Conocimiento

Como en tantos otros puntos básicos de su filosofía, J. de la Cruz sigue la doctrina escolástica basada en la teoría de la abstracción. La da por descontada sin detenerse a explicarla ni exponerla directa y sistemáticamente. Es uno de los fundamentos de su sistema de pensamiento, que el lector debe tener siempre presente. Lo afirma explícitamente al “declarar” el “fin y el estilo que Dios tiene” en comunicarse a las almas. Hay que recordar tres cosas: que “las obras que son hechas, de Dios son ordenadas”; que Dios “dispone todas las cosas con suavidad”; que “Dios mueve todas las cosas al modo de ellas”. Siendo esto así –añade el Santo– “está claro que para mover Dios al  alma y levantarla” a su divina  unión lo ha de hacer “ordenada y suavemente y al modo de la misma alma” (S 2,17,2).

En la explicación de este “modo” J. de la Cruz se apela a la mencionada teoría abstractiva del conocimiento: “Como quiera que el orden que tiene el alma de conocer sea por las formas e imágenes de las cosas criadas, y el modo de su conocer y saber sea por los sentidos, de aquí es que para levantar Dios al alma al sumo conocimiento, para hacerlo suavemente ha de comenzar y tocar desde un fin a otro fin y extremo de los sentidos del alma, para así irla llevando al modo de ella hasta el otro fin de su sabiduría espiritual, que no cae en sentido. Por lo cual, la lleva primero instruyendo por formas e imágenes y vías sensibles a su modo de entender, ahora naturales, ahora sobrenaturales, y por discursos, a ese sumo espíritu de Dios” (S 2,17,3).

En estos principios se basan precisamente los esquemas propuestos para organizar las diversas formas de conocimiento con sus correspondientes aprehensiones, especies, formas, ideas o noticias (términos sustancialmente idénticos en su pluma) en los sentidos exteriores e interiores y en las potencias del alma. Aunque el conocimiento pertenece directamente al entendimiento, en cuanto activo y pasivo o posible (CB 1415-14; 39,14), exige interconexión con las otras potencias, extendiendo el cuadro noématico también a la memoria y a la voluntad, por lo menos en el plano de la mística (S 2,10; 3,2; 3,16, etc.).

I. Grados y formas

En su sentido más amplio conocimiento es lo mismo que  noticia o novedad, que ilumina y enriquece la inteligencia. Conocer es ver con el entendimiento a semejanza de lo que sucede con la vista corporal del ojo; ver claro es lo propio del entendimiento (S 2,26,11), como amar lo es para la voluntad. La correlación entre conocer y amar, conocimiento y amor, engloba toda la actividad humana. Esta se explicita en dos planos distintos, pero convergentes y complementarios: uno  natural y otro  sobrenatural. Sobrenatural para J. de la Cruz es todo aquello que supera la capacidad natural del hombre en todas sus dimensiones y niveles. Para el conocimiento natural “basta tener el ánimo libre de las pasiones del alma” (S 2,21,8).

El conocimiento, por razón de su objeto y de su procedencia, es material o espiritual, sensitivo o intelectual. En el vocabulario sanjuanista se contraponen también el conocimiento natural y el conocimiento espiritual. Este se toma en doble sentido: como descubrimiento del valor espiritual de las cosas (S 2,26,12) y como “conocimiento de espíritus”, correspondiente a la categoría tradicional del “discernimiento de espíritus”, es decir, la gracia “gratis data” o carisma paulino (S 2,26,12.14).

El conocimiento sobrenatural comprende todas las noticias o inteligencias recibidas infusamente de Dios; se compendian, en cierto sentido, en la contemplación mística. Los esquemas generales sobre las “aprehensiones sobrenaturales” recogen todas las formas concretas estudiadas analíticamente por J. de la Cruz (S 2,10; 3,2; 3,16-17). Asumiendo formulaciones de la tradición patrística, especialmente agustiniana, distingue dos formas de acceder al conocimiento de Dios y sus misterios: la noticia matutina y esencial, que es conocimiento en el Verbo, y la noticia vespertina, “que es sabiduría de Dios en sus criaturas y obras y ordenaciones admirables” (CB 36,6; cf. 37,2.4.6-8; 39,2.6). La misma idea, con otras expresiones menos técnicas, aparece en el texto siguiente: “Conocer por Dios las criaturas, y no las criaturas por Dios, que es conocer los efectos por su causa y no la causa por los efectos, que es conocimiento trasero, y esotro esencial” (LlB 4,5).

Repetida con insistencia la correlación entre conocer y amar, conocimiento y amor, J. de la Cruz adopta postura decidida en la vieja discusión sobre la posibilidad de amar sin conocer. En tres ocasiones se plantea el problema resolviéndolo siempre en el mismo sentido. Conoce que hay opiniones contrastantes, pero mantiene firme su tesis: “Es de saber, acerca de lo que algunos dicen que no puede amar la voluntad sino lo que primero entiende el entendimiento, hase de entender naturalmente, porque por vía natural es imposible amar si no se entiende primero lo que se ama; mas por vía sobrenatural bien puede Dios infundir amor y aumentarle sin infundir ni aumentar distinta inteligencia” (CB 26,8). Esta tesis formulada ya en la primera redacción del CE (CA 17,6) permanece inalterada en los escritos posteriores (N 2,17,7) hasta en la segunda escritura del CE y de la Llama.

El paralelismo con el texto copiado del CB es perfecto, aunque el contexto literario es notablemente diferente: “Dirás que si el entendimiento no entiende distintamente, la voluntad estará ociosa y no amará … La razón es porque la voluntad no puede amar si no es lo que entiende el entendimiento. Verdad es esto, mayormente en las operaciones y actos naturales del alma, en que la voluntad no ama sino lo que distintamente entiende el entendimiento, pero en la contemplación de que vamos hablando, por la cual Dios… infunde de sí en el alma, no es menester que haya noticia distinta, ni que el alma haga actos de inteligencia; porque en un acto le está Dios comunicando luz y amor juntamente, que es noticia sobrenatural amorosa, que podemos decir es como luz caliente, que calienta, porque aquella luz juntamente enamora” (LlB 3,49). Es oportuno recordar que la doctrina sobre la “noticia general confusa y amorosa” es punto clave en la síntesis sanjuanista.

II. Plano espiritual: el conocimiento propio

Lo que interesa a J. de la Cruz en materia de conocimiento no es disertar sobre la problemática filosófica del mismo, sino señalar pedagógicamente lo que representa y vale el “conocimiento de sí y de las cosas” para ir al conocimiento de Dios. Lo demás es simple soporte explicativo y justificativo. En el ámbito espiritual, que le es propio, el Santo arranca de la idea agustiniana del conocimiento propio como paso previo al conocimiento de Dios. Una vez que el alma está bien dispuesta para ir a Dios tiene que ahondar “en el conocimiento de sí, que es lo primero que tiene que hacer para ir al conocimiento de Dios” (CB 4,1). Del conocimiento de sí, asegura en otra parte, “como de fundamento sale esotro conocimiento de Dios, que por eso decía san Agustín a Dios: ‘Conózcame yo, Señor a mí, y conocerte he a ti” (N 1,12,5).

Otro escalón o paso sucesivo en el acercamiento a Dios es “la consideración de las criaturas … para ir conociendo a Dios, considerando su grandeza y excelencia por ellas” (ib.) . La autoridad paulina (Rom.1,20) le sirve para demostrar cómo a través de la creación se llega al conocimiento del Creador, confirmándolo de nuevo con la doctrina agustiniana, según la cual “la pregunta que el alma hace a las criaturas es la consideración que en ellas hace del Criador de ellas” (ib. y toda la canción 4ª).

El autoconocimiento conduce necesariamente a comprender la infinita distancia que separa al hombre de Dios. Solamente el amor puede salvar tal distancia, pero a condición de que supere todo egoísmo y se vuelva entero en Dios. La correlación entre el puro amor de Dios y el propio conocimiento queda formulada así: “El estado de perfección, que consiste en perfecto amor de Dios y desprecio de sí, no puede estar sino en estas dos partes: que es conocimiento de Dios y de sí mismo”. Por lo tanto –razona J. de la Cruz– “de necesidad ha de ser el alma ejercitada primero en el uno y en el otro” (N 2,18,4).

