Corrección fraterna

La práctica de la corrección fraterna se inspira en el consejo evangélico impartido por Jesús a sus discípulos (Mt 18,15). De por sí, es un acto de caridad. Pos­tulado, según el Evangelio, por la estructura comunitaria de la Iglesia. Como tal, se formalizó en la vida religiosa desde tiempos remotos. En el Carmelo quedó formulado por la Regla en la rúbrica “del capítulo y de la corrección de los hermanos”. Esa rúbrica prescribía que “las faltas de los hermanos se corrijan con caridad”. Teresa recuerda esa sabia norma en las Constituciones (12,1): “según la Regla, las culpas de las hermanas sean corregidas con caridad”. De hecho, ella mantuvo en el nuevo Carmelo la práctica tradicional de la corrección de culpas en el capítulo comunitario. Se celebraría éste “una vez en la semana” (Cons 12,1). En la marcha de la vida comunitaria se designaría una hermana con el cargo de ‘celadora’ (ib 11,15), subordinada siempre a la priora y encargada de la corrección fraterna en el capítulo (ib 9, 11; cf F 12,1).

En las mismas Constituciones se transcribe casi literalmente la norma evangélica de Mt 18,15: “Ninguna reprenda a otra las faltas que la viere hacer. Si fueren grandes, a solas la avise con caridad; y si no se enmendare de tres veces, dígalo a la madre priora y no a otra hermana alguna… Descuídense y den pasada a las

que vieren y tengan cuenta con las suyas [propias]” (Cons 9,10). Otras consignas prácticas de T podrían resumirse: a) ante todo, que la corrección se haga siempre por amor. Teresa misma confiesa de sí: “mientras más amo, menos puedo sufrir ninguna falta” (cta 331,8, a María de san José). La norma de “corregir con amor” se la recuerda al visitador canónico (Mo 5). b) Atención a sí mismo antes de corregir al otro: “Miremos nuestras faltas, y dejemos las ajenas” (M 3,2,13). Y a una postulante: “considerar que sólo Dios y ella están en esa casa: y mientras no tuviere oficio que la obligare a mirar las cosas, no se le dé nada de ellas, sino procurar la virtud que viere en cada una, para amarla por ella, y… descuidarse de las faltas que en ella viere” (cta 393,2). c) “Procurar hacer vos con gran perfección la virtud contraria de la falta que le parece en la otra” (C 7,7).

Teresa tiene muy presente la posible deformación en el arte de corregir. Dos deformaciones típicas, según ella, son: el falso celo del principiante y de otros: querer corregirlo todo (cf Vida 13,10); y el desarreglo psicológico, bien sea de las personas cortas de mente (censor de oficio, generalmente: C 14,1), bien por inclinación morbosa, las ‘melancólicas’, dice ella: ese tipo de enfermos “en lo que más dan es… mirar faltas en los otros con que encubrir las suyas” (F 7,3).

T. Álvarez

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Contemplación

1. En general

T entiende por “contemplación” una forma de oración superior a la meditación y estructuralmente diversa de ésta. La meditación es discursiva. La contemplación no, es más bien intuitiva. Aquélla es racional, fundamentalmente obra del entendimiento orientado hacia la voluntad y la acción. La contemplación afecta directamente a la voluntad y envuelve a toda la persona del orante, a toda su actividad anímica, en un sencillo flujo de actividad y pasividad. Realiza una especial relación del hombre con Dios, prepara a la unión mística y perdura en los altos grados de la misma. T distinguirá los actos o momentos pasajeros de contemplación, y el “estado de contemplación”, que coincidirá en los escritos teresianos con los altos grados de experiencia mística, cuando el sujeto se ha sensibilizado y connaturalizado con la presencia y la acción de Dios en él.

Aunque sin darle nombre de “contemplación”, T le dedica una especie de instantánea descriptiva en el capítulo primero de Vida, al recordar la eclosión de su sensibilidad infantil, pensando en la eternidad o abandonándose al deseo de ver a Dios: “Espantábanos mucho el decir que pena y gloria era para siempre en lo que leíamos. Acaecíanos estar muchos ratos tratando de esto, y gustábamos de decir muchas veces ‘para siempre, siempre, siempre’. En pronunciar esto mucho rato, era el Señor servido me quedase en esta niñez imprimido el camino de la verdad” (1,4). He subrayado los vocablos más indicativos de la modulación contemplativa infantil: “espantarse mucho” (asombro), “estar muchos ratos” o “mucho rato” (embeleso prolongado), “camino de verdad impreso en el alma” (inicial índice de infusión o de pasividad contemplativa).

Rara vez aludirá ella al acto natural de contemplar algo, como el paisaje o el agua o el rostro de un niño. Lo atestigua sólo de soslayo: “Aprovechábame a mí también ver campo o agua, flores. En estas cosas hallaba yo memoria del Criador, digo que me despertaban y recogían y servían de libro” (V 9,5; en la R 1,11 completa la serie: “cuando veo alguna cosa hermosa, rica, como agua, campos, flores, olores, músicas…”, pero en este pasaje trascendiéndolos ya desde la alta contemplación de lo divino).

Desde el punto de vista psicológico, en la contemplación –según ella– están “atados” el entendimiento y la fantasía. Es clásico su momento de autoanálisis: “Este entendimiento [abarca a entendimiento e imaginación] está tan perdido [en la contemplación], que no parece sino un loco furioso, que nadie le puede atar, ni soy señora de hacerle estar quedo un credo… Conozco más entonces la grandísima merced que me hace el Señor cuando tiene atado este loco en perfecta contemplación” (V 30,16). Desde el punto de vista pedagógico, en el magisterio teresiano hay dos maneras de superar el discurrir de la meditación: una, con la sencilla superación de la oración discursiva, que llama ella “recogimiento” u “oración de recogimiento”, y la otra ya en “contemplación mística” que ella alguna rara vez designará con el término teológico latinizante “infusa”: “luz infusa” (M 6,9,4), “resplandor infuso” (V 28,5), “sabiduría infundida” (C 6,9). Para esta sola reserva el nombre de “contemplación”. Suele calificarla de “perfecta contemplación” (V 22 passim; C 16; 25,1; 27-28; M 6,7,7; F 4,8…); en sus grados místicos más altos: “subida contemplación” o “subidísima contemplación” (V 8,11; 22 tít…; CE 60,2), “cumbre de contemplación” (V 22,7; Conc 5,3).

Las notas características de la contemplación infusa son, según ella, desde el punto de vista psicológico, la fijación de la mente en uno cualquiera de los aspectos del “misterio”, con la consiguiente cesación del flujo de pensamientos e imágenes: T titubea entre las dos fórmulas “el entendimiento no discurre” o “no obra”, si bien esta última se la corregirán los teólogos asesores. Más importante es su origen: desde el punto de vista genético, “esta es cosa que la da Dios” (C 17,2), “cosa sobrenatural” (V 23,5…); es decir, es pura iniciativa de Dios en nosotros, pura gracia: “sin ruido de palabras, le está enseñando este Maestro divino, suspendiendo las potencias, porque entonces antes dañarían que aprovecharían si obrasen. Gozan sin entender cómo gozan. Está el alma abrasándose en amor y no entiende cómo ama. Conoce que goza de lo que ama y no sabe cómo lo goza. Bien entiende que no es gozo que alcanza el entendimiento a desearle. Abrázale la voluntad sin entender cómo… Es don del Señor de ella y del cielo, que en fin da como quien es. –Esta, hijas, es contemplación perfecta” (C 25,2). T insiste repetidas veces en que no hay técnicas oracionales que produzcan este género de contemplación o introduzcan en ella. En neta contraposición con las dos formas de oración mental y vocal: “pensar y rezar… En estas dos cosas podemos algo nosotros, con el favor de Dios; en la contemplación que ahora dije, ninguna cosa [podemos]. Su Majestad es el que todo lo hace, que es obra suya sobre nuestro natural” (ib 3).

2. El ingreso en la contemplación

Es tradicional la graduatoria de la oración en tres etapas sucesivas: vocal, mental-meditativa, contemplación. También T retiene ese escalafón, con cierta perspectiva cronológica o pedagógica (C 25). Pero sin carácter inflexible. Al contrario, está convencida de que es en la gracia de la contemplación mística, donde Dios manifiesta más ostensiblemente su gratuidad incondicional. Es muy posible el paso de la oración vocal a la contemplativa: “Os digo que es muy posible que estando rezando el Paternóster os ponga el Señor en contemplación perfecta” (C 25,1: reiterado en C 30,7).

De hecho, “algunas veces querrá Dios a personas que están en mal estado hacerles tan gran favor, para sacarlas por este medio de las manos del demonio” (C 1,6). El puede “algunas veces subir un alma distraída a perfecta contemplación” (es el título del c. 16 de C). “Hay almas que entiende Dios que por este medio las puede granjear para sí. Ya que las ve del todo perdidas, quiere Su Majestad que no quede por El, y aunque estén en mal estado y faltas de virtudes, dale gustos y regalo… y aun pónela en contemplación, algunas veces, pocas, y dura poco… (C 16,8). Sería, según ella, el caso de San Pablo en el camino de Damasco (“a San Pablo lo puso luego en la cumbre de la contemplación”: Conc 5,3). Más frecuentemente, como testigos de esa especie de excepción, propondrá a san Pablo y la Magdalena (C 40,3; M 1,1,3). Son muestras excepcionales de la libertad y gratuidad absolutas con que El otorga “a quien quiere” el don de la contemplación. Con todo, lo normal es que la conceda a quien se ha dispuesto adecuadamente para recibir ese don de Dios.

La Santa señaló el momento de ingreso en la contemplación en tres pasajes diversos: a) en Vida c.10; b) en Camino, 28 y ss.; c) en las Moradas cuartas.

a) En Vida 10, se limita a constatar su caso personal: “Tenía yo algunas veces…, aunque con mucha brevedad, comienzo de lo que ahora diré: acaecíame en esta representación de ponerme cabe Cristo…, y aun algunas veces leyendo, venirme a deshora un sentimiento de la presencia de Dios que en ninguna manera podía dudar que estaba dentro de mí o yo toda engolfada en El” (10,1). “Creo lo llaman mística teología”, añadirá enseguida. Ese ingreso en la contemplación primeriza de la presencia de Dios había sido preparado por un largo y penoso período de lucha: “peleaba con una sombra de muerte, y no había quién me diese vida”, dice sintetizando ese proceso (V 8,12). Noche cerrada, que había culminado en lo que llamamos “conversión” de T (ib 9). En realidad, fue su “conversión a Cristo” la que hizo de portón de acceso al oasis de la contemplación. El punto de arribo lo describe así: “Esto no era manera de visión… Suspende el alma de suerte, que toda parecía estar fuera de sí: ama la voluntad, la memoria me parece está casi perdida, el entendimiento no discurre [“no obra”, había escrito primero] a mi parecer, mas no se pierde; mas, como digo, no obra, mas está como espantado de lo mucho que entiende, porque quiere Dios entienda que de aquello que Su Majestad le representa ninguna cosa entiende” (ib 1).

Pasando del testimonio autobiográfico al meramente doctrinal, reanudará el tema en los capítulos 14-15 de Vida, donde puntualizará más detalladamente las diferencias entre “primera y segunda agua”, es decir, entre oración ascética, aunque sea sumamente simplificada (V 13,22), y oración de quietud y gustos “que son ya sobrenaturales” (ib 14 tít.).

b) En Camino, la llegada a la contemplación se presenta como término de la “oración de recogimiento”. Sucesión sin continuidad. Ya en Vida había apuntado la existencia de ese estadio previo: “Primero [es decir, antes del ingreso en la “mística teología”], había tenido muy continuo una ternura, que en parte algo de ella me parece se puede procurar…” (V 10,2). Volverá a apuntarlo al final de ese primer grado de oración (V 13,22). Ahora, en el Camino, expondrá extensamente la llamada “oración de recogimiento” (cf c. 28 tít.), y la describe como una sencilla praxis que rebasa a la simple meditación y que es normalmente asequible a quien la practica. Con la peculiaridad de preparar el terreno a la recepción de la gracia de contemplación: “buen fundamento para, si quisiere el Señor, levantaros a grandes cosas, que halle en vos aparejo” (C 29,8). Esas ‘grandes cosas’ acontecerán a partir de la oración de “quietud”, de que tratará enseguida (cc. 30-31) y que será el ingreso en la contemplación.

La exposición del Camino tiene intención pedagógica: es cierto que Dios otorga gratuitamente su don de “contemplación”. Pero lo normal es que el sujeto se halle preparado. Lo cual exige una seria dosis ascética (amor, desasimiento, humildad, sed del agua viva), y un proceso de interiorización de la oración, que ella condensa en la pequeña técnica del recogimiento.

c) Por fin, en el Castillo Interior reserva una sección de las moradas –las cuartas– para codificar la etapa de transición, del recogimiento a la primera oración contemplativa: oración de “quietud”. Las diseñará con el delicado símbolo de las dos fuentes: fuente con canales y arcaduces, que aporta el agua al interior del castillo trabajosamente, a base de esfuerzo humano; y pilón que mana y vierte agua desde lo más hondo del castillo y se expande por las moradas todas silenciosamente, como las aguas de Siloé, dilatando el corazón (M 4,2,1-5).

3 .Los grados de la contemplación

Teresa escribe sus textos desde lo alto de su experiencia mística. De ahí que al establecer las graduatorias del proceso de relación “alma-Dios”, conceda siempre atención especial a las etapas místicas. Y que a éstas las mida por el parámetro de la oración contemplativa. Las dos exposiciones más importantes se hallan en Vida (a), y en Moradas (b).

a) En Vida (cc 14 y ss.) propone tres grados de contemplación infusa. En el símil de huerto de regadío, aguas 2ª, 3ª,y 4ª. A saber:

– el primer grado de contemplación infusa sería la oración de quietud: infusión de amor. Embeleso de la voluntad, en que hace de talismán el “Bien de Dios”, su bondad, amor, belleza, misericordia… Pequeña puerta de ingreso en el espacio de la experiencia de lo divino.
– el segundo grado sería ya el ingreso en las formas extáticas, que T llama “sueño de potencias” (c. 16,2), “embriaguez de amor”, “borrachez del alma” (V 16,2; 18,13: imágenes que abundarán luego en los Conceptos 4,3-5; 6,3).
– el tercer grado sería la ‘unión’, no sólo de la voluntad humana con la de Dios, sino del pobre espíritu humano con el divino. Teresa dirá que, llegada a ese punto, crecía en ella “un amor grande de Dios, que no sabía quién se le ponía, porque era muy sobrenatural”. “En queriéndome divertir (=distraer), nunca salía de oración. Aun durmiendo me parecía estaba en ella… Aquí era crecer el amor…” (V 29, 7-8).

b) En el Castillo Interior, escrito ya en plena madurez, T propondrá otra graduatoria, ligeramente diversa pero más certera. Las tres primeras moradas señalarán tres momentos de la oración meditativa. Las tres últimas (quintas, sextas, séptimas), tres grados de contemplación. Entre aquéllas y éstas, intercalará las moradas cuartas, que propondrán una oración de “quietud” como fase de transición e ingreso en el estado de contemplación infusa. Y ésta última se desplegará en un proceso de unión con el misterio divino: unión inicial del alma con Dios en las moradas quintas; unión extática (“Vivo ya fuera de mí”) en las moradas sextas; y unión consumada (“ya toda me entregué y di”), unión en cierto modo indisoluble en las moradas séptimas: “Acá [en este grado de contemplación] es… como si un arroyico pequeño entra en la mar, no habrá remedio de apartarse” (M 7,2,4).

Una sencilla tabla sinóptica de la graduatoria de Vida, confrontada con la graduatoria de las Moradas, permite apreciar la diversidad de esquemas y la ventaja de la síntesis final:

4. El contenido de la contemplación

Podría condensarse en dos palabras: presencia y amor de Dios. Y a través de ambos, nueva actitud frente a todo lo humano y todo lo creado. Presencia amorosa de lo divino, que va impregnando todo el espacio existencial.

