Soledad

“Estar en soledad”, “deseo de soledad”, “a solas con Dios”, “oración y soledad”, etc., son lemas frecuentes en los escritos de T. Por estructura anímica, ella disfruta en los paréntesis de soledad (a); la aconseja al aprendiz de oración (b); la retiene esencial a la vida contemplativa (c); la soledad adquiere dimensiones y hondura especiales en la experiencia mística de T (d).

a) Afición de T a la soledad. – En persona como ella, de psicología tan sociable y “conversable”, con tal número de amigos entrañables, resulta distónica, a primera vista, su irreprimible tendencia a la soledad. No es así. Sociabilidad y soledad se integran y compensan. Ella misma se afirma “amiga de amigos”, y a la vez: “mi inclinación natural es siempre estado de soledad, aunque no lo he merecido tener” (cta 75,2). Teresa gusta de ella desde la infancia (1,6). Esa inclinación se le acentúa al hacerse carmelita, hasta provocar recelos en las formadoras (4,9). De hecho está convencida de que la soledad es connatural a la vocación de carmelita (cta 75,2: cf M 5,12). Cuando llegue a altas cotas de experiencia mística, “la soledad –escribe– era mi consuelo” (V 25,15). Y lo reitera: “de estar sola nunca me cansaría” (R 1,6). Incluso al Señor se lo dirá gráficamente en uno de sus soliloquios: “Si con algo se puede sustentar el vivir sin Vos, es en la soledad” (E 2,1). Si soledad y amistad son integrantes básicos de su psique, según ella predomina la primera. Sobre ella se despliega su vida contemplativa, y desde ella elabora su pedagogía de la oración.

b) Soledad y oración. – En su típico modo de entender la oración como “amistad con Dios”, Teresa cree implícita y en cierto modo necesaria la soledad. Necesaria para la intimidad e inmediatez en el “trato de amistad”. La oración es “amistad a solas”. Pero un “a solas” amoroso: “a solas con quien sabemos nos ama”. El término “sabemos” indica la convicción de fe. El subsiguiente “nos ama” indica el amor del amigo. Mientras que el modismo “a solas” indica el postulado de intimidad e inmediatez, para crear clima de amistad. Por eso, al aprendiz de oración le aconseja: “Los que comienzan a tener oración… han menester irse acostumbrando a estar en soledad” (V 11,9). El deseo de soledad es criterio válido para discernir la auténtica oración: “Cuando es espíritu de Dios…, desea ratos de soledad para gozar más de aquel bien” (V 15,14). Se lo escribe a las jóvenes lectoras del Camino: “acostumbrarse a soledad es gran cosa para la oración; éste ha de ser el cimiento de esta casa” (C 4,9). El principiante “no ha menester alas para ir a buscarle, sino ponerse en soledad y mirarle dentro de sí” (C 28,2). Teresa refrenda toda esa lección alegando la conducta y la palabra de Jesús: “Ya sabéis que enseña Su Majestad que sea a solas, que así lo hacía El siempre que oraba” (C 24,4). Es importante esa base evangélica: Jesús, tan sociable y amigable, en su vida de familia como en su vida pública, busca momentos para estar “a solas” con el Padre. “Jesús, escribe ella, lo hacía no por su necesidad sino por nuestro enseñamiento” (C 24,4).

c) Soledad y vida contemplativa. – La consigna del “a solas”, dada por T a las lectoras carmelitas, traduce el lema clásico de los monjes: “soli Deo”, vivir para solo Dios. Es, según ella, “el cimiento” de la vida contemplativa. Apenas fundado el Carmelo de San José de Ávila, se lo propone como razón de vida a las cuatro jóvenes que la siguen: “solas con El solo”. “A solas con el Esposo Cristo”: “las que a solas quisieren gozar de su esposo Cristo, esto es siempre lo que han de pretender…, solas con Él solo” (V 36,29). Reiteradamente subrayará que se trata de un “a solas” gozoso y por amor: “la soledad es su consuelo” (V 36,26; cf F 5,16; 31,46; M 5,1,3). El sentido de la clausura adoptada como engaste de la vida contemplativa no es el “apartamiento” sino la “concentración” de atención y de amor. La comunidad vive a fondo el precepto del amor –“aquí todas han de ser amigas…”–, para realizar comunitariamente la comunión con Cristo y con Dios. Para testificar a Dios desde ella, T no cree necesario ir al desierto: la clausura es de por sí un oasis de soledad en la ciudad. Dentro de la clausura, la celda de cada carmelita será una soledad en la soledad. Y todavía las ermitas diseminadas en la huerta tendrán función de ulterior soledad intensiva. Ya al fin de su vida, en una de las últimas páginas de las Fundaciones, escribe: “Si no es por quien pasa, no se creerá el contento que se recibe en estas fundaciones cuando nos vemos ya con clausura” (F 31,46).

d) Soledad y experiencia mística. – A nivel más profundo, la soledad pasa a ser uno de los ingredientes de la vida mística, en la experiencia de Dios presente, pero todavía oculto tras el velo de la fe, y por tanto ausente. Al tema de la soledad causada por la ausencia de Dios, dedica T parte del capítulo 20 de Vida. A cierta altura de la experiencia del misterio divino, el místico se siente invadido por una tensión de espíritu, descrita por T con pinceladas fuertes: a ella se le produce “una extrañeza nueva para con las cosas de la tierra” (n. 8). “Sube (el alma) muy sobre sí y (por encima) de todo lo criado, y pónela Dios tan desierta de todas las cosas, que… ninguna que la acompañe le parece hay en la tierra, ni ella la querría, sino morir en aquella soledad” (n. 9). Le parece “que está entonces lejísimo Dios” (9). Se siente “ausente de Bien que en sí tiene todos los bienes” (9). Lo mismo que hará más tarde san Juan de la Cruz, también T recurre al símbolo bíblico del pájaro solitario: “Con esta comunicación crece el deseo y extremo de soledad en que se ve, con una pena tan delgada y penetrativa que, aunque el alma se estaba puesta en aquel desierto, al pie de la letra se puede entonces decir –y por ventura lo dijo el Real Profeta (David) estando en esta soledad…–: Vigilavi et factus sum sicut passer solitarius in tecto; y así se me representa este verso entonces, que me parece lo veo yo en mí, y consuélame ver que han sentido otras personas tan gran extremo de soledad, cuánto más tales” (10). “Otras veces me parece anda el alma como necesitadísima, diciendo y preguntando a sí misma: ¿Dónde está tu Dios?” (11) “Otras me acordaba de lo que dice san Pablo, que está crucificado al mundo” (11). “Ello es un recio martirio sabroso” (11). “Bien entiende que no quiere sino a Dios” (11). Concluye: “Es en lo que ahora anda siempre mi alma” (12). Por tanto, estado anímico de T cuando escribe Vida, a sus cincuenta de edad. Tensa entre las cosas de la tierra y las del cielo. Aliviada por el sentimiento místico de la presencia de Cristo. Pero cuando cesa esa presencia, “queda con mucha soledad” (M 6,8,5). Aquí soledad tiene significado de “saudade”, como cuando refiere el desenlace la mariofanía de Vida 33,15 (cta 277,1). Pero esa “saudade” es nostalgia de futuro celeste.

