Centro

En el vocabulario sanjuanista el centro sustituye a lo que en la tradición mística de Occidente, especialmente norteña, suele designarse con el término “hondón”, traducido por el Santo habitualmente por “fondo” o “más profundo centro”. Siguiendo las teorías físicas de su tiempo, tal como las había codificado la escolástica, el centro se relaciona natural y necesariamente con la “esfera”, y corresponde al punto en el que convergen todos los radios. En la esfera del cosmos todo tiende naturalmente al centro, como la piedra que rueda o el fuego que “siempre sube hacia arriba, con apetito de engolfarse en centro de su esfera” (N 2,20,6).

Estas ideas elementales, trasladadas al ámbito espiritual, le sirven a J. de la Cruz para ilustrar su doctrina. Arranca de una definición descriptiva del centro: “En las cosas, aquello llamamos centro más profundo que es a lo que más puede llegar su ser y virtud y la fuerza de su operación y movimiento, y no puede pasar de allí” (LlB 1,11). La fuerza y movimiento impulsan naturalmente las cosas hacia el centro, cualquiera que sea su dirección: “Así como el fuego o la piedra que tiene virtud y movimiento natural y fuerza para llegar al centro de su esfera, y no pueden pasar de allí ni dejar de llegar ni estar allí, si no es por algún impedimento contrario o violento”. Prosigue la ejemplificación con estas observaciones: “Según esto, diremos que la piedra, cuando en alguna manera está dentro de la tierra, aunque no sea en lo más profundo de ella, está en su centro de alguna manera, porque está dentro de la esfera de su centro y actividad y movimiento, pero no diremos que está en el más profundo de ella, que es el medio de la tierra; y así siempre le queda virtud y fuerza e inclinación para bajar y llegar hasta el más último y profundo centro, si se le quita el impedimento de delante, y, cuando llegare y no tuviere de suyo más virtud e inclinación para más movimiento, diremos que está en el más profundo centro suyo” (LlB 1,11).

Habiendo advertido poco antes el Santo que “el alma, en cuanto espíritu, no tiene alto ni bajo, ni más profundo, ni menos profundo en su ser, como tienen los cuerpos cuantitativios” (ib. n. 10), se ve obligado a justificar su apelación a este vocabulario; insiste por ello en la diferencia entre el espíritu y los cuerpos físicos. En el alma no hay partes, “no tiene más diferencia dentro que fuera, que toda ella es de una manera y no tiene centro de hondo y menos hondo cuantitativo; porque no puede estar en una parte más ilustrada que en otra, como los cuerpos físicos, sino toda de una manera, en más o en menos, como el aire que todo está de una manera ilustrado y no ilustrado en más o en menos” (LlB 1,10).

La posibilidad de adaptar el léxico de la física al espíritu y la validez del mismo está precisamente en la idea del centro del alma. “El centro del alma es Dios, al cual cuando ella hubiere llegado, según toda la capacidad de su ser y según la fuerza de su operación e inclinación, habrá llegado al último y más profundo centro suyo en Dios” (LlB 1,12). Estirando la analogía con lo que antes dijo del más o menos profundo centro de los cuerpos físicos, añade: “Cuando no ha llegado a tanto como esto, cual acaece en esta vida mortal (en que no puede el alma llegar a Dios según todas sus fuerzas) aunque esté en su centro, que es Dios, por gracia y por comunicación suya que con ella tiene, por cuanto todavía tiene movimiento y fuerza para más, no está satisfecha, aunque esté en el centro, no empero en el más profundo, pues puede ir todavía al más profundo de Dios” (ib.). Se repite, en el fondo, la idea agustiniana del “amor meus, pondus meus”.

Que mientras peregrina en el mundo, el alma pueda ir siempre más hacia Dios, su centro, se explica precisamente porque nunca se agota esa fuerza y virtud, que es el amor. Lo señala explícitamente J. de la Cruz: “Es de notar que el amor es inclinación del alma y la fuerza y virtud que tiene para ir a Dios, porque mediante el amor se une el alma con Dios, y así cuantos más grados de amor tuviere, tanto más profundamente entra en Dios y se concentra con él. De donde podemos decir que cuantos grados de amor de Dios el alma puede tener, tantos centros puede tener en Dios, uno más adentro que otro” (ib. 13).

Partiendo de estas ideas fundamentales, J. de la Cruz abunda en aplicaciones espirituales y comparaciones ilustrativas. Una de las más frecuentes es la del amor y el fuego. Asumiendo la tradición que asimilaba ambas cosas, repite el símil del fuego, que busca su centro subiendo hacia arriba, como el amor impulsa al alma hacia Dios (N 2,20,6). Más gráfica es otra comparación: la de la piedra rodando veloz al centro de la tierra. Cuando el amor del alma es intenso y refinado “está con aquella gran fuerza de deseo abisal por la unión con Dios”. En este trance, “cualquier entretenimiento le es gravísimo y molesto; bien, así como a la piedra, cuando con gran ímpetu y velocidad va llegando hacia su centro, cualquier cosa en que topase y la entretuviese en aquel vacío le sería violenta” (CB 17,1 y 12,1).

Cierta “violencia” experimenta siempre el alma en esta vida, aunque la llama del amor “hiera en su más profundo centro”. Es el  Espíritu Santo el que hiere y embiste hasta alcanzar “la sustancia, virtud y fuerza del alma”, pero nunca puede ser “tan sustancial y enteramente como la beatífica vista de Dios en la otra vida … pero es tanto mayor y más tierno, cuanto más fuerte y sustancialmente está transformada y reconcentrada en Dios” (LlB 1, 14). Emplea formas similares para expresar la misma idea del Espíritu Santo embistiendo en la sustancia o en el más profundo centro del alma al hablar del “cauterio suave”, que puede tocar hasta “el centro de la sustancia del alma” (LlB 2,8), y al describir los “resplandores de fuego”, que penetran en las “profundas cavernas del sentido”. Son movimientos, “vibramientos y llamaradas” que no “hace sola el alma transformada en las llamas del Espíritu Santo, ni las hace sólo él, sino él y el alma juntos” (LlB 3, 10). Estos movimientos semejan a los del aire inflamado que porfía por penetrar en su propia esfera. “Motivos del Espíritu Santo, que son eficacísimos en absorber al alma en mucha gloria”, aunque durante esta vida “no acaba hasta que llegue el tiempo en que salga de la esfera del aire de esta vida de carne y pueda entrar en el centro del espíritu de la vida perfecta en Cristo” (ib.).

Difícilmente podría estirarse más la aplicación metafórica del centro y del movimiento hacia el mismo. J. de la Cruz ha ido más lejos que sus predecesores encariñados con los términos de “fondo” y “hondón” del alma. A la luz de lo escrito en la Llama, es fácil comprobar que “el ser íntimo del alma, donde mora el Verbo Hijo de Dios, juntamente con el Padre y el Espíritu Santo esencial y presencialmente” (CB 1, 6), equivale exactamente al “centro del alma”. Es el “retrete y escondrijo donde está escondido” (ib. n. 7. 11) y donde ha de buscarle el “buen enamorado” (ib. 10-12). La doctrina sanjuanista sobre la  presencia o inhabitación divina (S 2,5; CB 11,3; LlB 4,3-5) está necesariamente conectada con la idea del centro del alma.

BIBL. — B. GARCÍA RODRÍGUEZ, “El fondo del alma”, en Rev. Española de Teología 8 (1948) 7078; JOSÉ LUIS SÁNCHEZ LORA, San Juan de la Cruz en la revolución copernicana, Madrid, EDE, 1992, p. 41-50.

Eulogio Pacho