Búsqueda de Dios

También en Teresa de Jesús está presente, y a veces acuciante, el sentimiento de los orantes bíblicos y de los grandes místicos: búsqueda de Dios, deseo de verlo, anhelo de su presencia o de su rostro (Sap1,1; salmos 26,8; 79,4.8.20…), cta 68,33 y 104,4. Entre los místicos, quizás nadie como san Juan de la Cruz expresó esa tensión de búsqueda: “Adónde te escondiste…, salí tras Ti clamando”. “Bus­cando mis amores…” “Descubre tu presencia y máteme tu vista…” (Cántico, 1.3.11).

Como él, también T prorrumpe en ese grito, repitiendo la pregunta bíblica “dónde está tu Dios” (V 20,11 y todo el contexto), y apropiándose la imagen de la cierva que busca las aguas (“así mi alma te busca”, salmo 41,2), que ella excepcionalmente cita en latín: “¡Oh, qué es ver un alma herida!… ¡Oh, cuántas veces me acuerdo, cuando así estoy, de aquel verso de David: quemadmodum desiderat cervus ad fontes aquarum, que me parece lo veo a la letra en mí!” (V 29,11). Imagen que ella repetirá por última vez en las Moradas séptimas (3,13), cuando ya en parte se le ha saciado la sed.

Esas dos páginas de Vida y de Moradas marcan los dos extremos de la tensión de búsqueda en la historia mística de Teresa. En medio de ese arco tenso, ocurren dos episodios incisivos.

El primero, en Salamanca, a raíz de la Pascua de 1571, con ocasión del canto de sor Isabel “Véante mis ojos” (R 15), que agudiza una vez más la búsqueda de Dios: verlo con los propios ojos, aun a costa de la muerte. El episodio ocurre el 16 de abril de ese año. Sólo dos meses después, el 30 de junio de 1571, Teresa toma nota de la palabra interior que le dice: “No trabajes tú de tenerme a Mí encerrado en ti, sino de encerrarte tú en Mí” (R 18). Esta sencilla experiencia mística tiene importancia por preparar a distancia de años el segundo episodio.

Ocurre éste hacia el final de ese proceso de búsqueda, cuando ya ella ha entrado en el sosiego de las séptimas moradas. En un momento de profunda oración, T escucha de nuevo la voz interior que le sugiere una consigna incisiva: “Búscate en Mí”.

Deseosa de ahondar en el sentido de esa palabra interior, la comunica en la intimidad a su obispo don Álvaro de Mendoza. Y éste decide, de acuerdo con ella, organizar un mini-torneo literario espiritual para discutirla y evaluarla. Surge así el conocido episodio del “Vejamen” en que tercian las carmelitas de San José de Ávila y un grupo selecto de espirituales amigos, entre los que destaca fray Juan de la Cruz. (Para más detalles, ver la voz “Vejamen”). Sucedía todo eso en las Navidades de 1576 a 1577, cuando fray Juan no había compuesto aún sus versos “Adónde te escondiste…”

Tras criticar humorísticamente todas las respuestas del torneo, ella, Teresa misma, esboza su interpretación del problemático lema, en un poema que comienza con el estribillo: “Alma, buscarte has en Mí / y a Mí buscarme has en ti”. Con lo cual, desdoblaba el lema en dos direcciones: búsqueda de Dios y búsqueda de su propia alma. Pero entrecruzando poéticamente los rumbos: a Dios buscarlo en el alma, y a la propia alma buscarla en Él.

Probablemente había mediado en ese intervalo otra experiencia mística, referida en la Relación 45: “Una vez entendí cómo estaba el Señor en todas las cosas y cómo en el alma, y púsoseme comparación de una esponja que embebe el agua en sí”. Experiencia ésta, que podría añadir un último eslabón al proceso de interiorización de Teresa, quien durante años ha buscado a Dios “dentro de sí”, a la manera agustiniana (V 40,5; C 28,2; M 4,3,3). Ahora, ese último episodio de búsqueda en lo interior, prepara el paso hacia la trascendencia: buscarse a sí misma en Dios. Porque ella (el alma) está inmersa en El, como el agua en la esponja.

El poema compuesto por la Santa glosa esos dos tiempos de la búsqueda. Las tres primeras estrofas glosan la consigna final “búscate en Mí”, es decir, trasciende tu interioridad. Las tres últimas regresan al proceso de interiorización: “a Mí búscame en ti”.

Es posible que esos dos tiempos del proceso de búsqueda –interioridad y trascendencia– estén reflejados en el Cántico Espiritual de fray Juan de la Cruz, que comienza con el clamor de búsqueda (Adónde te escondiste… / descubre tu presencia); que luego interioriza esa presencia en “los ojos deseados / que tengo en mis entrañas dibujados”; y que culmina con el vuelo de las últimas estrofas: “Gocémonos, Amado / y vámonos a ver en tu hermosura…”

En todo caso, los dos poemas, compuestos en clima místico compartido y por las mismas fechas (1577-1578), reflejan al vivo la mística tensión de búsqueda de Dios, sufrida y gozada por dos eximios testigos de esa tensión teologal.

T. Álvarez

Todos los derechos: Diccionario Teresiano, Gpo.Ed.FONTE

Bondad

Es uno de los atributos de Dios que más admiración y emoción causan a Teresa. Su bondad es misericordia, largueza y magnificencia con nosotros, sus criaturas. Resplandece en toda la relación de Dios con ellas. Pero especialmente en la historia de salvación: no sólo en habernos dado a su Hijo (C 27,1; 32,2), sino en el historial de gracia y misericordia que ha tenido con Teresa. Ella lo ha pensado tantas veces, que esa bondad se ha convertido en uno de los rasgos fisonómicos del rostro de su Dios: “Muchas veces he pensado, espantada de la gran bondad de Dios y regaládose mi alma de ver su gran magnificencia y misericordia…” (V 4,10). Esa bondad de Dios la provoca constantemente al amor, a la confianza, al asombro… Al amor: “Oh bondad infinita de mi Dios… que toda me querría deshacer en amaros” (V 8,6). A la confianza: “Fíe de la bondad de Dios, que es mayor que todos los males que podemos hacer… Nunca se cansa de dar ni se pueden agotar sus misericordias: no nos cansemos nosotros de recibir” (V 19,15). Al asombro: “¡Oh Señor mío, qué bueno sois!… ¡Oh largueza infinita, cuán magníficas son vuestras obras! Espanta a quien no tiene ocupado el entendimiento en cosas de la tierra… (V 18,3; cf C 22,6). A la alabanza y gratitud: “amar una bondad tan buena y una misericordia tan sin tasa” (M 1,1,3).

Para ella es importante conocer por experiencia esa bondad de Dios, sobre conocerla por fe: porque “es gran cosa haber experimentado la amistad y regalo con que (El) trata” a sus amigos (C 23,5). Desde esa experiencia, tan intensamente vivida por ella, Teresa se hace eco de la palabra de Jesús al joven: “nadie es bueno sino solo Dios” (Lc 18,19): “veo que no puedo hacer nada que sea bueno si no me lo dais Vos” (E 1,1).

También en el hombre la bondad es fruto maduro de ese amor de Dios: “Quienes de veras aman a Dios, todo lo bueno aman , todo lo bueno quieren, todo lo bueno favorecen, todo lo bueno loan, con los buenos se juntan siempre, y los favorecen y defienden. No aman sino verdades y cosa que sea digna de amar…” (C 40,3).

“Bendito sea El, que de todas las cosas saca bien, cuando es servido, amén” (V 39,14). “Bendito sea el Señor, que tan bueno es” (V 20,16).

Tomás Álvarez.

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Bienaventuranza / Bienaventurados

La bienaventuranza o el “macarismo” evangélico tiene fuerte resonancia en la experiencia y en los escritos de T. Ella no suele aludir explícitamente a las “bienaventuranzas” proclamadas por Jesús en el sermón de la montaña (Mc 5). La expresión “bienaventurado quien…” le brota espontánea. Siempre sobre motivos evangélicos profundamente sentidos por ella. He aquí algunos:

– la pobreza: si practicando la pobreza evangélica “muriereis de hambre, ¡bienaventuradas las monjas de San José!” (C 2,1);
– el amor: “bienaventurado quien de verdad amare (a Jesús hombre) y siempre le trajere cabe sí” (V 22,7);
– la verdad: “Bienaventurada alma que la trae el Señor a entender verdades” (V 21,1);
– la penitencia: pone esa bienaventuranza en boca de fray Pedro de Alcántara: “Bienaventurada penitencia que tanto premio había merecido” (V 27,19);
– el cumplimiento de la voluntad de Dios: “Bienaven­turados… cuando vieren que no les quedó cosa por hacer por Dios” (V 27,14);
– la bienaventuranza evangélica de ocupar el último lugar: “La que le pareciere es tenida entre todas en menos, se tenga por más bienaventurada” (C 13,3);
– el bíblico temor del Señor, según el salmo 118: “Bienaventurado el varón que teme al Señor” (M 3,1; 1,4);
– la seguridad o la esperanza de salvación: “La bienaventuranza que hemos de pedir es estar ya en seguridad con los bienaventurados” (M 3,1,2). “Biena­venturados los que están escritos en el libro de la vida” (Exc 17,6), eco de la palabra de Jesús “alegraos de que vuestros nombres estén escritos en el cielo” (Lc 10,20).

Bienaventurados por antonomasia son Dios y los moradores del cielo. Dios “es bienaventurado porque se conoce y ama y goza de sí mismo, sin ser posible otra cosa” (Exc 17,5). Los moradores del cielo, “almas bienaventuradas, que tan bien os supisteis aprovechar y comprar heredad tan deleitosa” (Exc 13,4).

T. Álvarez

Todos los derechos: Diccionario Teresiano, Gpo.Ed.FONTE

Biblia

«Sabía yo bien de mí, que en cosas de la fe, contra la menor ceremonia de la Iglesia que alguien viese yo iba, o por cualquier verdad de la Sagrada Escritura, me pondría yo a morir mil muertes» (V. 33,5).

