del reino escatológico nos invita Cristo a pedir en el padrenuestro: «Líbranos del mal» (Mt 6,13). La oposición de estas dos fórmulas plantea al creyente de nuestros días, para el que la Biblia misma ofrece elementos de solución: ¿de dónde viene el mal en este mundo creado bueno?, ¿cuándo y cómo se le vencerá?

I. EL BIEN Y EL MAL EN EL MUNDO.

1. Para el que las ve o las experimenta, ciertas cosas son subjetivamente buenas o malas. La palabra hebrea tób (traducida indistintamente por las palabras griegas kalos y agathos, bello y bueno [cf. Lc 6, 27-35]) designa primitivamente a las personas o a los objetos que provocan sensaciones agradables o la euforia de todo el ser: una buena comida (Jue 19,6-9; 1Re 21,7; Rut 3,7), una muchacha hermosa (Est 1,11), personas benéficas (Gén 40,14), en una palabra, todo lo que procura la felicidad o facilita la vida en el orden físico o psicológico (cf. Dt 30,15); por el contrario, todo lo que conduce a la enfermedad, al sufrimiento en todas sus formas y sobre todo a la muerte, es malo (hebr. ra; gr. poneros y kakos).

2. ¿Se puede también hablar de una bondad objetiva de las criaturas en el sentido en que la entendían los griegos? Éstos imaginaban para cada cosa un arquetipo a imitar o a realizar; proponían al hombre un ideal, el kalos kagathos que, poseyendo en sí mismo todas las cualidades morales, estéticas y sociales, ha llegado a su pleno desarrollo, es agradable y útil a la república. En esta óptica particular, ¿cómo concebir el mal? ¿Cómo imperfección, pura negatividad, ausencia de bien, o, por el contrario, como una realidad que tiene su existencia propia y deriva del principio malo que desempeñaba tan gran papel en el pensamiento iranio? Cuando la Biblia atribuye bondad real a las cosas, no lo entiende así. Diciendo: «Vio Dios que era bueno» (Gén 1,4…) muestra que esta bondad no se mide en función de un bien abstracto, sino en relación con el Dios creador, único que da a las cosas su bondad.

3. La bondad del hombre constituye un caso particular. En efecto, depende en parte de él mismo. Ya en la creación, le situó Dios ante «el árbol del conocimiento del bien y del mal», dejándole la posibilidad de obedecer y de gozar del árbol de la vida, o de desobedecer y de ser arrastrado a la muerte (Gén 2,9.17), prueba decisiva de la libertad, que se repite para cada hombre. Si rechaza el mal y hace el bien (Is 7,15; Am 5,14; cf. Is 1,16s), observando la ley de Dios y conformándose con su voluntad (cf. Dt 6,18; 12,28; Miq 6,8), será bueno y le agradará (Gén 6,8); si no, será malo y le desagradará (Gén 38,7). Su elección determinará su calificación moral y, consiguientemente, su destino.

4. Ahora bien, desde los orígenes, el hombre, seducido por el maligno (cf. Satán), escogió el mal. Buscó su bien en las criaturas «buenas para comer y seductoras a la vista» (Gén 3,6), pero fuera de la voluntad de Dios, lo cual es la esencia misma del pecado. En ello no halló sino los frutos amargos del sufrimiento y de la muerte {Gén 3,16-19). A consecuencia de su pecado se introdujo; pues, el mal en el mundo y luego proliferó. Cuando Dios mira a los hijos de Adán los halla tan malos que se arrepiente de haberlos hecho (Gén 6,Sss): no hay ni uno que haga el bien aquí en la tierra (Sal 14,1ss; Rom 3,10ss). Y el hombre hace la misma experiencia: se siente frustrado en sus deseos insaciables (Ecl 5,9ss; 6,7), impedido de gozar plenamente de los bienes de la tierra (Ecl 5,14; 11,2-6), incapaz hasta de «hacer el bien sin jamás pecar» (Ecl 7,20), pues el mal sale de su propio corazón (Gén 6,5; Sal 28,3; Jer 7, 24; Mt 15,19s).

Viciando el orden de las cosas, llama al bien mal y al mal bien (Is 5,20; Rom 1,28.32). Finalmente, hastiado y decepcionado, se hace cargo de que «todo es vanidad» (Ecl 1,2); experimenta duramente que «el mundo entero está en poder del maligno» (1Jn 5,19; cf. In 7,7). El mal, en efecto, no es una mera ausencia de bien, sino una fuerza positiva que esclaviza al hombre y corrompe el universo (Gén 3,17s). Dios no lo creó, pero ahora que ha aparecido, se opone a él. Comienza una guerra incesante, que durará tanto tiempo como la historia: para salvar al hombre, Dios todopoderoso deberá triunfar del mal y del maligno (Ez 38-39; Ap 12,7-17).

II. SÓLO Dios ES BUENO. La bondad de Dios es una revelación capital del AT. Habiendo conocido el mal en su paroxismo durante la servidumbre de Egipto, Israel descubre el bien en Yahveh su libertador. Dios lo arranca a la muerte (Éx 3, 7s; 18,9), luego lo conduce a la tierra prometida, aquel «buen país» (Dt 8,7-10), «en el que fluyen leche y miel» y «en el que Yahveh tiene constantemente los ojos», y donde Israel hallará la felicidad (cf. Dt 4,40) si se mantiene fiel a la alianza (Dt 8,11-19; 11,8-12.18-28).

2. Dios pone una condición a sus dones. Israel, como Adán en el paraíso, se ve situado frente a una elección que determinará su destino. Dios pone ante él la bendición y la maldición (Dt 11,26ss), puesto que el bien físico y el bien moral están igualmente ligados con Dios: si Israel «olvidara a Yahveh», cesara de amarle, no observara ya sus mandamientos y rompiera la alianza, sería inmediatamente privado de estos bienes terrenales (Dt 11,17) y enviado en servidumbre, mientras que su tierra se convertiría en un desierto (Dt 30,15-20; 2Re 17,7-23; Os 2,4-14). A lo largo de su historia experimenta Israel la verdad de esta doctrina fundamental de la alianza: como en el drama del paraíso, la experiencia de la desgracia sigue a la del pecado.

3. La felicidad de los impíos y la desgracia de los justos. Pero en este punto capital parece fallar la doctrina: ¿no parece Dios favorecer a los impíos y dejar a los buenos en la desgracia? Los justos sufren, el servidor de Yahveh. Es perseguido, los profetas son entregados a muerte (cf. Jer 12,1s; 15,15-18; Is 53; Sal 22; Job 23-24). Dolorosa y misteriosa experiencia del sufrimiento cuyo sentido no aparece inmediatamente. Sin embargo, por ella aprenden poco a poco los pobres de Yahveh a despegarse de los «bienes de este mundo», efímeros e inestables (Sof 3,11ss; cf. Mt 6,19ss; Lc 12, 33s), para hallar su fuerza, su vida y su bien en Dios, único que les queda cuando todo se ha perdido, y al que se adhieren con una fe y una esperanza heroicas (Sal 22,20; 42,6; 73,25; Jer 20,11). Ciertamente están todavía sometidos al mal, pero tienen consigo a su salvador, que triunfará en el día de la salvación; entonces recibirán esos bienes que ha prometido Dios a sus fieles (Sal 22,27; Jer 31,10-14). En toda verdad, Dios «solo es bueno» (Mc 10, 18 p).