Como quiera que el conocimiento de sí lleva a la constatación de la propia miseria, afinando la sensibilidad espiritual, por necesidad causa pena, aflicción y tormento, convirtiéndose en instrumento de purificación (S pról. 5). Contrario a éste es el autoconocimiento superficial, que termina “en propia estimación y vana presunción”, como acontece en quienes “piensan que basta cierta manera de conocimiento de su miseria, estando juntamente con esto llenos de oculta estimación y satisfacción de sí mismos, agradándose más de su espíritu y bienes espirituales que del ajeno, como el fariseo” (S 3,9,2).

El empeño activo en el propio conocimiento sirve para purificar la autoestima, pero la catarsis auténtica es más bien fruto de la acción divina. “Este es el primero y principal provecho que causa esta seca y oscura noche de contemplación: el conocimiento de sí y de su miseria” (N 1,12,2). Ese radical reconocimiento no se consigue hasta que no llegan las pruebas permitidas o enviadas por Dios. Hasta entonces el hombre no conoce la auténtica verdad de sí, porque en el tiempo de fiesta, cuando encuentra en Dios “mucho gusto y consuelo y arrimo”, anda muy satisfecho y contento, pareciéndole que en algo sirve al Señor; “porque esto, aunque entonces expresamente no lo tenga en sí, a lo menos en la satisfacción que halla en el gusto, se le asienta algo de ello y ya puesta en estotro traje de trabajo, de sequedad y desamparo, oscurecidas sus primeras luces, tiene más de veras éstas en esta tan excelente y necesaria virtud del conocimiento propio, no se teniendo en nada ni teniendo satisfacción ninguna de sí; porque ve que de suyo no hace nada ni puede nada” (N 1,12,2).

Con razón afirma J. de la Cruz que los provechos espirituales más exquisitos de la purificación, “como de su fuente y origen del conocimiento propio proceden” (ib). Su acción directa es destruir la soberbia, alumbrando la verdadera humildad (S 2,12,7.8). Todo el proceso catártico se identifica o concentra, hasta cierto punto, en esa labor de la llama consumiendo cualquier resabio de vanagloria. Hasta llegar a la verdadera unión de amor, cuando esa llama, “reficionadora y pacífica”, es para el alma “consumidora y argüidora, haciéndola desfallecer y penar en el conocimiento propio”, porque la “pone miserable y amarga en luz espiritual que le da de propio conocimiento” (LlB 1,19).

En la visión sanjuanista todo está relacionado a la “noche” como proceso catártico que culmina en la luz, ya que “alumbra Dios al alma, no sólo dándole conocimiento de su bajeza y miseria … sino también de la grandeza y excelencia de Dios” (N 1,12,4). Solamente el alma purificada por el propio conocimiento “tendrá luz para ver y conocer los bienes de Dios” (N 2,13,10). Advierte el Santo que por muy alto que sea ese conocimiento en esta vida será muy remoto y lejano en comparación con el de la otra (CB 1,7.11; 6,5; LlB 4,17).

Eulogio Pacho

Ciervo

Entre los símbolos sanjuanistas procedentes del bestiario, el del ciervo tiene relativa amplitud y variedad de connotaciones. Arrancan de la Biblia (Sal 42,2-3; Cant 2,7: 2,9; 3,5) con citas explícitas, pero se colorean con las figuraciones de la literatura profana. Excepto la cita bíblica de la Noche (2,20,1), el símil del ciervo es exclusivo del Cántico y de la Llama; en ésta con sólo tres presencias. En realidad, la referencia de Noche procede del apócrifo tomista De decem gradibus amoris, donde se dice que el “ciervo es raudo”. Sin embargo, la ampliación del Santo acoge una de las facetas del símil más repetidas en el Cántico. Las variantes principales del simbolismo del ciervo son las siguientes.

a) La más general se limita a destacar la “ligereza” o “presteza” del ciervo en su huida en busca de seguridad y soledad. Es la aplicación a Dios,

Esposo del alma, que ha huido de ella con presteza de ciervo (“como el ciervo huiste”), cuando la esposa creía tenerle ya presente (CB 1,15-16.19). El alma ha quedado herida de su amor y decide salir en su busca. Es oportuno notar que en este caso no se establece relación simbólica entre la herida del alma y la presteza o velocidad del ciervo, precisamente por la inversión de planos. Lo habitual o normal es que el ciervo-cierva se identifique con el  alma, no con Dios, como sucede en las otras aplicaciones.

b) La segunda establece precisamente la relación ciervo / cierva-alma. Cuando ésta se halla herida o “tocada de la yerba del amor”, se encuentra en la misma situación que el ciervo “cuando está herido con yerba: no descansa ni sosiega, buscando por acá y por allá remedios, ahora engolfándose en unas aguas, ahora en otras … así el alma que está tocada del amor” (CB 9,1). Prolongando esta versión del símbolo, añade en otros lugares que la búsqueda del agua refrigeradora se hace “con gran prisa”, a toda velocidad (CB 13,9; LlB 3,19), la misma que siente el alma de hallar al Amado.

c) Íntimamente relacionada con esta versión del símbolo está otra, según la cual el ciervo tiene la “propiedad de subirse a los lugares altos” (CB 13,9), por lo cual puede representar a Dios cuando comienza a mostrarse al alma por la contemplación (CB 13,2), ya que ésta es precisamente como un “otero” o “puesto alto por donde Dios en esta vida se comienza a comunicar al alma y mostrársele, mas no acaba” (CB 13,10).

d) La versión más alejada del núcleo a que hacen referencia las anteriores aplicaciones es la que establece comparación entre la potencia o tendencia concupiscible y el ciervo. La potencia del apetecer –escribe el Santo– tiene dos efectos: uno de cobardía y otro de osadía. “Los efectos de cobardía ejercita cuando las cosas no las halla para sí convenientes, porque entonces se retira, encoge y acobarda. Y en estos efectos es comparada a los ciervos; porque así como tienen esta potencia concupiscible más intensa que otros animales, así son más cobardes y encogidos” (CB 20-21,6).

Mientras las anteriores figuraciones sanjuanistas hallan refrendo contextual en la Biblia y en la tradición literaria profana, especialmente el “topos” del ciervo herido con la flecha-yerba envenenada, no ha podido localizarse fuente alguna que explique esta última figuración. Es chocante la afirmación sanjuanista de que el ciervo tiene más intensa la “potencia concupiscible” que otros animales.

BIBL. — CISTÓBAL CUEVAS, “El bestiario simbólico en el Cántico espiritual”, en el vol. Simposio sobre san Juan de la Cruz, Ávila 1986, p. 183-185.

Eulogio Pacho

Ciencia

La noción general que subyace en los escritos sanjuanistas concuerda con la propuesta por la tradición escolástica. No ofrece, por ello, una exposición directa y sistemática. Aporta algunos matices peculiares que conviene tener en cuenta para la comprensión de su síntesis.

Ante todo, que relaciona y contrapone frecuentemente ciencia a  experiencia y a sabiduría (S, pról. 1.3; LlB 1,5, etc.), aludiendo al diferente mecanismo del conocimiento en cada una de estas categorías: intuición en la experiencia, especial infusión en la sabiduría y discurso o razonamiento en la ciencia. En los tres casos se trata de un enriquecimiento del entendimiento.

En otro sentido, la ciencia se presenta como luz o iluminación del mismo entendimiento. Es natural si no interviene elemento alguno que sobrepase la capacidad del hombre; al conocimiento o ciencia natural se contrapone la luz proveniente de la fe, que es conocimiento sobrenatural (S 2,3,1.3.4). Aunque puede hablarse de un “don de ciencia” natural, cuando se entiende en su recto sentido, habitualmente se trata de un don sobrenatural, una gracia “gratis data” (S 3,30,14).

La contraposición entre ciencia y fe se establece en razón de su procedencia u origen, ya que el contenido de la fe se resuelve en última instancia en luz y conocimiento. Tomando postura decidida en el viejo problema de la relación entre el amor y el conocimiento, afirma el Santo que en el plano sobrenatural basta “la fe infusa por ciencia de entendimiento, mediante la cual infunde Dios caridad y la aumenta, y el acto de ella, que es amar más, aunque no aumente la noticia” (CB 26,8).