Puestos a referir el amor y el estudio que los cristianos han hecho a lo largo de los siglos de la Biblia, difícilmente encontraríamos un testimonio tan vivo y apasionado como este de Teresa que citamos. Y ninguna presentación mejor podemos hacer del tema ya que su propia palabra nos ahorra de golpe todo esfuerzo por ponderar la importancia que la Biblia ha tenido en su vida, y va a tener en sus actitudes y en su pensamiento. Para mejor clarificar éste podemos señalar unos hitos que definen y enmarcan su amor y conocimiento de la Biblia.

a) La Biblia, un libro escaso y difícil…

Si para estudiar a un autor hay que situarse en su tiempo y su contexto, esto se hace especialmente necesario al referirnos al tema de la Biblia en la espiritualidad teresiana. Sólo así puede entenderse una necesaria afirmación que hoy podría resultar extraña: Teresa no ha tenido siquiera una Biblia. Teresa no ha podido leer la Biblia. Si, Teresa, lectora precoz, a ejemplo e inducción de su padre, que «tenía buenos libros para que leyesen sus hijos» (V 1,1) y tan amiga ella misma de los libros desde la infancia, hasta el punto de no estar contenta si no tenía cada día un libro nuevo, no ha tenido, ni ha podido leer la Biblia, como libro completo. Ni siquiera en casa de su tío D. Pedro, ha podido hacerlo en aquel tiempo tan singular que dedica, al reposo y la reflexión, a la lectura complaciente de los buenos libros que aquél posee (V 3,5).

Y no ha podido hacerlo por la simple razón de que la Biblia no estaba al alcance de cualquiera. Sólo corría en latín para uso de los estudiosos. Existían, ciertamente, traducciones parciales, de algunos de sus libros, y de 1553 es la edición completa en castellano de la Biblia de Ferrara. Pero después que en 1546 debate el tema el Concilio de Trento en su cuarta sesión, si bien no toma decisión alguna, los teólogos españoles se pronuncian por la conveniencia de que no se hagan traducciones, ante el temor, que apuntaba Carranza, de que las «personas simples y sin letras» hagan mal uso de las mismas. Son los tiempos del alborear del protestantismo, y la Inquisición vela cuidadosa porque la Biblia no esté al alcance de personas sin formación sólida. De ahí que apenas empiezan a publicarse las ediciones en castellano, las prohíbe. Así lo hace ya en el Índice que se publica en Toledo en 1551, ratificado luego y añadido con nuevos títulos hasta 172, en el famoso Índice de Valdés del año 1559. Y que no sólo alcanza a la Biblia como tal, sino también a los libros de Comentarios sobre la misma, como por ejemplo la Guía de Pecadores del P. Granada y al Audi Filia de Juan de Ávila.

Pero el hecho cierto de que Teresa no haya podido manejar la Biblia por completo, ni tenerla a su servicio, no quiere decir que ella no la haya conocido y venerado. Las más de 600 citas que de la misma hay en sus obras, demuestran que a pesar de que la Biblia no era un libro a su alcance, ella la llega a conocer en profundidad, a través de otros libros, o de lecturas fragmentarias de la misma que por fuerza ha tenido que hacer.

Ella misma nos cuenta, de hecho, refiriéndose al tiempo que estuvo en las Agustinas de Gracia, cuando apenas tiene 16 años, lo que se alegra de poder hablar con D.ª María de Briceño, por lo bien que «hablaba de Dios» (V 3,1) y cómo ésta se sintió llamada por sólo leer en la Escritura, que el Señor ha dicho que «muchos son los llamados y pocos los escogidos».

A tenor de lo que Teresa nos cuenta parece evidente que al menos el Evangelio lo conoce en profundidad antes de entrar en la vida religiosa, pues medita ya todas las noches antes de acostarse en la oración del Huerto (V 9,4), lee la Pasión (V 3,1), y se sirve del mismo para sus razonamientos para vencer los temores y dudas vocacionales previas al ingreso. (V 4,3).

Luego seguirá aumentando su conocimiento de la Escritura tras la entrada en la vida religiosa, en plena juventud. Basta recordar como dato sus lecturas obligadas del Breviario o el rezo de la Liturgia de las Horas. Ella misma recuerda a este respecto a sus hijas refiriéndose al Cantar de los Cantares: «Y así lo podéis ver en el oficio que rezamos de Nuestra Señora, cada semana, lo mucho que está escrito de ello en antífonas y lecciones» (Conc 6,8). Y lo mismo cabe decir de la Misa de cada día, como fuente de su conocimiento de la Escritura. O la Regla del Carmelo, que es un enlosado de citas Bíblicas, para cerciorarse de su progresivo conocimiento de la misma.

Y si a esto se añade las largas horas de lectura que tiene en su enfermedad, «diome la vida haber quedado amiga de leer buenos libros» (V 3,7), y que jamás osaba comenzar a tener oración sin un libro entre las manos (V 4,9) que le sirviera de escudo, mas su deseo de encontrar luz que le lleva a confesar «aunque he leído muchos libros espirituales, decláranse poco» (V 14,7) queda bien de manifiesto que a través de ellos, Teresa ha conocido a fondo la Escritura, pues según es obvio tales libros tienen siempre como trasfondo la palabra de Dios, según ella lo recuerda expresamente: leí en un libro que decía San Pablo que era Dios muy fiel (V 23,15). De ahí que cuando se publica el famoso y citado Índice de Valdés, ella lo lamenta. «Cuando se quitaron muchos libros de romance, que no se leyesen, yo sentí mucho» (V 26,5), si bien la ocasión sirvió de pretexto para que el Señor que le había enseñado y sostenido a través de los libros, empiece a hacerlo de otro modo: con las visiones. «No tengas miedo, yo te daré libro vivo», le dijo el Señor (V 26,5).

Y por si no fuera suficiente, sabemos con certeza que también en el trato con los confesores y consultores, grandes teólogos y letrados en su mayoría, ha encontrado Teresa una fuente de conocimiento de la Escritura. Y es natural, pues es lo que buscaba y lo que más aquietaba su espíritu, como lo dice al referirse al Dr. Velázquez de Toledo… (F 30,1).

b) La Biblia, un libro amado

A tenor de las citas que Teresa hace en sus obras de la Escritura, podemos decir que ha conocido la mayor parte de la Biblia. Cuarenta y siete libros distintos cita ella de la Escritura. Veintiséis son del A. T. con 200 citas y veintiuno del Nuevo con cuatrocientas. Citas que van del Génesis al Apocalipsis. Sin que pueda decirse que ignora los no citados, sino que han dejado menor huella en su pensamiento o no ha encontrado oportunidad para traerlos a colación. El más citado, sin duda, es el Evangelio, luego san Pablo, los Salmos, el Cantar de los Cantares. Unas son citas textuales. Otras son referencia a hechos bíblicos, y con frecuencia y evidente regodeo evocación de los personajes de la Escritura. Algunas citas son una simple referencia, mientras otras se convierten en punto central de su pensamiento.

Y hasta tal punto la Escritura se convierte en el trasfondo de su obra y del pensamiento teresiano, que no hay libro suyo que no esté cuajado de citas. Ciento treinta y dos hay en el libro de las Moradas. Luego viene la Vida con 118, Camino ofrece 105, y 34 las Fundaciones. Pero hay dos obras teresianas, como es sabido, de escaso volumen, pero de una densidad bíblica asombrosa. Son las Exclamaciones, que en apenas una veintena de páginas contienen 66 citas de la escritura, y el pequeño libro Meditaciones sobre los Cantares, que constituye una obra única, atrevida, insólita, y mucho más para una mujer. Un comentario nada menos que al Cantar de los Cantares, por cuya simple traducción al castellano se ganará la cárcel Fr. Luis de León. Así que no es extraño que el P. Yanguas, su confesor del momento, le mandara quemar el original, por algo más que probar su obediencia. Hay en él 42 citas de la Escritura.

Tras este simple apunte de datos, que aparece en una lectura somera de sus obras, no cabe la menor duda de que Teresa, aunque no haya podido leer directa y enteramente la Biblia, ha llegado a tener un conocimiento hondo de la misma. Tanto más meritorio cuanto difícil era el acceso a la misma para una mujer de su tiempo. Pero ella no era mujer que se arredrara ante las dificultades por más que diga que el ser mujer y ruin bastaba «para caérsele las alas» (V 10,8) cuando había una motivación seria y trascendente para obrar. Y en esta motivación, que ahora veremos, es quizá, donde está la clave de ese conocimiento y amor a la Escritura profesado y confesado por Teresa.

c) La Biblia, palabra viva, actual, de Dios

Teresa ha tenido, desde niña, una extraña facilidad para hacer suyo lo que lee, identificándose de algún modo con lo que la lectura desvela. Así lo hará con la lectura compartida del Flos Sanctorum, que hace con su hermano y que le lleva a ansiar y buscar el martirio en tierra de moros, sorprendida y gozosa de descubrir que la pena o la gloria fuera «para siempre, siempre, siempre» (V 1,4). O con la propia lectura de los libros de caballerías, que no sólo aviva en ella el gusto por aquellas lecturas, que hasta parece llegó a imitar, sino que la lleva a vivir su propio romance, ya que la misma saca a flote su sensibilidad femenina, que atrae a los primos, con aquel «traer galas y desear contentar en parecer bien, con mucho cuidado de manos y cabelllo y olores» (V 2,2).

De ahí que no tiene nada de extraño que cuando T comienza a conocer la Escritura, la perciba como Palabra viva de Dios. Una Palabra estimulante, provocadora, recién dicha para todos, y a cuya eficacia no se ha podido sustraer. Y si bien al principio se sorprende, en su adolescencia, de que aunque leyera toda la Pasión no llorara una lágrima (V 3,1), no deja de sentir pena por ello y envidia de quien lo hace.