III.Dios TRIUNFA DEL MAL. 1. De la ley al llamamiento de la gracia. Al revelarse como salvador anunciaba Dios ya su futura victoria sobre el mal. Pero todavía debía afirmarse ésta en forma definitiva, haciendo al hombre bueno y sustrayéndolo al poder del maligno (1Jn 5,18s), «príncipe de este mundo» (Lc 4,6; Jn 12,31; 14,30). Es cierto que Dios había dado ya la ley, que era buena y estaba destinada a la vida (Rom 7,12ss); si practicaba el hombre los mandamientos, haría el bien y obtendría la vida eterna (Mt 19,16s). Pero esta ley era por sí misma ineficaz, en tanto no cambiara el corazón del hombre, prisionero del pecado. Querer el bien está al alcance del hombre, pero no realizarlo: no hace el bien que quiere, sino el mal que no quiere (Rom 7,18ss). La concupiscencia le arrastra como contra su voluntad, y la ley, hecha para su bien, redunda finalmente en su mal (Rom 7,7.12s; Gál 3,19). Esta lucha interior lo hace infinitamente desgraciado; ¿quién, pues, lo libertará? (Rom 7,14-24).

2. Sólo «Jesucristo Nuestro Señor» (Rom 7,25) puede atacar al mal en la raíz, triunfando de él en el corazón mismo del hombre (cf. Ez 36,26s). Es el nuevo Adán (Rom 5,12-21), sin pecado (Jn 8,46), sobre el que Satán no tiene ningún poder. Se hizo obediente hasta la muerte de cruz (,Flp 2,8), dio su vida a fin de que sus ovejas hallen pasto (Jn 10,9-18). Se hizo «maldición por nosotros a fin de que por la fe recibiéramos el Espíritu prometido» (Gál 3,13s).

3. Los bienes otorgados. Así, renunciando Cristo a la vida y a los bienes terrenales (Heb 12,2) y enviándonos el Espíritu Santo, nos procuró las «buenas cosas» que debemos pedir al Padre (Mt 7,11; cf. Lc 11,13). No se trata ya de los bienes materiales, como los que estaban prometidos en otro tiempo a los hebreos; son los «frutos del Espíritu» en nosotros (Gál 5,22-25). Ahora ya el hombre, transformado por la gracia, puede «hacer el bien» (Gál 6,9s); «hacer buenas obras» (Mt 5,16; 1Tim 6,18s; Tit 3,8.14), «vencer el mal por el bien» (Rom 12,21). Para hacerse capaz de estos nuevos bienes, debe pasar por el desasimiento, «vender sus bienes» y seguir a Cristo {Mt 19,21), «negarse a sí mismo y llevar su cruz con él» (Mt 10,38s; 16,24ss).

4.La victoria del bien sobre el mal. Escogiendo el cristiano vivir así con Cristo para obedecer a los impulsos del Espíritu Santo, se desolidariza de la opción de Adán. Así el mal moral queda verdaderamente vencido en él. Desde luego, sus consecuencias físicas y psicológicas permanecen mientras dura el mundo presente, pero el cristiano se gloría en sus tribulaciones, adquiriendo con ellas la paciencia (Rom 5,4), estimando que «los sufrimientos del tiempo presente no se pueden comparar con la gloria futura que se ha de revelar» (8,18-25). Así desde ahora está por la fe y la esperanza en posesión de las riquezas incorruptibles (Lc 12, 33s) que se otorgan por mediación de Cristo «sumo sacerdote de los bienes venideros» (Heb 9,11; 10,1). Es sólo un comienzo, pues creer no es ver; pero la fe garantiza los bienes esperados (Heb 11,1), los de la patria mejor (Heb 11,16), los del mundo nuevo que Dios creará para sus elegidos (Ap 21,1ss).

Todos los derechos: Vocabulario de teología bíblica, X. Léon-Dufour

HUMILDAD

I. LA HUMILDAD Y SUS GRADOS

La humildad bíblica es primeramente la modestia que se opone a la vanidad. El modesto, sin pretensiones irrazonables, no se fía de su propio juicio (Prov 3,7 Rom 12,3.16 Sal 131,1). La humildad que se opone a la soberbia se halla a un nivel más Profundo: es la actitud de la criatura pecadora ante el omnipotente y el tres veces santo: el humilde reconoce que ha recibido de Dios todo lo que tiene (1Cor 4,7); siervo inútil Lc 17,10, no es nada por sí mismo (Gal 6,3), sino pecador (Is 6,3ss Lc 5,8). A este humilde que se abre a la gracia (Sant 4,6=Prov 3,34), Dios le glorificará (1Sa 2,7s Prov 15,33).

Incomparablemente más profunda todavía es la humildad de Cristo, que por su rebajamiento nos salva y que invita a sus discípulos a servir a sus hermanos por amor (Lc 22,26s) a fin de que Dios sea glorificado en todos (1Pe 4,10s).

II. LA HUMILDAD DEL PUEBLO DE DIOS

Israel aprende primeramente la humildad haciendo la experiencia de la omnipotencia (poder) del Dios que le salva y que es el único altísimo. Conserva viva esta experiencia conmemorando las gestas de Dios en su culto; este culto es una escuela de humildad; el israelita, al alabar y dar gracias imita la humildad de David que danza delante del arca (2Sa 6,16.22) para glorificar a Dios, al que todo le debe (Sal 103).

Israel hizo también la experiencia de la pobreza en la prueba colectiva de la derrota y del exilio o en la prueba individual de la enfermedad y de la opresión de los débiles. Estas humillaciones le hicieron adquirir conciencia de la impotencia radical del hombre y de la miseria del pecador que se separa de Dios. Así se inclina el hombre a volverse a Dios con corazón contrito (Sal 51,19), con esa humildad, hecha de dependencia total y de docilidad confiada, que inspira las súplicas de los salmos (Sal 25 106 130 131). Los que alaban a Dios y le suplican que los salve se dan con frecuencia el nombre de «pobres» (Sal 22,25.27 34,7 69,33s); esta palabra que designaba primeramente la clase social de los infortunados, adopta un sentido religioso a partir de Sofonías: buscar a Dios es buscar la pobreza, que es la humildad (Sof 2,3). Después del día de Yahveh, el «resto» del pueblo de Dios será «humilde y pobre» (Sof 3,12; gr. praus y tapeinos; Mt 11,29 Ef 4,2.)

En el AT los modelos de esta humildad son Moisés, el más humilde de los hombres (Num 12,3) y el misterioso siervo que, por su humilde sumisión hasta la muerte, realiza el designio de Dios (Is 53,4-10). Al retorno del exilio, profetas y sabios predicarán la humildad. El Altísimo habita con aquél que es humilde de espíritu y tiene corazón contrito (Is 57,15 66,2). «El fruto de la humildad es el temor de Dios, riqueza, gloria y vida» Prov 22,4. «Cuanto más grande seas, más debes abajarte para hallar gracia delante del Señor» (Eclo 3,18 Dan 3,39): la oración del ofertorio «In spiritu humilitatis». Finalmente, al decir del último profeta, el Mesías será un rey humilde; entrará en Sión montado en un pollino (Zac 9,9). Verdaderamente el Dios de Israel, rey de la creación, es el «Dios de los humildes» (Jdt 9,11s).