T. Álvarez

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Trabajo

Teresa nace en una familia considerada hidalga, en Ávila de los Caballeros. Y, como es sabido, en su tiempo la distinción de clases tenía una de sus manifestaciones más graves en la ley del trabajo. El trabajo material –trabajo servil, como se decía– quedaba para los pecheros. (“Servil: cosa baja”, escribe Cobarruvias en el Tesoro de la lengua, p. 935). La familia de T, su padre y sus tíos, contaban con pecheros en Gotarrenduda, Hortigosa y Majalbálago (provincia de Ávila). Uno de los motivos del insidioso “pleito de hidalguía de los Cepeda” derivaba de ese desajuste social. Proclamar la condición de hidalguía conllevaba una liberación de la pecha o pecho. El mismo Cobarruvias notaba: “del pechar están essentos los hidalgos, y por el pecho se dividen de los que no lo son”. Por eso fueron los pecheros quienes contestaron la condición de “hidalgos” a los Cepeda.

Los padres de T tenían, además, domésticos en su casa de Ávila y en su finca de Gotarrendura. Ella misma advierte que su padre no admitía “esclavos” a su servicio. Y que “estando una vez en casa una [esclava] de un su hermano, la regalaba como a sus hijos. Decía que, de que no era libre, no lo podía sufrir de piedad” (V 1,1). Pero en casa sí había “criadas” y “criados” (V 2,6). En el inventario casero de don Alonso, hecho en 1507, abundan los objetos de lujo y el atuendo de caballero; mucho menos los de trabajo material y profesional. Con todo, T y su madre D.ª Beatriz, a pesar de sus “pasatiempos” de lectura, “no perdían su labor

[casera]

, sino desenvolvíamonos” (V 2,1). Más tarde, muerta ya su madre, los últimos años que T vive en familia, se hace cargo del hogar como joven ama de casa, hasta resultar imprescindible a don Alonso. Pero cuando ingrese en la Encarnación (a los 20 años), mantendrá su rango de “doña”, título reconocido en el monasterio, con los consiguientes privilegios laborales. En la escritura notarial de su toma de hábito, el monasterio la recibe como “la señora doña Teresa de Ahumada” (BMC 2,93).

En la Encarnación, con todo, estaba en vigor una expresa norma de trabajo, que al menos en la letra afectaba a Teresa como a las restantes Hermanas religiosas. Lo prescribía, ante todo, la Regla del Carmen, que no sólo proponía como modelo de trabajador a san Pablo, sino que repetía la consigna de éste: “que quien no quiera trabajar, que no coma”. Más al detalle lo prescribían las Constituciones monásticas de la casa, cuyo texto probable poseemos y cuya rúbrica 9ª de la primera parte se titulaba: “cómo han de trabajar [las hermanas]”. Lo prescrito se articulaba en tres puntos: a) “Como se mande, de Regla, siempre hacer alguna cosa, las hermanas eviten y aparten la ociosidad, la cual es enemiga del ánima y nutrimento de todo vicio, y en los días en los cuales es lícito trabajar la priora provea que todas las hermanas, después del oficio divino, se ejerciten en trabajos a ellas competentes, por el provecho común a todas”. Y que “las perezosas sean punidas o multadas…” b) No deberán trabajar en cosas “sin provecho”, meramente “curiosas”. c) En el monasterio habrá una sala de labor, presidida por la priora o, en su ausencia, “por una de las discretas aseñalada por la priora” (BMC 9, 490-491). Obviamente, la existencia de esa sala de labor ponía un límite a la condición de “doña”, poseída por Teresa y por todo un grupo de monjas-señoras de la casa. Ahí compartirían todas la tarea material, no fácil de precisar desde nuestra perspectiva de hoy.

En el relato de Vida, T recuerda cómo en los años de fervor se imponía a sí misma tareas materiales supererogatorias, incluso el “barrer” la casa (V 30,20). Tarea que ella realizaba como una práctica de humildad (recordemos su condición de “doña”), seguramente para contrarrestar el punto de honra, ya superado y anatematizado en su personal programa espiritual.

En San José. – Al fundar el nuevo Carmelo, una de las opciones primordiales de la fundadora fue la pobreza. Una pobreza que implicaba, de raíz, el repudio de la honra en su implicación no-laboral. “Los pobres no son honrados”, es decir, no ostentan la condecoración de la honra: “por maravilla hay honrado en el mundo, si es pobre”; “honras y dineros casi siempre andan juntos” (C 2,5-6). Lo repetirá como un axioma: “que pobres nunca son muy honrados” (Conc 2,11). Pero la pobreza trae consigo otro género de honra, que es una auténtica “honraza” incomparable (C 2,6).

Ahora, T tiene por honra “andar remendada” (cta 2,1). Para el nuevo estilo de vida religiosa prescribe cuidadosamente las normas de trabajo. Ante todo, se apoya en el Evangelio de Nazaret (C 2,9), en el Jesús de Belén y del Calvario. Y en el modelo de Pablo-trabajador, propuesto por la Regla: “ayúdense con la labor de sus manos, como hacía san Pablo” (Cons 3,1). También ella repetirá a sus monjas la consigna paulina, si bien algo modificada: “cada una procure trabajar para que coman las demás (ib 9,1). Por razones psicológicas (y en pro del ideal contemplativo de la casa), a las hermanas no se les fijará tarea a destajo: “tarea no se dé jamás a las hermanas” (ib). La recreación comunitaria es compatible con el trabajo: las Hermanas llevarán a ella “sus labores” (ib 8). Ella trae consigo el hilado incluso al locutorio, al menos en ciertas ocasiones. Pero cuando una hermana anda con salud precaria, que no hile. Se lo propone a María de san José, que “bracea tanto” al hilar en recreación (cta 132, 8). Descarta de plano en comunidad el código de honras: “la tabla del barrer se comience desde la madre priora” (ib 7,1). De sus cartas resulta claro el interés por formar a las “niñas” postulantes en el trabajo: así, por ejemplo, a Isabelita Gracián (cta 169,1-2), y a Teresita (cta 122,11). En una cosa se aparta ella decididamente de la tradición de su viejo convento de la Encarnación; en los nuevos Carmelos no habrá “sala de labor”: “nunca haya casa de labor” (Cons 2,9 y C 4,9). Por otro lado, intentará a toda costa que el trabajo no sea fuente de ansiedad: no se trabajará “en cosas de oro ni plata”, cuya pérdida podría generar angustia. Lo mismo en la colocación de los productos, “no se porfíe en lo que han de dar por ello, sino que buenamente tomen lo que les dieren; y si ven que no les conviene, no hagan aquella labor” (Cons 3,2). En cambio, recomendará al Visitador que tome nota de “la labor que se hace, y aun contar lo que han ganado con sus manos” (Mo 12).

A los descalzos de Duruelo, también les inculca ese aspecto del nuevo estilo de vida. Una de sus primeras observaciones al llegar a ese “lugarcillo” y sorprender al P. Antonio –superior y letrado– barriendo el ingreso de la casa, la hará exclamar el “¿qué es esto, mi Padre? ¿qué se ha hecho de la honra?” (F 14,6). En el esbozo de Constituciones teresianas para Duruelo, persistirá la norma del trabajo.