El encuentro en Hortigosa con su tío D. Pedro y las lecturas que por complacerle hace de sus libros, van a resultar en este aspecto definitivas. Y es que aunque la Santa no lo especifica, está claro que aquellas lecturas rondan la Escritura, y que a través de ellas se empieza a clarificar su vida «con la fuerza que hacían en mi corazón las palabras de Dios, así leídas como oídas, vine a ir entendiendo la verdad de cuando niña» (V 3,5). No sólo eso. Teresa confiesa que a través de esto, Dios «le forzó a que se hiciese fuerza» (V 3,4) para definir su vida. Es así como empezó a descubrir que la Palabra de Dios es viva, actual, impulsiva, seductora.

Y con este entusiasmo de la verdad redescubierta de su infancia, que es valorar todo lo humano como vanidad frente a la trascendencia de Dios, se afianza en ella otro valor que va a ser igualmente definitivo en su vida. El amor a la verdad, que va a guiar todos sus pasos, tan habituada a «entender lo que es verdadera verdad, que todo lo demás le parece juego de niños» (V 21,9). Y esa verdad verdadera no es otra que Dios mismo, «verdad sin principio ni fin, ya que todas las demás verdades dependen de ella» (V 40,4).

Ahora bien esta verdad suprema con la que debemos verificar y contrastar nuestras pequeñas verdades, es precisamente la que se contiene y revela en la Escritura. Y confirmando esta certeza de Teresa le dirá el Señor en una de sus gracias místicas: «Todo el daño que viene al mundo es por no conocer la verdad de la Escritura con clara verdad, no faltará una tilde de ella» (V 40,1). Y esta es la razón suprema por la que Teresa buscará siempre el parecer de los letrados para no equivocarse siguiendo seducida sus pequeñas verdades personales. Incluso, puesta a elegir, prefiere contar con los letrados antes que con los espirituales que no tengan letras, convencida desde la experiencia de que «buen letrado nunca me engañó» (V 5.3), porque como ella explica aunque no sepan las cosas por experiencia, que tanto vale ciertamente en los caminos del espíritu, «en la Sagrada Escritura que tratan, siempre hallan la verdad del buen espíritu» (V 13,18). Y de ahí su gozo singular cuando encuentra a alguno especialmente versado en la Escritura, como era el Dr. Velázquez, de Toledo (F 30,1).

Importa también tener en cuenta este dato de la relación que Teresa plantea entre la vida espiritual y la Escritura, porque ilumina el sentido de su acercamiento y su lectura de la Biblia. Y es que, como es obvio, T no es un exégeta que busca precisar el sentido hermenéutico de cada cita que hace de la Escritura. Teresa es, simplemente una mujer, sin formación bíblica específica, que busca y ama la verdad y que dado su nivel de compromiso con Dios, con la vida espiritual a la que se siente empujada y atraída, lo que busca en la Escritura, es una luz, un alimento para su vida espiritual. Su lectura de la Biblia es, por lo mismo en clave espiritual, de interioridad.

No faltan ciertamente en sus escritos ocasiones en que Teresa se atiene al sentido literal de la Escritura, como al citar a Lucas que dice de Jesús que «vivía sumiso a sus padres» (2,51), de donde ella deduce el poder de san José, ya que si Jesús le ha obedecido en la tierra, «que como tenía el nombre de ayo, le podía mandar» (V 6,6), así «en el cielo hace cuanto le dice». O el texto de san Pablo donde dice que las mujeres en la Iglesia callen, que impide a las mismas la predicación.

Tampoco faltan otras referencias bíblicas que son interpretadas por Teresa en su sentido «acomodaticio», donde partiendo de lo que dice la propia Escritura se hace la trasposición hacia otra realidad, por semejanza de causas o efectos. Como cuando dice Jesús: «He deseado ardientemente celebrar la Pascua con vosotros» (Lc 22,15), que Teresa interpreta como el deseo de la entrega de la Eucaristía, o el famoso del Agua viva que Jesús ofrece a la Samaritana, y que ella identifica con la contemplación.

Pero ella, lo que busca, sobre todo, es descubrir cada vez con mayor profundidad, lo que Dios le pide, en el afán de darle una respuesta siempre más generosa, buscando la identificación más plena con los sentimientos de Cristo.

En definitiva, pues, lo que ella quiere desde esa lectura espiritual e íntima de la Biblia, es conocer y experimentar más el amor de Dios, su designio, y darle, inducida y guiada por su Palabra, una respuesta más total.

d) Palabra de Dios experimentada

Y tanto, de hecho, se ha acercado a la Escritura con este ánimo, que bien puede decirse que Teresa ha tenido de ella una experiencia mística. Hablándonos de la oración de quietud, ella misma nos recuerda, que me «ha acaecido estando en esta quietud, con no entender casi cosa que rece en latín, en especial del salterio, no sólo entender el verso en romance, sino pasar más adelante en regalarme con lo que el romance quiere decir». (V 15,8). Y cuenta más adelante, en la Vida, un caso bien concreto del salmo 41. «¿Dónde está tu Dios?» es de mirar que el romance de estos versos yo no sabía bien el que era, y después que lo entendía me consolaba de ver que me los había traído el Señor a la memoria sin procurarlo yo. Otras, me acordaba de lo que dice san Pablo, que está crucificado al mundo» (V 20,11). Insistiendo sobre lo mismo en el prólogo del Cantar de los Cantares.

Repasando las relaciones que hace de las gracias místicas recibidas, vemos que se refiere más de una vez a las que han tenido lugar en torno a la Escritura. Tanto al oír palabras de los Cantares (R 24) como del Magnificat (R 2) y de los salmos (V 15,9). Con textos del Evangelio (R 36) y de San Pablo (R 47,57). Preci­samente aludiendo al texto del apóstol de Corintios (1Cor 14,34) donde alude al papel de las mujeres, y sospechando que con el mismo esté manifestándole el Señor su voluntad de que no funde más conventos y se retire, le dirá el Señor para orientación de sus consultores: «Diles que no se sigan por una sola parte de la Escritura, que miren otras. Y que si podrán, por ventura, atarme las manos» (R 19).

De lo que no cabe duda es de que esta experiencia mística que Teresa ha tenido de la Escritura, ha ahondado en ella el amor por la misma, su convencimiento de que a través de ella Dios manifiesta y revela su designio, prestándole por lo mismo una fe más convencida, pues como dice Teresa en las Moradas, aludiendo a la Inhabitación de la Trinidad en el alma. «¡Oh, válgame Dios! ¡Cuán diferente cosa es oír estas palabras y creerlas, a entender por esta manera cuán verdaderas son!» (M 7,1,7).

Y como su fe, la fe de cualquier creyente si es auténtica y viva, no es una simple iluminación intelectual para comprender verdades más o menos subidas, sino ante todo un impulso cordial, vital que lleva a traducir en obras lo que se cree, debemos reconocer y recordar que merced a esta fe absoluta que Teresa presta a la Palabra de Dios, su vida se ha ido llenando de la misma, para luego irse modelando conforme a la exigencia de la Escritura, que se convierte para ella en norma segura de vida. Dice ella: «quedé… con grandísima fortaleza y muy de veras para cumplir con todas mis fuerzas, la más pequeña parte de la Escritura divina. Paréceme que ninguna cosa se me pondría delante, que no pasase por esto» (V 40,2) hasta morir las mil muertes ya aludidas.

Y en las Relaciones (3,13) hablando precisamente del examen y juicio que ha buscado en los confesores sobre su vida y sus experiencias místicas, confiesa humilde, pero satisfecha: «Ninguna cosa han hallado que no sea muy conforme a la Sagrada Escritura, y esto me hace estar ya sosegada». De modo que al fin, su amor a la Escritura y su amor a la verdad, la otra gran pasión de su vida, se funden en el mismo objetivo: vivir y leer su vida al trasluz de la Palabra de Dios, dejándose guiar por ella.

Y partiendo de esta asimilación vital de la Escritura, su gran gozo era, precisamente, el de identificarse con los personajes bíblicos, que son los que encarnan las actitudes más nobles ante Dios. Bien sea el Rey David que llora su pecado, o el profeta Elías con su hambre insaciable de Dios. Job con su ilimitada paciencia o Pedro con su amor apasionado. Pablo o la Magdalena en su enamoramiento de Jesús. O la samaritana tan ansiosa y necesitada del agua. A todos admira y envidia, por más que luego, su fe viva le lleve a satisfacerse en ella, sin añorar a los que pudieron vivir con el Señor (C 34,6-7).

Una identificación que no se queda, por supuesto, en la simple admiración, sino que busca el recrear sus actitudes. Especialmente las de los personajes evangélicos, acogiendo en su corazón a Jesús como las hermanas de Lázaro en Betania (R 26), llorando a sus pies como la Magdalena (C 34,7), buscándole ansiosa como la Samaritana (V 30,19) o acompañándole en la soledad del Huerto más allá de lo que hicieron los apóstoles (V 9,3).

Y una vez verificado este puesto central que la Escritura tiene en la vida de T como luz que le orienta y crisol de su veracidad, sólo nos queda por ver el papel que la Escritura tiene en su espiritualidad, en la transmisión de su experiencia y doctrina para los demás.

e) La Biblia, fuente de su espiritualidad

Dando por suficiente lo dicho para apuntar la importancia de la Biblia en su itinerario espiritual, recordaremos brevemente sólo cómo algunos de los grandes planteamientos doctrinales de Teresa parten de la Escritura que se convierte así en el núcleo de la espiritualidad teresiana. Comenzando por el libro de su autobiografía que ella quiso fuera, recordando el salmo 88, el libro de las «Misericordias del Señor». «¡Y con cuánta razón las puedo yo cantar para siempre!» (V 14,10), dice. La Autobiografía es una especie de salmo mayor en el que recordando su vida, desde la infancia a la madurez, lo único que pretende es contar la Historia de Salvación de Dios para sus elegidos. El triunfo de la gracia sobre la debilidad humana. «Que en verdad, cierto muchas veces me templa el sentimiento de mis grandes culpas, el contento que me da se entienda la muchedumbre de vuestras misericordias» (V 4,30), confiesa. Con un propósito bien concreto: «engolosinar» a las almas (V 8,8) y convencerlas de que cualquiera recibirá esas mismas gracias si deja obrar a Dios en su vida, como ella lo ha hecho.