En el mismo plano del conocimiento sobrenatural, sanjuanísticamente puede considerarse ciencia la contemplación mística, que “es ciencia de amor, la cual … es noticia infusa de Dios amorosa” (N 2,17,6). Como es sabido, la doctrina sobre la  noticia amorosa domina el panorama del magisterio sanjuanista. Sus abundantes variaciones en todas las obras no alteran la visión fundamental de esa gozosa realidad hecha de luz y amor (CB 25,5; 27,5; 36,10.13). En cuanto sabiduría mística pertenece al ámbito de la fe, por lo mismo, es “un entender no entendiendo” (CB 26, 8.13.16). Implica un proceso noético o cognoscitivo diverso del natural (CB 1415,14; 39, 12-134) y se vuelve sabiduría de Dios, es decir, visión de las cosas a la luz de Dios. Frente a ella, la sabiduría del mundo es pura ignorancia (CB 26,13-17).

A fin de cuentas, es a este supremo saber a lo que ha de conducir, en la óptica sanjuanista, toda ciencia humana, porque “delante de lo que es saber a Dios”, todo lo demás “es como no saber, porque donde no se sabe a Dios, no se sabe nada” (CB 26,13).

Eulogio Pacho

Centro

En el vocabulario sanjuanista el centro sustituye a lo que en la tradición mística de Occidente, especialmente norteña, suele designarse con el término “hondón”, traducido por el Santo habitualmente por “fondo” o “más profundo centro”. Siguiendo las teorías físicas de su tiempo, tal como las había codificado la escolástica, el centro se relaciona natural y necesariamente con la “esfera”, y corresponde al punto en el que convergen todos los radios. En la esfera del cosmos todo tiende naturalmente al centro, como la piedra que rueda o el fuego que “siempre sube hacia arriba, con apetito de engolfarse en centro de su esfera” (N 2,20,6).

Estas ideas elementales, trasladadas al ámbito espiritual, le sirven a J. de la Cruz para ilustrar su doctrina. Arranca de una definición descriptiva del centro: “En las cosas, aquello llamamos centro más profundo que es a lo que más puede llegar su ser y virtud y la fuerza de su operación y movimiento, y no puede pasar de allí” (LlB 1,11). La fuerza y movimiento impulsan naturalmente las cosas hacia el centro, cualquiera que sea su dirección: “Así como el fuego o la piedra que tiene virtud y movimiento natural y fuerza para llegar al centro de su esfera, y no pueden pasar de allí ni dejar de llegar ni estar allí, si no es por algún impedimento contrario o violento”. Prosigue la ejemplificación con estas observaciones: “Según esto, diremos que la piedra, cuando en alguna manera está dentro de la tierra, aunque no sea en lo más profundo de ella, está en su centro de alguna manera, porque está dentro de la esfera de su centro y actividad y movimiento, pero no diremos que está en el más profundo de ella, que es el medio de la tierra; y así siempre le queda virtud y fuerza e inclinación para bajar y llegar hasta el más último y profundo centro, si se le quita el impedimento de delante, y, cuando llegare y no tuviere de suyo más virtud e inclinación para más movimiento, diremos que está en el más profundo centro suyo” (LlB 1,11).

Habiendo advertido poco antes el Santo que “el alma, en cuanto espíritu, no tiene alto ni bajo, ni más profundo, ni menos profundo en su ser, como tienen los cuerpos cuantitativios” (ib. n. 10), se ve obligado a justificar su apelación a este vocabulario; insiste por ello en la diferencia entre el espíritu y los cuerpos físicos. En el alma no hay partes, “no tiene más diferencia dentro que fuera, que toda ella es de una manera y no tiene centro de hondo y menos hondo cuantitativo; porque no puede estar en una parte más ilustrada que en otra, como los cuerpos físicos, sino toda de una manera, en más o en menos, como el aire que todo está de una manera ilustrado y no ilustrado en más o en menos” (LlB 1,10).

La posibilidad de adaptar el léxico de la física al espíritu y la validez del mismo está precisamente en la idea del centro del alma. “El centro del alma es Dios, al cual cuando ella hubiere llegado, según toda la capacidad de su ser y según la fuerza de su operación e inclinación, habrá llegado al último y más profundo centro suyo en Dios” (LlB 1,12). Estirando la analogía con lo que antes dijo del más o menos profundo centro de los cuerpos físicos, añade: “Cuando no ha llegado a tanto como esto, cual acaece en esta vida mortal (en que no puede el alma llegar a Dios según todas sus fuerzas) aunque esté en su centro, que es Dios, por gracia y por comunicación suya que con ella tiene, por cuanto todavía tiene movimiento y fuerza para más, no está satisfecha, aunque esté en el centro, no empero en el más profundo, pues puede ir todavía al más profundo de Dios” (ib.). Se repite, en el fondo, la idea agustiniana del “amor meus, pondus meus”.

Que mientras peregrina en el mundo, el alma pueda ir siempre más hacia Dios, su centro, se explica precisamente porque nunca se agota esa fuerza y virtud, que es el amor. Lo señala explícitamente J. de la Cruz: “Es de notar que el amor es inclinación del alma y la fuerza y virtud que tiene para ir a Dios, porque mediante el amor se une el alma con Dios, y así cuantos más grados de amor tuviere, tanto más profundamente entra en Dios y se concentra con él. De donde podemos decir que cuantos grados de amor de Dios el alma puede tener, tantos centros puede tener en Dios, uno más adentro que otro” (ib. 13).

Partiendo de estas ideas fundamentales, J. de la Cruz abunda en aplicaciones espirituales y comparaciones ilustrativas. Una de las más frecuentes es la del amor y el fuego. Asumiendo la tradición que asimilaba ambas cosas, repite el símil del fuego, que busca su centro subiendo hacia arriba, como el amor impulsa al alma hacia Dios (N 2,20,6). Más gráfica es otra comparación: la de la piedra rodando veloz al centro de la tierra. Cuando el amor del alma es intenso y refinado “está con aquella gran fuerza de deseo abisal por la unión con Dios”. En este trance, “cualquier entretenimiento le es gravísimo y molesto; bien, así como a la piedra, cuando con gran ímpetu y velocidad va llegando hacia su centro, cualquier cosa en que topase y la entretuviese en aquel vacío le sería violenta” (CB 17,1 y 12,1).

Cierta “violencia” experimenta siempre el alma en esta vida, aunque la llama del amor “hiera en su más profundo centro”. Es el  Espíritu Santo el que hiere y embiste hasta alcanzar “la sustancia, virtud y fuerza del alma”, pero nunca puede ser “tan sustancial y enteramente como la beatífica vista de Dios en la otra vida … pero es tanto mayor y más tierno, cuanto más fuerte y sustancialmente está transformada y reconcentrada en Dios” (LlB 1, 14). Emplea formas similares para expresar la misma idea del Espíritu Santo embistiendo en la sustancia o en el más profundo centro del alma al hablar del “cauterio suave”, que puede tocar hasta “el centro de la sustancia del alma” (LlB 2,8), y al describir los “resplandores de fuego”, que penetran en las “profundas cavernas del sentido”. Son movimientos, “vibramientos y llamaradas” que no “hace sola el alma transformada en las llamas del Espíritu Santo, ni las hace sólo él, sino él y el alma juntos” (LlB 3, 10). Estos movimientos semejan a los del aire inflamado que porfía por penetrar en su propia esfera. “Motivos del Espíritu Santo, que son eficacísimos en absorber al alma en mucha gloria”, aunque durante esta vida “no acaba hasta que llegue el tiempo en que salga de la esfera del aire de esta vida de carne y pueda entrar en el centro del espíritu de la vida perfecta en Cristo” (ib.).