Para el comienzo del segundo convento de descalzos, en Pastrana, ella insiste precisamente en este aspecto. Le agrada que los ermitaños del Tardón, de donde proceden las nuevas levas, se mantuviesen con el trabajo de sus manos. Al candidato número uno, A. Mariano, mostrándole la norma de trabajo prescrita por la Regla del Carmen: “Le dije que sin tanto trabajo podía guardar todo aquello, pues era lo mismo, en especial lo de vivir de la labor de sus manos, que era a lo que él mucho se inclinaba, diciéndome que estaba el mundo perdido de codicia” (F 17,8.9). De hecho, en Pastrana será esa una de las grandes novedades que se introducen con los famosos telares de sedas y de paños. De su noviciado (1572) cuenta Gracián que se sustentaba la casa “tejiendo sedas que llaman anafayas” (BMC 17,188). Cuando en 1576 los descalzos improvisen su primer capítulo en Almodóvar, T se lo inculca a Gracián: “importa infinitísimo” introducir en cada casa el trabajo de manos (cta 124,8). Se lo repite a otro capitular: “La otra cosa que le pedí mucho es que pusiese los ejercicios [de manos], aunque fuese hacer cestas o cualquier cosa, y sea [en] la hora de recreación cuando no hubiere otro tiempo, porque adonde no hay estudio, es cosa importantísima” (cta 161,8). En cuanto al “estudio”, T estima especialmente el trabajo intelectual de los letrados (V 13,20, y C 3,2).

En el plano estrictamente doctrinal, es notorio que T no concibe la comunidad contemplativa sin la alternancia de la oración con el trabajo. Lo advertirá a las lectoras de las Moradas (5,3,11). Expresamente propondrá la importancia del trabajo y su compatibilidad con la oración y la vida perfecta en las Fundaciones (c 5). Ella misma dará ejemplo: aún hoy se conservan preciosas labores de bordado debidas a su mano. La figura modélica de su asesor espiritual el escriturista Alonso Velázquez, Obispo de Burgo de Osma, adquiere especial relieve para ella, por su incansable tesón en el trabajo: “porque no pierde día ni hora sin trabajar” (F 30,9).

Todavía al final de su vida, T tiene que combatir los prejuicios laborales y clasistas de la familia. De América había regresado su hermano Lorenzo, con dinero y ejecutoria de hidalguía. Trasladado a Ávila, compra la finca de la Serna, más para holgar que para trabajar. Es probablemente el plan que somete a la aprobación de su hermana, quien le responde con una sutil distinción: “granjerías”, no; trabajar en la Serna, sí. Por “granjerías” se entendía entonces –dice Cobarruvias– “aquello en que se hace mucha ganancia, y ésta se llama propiamente granjería, y de allí se extendió a cualquier género de trato, del cual se saque alguna ganancia y provecho” (Tesoro de la lengua, p. 656). En cambio, Teresa justifica el trabajo así: “No dejaba de ser santo Jacob, por entender en sus ganados, ni Abrahán, ni san Joaquín; que como queremos huir del trabajo, todo nos cansa…” (cta 172,11-12).

En uno de sus poemas, T se lo dice así a su Señor: “Si queréis que esté holgando, / quiero por tu amor holgar, / si me mandáis trabajar, / morir quiero trabajando…” (Po 2).

T. Álvarez

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Trinidad Sacratísima

(Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo)

1. La realidad central del misterio trinitario en la fe cristiana y en la vida de Teresa

La Santísima Trinidad es el misterio central de la fe cristiana, revelado por Jesucristo y participado por los creyentes por el don del Espíritu Santo. Lo específico del cristianismo, lo que le diferencia de todas las demás religiones (judaísmo, islamismo…), es la confesión de Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo.

El misterio trinitario, en sí mismo, es un misterio insondable de relación y comunicación personal entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo (Trinidad «inmanente»). El Dios de la revelación cristiana no es una esencia aislada, sino que por la superabundancia de su vida y de su amor se da y se comunica; es un Dios en comunión, que se da creando comunión. Al ser en sí mismo vida y amor, es para nosotros también fuente de vida y de amor. Esta es la manifestación histórica del misterio trinitario (Trinidad «económica»).

Están aquí las fuentes trinitarias de la salvación. Todo procede del Padre, por el Hijo y el don del Espíritu Santo. Y todo vuelve al Padre por el Hijo y en el Espíritu Santo, haciendo a los hombres partícipes de la vida y comunión de Dios (LG 2-4). Dentro de esta perspectiva trinitaria de la salvación, Trinidad «inmanente» (el misterio trinitario en sí mismo) y Trinidad «económica» (el misterio trinitario participado) son la misma realidad (K. Rahner).

Partiendo de esta identidad, la teología actual presta especial atención al misterio trinitario en la vida cristiana, tratando de enraizarla en las fuentes mismas de la fe. Es el compendio de la fe, recibida en el bautismo «en nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo» (Mt 28,19). Por el bautismo, el hombre recibe una participación en la vida y en la comunidad de Dios, que, lleno de su Espíritu, se hace hijo de Dios Padre. Por eso, San Pablo resume el misterio trinitario de Dios como saludo de entrada en la celebración de la Eucaristía (2Cor 13,13), que la liturgia de la Iglesia ha hecho suyo.

Desde esta perspectiva concreta, que es la comprensión trinitaria y pneumatológica de la vida cristiana, tratamos de acercarnos a la experiencia de Teresa. El misterio trinitario es fuente y culmen del itinerario espiritual de Teresa de Jesús. Su descubrimiento, por vía de experiencia (1571), supuso un cambio de rumbo en su vida. Hasta entonces Teresa había vivido el misterio de Dios, a la luz de su presencia por gracia y de su manifestación en la persona de Cristo. Ahora se le descubre como presencia trinitaria de las tres divinas personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo.

Su experiencia trinitaria no se circunscribe al misterio en sí mismo considerado (Trinidad «inmanente»), sino que comprende también la actuación de este misterio en la historia de salvación (Trinidad «económica»). En el pensamiento de la Santa las dos perspectivas aparecen íntimamente unidas.

La primera constatación que se desprende de una lectura de los textos es el realismo y la fuerza con que se halla afirmada esta verdad central de la fe. Es ésta también la primera aportación a la vida cristiana y a la misma soteriología, necesitada de una reflexión trinitario-pneumatológica.

2. Experiencia del misterio: Relato autobiográfico

Cuando Teresa escribe el libro de la Vida (1565), no había llegado todavía a descubrir el misterio trinitario. Lo conoce por la fe, no por experiencia. Pero es una fe tan viva, que está dispuesta a defenderla en cualquier disputa teológica: «Se ve el alma en un punto sabia, y tan declarado el misterio de la Santísima Trinidad y de otras cosas subidas, que no hay teólogo con quien no se atreviese a disputar la verdad de estas grandezas» (V 27,9).

Su primera experiencia del misterio data de 1571. A partir de esta fecha, la experiencia se intensifica, como testimonia el relato de las Relaciones. Un estudio clarificador de los textos exige distinguir entre los relatos de su experiencia trinitaria, consignados en sus Relaciones y la sistematización de esa experiencia en Moradas. Las primeras representan una visión del misterio trinitario, caracterizada por su inmediatez y viveza. Aparece, además, abierta a los datos esenciales de la revelación, en los que se inspira la teología trinitaria actual. Por el contrario, en las segundas, aparece una visión más sistematizada y filtrada por las categorías teológicas de la época. Y aun, dentro del relato mismo, hay que distinguir entre lo que es simple relato de la experiencia y la explicación que ella intenta dar. Fijados estos criterios, creemos que se puede avanzar en una interpretación pneumatológica de la experiencia teresiana.