Como hemos visto, en T la contemplación infusa se inicia con el hecho de la mutua presencia : “Dios dentro de mí / yo toda engolfada en El” (V 10,1). Inmediatamente comparece el cambio afectivo: embeleso amoroso de la voluntad. De suerte que la contemplación infusa –“mística teología”, dirá ella– no sólo sea sabiduría sabrosa, sino tensión de amor humano hacia la esfera de la divinidad, e impacto del amor divino en el propio ser. En T el amor pone en marcha los deseos. “Deseos siempre los tuve grandes”, dirá ella. Pero la contemplación mística provoca la tensión suma entre la vida y la muerte: deseos de ver a Dios; deseos de librarse del riesgo de la vida, aunque sea a costa de la muerte; deseos de estar en Cristo; o de llegar a la plena y definitiva posesión de lo divino. Con la consiguiente mutación óptica en la visión de la vida presente: “¡Oh vida, vida…!”, exclamará repetidas veces ella. “¡Cómo puedes sustentarte estando ausente de la Vida!” (E 1,1).

Materiales para el fuego de la contemplación son, en cierto modo, todo: las personas, la belleza de lo creado, el encanto del agua, la farsa de la vida, “honra, placeres y dineros” vistos desde la atalaya en que se ven verdades. El pecado. La Iglesia y los grandes males de la humanidad, el alma propia o la ajena, la gracia, el Espíritu Santo, la inhabitación de la Trinidad en el alma, la Eucaristía, “los cielos abiertos”, la Humanidad de Cristo resucitado… Diríase que el arco de la contemplación abarca desde las cosas más banales (“una hormiguita”: M 4,2,2), hasta “la Verdad de Dios de la que deriva toda verdad, lo mismo que todo amor deriva de su amor” (V 40, 1-4).

Pero lo más preciado, entre todos los contenidos de la contemplación, es –para ella– el misterio de Cristo Jesús. En todas sus manifestaciones: sus palabras, su conducta histórica, su amor, sus sentimientos, su relación con el Padre, su cruz, su gloria. Teresa ha defendido de manera especial el carácter cristológico de la contemplación mística. No es verdad –según ella– que la contemplación cristiana adopte la tesis platónica de objetivarse en las formas puras e inmateriales. La Huma­nidad de Jesús no sólo es objeto posible en la más alta contemplación, sino que en la contemplación cristiana es ineludible. El es camino y puerto final. De ahí que, según ella, Cristo y su Humanidad santa marquen la escalada de la contemplación, en su línea ascensional hacia lo divino, y en su dimensión expansiva hacia todo lo humano.

BIBL. – B. Jiménez Duque, Apuntes acerca de la contemplación en Santa Teresa, en «MteCarm.» 78 (1970), 219-234; L. Oechslin, L’appel à la contemplation d’après Sainte Thérèse. en «Carmel» 39 (1956), 103-117; A. Moreno, Contemplation acording Teresa and John of the Cross, en «RevRel» 37 (1978), 256-267; M. Herráiz, Espiritualidad y contemplación, en «A zaga de tu huella», Burgos 2001, pp. 665-684.

T. Álvarez

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Consolaciones espirituales

1. Consolación y desolación. – Son dos situaciones extremas y opuestas del camino espiritual. En los escritos teresianos no aparece el término desolación, pero sí se describe esa típica situación aflictiva, presente en otros místicos y maestros espirituales. Su descripción es un pequeño jirón de la autobiografía de T en pleno período místico, capítulo 30 de Vida. Teresa, que había leído el comentario de san Gregorio al libro de Job, ahora compara ese trance suyo con el santo de Hus: “…permite el Señor y le da licencia (al demonio), como se la dio para que tentase a Job, aunque a mí –como a ruin– no es con aquel rigor” (30,10). A veces es una situación psicológica pasajera. Otras han sido períodos de “ocho y quince días, y aun tres semanas, y no sé si más…” (n. 11), en que ella se ha sentido sumergida en la desolación, con la mente oscurecida, “el alma aherrojada” y todo su ser como en “un traslado del infierno” (n. 12), vacía de Dios, “casi como cosa que oyó de lejos le parece conoce a Dios” (n. 12). Termina esa descripción con una pincelada colorista: “Tener, pues, conversación con nadie es peor. Porque un espíritu tan disgustado de ira pone el demonio, que parece a todos me querría comer, sin poder hacer más, y algo parece se hace en irme a la mano, o hace el Señor en tener de su mano a quien así está, para que no diga ni haga contra sus prójimos cosa que los perjudique y en que ofenda a Dios” (n.13). La cascada de vocablos usados por T, en lugar de “desolación”, son numerosos: “congoja”, “desconsuelo”, “espíritu de ira”, “trabajos de cuerpo y alma”, “de los más penosos y sutiles…”.

T dispone igualmente de un rico léxico de variantes para el aspecto opuesto: consolación y consuelo, ternura y lágrimas, contentos y gustos. Los dos últimos tienen ya acepción técnica, para designar las primeras manifestaciones de la oración mística. Para ella, en la vida espiritual el gran Consolador es Jesús, o el Señor: “este Señor y consolador mío…” (V 40,20), “verdadero consolador” (M 6,11,9). Él sirve de punto de referencia: en la Pasión “desierto quedó este Señor de toda consolación” (V 20,10). También la Virgen María es modelo y fuente de consuelo en los trances de dolor. “No pienses cuando ves a mi Madre –le dice el Señor a T– que me tiene en sus brazos, que gozaba de aquellos contentos sin grave tormento. Desde que le dijo Simeón aquellas palabras, le dio mi Padre clara luz para que viese lo que yo había de padecer” (Rel 36,1). Al lado de la Virgen aparece también ese profeta de la consolación, el anciano Simeón con el Niño Jesús –como “un romerito”– en sus brazos (C 31,2).

A pesar de la frecuente referencia de T a san Pablo, no cita ella ni parece aludir al texto clásico del Apóstol: 2 Cor 1, 3-7. En cambio, en momentos de desolación, sí le ha servido otro pasaje paulino: “…decía san Pablo que era Dios muy fiel, que nunca a los que le amaban consentía ser del demonio engañados… (1 Cor 10,13). Esto me consoló mucho” (V 23,15). También es para ella motivo de íntimo consuelo el salmo 33,19: “mientras menos consolación exterior, más regalo os hará (el Señor). Jamás falta… Así lo dice David: que está el Señor con los afligidos” (C 29,2). La conmueve de modo especial la palabra de Jesús. “venid a Mí todos los que trabajáis y estáis cargados, y yo os consolaré”: glosado en la Exclamación 8.

2. En el principiante espiritual. – Teresa había leído probablemente los capítulos del ‘Maestro’ san Juan de Ávila en el Audi, filia, sobre la tentación que sufre el principiante “buscando consuelos y gustos espirituales” (II, 2,8). Pero a ella la adoctrinó más la propia experiencia, con alternancia de consuelos y desconsuelos en los comienzos de su vida espiritual. “Contentísima” apenas toma el hábito: “mudó Dios la sequedad que tenía mi alma en grandísima ternura; dábanme deleite todas las cosas de la religión” (V 4, 2). Pero pronto se le trastrocó ese paisaje interior: “Dieciocho años pasé grandes sequedades” (V 4,9). En cuanto a la “grandísima ternura” mencionada por ella, es significativa la historia de sus lágrimas. Primero, tenía “mucha envidia si veía a alguna tener lágrimas” (V 3,1). Porque “era tan recio mi corazón, que si leyera toda la Pasión no llorara una lágrima” (ib). Pero apenas profesa, “ya el Señor me había dado don de lágrimas” (V 4,7). Nuevo cambio de signo en los años de sequedad: “enojábame en extremo de mis lágrimas… Parecíanme lágrimas engañosas” (V 6,4). Y sin embargo su conversión acaecerá, como la de san Agustín, “con grandísimo derramamiento de lágrimas” (V 9,9). “Lágrimas gozosas”, dirá luego (19,1). “Lágrimas todo lo ganan” (19,3)…

Desde esa su experiencia, al principiante lo prevendrá en términos categóricos acerca de toda esa zona de consolaciones y ternuras en los comienzos de la vida espiritual. Dedica al tema el capítulo primero de su ‘tratadillo’ de los grados de oración (V 11). En el símbolo del pozo y el huerto del alma, es un presupuesto perentorio que el hortelano (el principiante) ha de atravesar períodos más o menos largos en que el pozo se niegue a dar agua. “Pues ¿qué hará aquí el que ve que en muchos días no hay sino sequedad y disgusto y desabor y mala gana para venir a sacar el agua…?” La respuesta es: “alegrarse y consolarse y tener por grandísima merced trabajar en huerto de tan gran Emperador… Su intento no ha de ser contentarse a sí sino a Él… Ayúdele a llevar la cruz” (V 11,10). Consigna central para el principiante es “determinarse a servir por amor”; “se determine, aunque para toda la vida le dure esta sequedad”; “quien viere en sí esta determinación, no hay que temer” (V 11,10.12).

Frente al problema teórico del deseo o la petición de “consolaciones espirituales”, la respuesta de T es categórica. Total abandono a la voluntad de Dios. “Guíe Su Majestad por donde quisiere. Ya no somos nuestros sino suyos” (n. 12). Intencionada toma de posiciones frente a los letrados de su entorno, no sin un fino toque de ironía: “Para mujercitas como yo, flacas… [pase!]; mas para hombres de tomo de letras, de entendimiento, que veo hacer tanto caso de que Dios no les da devoción…, me hace disgusto oírlo” (n. 14). En la perspectiva doctrinal de T, se trataría de una norma de profilaxis espiritual: erradicar desde la base toda infiltración de hedonismo espiritual. El apetito o la expectativa de gustos y consolaciones espirituales derivaría en una grave deformación de la vida misma.

3. Dentro de la experiencia mística. – Tratará el argumento en el Castillo Interior, al llegar a las moradas sextas. Lo normal es que el místico pase por el crisol de “los grandes trabajos” (M 6,1), con pena profunda por el sentimiento de la ausencia de Dios, y por el recuerdo de los propios pecados (M 6,7,1-6; cf 6,6,9-10). Pero esa misma experiencia mística hará brotar torrentes de indecible consolación espiritual. Ciertas gracias místicas constituirán un anticipo del goce escatológico, preludio de la bienaventuranza celeste. Centro irradiante de todas ellas será Cristo en su Humanidad de resucitado. Sólo “acordarse de su mansísimo y hermoso rostro, es grandísimo consuelo” (6,9,14).

4. El arte de consolar a los otros. – En la psicología de T es congénito el sentido de benevolencia hacia los demás. Desde joven, “en esto de dar contento a otros he tenido extremo” (V 3,4). Altruismo innato, que en T se eleva de grado con la llegada de la experiencia mística. Baste recordar los dos extremos cronológicos de ese período.

Sin duda se debió a su renombre de buena amiga y de su capacidad consoladora el episodio, un tanto exótico, de su envío a Toledo en pleno invierno de 1561/1562, únicamente para consolar a una dama desconsolada, D.ª Luisa de la Cerda. Comenta Teresa: “Fue el Señor servido que aquella señora se consoló tanto, que conocida mejoría comenzó luego a tener, y cada día más se hallaba consolada. Túvose a mucho, porque la pena la tenía en gran aprieto” (V 34,3).

El otro episodio ya no pudo relatarlo ella. Sucedió el último año de su vida, durante su residencia en un hospital burgalés. Nunca había tenido T esa experiencia de contacto inmediato con el dolor y la miseria humana. Desde su celdilla improvisada, oía los alaridos de los enfermos durante las curas. No resiste, y día tras día baja a consolarlos. Su enfermera Ana de san Bartolomé cuenta las estratagemas de que se servía, y hasta qué punto era balsámica su palabra o su mera presencia. El médico de turno, Antonio de Aguiar, comentando “la blandura de su santo y religioso trato”, recuerda : “Tenía Teresa una deidad consigo, para este testigo sacrosanta…, como del cielo… Sus palabras sacaban consigo pegado un fuego que derretía, sin quemar, los corazones de quien trataba” (BMC 20, 425). Aguiar era el médico de la madre Teresa y del Hospital de la Concepción, donde ella tenía residencia prestada.

5. Nuestra Señora de la Consolación. – En la Virgen María vio T un ejemplo sumo de desolación y de consolación. Desolación, en su “transfixión” al pie de la Cruz. Teresa no retiene ese vocablo litúrgico, sino el popular “traspasamiento”: “mas ¡cuál debía ser el traspasamiento de la Virgen!” El sábado antes de la Resurrección, “la pena la tenía tan absorta y traspasada…” (R 15,6). A Teresa nunca le agradó la llamada misa “de spasmo Beatae Virginis Mariae” (= del desmayo de la Virgen). Según ella, la Señora “estaba en pie”, traspasada de dolor. Pero ella fue la primera en recibir la consolación del Resucitado. Así lo percibe Teresa en una de sus experiencias místicas: “Díjome (el Señor) que en resucitando había visto a nuestra Señora…, y que había estado mucho con ella, porque había sido menester hasta consolarla” (R 15,6).

T es amiga de plasmar en imágenes el contenido de sus experiencias cristológicas y marianas. A eso se debe que en su última visita al Carmelo de Malagón (1580) dejase a la comunidad el regalo de una imagen, hoy célebre, de Nuestra Señora de la Consolación”. Tiempo después, cediendo a las súplicas del Padre General, Juan de la Concepción, la comunidad le cedió la imagen (1689), que tuvo durante siglos capilla y culto en el convento barcelonés de “San José”, con amplia veneración popular. Así, hasta la desoladora profanación de 1835. Reco­gida de entre los desechos, la imagen pasó a la iglesia de las carmelitas de Barcelona, donde siguió siendo venerada hasta que, un siglo después (1936), de nuevo fue asolada la iglesia y robada la imagen. Entre tanto, ya desde fines del siglo XVII, su devoción se había extendido en Tortosa, en torno a una imagen pictórica, copia de la pequeña estatua de San José de Barcelona. Ahí, en Tortosa y en pleno período de exclaustración, la devoción popular a nuestra Señora de la Consolación prende en un alma privilegiada, Rosa Molas y Vallvé (1815-1876), hoy Santa Rosa Molas, madre y fundadora de una congregación de caridad y consolación, a la que impuso el nombre de “Hermanas de Nuestra Señora de la Consolación”: 1858 (cf María Esperanza Casaus, La imagen de nuestra Señora de la Consolación, en “Monte Carmelo” 107 –1999– pp. 541-575).

En el Carmelo de Malagón se conserva todavía hoy un óleo, retrato y recuerdo de la imagen donada por la Santa. Es un cuadro de buen pincel: la Señora tiene en su derecha al Niño Jesús, y en su izquierda un libro abierto en que se leen las palabras de Isaías (40,1): “Consolamini, popule meus”. Y al pie de la imagen, la leyenda: “V. R. [=verdadero retrato] de la Milagrosa ymagen de Nª Sra. de la Consolacion, que llevaba santa Tereza en sus jornadas”.

BIBL. – M. E. Casaus Cascán, La imagen de Nuestra Señora de la Consolación. Desde Santa Teresa a Santa María Rosa Molas, en «MteCarm.» 107 (1999), 541-575; S. López Santidrián, El consuelo espiritual y la Humanidad de Cristo en un maes­tro de Santa Teresa. En «EphCarm» 31 (1980) 161-193.

T. Álvarez

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Conformidad

“Conformidad con la voluntad de Dios”, es uno de los postulados doctrinales de Teresa. En las Moradas lo propondrá como uno de los hitos fundamentales del camino espiritual : “Toda la pretensión de quien comienza oración (y no se olvide esto, que importa mucho) ha de ser trabajar y determinarse y disponerse con cuantas diligencias pueda a hacer su voluntad conformar con la de Dios… Estad muy cierta que en esto consiste toda la mayor perfección que se puede alcanzar en el camino espiritual” (M 2,1,8; cf 3,2,4). Por eso en las moradas quintas hablará de la “unión de voluntades” –de Dios y del hombre–, emparejándola con la unión mística (M 5,3,3-4). Doctrina que ya había expuesto en Camino al comentar la petición “hágase tu voluntad” (C 32,9), y antes en la formación del orante-contemplativo, a quien se le exige una incondicional sumisión a los planes de Dios respecto a los progresos de su oración (C 17-19)

En su historia personal, Teresa recuerda la gran conformidad con la voluntad de Dios, que ella tuvo en su enfermedad (V 5,8) y en los “grandes trabajos” que se le siguieron (V 6 tít.). Lo resume así: “Estaba (yo) muy conforme con la voluntad de Dios, aunque me dejase así (paralítica) siempre” (V 6,2).