Difícilmente podría estirarse más la aplicación metafórica del centro y del movimiento hacia el mismo. J. de la Cruz ha ido más lejos que sus predecesores encariñados con los términos de “fondo” y “hondón” del alma. A la luz de lo escrito en la Llama, es fácil comprobar que “el ser íntimo del alma, donde mora el Verbo Hijo de Dios, juntamente con el Padre y el Espíritu Santo esencial y presencialmente” (CB 1, 6), equivale exactamente al “centro del alma”. Es el “retrete y escondrijo donde está escondido” (ib. n. 7. 11) y donde ha de buscarle el “buen enamorado” (ib. 10-12). La doctrina sanjuanista sobre la  presencia o inhabitación divina (S 2,5; CB 11,3; LlB 4,3-5) está necesariamente conectada con la idea del centro del alma.

BIBL. — B. GARCÍA RODRÍGUEZ, “El fondo del alma”, en Rev. Española de Teología 8 (1948) 7078; JOSÉ LUIS SÁNCHEZ LORA, San Juan de la Cruz en la revolución copernicana, Madrid, EDE, 1992, p. 41-50.

Eulogio Pacho

Centella/s de amor

Sustantivo mucho más usado en el siglo XVI que ahora, sobre todo en el sentido de la “chispa” –término éste no empleado nunca por J. de la Cruz– del pedernal o del  fuego; adopta entre los místicos un sentido figurativo, como en el Santo. En los escritos sanjuanistas “centella” tiene también el uso corriente de la chispa que, pese a ser insignificante, puede “encender grandes fuegos” (S 3,19,1; cf. S 1,11,5; 3,20,1).

Penetrando el fuego en el madero lo pone candente e inflamado hasta “centellear de sí” (LlB pról. 3, cf. ib. 1,33). En la aplicación moral, el Santo sigue el texto del Eclesiástico (11,34) citado explícitamente (S 1,11,5).

Es únicamente en el Cántico donde J. de la Cruz trata de la “centella” como gracia mística específica, propia de quienes están ya adelantados en la vida espiritual. La describe así: “Este toque de centella, que aquí dice, es un toque sutilísimo que el Amado hace al alma a veces, aun cuando ella está más descuidada, de manera que la enciende el corazón en fuego de amor, que no parece sino una centella de fuego que saltó y la abrasó; y entonces con gran presteza, como quien de súbito recuerda, enciéndese la voluntad en amar, y desear y alabar, y engrandecer, y reverencias, y estimar, y rogar a Dios con sabor de amor; a las cuales cosas llama  emisiones de bálsamo divino, que responden al toque de centellas salidas del divino amor que pegó la centella, que es el bálsamo divino que conforta y sana al alma con su olor y sustancia” (CB 25,5).

Comparándola con otras mercedes divinas, afirma que es una gracia fugaz, como sucede con la  “embriaguez, que no pasa tan presto como la centella, porque es más de asiento; porque la centella toca y pasa, más dura algo su efecto y algunas veces harto”. Sin comprometerse con delimitaciones precisas, concluye que “las emisiones o efectos de la centella ordinariamente duran más que ella, antes ella los deja en alma, y son más encendidos que los de la embriaguez, porque a veces esta divina centella deja al alma abrasándose y quemándose de amor” (CB 25,8) La alusión de Llama (1,33) apenas añade nada nuevo, sino que la llama de amor puede prender y en cada acto “centellear”.

El texto sanjuanista del Cántico trae inevitablemente a la memoria el de las Moradas teresianas, del que parece calcado en algunos detalles, aunque la Santa piensa que la centella “a veces dura gran rato” (M 6,2,4). Puede referirse, como en J. de la Cruz, a su efecto. El paralelismo supera la pura coincidencia, cosa que no sucede con otros lugares teresianos (V 15,4 y M 6,1,11), donde se trata de la “centellica” que produce gran fuego. No tiene, en cambio, resonancia en las páginas sanjuanistas la concepción de la “scintilla animae” como la parte más elevada del espíritu, o la “inteligencia más simple y pura”, de la que hablan otros místicos, especialmente Ruysbroeck.

Eulogio Pacho

Cavernas del sentido

Merece atención este vocablo por su incorporación al simbolismo sanjuanista. Aunque en la acepción real coincide sustancialmente con  “cuevas” (S 3,42,2; CB 14-15,14), la aplicación simbólica o figurativa de ambos sustantivos es diferente. El de cuevas es exclusiva del Cántico (canc. 24), mientras la de cavernas ofrece dos elaboraciones distintas: una en el Cántico y otra en la Llama.

a) En el Cántico las “cavernas de la piedra”, que son “subidas” y “están bien escondidas”, simbolizan “los subidos y altos y profundos misterios de Sabiduría de Dios que hay en Cristo sobre la unión hipostática de la naturaleza humana con el Verbo divino, y en la respondencia que hay a ésta de la unión de los hombres en Dios, y en las conveniencias de justicia y misericordia de Dios sobre la salud del género humano en la manifestación de sus juicios” (CB 37,3).

El simbolismo arranca, pues, de la idea-figura de una roca-piedra en la que hay muchas cuevas o cavernas. La piedra-roca es  Cristo, como recuerda J. de la Cruz citando explícitamente el texto paulino (1 Cor 10,4). Conjuga así el Santo la doble enseñanza del Apóstol: Cristo es el “misterio de Dios” y la piedra de donde brota el agua viva. Desentrañando la unidad del símbolo explica sus componentes de esta forma.

Las “cavernas de la piedra” son profundas y, por ello, “escondidas”, porque así son los misterios de Cristo y los juicios de Dios. “Por ser tan altos y profundos, bien propiamente los llama –el alma– subidas cavernas, subidas por la alteza de los misterios subidos, y cavernas por la hondura y profundidad de la Sabiduría de Dios en ellos; porque, así como las cavernas son profundas y de muchos senos, así cada misterio de los que hay en Cristo es profundísimo en sabiduría, y tiene muchos senos de juicios suyos ocultos de predestinación y presciencia en los hijos de los hombres” (CB 37,3).

Como las cavernas están “bien escondidas”, así sucede con los misterios de Cristo. Por mucho que se descubra, todo se queda por entender, “y así mucho hay que ahondar en Cristo, porque es una abundante mina con muchos senos de tesoros, que, por más que ahonden, nunca los hallan fin ni término, antes van en cada seno hallando nuevas venas de nuevas riquezas acá y allá”. Por eso decía san Pablo que “en Cristo moran todos los tesoros y sabiduría escondidos” (CB 37,4). La aplicación práctica es natural para el Santo: hay que desear entrar en esas cavernas y absorberse y embriagarse en el “amor de la sabiduría de los misterios de Cristo” (ib. 5).

b) El simbolismo de las “cavernas” en la Llama es mucho más complejo en su trama. Forma parte de una cadena figurativa en la que se integran las “lámparas de fuego” y el “sentido oscuro y ciego” (estrofa 3ª, vv. 1-4).

El simbolismo alegorizante se estructura así: Las “lámparas de fuego”, que son los atributos divinos (LlB 2-3.9), iluminan y calientan al  alma, no como hacen las lámparas materiales, “que con sus llamaradas alumbran las cosas que están en derredor, sino como las que están dentro de las llamas, porque el alma está dentro de sus resplandores” (n. 9). De ahí que su efecto llegue hasta lo más íntimo y profundo de ella: hasta “las profundas cavernas del sentido”.

Contra lo que pudiera parecer, dado el uso sanjuanista de la palabra “sentido”, las cavernas en cuestión “son las potencias del alma,  memoria, entendimiento y voluntad, las cuales son tan profundas cuanto de grandes bienes son capaces, pues no se llenan menos que infinito, las cuales con lo que cuando están vacías, echaremos en alguna manera de ver lo que se gozan y deleitan cuando de Dios están llenas, pues que por un contrario se da luz a otro” (LlB 3,18). Para J. de la Cruz, en las “profundas cavernas del sentido” se simboliza la capacidad radical del alma a través de sus potencias. Si están llenas de criatura, “no sienten el vacío grande de su profunda capacidad”. En cambio, cuando están purgadas, limpias y vacías, sienten “intolerable sed y ansia del espiritual sentido; porque, como son profundos los estómagos de estas cavernas, profundamente penan, porque el manjar que echan de menos también es profundo, que, como digo, es Dios” (ib.).

