Carisma

La palabra carisma es un calco del griego kharisma, que significa «don gratuito» y se relaciona con la misma raíz que kharis, «gracia». En el NT no tiene siempre la palabra un sentido técnico. Puede designar todos los dones de Dios, que son sin arrepentimiento (Rom 11,29), particularmente ese «don de gracia» que nos viene por Cristo (Rom 5,15s) y que florece en vida eterna (Rom 6, 23). En Cristo, en efecto, Dios nos ha «colmado de gracia» (Ef 1,6: kharito-ó) y nos «otorgará toda suerte de dones» (Rom 8,32: knarizó). Pero el primero de estos dones es el Espíritu Santo mismo, que se derrama en nuestros corazones y pone en ellos la caridad (Rom 5,5; cf. 8,15). El uso técnico de la palabra kharisma se entiende esencialmente en la perspectiva de esta presencia del Espíritu, que se manifiesta por todas suertes de «dones gratuitos». El uso de estos dones plantea problemas que se examinan sobre todo en las epístolas paulinas.

I. LA EXPERIENCIA DE LOS DONES DEL ESPÍRITU. Ya en el AT, la presencia del Espíritu de Dios se manifestaba en los hombres a los que inspiraba, por dones extraordinarios, que iban de la clarividencia profética (1Re 22, 28) a los arrobamientos (Ez 3,12) y a los raptos misteriosos (1Re 18,12). En un orden más general, Isaías relacionaba también con el Espíritu los dones prometidos al Mesías (Is 11,2), y Ezequiel, el cambio de los corazones humanos (Ez 36,26s), mientras que Joel anunciaba la universalidad de su efusión sobre los hombres (J1 3,1s). Hay que tener presentes estas promesas escatológicas para comprender la experiencia de los dones del Espíritu en la Iglesia primitiva, que es, en efecto, la realización de las mismas.

1. En los Hechos de los apóstoles se manifiesta el Espíritu el día de pentecostés cuando publican los apóstoles en todas las lenguas las maravillas de Dios (Act 2,4.8-11), conforme a las Escrituras (2,15-21). Es la señal de que Cristo, exaltado por la diestra de Dios, ha recibido del Padre el Espíritu prometido y lo ha derramado sobre los hombres (Act 2,33). En lo sucesivo la presencia del Espíritu se muestra de diferentes maneras: por la repetición de los signos de pentecostés (Act 4, 31. 10,44ss), particularmente después del bautismo y de la imposición de las manos (Act 8,17s; 19,6); por la acción de los profetas (11,27s; 15, 32. 21,10s), de los doctores (13,1s), de filos anunciadores del Evangelio (6,8ss); por los milagros (6,8; 8, 5ss) y las visiones (7,55). Estos carismas particulares son otorgados en primer lugar a los apóstoles, pero también se encuentran entre las gentes de su contorno, a veces en conexión con el ejercicio de ciertas funciones oficiales (Esteban, Felipe, Bernabé), siempre destinados al bien de la comunidad, que crece bajo el influjo del Espíritu Santo.

2. En las iglesias paulinas, los mismos dones del Espíritu Santo forman parte de la experiencia corriente. La predicación del Apóstol va acompañada de Espíritu y de obras de poder, es decir, de milagros (1Tes 1,5; 1Cor 2,4); él mismo habla en lenguas (1Cor 14,18) y tiene visiones (2Cor 12,1-4). Las comunidades reconocen que se les ha dado el Espíritu, en las maravillas que realiza en su seno (Gál 3,2-5), en los dones más diversos que les otorga (1Cor 1,7). Pablo, desde el comienzo de su apostolado, tiene en alta estima estos dones del Espíritu; únicamente se preocupa de discernir cuáles son auténticos: «No apaguéis al Espíritu, no despreciéis las profecías. Probadlo todo y quedaos con lo bueno. Absteneos hasta de la apariencia de mal» (1Tes 5,19-22). Estos consejos se ampliarán más cuando se enfrente Pablo con el problema pastoral planteado por los carismas.

II. LOS CARISMAS EN LA IGLESIA. El problema se planteó en la comunidad de Corinto debido a la práctica intemperante de «hablar en lenguas» (1Cor 12-14). Este entusiasmo religioso, que se traduce por discursos «en diversas lenguas» (cf. Act 2,4), no carece de ambigüedad. La embriaguez causada por el Espíritu se expone a ser confundida por los espectadores con la embriaguez del vino (Act 2,13), y hasta con la extravagancia de la locura (1Cor 14,23). Semejante en apariencia a los transportes entusiastas que practican los paganos en ciertos cultos orgiásticos, puede incluso arrastrar a inconsecuencias a los fieles que no distinguen la influencia del Espíritu divino de sus falsificaciones (1Cor 12,1ss). Pero Pablo, al zanjar esta cuestión práctica, eleva el debate y propone una doctrina muy general.

1. Unidad y diversidad de los carismas. Los dones del Espíritu son de lo más diversos, como son diversos los ministerios en la Iglesia y las operaciones de los hombres. Lo que constituye su unidad profunda es el venir del único Espíritu, como los ministerios vienen del único Señor, y las operaciones del único Dios (1Cor 12,4ss). Los hombres son, cada uno según su carisma, los administradores de una gracia divina única y multiforme (1Pe 4,10). La comparación del cuerpo humano sirve para entender más fácilmente la referencia de todos los dones divinos al mismo fin: son dados con miras al bien común 1Cor 12,7); todos juntos concurren a la utilidad de la Iglesia, cuerpo de Cristo, así como todos los miembros concurren al bien del cuerpo humano, cada uno según su función (12,12-27). La distribución de los dones es a la vez asunto del Espíritu (12,11) y asunto de Cristo, que da la gracia divina como bien le parece (Ef 4,7-10). Pero en el uso de estos dones cada cual debe pensar ante todo en el bien común.