Pero mucho más profunda que esa experiencia inicial, es la alcanzada por Teresa hacia el fin de su vida, a través del crisol de las gracias místicas. Lo condensa ella en su última Relación (1581). Habla de sí misma: “…nunca ni por primer movimiento, tuerce la voluntad de que se haga en ella la de Dios…Tiene tanta fuerza este rendimiento a ella, que la muerte ni la vida se quiere, si no es por poco tiempo cuando desea ver a Dios” (R 6,9: cf M 7,3, 6 ss).

Es esa experiencia final la que Teresa ha glosado líricamente en uno de sus poemas más densos: “Vuestra soy, para Vos nací, / qué mandáis hacer de mí” (Po. 2). Todo el poema es una glosa al tema del rendimiento total de la voluntad humana a la divina, inspirado probablemente en el modelo paulino: “Señor, qué queréis que haga” (He 22,10).

T. Álvarez.

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Conceptos del amor de Dios

Es un opúsculo de T de datación incierta. Autógrafo perdido. Con transmisión manuscrita muy deficiente. Y edición tardía (1611). Es, con todo, el único escrito de la Santa basado directamente en la Biblia. Más aún, escrito a partir del libro bíblico de más difícil acceso a las mujeres de su tiempo, el “Cantar de los Cantares”. El título del opúsculo no es de la autora, sino de la primera edición. Varios editores modernos lo titulan Meditaciones sobre los Cantares.

1. Composición de la obra. – Nos han llegado sólo datos vagos y confusos sobre su origen y fecha de composición. En el prólogo y epílogo asegura la autora que escribe obedeciendo a un mandato: lo hace “por obediencia”, pero a la vez impulsada desde lo interior por el resorte de una múltiple experiencia: experiencia de su vida mística, de la eficacia espiritual de la palabra bíblica de los Cantares, y de la necesidad de adoctrinamiento por parte de las destinatarias, monjas de sus Carmelos. No sabemos quién o quiénes fueron los autores del mandato de escribir, dato de interés para situar el libro teresiano en el polémico cruce de corrientes de aquella época. Por análisis interno, a tenor de las confidencias autobiográficas del escrito, deducimos que T escribe hacia el final de su período extático, después de redactado el Camino, y antes de comenzar el Castillo Interior. Probablemente, también antes de comenzar el Libro de las Fundaciones (iniciado en Salamanca 1573).

Entre las pistas cronológicas que nos ofrece la autora, se destacan dos. La alusión inicial a los varios Carmelos ya fundados por ella: lo cual sugeriría una fecha no anterior a 1568, en que erige su tercero y cuarto monasterio (Malagón y Valladolid). Y todavía otra pista más tardía: hacia el final del escrito (c. 7, 2) recuerda el famoso éxtasis de la Pascua de 1571, referido en la Relación 15. Lo cual demuestra que, al menos en su redacción definitiva, nuestro opúsculo es posterior al mes de abril de 1571.

Fecha importante. En el decenio que precede se ha difundido en Castilla y Portugal la versión castellana del Cantar de los Cantares hecha por fray Luis de León y dedicada a una monja, doña Isabel de Osorio. Período de difusión y de pacífico acceso a los Cantares en lengua romance, que se clausura entre 1571 y 1572. En esta última fecha, el traductor fray Luis ingresa en la cárcel, delatado –entre otras cosas– por el talante de su versión castellana de los Cantares. No es de excluir que la Madre Teresa fuese una de las lectoras de la versión luisiana en difusión manuscrita. Y, a la vez, resulta poco probable que la Santa se decida a comentar ella misma los Cantares después del fatídico año 1572, en que se torna movedizo y crispado ese terreno de la Biblia. Precisemos.

Durante el decenio 1561-1571 la Santa, en plena efervescencia de su período extático, se entusiasma con el texto amoroso de los Cantares, lo explota personalmente para refrendo de sus experiencias místicas, e incluso pide una y otra vez explicaciones exegéticas del poema bíblico a sus teólogos asesores. He aquí alguna de sus confidencias acerca de todo esto:

“Algunas personas conozco yo [discreta alusión a sí misma]…, que han sacado gran bien, tanto regalo, tan gran seguridad de temores, que tenían que hacer particulares alabanzas a nuestro Señor muchas veces, porque dejó remedio saludable para las almas que con hirviente amor le aman, que entiendan y vean que es posible humillarse Dios tanto; que no bastaba su experiencia para dejar de temer cuando el Señor les hacía grandes regalos. Ven aquí pintada su seguridad” (1,5).

Prosigue: “Sé de alguna persona (de nuevo, ella misma) que estuvo hartos años con muchos temores, y no hubo cosa que la haya asegurado, sino que fue el Señor servido oyese algunas cosas de los Cánticos, y en ellas entendió ir bien guiada su alma” (1,6).

Más concretamente: “Hace como dos años, poco más o menos, que me parece me da el Señor para mi propósito a entender algo del sentido de algunas palabras (de los Cantares); y paréceme serán para consolación de las hermanas que el Señor lleva por este camino, y aún para la mía, que algunas veces da el Señor tanto a entender, que yo deseaba no se me olvidase, mas no osaba poner cosa por escrito” (pról. 2).

Insistirá varias veces en su intento de ahondar en el sentido del poema, recurriendo al saber de los doctos en Biblia y teología, quienes, desafortunadamente, responden con evasivas: “…me han dicho letrados –rogándoles yo que me declaren lo que quiere decir el Espíritu Santo y el verdadero sentido de ellos–, dicen que los doctores escribieron muchas exposiciones y que aún no acaban de darle…” (1,8).

El cambio de clima exegético-divulgativo, a partir del episodio inquisitorial de fray Luis de León, explicaría la normal intervención del teólogo dominico, que al conocer el escrito de T, lo encamina directamente al fuego. Aquellas páginas, que habían brotado en clima favorable, ahora difícilmente podían subsistir en el nuevo clima de hostilidad y recelos.

Este último episodio, que motivó la destrucción del autógrafo teresiano, ocurrió hacia 1574. Es el año en que la Madre Teresa funda su Carmelo de Segovia. Ahí se pone bajo la dirección espiritual del teólogo dominico, Diego de Yanguas. Lo sucedido con él, a propósito del manuscrito teresiano, lo sabemos por varias fuentes documentales, que coinciden en tres datos: que el padre Yanguas desaprobó el proyecto de Teresa; que lo creyó inconveniente por contener un escrito de mujer sobre los Cantares; y que la Santa reaccionó arrojando al fuego su manuscrito. Una voz fehaciente refiere: “El P. fray Diego de Yanguas dijo a esta testigo que la dicha Madre había escrito un libro sobre los Cantares y él, pareciéndole que no era justo que mujer escribiese sobre la Escritura, se lo dijo, y ella fue tan pronta en la obediencia… que lo quemó al punto” (testimonio de María de san José, Gracián, en los Procesos: BMC 18, 320). Más datos nos los ofrece la Duquesa de Alba, doña María Enríquez: “…lo que escribió la dicha Madre sobre los Cantares, lo tiene en su poder (la declarante)… y que esta copia la escondieron en el convento de Alba y la dieron a Su Excelencia cuando el Padre Maestro Yanguas la mandó las recogiese todas y quemase, no por malo, sino por no le parecer decente que una mujer, aunque tal, declarase los Cantares…” (ib 20, 349. El interesado, Yanguas, nada dice del percance en su testimonio de los Procesos; BMC 18, 239-243).

La importancia histórica de este complejo episodio se debe a un doble dato: por un lado, la osadía de esta mujer que es Teresa, en afrontar contra corriente la glosa de los Cantares. (Ella misma tiene conciencia de que es “atrevimiento”: 1, 12; 7, 9; y que “parecerá demasiada soberbia mía…”: 1, 8). Por otra parte, resulta patente que T y su libro se enmarcan en la historia dramática de la teología y la espiritualidad española de esa segunda mitad de su siglo, tan tenso entre teólogos y espirituales.

2. Difusión y edición del escrito. – Destinatarias del libro fueron desde las primeras líneas del prólogo las monjas de sus Carmelos. Ellas fueron las que se apresuraron a transcribirlo antes de que el autógrafo pereciese en el fuego. Hasta nosotros ha llegado un manojo de copias. Las más importantes son cuatro. A saber:

– Copia de Baeza: conservada antiguamente en el Colegio de Carmelitas de “San Basilio” de Baeza, se perdió en la exclaustración del siglo pasado. De ella nos ha llegado únicamente la transcripción hecha en 1759 por Andrés de la Encarnación, hoy en la Biblioteca Nacional de Madrid, ms. 1400.
– Copia de Consuegra: se halla en las carmelitas descalzas de Consuegra. Debida a una de ellas, Ana de san José. Texto en desorden. En el mismo año 1759 Andrés de la Encarnación hizo de él una transcripción que se conserva en la Biblioteca Nacional de Madrid, ms. 1400.
– Copia de las Nieves: se hallaba en el antiguo desierto carmelita de Nuestra Señora de las Nieves (Málaga). Perdida en la exclaustración del siglo pasado, se conserva su texto en una transcripción hecha en 1770. Hoy en el ms. 1400 de la Biblioteca Nacional de Madrid.
– Copia de Alba de Tormes: existe en el convento de carmelitas descalzas de Alba de Tormes. Es la más completa de las cuatro. Sirvió el texto base de las ediciones a partir de la primera.

Con todo, el texto original no logró salvarse en su integridad. Todos estos apógrafos lo transmiten incompleto y casi siempre en desorden.

En vida de la Santa, una de esas copias, concretamente la de Alba, llegó a manos del P. Domingo Báñez, también él implicado en el drama de fray Luis de León. La Santa tenía interés en que el teólogo dominico aprobase su libro. En carta a la priora de Valladolid, María Bautista, gran admiradora de Báñez, le escribe: “¿Por qué no me dice si ha dado por bueno el libro pequeño quien dijo lo estaba el grande?…” (cta 898, 11: del 28.8.1575; “libro pequeño” sería éste; “libro grande”, el de la Vida).

Por esas fechas –agosto de 1575– ya Báñez había firmado su voto favorable a “Vida”, destinado a la Inquisición central (7 de julio de 1575). También había tenido en su poder la mencionada copia de Alba, de los Conceptos, y había anotado en sus márgenes una doble aprobación: “Visto he con atención estos cuatro cuadernillos, que entre todos tienen ocho pliegos y medio, y no he hallado cosa que sea mala doctrina, sino antes buena y provechosa. En el Colegio de San Gregorio de Valla­dolid, 10 de junio, 1575. Fr. Domingo Bañes” (p. final del ms.). Ya antes había anotado al margen de la página inicial: “Esta es una consideración de Teresa de Jesús. No he hallado en ella cosa que me ofenda. Fr. Domingo Bañes”.

No sabemos si ese manuscrito, así aprobado por Báñez, llegaría más tarde a manos de fray Luis de León, en vista de la edición de las Obras de la Madre Teresa (1587-1588). De hecho, el maestro agustino excluyó de su edición este escrito de la Santa. En cambio, una copia de ese códice de Alba llegó más tarde a manos del P. Jerónimo Gracián, en Bélgica, quien se apresuró a editarlo: Bruselas 1611, “por Roger Velpio y Huberto Antonio, impressores jurados”. Gracián organizó por su cuenta el texto, lo dividió en siete capítulos que rotuló con epígrafes adecuados, y no sólo introdujo retoques textuales, sino que añadió un doble prólogo, numerosas notas marginales y una serie de “Ano­taciones” al final de cada capítulo. A él se debe el título de “Conceptos del amor de Dios” con que el librito ha sido publicado a lo largo de cuatro siglos.

La edición de Gracián fue afortunada. En esa segunda década del siglo cuenta numerosas reediciones, casi una por año: Bruselas 1611 y 1612; Valencia, dos ediciones en 1613; Madrid, 1615; versión francesa en Lyon, 1616… En cambio, los aditamentos de Gracián al final de cada capítulo sufrieron pronto el cercén de la censura “eliminados por orden de la Inquisición” (Reforma de los Descalzos…, L. 5, c. 38, p. 884). El librito ingresó definitivamente en el corpus de las Obras teresianas con la edición plantiniana de Baltasar Moreto (Bruselas 1630).

3. Contenido del libro. – De antemano, T excluyó expresamente todo proyecto de comentario exegético, literal o teológico, del poema bíblico. Dejó esa tarea para los teólogos: “ellos lo han de trabajar” (1,2). Para sí se reservó el derecho de meditar los versos de los Cantares y decir el impacto que esas palabras dictadas por “el Espíritu Santo” (1,8) producen en su alma, en diálogo amoroso, no sin cierta intención de amor envolvente que alcance a las lectoras. Todo ello en clave femenina, “que no hemos de quedar las mujeres tan fuera de gozar las riquezas del Señor” (1,8).

Para ello, la Santa selecciona unos pocos versos del poema bíblico, comenzando por el verso primero: “béseme con beso de su boca”, que es quizás el que más fuertemente la ha impactado: “¡Oh Señor mío y Dios mío, qué palabra ésta para que la diga un gusano a su Criador!” (c. 1).

Los otros versos elegidos para lo glosa son: “…dan de sí fragancia de muy buenos olores” (1,2: Conc 4,1); “sentéme a la sombra del que deseaba, y su fruto es dulce para mi garganta” (2, 3: Conc. 5, 1); “metióme el rey en la bodega del vino y ordenó en mí la caridad” (2, 4: Conc 6, 1); “sostenedme con flores y acompañadme con manzanas, porque desfallezco de mal de amores” (2, 6: Conc 7,1). Son los versos que han servido de lema a cada capítulo. El verso primero (“béseme con beso de su boca”) ha sido glosado en los tres capítulos primeros.

Dentro del comentario ha intercalado otros: “cama de rosas y flores… en el alma” (1, 14: Conc 2,5); “Esposo mío…, Vos sois para mí…” (2, 16 Conc 4, 8 y 10); “toda eres hermosa, amiga mía” (4, 7: Conc 6,8); “¿Quién es ésta que ha quedado como el sol?” (6, 10: Conc 6, 11); “debajo del árbol manzano te resucité” (8,5: Conc 7,8). Alguno de estos versos motivarán luego poemas de la Santa, como el fundado en la glosa “Dilectus meus mihi”, o alguna de las estrofas del “Alma, buscarte has en mí”.

Desde el punto de vista doctrinal los principales temas tratados son: a) cómo acercarse al poema bíblico y hacer su lectura (c. 1); b) la paz y amistad significadas por el “beso de su boca” (cc. 2-3); c) la oración mística de quietud y unión (cc. 4-5); d) oración y éxtasis (c. 6); e) efectos de la unión mística, a favor de la Iglesia (c. 7).

En definitiva, lo más importante es que el escrito ha servido a la autora para incorporar a su pensamiento el símbolo esponsal del poema, simbolismo apenas esbozado por ella en escritos anteriores (Vida y Camino). Lo cual preparaba de cerca el desarrollo personal de ese mismo símbolo en el Castillo Interior, para estructurar el proceso de la vida mística: moradas quintas, sextas y séptimas.

4. Ediciones recientes. – Principal edi­tor de los Conceptos en nuestro siglo ha sido el P. Silverio de santa Teresa. En el volumen cuarto de la Biblioteca Mística Carmelitana (Burgos 1917) depuró críticamene el texto en la medida de lo posible. Y editó por separado las cuatro copias apógrafas del mismo.