Desde la primera experiencia trinitaria, mayo de 1571, Teresa percibe con nitidez el misterio trinitario como unidad de Dios y Trinidad de personas (contenido dogmático), pero su experiencia se concentra en la distinción de las personas divinas y en la función que cada una de ellas desempeña en la vida espiritual y en la historia de la redención. Para mejor destacarlo, subrayamos las expresiones más significativas de sus textos:

«El martes después de la Ascensión…, comenzó a inflamarse mi alma, pareciéndome que claramente entendía tener presente a toda la Santísima Trinidad en visión intelectual, adonde entendió mi alma por cierta manera de representación, como figura de la verdad, para que lo pudiese entender mi torpeza, cómo es Dios trino y uno; y así me parecía hablarme todas tres Personas, y que se representaban dentro en mi alma distintamente, diciéndome que desde este día vería mejoría en mí en tres cosas, que cada una de estas Personas me hacían merced: la una en la caridad y en padecer con contento, en sentir una caridad con encendimiento en el alma. Entendí aquellas palabras que dice el Señor: que estarán con el alma que está en gracia las tres divinas Personas, porque las veía dentro de mí por la manera dicha… Parece quedaron en mi alma tan imprimidas aquellas tres Personas que vi, siendo un solo Dios, que a durar así imposible sería dejar de estar recogida con tan divina compañía» (R 16).

En parecidos términos se expresa en una Relación del mismo año, 30 de junio de 1571:

«Esta presencia de las tres Personas que dije al principio, he traído hasta hoy –que es día de la Conmemoración de San Pablo– presentes en mi alma muy ordinario, y como yo estaba mostrada a traer sólo a Jesucristo siempre, parece me hacía algún impedimento ver tres Personas, aunque entiendo es un solo Dios, y díjome hoy el Señor, pensando yo en esto: que erraba en imaginar las cosas del alma con la representación que las del cuerpo; que entendiese que eran muy diferentes, y que era capaz el alma para gozar mucho. Parecióme se me representó como cuando en una esponja se incorpora y embebe el agua; así me parecía mi alma que se henchía de aquella divinidad y por cierta manera gozaba en sí y tenía las tres Personas. También entendí: «No trabajes tú de tenerme a Mí encerrado en ti, sino de encerrarte tú en Mí». Parecíame que de dentro de mi alma –que estaban y vía yo estas tres Personas– se comunicaban a todo lo criado, no haciendo falta ni faltando de estar conmigo (R 18).

Una Relación posterior, escrita hacia 1572, compendía con exactitud y hondura la experiencia teresiana del misterio trinitario. «En sustancia se trata de una visión de la Trinidad presente en el alma en la que se le representa y declara el misterio de la vida divina: tres Personas distintas, no como un cuerpo con tres rostros –nota la Santa–; existe entre ellas una perfectísima comunión de vida…, y tienen una perfecta unidad de acción» (J. Castellano, en Introducción a la lectura…, p. 161).

«Un día después de san Mateo, estando como suelo después que vi la visión de la Santísima Trinidad y cómo está con el alma que está en gracia, se me dio a entender muy claramente… Y ahora veo que de la misma manera lo he oído a letrados, y no lo he entendido como ahora, aunque siempre sin detenimiento lo creía, porque no he tenido tentaciones de la fe.

«A las personas ignorantes parécenos que las Personas de la Santísima Trinidad todas tres están –como lo vemos pintado– en una Persona, a manera de cuando se pinta en un cuerpo tres rostros; y ansí nos espanta tanto, que parece cosa imposible y que no hay quien ose pensar en ello, porque el entendimiento se embaraza y teme no quede dudoso de esta verdad y quita una gran ganancia.

«Lo que a mí se me representó, son tres Personas distintas, que cada una se puede mirar y hablar por sí. Y después he pensado que sólo el Hijo tomó carne humana, por donde se ve esta verdad. Estas Personas se aman y comunican y se conocen. Pues si cada una es por sí, ¿cómo decimos que todas tres son una esencia, y lo creemos, y es muy gran verdad y por ella moriría yo mil muertes? En todas tres Personas no hay más de un querer y un poder y un señorío, de manera que ninguna cosa puede una sin otra, sino que de cuantas criaturas hay es sólo un Criador. ¿Podría el Hijo criar una hormiga sin el Padre? No, que es todo un poder, y lo mismo el Espíritu Santo; así que es un solo Dios todopoderoso, y todas tres Personas una Majestad. ¿Podría uno amar al Padre sin querer al Hijo y al Espíritu Santo? No, sino quien contentare a la una de estas tres Personas divinas, contenta a todas tres, y quien la ofendiere, lo mismo. ¿Podrá el Padre estar sin el Hijo y sin el Espíritu Santo? No, porque es una esencia, y adonde está el uno están todas tres, que no se pueden dividir. ¿Pues cómo vemos que están divisos tres Personas, y cómo tomó carne humana el Hijo y no el Padre ni el Espíritu Santo? Esto no lo entendí yo; los teólogos lo saben…» (R 33).

3. Explicación del misterio trinitario: Elementos teológicos

De este simple relato de las experiencias trinitarias, cabe deducir algunas conclusiones. El elemento primordial, que aparece en primer plano, es la distinción de las personas: «Me parecía hablarme todas tres Personas, y que se representaban dentro en mi alma distintamente» (R 16). Otro elemento importante es la relación personal con ellas: «Gozaba en sí y tenía las tres Personas» (R 18); se le representan las «tres Personas distintas, que cada una se puede mirar y hablar por sí» (R 33); «estas Personas se aman y comunican y se conocen» (ib). Esta relación personal se concreta en comunión de vida y de amor: «Cada una de estas Personas me hacían merced: la una en la caridad y en padecer con contento, en sentir una caridad con encendimiento en el alma» (R 16).

Juntamente con estas afirmaciones, que hablan de la distinción de personas, hay otras que hablan de la unidad: entendió «cómo es Dios trino y uno» (R 16); aunque veía tres personas, «entiendo es un solo Dios» (R 18); «no hay más de un querer y un poder y un señorío»; «un solo Dios todopoderoso, y todas tres Personas una Majestad» (R 33).

A partir de estas expresiones, algunos comentaristas concluyen que la experiencia trinitaria de la Santa no representa un ahondamiento nocional en el misterio. Son expresiones «transcritas del lenguaje usual de la teología, sin peso específico en su original experiencia constituyente… No hay una experiencia trinitaria tematizada conceptualmente» (O. González de Cardedal, en Actas, p. 849).

Esta interpretación, sin embargo, creemos que no responde al análisis detenido de los textos, ni a la progresión de la experiencia teresiana, que va del descubrimiento de la presencia de Dios y de la presencia de Cristo al descubrimiento de la presencia de la Santísima Trinidad, como una realidad que revoluciona su vida espiritual.

Ciertamente, el acento de la experiencia teresiana no hay que ponerlo en lo conceptual, sino en su fuerza expresiva y en la inmediatez con que percibe el misterio. Pero, al mismo tiempo, hay que decir que su experiencia está conceptualmente más próxima a la teología trinitaria actual, de inspiración bíblica, que a la teología de su tiempo, de inspiración escolástica. Esta explica la actividad trinitaria «ad extra» (creación, redención, santificación) como una actividad común a las tres divinas personas. Teresa acepta esta explicación –no podía dar otra–, al proclamar el principio de la unidad de acción de las personas, pero su experiencia es distinta; habla más bien de la diferenciación de su actividad salvífica, atestiguada por la Revelación.

De ahí, uno de sus interrogantes fundamentales, que deja sin respuesta: «¿Pues cómo vemos que están divisos tres Personas, y cómo tomó carne humana el Hijo y no el Padre ni el Espíritu Santo? Esto no lo entendí yo; los teólogos lo saben…» (R 33).

El interrogante de Teresa desborda el ámbito de la Trinidad «inmanente» y plantea el misterio en el marco de la Trinidad «económica». La respuesta, por tanto, hay que darla en el contexto de la historia de la salvación, que señalábamos al principio. Es, además, una invitación a reflexionar sobre el misterio no desde la simple especulación teológica, sino desde las categorías histórico-salvíficas de la revelación. Y es que no hay otro acceso a la Trinidad en sí más que a través de la su manifestación en la historia de la salvación.