2. Clasificación de los carismas. Pablo no se preocupó de darnos una clasificación razonada de los carismas, aun cuando los enumera repetidas veces (1Cor 12,8ss28ss; Rom 12,6ss; Ef 4,11; cf. 1Pe 4,11). Pero es posible reconocer los diferentes campos de aplicación en que hallan lugar los dones del Espíritu. En primer lugar ciertos carismas son relativos a las funciones del ministerio (cf. Ef 4,12): los de los apóstoles, de los profetas, de los doctores, de los evangelistas, de los pastores (1Cor 12,28; Ef 4,11). Otros conciernen a las diversas actividades útiles a la comunidad: servicio, enseñanza, exhortación, obras de misericordia (Rom 12,7s), palabra de sabiduría o de ciencia, fe eminente, don de curar o de obrar milagros, hablar en lenguas, discernimiento de los espíritus (1Cor 12,8ss)…

Estas operaciones carismáticas, que manifiestan la presencia activa del Espíritu, no constituyen evidentemente funciones eclesiásticas particulares, y se las puede hallar en los titulares de otras funciones: así Pablo, el Apóstol, habla en lenguas y obra milagros. La profecía se menciona unas veces como una actividad abierta a todos (1Cor 14,29ss. 39ss) y otras se la presenta como una función (1Cor 12,28; Ef 4,11). Las vocaciones particulares de los cristianos están igualmente fundadas en los carismas: uno es llamado al celibato, otro recibe otro don (1Cor 7,7). Finalmente, la práctica de la caridad, esta primera virtud cristiana, es también un don del Espíritu Santo (1Cor 12,31-14,1). Como se ve, los carismas no son cosa excepcional, aun cuando algunos de ellos sean dones fuera de serie, como el poder de hacer milagros. Toda la vida de los cristianos y todo el funcionamiento de las instituciones de Iglesia depende enteramente de ellos. De esta forma gobierna el Espíritu de Dios al nuevo pueblo, sobre el que se ha derramado en abundancia, dando a los unos poder y gracia para desempeñar sus funciones, a los otros poder y gracia para responder a su vocación propia y para ser útiles a la comunidad, a fin de que se edifique el cuerpo de Cristo (Ef 4,12).

3. Reglas de uso. Si es necesario no «apagar el Espíritu», hay, sin embargo, que comprobar la autenticidad de los carismas (1Tes 5,19s). Este discernimiento, que es también fruto de la gracia (1Cor 14,10), es esencial. Pablo y Juan sientan sobre este punto una primera regla que da un criterio absoluto: los verdaderos dones del Espíritu se reconocen en que uno confiesa que Jesús es el Señor (1Cor 12,3), que Jesucristo, venido en la carne, es de Dios (iJn 4,1ss). Esta regla permite eliminar a todo falso profeta que esté animado del espíritu del anticristo (1Jn 4,3; cf. 1Cor 12,3). Además, el uso de los carismas debe subordinarse al bien común; así debe respetar su jerarquía. Las funciones eclesiásticas se clasifican según cierto orden de importancia, en cabeza del cual se hallan los apóstoles (1Cor 12,28; Ef 4,11). Las actividades a que pueden aspirar todos los fieles deben ser también apreciadas, no según su carácter espectacular, sino según su utilidad efectiva. Todos deben buscar primero la caridad, luego los otros dones espirituales. Entre éstos, la profecía viene en primer lugar (1Cor 14,1). Pablo se detiene largamente a mostrar su superioridad sobre el hablar en lenguas, porque, en tanto el entusiasmo religioso se manifiesta en forma ininteligible, la comunidad no es edificada por ello; ahora bien, la edificación de todos es lo esencial (1Cor 14,2-25). Incluso los carismas auténticos deben someterse a reglas prácticas para que reine el buen orden en las asambleas religiosas (1Cor 14,33). Así Pablo da a la comunidad de Corinto consignas que se han de observar estrictamente (1Cor 14,26-38).

4. Los carismas y la autoridad eclesiástica. Esta intervención del Apóstol en un terreno en que se manifiesta la actividad del Espíritu, muestra que en todo estado de cosas los carismas están sometidos a la autoridad eclesiástica. Mientras están en vida los apóstoles, su poder en esta materia viene del hecho de que el apostolado es el primero de los carismas. Pero, después de ellos, también sus delegados participan de la misma autoridad, como lo muestran las consignas recogidas en las epístolas pastorales (particularmente 1Tim 1,18-4,16). Es que estos mismos delegados han recibido un don particular del Espíritu por la imposición de las manos (1Tim 4,14; 2Tim 1,6). Si no pueden poseer el carisma de los apóstoles, no por eso carecen de un carisma de gobierno, que les confiere el derecho de prescribir y de enseñar (1Tim 4,11) y que nadie debe despreciar (1Tim 4,12). Así en la Iglesia todo está sometido a una jerarquía de gobierno, la cual también es de orden carismático.

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