Más recientes son las ediciones de los PP. Efrén de la Madre de Dios y Otger Steggink a partir de 1954 (“Obras” de la Santa, BAC T II, pp. 577-634), en las que por primera vez se da al libro el título de “Meditaciones sobre los Cantares”. Otras ediciones más recientes son las de Tomás Álvarez (Burgos, Monte Carmelo, 1970 y sucesivas), Daniel de Pablo Maroto (Madrid, EDE, 1984 y ss.) y Maximiliano Herráiz (Salamanca, Ed. “Sígueme”, 1997).

La edición príncipe de Gracián ha sido reproducida en facsímil dos veces: por Tomás Álvarez, Burgos, Edit. Monte Carmelo 1979; y por Pedro Sáinz Rodríguez, Madrid, edit. Espasa-Calpe, 1981.

BIBL. – G. Mancini, Sobre los ‘Conceptos del amor de Dios’ de Santa Teresa, en «Philologica Hispaniensia», Madrid, 1986, pp. 255-266; G. M. Bertini, Interpretación de los ‘Conceptos del amor de Dios’ de Teresa de Jesús, en «Actas del Congreso Internacional Teresiano» II (Salamanca 1983), pp. 545-556; A. M. Pelletier, Lectures du Cantique des Cantiques, Roma, 1989, pp. 370-378.

T. Álvarez

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Comunión eucarística

Para el estudio de la piedad eucarística de T, remitimos a la voz Eucaristía. Aquí trataremos sólo del sacramento de la comunión: primero, en la práctica de T; luego, en su enseñanza espiritual.

1. En la vida espiritual de T la comunión adquiere importancia especial a partir de su conversión; relevancia que se vuelve dramática en su período místico.

Es muy poco lo que sabemos de la práctica de la comunión sacramental en la historia personal de T durante su vida en familia. No nos quedan datos sobre su primera comunión ni sobre su iniciación catequética de infancia. Sus primeras confidencias se refieren ya a los años de iniciación en la oración personal, siendo religiosa, años en que ella lucha contra distracciones y dificultades en la meditación: “Si no era acabando de comulgar, jamás osaba comenzar a tener oración sin un libro” (V 4,9). Aún no practicaba la comunión diaria (ni siquiera “comunión frecuente”, desde nuestros parámetros de hoy). Eran relativamente pocos los días de comunión permitidos por las Constituciones de la Encarnación (cf la rúbrica tercera de las mismas: BMC 9,485). Uno de sus primeros recuerdos emotivos se refiere a la comunión que ella solicita tras los cuatro días en estado de coma (de “paroxismo”, dice): “comulgué con hartas lágrimas” (V 5,10). Y quedó en la enfermería conventual “comulgando más a menudo… y desearlo” (6,4). La comunión “frecuente” será uno de los recursos para superar el bache de los años de baja (ib 7). El nuevo confesor, padre Vicente Barrón, la anima a “confesar de quince a quince días” (7,17; 19,12), y como el citado “paroxismo” le ha dejado quiebras de estómago con frecuentes vómitos matinales, para poder comulgar en la misa comunitaria (de la mañana), ella tiene que infligirse un vómito provocado al anochecer del día anterior (7,11). Pero a medida que cultiva su vida de oración, la comunión se va convirtiendo en el momento más intensivo de ésta: “cuando comulgaba, como sabía estaba allí cierto el Señor dentro de mí, poníame a sus pies, pareciéndome no eran de desechar mis lágrimas…” (9,2).

Las cosas cambian radicalmente al iniciar su vida mística. Para ella, no hay vida mística sin Eucaristía. La comunión parece transformarla: “No creo soy yo la que hablo desde esta mañana que comulgué. Parece que sueño lo que veo y no querría ver sino enfermos de este mal que estoy yo ahora…” (16,6; cf 16,2). “Siempre tornaba a mi costumbre de holgarme con este Señor, en especial cuando comulgaba” (22,4). Está convencida de que en la comunión se encuentra real y personalmente con la Humanidad de su Señor (c. 22). Convencida de que comulgar es recibirlo en su “pobre posada” (C 34, 7-8). En la comunión revive con toda intensidad el contenido de las místicas visiones cristológicas: “Cuando yo me llegaba a comulgar y me acordaba de aquella majestad grandísima que había visto, y miraba que era el que estaba en el Santísimo Sacramento…, los cabellos se me espeluzaban y toda parecía me aniquilaba” (V 38,19). Las comuniones le agudizan el amor a El: “En acabando de comulgar…, represéntase tan señor de aquella posada, que parece toda deshecha el alma se ve consumir en Cristo…” (28,8). “Viénen­me algunas veces unas ansias de comulgar tan grandes, que no sé si se podría encarecer. Acaecióme una mañana que llovía tanto, que no parece hacía para salir de casa. Estando yo fuera de ella, yo estaba ya tan fuera de mí con aquel deseo, que aunque me pusieran lanzas a los pechos, me parece entrara por ellas, cuánto más agua” (39,22).

En lo sucesivo, los momentos fuertes que jalonan la vida mística de T acontecen a la hora de comulgar. Cuando sobreviene el trance crucial en que sus amedrentados asesores le reducen taxativamente las comuniones (25,4) y le impiden la oración, el Señor interviene: “Díjome que les dijese que ya aquello era tiranía” (29,6). Poco después, “habiendo comulgado”, recibe la misión y el carisma de fundadora (32,11). La serie de gracias incisivas que ella va anotando en su cuaderno de Relaciones son prolongación de su comunión (R 26,1; 15,1-4; 47. 49…). Recibiendo la comunión de mano de fray Juan de la Cruz, se le otorga la gracia esponsal del matrimonio místico (R 35; M 7,2,1). Con frecuencia, la comunión tiene eficacia terapéutica, incluso sobre sus achaques físicos: “Como con la mano se le quitaban y quedaba buena del todo” (R 1,23; C 34,6). Es sumamente dramática su última comunión, en el lecho de muerte, ya no referida por ella sino por las religiosas que asisten al acto: “¡Hora es ya, Esposo mío, de que nos veamos!”

2. Su enseñanza. – La Santa dedica tres capítulos del Camino de Perfección (33-35) a educar la piedad eucarística en la comunión de sus discípulas. Les habla desde su experiencia personal: “Yo conozco una persona… Sé de esta persona que muchos años, aunque no era muy perfecta, cuando comulgaba, ni más ni menos que si viera con los ojos corporales entrar en su posada el Señor, procuraba esforzar la fe…, desocupábase de todas las cosas exteriores… y entrábase con Él… Considerábase a sus pies… Y, aunque no sintiese devoción, la fe la decía que estaba bien allí” (C 34, 6-7).

Sin duda, el dato más destacado en su pedagogía de la comunión es el realismo de fe en la real presencia del Señor. Insistirá en que no equivale a la relación psicológica o convencional con una imagen de Jesús: “Esto pasa ahora y es entera verdad” (34,8). No es el momento de retornar a las escenas contadas por el Evangelio, de Jesús en la Pasión o en el Huerto de Getsemaní… La comunión es el presente de todo eso en la interioridad de quien comulga con viva fe y con deseos intensos. Fe, amor, y deseos…, porque la Eucaristía es teofánica: es reveladora del misterio de Jesús. “A los que ve que se han de aprovechar de su presencia, Él se les descubre; que aunque no le vean con los ojos corporales, muchos modos tiene de mostrarse al alma… No viene tan disfrazado, que de muchas maneras no se dé a conocer, conforme al deseo que tenemos de verle” (ib 10.12).

En la Eucaristía, según ella, toca fondo la kénosis de Jesús, en su proceso de abajamiento. En la Eucaristía, él “se disfraza” para hacérsenos más “tratable”. Si, tal como está, lo viéramos “glorificado”, “no habría sujeto que lo resistiese de nuestro bajo natural, ni habría mundo ni quien quisiese parar en él… Debajo de aquel pan está tratable; porque si el rey se disfraza…” (ib 9). De lo contrario, “¡quién osara llegar… tan indignamente!”.

Desde el punto de vista de nuestra oración personal, la comunión eucarística nos ofrece la mejor coyuntura: comulgar es acoger al Señor en la posada del propio ser. Él se deja interiorizar en nosotros, para ahondar nuestra relación con él y facilitar así nuestra oración de recogimiento y de quietud, unificando en él la dispersión de sentidos y potencias. Es también la mejor oportunidad para “darle gracias” y “para negociar”, es decir, para presentarle los avatares de nuestra vida y de los hermanos (ib 10).

Como era natural en la piedad de su tiempo –y anticipándose a la explosión reparadora de los maestros del siglo XIX–, el hecho de las profanaciones del Sacra­mento se le convierte a ella en estímulo sumo de reparación. Lo deja fluir explosivamente en sus oraciones al Padre Eterno, que “consiente” tales desacatos a costa de su hijo presente en la Iglesia. Es todo un idilio el relato que hace a sus monjas del peligro en que estuvo la Eucaristía con ocasión de su fundación del Carmelo de Medina (F 3).

Eso mismo la lleva a extremar en la comunión la oración por la Iglesia. Se la inculca apasionadamente a las lectoras del Camino (c. 35). En una especie de sinaxis improvisada, T las convoca y las enrola en una espontánea prez eucarística, que comienza: “Padre Santo, que estás en los cielos… alguien ha de haber que hable por vuestro Hijo… Seamos nosotras, hijas, aunque es atrevimiento siendo las que somos…”

Y concluye presentando al Señor “este pan sacratísimo, y aunque nos le disteis, tornárosle a dar, y suplicaros, por los méritos de vuestro Hijo…, se sosiegue este mar: no ande siempre en tanta tempestad esta nave de la Iglesia” (35,5).

A nivel bien distinto, en la codificación de la vida de las carmelitas, Teresa extendió, todo lo posible entonces, el número de comuniones en las comunidades de sus Carmelos. Dedica al tema el capítulo 2º de las Constituciones, con el título “Qué días se ha de recibir al Señor”. Siempre partidaria de ampliar ese número en lo posible. Cuenta su primer biógrafo, Ribera: “Fuera de aquéllas [de las Constituciones] mandó que cada monja comulgase todos los años el día en que tomó el hábito y en el que hizo profesión… Y para que se supiese su voluntad, una vez que se lo preguntaron pidió tinta y papel y lo escribió y firmó de su nombre. Y es esto certísimo…” (La Vida de la Madre Teresa…, IV, 12, p. 424). Aún hoy se conserva ese apunte de la Santa (A 2).

BIBL. – D. de Pablo Maroto, Espiritualidad eucarística según santa Teresa, en «VidaSobr.» 66 (1986), pp. 321-336; Id., Vida eucarística de Santa Teresa en el siglo de las Reformas, Madrid, 1990.

T. Álvarez

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Comunidad

(en Santa Teresa de Jesús)

El tema se contempla en dos perspectivas. Una nos mostraría las dos experiencias básicas de comunidad que tuvo Teresa de Jesús, en la Encarnación y en San José. Otra, su pensamiento en torno a la comunidad religiosa, concretamente en el Carmelo femenino. Puede preguntarse si, en su proyecto fundacional, tuvo en mente un diseño de comunidad y con qué rasgos.

1. La primera experiencia 1535-1562

1.1.En el Monasterio de la Encarnación

Santa María de la Encarnación de Ávila, es el monasterio de monjas carmelitas en que, a sus 20 años, ingresa doña Teresa de Ahumada, el 2 de noviembre de 1535. ¿Por qué precisamente aquí? Ella dice: «era al que yo tenía mucha afición»; y «adonde estaba aquella mi amiga» (V 4,1). Su amiga es doña Juana Juárez.

La fundación originaria en 1479, comenzó como un beaterio carmelitano que se regía por un estatuto especial. El definitivo edificio sería inaugurado el 4 de abril de 1515, el mismo día en que la niña Teresa de Ahumada era bautizada. A partir de aquí la comunidad cambia su estatuto jurídico para convertirse en monasterio bajo las constituciones de la Orden.

Al ingreso de Teresa de Ahumada la comunidad se regiría, con toda probabilidad, por las Constituciones de la Encarnación de Ávila, texto publicado por el P. Silverio (BMC 9, Burgos, 481-523). Eran monjas de profesión solemne y rezo coral. El voto de clausura no estaba en vigor en esa época: «En la casa en que era monja no se prometía clausura» (V 4,5).

1.2.El marco comunitario desde la legislación

Las Constituciones de la Encarnación, junto con la Regla del Carmen, serían los primeros textos legales de la Orden que conoció y estudió la joven novicia Teresa de Ahumada. Presentan un programa de vida religiosa con tonos de gran exigencia. De su lectura se entresacan los siguientes caracteres comunitarios:

– Presentan una comunidad estructurada verticalmente en torno a la autoridad y a las normas.
– Son escasos los factores que ayuden al conjunto de monjas a sentirse comunidad convocada. Ésta encuentra su identidad casi exclusivamente en los actos corales y litúrgicos.
– En la plasmación del carisma orante del Carmelo, la oración mental no figura como acto de la comunidad.
– En cuanto al estilo de la relación interpersonal, hay ex-presiones ciertamente significativas en las leyes, como «hermandad», «nuestra compañía», «las hermanas se hablen dulcemente». Pero predomina el tono de mutuo respeto y reverencia.
– La priora queda en un plano distante, y se configura como garante de la observancia regular, la guarda de la honestidad y el buen cumplimiento de las normas.
– Se prescribe un silencio de carácter ascético. Y no se contemplan momentos comunitarios para el diálogo fraterno. Los actos de recreación comunitaria no figuran en las constituciones.
– Es escasa la doctrina sobre el amor fraterno. Mucho más relieve tienen las penas previstas para el quebranto de la caridad, que se recogen detalladamente en un largo apartado de culpas y penas. Sí se aconseja expresamente la caridad en el acto de la corrección fraterna.
– Las constituciones programan una vida común con escasos elementos de cohesión fraterna. No se tiene en cuenta el factor número, ni existen criterios, como la idoneidad para la vida en común, en las condiciones para la admisión al hábito.
– Los derechos de las capitulares a participar por votación secreta en la elección de priora, admisión de novicias y otras decisiones importantes, tampoco presentan originalidad respecto al derecho común de los monasterios similares de la época.
– En cuanto a los confesores ordinarios, las leyes son restrictivas. Y las religiosas tienen poca libertad para llamar a otros. No es extraño que doña Teresa hubiera padecido esta carencia en los primeros años.

En ese marco legal muchas carmelitas sirvieron, según la Santa «con mucha perfección al Señor» (V 7,3). Sólo que estas leyes obedecen a la mentalidad de una época, con sensibles carencias en torno al sentido de la comunión fraterna.

1.3. Otras circunstancias de la vida real

La primera, el número. Cuando se inauguró el monasterio nuevo en 1515, la fundadora, doña Beatriz Guiera y sus compañeras, eran partidarias de establecer un número límite de 14 monjas. Pero la enorme afluencia de vocaciones, pronto les llevó a desistir, y el convento se llenó hasta rebosar. Las referencias de la Santa sitúan el número en torno a 180 (cta A una aspirante religiosa, mayo.1581, n. 2). Lo mismo se comprueba por otros documentos de la época (Doña María Pinel, Noticias del Santo Convento de la Encarnación, BMC, 2, 102).

Al mismo tiempo se dan otras circunstancias coyunturales: una de ellas, la extrema penuria económica a que llegó la comunidad. Para aliviar la situación, algunas monjas salen a pasar largas temporadas en sus familias o en casas de amigos. Hubo que buscar ayudas de las familias pudientes. Y la misma doña Teresa recibiría el encargo de atender en el locutorio y visitar en sus casas a muchos de esos bienhechores (V 32,9).

Otra, las desigualdades basadas en el linaje y los bienes de fortuna. Mientras las «doñas» disponen de espaciosas celdas con varios compartimentos, las más pobres duermen en una sala común. Algu­nas de las primeras mantienen dentro criadas a su servicio. Había también diferencias en el comer, entre las que podían ser ayudadas por sus familias y las demás.