Discurre luego ampliamente por cada una de las potencias-cavernas para comparar las dos situaciones (vacío-lleno de criaturas-Dios) y, al cabo de una larguísima digresión, vuelve al símil de las “cavernas del sentido” (n. 68) fusionando el símbolo de las lámparas con el de las “unciones-ungüentos” (3,68-69). Antes de que las “lamparas de fuego” alumbrasen las “profundas cavernas del sentido”, éste se hallaba “oscuro y ciego”, es decir, no estaba purificado ni vacío de apegos y gustos de criatura (3,70-71). Conviene recordar que mantiene el significado simbólico de “sentido” como equivalente de la capacidad del alma: “Porque la ceguedad del sentido racional y superior es el apetito”. Puede explicarse comparativamente su actuación con la forma de obrar los sentidos corporales (ib. 72).

Resumiendo, el sentido-contenido del simbolismo de las “cavernas”, concluye el Santo: “Este sentido, pues, del alma que antes estaba oscuro sin esta luz de Dios, y ciego con sus apetitos y afecciones, ya no solamente con sus profundas cavernas está ilustrado y claro por medio de esta divina unión con Dios, pero aun hecho ya como una resplandeciente luz él con las cavernas de sus potencias” (LlB 3,76).

BIBL. — HELMUT HATZFELD, “Las cavernas del sentido. Estructura de un símbolo de san Juan de la Cruz”, en el vol. Estudios literarios sobre mística española, Madrid, Gredos, 1955, p. 351-358.

Eulogio Pacho

Cauterio de amor

Como tantos otros términos merece mención especial, no por la frecuencia ni por el relieve que tiene en los escritos sanjuanistas, sino por su peculiar incorporación al simbolismo místico en la pluma de J. de la Cruz. Aparece únicamente en la Llama en el verso 1º de la estrofa 2ª y en su comentario. El “cauterio suave” se convierte en una gracia mística asociada por el Santo al ámbito de la experiencia táctil, en la línea del “toque místico” (LlB 2,8). En la transposición figurativa, el Santo pasa espontáneamente del significado activo (medio instrumento) al pasivo (efecto-llaga-escara), por eso en el comentario se juntan los dos primeros versos de la citada estrofa.

En sentido activo (de instrumento) el referente figurativo es siempre la llama o el  fuego, por lo mismo, el  Espíritu Santo (2,2-3); en el pasivo, el efecto del mismo (la llaga de amor). Explicando la clave de la traslación figurativa escribe el Santo: “Así como en el cauterio está el fuego más intenso y vehemente, y hace mayor efecto que en los demás ignitos, así el acto de esta unión –con Dios– por ser de tan inflamado fuego de amor más que todos los otros, que por eso le llama cauterio respecto de ellos. Y, por cuanto este divino fuego, en este caso, tiene transformada toda el alma en sí, no solamente es cauterio, mas toda ella está hecha cauterio de vehemente fuego” (2,2).

Resalta mejor el contenido espiritual del símil analizando el referente real, es decir, el cauterio-fuego natural, y comparándolo con el figurativo: “Es de saber que el cauterio del fuego material en la parte do asienta siempre hace llaga, y tiene esta propiedad: que si asienta sobre llaga que no era de fuego, la hace que sea de fuego. Y eso tiene este cauterio de amor, que en el alma que toca, ahora esté llagada de otras llagas de miserias y pecados, ahora esté sana, luego la deja llagada de amor, y ya las que eran llagas de otra causa, quedan hechas llagas de amor”. Frente a esa coincidencia, se apunta inmediatamente la gran diferencia entre el cauterio material y el espiritual. El primero “la llaga que hace no la puede volver a sanar, si no se aplican otros medicables, pero la llaga del cauterio de amor no se puede curar con otra medicina, sino que el mismo cauterio que la hace la cura, y el mismo que la cura, curándola la hace” (2,7).

La experiencia de esta acción del  Espíritu Santo en el alma, en que ésta queda “toda cauterizada y hecha una llaga de amor”, es “el más alto grado que en este estado puede ser”. Pero, añade el Santo: “Hay otras muchas maneras de cauterizar Dios al alma, que ni llegan aquí ni son como ésta, porque ésta es toque sólo de la Divinidad en el alma, sin forma ni figura alguna intelectual ni imaginaria” (2,8). Cualquier tipo o forma de “cauterio-cauterización”, en cuanto obra del Espíritu Santo, produce inapreciables efectos en  el alma, porque, “como sea de infinita fuerza, inestimablemente puede consumir y transformar en sí el alma que tocare”. El efecto depende de la disposición particular: “A cada una la abrasa y absorbe como la halla dispuesta: a una más, y a otra menos, y esto cuando él quiere y como y cuando quiere” (2,2).

Entre las formas particulares de cauterizar al alma “con forma intelectual”, asegura J. de la Cruz, “suele haber una muy subida”: la transverberación, cuando “un serafín con una flecha o dardo encendidísmo en fuego de amor, traspasando a esta alma que ya está encendida como ascua, o por mejor decir, como llama, y cauterízala subidamente; y entonces, con este cauterizar, traspasándola con aquella saeta, apresúrase la llama del alma y sube de punto con vehemencia, al modo que un encendido horno o fragua cuando la hornaguean o trabucan el fuego” (2,9). La sintonía con la descripción teresiana (V 29,13-14) es tan singular que hace pensar naturalmente en alguna comunicación personal entre ambos, máxime si se tiene en cuenta lo que añade J. de la Cruz sobre el carisma de los fundadores (2,11-12), con velada alusión a  S. Teresa.

El Santo parece asociar también a la merced del cauterio la estigmatización, al estilo de S. Francisco, citado explícitamente aquí. Advierte con cuidado que las llagas se producen primero en el alma y luego puede salir su efecto fuera, en el cuerpo (LlB 2,13). Resumiendo los datos aportados, el cauterio se presenta como una gracia mística, un toque espiritual de carácter indefinido que, en ocasiones puede tener repercusiones somáticas. No siempre es así, y cuando se producen son repercusiones de lo que sucede interiormente en el espíritu.  Herida, llaga, llama, toque, transverberación.

Eulogio Pacho

Cautelas

(Escrito)

Esta palabra la usa J. de la Cruz 24 veces. Con este nombre es conocido uno de sus escritos breves. El título completo que lleva en las ediciones es: “Instrucción y Cautelas de que debe usar el que desea ser verdadero religioso y llegar a la perfección”. El uso de cautelas, es decir, precaución y reserva con que se procede y también astucia, maña y sutileza para engañar, en la vida corriente, prescindiendo del mundo espiritual, supone que otros van a usar las suyas. J. de la Cruz lo sabe y tiene experiencia de que “no se puede vencer a veces una cautela sin otra” (Ct a Ana de s. Alberto: jun. 1586). También sabe que el demonio tiene “sus cautelas y asechanzas” (N 2,23,2).

En este pequeño tratado por cautela entiende la prudencia y precaución con que la persona ha de proceder y el cuidado con que ha de comportarse y prevenirse para no dejarse engañar “y evitar los peligros o impedimentos, que pueden ocurrir con color de virtud” en el itinerario de la perfección.

1. Tiempo, lugar y primeras destinatarias

Las escribió a instancia de las carmelitas descalzas de  Beas de Segura, sus primeras destinatarias, en los primeros años de su estancia en Andalucía 1578-1581. Acababa de pasar la gran prueba de la cárcel en la que había aprendido tanta prudencia y santa sagacidad; y después de haber sido durante cinco años confesor y consejero de comunidad tan grande como la de La Encarnación de  Avila, estaba muy bien preparado para impartir este tipo de consejos prácticos para la buena marcha de la vida religiosa. Una de las monjas de Beas testifica que J., confesor y padre de la comunidad, cuando, después de haberlas instruido y confesado, se volvía a su convento, “les dejaba unas Cautelas de los enemigos del alma” ( Ana de Jesús, BMC 14, 176).

Las descalzas de Beas fueron, como decimos, las primeras destinatarias, pero el escrito era también para otros monasterios y también para sus frailes, algo así como hizo con la figura de “El Monte de la Perfección o Monte Carmelo”.