Haciendo melodía a este trasfondo del salmo, aparecen luego en el texto otras referencias bíblicas, principalmente del Evangelio, algunos de cuyos personajes se evocan repetidas veces, como Pedro, Marta, María, la Magdalena (V 22, 12); así como la parábola del Hijo pródigo o la dracma perdida (V 16,3). También las epístolas de san Pablo. Y con especial gusto el texto de Gálatas, que ella repite complacida en otros escritos: «Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí» (2,20), amén de otros salmos y libros del Antiguo Testamento, como el Cantar de los Cantares (V 4,1;5,1,18, etc.).

En la misma línea temática de Vida, habría que situar el libro de las Fundaciones, que prosigue el relato autobiográfico, como un nuevo salmo que canta las misericordias del Señor, aunque en un nuevo horizonte, que ya no es el de su alma, embargada por la gracia del Señor, sino el de la obra realizada por medio de Teresa para gloria de Dios, para que se vea, como ella reclama «que estas casas, en parte, no las han fundado los hombres, las más de ellas, sino la mano poderosa de Dios, y que es muy amigo Su Majestad de llevar adelante las obras que El hace, si no queda por nosotros» (F 27,11). Ciertamente el libro es el que menos referencias explícitas ofrece de la Biblia, aunque no faltan las habituales del Evangelio (5,5, 15,17) el salterio (17,9-10) y san Pablo (5,3, 8,5), ceñido como está al relato de las andanzas fundacionales. Pero en él se entrevé como en ninguno, por lo que tiene de humano y a la vez de relato de una acción sorprendente de Dios, esa Historia de Salvación que Dios escribe, valiéndose de nuestra mediación y nuestras debilidades.

El trasfondo Bíblico de otras obras mayores, como el Camino de Perfección, no necesita de exaltaciones. Baste decir que la obra es una glosa del Padrenuestro, paladeando el texto de san Mateo (6,7-13) que ocupa más bien la segunda parte del libro (c. 19-42) mientras la primera se dedica a ponderar la necesidad de las virtudes evangélicas del amor (c. 4-7),el desasimiento y abnegación (c. 8-13) y la humildad (c. 15-18). Todo el libro es una invitación a cumplir la consigna del Evangelio de velar y orar (C 7,6). Y así se comprende y explica la abundancia de citas bíblicas con que está enriquecido, del Evangelio, san Pablo y los Salmos.

Finalmente la otra gran obra teresiana que es el Castillo Interior o las Moradas, no sólo abunda en referencias bíblicas, sino que tiene como eje alguna de sus revelaciones más iluminadoras, partiendo de las palabras de Jesús «dice el Evangelio que dijo el Señor, que vendrían El y el Padre y el Espíritu Santo a morar en el alma que le ama y guarda sus mandamientos» (M 7,1,7). Desde esa realidad de la presencia permanente que por gracia Dios mantiene en el alma, fiel a su amor de Padre y Creador, hasta esa vida nueva que se alcanza en la unión transformante con Cristo. La mariposa que nace del gusano de seda (M 5,2,2) vuelve a recordar lo dicho y sentido por el Apóstol: «No soy yo quien vive, es Cristo que vive en mí». La misma defensa apasionada que Teresa hace de los textos, defendiendo la necesidad del recurso a la humanidad de Cristo, contra el parecer de no pocos doctos y espirituales de su tiempo, tiene su referencia bíblica que recuerda la conveniencia de «que El se fuese» (Jn 16,7). Y argumenta Teresa: «Yo no puedo sufrir esto, a usadas que no lo dijo a su madre sacratísima, porque estaba firme en la fe, que sabía que era Dios y hombre» (M 6, 7,14).

Lo cierto es que no hay Morada sin alusión bíblica, y que en ellas se alude expresamente a ciertas figuras bíblicas que encarnan las actitudes que el propio cristiano ha de tener si quiere llegar a la meta. Así Pablo o la Magdalena (M 7,2,7) nos estimulan con su conversión a buscar la propia. David, Salomón, Judas (M 5,4,7 ), la pecadora, a vivir precavidos, sin fiarnos de nosotros mismos. El Hijo pródigo, al reconocimiento del error y a la confianza ilimitada en Dios (M 6,6,10). Los jornaleros de la parábola a aceptar agradecidos la largueza de Dios, nunca merecida, trabajando gozosos y sin reclamaciones, como siervos inútiles (M 3,1,8).

Una Palabra especial merece el librito de Conceptos o Meditaciones sobre los Cantares. Precisamente por eso. Porque ofrece una serie de consideraciones sobre la vida espiritual, tomando como punto de partida el libro del Cantar de los Cantares. Y en concreto algunos breves fragmentos del mismo. (c.1,2-3; 2,3-5). Ella escribe desde una experiencia viva y mística del libro, según confiesa. «Habiéndome el Señor, de algunos años acá, dado un regalo grande cada vez que oigo o leo algunas palabras de los Cantares, que sin entender la claridad del latín en romance, me recogía más y movía mi alma que libros muy devotos que entiendo» (pról.1).

Y desde la vivencia de esta experiencia ofrecerá no pocas consideraciones y enseñanzas sobre la paz del alma y la oración de quietud y unión, sin que falten las consabidas referencias a otros libros de la Escritura como el Evangelio, con la evocación siempre amorosa y entrañable de las mujeres más cercanas a Jesús: La Virgen (6,7) María, Marta, la Magdalena, y otras escenas como Pedro echándose a la mar (2,29) o las parábolas del rico Epulón (2,8) o las diez vírgenes (2,5).

Finalmente, como ya se ha apuntado, entre todos sus escritos por la abundancia proporcional de citas de la Escritura, merece advertencia el de las Exclamaciones. Que bien podemos decir que es su salterio particular. Breves páginas en las que la Santa desvela y confiesa sus sentimientos más íntimos, desde la pena por la ausencia de Dios al lamento por el tiempo perdido, pasando por la ponderación de la entrañable misericordia de Dios, que son siempre temas a flor de pluma para Teresa. Y para ello, abunda en citas de los salmos y de los Evangelios, que son sin duda, los dos libros más saboreados por la Santa. Prácticamente todas las exclamaciones tienen alguna referencia de la Escritura, y alguna, como la última, nada menos que nueve, hilvanando el texto de apenas dos páginas.

Añadamos aún, porque no falte la referencia a todas las páginas teresianas, que también las poesías tienen no pocas veces su transfondo bíblico, con referencias explícitas a sus personajes, como David, Job, Jonás, José, los apóstoles, Egipto, la tierra prometida, el Tabor, la Cruz, el Calvario, etc., amén de la glosa ingenua y enamorada de la humanidad de Cristo, que son los villancicos.

Y hasta una página tan singular y original como el Vejamen, en la que nos da una muestra exquisita de su humor, hace eco a unas palabras de la Escritura. Como traerá a colación, con frecuencia, en el propio Epistolario, citas y hechos bíblicos.

Hecho este somero balance de sus libros, bien cabe decir que por la pluma de T, así como por su experiencia, pasan los principales temas de la espiritualidad, iluminados por una palabra viva y cálida, como ella la siente, de la Escritura. Desde el mismísimo misterio Trinitario, del que tiene experiencias místicas repetidas (V 27,9, R, 36) y su Inhabitación en el alma del justo (V 38,9-10), hasta la necesidad del recurso a la mediación de Cristo y su humanidad amorosamente defendida (V 22), pasando por la obra que hace el Espíritu en las almas, y en María en particular (Conc 5,2).

Creemos que lo dicho, por más que sea sumariamente, es suficiente para demostrar la fuente de inspiración que la Biblia ha supuesto para Teresa, y señal evidente del amor y veneración que ella sentía por la misma. Así como de la fe, sencilla y honda que presta a todas las Palabras de la Escritura. De ahí el consejo práctico, nacido como siempre de su experiencia, que ella da a sus monjas respecto a la Escritura y que tan lejos está de la actitud de aquella postulante «letrera» que venía con su biblia al convento, y a la que la Santa no aceptó. Decía ella: «Jamás en cosa que no entendáis de la Escritura, ni de los misterios de nuestra fe, os detengáis más, ni os espantéis» (Con 1,7).

Alfonso Ruiz

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Bendición / Bendecir

Bendecir es una manera de oración doxológica muy frecuente en la pluma de T. Es eco de la similar doxología bíblica (“Benedictus”, del Antiguo y del Nuevo Testamento). Ella misma recuerda la del anciano Simeón cuando tiene a Jesús niño en sus brazos (C 31,2 y cta a M.ª de San José, marzo 1581). En la pluma de T, el “bendito-seas” o “bendito-seáis” se dirige normalmente a Dios o a Jesús. En uno de sus típicos soliloquios interiores, se incita a sí misma a la manera del salmista (salmos 102 y 103): “alma mía, bendice para siempre a tan gran Dios” (Exc 3,2). Lo bendecirá, de hecho, por toda suerte de motivos inagotables: por ser El como es, porque su reino no tiene fin, porque su misericordia es magnífica y desconcertante, por lo que a ella le ha perdonado, por lo que la ha sufrido y esperado, por las gracias que en ella ha derrochado, por la Virgen María, por la Iglesia y la Eucaristía, por los otros, por los pobres, los letrados, los bienhechores, los enemigos. Lo bendice sobre todo por la propia historia de salvación. Teresa se refiere también al rito eclesiástico de la bendición de cosas y personas, en el sentido tradicional de atraer sobre ellas la bendición de Dios. Se admira y “regala” de que las palabras de la Iglesia pongan tanta eficacia en el “agua bendita” (V 31,4). Es amiga de la bendición sacerdotal, y frecuentemente la pide para sí misma: bendición de su obispo don Álvaro, de su Padre General Rubeo, de los arzobispos de Sevilla o de Burgos…

A ella misma le gusta “echar bendiciones”. Por ejemplo, a un amigo cualquiera de Toledo: “qué de veces le recuerdo y le he echado de bendiciones” (cta del 5.2.1571, a Alonso A. Ramírez). A Gracián: “qué de bendiciones le ha echado esta su hija vieja” (cta del 9.1.1577) O a sus monjas de Sevilla: “Muchas bendiciones les he echado, la de la Virgen nuestra Señora les caiga, y de toda la Santísima Trinidad” (cta del 3.5.1579, n. 16).