Por otra parte, en el monasterio, aun dándose una fidelidad básica al coro y a los rezos comunes, se hizo difícil mantener el clima adecuado de silencio y oración. En realidad era un monasterio de fundación reciente y escasa tradición, que se vio desbordado por la situación. Exceso de locutorio, dependencia de los parientes. Seglares que moraban en el convento trayendo y llevando noticias y recados de fuera. Algunas monjas de dudosa vocación, que habían recalado en el convento. Todo un mundillo monjil. (Steggink, Otger, Experiencia y realismo de Santa Teresa y San Juan de la Cruz, Madrid 1974, 70-90).

Hay pasajes teresianos (V 7,3-5) que denuncian abusos y relajaciones en monasterios de aquel tiempo. Con evidente delicadeza, sale en defensa del suyo: «Esto no se tome por el mío, porque hay tantas que sirven muy de veras y con mucha perfección… Y no es de los muy abiertos, y en él se guarda toda religión» (V 7,3).

Pero a la vez no puede menos de ser realista. Sólo un dato entre muchos: Acababa de integrarse en la nueva fundación de San José, y ante el peligro de que el P. General le mandase regresar a la Encarnación, escribía que le sería «desconsuelo, por muchas causas que no hay por qué decir. Una bastaba, que era no poder yo allá guardar el rigor de la Regla primera, y ser de más de ciento cincuenta el número» (F 2,1).

1.4. Cómo vive la madre Teresa esta experiencia

Entra en la comunidad con gesto humilde, pidiendo la hermandad de las hermanas. Ella viene a entregarse a Dios, a beber en las fuentes del Carmelo. Viene a aprender. La reciben en su compañía con cariñoso respeto y cierta admiración. Aquella joven de familia hidalga, dotada de evidentes gracias personales, ha tenido el coraje de afrontar la fuga de la casa paterna contra la voluntad de su padre (V 3,7; 4,1). Se le asigna una amplia celda, como correspondía a su rango y dote. En cuanto a la casa, ella la describe como «grande y deleitosa» (V 36,8).

1.4.1. Su estado de ánimo. – Lo conocemos a través de sus testimonios personales. En primer lugar hay un antes y un después de la toma de hábito, como si el Señor, tras las previas luchas vocacionales y las sequedades del año de postulantado, hubiera querido llenar su alma de un gozo nuevo: «En tomando el hábito… a la hora me dio un tan gran contento de tener aquel estado, que nunca más me faltó hasta hoy… Dábanme deleite todas las cosas de la religión» (V 4,2). Pasaría después por las ansiedades y temores lógicos del noviciado «grandes desasosiegos con cosas que en sí tenían poco tomo». Pero «con el gran contento que tenía de ser monja todo lo pasaba» (V 5,1). Una extraña y grave enfermedad al año de profesar, la obliga a ausentarse del convento para curarse (V 4,5). ¿Exceso de penitencia, angustia interior, inadaptación a los manjares? ¿O un episodio más de su siempre frágil salud?

Sentimientos íntimos que pueden ratificarse con otros pasajes: «Yo nunca supe lo que era descontento de ser monja ni un momento» escribe (V 36,11). En superlativo: «Y como estaba tan contentísima en aquella casa…» (V 32,12). Si no conociéramos los motivos, sería extraño que tuviese la tentación de irse a otra comunidad de la misma Orden, donde nadie la conociera, muy probablemente a La Encarnación de Valencia. Que nadie viera y que nadie comentara sus arrobamientos y fenómenos místicos. (Efrén de la Madre de Dios, Tiempo y vida de Santa Teresa, I, n. 469). Contaba entonces 42 años (V 31,13).

Su contento interior está lleno de gratitud y alabanza a Dios por la vocación, por haberla traído a aquel lugar: «de traerme por tantos rodeos vuestra piedad y grandeza a estado tan seguro y a casa donde había muchas siervas de Dios, de quien yo pudiera tomar» (V 4,3). Y en otro pasaje: «Bendito seáis, mi Dios y alábeos todo lo criado, que… darme estado de monja fue grandísima merced» (C 8,2). Esa es la visión global, muy por encima de los pequeños sinsabores de lo cotidiano. El llanto y las lágrimas que refiere en algunos pasajes de su vida, tienen motivos bien diferentes (V 9,1.8).

1.4.2. Sus relaciónes fraternas. – En la convivencia con las hermanas de esa numerosa y compleja comunidad, es donde Teresa de Ahumada, desplegaría la riqueza de su virtud y de sus dotes para la relación humana. Poco se sabe sobre su relación con las prioras de turno. ¿Qué ayuda y consejo le prestaron, por ejemplo, en sus crisis afectiva y espiritual? Se sabe que, desde joven, tuvieron gran confianza en ella, y que se sintió querida y valorada. «Como me veían tan moza y en tantas ocasiones, y apartarme muchas veces a soledad a rezar y leer… y mucho hablar de Dios…, no decir mal…, con esto me daban tanta y más libertad que a las muy antiguas y tenían gran seguridad de mí» (V 7,2).

En el cultivo de la relación fraterna brilla con luz propia la honradez y sinceridad de su caridad: «No era inclinada a murmurar, ni a decir mal de nadie, ni me parece podía querer mal a nadie» (V 32,7). No es extraño que tuviera «tantas amigas» (V 36,8).

Es verdad que en momentos muy puntuales sufre murmuración, no digo ahora de parte de extraños, sino de las monjas de su comunidad. Dos momentos, muy alejados uno del otro, así lo ratifican. Uno en plena juventud, recién recuperada la práctica de la oración: «Comenzó la murmuración de golpe… decían que me quería hacer santa y que inventaba novedades» (V 19,7-8). Otro, en su madurez humana, cuando se comentan sus proyectos fundacionales: «Estaba malquista en todo el monasterio, porque quería hacer un monasterio más encerrado… Decían que las afrentaba» (V 33,2). Las críticas subirían mucho más de tono en el episodio de la nueva fundación (V 36,11-13). Eran riesgos que afrontaba desde una convicción interior.

¿Cómo la veían las demás? Ana María de Jesús, testigo en los procesos de canonización, declaraba que «por entonces todas las religiosas del dicho convento la querían y estimaban mucho» (Proceso de Ávila, 1610, 4ª: BMC 19, 441). La experiencia de soledad humana (sentirse sola, marginada o aislada en la masa) que muy posiblemente se daba en aquella comunidad, ella no la sufre.

1.4.3. «Buscar compañía» (V 7,22). – La expresión se refiere a la necesidad de relaciones en profundidad, confesores o consejeros espirituales: «Yo no hallé confesor que me entendiese, aunque le busqué en 20 años» (V 4,7). Largos períodos de crisis, dudas sobre sus experiencias espirituales, luchas personales, en que se ve sola, sin ayuda. Nadie, ni priora, ni maestra de novicias, ni confesor que la ayude y aconseje. Su palabra suena como un lamento: «Gran mal es un alma sola entre tantos peligros; paréceme a mí que si yo tuviera con quien tratar todo esto…» (V 7,20). Una larga búsqueda, que cambia completamente de signo en su madurez, en amplias relaciones, no sólo con buenos confesores y teólogos de gran prestigio, sino incluso con santos hoy canonizados (V 23,4.8.10).

Otra cara de la misma moneda, es la necesidad de amigos en torno a Cristo y compañeros de camino, ante las escasas posibilidades de contacto espiritual que se dan en la comunidad. Por la gran significación de sus miembros, es capítulo aparte el grupo de «los cinco» (V 16,7). Luego está su pequeño círculo de amigas, monjas y seglares, que se reúnen en su celda en íntimos y espirituales coloquios y para ayudarse en la oración. Precisamente en una de las veladas de este grupo, surgiría el primer esbozo de la futura comunidad (V 32,10).

El locutorio, punto débil en la Encarnación, fue también para Teresa lugar de relación y conversación. Visitas que interesan a la comunidad, y otras personas. Esto sería para Teresa como una espada de doble filo. Mientras, por un lado, se prodiga en ser amable con las visitas, consolarles, darles consejos o enseñarles a orar, por otro lado, algunas de estas amistades, como es bien sabido, afectaron por algún tiempo a su mundo afectivo y emocional, y dificultaron su vida de oración (V 7,6.8).

La casa y las hermanas, compartiendo cada día oración y vida, gozos y preocupaciones, fueron tejiendo en su espíritu un hondo y agradecido sentido de pertenencia. Entre sus monjas ella se ha sentido hermana y carmelita. De este monasterio se siente hija. Y cuando, años más tarde, en sus viajes de fundadora, pase por Ávila, se acercará a la Encarnación con este comentario: «Vuélvome a mi madre» (BMC 2, 108). En el juicio que reflejan sus escritos sobre esta comunidad, Teresa se muestra delicada y generosa con las personas. No se escandaliza de las debilidades humanas. Pero en una clara mirada a las realidades negativas, se le presenta la otra alternativa. El proyecto de un nuevo marco vital donde vivir el más puro ideal del Carmelo contemplativo. Un proyecto largamente pensado, orado y consultado (V 32,12-13), que se le hace cada día más urgente ante los problemas y males de la Iglesia.

2. La otra experiencia 1562-1582

2.1.Una comunidad en formación

En la madrugada del 24 de agosto de 1562, mientras se desata una gran polémica por la nueva fundación, Teresa asiste, a la inauguración del nuevo conventito de San José, y da el hábito a las cuatro primitivas. Ella es hija de la Encarnación y a la vez fundadora de San José. Pero no se queda a vivir allí, porque, en cuanto la noticia llega a la Encarnación, la priora manda llamarla para pedirle cuentas (V 36,11). Sólo meses más tarde tendría autorización para trasladarse y tomar el cargo de Priora. Bajo su dirección y magisterio, la comunidad iría rápidamente creciendo hasta llegar al número de trece. En principio, la madre Teresa sólo pensaba en esa única fundación.

Al mismo tiempo se va perfilando la legislación. Una legislación para una comunidad de nuevo cuño. Al comienzo serían unas breves normas redactadas por la madre Teresa. En el trascurso de los cinco primeros años, termina la redacción de las constituciones. Son fruto de sus propias intuiciones, de las experiencias pasadas y de la vida misma. Reciben la aprobación del General de la Orden en 1567. Es un libro breve, con fuerte impronta teresiana, escrito con aliento espiritual. El apartado de culpas y penas no es de su pluma. Otros escritos teresianos, y sobre todos ellos el Camino de Perfección, escrito a petición de sus monjas, ayudan a completar el diseño de la comunidad teresiana.

2.2. Líneas básicas de la nueva comunidad

En la famosa velada, ya mencionada, con el grupo de amigas (V 32.10), surgen las líneas elementales de la posible fundación. La documentación existente, revela cuáles fueron los comentarios: En la En­carnación hay demasiada gente, la casa es enorme, el ambiente poco recogido y de mucho ruido, falta un clima de paz y sosiego. Hagamos por lo tanto un monasterio «pequeño y de pocas monjas» (Tomás de la Cruz – Simeón de la Sagrada Familia, La Reforma Teresiana. Documentación de sus primeros días, Teresia­num, Roma 1962, 211).

Ese monasterio «pequeño y de pocas monjas», será el nuevo enmarque donde vivir dos valores primordiales que ella descubre como propios del Carmelo: contemplación y hermandad, ambos en armoniosa integración. Al primero, Teresa de Jesús lo llamará «tesoro» y «preciosa margarita», al evocar con nostalgia los orígenes eremíticos del Carmelo: «de esta casta venimos» (M 5,1,2). Y lo asume en una clara afirmación: «El estilo que pretendemos llevar es no sólo de ser monjas, sino ermitañas» (C 13,6). Quedaría plasmado en tres elementos básicos de soledad para la contemplación: clausura estricta, celda y ermitas (Cons 8.15.32), dejando de lado la sala común de labor (Cons 8).

El otro rasgo, «estilo de hermandad», es una expresión ya clásica de la Santa. Una hermandad fraterna que no se expresa sólo en la seriedad de actos comunes o momentos corales. Es lo que trata de explicar a fray Juan de la Cruz, recién conquistado para su causa, trayéndolo hasta la fundación de Valladolid en 1568. Que sea testigo de la «manera de proceder» y «del estilo de hermandad y recreación que tenemos juntas, que todo es con tanta moderación, que sólo sirve para entender allí las faltas de las hermanas y tomar un poco de alivio» (F. 13, 5). Lo que aquí se describe es la recreación comunitaria. En torno al sentido de la frase «entender las faltas», las interpretaciones han sido varias. En ese contexto, la palabra «faltas» no se traduciría como fallos o culpas, sino como carencias o necesidades de las hermanas (cf Álvarez, Tomás, EstTer, III, Monte Carmelo, Burgos 1996, 531-540). Con esta interpretación la recreación comunitaria al estilo teresiano toma distancia de la corrección y se define como tiempo de distensión, alivio y buen humor.

La conformación de esta comunidad es una convergencia feliz entre las normas y las realidades, y se completaría con otras características, aquí recogidas en síntesis: comunidad de gente escogida (Cons 21); ocupadas en oración por la Iglesia (C 3,1-2); en pobreza, sin rentas, en trabajo y austeridad de vida (Cons 9.11.12.32); todas iguales en derechos, sin títulos de «don» ni diferencias de clase (Cons 30); sin la exigencia de «dote» (Cons 21); con una sólida formación y buenos libros (Cons 8); unidas en un amor desprendido y oblativo (Cons 28); en alegría y acción de gracias (V 35,12); en gozoso clima de familia (Cons 26-28); y en el horario diario, además de la Eucaristía y el rezo coral, dos horas de oración mental (Cons 2.7). Todo converge hacia la plasmación de una pequeña comunidad orante y fraterna.

Y como base firme donde asentar la paz interior y exterior, virtudes prácticas: «Importa mucho entendamos lo muy mucho que nos va en guardarlas para tener la paz… interior y exteriormente: La una es amor unas con otras; otra, desasimiento de todo lo criado; la otra, verdadera humildad… que las abraza a todas» (C. 4.4).

2.3.Cómo vive T la nueva experiencia

Hay varios factores que convergen en esta experiencia de vida en San José de Ávila y que la hacen excepcional. El primero es la presencia y la catequesis oral de la madre Teresa. Otro factor a tener en cuenta es que, en la elaboración de las constituciones, se tienen en cuenta, entre otros muchos, los datos aportados por el fluir de la vida. Y es evidente finalmente, ese clima especial y único de fervor y de unidad que se da en los comienzos, y que queda como un reclamo para las generaciones venideras. Estos factores, en su conjunto, no se darían en las comunidades posteriores.

Son muy precisos los datos sobre la experiencia de los cinco primeros años en San José. Teresa los describe como «los más descansados de mi vida, cuyo sosiego y quietud echa harto de menos muchas veces mi alma» (F 1,1). Basta fijarse en los términos del lenguaje: «contento», «sosiego», «quietud», «alegría», «descanso», etc. O expresiones que hablan por sí mismas: «esto es un cielo», «un rinconcito de Dios», las hermanas tienen «almas de ángeles». Todo un anuncio de buena nueva jalonado de bendiciones y alabanzas al Señor (V 35.36; F 1,1-6).

No es ella sola la que vive este gozo, son todas las hermanas de la comunidad. Y esto resulta más significativo si tenemos en cuenta la austeridad y pobreza en que viven. Una clave importante es el estilo de humanismo y suavidad: «gran perfección con mucha suavidad» (V 36,30). «Llévanlo con una alegría y contento que cada una se halla indigna de haber merecido venir a tal lugar» (V 35,12).

Bendice a Dios por esta realidad. Él es quien ha convocado a estas hermanas, almas escogidas, que son un verdadero regalo suyo, «porque yo no supiera desearlas tales para este propósito» (V 35,12). Sólo de Dios puede brotar tanta alegría: «Dáles Dios un contento y alegría tan ordinaria que no parece sino un paraíso en la tierra» (cta a D. Cristóbal R. Moya, 26-6-1968, n. 1).