Otro aspecto importante a destacar es la incidencia de este misterio en la fe cristiana, tal como se desprende de la experiencia teresiana. Esta capta esencialmente la comunión entre las divinas personas como comunicación de vida y de amor, en la que ella participa; es la merced que «cada una de estas Personas» le hacen (R 16). Este es el núcleo de la vida cristiana: es la vida de amor, que se nos da como participación del misterio trinitario, por Jesucristo, en el Espíritu Santo, y que se concreta en la filiación adoptiva del Padre. Este es el fundamento de la esperanza cristiana, en medio de un mundo de muerte y de odio. Gracias a ella, sabemos que la realidad última y más profunda es vida y es amor, que se nos da por Jesucristo, en el Espíritu Santo. Por esta fe y por esta esperanza lucha Teresa de Jesús.

BIBL. – O. González de Cardedal, Realidad y experiencia de Dios en Santa Teresa: Contenidos específicos de esa experiencia teologal, en «Actas del Congreso Internacional Teresiano» II, Salamanca 1983, pp. 835-881; Ciro García, Experiencia trinitaria y pneumatológica en Santa Teresa de Jesús: lectura teológica, en «Burgense» 39 (1998), 375-396; J. C. Garrido, Experiencia teresiana de la vida de gracia, en «MteCarm.» 75 (1967), 345-391.

Ciro García

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Verdad

En la psique de T suele destacarse, quizás unilateralmente, el aspecto afectivo: su cordialidad, afectividad, amor, amistad… Sin embargo, su psicología femenina está fuertemente marcada por una constante cerebral: su necesidad de entender y entenderse, su inagotable afán por discernir la verdad o la autenticidad de sus gracias místicas y su vida entera, el recurso a los letrados (preferencia por los “letrados” respecto de los “espirituales”) para que le aporten “luz” o le garanticen la verdad de sus experiencias. No concibe un proyecto de vida espiritual que no vaya fundado en la verdad: “Espíritu que no vaya comenzado en verdad, yo más le querría sin oración” (V 13,16). En definitiva, T es, estructuralmente, una buscadora de verdad, necesitada de “andar en verdad”, refractaria a la mentira y a todo cuanto lleve resabios de mentira. Repite el tema evangélico: la mentira es del diablo, “él es todo mentira” (V 15,10), “es amigo de mentiras, y la misma mentira” (V 25,21). En cambio, Dios “es la misma verdad” (V 40,1; C 19,15). Es sintomática esa su reiterada referencia a los dos polos extremos y sumos de verdad y de mentira.

Ante las dimensiones que el tema de la verdad asume en la experiencia y en los escritos teresianos, aquí espigaremos sólo y muy sumariamente tres puntos: a) la conducta personal de Teresa ante la verdad; b) su pensamiento ascético; c) su mística de la verdad.

a) En la vida de Teresa

Sintomático de la norma de conducta básica en ella (su ética) y de su estructura anímica (su psicología) es el criterio formulado de pasada al prologar el Libro de las Fundaciones: “En cosa muy poco importante yo no trataría mentira por ninguna de la tierra” (pról. 3). Ya al prologar la autobiografía había adoptado la misma postura, suplicando a Dios “con todo mi corazón me dé gracia para que con toda claridad y verdad yo haga esta relación” (V pról. 2). Llaneza y claridad son dos componentes de la verdad teresiana. “Soy amiga de llaneza” (cta 412,8). Más plásticamente, al referir el talante humano de la madre de Gracián, doña Juana Dantisco, destaca que tiene “una llaneza y claridad por lo que yo soy perdida” (cta 124,2): es un modo de confesar hasta qué punto la encantan la “claridad y llaneza” de las personas. A nivel más elevado, ya en el plano del discernimiento místico, “por cosa del mundo dijera [yo] una cosa por otra” (V 28,4). Las citas de confidencias similares podrían multiplicarse.

En la historia personal de T, baste recordar episodios inconexos: el hallazgo de “la verdad de cuando niña” es uno de sus primeros recuerdos (V 1,4; 3,5). Ya de monja, en los años de baja, se reprochará a sí misma haber dicho media verdad a su padre don Alonso, para justificar el propio abandono de la oración (V 7,11-12). Tiene conciencia de poseer un “natural de aborrecer el mentir” (V 40,4). Pero el dato más destacado es su persistente búsqueda de letrados que le garanticen la verdad de sus experiencias espirituales. Será el motivo de todos sus escritos autobiográficos, desde su primer escrito (R 1: 1560), hasta la víspera de su muerte (R 6: 1581). No son escritos motivados por el tema “amor”, sino por la búsqueda de la “verdad”. A ella le interesa la verdad de su vida misma, la verdad de cuanto le está aconteciendo. Tiene fondo histórico la leyenda de “las tres verdades”; ella es consciente de ser hermosa y discreta; no de ser “santa”. No se cree tal, y cuando le llega ese rumor, no lo soporta: “Una de las cosas que me hace estar aquí contenta [lejos de los ambientes castellanos]… es que no hay memoria de esa farsa de santidad que había por allá [por Castilla], que me deja vivir y andar sin miedo que esa torre de viento había de caer sobre mí…” (cta 88,12).

En los años difíciles de los conflictos dentro de la Orden del Carmen, clamará tantas veces porque se averigüe la verdad. A las monjas de Sevilla, que han sido extorsionadas para que firmen mentiras en un proceso infame, las requiere para que reflexionen por si en algo han faltado a la verdad. Y a la priora del mismo Carmelo, depuesta y denostada, le infunde confianza, porque “la verdad padece pero no perece” (cta 294,19).

b) Su enseñanza

“Ande la verdad en vuestros corazones”. “Quienes de veras aman a Dios…, no aman sino verdades”. Son consignas básicas, impartidas a las lectoras del Camino (20,4; 40,3).

Teresa, que tan positivo concepto suele tener de las personas, tiene en cambio una visión entre realista y pesimista de la vida social. No soporta lo que ella ha llamado “farsa de la vida” (V 21,6). Tiene la convicción de que la sociedad no se rige por un código de “verdad”: “Está la vida [la sociedad] toda llena de engaños y dobleces” (V 21,1). “No hay ya quien viva, viendo el gran engaño en que andamos” (ib 4). Está convencida del ingente trastrueque de valores que rige la vida social: honra, dineros, placeres. “Lo que el mundo llama honra ve [ella] que es grandísima mentira y que todos andamos en ella” (V 20,26). “Cuando pensáis que tenéis una voluntad ganada, según lo que os muestra, venís a entender que es todo mentira. No hay ya quien viva en tanto tráfago, en especial si hay algún poco de interés” (V 21,1). Ella misma se siente envuelta inexorablemente en esa red; se lo dice a su Señor: “Con haberme Vos dado natural de aborrecer la mentira, yo misma me hice tratar en muchas cosas mentira” (V 40,4).

De ahí la importancia que ella concede a dos líneas de conducta: discernir los valores de la vida, y conocer la verdad de uno mismo. Es lo que se ha llamado “socratismo teresiano” y que la ha llevado a la distinción de la conducta humana en dos posturas radicalmente opuestas: “andar en verdad” y “andar en mentira”. Imposible conocer la verdad de uno mismo –valores y antivalores– sino a la luz de Dios: se lo propondrá con urgencia al principiante de las Moradas (M 1,2). Y lo precisará ya casi al final de las mismas (M 6,10).