III. LA HUMILDAD DEL HIJO DE DIOS

Jesús es el Mesías humilde anunciado por Zacarías (Mt 21,5). Es el Mesías de los humildes, a los que proclama bienaventurados (Mt 5,4 Sal 37,11; gr. praus): el humilde al que su sumisión a Dios hace paciente y manso. Jesús bendice a los niños y los presenta como modelos (Mc 10,15s). Para ser como uno de esos pequeñuelos, a quienes Dios se revela y que son los únicos que entrarán en el reino (Mt 11,25 18,3s), hay que aprender de Cristo, «maestro manso y humilde de corazón» (Mt 11,29) Ahora bien, este maestro no es solamente un hombre; es el Señor venido a salvar a los pecadores tomando una carne semejante a la suya (Rom 8,3). Lejos de buscar su gloria (Jn 8,50), se humilla hasta lavar los pies a sus discípulos Jn 13,14ss; él, igual a Dios, se anonada hasta morir en cruz por nuestra redención (Flp 2,6ss Mc 10,45 Is 53).

En Jesús no sólo se revela el poder divino, sin el cual no existiríamos, sino también la caridad divina, sin la cual estaríamos perdidos (Lc 19,10).

Esta humildad («signo de Cristo», dice san Agustín) es la del Hijo de Dios, la de la caridad. Hay que seguir el camino de esta humildad «nueva» para practicar el mandamiento nuevo de la caridad (Ef 4,2 1Pe 3,8s); «donde está la humildad, allí está la caridad», dice san Agustín. Los que «se revisten de humildad en sus relaciones mutuas» (1Pe 5,5 Col 3,12) buscan los intereses de los otros y se ponen en el último lugar (Flp 2,3s 1Cor 13,4s). En la serie de los frutos del Espíritu pone Pablo la humildad al lado de la fe Gal 5,22s; estas dos actitudes (rasgos esenciales de Moisés, según Eclo 45,4) están, en efecto, conexas, siendo ambas actitudes de abertura a Dios, de sumisión confiada a su gracia y a su palabra.

IV. LA OBRA DE DIOS EN LOS HUMILDES

Dios mira a los humildes y se inclina hacia ellos (Sal 138,6 113,6s); en efecto, no gloriándose sino en su flaqueza (2Cor 12,9), se abren al poder de la gracia, que no es en ellos estéril (1Cor 15,10). No sólo el humilde obtiene el perdón de sus pecados (Lc 18,14), sino que la sabiduría del todopoderoso gusta de manifestarse por medio de los humildes, a los que el mundo desprecia (1Cor 1,25.28s). De una virgen humilde, que sólo quiere ser su sierva, hace Dios la madre de su Hijo nuestro Señor (Lc 1,38.43).

El que se humilla en la prueba bajo la omnipotencia del Dios de toda gracia y participa en las humillaciones de Cristo crucificado, será, como Jesús, exaltado por Dios a su hora y participará de la gloria del Hijo de Dios (Mt 23,12 Rom 8.17 Flp 2,9ss 1Pe 5,6-10). Con todos los humildes cantará eternamente la santidad y el amor del Señor, que ha hecho en ellos cosas grandes (Lc 1,46-53 Ap 4.8-11 5,11-14).

En el AT la palabra de Dios lleva al hombre a la gloria por el camino de una humilde sumisión a Dios, su creador y su salvador. En el NT, la palabra de Dios se hace carne para conducir al hombre a la cima de la humildad que consiste en servir a Dios en los hombres, en humillarse por amor para glorificar a Dios salvando a los hombres.

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HIJO

En hebreo la palabra «hijo» no expresa sólo las relaciones de parentesco en línea recta, sino que designa también ya la pertenencia a un grupo: «hijo de Israel», «hijo de Babilonia» (Ez 23,17), «hijo de Sión» (Sal 149,2), «hijos de los profetas» (2Re 2.5), «hijo del hombre» (Ez 2,1; Dan 8,17); ya la posesión de una cualidad: «hijo de paz» (Lc 10,6), «hijo de luz» (Lc 16,8 Jn 12,36).

Aquí sólo nos interesa la utilización de la palabra para traducir las relaciones entre los hombres y Dios.

AT

En el AT la expresión «hijo de Dios» designa esporádicamente a los ángeles que forman la corte divina (Dt 32,8 Sal 29,1 89,7 Job 1,6). Es probable que este empleo refleje lejanamente la mitología de Canaán, en que la expresión se entendía en sentido fuerte. En la Biblia, dado que Yahveh no tiene esposa, sólo tiene una significación atenuada: únicamente subraya la participación de los ángeles en la vida celestial de Dios.

I. ISRAEL, HIJO DE DIOS

Esta expresión, aplicada a Israel, traduce en términos de parentesco humano las relaciones entre Yahveh y su pueblo. A través de los acontecimientos del Éxodo experimentó Israel la realidad de esta filiación adoptiva (Ex 4,22 Os 11,1 Jer 3,19 Sab 18,13); Jeremías la recuerda cuando anuncia como un nuevo éxodo la liberación escatológica (Jer 31,9.24). A partir de esta experiencia, el título de hijo (en plural) puede atribuirse a todos los miembros del pueblo de Dios, sea para insistir en su consagración religiosa al que es su Padre (Dt 14,1s Sal 73,15), sea para reprocharles con más vigor su infidelidad (Os 2,1 Is 1,2 30,1.9 Jer 3,14). Finalmente, la conciencia de la filiación adoptiva viene a ser uno de los elementos esenciales de la piedad judía. Ella funda la esperanza de las restauraciones futuras (Is 63,8 63,16 64,7), así como la de la retribución de ultratumba Sab 2,13.18: los justos, hijos de Dios, serán asociados para siempre a los ángeles, hijos de Dios (Sab 5,5).

II. EL REY, HIJO DE DIOS

Cuando el antiguo Oriente celebraba la filiación divina de los reyes, era siempre en una perspectiva mítica, en que la persona del monarca era propiamente divinizada. El AT excluye esta posibilidad. El rey no es sino un hombre como los demás, sometido a la misma ley divina y sujeto al mismo juicio. Sin embargo, David y su raza fueron objeto de una elección particular que los asocia definitivamente al destino del pueblo de Dios. Precisamente para traducir esta relación creada entre Yahveh y el linaje regio dice Dios por el profeta Natán: «Yo seré padre para él y él será hijo para mí» 2Sa 7,14 Sal 89,27. En adelante el título de «hijo de Yahveh» es un título regio, que muy naturalmente vendrá a ser un título mesiánico (Sal 2,7) cuando la escatología profética enfoque el nacimiento futuro del rey por excelencia (Is 7,14 9,1).