Otros testimonios referentes a estos años confirmarían la misma realidad. Entre varios posibles, tienen gran valor histórico los que aporta Francisco de Ribera, primer biógrafo de la Santa en los capítulos 5 y 6 de la Vida de Santa Teresa de Jesús, Libro II. Por su parte, María de San José nos presenta su impresión personal. Ella se sintió fascinada por la madre Teresa y sus hijas, por la admirable vida y conversación y en especial por la «suavidad y gran discreción»: «Me llamó el Señor a la religión viendo y tratando a nuestra Madre y a sus compañeras» (Libro de las recreaciones, 2; Humor y Espiritualidad, Monte Carmelo, Burgos 1966, 170-171). Una incógnita preocupante era la opinión del General de la Orden que visitó San José de Ávila en 1567. Felizmente, y a pesar de los problemas que surgirían después, Teresa encuentra en él una cariñosa acogida. «Alegróse de ver la manera de vivir» (F 2,3).

Estas son las valoraciones, netamente positivas. Posiblemente haya que bajar el diapasón en referencia a los años posteriores, cuando las fundaciones se van multiplicando. Nunca faltaron problemas, fragilidades e incluso contradicciones. A la misma Santa le tocará enfrentarlos. Pero su testimonio de admiración es diáfano: «Pues comenzando a poblarse estos palomarcitos de la Virgen, nuestra Señora, comenzó la Divina Majestad a mostrar sus grandezas en estas mujercitas flacas, aunque fuertes en los deseos y en el desasirse de todo lo criado» (F 4,5). O cuando exclama: «Algunas veces me es particular gozo cuando, estando juntas, las veo a las hermanas tenerle tan grande interior, que la que más puede, más alabanzas da a nuestro Señor» (M 6,6,12).

3. Caracterización de la comunidad teresiana

3.1. Enclave teologal

El pequeño «colegio de Cristo» (CE 20,1) no es simple realización humana. Teresa de Jesús lo sitúa en una perspectiva de gracia. La vocación es un don, cada hermano es un don, la comunidad pertenece al Señor, es obra suya. La realiza y sostiene por el Espíritu. Se lo recuerda a sus monjas en estos tres postulados: a) El Señor nos ha reunido: «Gracias al Señor que nos juntó aquí» (C 1,5; 3,1.10; 8,3). b) El Señor mora con nosotras; esta casa es «rinconcito de Dios», «morada en que Su Majestad se deleita» (V 35,12). c) El Señor cuidará de vosotras: «Los ojos en vuestro Esposo; Él os ha de sustentar» (C 2,1). La actualidad de estos conceptos teológicos es ratificada en el Vaticano II (PC 15).

3.2. Soledad en compañía

Teresa trata, en primera instancia, de revitalizar el carisma contemplativo del Carmelo. Y entiende que esa nueva savia difícilmente puede circular en las estructuras comunitarias de la Encarnación. De ahí su idea de grupo unido e identificado con el ideal primigenio. En esas coordenadas se sitúa, por un lado, la valoración de la soledad (Cons 8), y por otro, las oportunidades de relación. Silencio y palabra. Y no sólo a través de los actos litúrgicos, sino también en el diálogo espiritual privado (Cons 7), y en las recreaciones, en «que todas juntas puedan hablar en lo que más gusto les diere» (Cons 26.28). La armonía de la vida de esta comunidad está en el equilibrio entre el silencio contemplativo bajo la Palabra, núcleo central de la Regla del Carmelo, y los momentos del compartir espíritu y vida, liturgia y fiesta. «Mientras más santas, más conversables con las hermanas» (C 41,7). Todo ello condimentado con la alegría, elemento típico de las comunidades teresianas.

3.3. Un grupo pequeño

La madre Teresa hace un cálculo muy preciso del número desde el primer esbozo de comunidad. El número entra como dato importante dentro del modelo de comunidad que ha idea­do para el Carmelo. Huye de la comunidad-masa como la experimentada en la Encarnación. Después de mucho pensar y consultar, el número quedaría fijado en trece, ni una más. «Porque esto tengo por muchos pareceres sabido, y visto por experiencia, que para llevar el espíritu que se lleva y vivir de limosna…, no se sufre más» (V 36,29). Porque «adonde hay pocas, hay más conformidad y quietud» (F 2, 1). Un cálculo del número así de preciso, en el siglo XVI, es un dato relevante. Las razones que posteriormente influyen en la ampliación del número hasta 21, no invalidan el planteamiento original.

3.4. Un grupo selecto

Teresa de Jesús es muy exigente en esto. «Donde son tan pocas, de razón habían de ser escogidas» (cta a doña María de Mendoza, 7.3.1572, n. 5) «Que sean personas de oración y para nuestro modo» (cta a don Cristóbal R. Moya, 8.6.1568, n. 1). No importa que no tengan bienes de fortuna si los tienen de virtudes (Cons 21). Las cualidades que reflejan mayor sensibilidad para su época, serían las referentes al talento o buen entendimiento (C 14,2; Cons. 21), y al equilibrio psíquico para convivir (F 7). Estar también muy alerta frente a las presiones del exterior (C 14,2; CE 20,1), y ayudar al candidato para que haga una opción desde la libertad (Cons 17; C 13,7). La idea base sería que, aun contando con la fragilidad humana, una comunidad podrá mantenerse unida y en crecimiento, en la medida en que sea lúcida para admitir en su seno sólo aquellos miembros que puedan adherirse a todo su ideal, y siendo consciente de que tiene un límite de conflictividad que no es prudente rebasar.

3.5. La necesidad ineludible de amarse (C 4,5)

Podría haber fallos en otras cosas, pero es impensable vivir juntos sin amarse. La madre Teresa con evidente dramatismo afirma rotunda que no hay mayor desgracia para la comunidad que la ruptura del amor. Es como echar de casa al Señor (C 7,10). Por el contrario, la pequeña comunidad ha de ser como una familia: «En esta casa… todas han de ser amigas, todas se han de amar, todas se han de querer, todas se han de ayudar (C 4,7). De la lectura del libro Camino (capítulos 4 a 7) surge la clara conclusión de que hay que educar en el amor. Es de absoluta necesidad para el equilibrio personal y comunitario. Educar para un amor puro y oblativo, universal y sin exclusivismos (C 4,5.8; M 1.2,17). Entender el amor como don y tarea (M 5.3,9). Y educar también para el perdón y la misericordia (C 36,7).

3.6. Convocadas para una misión eclesial

Teresa de Jesús describe su comunidad como un «castillito… de buenos cristianos» (C 3,2), y así se lo transmite a sus hijas. La comunidad no está reunida sólo para su propia santificación, sino para vivir por la Iglesia y la humanidad. Para entrar en combate por medio de la intercesión. «Este es vuestro llamamiento» (C 1,5). Misión que toma tintes de urgencia ante las noticias que le llegan sobre el desgarro de la Iglesia con el avance de la Reforma Protestante: «Estáse ardiendo el mundo» (C 1,5). ¿Qué hacer? «Eso poquito» será: Vivir una fidelidad evangélica y «que todas ocupadas en oración por los que son defensores de la Iglesia y predicadores y letrados… ayudásemos en lo que pudiésemos» (C 1,2). Luego vendrían sus ansias misioneras ante el paganismo del Nuevo Mundo. Esta toma de conciencia eclesial implicaría definitivamente a las comunidades teresianas en la evÁngelización.

3.7. La comunidad, escuela de formación

Sí, sobre las prioras de sus comunidades y las maestras de novicias recae esa ineludible misión. Se ha señalado anteriormente la necesidad de educar en el amor. También hay que instruirles en los misterios de la fe, la oración y la vida misma, no sólo los oficios. Para ello Teresa quiso dotar a las comunidades de buenas prioras, personas equilibradas, serenamente firmes, capaces de conducir a cada hermana y al grupo hacia el plan de Dios con delicadeza y sabiduría. Como pequeños detalles: ella cuida de que haya buenos libros (Cons 8), orienta e ilumina a cada monja en su vida interior en encuentros personales, exhorta e instruye a la comunidad (Cons 41. 43), permite el diálogo espiritual privado entre hermanas (Cons 7). Escoge con cuidado a la Maestra de novicias (C 40). La consigna para la formación es «criar almas para que more el Señor» e insistir más en «las virtudes, que en el rigor de la penitencia» (Cons 40).

3.8.Gran perfección con mucha suavidad (V 36,29)

Es otro de los rasgos del grupo teresiano. Educar a las hermanas para una radicalidad evangélica, llevándolas con delicadeza. En el ejercicio de este magisterio y de la autoridad en general, hay un estilo: que la priora actúe con amor de madre, y que procure ser amada para ser obedecida (Cons 34). Es la actitud maternal, no maternalista, que acompaña con suavidad, a la vez que corrige, amonesta y ayuda a crecer a las súbditas, dejándose de niñerías. Mantener la obediencia bajo la ayuda persuasiva del amor es una faceta más del humanismo teresiano.

Son rasgos, no exclusivos por supuesto, pero que, en su conjunto, dan un sello de singularidad. A ellos podrían añadirse muchos otros matices. En todo caso, puede decirse que el modelo de comunidad y el estilo que lo caracteriza, aparece como uno de los elementos fundamentales del movimiento renovador que Teresa promueve en el Carmelo. Sus aportaciones al concepto y desarrollo de la comunidad religiosa en su momento histórico, son importantes y de gran interés. Su trayectoria fue pasar del no grupo al grupo, en la convicción de que sólo los grupos fuertemente unidos y mentalizados pueden mantener la pureza de un ideal con auténtica capacidad de irradiación.

BIBL. – Ildefonso Moriones, Ana de Jesús y la herencia teresiana, Roma, 1968; Id.,El carisma teresiano. Estudio sobre los orígenes, Roma, 1972; L. del Burgo, La comunidad teresiana, en «Comunidades» 9 (1981), 170-180; Álvarez, Tomás, Temas Teresianos III, Monte Carmelo, Burgos 1996, 260-279; 531-541; Efrén – Steggink, Otger, Tiempo y Vida de Santa Teresa, BAC 283, Madrid 1968; Steggink, Otger, Experiencia y realismo en Santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz, Espiritualidad, Madrid 1974; Murillo Agos, Jesús, La comunidad en Teresa de Jesús, El Carmen, Vitoria 1982; G. Pozzobon, La comunitá teresiana. Genesi e formulazione…, Roma, 1979; Ruiz, Alfonso, Un estilo de hermandad, Monte Carmelo, Burgos, 1981.

Jesús Murillo

Todos los derechos: Diccionario Teresiano, Gpo.Ed.FONTE

Cielo

1.La meta final de sus aspiraciones

«El cielo es el fin último y la realización de las aspiraciones más profundas del hombre, el estado supremo y definitivo de la dicha» (CEC 1024).

La meta del cielo aparece en los deseos de Teresa desde su más tierna infancia (V 3,6). Gustaba con su hermano Rodrigo meditar en la gloria del cielo y repetir: «¡para siempre, siempre, siempre!» (V 1,4). Así, reconoce que le «quedase en esta niñez imprimido el camino de la verdad» (ib). Y no otro es el camino de la oración, que ella propone como «el camino para el cielo» (V 8,5), convencida de que «si todo nuestro cuidado y trato fuese en el cielo…, muy en breve se nos daría este bien» (V 11,2).

El cúmulo de gracias místicas que recibe son interpretadas por ella en sentido escatológico, como una iniciación en la vida celeste. Este es el sentido de las hablas y visiones místicas: «Las hablas, especialmente las ‘hablas sin palabras’, son un anticipo de las intercomunicaciones de los bienaventurados; se realizan según el patrón de las hablas beatíficas, y personalmente han servido a Teresa para penetrar la naturaleza del lenguaje del cielo e incluso para introducirla personalmente en ese mundo de relaciones trascendentes e inefables. Tales son en el fondo las relaciones con Cristo presente y con la Trinidad sacratísima inhabitante en el alma» (T. Álvarez, Estudios Tere­sianos, III, p. 146).

2. La «noticia» de los bienes del cielo

Una de las primeras gracias místicas que recibe es la «noticia» o conocimiento de los «bienes y secretos» divinos, que hay en el cielo: «Lo que me parece es que quiere el Señor de todas maneras tenga esta alma alguna noticia de lo que pasa en el cielo, y paréceme a mí que así como allá sin hablar se entiende (lo que yo nunca supe cierto es así, hasta que el Señor por su bondad quiso que lo viese y me lo mostró en un arrobamiento), así es acá, que se entienden Dios y el alma con sólo querer Su Majestad que lo entienda, sin otro artificio para darse a entender el amor que se tienen estos dos amigos» (V 27,10).

Esta «noticia de lo que pasa en el cielo» deja en ella un profundo convencimiento, que trata de transmitir a sus interlocutores en forma de interrogación: «¿Qué bienes podéis buscar aun en esta vida –dejemos lo que se gana para sin fin–, que sea como el menor de éstos?» (V 27,11). Y al final exclama: «Mirad que es así cierto, que se da Dios a Sí a los que todo lo dejan por El. No es aceptador de personas, a todos ama. No tiene nadie excusa por ruin que sea, pues así lo hace conmigo trayéndome a tal estado. Mirad que no es cifra lo que digo, de lo que se puede decir; sólo va dicho lo que es menester para darse a entender esta manera de visión y merced que hace Dios al alma; mas no puedo decir lo que se siente cuando el Señor la da a entender secretos y grandezas suyas, el deleite tan sobre cuantos acá se pueden entender,que bien con razón hace aborrecer los deleites de la vida, que son basura todos juntos. Es asco traerlos a ninguna comparación aquí, aunque sea para gozarlos sin fin, y de estos que da el Señor sola una gota de agua del gran río caudaloso que nos está aparejado» (V 27,12).

La relación de esta gracia mística con la primera visión de Jesucristo (V 27,2) y la evocación seguidamente de su misterio redentor (V 27,13) revelan el contenido cristológico de los «secretos y grandezas» del cielo, que Dios le dio a entender en aquella clara «noticia». Esto significa que la gloria del cielo consiste en la posesión plena de los bienes de la redención.

Así describe el Catecismo la bienaventuranza eterna: «La vida de los bienaventurados consiste en la plena posesión de los frutos de la redención realizada por Cristo quien asocia a su glorificación celestial a aquellos que han creído en Él y que han permanecido fieles a su voluntad» (CEC 1026).

Teresa de Jesús no puede sufrir que estos bienes se posterguen o se pospongan a los bienes terrenos, menospreciando al que «nos ganó a costa de tanta sangre»; y quisiera poder dar voces, para «decir estas verdades»: «¿Por qué hemos de querer tantos bienes y deleites y gloria para sin fin, todos a costa del buen Jesús? ¿No lloraremos siquiera con las hijas de Jerusalén, ya que no le ayudemos a llevar la cruz con el Cirineo? ¿Que con placeres y pasatiempos hemos de gozar lo que El nos ganó a costa de tanta sangre? –Es imposible. ¿Y con honras vanas pensamos remedar un desprecio como El sufrió para que nosotros reinemos para siempre? –No lleva camino, errado, errado va el camino. Nunca llegaremos allá» (V 27,13).

3. Visión del cielo: experiencia de salvación

Otra de las grandes gracias místicas, reveladoras de la gloria eterna, fue su arrebatamiento hasta el tercer cielo, como San Pablo. La Santa parangona esta visión con la del Apóstol: «Vínome un arrebatamiento de espíritu con tanto ímpetu que no hubo poder resistir. Parecíame estar metida en el cielo, y las primeras personas que allá vi fue a mi padre y madre, y tan grandes cosas –en tan breve espacio como se podía decir una avemaría– que yo quedé bien fuera de mí, pareciéndome muy demasiada merced» (V 38,1).

En un principio, esta gracia la llena de temor y de confusión, porque es consciente de que sólo los santos como san Pablo (2Cor 12, 2 y 4) o san Jerónimo (XL 22, 416) han tenido acceso a ella. Pero comprueba su autenticidad por los efectos admirables que deja en su alma: «estimar y tener en poco las cosas de la vida» (V 38,2); «grande el desprecio… de todo lo de acá» (V 38,3); «lástima de ver lo que estiman los hombres, acordándome de lo que nos tiene guardado el Señor» (V 38,4).