En contrapunto con la doxología de bendición, en la Biblia existe la “maldición”, que reclama la cólera divina, bien sea contra los transgresores de la Ley (Dt 27-28; n. 5, 18-27), bien contra los opresores del pueblo (salmo 136/137 “Super flumina” ). En el N. T. la suma maldición se reserva para el juicio supremo, “id malditos…” (Mt 26,41: cf M 6,9,6 y F 11,2). Jesús mismo se hizo maldición por nosotros (Gál 1,13). En los escritos de T es sumamente rara esa forma de oración imprecatoria. Nunca contra personas concretas. Alguna vez alterna con la bendición: “Bendita sea tanta misericordia, y con razón serán malditos los que no quisieran aprovecharse de ella y perdieren a este Señor” (M 6,4,9). También ella maldice la “ley del mundo” que va contra la de Dios (V 5,4 ). Maldito ante todo es el diablo: ”¡Oh gran bien, estado adonde este maldito no nos hace mal!” (M 5,1,5). Ya en Vida lo había execrado: “Son tantas veces las que estos malditos (demonios) me atormentan, y el poco miedo que yo ya les he…” (31,9). A ella la obligan a practicar la forma popular y supersticiosa de las higas al diablo (V 29,5): “Y una higa para todos los demonios”, exclamará (V 25,22). En las numerosas oraciones de Camino no aparece ninguna fórmula de maldición, pero sí otras maneras de imprecación (C 1,4).

T. Álvarez

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Armas espirituales

La idea de que la vida cristiana es lucha y que hay armas espirituales para combatir “la buena batalla”, le viene a Teresa del Nuevo Testamento, cuyos textos más típicos leyó ella con suma frecuencia (¿semanalmente?) en la Regla carmelitana, una de cuyas rúbricas comenzaba: “Y porque la vida del hombre sobre la tierra es toda tentación, y los que piadosamente quieren vivir en Cristo han de padecer persecución (2Tim 3,12), y vuestro adversario el demonio anda a la redonda, como león rugiente, buscando a quién tragar (1Pet 5,8), procurad con toda solicitud vestiros las armas de Dios para que podáis resistir a las asechanzas del enemigo” (Ef 6,11).

A continuación, la Regla carmelitana extraía de la panoplia bíblica, especialmente de san Pablo, una serie de armas simbólicas: “el cinto de la castidad” (Ef 6,14), el pectoral de “los buenos pensamientos” (Prov 2,11), “la loriga de la justicia” y “el escudo de la fe” (Ef 6,16), “el yelmo de la salud y gracia” (Ef 6,17), “la espada del espíritu, que es la palabra de Dios” (Ef 6,17). De hecho, T no mencionará ninguna de esas piezas de la armadura bíblica. Retiene únicamente el simbolismo general. Militamos bajo Cristo, que es “el capitán del amor” (C 6,9); sus armas fueron “cinco llagas” (F 10,11). Las nuestras, ante todo, “la pobreza” y “la oración”: “estas armas han de tener nuestras banderas…: (pobreza) en casa, en vestidos, en palabras y mucho más en el pensamiento… Que, como decía santa Clara, grandes muros son los de la pobreza. De éstos –decía ella– y de humildad quería cercar sus monasterios” (C 2,8). Para “pelear con todos los demonios, no hay mejores armas que las de la cruz” (M 2,6). A ella dedicará uno de sus poemas (Po 18).

“Cruz, descanso sabroso de mi vida,
vos seáis la bienvenida.
Oh bandera, en cuyo amparo
el más flaco será fuerte.
Oh vida de nuestra muerte,
Qué bien la has resucitado:
Al león has amansado…”

En ese su armamentario, entra también la “determinada determinación” (M 2,6) que ella cree arma decisiva en la lucha ascética por varias razones que enumera en C 23.

En otro de sus poemas (22), dedicado a san Hilarión –que de soldado pasó a la vida monástica– enumera, en bello desorden poético, las armas con que este “guerrero ha vencido al mundo y a sus valedores”. Son éstas. Soledad (ya antes había escrito de la clausura: “encerradas peleamos”: C 3,5), pobreza, destreza, penitencia y paciencia, la cruz y el amor, virtudes con que “ya ha ganado la corona / y se acabó el padecer” (Po 22).

En ese cruce de imágenes, entran en juego el gran simbolismo del “castillo” con su “artillería y baterías”, la figura del “gran adversario nuestro” el diablo, la tesis de que “venimos a morir por Cristo” (C 10,5), o la consigna de “antes morir” que cejar en la demanda (C 23,5).

En la pedagogía de T, precisamente mientras se halla bajo la dirección espiritual de fray Juan de la Cruz, tiene relieve especial la vuelta a lo divino de la justa o torneo profano, en la piececita titulada “Respuesta a un desafío”. Este pequeño escrito no es composición exclusivamente suya, sino más bien trabajo de grupo, obra de unas 23 monjas y de fray Juan de la Cruz. Refleja en cierto modo la ascesis comunitaria, con las típicas “virtudes de la lucha espiritual”. En el grupo hay un “mantenedor”, encargado, como en las justas, de “mantener la tela” (expresión que indicaba la tarea principal de la justa). “Mantener la tela” en la propia vida espiritual, es tarea de la voluntad (cf V 18,12). En la ascesis comunitaria, es tarea de quien está al frente del grupo (D, nn. 1-4).

Para una elemental evaluación de este enfoque combativo de la ascesis teresiana, hay que tener en cuenta ante todo su inspiración bíblica paulina, así como el entronque de esa temática en la primordial espiritualidad del Carmelo, que en sus orígenes estuvo encarnada en una comunidad de ex-cruzados, guerreros pasados de la milicia terrestre a la vida monástica; y sobre todo el hecho de que sea una mística, y por remate una mujer, quien acentúa ese aspecto de militancia combativa, como nota fuerte de la vida cristiana.

T. Álvarez

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Anunciación

Fiesta de la Virgen María que se celebraba el 25 de marzo. Teresa dio ese título a la fundación del Carmelo de Alba de Tormes (F 20 título y n.2). Como referencia mariana, coincide con el título de su primer monasterio carmelitano de Ávila: Santa María de la Encarnación. La actitud interior de la Virgen en el momento de la Anunciación la comenta Teresa glosando el verso de los Cantares: “Asentéme a la sombra de aquel a quien había deseado y su fruto es dulce a mi garganta” (Cant 2,3): “¡Oh, qué sombra esta tan celestial, y quién supiera decir lo que de esto da a entender el Señor! Acuérdome cuando el ángel dijo a la Virgen sacratísima, Señora nuestra: La virtud del muy alto os hará sombra. ¡Qué amparada se ve un alma cuando el Señor la pone en esta grandeza! Con razón se puede asentar y asegurar” (Conc. 5,2). Confrontará luego la sabiduría de la Virgen en el momento de la Anunciación, con la pobre sabiduría de los teólogos. “Como (ella) tenía tan gran sabiduría, entendió luego que interviniendo estas dos cosas (la sombra del Espíritu Santo y la virtud del Altísimo), no había más que saber ni dudar (Conc. 6,7).

T. Alvarez

Ángeles


1. Acepciones varias. – En los escritos de T los “ángeles” son los espíritus celestes, totalmente incorpóreos, mencionados en la Biblia, en la liturgia de la Iglesia y especialmente presentes en la religiosidad popular. Teresa enumera expresamente a san Miguel Ángel (V 27, 1), al querubín que le traspasa el corazón (29, 13), o a los serafines y querubines, deslumbrantes en “gloria e inflamamiento” (39, 22). Menciona sola una vez al ángel de la guarda (ficha de sus devociones). – En el epistolario de los años 1576-1578, cuando recurre al uso de los criptónimos, bajo el vocablo “ángeles” designa a los inquisidores, quizás con un toque de ironía (el Libro de la Vida “lo tienen los ángeles”: cta 324,9); – No sin cierto humor se aplica a sí misma el criptónimo “Ángela” (“estando la negra Ángela hablando una vez con Josef…”: cta 117, 1; y passim en el carteo de ese perío­do). – “Ángel de luz” es el diablo, según el texto bíblico de 2 Cor 11,14, imagen que T repite en Vida (14,8) y Moradas (1,2,15; 5,1,1.5; “espíritu de luz” en M 6,3,16). – “Ángeles” y “Angelitos” son expresiones de ternura para las tres niñas aceptadas en los Carmelos o para niños de familias amigas (cta 31,4…).

2. En la vida espiritual de Teresa. – En su vida de creyente, ella comparte la devoción popular a los ángeles. En la lista de los santos de su particular devoción, que lleva en el breviario, después de “todos los santos de nuestra Orden”, figuran “los ángeles y el de mi guarda”. En los comienzos de su vida mística se encomendará especialmente a “san Miguel Ángel, con quien por esto tomé nuevamente devoción” (V 27, 1), es decir, para que la librase de los trampantojos del demonio tan recelados por los asesores de T. Más adelante, en sus éxtasis místicos, varias veces tendrá visiones de ángeles, que acompañan a la Virgen (33, 15), o escoltan “el trono de la divinidad” (39,22), o la circundan a ella misma (40, 12), etc. En su cuaderno íntimo anotó una de sus visiones en el coro de la Encarnación, donde ejerce de priora: “…vi en la silla prioral, adonde está puesta nuestra Señora, bajar con gran multitud de ángeles a la Madre de Dios, y ponerse allí…” (Relación 25, lo mismo que en la célebre mariofanía de Vida 33,15).

Pero su visión más célebre es la del ángel que le traspasa el corazón con un dardo de fuego. Es el único pasaje en que detalla: “Lo veía cabe mí hacia el lado izquierdo en forma corporal, lo que no suelo ver sino por maravilla”. – “No era grande, sino pequeño, hermoso mucho, el rostro tan encendido, que parecía de los ángeles muy subidos, que parecen todos se abrasan: deben ser los querubines…” – “Bien veo que en el cielo hay tanta diferencia de unos ángeles a otros, y de otros a otros, que no lo sabría decir”. – “Veíale en las manos un dardo de oro largo, y al fin del hierro me parecía tener un poco de fuego…” (29, 13).