NT

I. JESÚS, HIJO ÚNICO DE DIOS

1. En los sinópticos el título de Hijo de Dios, fácilmente asociado al de Cristo (Mt 16,16 Mc 14,61 p), aparece en primer lugar como un título mesiánico. Así está expuesto a equívocos, que Jesús habrá de disipar. Desde su preludio, la escena de la tentación acusa la oposición entre dos interpretaciones. Para Satán ser hijo de Dios significa gozar de un poder prodigioso y de una protección invulnerable (Mt 4,3.6); para Jesús significa no hallar alimento ni apoyo sino en la voluntad de Dios (Mt 4,4.7). Jesús, rechazando toda sugestión de mesianismo terreno, deja aparecer el vínculo indisoluble que le une al Padre. De la misma manera procede ante las declaraciones de los posesos (Mc 3,11; 5, p): éstas muestran en los demonios un reconocimiento involuntario de su persona (Mc 1,34); pero son ambiguas, por lo cual Jesús impone silencio. La confesión de fe de Pedro, «tú eres Cristo, Hijo de Dios vivo», proviene de una auténtica adhesión de fe Mt 16,16s, y el evangelista que la refiere puede darle sin dificultad todo su sentido cristiano. Sin embargo, Jesús previene inmediatamente un equívoco: su título no le garantiza un destino de gloria terrena; el Hijo del hombre morirá para tener acceso a su gloria (16,21).

Cuando, finalmente, Caifás plantea solemnemente la cuestión esencial: «¿Eres tú el Cristo, Hijo del bendito?» (Mt 26,63 Mc 14,61), Jesús siente que la expresión podría todavía entenderse en sentido de un mesianismo temporal. Así responde indirectamente abriendo otra perspectiva: anuncia su venida como soberano juez bajo los rasgos del Hijo del hombre. A los títulos de Mesías y de Hijo del hombre da así un alcance propiamente divino, bien subrayado en el evangelio de Lucas: «¿Tú eres, pues, el Hijo de Dios? — Tú lo has dicho, lo soy» (Lc 22,74). Revelación paradójica: despojado de todo y aparentemente abandonado por Dios (Mt 27,46) mantiene Jesús intactas sus reivindicaciones; hasta la muerte permanecerá seguro de su Padre (Lc 23,46). Por lo demás, esta muerte acaba de disipar todo equívoco: los evangelistas, al referir la confesión del centurión (Mc 15,39), subrayan que la cruz es el fundamento de la fe cristiana.

Entonces se aclara retrospectivamente más de una palabra misteriosa, en que Jesús había revelado la naturaleza de sus relaciones con Dios. Frente a Dios, es «el Hijo» (Mt 11,27; 21,37 24,36 ); fórmula familiar que le permite dirigirse a Dios llamándolo «Abba! ¡Padre!» (Mc 14,36 Lc 23,46). Entre Dios y él reina la profunda intimidad que supone un perfecto conocimiento mutuo y una comunicación de todo (Mt 11,25ss). Así Jesús da todo su sentido a las proclamaciones divinas: «Tú eres mi Hijo» (Mc 1,11: 9,7).

2. Por la resurrección de Jesús comprendieron finalmente los apóstoles el misterio de su filiación divina: la resurrección era la realización del (Sal 2,7: Act 13,33); aportaba la confirmación dada por Dios a las reivindicaciones de Jesús delante de Caifás y en la cruz. Así pues, ya al día siguiente de pentecostés el testimonio apostólico y la confesión de fe cristiana tienen por objeto a «Jesús, Hijo de Dios» (Act 8,37 9,20). Mateo y Lucas, presentando la infancia de Jesús, subrayan discretamente este tema (Mt 2,15 Lc 1,35). En Pablo viene a ser el punto de partida de una reflexión teológica mucho más avanzada. Dios envió acá abajo a su Hijo (Gal 4,4 Rom 8,3) a fin de que fuéramos reconciliados por su muerte (Rom 5,10). Actualmente lo ha establecido en su poder (Rom 1,4) y nos llama a la comunión con él (1Cor 1,9), pues nos ha transferido a su reino Col 1,13. La vida cristiana es una vida «en la fe en el Hijo de Dios que nos amó y se entregó por nosotros» (Gal 2,20), y una espera del día en que regrese de los cielos para «librarnos de la ira» (1Tes 1,10). Las mismas certezas atraviesan la epístola a los Hebreos (Heb 1,2.5.8).

3. En san Juan la teología de la filiación divina viene a ser un tema dominante. Algunas confesiones de fe de los personajes del evangelio pueden todavía comportar un sentido restringido (Jn 1,34 1,51); sobre todo (11,27). Pero Jesús habla en términos claros de las relaciones entre el Hijo y el Padre; hay entre ellos unidad de operación y de gloria (Jn 5,19.23 1Jn 2,22s); el Padre comunica todo al Hijo porque lo ama (Jn 5,20): poder de vivificar (5,21.25s) y poder de juzgar (5,22.27); cuando Jesús retorna a Dios, el Padre glorifica al Hijo para que el Hijo le glorifique (Jn 17,1 14,13). Así se precisa la doctrina de la encarnación: Dios envió al mundo a su Hijo único para salvar al mundo (1Jn 4,9s.14); este Hijo único es el revelador de Dios (Jn 1,18), comunica a los hombres la vida eterna que viene de Dios (1Jn 5,11s). La obra que hay que realizar es, pues, la de creer en él (Jn 6,29 20,31 1Jn 3,23 5,5.10): quien cree en el Hijo tiene la vida eterna (Jn 6,40); quien no cree, está condenado (Jn 3,18).

II. LOS HOMBRES, HIJOS ADOPTIVOS DE DIOS

1. En los sinópticos se afirma repetidas veces la filiación adoptiva de que hablaba ya el AT: Jesús no sólo enseña a los suyos a llamar a Dios «Padre nuestro», sino que da el título de «hijos de Dios» a los pacíficos (Mt 5,9), a los caritativos (Lc 6,35), a los justos resucitados (Lc 20,36).

2. El fundamento de este título se precisa en la teología paulina. La adopción filial era ya uno de los privilegios de Israel (Rom 9,4), pero ahora los cristianos son hijos de Dios, en un sentido mucho más fuerte, por la fe en Cristo (Gal 3,26 Ef 1,5). Tienen en sí mismos el Espíritu que los hace hijos adoptivos (Gal 4,5ss Rom 8,14-17); están llamados a reproducir en sí mismos la imagen del Hijo único (Rom 8,29); han sido instituidos coherederos con él (Rom 8,17). Esto supone en ellos una verdadera regeneración (Tit 3,5 1Pe 1,3 2,2) que los hace partícipes de la vida del Hijo; tal es, en efecto, el sentido del bautismo, vida que hace que viva el hombre con una vida nueva (Rom 6,4). Así somos hijos de adopción en el Hijo por naturaleza y Dios nos trata como a tales, incluso cuando se da el caso de enviarnos sus correcciones (Heb 12,5-12).