Las visiones del cielo se repiten, especialmente en Moradas sextas (M 6,4-5; 5,7-8). Son como un asomo a la vida beatífica, donde ve y oye cosas inefables, como el Apóstol. Tampoco ella sabría decir si su experiencia se ha realizado en el cuerpo o fuera del cuerpo, en clara reminiscencia del episodio paulino (2Cor 12,2).

El P. Tomás Álvarez comenta los efectos que producen en ella estas visiones: «La introducen progresivamente en la sociedad beatífica; no se reducen a simples asomadas al mundo maravilloso de la otra Iglesia; son una serie de estrenos convergentes que hasta cierto punto normalizan sus relaciones con los ciudadanos de la gloria: los conoce de presencia, sin que la hablen; aprecia casi a vista de ojos sus grados de gloria; distingue por el encendimiento o la inflamación el grado jerárquico de los espíritus angélicos; se familiariza con ellos, y de hecho tiene a veces la impresión de hallar en ellos más ‘compañía’ y ‘más ayuda’ que en los amigos de la tierra» (T. Álvarez, Estudios Teresianos, III, p. 147).

4. El cielo en la tierra

Si bien las gracias místicas que recibe Teresa la trasladan al cielo, ella trasladará el cielo a la tierra, haciendo de su corazón la morada de Dios. Este es el sentido de su comentario a la petición del Padre­nuestro: Que estás en los cielos. «¿Pen­sáis que importa poco saber qué cosa es cielo y adónde se ha de buscar vuestro sacratísimo Padre? […] Ya sabéis que Dios está en todas partes. Pues claro está que adonde está el rey, allí dicen está la corte. En fin, que adonde está Dios, es el cielo. Sin duda lo podéis creer que adonde está Su Majestad está toda la gloria. Pues mirad que dice San Agustín que le buscaba en muchas partes y que le vino a hallar dentro de sí mismo» (C 28,1-2).

El cielo no es el lugar al cual vamos cuando morimos; está ya en nuestro corazón, pues «no es otra cosa el alma del justo sino un paraíso adonde dice El tiene sus deleites» (M 1,1,1). Dios tampoco es aquel a quien encontramos al final del camino; está con nosotros y dentro de nosotros: así como tiene su morada en el cielo, «debe tener en el alma una estancia adonde sólo Su Majestad mora, y digamos otro cielo» (M 7,1,3). Por eso, «no ha menester [el alma] para hablar con su Padre Eterno ir al cielo ni para regalarse con El» (C 28,2).

Este es el lugar en el que es preciso entrar para encontrarle; porque hacia Dios vamos y con Dios estamos, según el pensamiento de uno de los bestseller de los años 70 (Sincero para con Dios), cuando nos encontramos con El en lo hondo de la vida y de nuestro corazón. Por eso la Santa exhorta a entrar dentro de nosotros mismos: “Pues pensar que hemos de entrar en el cielo y no entrar en nosotros, conociéndonos y considerando nuestra miseria y lo que debemos a Dios y pidiéndole muchas veces misericordia, es desatino» (M 2,1,1).

Pero este «entrar en nosotros» para encontrar al Señor, no es simple introspección psicológica; ha de ser en Cristo y por Cristo, en comunión con su misterio redentor, para que el encuentro fructifique en obras de servicio: «El mismo Señor dice: Ninguno subirá a mi Padre, sino por Mí, no sé si dice así, creo que sí; y quien me ve a Mí, ve a mi Padre. Pues si nunca le miramos ni consideramos lo que le debemos y la muerte que pasó por nosotros, no sé cómo le podemos conocer ni hacer obras en su servicio, porque la fe sin ellas y sin ir llegadas al valor de los merecimientos de Jesucristo, bien nuestro, ¿qué valor pueden tener? ¿Ni quién nos despertará a amar a este Señor?» (M 2,1,1).

BIBL. – T. Álvarez, Estudios teresianos III, pp. 146-148 («El cielo, Iglesia triunfante»).

Ciro García

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Centro del alma

No es mucho lo que T retiene de la tradición mística sobre aspectos particulares del alma. No recoge, por ejemplo, el tema de la “scintilla animae” de san Bernardo o de la “punta del espíritu” de Eckhart, o el “ápice de la mente” de san Buenaventura. Apenas si hace una alusión a “la esencia del alma” (M 5,1,5: única mención en sus escritos). Pero en cambio conecta con esa tradición espiritual en el delicado tema del “centro del alma” o del “hondón” de la misma. El término “hondón” aparece en ella una sola vez: M 4,2,6 (Teresa no recurre al vocablo “fondo”); con más frecuencia, “lo hondo del alma”(M 5,3,4), “lo muy hondo e íntimo del alma” (M 6,11,2), “lo profundo de nosotros” (M 4,2,6), “una cosa muy honda” (M 4,2,5), hasta rozar con el límite de lo inefable: “lo interior de su alma, lo muy muy interior, una cosa muy honda, que no sabe decir cómo es” (M 7,1,7). Muchas más veces retorna el vocablo “centro del alma”.

Al emplear esa terminología (más espontánea que técnica), nunca alude T a las lecturas pasadas, aun cuando se remita a ellas para hablar de la interioridad: a san Agustín (“buscar a Dios en lo interior”: M 4,3,3) o al recordar la comparación del erizo que se entra dentro de sí mismo “cuando quiere” (ib). Del análisis de todos los pasajes en que evoca el “centro del alma” resulta más bien que sus expresiones jamás son eco de una previa información doctrinaria, sino reflejo directo de su experiencia o de su reflexión personal sobre ésta. Quizás uno de esos pasajes (M 7,3,8) acuse la resonancia de posibles influjos orales de fray Juan de la Cruz. Para el psicólogo de hoy o para el teólogo místico es de primera importancia constatar que el contenido de esa terminología reporta vivencias teresianas e ideas derivadas de esas mismas experiencias.

Punto de arranque de todas ellas parece ser el episodio místico referido al final del Libro de la Vida (40,5): “Estando una vez en las Horas con todas, de presto se recogió mi alma y parecióme ser como un espejo claro toda, sin haber espaldas ni lados ni alto ni bajo que no estuviese toda clara, y en el centro de ella se me representó Cristo nuestro Señor… Parecíame en todas las partes de mi alma le veía claro como en un espejo, y también este espejo –yo no sabré decir cómo– se esculpía todo en el mismo Señor por una comunicación que yo no sabré decir, muy amorosa”.

Escrito a finales de 1565, ese pasaje refiere una experiencia de fecha reciente y contiene ya una visión típicamente teresiana del alma y de su centro. Este último es la única vez aludido en los escritos teresianos de ese primer período: Vida, Camino y primeras Relaciones.

En cambio, la idea y la experiencia del centro del alma pasará a ser una de las líneas maestras del Castillo interior, escrito en 1577, cuando T ha escuchado ya largamente a fray Juan de la Cruz. Sin embargo, las ideas de ambos sobre el “centro del alma” (cf en fray Juan “de mi alma en el más profundo centro”, comentado en Llama 1,10…) no van en la misma dirección.

En el símbolo del “castillo del alma”, que en cierto modo condiciona toda la exposición del respectivo libro, la serie de “moradas” culmina en la más interior y profunda: “consideremos que este castillo tiene muchas moradas, unas en lo alto, otras embajo, otras a los lados; y en el centro y mitad de todas éstas tiene la más principal, que es adonde pasan las cosas de mucho secreto entre Dios y el alma” (1,1,3). Esas dos ideas –morada suprema en el centro, y relación entre esa morada central y la divinidad– se repetirán como un axioma a lo largo del libro: ahí, en ese centro, sigue morando y resplandeciendo Dios aun cuando el pecado haya demolido el resto del castillo (1,2,1.3). Al principiante le interesa “poner los ojos en el centro [del castillo o de sí mismo], que es la pieza o palacio adonde está el rey” (1,2,8). Cuando las gracias místicas comiencen a “dilatar el corazón” (según el salmo o según el símil del pilón interior dilatable e inagotable), ese misterioso ensanchamiento provendrá del “centro del alma” (4,2,5). Pero la llegada de cada uno a ese centro de sí mismo se verificará en el acontecimiento del místico matrimonio y será por pura acción del Señor: es El quien “mete” al alma en el centro de sí misma (7,1,5), y en ese centro la hace experimentar lo decisivo de la presencia trinitaria (7,1,6), y en ese mismo centro se celebra la unión del alma con Cristo Señor (7,2,3), para estabilizar definitivamente la relación con Él: “siempre queda el alma con su Dios en aquel centro” (7,2,4), “ella [el alma] no se muda de aquel centro ni se le pierde la paz…” (7,2,6). Desde ahí irradia (“envía recaudos”: 7,4,10) a toda la persona y a todos los moradores del castillo: “así como un fuego no echa la llama hacia abajo, sino hacia arriba…, así se entiende acá que este movimiento interior procede del centro del alma y despierta las potencias” (7,3,8).

Desde el comienzo de esta última fase de experiencia espiritual del místico, ha advertido T que ese “hondón” o “centro” del alma coincide con el espíritu de ella misma, porque “a su parecer, hay diferencia alguna del alma al espíritu, aunque todo es uno” (7,1,título). La importancia de toda esta concepción de la Santa proviene del engranaje entre símbolo y doctrina: el símbolo le permite localizar en el centro del alma lo más hondo del “yo” humano, y a la vez la presencia de lo divino y la consumación de la unión entre ambos.

Todo este ideario de T provocó, apenas editado, la drástica reacción –brutal a veces– de al menos uno de sus teólogos delatores ante el tribunal de la Inquisición. Para el teólogo Alonso de la Fuente “esta doctrina es tomada de Taulero”, y es un “error en filosofía, y sueño y disparate en teología”. Ese “fondón que estos autores (Taulero, Teresa, y los alumbrados) fingen, del alma…, en efecto no le hay, ni los filósofos tal pusieron como confiesa el mismo Taulero”. Y la afirmación de “estar allí Dios presente, conviene a saber, en su alma…, en aquel fondón… es doctrina herética y la misma que enseñaron los herejes masilianos…” (cf Enrique Llamas, Santa Teresa y la Inquisición española, Madrid, 1972, pp. 398-406, en que edita el Me­morial de A. de la Fuente). Era una penosa reacción de la teología oficial contra la experiencia mística. El Memorial primero de la Fuente está redactado en 1589, al año de publicados los libros de la Madre Teresa por fray Luis de León (Salamanca 1588). Ese mismo año 1589 respondía fray Luis a la primera andanada de denuncias, con su “Apología” de la doctrina de la Santa, que comienza aludiendo a los rumores ya difundidos: “algunos, según he oído, por no saber más, o por parecer que saben, o por otros respetos de emulación han hablado menos bien que debían…” Fray Luis rebate esos rumores, pero sin entrar en el punto crucial del centro del alma, pasaje que él ya había anotado copiosamente en su edición (pp. 234-235).

BIBL. – M. Morales Borrero, La geometría del alma en la literatura española del Siglo de Oro, Madrid, 1975; G. Tani, Il simbolo del centro nel Castello Interiore di S. Teresa, Roma 1988.

T. Álvarez

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Cartas

En el ‘corpus scriptorum’ de santa Teresa, las cartas ocupan casi la mitad de los escritos. Con todo, las que han llegado hasta nosotros son una exigua parcela de los millares que ella escribió. El carteo teresiano es por sí mismo un acontecimiento literario. Valioso también como documento histórico y como exponente espiritual. Aquí, haremos primero una somera presentación de ese fenómeno del carteo teresiano (1). Haremos luego una recensión estadística del epistolario (2), indicando los varios niveles de ese diálogo epistolar (3), su riqueza documental y autobiográfica (4), y algo de su logro editorial (5).

1. El fenómeno del carteo teresiano

Ya a primera vista resulta sorprendente que una mujer del siglo XVI español haya realizado tamaño despliegue de correspondencia con cartas escritas de propia mano. Es cierto que el grueso de su carteo ha sido motivado por la singularidad de su vida religiosa en calidad de fundadora de una serie de comunidades. Pero no parece haber tenido antecedentes en su actividad de carmelita. Vive ella 27 años en la Encarnación de Ávila, monasterio de casi dos centenares de personas. Había entre ellas numerosas amigas de Teresa que pasaban temporadas fuera del convento. De ese período, sin embargo, quedan escasos vestigios de carteo entre ella y sus amigas carmelitas (cf V 35,7), más escasos de éstas entre sí. A poca distancia de la Encarnación, en la misma diócesis de Ávila existían otros dos monasterios de carmelitas, uno en Fontiveros, otro en Piedrahíta. Con sendas comunidades de religiosas, no tan numerosas como la de Ávila, pero que aún así rondaban el medio centenar cada una. Pues bien, tampoco queda huella alguna de posibles relaciones epistolares entre las monjas de los tres monasterios. Eran de otro género los cauces por donde fluía la relación intercomunitaria.

En ese contexto, es normal que tampoco haya llegado hasta nosotros carta alguna de T a las monjas de su comunidad en los cinco primeros lustros de su vida religiosa. Ni desde Becedas (1539) ni desde Toledo (1562). De Toledo, sin embargo, nos llega la primera noticia de cartas suyas a las amigas de la Encarnación. Ocurrió que en este monasterio de Ávila se acercaba la fecha de elección de priora, y le llegó a T aviso (carta?) de sus amigas monjas: “avisáronme que muchas querían darme aquel cuidado de prelada”, es decir, querían elegirla priora. Ella les responde: “Escribí a mis amigas para que no me diesen el voto…” (V 35,7). Carta o cartas perdidas.

Perdido también otro carteo primerizo, datable probablemente por esas fechas. Se trataba esta vez de cartas secretas. Lo cuenta ella en Vida 31,7-8. Era “una persona” enredada en situación inconfesable, que se acogió a T pidiéndole ayuda. “Prometíle de suplicar mucho a Dios le remediase… y [yo] escribía a cierta persona que él me dijo podía dar las cartas. Y es así que a la primera [carta] se confesó… Decía que cuando se veía muy apretado, leía mis cartas y se le quitaba la tentación” (V 31,7).

Fueron quizá las primicias de su carteo. Episodios sueltos. El verdadero brote epistolar teresiano surgirá y fluirá por esas mismas fechas, vinculado ya a su misión de fundadora. Plena superación de la relativa incomunicación epistolar comunitaria del período de la Encarnación, y puesta en marcha de una tupida red de comunicaciones, a medida que van surgiendo los nuevos Carmelos teresianos: cruce abundante de cartas entre ella y las prioras; cartas para novicias y postulantes; cartas para monjas enfermas; cartas a los mecenas y colaboradores seglares, a mercaderes y asentistas como Simón Ruiz, a damas de la nobleza y al rey en persona. La celda de T en Ávila o en Toledo o en Sevilla se convierte en una pequeña agencia de noticias caseras, de consejos y decisiones, de informes personales o comunitarios. A veces es posible sorprenderla escribiendo a las altas horas de la noche, o teniendo en espera al arriero portador mientras ella concluye el escrito, o procurándose la amistad del correo regio de Madrid o de Toledo o de Burgos, o escribiendo a estos mismos correos para agilizar la posta. O bien pagando en metálico a un “mensajero propio” para contar con rapidez y seguridad absolutas.

Las cartas de Teresa cruzan toda Castilla, llegan a Sevilla, a Lisboa y a Evora, a las Indias occidentales y a Roma. Ese intenso ejercicio de pluma y de diálogo ocupa el último tercio de la vida de T.: desde finales de 1561 (carta a su hermano Lorenzo: 23.12.1561), hasta pocos días antes de morir la Santa (carta del 17 sept. 1582), en plena coincidencia con el período fuerte de su vida mística y de su actividad fundadora.