En la apreciación teológica de la Santa, los ángeles son espíritus puros y sin mancilla, “abrasados en amor” (M 6,7,6; cf. C 22, 4). Nos defienden contra el maligno (V 34, 6). Incluso en la vida mística, a ellos confía el Señor alguno de sus mensajes (M 6,3,6). En uno de sus apuntes (A 5), T recuerda el pasaje del Apocalipsis (8,3) en que el ángel ofrece sobre el altar incienso y oraciones: “se dice en la Escritura que (el ángel) estaba incensando y ofreciendo las oraciones”.

T. Álvarez

Amor

En la vida y en los escritos de santa Teresa, el amor es tema que se desdobla en dos aspectos fundamentales: la afectividad amorosa (experiencia y pensamiento), y el amor teologal, que en ella adquiere quilates especiales dentro de la experiencia mística. Uno y otro muy vinculados entre sí. Aquí trataremos sólo del primero. Dejamos para otros apartados del Diccionario el aspecto primero así como amigos, amistad, a los que remitimos.

1. La experiencia del amor en el relato de “Vida”

El amor ocupa puesto importante en la psique de Teresa. Su afectividad, rica en facetas, es primordialmente amorosa. De ahí la relevancia que adquiere en el relato de Vida, teniendo en cuenta, sobre todo, el enfoque introspectivo que la autora ha dado a ese y a otros ensayos autobiográficos. Al escribir el libro, T tiene clara conciencia del papel determinante que el amor ha jugado en su historia humana y en su vida espiritual. Su drama íntimo consistió en cómo pasar del amor humano al amor divino. Basta seguir su relato para comprobarlo.

a) En el hogar. – Teresa comienza la narración por el ambiente y los episodios hogareños. Ella forma parte de una familia numerosa: tres hermanas, y ocho (o nueve) hermanos, más los padres, y el séquito de domésticos, que alternan vida entre la ciudad de Ávila y la aldea de Gotarrendura. En la familia, ella es “la más querida” de todos. Infancia sin lagunas afectivas. La docena de hermanos es oriunda de dos madres (en primeras y segundas nupcias de don Alonso). Muy querida ella, sin reticencias, por su medio-hermana mayor, María. Cuando T quede huérfana de madre a los 13/14 años, esta su hermana seguirá desempeñando funciones de madre. Don Alonso no alejará del hogar a T para internarla en un pensionado, sino cuando falte de casa María, casada y residente en una aldea. Aún después del matrimonio de ésta, T recuerda y subraya el amor con que ella y su marido la acogen en Castellanos de la Cañada: “era extremo el amor que me tenía… y su marido también me amaba mucho” (3,3). Amor fraterno con predilecciones normales: primero para Rodrigo, que es el hermano que la precede en edad (“era el que yo más quería”: 1,4), y luego para Lorenzo, que es el que la sigue. La afectividad familiar de T sufre el impacto de la orfandad, al perder a su madre: “comencé a entender lo que había perdido…” (1,7).

Sólo que entre tanto –entre adolescencia y juventud–, T ha caído en la red de los amoríos juveniles a primos y a otros que le hacen la corte. Es entonces cuando ella conoce el amor pasional y algo turbio de una o varias parientas de su edad (V 2,3-4). Amores juveniles con clara orientación hacia un posible matrimonio: “era el trato con quien por vía de casamiento me parecía podía acabar en bien” (2,9).

En el plano imaginativo y emocional, ese panorama afectivo había sido precedido y alimentado por la lectura de las fantasiosas novelas de caballerías, que no eran cortas en idilios de amor, sin excluir escenas escabrosas. También esas lecturas se sumarán al substrato afectivo de infancia y adolescencia, tan importante para integrar el tejido psicológico de los años de madurez.

b) En la Encarnación. – Para dar el paso hacia la vida religiosa, T no tuvo problema en desligarse del afecto de los supuestos jóvenes pretendientes. Ese sector afectivo parece netamente definido y rebasado a sus veinte años. En cambio, tiene que imponerse un esfuerzo heroico en la dependencia del afecto paterno: “era tanto lo que me quería (mi padre), que en ninguna manera pude acabar con él” la licencia para ingresar (3,7). Tiene que fugarse de casa (4,1). Pero es tal su “sentimiento”, que “no creo será más cuando me muera” (4,1). Si éste no es el primer caso de conflicto entre amor y voluntad, sí es la primera vez en que ésta se impone reciamente al corazón. En adelante, afectividad y volitividad (“determinación”, dirá ella) alternarán en el drama humano de Teresa.

En el monasterio sobrevendrá una jornada crucial a lo largo de casi veinte años. En la Encarnación T tiene una “gran amiga”, Juana Juárez (3,2). Y probablemente otras más. Ninguna de ellas enturbia su proceso de maduración afectiva. Tampoco le es óbice el creciente amor de su padre. En cambio, entre los 29 y los 39 de edad, T tiene que batirse por definir su relación afectiva con seglares que se prendan de ella. Son probablemente antiguos amigos de juventud, que ahora reanudan y distorsionan la afectividad de la joven religiosa. Con alternativas de superación y retroceso. Y con más de un episodio simbólico de gran carga emotiva, referido por ella con tintes coloristas: la visión del rostro de Cristo, y el episodio del sapo (7, 6.8). Ni siquiera el hecho de su “conversión” logra aclarar del todo esa situación de afectividad dispersiva y mal definida. Ella misma sigue percibiéndola como una rémora en su maduración personal, o más bien como un diversivo que le impide centrar y unificar su afectividad a nivel religioso, en dirección cristológica, único rumbo posible en coherencia con su condición de consagrada.

c) La liberación del corazón. – En su autobiografía, T misma señala el momento cimero que fija la división de vertientes en la dinámica de su amor. Lo refiere con todo detalle en el capítulo 24. “Fue la primera vez que el Señor me hizo esta merced de arrobamientos” (24,5). Es decir, fue su primer éxtasis el que le permitió recuperar “en un punto (=en un instante) la libertad” de amar, “libertad que yo, con todas cuantas diligencias había hecho muchos años había, no pude alcanzar conmigo” (24,8). Ahora, según ella, ya no podrá amar “con amor particular, sino a personas que entiendo le tienen a Dios” (24,6). Lo cual no supondrá una reducción de fronteras. En adelante, el número de personas realmente amadas por ella será incontable: monjas, letrados, directores espirituales, obispos y superiores, parientes cercanos y lejanos, colaboradores de viaje o de fundación o de ideales… Con claras predilecciones para algunos y algunas como cuando era niña: ahora serán Báñez, Juan de la Cruz, Gracián, María de san José, Ana, Teresita… Pero su mundo afectivo ha quedado definido y unificado. Y su amor, “sacralizado”. Seguirá siendo humanísimo y femenino, pero inmerso en su enamoramiento místico y condicionado por él.

2. Afectividad y sexualidad

Esa secuencia de hechos alternantes plantean el problema de “amor y sexualidad” en Teresa. Psicólogos y biógrafos se lo han formulado expresamente desde enfoques contrapuestos. No se trata únicamente de la consabida interpretación psicoanalítica del enmascaramiento místico del amor o del instinto sexual. La pregunta del psicólogo recae sobre la normalidad o la anomalía de la evolución afectiva y sexual de T.

En el relato de Vida, ya hemos notado que hubo momentos en que se perfiló un posible proyecto de amor conyugal. Pero más de una vez ella misma ha testificado que nunca experimentó los normales movimientos instintivos de la sexualidad. Cuando en la intimidad de la dirección espiritual fraterna, su hermano Lorenzo pide consejo reiteradamente a T sobre “movimientos sensuales que a él le sobrevienen en el fervor de la oración” (c 182,5), ya antes le había respondido ella: “De esas torpezas después, de que vuestra merced me da cuenta, ningún caso haga; que, aunque eso yo no lo he tenido –porque siempre me libró Dios, por su bondad, de esas pasiones–, entiendo debe ser que, como el deleite del alma es tan grande, hace movimiento en el natural; iráse gastando con el favor de Dios, como no haga caso de ello. Algunas personas lo han tratado conmigo” (cta 177,7: 17 de enero de 1577).

Repitió esa misma constatación en confidencias personales a monjas amigas. La más íntima de todas, María de san José, cuenta que “deseando esta testigo saber… de ella en esta materia de castidad, se lo preguntó; y que la dicha madre Teresa le respondió: doy gracias a nuestro Señor, hija mía, que nunca en toda mi vida fui molestada de tentaciones ni pensamientos deshonestos… Y dijo más esta testigo: oía decir de una religiosa de mucho crédito que, tratando con la dicha madre Teresa y comunicándole cierta aflicción que acerca de esta materia tenía, le había respondido la dicha madre: cierto, hija, que como no sé de eso, no la puedo satisfacer” (BMC 18, 500). Otra de sus íntimas, Ana de Jesús (Lobera), declara: “diciéndole una de nosotras había leído que los deleites espirituales despertaban alguna vez los corporales, que ¿cómo era eso?, respondió: no sé; cierto, jamás me aconteció ni pensé que podía ser” (ib p. 470. – Cf el testimonio de su sobrina Teresita, en p. 194). Afirmación que se repetirá rutinariamente en los posteriores procesos de la Santa, una vez que la pregunta se formule expresamente en el articulado procesal de 1610, en estos términos: “Nunca tuvo tentaciones de la carne, y así, a manera de ángel, ignoraba semejantes pasiones por especial gracia de Dios. Por cuya causa, si alguna monja, atormentada con las tentaciones de la carne, se acogía por remedio a la sierva de Dios, decía que ella no podía aconsejarla, porque jamás había experimentado en sí estos movimientos” (BMC 20, p. XL: “Rótulo”, artículo 60).