2. Estructura y practicidad

Es de lo más sencillo: pequeña introducción o prólogo; siguen nueve cautelas, tres contra cada uno de los tres  enemigos del alma: mundo, demonio y carne. El tono del librito es totalmente práctico, como se echa de ver ya por el título y la introducción. En ella se invita dulcemente a la cumbre, poniendo ante los ojos los bienes que se ofrecen a quien quiera llegar en breve a conseguirlos. Y son: –santo  recogimiento, silencio espiritual,  desnudez y pobreza de espíritu, refrigerio del  Espíritu Santo, unidad con Dios, y librarse de los impedimentos de toda criatura de este mundo, y defenderse de las astucias y engaños del  demonio, y libertarse de sí mismo.

¿Lo quiere de verdad? Entonces tiene que observar las nueve cautelas que le va a dar contra los tres enemigos: mundo, demonio y carne. Este es el proyecto y el camino que tendrá que seguir. Antes de formular las cautelas correspondientes ofrece, con buena estrategia, la caracterización de cada uno de los enemigos: mundo, menos dificultoso; demonio, más oscuro de entender; carne, más tenaz de todos.

3. Las nueve cautelas

Identificados los enemigos, siguen las nueve cautelas.

a) Contra el mundo para librarse perfectamente del daño de él: 1ª) Igualdad de amor, igualdad de olvido. No atándose a nadie indebidamente por títulos puramente humanos. Poner el afecto debido en Dios para así cumplir mejor con todos, parientes o no parientes, con el amor teologal con que hay que amarlos. Si no se obra así, no se puede uno librar “de las imperfecciones y daños que saca el alma de las criaturas”. 2ª) Aborrecer toda manera de poseer y confiar en la providencia de Dios, “pues no se ha de olvidar de ti el que tiene cuidado de las bestias”. Emplear todo el cuidado en Dios y en su reino. 3ª) Evitar el celo indiscreto en la vida comunitaria, no escandalizarse de nada, no darse a la crítica, advertir las cosas debidamente “a quien de derecho conviene decirlo a su tiempo”. Refrenar la lengua interior y exteriormente.

b) Contra el demonio, las tres siguientes: Advierte ante todo que es una astucia diabólica tentar a la gente espiritual bajo especie o apariencia de bien para engañarla. 1ª) Regirse por la obediencia, recordando que Dios más quiere obediencia que sacrificios (1 Re 15, 22). 2ª) Ver en el superior religioso al representante de Dios. No fijarse en su modo de ser y de obrar. Hacer lo contrario es una ruina para la perfección y la obediencia pierde sus valores y se desvirtúa. Obediencia fundada en la fe. 3ª) Procurar humillarse siempre en palabras y en obras. Sin esto “no llegarás a la verdadera caridad ni aprovecharás en ella”.

c) Contra sí mismo y sagacidad de su sensualidad. Este título hace ver qué entiende por “carne” como enemigo del alma: el propio “yo” y todas sus artimañas. 1ª) Has venido al convento a que todos te labren y pulan. Piensa que todos son obreros para esa labor: de palabra, de obra, de pensamiento. Has de estar quieto como una imagen bajo la mano del que la labra, la pinta, y la dora. 2ª) Nunca dejes de hacer lo que debes por falta de gusto o sabor. No lo hagas tampoco “por sólo el sabor y gusto”. Hacerlo por amor y servicio de Dios. Como comentario sólido a esta cautela puede considerarse S 3, cc.27- Igualmente en S 3, 41, 2, hay unas reflexiones acertadísimas acerca del gusto sensible elevado a norma de conducta y la consiguiente inestabilidad en todo –hasta en el campo vocacional–. Todo ello motivado por la inconstancia del gusto mismo “porque falta muy presto”. 3ª) Nunca pongas los ojos en lo sabroso de las prácticas espirituales para apegarte a ellas. Tampoco se ha de huir lo amargo de ellas, más bien escoge lo disgustoso y desabrido, “porque, de otra manera, ni perderás amor propio ni ganarás amor de Dios”.

4. Comentarios y advertencias

Este resumen imperfecto no dispensa a nadie de leer con toda atención estas normas y fijarse bien en los detalles, que son fruto de una larga experiencia. Son normas no de pura ética o moralidad, sino de vida espiritual y teologal, urgida y llevada por la vía más breve.

Vistos los destinatarios que son personas religiosas que viven en comunidad y visto el aliento teologal que sopla en todas estas normas, podría definirse este librito como un pequeño manual de vida comunitaria para quienes quieren llegar por la senda más corta a la perfección de su propio llamamiento. Viviéndolas se evitan tantos daños y se obtienen todos los provechos propuestos por el autor en la introducción y los recordados a propósito de cada una de las cautelas en el lugar correspondiente.

No pocos lectores encuentran dificultad en algunas de las afirmaciones cautelares, especialmente en la primera cautela contra el mundo, al hablar de los parientes o deudos (nn. 5-6) La dificultad ante un lenguaje de corte exigente y evangélico de renuncia y desasimiento se desvanece si pensamos que J. no habla contra el amor debido a la familia y a otras personas, sino que alerta para que nada del amor debido a Dios se ponga en nadie más, como no se debe poner tampoco en uno mismo. Una vez que alguien acepta la invitación con que se abre el librito: “El alma que quiere llegar en breve”, donde no sólo se recaba el consentimiento de la voluntad sino el deseo de seguir el camino más corto para alcanzar rápidamente todos los bienes que allí mismo se especifican, es fácil entender y asimilar las nueve cautelas.

J. de la Cruz habla de mortificar, es decir, poner en orden y en razón, no de extirpar o exterminar el amor. Habla de mortificar el amor puramente natural para llegar a la perfección espiritual y humana, aún más, perfección religiosa, es decir, dentro de la vida religiosa. Y habla sobre todo a personas que por definición comienzan o van en camino hacia esa meta de la perfección en que se integran tantas cosas buenas, como ha propuesto en el pequeño prólogo. Para una mejor intelección de esa 1ª cautela, léase S 3,23,1, y atiéndase a lo que llama “caridad general para con los prójimos”.

Con todo, algunos autores han pensado, con razón, que la letra de esta 1ª cautela contra el mundo, no bien entendida, “resta simpatías al Doctor del Carmelo, y también las ganas de seguir leyendo” (Lucas de san José, La santidad en el claustro, 5ª ed. p. 50). Y tratan de explicar cómo se podrá conocer la mente del santo escritor. Buscan su perfil exacto en su correspondencia epistolar y en tantos gestos de su vida hacia la propia familia natural y religiosa, para concluir que el fin que persigue “cualquiera que parezca el sonido de la letra, no es enfriar el corazón de sus hijos y devotos ni en el amor a Dios ni en el amor a los hombres” (ib. p. 92).

El gran biógrafo y sanjuanista Crisógono de Jesús piensa que esas expresiones rotundas de fray J. en orden al afecto de amigos y familiares mal entendidas, han “creado en torno a su figura una leyenda negra de insensibilidad y tortura; no son en la mente del Santo una finalidad, sino un medio, utilizable en los primeros momentos de la vida espiritual, para evitar el peligro del afecto desordenado en el corazón aún imperfecto. Pero, una vez realizada la purificación, desaparece la necesidad de esa actitud, porque el corazón, limpio ya y ordenado, sacará bien de todo eso. Entonces no sólo puede, sino que tiene que amarlo todo, surgiendo las predilecciones que imponen la diferencia de las personas y la naturaleza del corazón, que en los santos es más auténticamente humano y sensible que en los demás, por lo mismo que han desaparecido por la purificación las desfiguraciones pasionales, recuperadas y robustecidas sus energías afectivas” (Vida de san Juan de la Cruz, 12ª ed. p. 415-416). Comprueba sus afirmaciones con los ejemplos de la vida del Santo.

Dentro de la mentalidad altamente teologal que tiene J. es fácil descubrir en este pequeño tratadito de vida espiritual para personas consagradas la presencia de las tres virtudes teologales, que son las auténticas normas cautelares contra los tres enemigos. En concreto: esperanza contra el mundo; fe contra el demonio; caridad contra la carne. Esto, simplificando mucho, porque lo mismo que hay una interacción entre los tres enemigos, la hay entre las tres virtudes teologales. Por eso J. dirá que “para vencer a uno de estos tres enemigos es menester vencerlos a todos tres; y enflaquecido uno, se enflaquecen los otros dos” (n. 3). Por lo mismo las tres virtudes teologales son contra los tres enemigos, aunque a cada una se asigne su labor correspondiente más específica.