3. La doctrina de los escritos joánnicos tiene exactamente el mismo tono. Hay que renacer, dice Jesús a Nicodemo (Jn 3,3.5) del agua y del Espíritu. Es que, en efecto, a los que creen en Cristo les da Dios poder de venir a ser hijos de Dios (Jn 1,12). Esta vida de hijos de Dios es para nosotros una realidad actual, aun cuando el mundo lo ignore (1Jn 3,1). Vendrá un día en que se manifestará abiertamente y entonces seremos semejantes a Dios porque lo veremos tal como es (1Jn 3,2). No se trata, pues, ya únicamente de un título que muestra el amor de Dios a sus criaturas: el hombre participa de la naturaleza de aquel que lo ha adoptado por hijo (2Pe 1,4).

Todos los derechos: Vocabulario de teología bíblica, X. Léon-Dufour

Hermano

La palabra «hermano», en el sentido más fuerte, designa a los hombres nacidos de un mismo seno materno Gen 4,2. Pero en hebreo, como en otras muchas lenguas, se aplica por extensión a los miembros de una misma familia Gen 13.8 Lev 10,4 Mc 6,3, de una misma tribu 2Sa 19,13, de un mismo pueblo Dt 25,3 Jue 1,3, por oposición a los extranjeros Dt 1,16 15,2s, y finalmente a los pueblos descendientes de un mismo antepasado, como Edom e Israel Dt 2,4 Am 1,11. Al lado de esta fraternidad fundada en la carne conoce la Biblia otra, cuyo vínculo es de orden espiritual: fraternidad por la fe Act 2,29, la simpatía 2Sa 1,26, la función semejante 2Par 31,15 2Re 9,2, la alianza contraída Am 1,9 1Re 20.32 1Mac 12,10… Este uso metafórico de la palabra muestra que la fraternidad humana, como realidad vivida, no se limita al mero parentesco de sangre, aun cuando ésta constituya su fundamento natural. La revelación no parte de la reflexión filosófica sobre la «comunidad de naturaleza» que hace a todos los hombres hermanos. No ya que rechace el ideal de fraternidad universal, sino que sabe que es irrealizable y considera engañosa su prosecución mientras no se lo busca en Cristo. Además, en éste pone ya la mira el AT a través de las comunidades elementales, familia, pueblo, religión; y finalmente el NT comienza a realizarlo en la comunidad de la Iglesia.

AT. HACIA LA FRATERNIDAD UNIVERSAL

1. En los orígenes.

Al crear Dios el género humano «de un solo principio» Act 17,26 Gen 1-2, depositó en el corazón de los hombres la aspiración a una fraternidad en Adán; pero este sueño no se hace realidad sino a través de larga preparación. En efecto, para comenzar, la historia de los hijos de Adán es la de una fraternidad rota: Caín mata a Abel por envidia; no quiere ni siquiera saber dónde está su hermano Gen 4,9. Desde Adán era la humanidad pecadora. Con Caín se desenmascara en ella un rostro de odio, que ella misma tratará de velar tras el mito de una bondad humana original. El hombre debe reconocer que el pecado está agazapado a la puerta de su corazón Gen 4,7: tendrá que triunfar de él si no quiere que él lo domine.

2. La fraternidad en la alianza

Antes de que Cristo asegure este triunfo, el pueblo elegido va a pasar por un largo aprendizaje de la fraternidad. No ya de golpe la fraternidad con todos los hombres, sino la fraternidad entre hijos de Abraham, por la fe en el mismo Dios y por la misma alianza. Tal es el ideal definido por la ley de santidad: «No odiarás a tu hermano…, amarás a tu prójimo» Lev 19,17s. ¡Nada de disputas, de rencores, de venganzas! Asistencia positiva, como la que exige la ley del levirato a propósito del deber esencial de fecundidad: cuando un hombre muere sin hijos, el pariente más próximo debe «suscitar posteridad a su hermano» Dt 25,5-10 Gen 38,8.26. Las tradiciones patriarcales refieren hermosos ejemplos de esta fraternidad: Abraham y Lot evitan las discordias Gen 13,8, Jacob se reconcilia con Esaú 33,4, José perdona a sus hermanos 45,1-8.

Pero la puesta en práctica de tal ideal tropieza siempre con la dureza de los corazones humanos. La sociedad israelita, tal como la ven los profetas dista bastante de esta meta. Nada de amor fraterno Os 4,2; «nadie tiene consideraciones con su hermano» Is 9,18ss; la injusticia es universal, ya no hay confianza posible Miq 7,2-6; no puede uno «fiarse de ningún hermano, pues todo hermano quiere suplantar al otro» Jer 9,3, y Jeremías mismo es perseguido por sus propios hermanos Jer 11,18 12,6 Sal 69,9. A este mundo duro hacen presentes los profetas las exigencias de la justicia. de la bondad, de la compasión Zac 7,9s. El hecho de tener a su creador por padre común Mal 2,10, ¿no confiere a todos los miembros de la alianza una fraternidad más real todavía que su común descendencia de Abraham Is 63,16? Igualmente, los sabios ensalzan la verdadera fraternidad. Nada más doloroso que el abandono de los hermanos Prov 19,7 Job 19,13; pero un verdadero hermano ama siempre, aunque sea en la adversidad Prov 17,17; no se lo puede cambiar por oro Eclo 7,18, pues «un hermano ayudado por su hermano es una plaza fuerte» Prov 18,19 LXX. Dios odia las querellas Prov 6,19, ama la concordia Eclo 25,1.

«¡Oh! ¡qué bueno y agradable es vivir los hermanos juntos!» Sal 133,1.

3. Hacia la reconciliación de los hermanos

El don de la ley divina no basta, sin embargo, para rehacer un mundo fraterno. A todos los niveles se echa de menos la fraternidad humana. Más allá de las querellas individuales ve Israel disolverse el vínculo de las tribus 1Re 12,24, y el cisma tiene como consecuencia guerras fratricidas (p.e., Is 7,1-9). Al exterior tropieza con los pueblos-hermanos más próximos, como Edom, al que tiene el deber de amar Dt 23,8, pero que por su parte no tiene la menor consideración con él Am 1,11 Num 20,14-21. ¿Qué decir de las naciones más alejadas, divididas por un odio riguroso? En presencia de este pecado colectivo, los profetas se vuelven a Dios. Él solo podrá restaurar la fraternidad humana cuando realice la salvación escatológica. Entonces reunirá a Judá y a Israel en un solo pueblo Os 2,2s.25, pues Judá y Efraím no se tendrán ya envidia Is 11,13s; reunirá a Jacob entero Miq 2,12, será el Dios de todos los clanes Jer 31,1; los «dos pueblos» caminarán de acuerdo Jer 3,18, gracias al rey de justicia 23,5s, y ya no habrá sino un solo reino Ez 37,22. Esta fraternidad se extenderá finalmente a todas las naciones: reconciliadas entre sí, recobrarán la paz y la unidad Is 2,1-4 66,18ss.

NT.  TODOS, HERMANOS EN JESUCRISTO

El sueño profético de fraternidad universal se convierte en realidad en Cristo, nuevo Adán. Su realización terrena en la Iglesia, por imperfecta que sea todavía, es el signo tangible de su cumplimiento final.