A los psicólogos de hoy esa constatación les ha planteado el problema de la sexualidad de T, ¿normal o no? Para responder, se subraya –quizás desmesuradamente– la afirmación de ella misma ante la disyuntiva entre opción por el matrimonio o por la vida religiosa: “deseaba no ser monja, que esto no fuese Dios servido de dármelo, aunque también temía el casarme” (V 3,2). Se insiste en el último inciso: “¡Temía casarme! ¡Desconcertante confesión de una adolescente que vivía la explosión del primer enamoramiento serio!” (¡Notemos que se trata de una “adolescente” de 17 a 18 años!) Y la conclusión a que se llega es: “la no normal evolución de la sexualidad de ella”, debida a la educación recibida en el hogar, a la lectura de los fantásticos e irreales libros de caballerías, y al contexto cultural de Ávila y de la época. Quizás el historiador no coincida con el veredicto del psicólogo. (Remitimos al estudio más reciente: J. Sanmiguel Eguiluz: Límites sin fronteras. Teresa de Jesús y Juan de la Cruz a la luz de la psicología, especialmente pp. 63-70). En todo caso, es en ese humus donde arraigará y florecerá el sobrenatural amor místico de Teresa. Y también ese dato habrá de ser tenido en cuenta cuando psicólogos y psicoanalistas pasan de extremo a extremo al encontrarse con los fenómenos místicos narrados por ella, concretamente con la transverberación del corazón (V 29,13; M 6,2,4; R 5,15-17), tantas veces leída por el envés del testimonio de la autora.

3. Amor y poesía

En Teresa, como en ciertos místicos, la experiencia de Dios produjo una sublimación del amor. (“Sublimación”, en la acepción corriente del término.) A ella le cuadra exactamente la definición del “amor loco” de J. Maritain. Algunos de sus éxtasis se producen por suprema exaltación del amor. Las heridas místicas que culminan en la “gracia del dardo” (V 29), son traumas de amor. Es altamente indicativo el grupo de vocablos utilizados por T al referir esa última experiencia: corazón, entrañas, fuego, dardo de oro, toda abrasada en amor grande de Dios… Todo ello enmarcado en el enunciado global: “crecía en mí un amor tan grande de Dios, que no sabía quién me lo ponía, porque era muy sobrenatural ni yo lo procuraba… Dábanme unos ímpetus grandes de amor” (V 29,8).

De suerte que el amor constituye la esencia misma de la mística teresiana. Estar “enamorada” es el estado subyacente de la psique de Teresa. “Enamorarse / enamorada” son vocablos con relativa frecuencia en sus escritos. En todo caso, con estadística muy inferior a los textos de fray Juan de la Cruz. Pero es igualmente determinante la presencia del motivo amoroso en los poemas de ambos, en cuanto exponente lírico de lo profundo.

En los poemas de Teresa, el amor es una constante de sus poemas líricos. Vida, amor y muerte de amor son el argumento del Poema 1º, que comienza: “Vivo ya fuera de mí / después que muero de amor”. El Poema 2º es igualmente un canto de amor: “hoy os canta amor así…” (estrofa primera). El Poema 3º glosa el verso del bíblico Cantar de los Cantares: “dilectus meus mihi”: “rendida en los brazos del amor” (estrofa primera), herida “con una flecha enherbolada de amor / ya yo no quiero otro amor…” (estrofa segunda). El “coloquio amoroso” del Poema 4º comienza: “si el amor que me tenéis, / Dios mío, es como el que os tengo…”, pretensión amorosa que ya había sido codificada en un atrevido pasaje de Vida (37,8). Siguen todavía, entre madrigal e idilio, los poemas 5º (“Dichoso el corazón enamorado…”), 6º y 8º.

Esa especie de sinfonía poética hace comprensible la sensibilidad de Teresa frente a poemas como el Cantar de los Cantares, cuya imaginería le resulta obvia, hasta el punto de no permitirle comprender -ni tolerar- ciertos gestos escandalísticos de su época: “he oído a algunas personas decir que antes (=más bien) huían de oírlas (oír o leer esos versos de los Cantares). ¡Oh válgame Dios, qué gran miseria la nuestra! Que como a las cosas ponzoñosas, que cuanto comen se vuelve en ponzoña, así nos acaece…” (Conc 1,3). Esa sensibilidad de T explica igualmente la franca acogida que ella hace al Cántico espiritual de fray Juan de la Cruz, apenas tiene noticia de las canciones del Santo, que también eran “canciones que tratan del ejercicio de amor entre el alma y el Esposo Cristo” (título de la glosa).

4. La lección doctrinal

Es difícil sintetizar aquí la pedagogía del amor en la praxis y en los escritos teresianos. Habría que recorrer su epistolario y espigar detenidamente los testimonios de los procesos de canonización de la Santa. Por ello, nos limitamos a la sola línea doctrinal seguida por ella en el Camino y en las Moradas. Educación ascética del amor, en el primero. Mística del amor, en las segundas.

Al principiante de oración ya le había aconsejado ella en Vida (12,2) lo mucho que le conviene “enamorarse” de la Humanidad de Jesús, desde los primeros pasos del camino espiritual. También en el Camino comienza con la consigna de educar el amor. Teresa escribe ese libro para lectoras principiantes: aprendices de vida comunitaria en el nuevo estilo de la pequeñísima comunidad de San José; y aprendices de oración y vida contemplativa. En uno y otro aspecto, ese aprendizaje deberá comenzar por el amor. “Amor de unas con otras” (4,4) es la primera de las tres virtudes o actitudes básicas que les propone. Sin amor no habrá comunidad: “aquí todas han de ser amigas, todas se han de amar, todas se han de querer, todas se han de ayudar” (4,7). Es cosa absurda convivir sin amarse: cosa de “gente bruta” (4,10). Igualmente, el amor fraterno a nivel horizontal será la base para el amor teologal, ya que la oración no consistirá tanto en pensar mucho como en amar mucho.

A las jóvenes aprendices del Camino les propone desde el primer momento el ideal del “amor puro” o “amor puro espiritual”. Según ella, amor puro es, ante todo, el amor desinteresado, libre de egoísmo, practicado con obras y no sólo con sentimientos. Amor sacrificado, como el de Jesús, verdadero “capitán del amor” (6,9). Amor en comunión, alegrándose y condoliéndose con las alegrías y los sufrimientos de los otros (7,6-7). Amor basado, no en meras apariencias de belleza y simpatía, sino en valores consistentes, capaces de eternidad (6,3). Teresa les diseña la silueta del verdadero amante: “son estas personas que Dios llega a este estado (al amor puro) almas generosas, almas reales; no se contentan con amar cosa tan ruin como estos cuerpos, por hermosos que sean, por muchas gracias que tengan, bien que place a la vista y alaban al Criador; mas para detenerse en ello, no. Digo ‘‘detenerse’’ de manera que por estas cosas les tengan amor; les parecería que aman cosa sin tomo y que se ponen a querer sombra; se correrían de sí mismos y no tendrían cara, sin gran afrenta suya, para decir a Dios que le aman” (6,4).

En la pedagogía del Camino, el amor puro es un hito ideal. Pero flanqueado de escollos concretos: el peligro de los “bandillos”, la sensiblería, el acaparamiento de afectos ajenos. El más temible de esos escollos es, sin embargo, la carencia de amor. La redacción primera del libro concluía así el argumento del amor: “quiero más que se quieran y amen tiernamente y con regalo, aunque no sea tan perfecto como el amor que queda dicho…, que no que haya un punto de discordia”. La discordia o el desamor equivaldrían a “echar de casa al Esposo”, es decir, a frustrar la dimensión vertical del amor, necesaria para la vida contemplativa (cc. 4-7).

Será este último el aspecto que T desarrollará en las Moradas, pasando ya de la ascesis del amor a la mística del amor. Lo hará a base de dos afirmaciones fundamentales: que el amor es unitivo, en cuanto el amor a los hermanos es medio para la unión mística con Dios; y que el amor humano sólo puede llegar a plenitud en cuanto implique el amor a Dios: “porque creo yo que según es malo nuestro natural, si no es naciendo de raíz del amor de Dios, no llegaremos a tener con perfección el amor del prójimo” (M 5,3,9). En un mundo marcado por los odios y la violencia, el amor puro en la comunidad contemplativa se torna auténtico apostolado del amor: “¿Pensáis que es poca ganancia que sea vuestra humildad tan grande… y el servir a todas, y una gran caridad con ellas, y un amor del Señor, que ese fuego las encienda a todas, y con las demás virtudes siempre las andéis despertando?” Justamente eso será “allegar almas a Dios”, específico apostolado de la contemplativa (M 7,4,14), apostolado del amor.

Modelo de amor loco es, para T, el Poverelo de Asís, “cuando le toparon los ladrones, que andaba por el campo dando voces, y les dijo que era pregonero del gran Rey… ¡Oh qué locura, hermanas, si nos la diera Dios!” (M 6,6,11). Más aun, como modelos de amor T preferirá a los dos grandes convertidos bíblicos, san Pablo y la Magdalena: “en tres días el uno comenzó a entenderse que estaba enfermo de amor: éste fue san Pablo; la Magdalena desde el primer día, y ¡cuán bien entendido!” (C 40,3). Modelo excelso sobre todos, la Virgen María, en quien T ve el sumo ejemplar amoroso de la Esposa de los Cantares. En ella se verificó el verso “ordenó en mí el amor”: “Oh Señora mía, cuán al cabal se puede entender por Vos lo que pasa Dios con la Esposa, conforme a lo que dice en los Cánticos…” (Conc 6,8).

BIBL. – M. Herráiz, Amor divino y humano en Teresa de Jesús, en «A zaga de tu huella. Estudios Teresianos», Burgos 2001, pp. 269-283; L. Borriello, Amore, amicizia e Dio in s. Teresa, en «Teresianum» 33 (1982), 282-330.

T. Álvarez

Amistad

Teresa es buen testigo de la amistad en su doble manifestación: amistad puramente humana y amistad espiritual. Es también maestra del tema, pero menos a nivel de reflexión filosófica que en el plano teológico espiritual.