2. Diagrama del carteo

Imposible establecer una cifra, ni siquiera aproximada, del número de cartas escritas por la Santa. Dificultad que se debe al elevado porcentaje de misivas actualmente perdidas. Barajando cálculos posibles desde datos internos de las cartas mismas, se han formulado recientemente hipótesis extremas, de 10.000 o incluso de 15.000 unidades. Tenemos noticia cierta de íntegros bloques perdidos. Así, por ejemplo, las cartas arriba mencionadas (de V 31,7-8); la “taleguilla” de cartas sacrificadas por fray Juan de la Cruz; numerosas cartas enviadas al padre general de la Orden (cf F 2,5, en que exponía sus razones para fundar descalzos, y cta 271,1); todo el carteo con su padre provincial Ángel de Salazar y con uno de los primeros descalzos, P. Antonio Heredia; el carteo con damas como la Princesa de Eboli; el bloque de cartas requeridas a la comunidad de carmelitas descalzas de Sevilla durante el dramático proceso a María de san José (1578), cartas que parecen haber terminado en poder del Nuncio papal Felipe Sega (“las cartas que yo le he escrito [a M. María] están ya en poder del nuncio”: 283,4; cf 284,5); perdida también la correspondencia epistolar con sus hermanos Rodrigo, Pedro, Antonio, Hernando, Jerónimo… Queda sólo un par de fragmentos dudosos a Agustín de Ahumada (379, 486).

Aparte los normales riesgos de pérdida o destrucción que acechan a todo carteo, el de la Santa atravesó un especial período de acoso y derribo en la primera mitad del siglo XVII. El afán desmedido de reliquias, sentencias y firmas teresianas hizo que se destruyesen sistemáticamente numerosos autógrafos de cartas, para confeccionar falsas firmas suyas, o avisos y pensamientos espirituales atribuidos a ella, o bien pseudoautógrafos de escritos cuyo original había desaparecido, como ciertos poemas, los pretendidos Avisos a sus monjas, o el texto íntegro de las Exclamaciones. Para ello se tijereteaban, una a una, las letras de las cartas y se las utilizaba luego a la manera de un cajero de imprenta.

Cuando se decidió imprimir por primera vez el epistolario teresiano, hacia mediados del siglo XVII, era ya demasiado tarde. Lo advertía con su acostumbrada discreción el primer editor, Juan de Palafox: “Verdaderamente cosa alguna de cuantas dixo, de cuantas escribió esta Santa habían de estar ignoradas de los fieles; y así siento mucho el ver algunas firmas de su nombre compuestas con las letras de sus escritos; porque faltan aquellas letras a sus cartas, y aquellas cartas y luces a la Iglesia universal¸ y más la hemos menester leída, enseñándonos, que venerada, firmando” (Carta introductoria a la edición de Zaragoza 1658, s.p.). Hoy poseemos 250 originales autógrafos. Las restantes, de mano ajena. Total, entre cartas y fragmentos, en la reciente edición de Monte Carmelo (Burgos, 1997), 486 unidades.

En las ediciones recientes, aparece como primera carta de la Santa, la que dirige el 12.8.1546 a Alonso Venegrilla, pero más que carta es un sencillo recibo, destinado al administrador de los bienes de familia en Gotarrendura. Su epistolario se abre en realidad con una extensa misiva al hermano Lorenzo de Cepeda, en Quito (Ecuador), con fecha 23.12.1561, cuando la autora ya está enfrascada en la tarea de fundadora.

La intensidad de su carteo adquiere grosor a partir de la primera expansión del Carmelo teresiano, con las fundaciones de Medina, Valladolid y Duruelo: 1567 y siguientes.

Los años de mayor frecuencia epistolar sobrevienen a partir de las fundaciones andaluzas (Beas y Sevilla) y del encuentro con Jerónimo Gracián. Una elemental estadística de las misivas aún conservadas arroja las cifras más altas en los últimos años:

Año 1576… 71 cartas
Año 1577… 53 cartas
Año 1578… 58 cartas
Año 1581… 64 cartas
Año 1582… 40 cartas

Los destinatarios con mayor número de cartas son: Gracián, 114 cartas, y María de san José, 64 cartas. Los sigue, aunque con cifra inferior, Lorenzo de Cepeda, con 18 cartas.

3. Destinatarios y niveles del carteo

Ya en Vida, hacia 1565, hacía T la crítica humorística de las normas de protocolo epistolar entonces en vigor. “Yo me santiguo de ver lo que pasa…, porque no se toma de burla cuando hay descuido en tratar con las gentes mucho más que merecen… Aun para títulos de cartas es ya menester haya cátedra adonde se lea cómo se ha de hacer –a manera de decir–, porque ya se deja papel de una parte, ya de otra, y a quien no se solía poner ‘magnífico’, se ha de poner ‘ilustre’…” (V 37,9-10).

Ella misma se verá precisada a protestar cuando uno de sus descalzos le propine títulos de reverenda o similares, en el sobrescrito de las cartas que le escribe (“¿ahora me intitula reverenda y señora? Dios le perdone”: cta 133,1). Pese a todo lo cual, también ella recurrirá a los títulos de protocolo para situarse a la altura del momento. Así, por ejemplo: “al muy magnífico y reverendo señor Gaspar de Salazar, rector del Colegio de la Compañía de Jesús en Cuenca, mi señor y mi padre” (cta 48). O al P. Báñez: “al reverendísimo señor y padre mío el maestro fray Domingo Báñez, mi señor” (cta 61). El sobrescrito más rumboso lo reserva para el rey en la primera carta que le dirige: “A la sacra católica cesárea real majestad del rey nuestro señor” (cta 52). En contraste con las misivas enviadas a Gracián: “Para mi padre el maestro fray Jerónimo Gracián de la Madre de Dios, en su mano” (cta 258). O en las cartas a sus monjas: “Para la madre María de san José, priora de san José de Sevilla, carmelita” (cta 110). O a lo sumo con un toque de afecto: “Para la madre priora… hija mía” (cta 132). Todo lo cual pone en la pista de la variedad de claves utilizadas por la Santa en el diálogo epistolar. Podemos distinguir en su carteo varios niveles:

– Cartas a sus familiares, entre las que destacan las dirigidas a su hermano Lorenzo de Cepeda, en sumo nivel de intimidad. Son un total de 45 cartas a diez familiares diversos, más algunos fragmentos.

– Cartas a “personajes”, civiles o eclesiásticos: al rey Felipe II, al duque de Alba don Fadrique, a varios obispos, al General de la Orden, a fray Luis de Granada… Unas 25 cartas. De sumo interés las dirigidas al rey, a don Teutonio de Braganza o al P. General de la Orden.

– Cartas a los carmelitas descalzos: amplio carteo a Gracián y a tres religiosos más, los italianos Ambrosio Mariano y Nicolás Doria, y al catalán Juan de Jesús Roca. Ahí, la gran laguna del carteo con fray Juan de la Cruz que, como sabemos, quemó de una vez todas las cartas de la Madre. En total, suman unas 133 cartas.

– Cartas a sus monjas carmelitas descalzas: amplio carteo con la priora de Sevilla, María de san José y a otras treinta destinatarias. Es, quizás, el filón más importante del epistolario teresiano, para documentar el pensamiento de la “fundadora” respecto de su obra. Son un total de 127 cartas. Perdidas las cartas a las monjas de la Encarnación (V 35, 7).

– Cartas a teólogos y letrados amigos: un listado de 24 destinatarios (teólogos, juristas, capellanes, confesores…). Con la vistosa laguna del carteo con el capellán más afecto, Julián de Ávila. Hacen un total de 48 cartas.

– Por fin, cartas a colaboradores y colaboradoras en su obra de fundadora: un grupo de 27 destinatarios de las más diversas extracciones sociales. Generalmente, damas de la nobleza las colaboradoras. En cambio, de una amplia escala social los colaboradores: desde el banquero Simón Ruiz, hasta Mateo de las Peñuelas, modesto servidor del monasterio de la Encarnación. Buen exponente de este nivel relacional es el carteo con Roque de Huerta, “guarda mayor de los montes de Su Majestad” (unas 17 cartas), gran medianero del carteo entre Castilla y Andalucía. Un total de 78 cartas.

Esa escala de niveles dialogales apenas si da una idea de la gama de tonos que se imbrican en el carteo: misivas de gran ternura al Carmelo de Sevilla, y cartas aceradas como la famosa “carta terrible” a la fundadora del Carmelo de Granada, Ana de Jesús. Carta de elogio y admiración literaria al P. Granada, y toda una requisitoria al P. Juan Suárez. Humilde súplica al rey (cta 52), y auténtico clamor ante el mismo a causa de la prisión de fray Juan de la Cruz (cta 218). Acogida cordial a jóvenes madrileñas (cta 265) y palabras de franco rechazo a quien no cree apta para la vida del Carmelo (cta 393). Diálogo franco y sesudo con la excepcional navarra Leonor de la Misericordia.

4. Riqueza documental del carteo

Las cartas de la Santa, a diferencia de sus libros, no tienen una expresa intención doctrinal. Son piezas que forman parte del engranaje de la vida en marcha, reflejo directo de lo vivido, lo proyectado, lo luchado por llevar adelante la empresa que T tiene entre manos a lo largo de 22 años. De ahí que constituyan por sí mismas todo un arsenal de datos. Episodios menudos o, a veces, acontecimientos de peso. En ese campo de gesta cotidiana, las cartas contienen muchos más datos históricos que las restantes obras de T.

En un plano periférico, es interesante comprobar cómo cruzan el espacio del carteo los grandes acontecimientos de la época: El desastre de Alcazarquivir en Marruecos (cta 258,2), la guerra de Portugal emprendida por el Duque de Alba (cta 305,3-4), la partida de Don Juan de Austria para Flandes (cta 143,3), la muerte del rey de Francia, Carlos IX (cta 67,4), la última revuelta de los moriscos en la serranía andaluza y el intento de sublevación en Sevilla (cta 347,14), el eco de las últimas sesiones del Concilio de Trento (ctas 70,10; 134,3; 376,7…), “lo peligrosas que andan las cosas de Italia” (94,2) y las de Flandes (cta 143,3); el emporio de Sevilla y las idas y venidas de la flota (cta 88,2; 160,6…), el lote de informaciones sobre usanzas y costumbres, sobre arrieros, recueros y correos, sobre ermitas y ermitaños, sobre clérigos, letrados e inquisidores, sobre dineros y escribanos, sobre las cosas que llegan de las Indias: plata, patatas, anime, tacamaca (“catamaca”, escribe ella: 188,10) o las especias.

Un plano informativo más cercano se abre sobre la obra misma de Teresa. Imposible historiar los orígenes del naciente Carmelo renovado, sin espigar en las cartas un inmenso rimero de datos. Datos sobre cada nueva fundación, sobre los personajes que intervienen a favor o en contra de ella (son varios los centenares de nombres concretos fichados en el carteo), relaciones de su obra con la corte de Madrid y con las autoridades de Roma, con los obispos de Ávila, Salamanca, Cartagena, Sevilla, Canarias, Burgos, o con el gobernador eclesiástico de Toledo en ausencia de Carranza. Secuencia de datos al pormenor sobre la marejada de los años 1577-1581, sobre la intervención de los nuncios papales, la prisión de fray Juan de la Cruz, el malaventurado capítulo de Almodóvar (9.10.1578) y el definitivo capítulo de Alcalá (1581).

Todavía un tercer círculo de hechos y datos es el que se refiere directamente a la biografía de Teresa. Sus cartas ofrecen al biógrafo informes más precisos y concretos, y mucho más numerosos, que los enormes cartapacios del proceso de beatificación y canonización de T, contenidos en los volúmenes 18, 19 y 20 de la “Biblioteca Mística Carmelitana”. Es posible sorprender a T en sus reacciones espontáneas frente a personas y acontecimientos favorables o adversos; en su tupida red de afectos y relaciones humanas; en el modo de sobrellevar los propios achaques de salud, en su tensión de trascendencia desde lo aparentemente vulgar.

En el conjunto de los escritos teresianos, las cartas desempeñan una función de equilibrio y realismo. La marcada orientación contemplativa y mística de los restantes escritos autobiográficos provocaría fácilmente una visión de la vida y la persona de T unilateralmente “mística”, desconectada si no alejada de lo terrestre y cotidiano, con humorismo y humanismo diezmados por la preponderancia de lo sobrenatural o del fenómeno extático. El inmenso paisaje humano, social, casero y terreno (dineros, compraventas, ruindades de su entorno…) de las cartas nos devuelve esos otros rasgos del rostro de Teresa, inmersa en la turbulencia de los avatares humanos, no siempre gloriosos ni elegantes. Nos devuelve su sentido práctico, su capacidad de implicación en las “baraterías” de la vida social (“estoy tan baratona y negociadora, que ya sé de todo”, “yo soy una gran baratona”: ctas 24,5; 135,15), su decidida y normal opción por lo humano, sin desalojarse de lo trascendente y divino. Si el tratado de las Moradas marca la hondura mística de su castillo, las cartas son claro índice de su grado de humanismo.

5. Edición de las cartas

En 1588, al editar fray Luis de León las Obras de la Madre Teresa, no era fácil recopilar y editar las Cartas. Único interesado en hacerlo parece haber sido el padre Jerónimo Gracián, que ya hacia 1584 había escrito: “Si se hubiesen de juntar las cartas que la santa madre Teresa de Jesús escribió a diversas personas, y la doctrina y avisos que en ellas da, con mucha devoción que pone a quien lee, sería un libro de los más provechosos y deleitosos que hubiese. Gustaba harto nuestro rey don Felipe cuando leía alguna carta suya… y otras personas que guardan sus cartas como una viva doctrina para su bien” (en Diálogos sobre la muerte de la Madre Teresa…, Burgos, 1913, p. 164). Y añade poco después: “…de las cuales cartas… tengo un libro de tres dedos en alto que, aunque es bien se publiquen, por haber en ellas cosas particulares…, es bien se guarden en secreto” (en Escolias a la Vida de la Santa).

De hecho, en la preparación de los procesos de beatificación de T, el Rótulo utilizado en los “procesos remisoriales de 1609-1610” se preocupó de interrogar a los testigos sobre los escritos mayores de la Santa (Vida, Camino, Castillo, Fundaciones, Relaciones: nn. 25. 54-57), pero no se interesó en la recogida de las Cartas de la futura santa. Entre los biógrafos teresianos, Francisco de Ribera fue el primero en publicar media docena de cartas en su vida de T.

Al promediar el siglo XVII se produjeron los primeros conatos serios de recopilación. De ellos nos quedan, entre otros, los manuscritos 12.763, 12.364 y 19.346 de la Biblioteca Nacional de Madrid, compuestos por los carmelitas a partir de 1640. Hasta que, por fin, se hicieron cargo de la edición el General de los carmelitas, Diego de la Presentación y un hombre de alto prestigio, el venerable Juan de Palafox. Seleccionaron dos manojos muy escasos de misivas teresianas y las publicaron en dos tomos con el título: “Cartas de la seráfica y mística doctora santa Teresa de Jesús… con Notas del ilustrísimo… Juan de Palafox y Mendoza… Zaragoza 1658”. Los dos tomos contenían un total de 65 piezas, muy entremezcladas de espurios y de otros escritos teresianos.

Pese a esas deficiencias, las Cartas tuvieron inesperada fortuna editorial. Antes de finalizar el siglo (1700), habían logrado no menos de 22 ediciones, en español, francés, italiano, holandés. Tamaño éxito editorial favoreció la prosecución de la recogida de originales, con sustanciosas aportaciones. En los siglos XVII y XVIII nuevos editores y comentadores llegaron a reunir hasta 371 cartas de la Santa. Ediciones que en el siglo XIX serían mejoradas, gracias a los estudios de don Vicente de la Fuente. Les daría forma definitiva en nuestro siglo el P. Silverio de Santa Teresa, en los volúmenes 7-9 de la “Biblioteca Mística Carmelitana” (Burgos, 1922-1924). Los últimos hallazgos de nuevas misivas de la Santa se hallan incorporados en la reciente edición de la editorial Monte Carmelo (Burgos, 1997).

BIBL. – J. L. Astigarraga, Las cartas de Santa Teresa a Jerónimo Gracián…, en «EphCarm.» 29 (1978), 100-176; S. Ros, El epistolario teresiano: un estilo en compromiso, en «MteCarm.» 92 (1984), 381-401; C. Rodríguez, Infraestructura del Epistolario de Santa Teresa. Los correos del siglo XVI, en «Actas del Congreso Internacional Teresiano» I (Salamanca 1983), pp. 65-90.

T. Álvarez

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