5. Presencia activa de lo teologal

La 1ª contra el  mundo es la aplicación concreta y encarnada de la caridad, más bien hacia quienes han quedado fuera del convento: caridad de puertas afuera. Y caridad bien entendida hacia uno mismo, hacia esa persona que comienza el itinerario de su vida religiosa y tiene que romper ataduras que le puedan impedir la buena marcha; y que tiene que asegurar la perseverancia en el género de vida que ha emprendido libremente, optando por el seguimiento de  Cristo.

La 2ª contra el mundo pone en acción sobre todo la  esperanza, desapegándose de los bienes temporales, y viviendo la más auténtica pobreza de espíritu.

La 3ª contra el mundo pone en marcha de nuevo la caridad más acendrada y delicada dentro del convento y de las circunstancias de la vida comunitaria para con los demás compañeros de comunidad: caridad de puertas adentro en pensamientos, palabras y obras.

La 1ª y 2ª contra el  demonio subrayan el espíritu y la vida de la  obediencia, cuyo fundamento y razón de ser no es sino la  fe, la mirada en fe.

La 3ª contra el demonio se cifra en la  humildad, pero en orden a la verdadera  caridad, mejor aún: se trata de caridad humilde, de esa humildad que “tiene los efectos de la caridad” (S 3, 9,4).

La 1ª contra la  carne exige la fe para aceptar ese modo de vida intraconventual y las exigencias espirituales que trae consigo en las relaciones de unos con otros. No ha venido nadie a labrar a los demás sino a dejarse labrar y pulir por todos.

La 2ª y 3ª contra la carne, además de la fe, fundamento de la obediencia y de la vida religiosa entera, hace presente la esperanza en los consejos de “no buscar, ni asirse al gusto o al sabor”, siendo esta pobreza de espíritu igual a actuación de la esperanza. Finalmente, y del modo más pleno en estas se encuentra la caridad, objetivo final, principio, medio y fin de todo.

6. Eficacia especial de la obediencia

J. da una importancia singular a la obediencia en las Cautelas contra el demonio. La noción que tiene de este ser obediente la deja expresada en aquella afirmación: “…sujeción y obediencia que es penitencia de razón y discreción y por eso es para Dios más acepto y gustoso sacrificio que todos los demás” (N 1,6,2). Sobre el valor de la obediencia aun en el caso límite de “un prelado muy necio y vicioso y comedor y mal acondicionado”, puede verse en Obras de Santa Teresa en el llamado Desafío Espiritual. Allí aparece también el desafío del “venturero”, el propio J. Y no deja de ser significativo que ambos, santo y santa, desafíen respectivamente (nn. 25 y 28) a la obediencia. Pronto le tocaría a J. intervenir en el engaño diabólico de que era víctima y responsable la monja posesa de Santa María de Gracia en Avila. ¿Cómo y por qué había sido tan engañada la posesa?

Al caracterizar a la carne como enemigo del alma asegura el Santo que duran sus acometimientos mientras dura el hombre viejo (n. 2). Toda la doctrina sanjuanista sobre la noche oscura, sobre el hombre viejo (=la carne) es, en realidad, una inmensa cautela no sólo contra la carne sino también contra los otros dos enemigos, según la dialéctica recordada sobre el común acuerdo entre los tres enemigos, que hace que las nueve cautelas, sean válidas contra todos y cada uno, aunque sean más directamente contra cada uno de ellos las enunciadas de esa manera individualizada.

7.  Fundamentos bíblicos

El amor y el conocimiento de J. a la sagrada Escritura hace acto de presencia también en estos textos breves. Como citas explícitas con las que corrobora sus afirmaciones encontramos sólo cuatro: Mt 6, 33; Gén 19, 26; Sant 1, 26; 1 Re 15, 22.

La primera, de Mt, lo demás nos será dado por añadidura, aparece en la 2ª contra el mundo al exhortar a la esperanza y a la confianza en la providencia, sin agobiarse por comida, vestido, día de mañana. Para que se cumpla la promesa del Señor hay que emplear todo el cuidado “en otra cosa más alta, que es buscar el reino de Dios, esto es, no faltar a Dios” (n. 7).

La 2ª cita, de Gén, se encuentra en la 3ª contra el mundo (n. 9). Además de cita bíblica contiene una tipología especial, que el Santo recuerda alguna otra vez en un contexto parecido (4 A 2). Está aconsejando en la cautela no andar espiando las faltas de los demás, “porque, si quieres mirar en algo, aunque vivas entre ángeles, te parecerán muchas cosas no bien, por no entender tú la sustancia de ellas”. Y aquí aconseja: “Para lo cual toma ejemplo en la mujer de Lot, que, porque se alteró en la perdición de los sodomitas volviendo la cabeza a mirar atrás, la castigó el Señor volviéndola en estatua y piedra de sal; para que entiendas que, aunque vivas entre demonios, quiere Dios que de tal manera vivas entre ellos que ni vuelvas la cabeza del pensamiento a sus cosas, sino que las dejes totalmente, procurando tú traer tu alma pura y entera en Dios, sin que un pensamiento de eso ni de esotro te lo estorbe”.

La 3ª cita, de Santiago, aparece al final de la misma 3ª cautela (n. 9), cuando cargando la mano sobre el mismo proceder de celo indiscreto en la rebusca de las faltas ajenas, por más buen fin e intenciones que uno lleve, asegura que en una cosa o en otra será víctima del demonio: “te cogerá el demonio; y harto cogido estás cuando ya das lugar a distraer el alma en algo de ello”. Y amonesta: “Y acuérdate de lo que dice el apóstol Santiago: si alguno piensa que es religioso no refrenando su lengua, la religión de éste vana es”. El breve comentario que sigue es contundente: “Lo cual se entiende no menos de la lengua interior que de la exterior”.

La 3ª cita, de 1 Re, aparece en la 1ª contra el demonio (n. 11). Exaltando la obediencia e insistiendo en que hay que guiarse por ella en actividades extra que se quieran emprender, “por buena que parezca y llena de caridad” cualquiera de ellas, enseña que “aunque más te parezca que aciertas, no podrás dejar de ser engañado del demonio o en poco o en mucho”. El texto bíblico aparece inmediatamente con vigor: “Aunque no sea más que no regirte en todo por obediencia, ya yerras culpablemente; pues Dios más quiere obediencia que sacrificios”.

Esto por lo que se refiere a citas explícitas de la Escritura. Un examen atento descubriría otras citas implícitas o al menos resonancias bíblicas, tales como cuando habla de los acometimientos de “el hombre viejo” (n. 2), alusión paulina evidente (Rom 6,6; Ef 4,22; Col 3,9). “Vencerás el mal en [con] el bien”, alude claramente a Rom 12, 21. Claras resonancias bíblicas, paulinas y petrinas, en la 3ª contra el demonio, al exhortar a la humildad constante, a alegrase del bien del otro, a la estima mutua, etc.

La expresión “pacífico refrigerio del Espíritu Santo” (n. 1) suena también a Biblia (Mt 11,10). Además de estas fuentes bíblicas, explícitas o implícitas, el precepto de la Regla Carmelitana acerca de la deferencia y humildad con que ha de ser tratado el Prior, sea quien fuere, fijándose más que en su persona en la de Cristo, está perfectamente formulado en la 2ª contra el demonio. El precepto de la Regla se apoya en las palabras del Señor: “Quien a vosotros os escucha, a mí me escucha; quien a vosotros os rechaza, a mí me rechaza” (Lc 10,16).