De la amistad, ella tiene el típico concepto clásico: amistad es amor recíproco y desinteresado, amor del uno al otro pero correspondido por éste. Como en la filosofía clásica, también ella tiene de la amistad un concepto abierto, realizable en planos diversos: entre familiares (paterno-filial, fraternal, entre parientes próximos y lejanos), entre compañeros, entre dos personas o en grupo. Y dentro de éste último, la amistad comunitaria entre todos los miembros de la casa religiosa.

En contra de la filosofía clásica-aristotélica, y de acuerdo con la teología de santo Tomás, Teresa extiende el concepto de amistad a la relación de amor entre Dios y el hombre, entre Jesucristo y ella. Esta última extensión del concepto de amistad divino-humana no es metafórica ni sólo simbólica: Teresa la afirma en todo su realismo, hasta el punto de convertirla en una de las piezas maestras de su ideario espiritual. Su idea fundamental de Dios es la de un Dios-amigo. Lo mismo que Jesucristo: “Qué buen amigo” (V 8,6), “es amigo verdadero” (V 22,6).

El calificativo de amor recíproco “desinteresado” no es un matiz accesorio de la amistad. Le es esencial. El “interés” en el amor es un ingrediente que deteriora o adultera la amistad. A este deterioro se debe que el mundo esté lleno de falsas amistades: “Con qué amistad se tratarían todos, si faltase interés de honra o de dineros. Tengo para mí se remediaría todo “ (V 20,27).

Su experiencia personal

Entre las experiencias cruciales de su vida, Teresa vivió un largo episodio de amistades humanas, que influyó decisivamente en su pensamiento. Le ocurrió a lo largo de los 28-38 años de edad, siendo ya religiosa. Al recuperarse física y psicológicamente de la enfermedad que la tuvo postrada en el lecho durante un trienio largo, Teresa cedió al encanto de las amistades personales, no entre las religiosas de la comunidad, sino con personas de fuera, especialmente con caballeros de la ciudad de Ávila. No es claro hasta qué punto esas amistades comprometieron su afectividad. Lo cierto es que hicieron aridecer su vida espiritual. Hasta el punto de reducirla a la impotencia para desprenderse de ellas y recuperar la libertad interior. Impotencia para el desenganche afectivo, y pérdida de la libertad interior, son los dos aspectos negativos que ella subraya al hacer el balance de aquellos hechos (V 24). Otro impacto, también destacado en ese balance, es su influjo negativo en la relación afectiva de Teresa con Dios o con Cristo: “Ya yo tenía vergüenza de en tan particular amistad como es tratar de oración, tornarme a llegar a Dios” (V 7,1).

Teresa necesitó de una especial gracia mística para romper esas amarras, recuperar la libertad y elevarse al plano de la amistad teologal con Cristo. En “Vida” dedica un capítulo entero a referir esa gracia de liberación interior y exterior, sellada con la misteriosa palabra del Señor: “Ya no quiero que tengas conversación con hombres sino con ángeles” (24,5). Aposti­llada así: “Fue la primera vez que el Señor me hizo esta merced de arrobamientos” (ib).

A partir de ese momento no sólo concentra en Cristo su intensa capacidad amorosa, sino que vive y concibe su relación con Dios en términos de amistad. Dios y Cristo adquieren para ella rostro amigo. Es amistad la acción salvífica de Dios en su alma. La oración misma es “trato de amistad” entre los dos (V 8,5-6). Amistad siempre iniciada por El. Y desarrollada, misteriosa y progresivamente, en fuerza de la dinámica interna de la amistad misma hasta cimas inverosímiles. Para Teresa, en ningún otro caso la amistad llega a la plena realización tal como ocurre en esta amistad “hombre-Dios”, “Teresa-Cristo”. Basta recoger un sencillo ramillete de afirmaciones categóricas de la Santa acerca de todo esto:

– “Mucho os (nos) va en tener su amistad” (V 8,5).

– “Dios trata con ella (con el alma, con el hombre) con tanta amistad y amor, que no se sufre escribir (V 27,9).

– “La amistad que estoy obligada a tener a nuestro Señor…” (R 42).

– “Es gran cosa haber experimentado la amistad y regalo con que (El) trata a los que van por este camino (C 23,5)

– “Comienza (el Señor) a tratar de tanta amistad, que no sólo la torna a dejar su voluntad, mas dale la suya (de El) con ella; porque se huelga el Señor, ya que trata de tanta amistad…(de) cumplir El lo que ella le pide” (C 32,12).

– “Son tantas las vías por donde comienza nuestro Señor a tratar amistad con las almas, que sería nunca acabar… las que yo he entendido, con ser mujer…” (Conc 2,23).

– “¡Oh Señor…!, que es posible que aun estando en esta vida mortal se pueda gozar de Vos con tan particular amistad…! (Conc 3,14).

– “Es una amistad la que (El) comienza a tratar con el alma, que sólo las que lo experimentéis la entenderéis” (ib 4,1).

– “Es muy buen amigo Cristo” (V 22,10). “¡Qué buen amigo!” (ib17).

– “Oh Señor mío, cómo sois Vos el amigo verdadero” (V 25,17). “puedo tratar (con El) como con amigo, aunque es Señor” (V 37,5; cf R 3,1).

– “El Señor es muy amigo de amigos” (C 35,2).

Esa sublimación de la amistad, elevada al plano trascendente de la fe y de la experiencia mística, es vivida por Teresa con sumo realismo. Su amistad con Cristo no sólo la libera de las precedentes amistades dispersivas, mediatizadas y alienantes, sino que unificando y encauzando su afectividad, la capacita para abrirse en lo sucesivo a nuevas amistades humanas sumamente realistas, profundas, numerosas.

Amistades en la vida religiosa

Una de las ideas fundamentales de Teresa en su concepción de la vida religiosa es que la comunidad se realiza en la amistad. Tanto en el plano humano como en el evangélico, la vida en comunidad exige el amor cruzado y correspondido de todos los miembros que la componen. Para que eso sea posible, Teresa renuncia al esquema tradicional de comunidades altamente numerosas (masivas), en las que resulta difícil “conocerse y amarse” individualmente. De su viejo monasterio de la Encarnación, integrado por casi 180 monjas, al fundar San José ella opta por el extremo opuesto: comunidad formada por un grupo de solas trece, a la manera del colegio apostólico (“este colesio de Cristo”, dirá ella: CE 20,1), número que luego ampliará pero fijando siempre un tope numérico irrebasable. Otro tanto propondrá para las comunidades de frailes derivadas de Duruelo: “que aunque tuviesen muchas casas, en cada una hubiese pocos frailes” (R 67). Le interesa que la “hermandad” religiosa se realice en un grupo en que sea posible la dinámica de la amistad personal ilimitada: “aquí todas han de ser amigas, todas se han de amar, todas se han de querer, todas se han de ayudar” (C 4,7).

Para la mentalidad de su siglo era tan novedosa esa idea programática de las comunidades poco numerosas, que al publicarse los escritos de la Santa, será una de las páginas incriminadas por sus opositores, que la delatarán expresamente a la Inquisición.

En el grupo religioso, constituido en comunidad contemplativa, es fecunda la “soledad”. Pero es soledad en la comunidad. Sin “aislamiento”. “Gran mal es un alma sola entre tantos peligros” (V 7,20). “Por eso, aconsejaría yo a los que tienen oración… procuren amistad y trato con otras personas que traten de lo mismo. Es cosa importantísima, aunque no sea sino ayudarse unos a otros con sus oraciones, cuánto más que hay muchas ganancias… Crece la caridad con ser comunicada…” (ib 20-22). Estas convicciones, adquiridas por la Santa mucho antes de fundar la nueva comunidad de San José, las reafirmará dentro del nuevo estilo comunitario y contemplativo (C 4).

Por este motivo propondrá como primera condición para formar al orante o para dar vida a la comunidad contemplativa, “el amor de unos a otros” (C 4,4-5). “Amarse mucho unas a otras” es factor indispensable (C 4,5). Incluso cuando el mutuo amor sea imperfecto, la Santa lo prefiere a la carencia de amor. Le parece obvio: “¿qué gente hay tan bruta que tratándose siempre y estando en compañía y no habiendo de tener otras conversaciones… y creyendo nos ama Dios y ellas a El, que no cobre amor?” (C 4,10). Pero su última motivación es la evangélica: “si este mandamiento (del Señor) se guardase en el mundo…, aprovecharía mucho para guardar los demás.” (C 4,5).

Sin embargo, esa especie de primado del amor-amistad no impide que la Santa tenga una sensibilidad especial para las mal llamadas “amistades particulares”. Les dedica gran parte de los capítulos cuarto y quinto del Camino. No sólo son posibles en la comunidad religiosa, sino que ella las ha conocido en más de un monasterio “aunque no en el mío”, es decir, no en el de la Encarnación (C 4,16). Ella las caracteriza por lo que tienen de absorbente y esclavizante, por separatistas y monopolizadoras del afecto ajeno. Son germen de divisiones y bandos en el grupo. Y minan la hermandad comunitaria. Teresa las anatemiza: “son pestilencia” (C 7,10), es decir, son vectores de muerte o de males endémicos en la comunidad. A ella se le “hiela la sangre” ante la sola idea de que esas pseudoamistades puedan surgir en el pequeño monasterio de San José. Preferiría la previa destrucción de la casa, o “echar de sí esta pestilencia”. “Mucho más vale (la exclusión de esos miembros viciados), antes que pegue a todas tan incurable pestilencia. ¡Oh, que es gran mal!, Dios os libre de monasterio donde entra; yo más querría entrase en éste fuego que nos abrasase a todas” (C 7,11).

Para Teresa es evidente la incompatibilidad de esas pseudoamistades, con la amistad trascendente de la religiosa o del religioso con Cristo: “Cuando esto hubiese, dense por perdidas: piensen y crean que han echado a su Esposo de casa” (C 7,10).

BIBL. – E. Uribe, Amistad, plenitud humana, Teresa de Ávila, maestra de amistad, Bogotá 1977; Silverio S. T, Santa Teresa y sus relaciones de amistad, Burgos 1933.

T. Álvarez