1. El primogénito de una multitud de hermanos

Con su muerte en la cruz vino a ser Jesús el «primogénito de una multitud de hermanos»   Rom 8,29: reconcilió con Dios y entre ellas a las dos fracciones de la humanidad: el pueblo judío y las naciones Ef 2,11-18. Juntas tienen ahora acceso al reino, y el hermano mayor, el pueblo judío, no debe tener celos del pródigo, regresado por fin a la casa del Padre Lc 15,25-32. Pero para entrar en esta nueva fraternidad no basta ya ser hijo de Abraham según la carne: por la fe y por el cumplimiento de la voluntad del Padre viene uno a ser hermano de Jesús Mt 12.46- 50 p 21,28-32. Fraternidad real y profunda que permite al resucitado designar a sus discípulos como sus hermanos Mt 28,10 Jn 20,17; pero él mismo es quien la ha recreado, al hacerse por su muerte semejante en todo a ellos Heb 2,17.

2. La comunidad de los hermanos en Cristo

Jesús mismo, mientras vivía, echó los fundamentos y enunció la ley de la nueva comunidad fraternal: reiteró y perfeccionó los mandamientos concernientes a las relaciones entre hermanos Mt 5,21-26, dando un lugar importante a la corrección fraterna Mt 18,15ss. Si este último texto deja entrever una comunidad limitada, de la que se puede excluir al hermano infiel, en otro pasaje se puede ver que está abierta a todos Mt 5,47: cada uno debe ejercitar su amor para con el más pequeño de sus hermanos desgraciados, pues en ellos encuentra siempre a Cristo Mt 25,40. Después de la resurrección, una vez que Pedro ha «fortalecido a sus hermanos» Lc 22,31s, los discípulos constituyen, pues, entre ellos una «fraternidad» 1Pe 5,9. Al principio continúan, sí, dando el nombre de «hermanos» a los judíos, sus compañeros de raza Act 2,29 3,17.. Pero Pablo no ve ya en ellos sino a sus hermanos «según la carne» Rom 9,3. En efecto, una nueva raza ha nacido á partir de los judíos y de las naciones Act 14,1s, reconciliada en la fe en Cristo. Nada divide ya entre sí a los miembros, ni siquiera la diferencia de condición social entre amos y esclavos Flm 16; todos son uno en Cristo, todos hermanos, fieles muy amados de Dios (p.e., Col 1,2). Tales son los verdaderos hijos de Abraham Gal 3,7-29: constituyendo el cuerpo de Cristo 1Cor 12,12-27 han hallado en el nuevo Adán el fundamento y la fuente de su fraternidad.

3. El amor fraterno

El amor fraterno se practica en primer lugar en el seno de la comunidad creyente. Esta «filadelfia sincera» no es una mera filantropía natural: no puede proceder sino del «nuevo nacimiento» 1Pe 1,22s. No tiene nada de platónico, pues si trata de alcanzar a todos los hombres, se ejerce en el interior de la pequeña comunidad: huida de las disensiones Gal 5,15, apoyo mutuo Rom 15,1, delicadeza 1Cor 8,12. Este amor fraterno es el que consuela a Pablo a su llegada a Roma Act 28,15. En su epístola parece Juan haber dado a la palabra «hermano» una extensión universal que otras veces se reserva más bien a la palabra «prójimo». Pero su enseñanza es la misma y el autor sitúa netamente el amor fraterno en los antípodas de la actitud de Caín 1Jn 3,12-16, haciendo de él el signo indispensable del amor para con Dios 1Jn 2,9-12.

4. Hacia la fraternidad perfecta

Sin embargo, la comunidad de los creyentes no se realizó jamás perfectamente ya aquí en la tierra: en ella pueden hallarse indignos 1Cor 5,11, pueden introducirse falsos hermanos Gal 2,4s 2Cor 11,26. Pero sabe que un día el diablo, el acusador de todos los hermanos delante de Dios, será derrocado Ap 12,10. La comunidad, en tanto llega esta victoria final, que le permitirá realizarse con plenitud, da ya testimonio de que la fraternidad humana está en marcha hacia el hombre nuevo, por el que se suspiraba desde los orígenes.

Todos los derechos: Vocabulario de teología bíblica, X. Léon-Dufour

GLORIA

I. LA GLORIA EN GENERAL

En la Biblia hebraica la palabra que significa gloria implica la idea de peso. El peso de un ser en la existencia define su importancia, el respeto que inspira, su gloria. Para el hebreo, pues, a diferencia del griego y de nosotros mismos, la gloria no designa tanto la fama cuanto el valor real, estimado conforme a su peso.

Las bases de la gloria pueden ser las riquezas. A Abraham se le llama «muy glorioso» porque posee «ganado, plata y oro» Gen 13,2. La gloria designa también la elevada posición social que ocupa un hombre y la autoridad que le confiere. José dice a sus hermanos: «Contad a mi padre toda la gloria que tengo en Egipto» Gen 45,13. Job, arruinado y humillado, exclama: «¡Me ha despojado de mi gloria!» Job 19,9 29,1-25. Con el poder Is 8,7 16,14 17,3s 21,16 Jer 48,18, implica la gloria la influencia que irradia una persona. Designa el resplandor de la belleza. Se habla de la gloria del vestido de Aarón Ex 28,2.40, de la gloria del templo Ag 2,3.7.9 o de Jerusalén Is 62,2, de la «gloria del Líbano» 1s 35,1s 60,13.

La gloria es, por excelencia, patrimonio del rey. Dice, con su riqueza y su poder, el esplendor de su reinado Par 29,28 2Par 17,5. Salomón recibe de Dios «riqueza y gloria como nadie entre los reyes» 1Re 3,9-14 Mt 6,29. El hombre, rey de la creación, es «coronado de gloria» por Dios Sal 8,6.

II. CRÍTICA DE LA GLORIA HUMANA

El AT vio la fragilidad de la gloria humana: «No temas cuando se enriquece el hombre, cuando se acrecienta la gloria de su casa. Al morir no puede llevarse nada, su gloria no desciende con él» Sal 49,17s. La Biblia supo ligar la gloria a valores morales y religiosos Prov 3,35 20,3 29,23.

La obediencia a Dios está por encima de toda gloria humana Num 22,17s. En Dios se halla el único fundamento sólido de la gloria Sal 62,6.8. El sabio que ha meditado sobre la gloria efímera de los impíos, no quiere ya «tener» más gloria que a Dios: «En tu gloria me asumirás» Sal 73.24s. Esta actitud, llevada a su perfección, será la de Cristo. Cuando Satán le ofrezca «todos los reinos del mundo con su gloria», responderá Jesús: «Al Señor tu Dios adorarás y a él sólo rendirás culto» Mt 4,8ss.

III. LA GLORIA DE YAHVEH

La expresión «la gloria de Yahveh» designa a Dios mismo, en cuanto se revela en su majestad, su poder, el Resplandor de su santidad, el dinamismo de su ser. La gloria de Yahveh es, pues, epifánica. El AT conoce dos tipos de manifestaciones o de epifanías de la gloria divina: las altas gestas de Dios y sus apariciones.