En ese orden de cosas es insuplantable este último texto: “Una vez estaba yo considerando por qué razón era nuestro Señor tan amigo de esta virtud de la humildad, y púsoseme delante… esto: que es porque Dios es suma verdad, y la humildad es andar en verdad, que lo es muy grande no tener cosa buena de nosotros… y quien esto no entiende anda en mentira. Quien más lo entiende agrada más a la suma Verdad, porque anda en ella” (M 6,10,7).

c) La atalaya mística de la verdad

Si parece obvio que hay grados en el conocimiento de la verdad, desde el niño al científico o al filósofo y al contemplativo, no cabe duda de que en esa escala le corresponde un puesto especial al mísico. Él ve las cosas y la vida con luz diversa.

No resulta fácil dilucidar en qué consiste esa especial visión que el místico tiene de la realidad, ya sean los acontecimientos de la calle, ya sea la realidad trascendente. En el caso de esa mística que es Teresa, ella misma nos da claves de lectura. Como mística “cristiana”, ella adquirió ojos nuevos “en Cristo”. Refiere ella misma los dos acontecimientos decisivos que la introdujeron en ese espacio visual: de orden afectivo el uno; puramente intelectual el otro. El primero le purifica y unifica misteriosamente la vida afectiva: lo refiere ella en el capítulo 24 de Vida. Luego, en el capítulo 26 refiere el episodio segundo, más decisivo y determinante. Es el momento en que despojan a Teresa de su pequeño cupo de libros portadores de luz y, misteriosamente también, se le promete el “libro vivo”, donde vea las verdades sin tanta necesidad de recursos doctrinarios humanos. Y el “libro vivo” es Cristo: lo comenta inmediatamente ella: “Su Majestad ha sido el libro verdadero adonde he visto las verdades. ¡Bendito sea tal libro, que deja impreso lo que se ha de leer y hacer, de manera que no se puede olvidar” (V 26,5).

A Teresa se le cambian los ojos. De pronto se siente capaz de “entender verdades”. Habla de una “luz nueva” totalmente distinta de la “deslustrada” luz del sol. Se siente capaz de discernir “lo que es” de lo que son meras apariencias. “Bienaventurada alma que la trae el Señor a entender verdades! ¡Oh qué estado éste para reyes!” (V 21,1). “Subida a esta atalaya adonde se ven verdades…, todo lo podré” (21,5). “Tiene el pensamiento tan habituado a entender lo que es verdadera verdad, que todo lo demás le parece juego de niños” (21,9). Esa su nueva manera de ver o “entender” no la desengancha de las humildes realidades terrestres, desde el encanto del agua o de una hormiguita, hasta el misterio de la vida humana, el embrujo de la amistad, o el convencionalismo huero de los “señoríos” y las “autoridades postizas”. Pero sobre todo se siente avocada a la visión de lo trascendente. El drama místico relatado en esos capítulos de Vida tiene su desenlace en el final del libro, capítulo 40, con la experiencia de “la Verdad de Dios”: “todas las demás verdades dependen de esta verdad, como todos los demás amores de este amor” (40,4). “Quedóme una verdad de esta divina Verdad que se me representó, sin saber cómo ni qué, esculpida, que me hace tener nuevo acatamiento a Dios, porque da noticia de su majestad y poder, de una manera que no se puede decir… Quedóme muy gran gana de no hablar sino cosas muy verdaderas, que vayan delante de lo que acá se trata en el mundo… Dejóme con gran ternura y regalo y humildad” (40,3).

Es probablemente el mejor documento de su llegada a la visión nueva y mística de la Verdad y de las verdades.

T. Álvarez

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Vida eterna

(encuentro definitivo con el Señor)

1. Terminología y significado teológico

La vida eterna pertenece a la esencia del credo cristiano: «Creo en la vida eterna». Es la consumación de la salvación: «El cristiano que une su propia muerte a la de Jesús ve la muerte como una ida hacia Él y la entrada en la vida eterna» (CEC 1020. ¿Cómo vive Santa Teresa esta verdad central del credo?

La denominación «vida eterna» o «eternidad» aparece relativamente pocas veces (28). Es más frecuente el adjetivo «eterno» (62). Pero hay que tener presentes las otras denominaciones, que expresan la misma realidad: «cielo» (209), «gloria» (297), «bienaventuranza» o «vida bienaventurada» (22), «bienes o gozos eternos» (6), «reino eterno» (78).

La realidad experiencial contenida bajo estas expresiones es la del «encuentro» o «unión» con Dios de forma definitiva, como la meta última a la que aspira el ser humano, creado para la comunión con Dios.

El encuentro definitivo con Dios es el desenlace final del itinerario espiritual teresiano, trazado sobre la concepción del hombre, imagen de Dios, como ser abierto a la relación personal y plena con El (M 1,1,1). La unión plena del hombre con Dios, en la que consiste esencialmente la vida eterna, es como la explosión de un dinamismo –el dinamismo sobrenatural de la gracia–, que crece incesantemente, impulsando el desarrollo de la vida cristiana, hasta alcanzar en su condición itinerante el techo del matrimonio místico, y rompiendo, al final, «la tela de este dulce encuentro», como dice san Juan de la Cruz (Llama, 1, 29). La vida eterna es Dios mismo.

2. Características de la fe de Teresa en la vida eterna

Teresa experimenta su fe en la vida eterna en todos los tramos de su caminar terreno. Vive el tiempo actual como anticipo de la vida futura; es el ya, pero todavía no. Su experiencia escatológica se manifiesta en la tensión dinámica que imprime al proceso espiritual en todas sus etapas, abierto siempre al horizonte de la vida eterna y al encuentro definitivo con el Señor. Esta tensión está arraigada en su misma concepción del ser humano como imagen de Dios, que tiende a su acabamiento final. Pero recibe su impulso definitivo de su encuentro con Cristo.

Por eso, el fundamento último de su tensión escatológica es el descubrimiento del misterio de Cristo, y más concretamente su misterio pascual de muerte y resurrección, raíz de la esperanza en la resurrección y glorificación futuras. Santa Teresa contempla a Cristo en su humanidad resucitada y gloriosa, como centro de su espiritualidad.

A partir de esta experiencia, Teresa de Jesús vive su esperanza escatológica, urgida no tanto por el encuentro definitivo con el Señor, cuanto por el anuncio y revelación de su misterio en la vida presente.

Este es el marco teológico en el que Teresa vive, en tensión escatológica, su encuentro con el Señor y el dinamismo teologal del hombre nuevo, hasta su plena manifestación en Cristo.

3. El encuentro definitivo con Dios en Cristo

La fe de la Iglesia afirma, a propósito del dinamismo de la gracia en el hombre justificado, que con ella se merece la vida eterna. La gracia, autocomunicación personal de Dios en la vida presente, tiende a ella como a su propia consumación (Concilio de Trento, Decreto sobre la justificación, cap. 16).

El encuentro definitivo con Dios no se da sino «en Cristo», porque la misma vida de gracia, que es su anticipación temporal, no es otra cosa que «la vida en Cristo». Así la concibe la Santa, cuando dice con san Pablo que «nuestra vida es Cristo» (M 5,2,4). Por otra parte, si Cristo es el eje central de su itinerario espiritual, en su existencia terrena (V 22; M 6,7), lo será también en su existencia definitiva. Esto quiere decir que la consumación de la salvación no se da sino en Cristo y por Cristo. Por eso el Apóstol hablará de la vida eterna como un «permanecer con el Señor» (1Tes 4,17), como un «estar» (Fip 1,13) y «vivir» siempre con Él (2Cor 5,8).