Conclusión

Las Cautelas son fruto de la experiencia sanjuanista, como hemos dicho, y en ellas hay mucho también de los postulados de  santa Teresa sobre la vida religiosa. A lo largo de los siglos han sido contrastadas en la vida comunitaria de no pocas personas consagradas. Quien quiera ahora mismo vivirlas dentro de la lectura teologal que están proclamando, recogerá los frutos que el autor se prometía de la observancia de esas normas. La vida religiosa ha cambiado mucho, es cierto, pero la sustancia que rezuman estas consignas, está en la más perfecta sintonía con lo teologal y trinitario con que ahora concebimos la vida religiosa entregada con amor único y de enamorados al seguimiento de Cristo y al servicio de la Iglesia. La calidad del amor fraterno que propicia J. en estas pocas páginas va en busca del amor más puro que él canta como algo tan “precioso delante de Dios y del alma” y que tanto “provecho hace a la Iglesia” (CB 29,2). Y ese amor más puro y quintaesenciado va naciendo y alcanzándose, por gracia de Dios, en la vida comunitaria, ungida de caridad fraterna y desinteresada.

BIBL. — ANTONIO ARBIOL, Mística fundamental de Cristo Señor Nuestro, Zaragoza 1723, 538-556, comenta las nueve Cautelas, poniendo primero el texto de cada una y a continuación su reflexión; JOSÉ VICENTE RODRÍGUEZ, San Juan de la Cruz profeta, enamorado de Dios y Maestro, Madrid 1987, 168-177; Id., en AA.VV., Introducción a la lectura de San Juan de la Cruz, Salamanca 1993, 326-331; Id., “San Juan de la Cruz: magisterio oral y escritos breves”, en Mistico e Profeta, Roma 1991, 140142; JUAN DE LA ASUNCIÓN, Pastor del Monte Carmelo San Juan de la Cruz, Madrid 1729, 547; LOUIS DE LA TRINITÉ, “Précautions spirituelles. Avis et Maximes de Saint Jean de la Croix”, en Carmel V/12 (1925) 213-220; LUCAS DE SAN JOSÉ, La santidad en el claustro. Comentarios a las “Cautelas”, Barcelona 192O, 5ª ed. Barcelona 1968. Esta última ed. en la era posconciliar lleva un prólogo luminoso de Lucinio Ruano (9-23); THOMAS M., KILDUFF, Pathway of light, Conferences on The Cautions of S. John of the Cross, Boston (Mass) 1962.

José Vicente Rodríguez

Cartas de J. de la Cruz

Comparar el epistolario sanjuanista con el teresiano, por no hablar de otros grandes maestros espirituales de su tiempo (S. Juan de Ávila, S. Ignacio de Loyola), produce la sensación de una tragedia. Para justificar la pérdida indudable de muchas cartas suele recurrirse al episodio de la última persecución movida por  Juan Evangelista contra el Santo. No es suficiente para explicar el panorama desolador de la correspondencia epistolar de fray Juan. Llega apenas a una treintena el número de cartas conservadas integralmente. Con los fragmentos conocidos se redondea la cifra global, según la mayor o menor generosidad de los editores, en 33/34 piezas. Los mismos editores apuran las referencias de las fuentes históricas a cartas desaparecidas para reunir otra treintena de cartas mencionadas de tanto en tanto con frases más o menos literales o resumen del contenido. Todo ello poca cosa para lo que se desearía y se sospecha que existió.

Acaso la laguna más lamentada es la de la correspondencia familiar. No ha llegado hasta nosotros ni una sola carta de fray Juan a su madre, a su hermano  Francisco o algún allegado próximo. Todas las piezas conocidas proceden de los diez últimos años de su existencia terrena. Nada tiene de extraño, por lo mismo, que la mayoría estén dirigidas a destinatarios andaluces.  Granada y  Segovia se reparten casi todos los remites. Fuera de algún caso excepcional, son cartas breves, pero compensan la brevedad con la densidad y con la adherencia a la realidad.

Una distribución de personas agraciadas con su trato epistolar evidencia estas categorías: 20 están dirigidas a religiosas Carmelitas; 5 a religiosos de la misma Orden y 7 a personas seglares. Algunas Descalzas fueron agraciadas con más de una carta (de las conservadas), como  Ana de san Alberto, Leonor de san Gabriel, María de la Encarnación. El carteo más asiduo con personas seglares fue con  Juana de Pedraza y  Ana del Marcado y Peñalosa, ambas dirigidas espirituales del Santo.

Por lo que al contenido se refiere, casi todas las cartas son de dirección espiritual. No existe ninguna de asunto estrictamente profano. Trata de negocios propios de la institución religiosa a que pertenece en las cartas a los Descalzos:  Nicolás Doria y  Ambrosio Mariano. La pieza más extensa de todo el epistolario tiene por destinatario a un religioso carmelita descalzo (14.6.1589/90); en ella traza una síntesis apretada de todo su magisterio. Este aflora inconfundible en otras muchas piezas, especialmente en las destinadas a las religiosas de la misma Orden. Llevan todas las cartas un sello tan personal, que sería fácil reconocer la paternidad sanjuanista aunque no llevasen su firma.

Eulogio Pacho

Carne

Con naturalidad asume Juan de la Cruz el esquema clásico de los tres  enemigos del alma: mundo, demonio y carne (N 1, decl. 2; N 1,13,11; 2,21,3; CB 3,1; CB 3,6; Ca 1, etc.), que “son los que siempre contrarían este camino” hacia Dios (N 1, decl. 2). De entre ellos, el Santo acentúa a veces al  demonio, porque “sus tentaciones y astucias son más fuertes y duras de vencer y más dificultosas de entender que las del  mundo y carne” (CB 3,9). Otras veces, sin embargo, pone más énfasis en la carne: “El mundo es el enemigo menos dificultoso; el demonio es más oscuro de entender; pero la carne es más tenaz que todos, y duran sus acometimientos mientras dura el hombre viejo” (Ca 2).

En el  hombre, la carne está indisolublemente unida al  espíritu “por la unidad que tienen en un supuesto” (CB 13,4), de modo que hay entre ambos como una “trabazón” (LlB 1,32), una “urdimbre” (LlA 1,25). Pero esta unión carne-espíritu no es pacífica. La profunda división interior que el pecado ha introducido en el hombre hace que la carne y el espíritu actúen dentro de él al modo de dos fuerzas antagónicas que luchan entre sí: la carne “milita contra el espíritu” (S 3,22,2), “contradice al espíritu” (N 2,16,13), tiene “repugnancias y rebeliones” contra él (CB 3,10), “codicia contra el espíritu, y se pone como en frontera resistiendo al camino espiritual” (CB 3,10; cf. CB 16,5), hasta llegar incluso a tener como “enfrenado” al espíritu (LlB 2,1,3).

Se hace, pues, necesario luchar abiertamente contra el enemigo “carne” si se quiere despejar el  camino espiritual y avanzar por él, “no admitiendo los contentamientos y deleites de la carne” (CB 3,5), mortificando con el espíritu “las inclinaciones de la carne y apetitos” (CB 3,10; cf. LlB 2,32; LlA 3,9).

Las  Cautelas se presentan como una estrategia de lucha global y simultánea contra estos tres enemigos del alma (Ca 1-3). De las nueve Cautelas, el Santo dedica explícitamente las tres últimas a la lucha contra la carne (Ca 14-17). Otra estrategia propuesta por el Santo para vencer a estos tres enemigos (en N 2,21) está centrada en el desarrollo de las  virtudes teologales. La  caridad se presenta orientada directamente a “amparar y encubrir el alma del tercer enemigo, que es la carne” (N 2,21,10).

La finalidad de esta lucha contra la carne, cualquiera que sea la estrategia elegida, no puede ser otra que la integración global de la persona en la armonía interior recuperada. Se trata de superar la escisión interna creada por el pecado, y conseguir así restaurar la armonía entre la carne y el espíritu “no desechando nada del hombre ni excluyendo cosa suya de este amor” (N 2,11,4).

Conseguido esto,  el alma se hallará “libre de todas sus imperfecciones que contradicen al espíritu, así de su misma carne como de las demás criaturas” (N 2,16,13), pues la carne estará ya “sujeta” al espíritu (N 2,19,4). Será uno de los logros propios del matrimonio espiritual: “En este estado, ni demonio, ni carne, ni mundo, ni apetitos molestan” (CB 22,8); la carne ya no se le atreverá (CB 24,5) y “de aquí es que está … el alma pacífica, mansa y fuerte, que son tres propiedades donde no puede combatir guerra alguna ni de mundo, ni de demonio, ni de carne” (CB 24,8).

Alfonso Baldeón-Santiago