1. Las altas gestas de Dios.

Dios manifiesta su gloria por sus deslumbrantes intervenciones, sus juicios, sus «signos» Num 14,22. Tal es por excelencia el milagro del mar Rojo Ex 14,18; tal, el del maná y de las codornices: «Por la mañana veréis la gloria de Yahveh» Ex 16,7. Dios viene en socorro de los suyos. La gloria es entonces casi sinónimo de salvación Is 35,1-4 44,23 Is 40,5 Lc 3,6. El Dios de la alianza pone su gloria en salvar y levantar a su pueblo; su gloria es su poder al servicio de su amor y de su fidelidad: «Cuando Yahveh reconstruya a Sión, se le verá en su gloria»     Sal 102,17 Ex 39,21-29. También la obra creadora manifiesta la gloria de Dios. «La gloria de Yahveh llena toda la tierra» Num 14.21; entre los fenómenos naturales, la tormenta es uno de los más expresivos de su gloria Sal 29,3-9 97,1-6.

2. Las apariciones de «la gloria de Yahveh».

En el segundo tipo de manifestaciones divinas la gloria, realidad visible Ex 16,10, es la irradiación fulgurante del Ser divino. De ahí la oración de Moisés: «¡Hazme, por favor, ver tu gloria!» Ex 33,18. En el Sinaí la gloria de Yahveh adoptaba el aspecto de una llama que coronaba la montaña Ex 24,15ss Dt 5,22ss. Moisés, por haberse acercado a ella en la nube, retorna «con la piel del rostro radiante» Ex 34,29 «con una gloria tal, dirá san Pablo, que los hijos de Israel no podían contemplarlo fijamente» 2Cor 3,7. Después del Sinaí, la gloria invade el santuario: «Será consagrado por mi gloria» Ex 29,43 40,34. Consiguientemente Israel está al servicio de la gloria Lev 9,6.23s, vive, camina y triunfa bajo su irradiación Num 16,1-17,15 1 20,1-13 40,36ss. Más tarde la gloria llenará el templo 1Re 8,10ss. Entre esta concepción local y cultual de la gloria y la concepción activa y dinámica hay una relación muy estrecha. En uno y otro caso Dios se revela presente a su pueblo para salvarlo, santificarlo y regirlo. El vínculo entre las dos nociones aparece claramente en la consagración del santuario. Dios dijo entonces: «Sabrán que yo, Yahveh, su Dios, soy quien los sacó del país de Egipto para permanecer entre ellos» Ex 29,46.

Isaías contempla la gloria de Yahveh bajo el aspecto de una gloria regia. El profeta ve al Señor, su trono elevado, la cola de su ropaje que llena el santuario, su corte de serafines que clama su gloria Is 6,1ss. Ésta es un fuego devorador, santidad que pone al descubierto la impureza de la criatura, su nada, su radical fragilidad. Sin embargo, no triunfa destruyendo, sino purificando y regenerando, y quiere invadir toda la tierra. Las visiones de Ezequiel dicen la libertad trascendente de la gloria, que abandona el templo Ez 11,22s y luego irradia sobre una comunidad renovada por el Espíritu 36,23ss 39,21-29.

La última parte del libro de Isaías une los dos aspectos de la gloria: Dios reina en la ciudad santa, a la vez regenerada por su poder e iluminada por su presencia: «¡Levántate y resplandece, que ya se alza tu luz, y la gloria de Yahveh resplandece para ti» Is 60,1. Jerusalén se ve «erigida en gloria en medio de la tierra» 62,7 Bar 5,3. De ella irradia la gloria de Dios sobre todas las naciones, que vienen a ella deslumbradas Is 60,3. En los profetas del exilio, en los salmos del reino, en los apocalipsis alcanza la gloria esta dimensión universal, de carácter escatológico: «Vengo a reunir las naciones de todas las lenguas. Ellas vendrán a ver mi gloria» 66,18s    Sal 97,6 Hab 2,14.

Sobre este fondo luminoso se destaca la figura «sin belleza, sin esplendor» Is 52,14 del personaje que, sin embargo, está encargado de hacer irradiar la gloria divina hasta las extremidades de la tierra: «Tú eres mi siervo, en ti revelaré mi gloria» 49,3.

IV. LA GLORIA DE CRISTO

La elevación esencial del NT está en el nexo de la gloria con la persona de Jesús. La gloria de Dios está totalmente presente en él. Siendo Hijo de Dios, es «el resplandor de su gloria, la efigie de su sustancia» Heb 1,3. La gloria de Dios está «sobre su rostro» 2Cor 4,6; de él irradia a los hombres 3.18. Él es «el Señor de la gloria» 1Cor 2,8. Su gloria la contemplaba ya Isaías y «de él hablaba» Jn 12,41. La gloria es una de las líneas de la revelación de la divinidad de Jesús.

1. Gloria escatológica.

La manifestación plenaria de la gloria divina de Jesús tendrá lugar en la parusía. «El Hijo del hombre vendrá en la gloria de su Padre con sus ángeles» Mc 8,38 Mt 24.30 25,31 y manifestará su gloria por la consumación de su obra, a la vez juicio y salvación. El NT está orientado hacia esta «aparición de la gloria de nuestro gran Dios y Salvador, Cristo Jesús» Tit 2,13s hacia la «gloria eterna en Cristo» 1Pe 5,10 a la que Dios nos ha llamado 1Tes 2,12 y que «ha sido revelada» 1Pe 5,1: «la ligera tribulación de un momento nos prepara, muy por encima de toda medida, un peso eterno de gloria» 2Cor 4,17. La creación entera aspira a la revelación de esta gloria Rom 8.19. Juan ve a la nueva Jerusalén descender del cielo bañada de claridad: «La gloria de Dios la ha iluminado y el cordero le sirve de lumbrera» Ap 21,23.

2. Gloria pascual.

Por la resurrección y la ascensión ha «entrado» ya Cristo Lc 24,26 en la gloria divina, que el Padre, en su amor, le había dado «antes de la creación del mundo» Jn 17,24 y que le pertenece como a Hijo al igual que al Padre. El Hombre-Dios fue tomado en la nube divina, arrebatado Act 1,9.11, «ensalzado en la gloria» 1Tim 3.16. «Dios lo resucitó… y le dio la gloria» 1Pe 1.21.

«Glorificó a su siervo Jesús» Act 3,13. Esta gloria, como la «gloria de Yahveh» en el AT, es esfera de pureza trascendente, de santidad, de luz, de poder, de vida. Jesús resucitado irradia esta gloria en todo su ser. Esteban ve al morir «la gloria de Dios y a Jesús de pie a la diestra de Dios» 7,55. Saulo queda deslumbrado y cegado por su «gloria luminosa» 22,11. En su comparación no es nada la gloria del Sinaí 2Cor 3,10. La gloria de Cristo resucitado deslumbra a Pablo como la luz de una nueva creación: «El Dios que dijo:;Brille la luz del seno de las tinieblas!, es el que ha brillado en nuestros corazones para hacer resplandecer el conocimiento de la gloria de Dios, que está en el rostro de Cristo» 4,6.