Teresa de Jesús experimenta la mediación de Cristo en la consumación escatológica de la salvación, a través de las distintas visiones de la Humanidad de Cristo glorificada (V 34,17; 38,17). Contempla la Humanidad glorificada como la consumación de la obra de Cristo y como la revelación definitiva de su gloria. Por eso la vida eterna, en la perspectiva de la espiritualidad teresiana, es la unión definitiva del hombre con Dios, por la consumación de nuestro ser sobrenatural en Jesucristo. Es la participación en la bienaventuranza propia de Dios, amor, paz y gozo, que se da en el Espíritu Santo. Por eso es, en definitiva, participación consumada en la vida trinitaria de Dios, de la que Teresa recibe un anticipo en la cumbre del matrimonio espiritual (M 7,1,6).

4. Sentido relacional y cristológico

Desde esta perspectiva, aparecen dos caraterísticas importantes de la concepción escatológica teresiana: su carácter relacional y cristológico. La bienaventuranza eterna aparece en la misma longitud de onda y en las mismas coordenadas en que aparece el núcleo de su espiritualidad, esto es, en las coordenadas de la relación teologal y cristológica con el Dios trinitario, vivida en el «trato de amistad», en el servicio oblativo de la propia vida, a imitación de Cristo, y en la unión mística con las divinas personas. Y es que la consumación escatológica de la vida cristiana no puede ser distinta de lo que representa su iniciación y su desarrollo en la existencia temporal.

Esto quiere decir que no se puede hablar de las «realidades últimas» como de la película de unos hechos, que tienen lugar después de la muerte, sino como de acontecimientos salvíficos que han irrumpido ya en la historia, en virtud de la venida de Jesucristo, que es el éschaton, el hecho escatológico por excelencia, el eón definitivo de la salvación. Esta es la perspectiva que domina en la experiencia de Santa Teresa de Jesús y que imprime un sentido escatológico a su vida, como ya queda expuesto. (Ver: Esperanza).

Por estos caminos, por los que anduvo la experiencia mística teresiana, quiere transitar hoy también la teología. Como clarificación y ratificación, valga este testimonio de un teólogo:

«Lo escatológico no es algo situado al lado del cristianismo, sino que es, sencillamente, el centro de la fe cristiana, el tono con el que armoniza todo en ella, el color de aurora de un nuevo día esperado, color en el que aquí abajo está bañado todo… Una teología auténtica debería ser concebida, por ello, desde su meta en el futuro. La escatología debería ser, no el punto final de la teología, sino su comienzo» (J. Moltmann, Teología de la esperanza, Salamanca 1969, pp. 20-21).

Dentro del marco teológico general que hemos señalado y del marco experiencial, en particular, de Teresa de Jesús, hemos tratado de exponer las «realidades últimas», de que habla la Santa; no en sí mismas consideradas, sino en relación con su vida y con su espiritualidad, como hechos salvíficos determinantes de toda su existencia.

BIBL. – A. Díez, «Morir de amor», aproximación sanjuanista al novísimo de la Madre Teresa de Jesús, en MteCarm. 88 (1990), 594-618; J. Castellano, «Ya es hora, esposo mío, que nos veamos», ib pp. 566-582.

Ciro García

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Vida religiosa

Proyecto y estilo de vida propio

1. «Vida religosa» y «entrar en religión». El tema de la «vida religiosa» aparece con frecuencia en los escritos teresianos. Sin tratarlo expresamente, va sembrando de ideas sus obras sobre el particular, con puntos concretos que, reunidos, pueden convertirse en un pequeño tratado de lo que es necesario practicar para que una persona pueda ser calificada de estar viviendo la «vida religiosa». Sin embargo, esta expresión no entra en su léxico. Ni una sola vez aparece en sus escritos. En el siglo dieciséis se hablaba de «entrar en religión», de «guardar religión»; de que no está todo hecho o está el negocio en tener o no el hábito de religión, sino en procurar ejercitar las virtudes (M 3,1,8). Con términos distintos, expone lo mismo que hoy, cuando hablamos de «vida religiosa», «vida consagrada», «radicalidad evangélica», «seguimiento de Cristo», «consagración»… Una cosa importa: llegar a ser de Cristo. Para Teresa de Jesús la vida religiosa es configuración con Cristo. No es sólo la que habla o enseña a hacer oración, sino también la que alecciona cómo ser religiosos/as. O mejor, cuando escribe de oración, en tantos momentos es también de vida religiosa, porque no concibe a ningún seguidor de Cristo que no sea orante. Es condición imprescindible.

Referencia a la vida religiosa en sus obras. Por eso su doctrina sobre este tema la encontramos diluida en sus obras, pero de modo especial en los cc. 4,5,7 y 36 de la Vida. También en Modo de visitar los conventos, donde propiamente puntúa la forma de hacer una seria revisión de la vida religiosa por parte de uno que viene de fuera. Más en particular en Camino de Perfección, libro pensado para enseñar el camino del seguimiento de Cristo. Y lógicamente en las Constituciones.

Experiencia de la vida religiosa con estilo propio. No se trata de una doctrina abstracta, sino de práctica viva, de experiencia. Es la misma Teresa quien se presenta, como una realidad evangélica, en unas determinadas circunstancias de la vida y santidad de la Iglesia de entonces. Si codifica y estructura en formas concretas la vida que comenzó a hacerse en San José, no es porque no esté convencida de que lo que importa es el espíritu. Sólo que éste exige siempre una forma de expresión. Esa forma es lo que hoy llamamos estilo, que en parte queda recogido en toda legislación y en parte queda como flotando en el ambiente comunitario cuando se vive el espíritu. El estilo ayuda a vivir el espíritu. Si se desvirtúa, el espíritu se empobrece. Cuando se desfigura, se pierde identidad. De ahí su importancia y el que Teresa recalque tanto el guardar la Regla y Constituciones, porque contienen un espíritu y son exponente del estilo de vida.

Este no nace espontáneamente del cumplimiento de lo establecido, sino de haber descubierto un espíritu que se pretende vivir. Entender el espíritu congregacional puede requerir tiempo (cf F 18,8), aunque nunca dispensa de adiestrarse en la forma de vida establecida. Santa Teresa ama mucho la Regla y las Constituciones, pero nunca sacraliza las leyes, porque la riqueza que imprime el Espíritu Santo en los fundadores no puede encerrarse en normas ni es tampoco producto del pensamiento humano. Por eso, no puede calificarse sin más de vida religiosa el hecho de practicar lo establecido, porque la vida religiosa es algo más que cumplir. Ella misma no se había sentido conforme con la confianza que se había merecido en la Encarnación como de buena monja, porque creía que tal confianza respondía más a interpretaciones externas de sus actos que a vivencias personales internas (V 7,2). Teresa enseña a descubrir la acción del Espíritu y a secundar sus inspiraciones. Por lo que al Carmelo se refiere, ofrece, antes que nada, un proyecto de vida.