3. La gloria en el ministerio terrenal y en la pasión de Cristo.

La gloria de Dios se manifestó no sólo en la resurrección, sino en la vida, en el ministerio y en la muerte de Jesús. Los evangelios son doxofanías, sobre todo, entre los sinópticos, el de Lucas. En la escena de la anunciación, la venida del Espíritu Santo sobre María evoca el descenso de la gloria al santuario del AT Lc 1,35. En la natividad «la gloria del Señor» circunda de claridad a los pastores 2,9s. Esta gloria se transparenta en el bautismo de Jesús y en su transfiguración 9,32.35 2Pe 1,17s, en sus milagros, en su palabra, en la santidad eminente de su vida, en su muerte. Ésta no es sólo el pórtico que introduce al Mesías en su «gloria» Lc 24,26; los signos que la acompañan revelan en el crucificado mismo al «Señor de la gloria» 1Cor 2,8.

En Juan aparece todavía más explícita la revelación de la gloria en la vida y en la muerte de Jesús. Jesús es el Verbo encarnado. En su carne habita y se revela la gloria del Hijo único de Dios Jn 1,14.18. Se manifiesta desde el primer «signo» 2,11. Aparece en la unión trascendente de Jesús con el Padre que le envía, más todavía en su unidad 10,30. Las obras de Jesús son las obras del Padre que, en el Hijo, las «cumple» o realiza 14,10 y revela su gloria 11,40, luz y vida para el mundo. Esta gloria resplandece por encima de todo en la pasión. Ésta es la hora de Jesús, la más alta de las teofanías. Jesús se «consagra» a su muerte 17,19 con toda lucidez 13,1.3 18,4 19,28 por obediencia al Padre 14,31 y para gloria de su nombre 12,28. Hace libre don de su vida 10,18 por amor a los suyos 13,1. La cruz, transfigurada, se convierte en el signo de «la elevación» del Hijo del hombre 12,23.31. El Calvario ofrece a las miradas de todos 19,37 el misterio del YO SOY divino de Jesús 8,27. El agua y la sangre, que manan del costado de Cristo, simbolizan la fecundidad de su muerte, fuente de vida: tal es su gloria 7,37ss 19,34.36.

4. La gloria eclesial.

La glorificación de Cristo se consuma en los cristianos Jn 17,10. En ellos el sacrificio de Jesús da su fruto para gloria del Padre y del Hijo 12,24 15,8. El Espíritu Santo, enviado por el Padre y el Hijo es, con el agua y la sangre sacramentales 1Jn 5,7, el artífice de esta glorificación. Los cristianos entran por él en el conocimiento y en la posesión de las riquezas de Cristo Jn 16,14s 2Cor 1,22 5,5. La gloria de Cristo resucitado se refleja ya en ellos, transformándolos a su imagen «de gloria en gloria» 3,18 Col 1,10s 2Tes 1,12. Por el Espíritu queda transfigurado el mismo sufrimiento 1Pe 4,14.

5. El honor cristiano.

La conciencia de esta gloria engendra el sentimiento de la dignidad cristiana y del honor cristiano. Ya en el AT la grandeza de Israel consiste en ser el pueblo al que Dios ha revelado su gloria. A Israel «pertenece la gloria» Rom 9,4. Dios es «su gloria» Sal 106,20. La fidelidad a Dios se matiza ya en Israel con un sentido religioso del honor. El mandamiento divino es la gloria de Israel Sal 119,5s, la idolatría, su suprema degradación, como su supremo pecado: Israel «cambia» entonces «su gloria por el ídolo» Sal 106,20. En medio de un mundo que se había perdido por no querer dar a Dios la gloria que le es debida Rom 1,21s, los cristianos saben que ellos son «ciudadanos de los cielos» Flp 3,20; «resucitados con Cristo» Col 3,1, «brillan como focos de luz» Flp 2,15s. Su honor consiste en que «los hombres, viendo sus buenas obras, glorifiquen a su Padre, que está en los cielos» Mt 5,16. Ante la gloria del nombre cristiano desaparece todo sentimiento de inferioridad social: «El hermano de humilde condición se gloriará en su exaltación, y el rico en su humillación» Sant 1,9, pues no hay lugar para «consideraciones de personas» Sant 2,1ss. El sentimiento del orgullo cristiano se extiende hasta el cuerpo, en el que los cristianos deben «glorificar a Dios» 1Cor 6,15.19s. Finalmente, padecer por el nombre cristiano es una gloria 1Pe 4,15s. La ambición del honor mundano es, según san Juan, la que ha cerrado a más de uno el acceso a la fe Jn 5,44 12,43. Jesús, en cambio, indiferente a la gloria de los hombres 5,41, «despreció la infamia de la cruz» Heb 12,2. Su único honor consistía en cumplir su misión, «no buscando su gloria», sino «la gloria del que le ha enviado» Jn 7,18, dejando su honor en las solas manos de su Padre 8,50.54.

V. LA ALABANZA DE LA GLORIA

El deber del hombre es reconocer y celebrar la gloria divina. El AT canta la gloria del creador, rey, salvador y santo de Israel Sal 147,1. Deplora el pecado que la empaña Is 52,5 Ez 36,20ss Rom 2,24. Arde en deseos de verla reconocida por todo el universo Sal 145,10s 57,6.12.

En el NT la doxología tiene por centro a Cristo. «Por él decimos nuestro amén a la gloria de Dios» 2Cor 1,20. Por él asciende «al Dios solo sabio… la gloria por los siglos de los siglos» Rom 16,27 Heb 13,15. A Dios se le da gloria por su nacimiento Lc 2,20, por sus milagros   Mc 2,12. y por su muerte Lc 23,47. Las doxologías jalonan el progreso de su mensaje Act 11,18 13,48 21,20, como van puntuando las exposiciones dogmáticas de Pablo Gal 1,3s. Las doxologías del Apocalipsis recapitulan en una liturgia solemne todo el drama redentor Ap 15,3s. Finalmente, como la Iglesia es «el pueblo que Dios ha adquirido para alabanza de su gloria»   Ef 1,14, al Padre se da «gloria en la Iglesia y en Cristo Jesús por todas las edades y por todos los siglos» 3,21.

A la doxología litúrgica añade el mártir la doxología de la sangre. El creyente, «despreciando la muerte hasta morir» Ap 12,11, profesa así que la fidelidad a Dios está por encima de toda gloria y todo valor humano. Como Pedro, al precio de su sangre «glorifica a Dios» Jn 21,18.

La última doxología, al final de la historia, es el canto de las «bodas del cordero» Ap 19,7. La esposa aparece vestida de «una túnica de lino de una blancura resplandeciente» 19,8. En el fuego de la «gran tribulación» la Iglesia se ha ataviado para las bodas eternas con la única gloria digna de su esposo, las virtudes, las ofrendas, los sacrificios de los santos.

No obstante, la gloria de la esposa le viene enteramente del esposo. En su sangre se han «blanqueado» las túnicas de los elegidos 7,14 15,2, y si la esposa lleva este deslumbrante atavío, es porque «le ha sido dado» hacerlo así 19,8. Se ha dejado revestir día tras día por las «buenas obras que Dios ha preparado de antemano para que las practiquemos» Ef 2,10. En el amor de Cristo está el origen de esta gloria; en efecto, «Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella…; quería presentársela a sí mismo toda resplandeciente de gloria, sin mancha ni arruga ni cosa semejante, sino santa e inmaculada» 5,25.27. En este misterio de amor y de santidad se consuma la revelación de la gloria de Dios.

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