Proyecto de vida. Este lo encuentra primero en la Regla y luego ella misma lo matiza en las Constituciones. De ahí la importancia que da en sus escritos a una y otra cosa. Guardar la Regla y las Constituciones es vivir el proyecto de vida. Y vivir el proyecto es ser religiosa, aunque conlleva siempre el hacerlo con estilo propio. Pues no se trata sólo del espíritu fundacional. Tiene que ser encarnado, configurado. Se requiere expresarlo con formas que distingan y se diferencien de otras formas de vida. Santa Teresa introdujo una forma nueva de hacer el camino del seguimiento de Cristo, con estilo propio, con manera nueva de hacer fraternidad. La Regla y las Constituciones están como ayuda para que el espíritu no venga abajo y se deteriore, se empobrezca o se desvirtúe. «Toda nuestra regla y Constituciones no sirven de otra cosa, sino de medios para guardar esto (el amor de Dios y del prójimo) con mayor perfección» (M 1,2,17). Texto clave para entender su pensamiento sobre los códigos que rigen una forma de vivir el Evangelio, que ha puesto en marcha en San José de Ávila, lo tenemos al principio del c. 4 de Camino: «Ya, hijas, habéis visto la gran empresa que pretendemos ganar. ¿Qué tales habremos de ser para que en los ojos de Dios y del mundo no nos tengan por muy atrevidas? Está claro que hemos menestar trabajar mucho, y ayuda mucho tener altos pensamientos para que nos esforcemos a que lo sean las obras. Pues conque procuremos guardar cumplidamente nuestra Regla y Constituciones con gran cuidado, espero que el Señor admita nuestros ruegos; que no os pido cosa nueva, hijas mías, sino que guardemos nuestra profesión, pues es nuestro llamamiento y a lo que estamos obligadas, aunque de guardar a guardar va mucho» (C 4,1).

«Vivir en obsequio de Jesucristo»

La vocación de Teresa. Tiene una idea clara de lo que es «ser religioso/a». Lo ha experimentado desde los 20 años. Cuando le llega el momento de hablar sobre la vida religiosa, lo hace como maestra, con la conciencia de que puede enseñar. Va directamente a lo esencial. La autenticidad de la vida religiosa la expresa en términos de «ser», nunca de «estar». Ni tampoco «ser número». «No está nuestra ganancia en ser muchos los monasterios, sino en ser santas las que estuvieren en ellos» (cta 451,3, a Ana de Jesús). Para ella no se reduce a un estado, sino a una vida, cuyo objetivo concreto es caminar hacia la fuente, que es Cristo. Se trata de «ser monja», término con fuerza de calificativo que distingue y define a la persona que ha aceptado vivir en «obsequio de Jesucristo», según reza la Regla del Carmelo. Ella sale de la casa de su padre «para ser monja» (R 40,6), es decir, estar dispuesta a sufrir los trabajos de la religión (V 3,6), a seguir lo que viera ser mayor servicio de Dios (V 4,1), a ser de veras, sin paliativos ni obrar a medias o por apariencias (V 7,1). Es una forma de ser, un estilo de vivir, que define a la persona por la entrega plena a Cristo. «O somos o no somos» (C 13,2). Esta será la forma alternativa de presentar la vida del que ha elegido seguir a Cristo.

Inicia la vida de monja con alegría y entusiasmo, decidida, dispuesta a todo. Es consciente que Dios la ha llamado «para el estado que me estaba mejor» (V 3,3); pero no para estar en la Encarnación, sino para «ser monja», para pertenecer a Cristo, para no regirse por otra norma que la del amor, para vivir como desposada (V 4,3). Dios nunca llama a estar. La vocación, proceso de vida, tiene su historia propia, a veces de altos y bajos, de crecientes y declives, hasta que la persona se determina a entregarse de veras. Para Teresa, la vida religiosa es entrega, crecimiento en el servicio de Dios (V 4,3), hasta llegar a la madurez de la vida cristiana. Desde la propia experiencia podrá decir: «No venimos aquí a otra cosa. Así que, manos a la labor» (C 16,12). «Mirad que digo que todas lo procuremos, pues no estamos aquí a otra cosa, y no un año, ni dos sólo, ni diez» (C 18,3). «No estamos aquí a otra cosa, así que pelead como fuertes hasta morir en la demanda» (C 20,2).

Su disyuntiva: ser o no ser. Conoció sin embargo, durante algunos años, lo que era vivir altibajos en su camino de ser monja. Afloja en lo que prometió al hacer la profesión, hasta el punto de decir que «no parece, sino que prometí no guardar cosa de lo que os había prometido, aunque entonces no era esa mi intención» (V 4,3). Sufre la tentación de «andar como los muchos» (V 7,1). Resiste a la llamada de Dios, que la quiere para cosas más grandes. «No quería entender cómo muchas veces me llamabais de nuevo» (V 6,9). Anda buscando una vida distinta, «pues bien entendía que no vivía sino que peleaba con una sombra de muerte, y no había quien me diese vida, y no la podía yo tomar; y quien me la podía dar tenía razón de no socorrerme, pues tantas veces me había tornado a Sí y yo dejádole» (V 8,12).

Diagnóstico de su vida y de la vida religiosa de entonces. En su forcejeo por responder a la llamada y dar largas a «ser monja» coherente, tiene momentos de revisión de vida. Compara lo que profesó con la vida que está haciendo. Existe un claro contraste entre la promesa y la realidad. Descubre además que la respuesta tiene que ser personal y que no le basta que otras a su lado sirvan muy de veras y con mucha perfección al Señor o que en el monasterio se guarde toda perfección (V 7,3). Reconoce que, «como ruin, íbame a lo que veía falto y dejaba lo bueno» (V 5,1).

En el c. 7 de Vida hace un balance crítico de diez de sus años, que transcurren de los 25 a los 35 de edad (1540-1550). Además detalla aspectos pormenorizados de la vida religiosa que entonces se hacía y que dejaba bastante que desear. La crítica es doble: recae sobre ella misma y sobre algunos ambientes donde la relajación había hecho acto de presencia. Es fuerte con ella y no menos con la vida que se hacía en algunos monasterios. Teme a aquéllos «adonde no se guarda religión», es decir, donde no se cumple con lo exigido por la vida religiosa. Lo considera un «grandísimo mal» (V 7,5). Lo era y lo ha sido siempre. Con todo, años atrás, a Teresa le había dado a entender el Señor «que, aunque las religiones estaban relajadas, que no pensase se servía poco en ellas; que qué sería del mundo si no fuese por los religiosos» (V 32,11).

De la vida religiosa de entonces hace esta dura evaluación: «En un monasterio hay dos caminos: de virtud y religión, y falta de religión, y todos casi se andan por igual; antes mal dije, no por igual, que por nuestros pecados camínase más por el más imperfecto; y como hay más de él, es más favorecido. Úsase tan poco el de la verdadera religión, que más ha de temer el fraile y la monja que ha de comenzar de veras a seguir del todo su llamamiento a los mismos de su casa, que a todos los demonios; y más cautela y disimulación ha de tener para hablar en la amistad que desea tener con Dios, que en otras amistades y voluntades que el demonio ordena en los monasterios. Y no sé de qué nos espantamos haya tantos males en la Iglesia, pues los que habían de ser los dechados para que todos sacasen virtudes tienen tan borrada la labor que el espíritu de los santos pasados dejaron en las religiones» (V 7,5).

Pocas veces ha sido Teresa tan dura aludiendo a la vida religiosa. Habla desde lo que conoce y también desde la experiencia. Lo siente profundamente, no sólo porque hubo de sufrir en su propia carne las deficiencias en el «ser monja», sino porque esto repercutía en la misma Iglesia. Entonces, como ahora, «la misión de la vida religiosa es hacer presente a Cristo mediante el testimonio personal. ¡Este es el reto, éste es el quehacer principal de la vida consagrada! Cuanto más se deja conformar a Cristo, más lo hace presente y operante en el mundo de la salvación de los hombres» (VC 72b).

La salvó estar a la escucha. La vida religiosa es siempre una respuesta a una llamada a la santidad, al servicio del Señor, al amor, desde la práctica de los consejos evangélicos, desde la oración, desde la vivencia de la conversión plena, desde la renuncia de uno mismo para vivir totalmente en el Señor, para que Dios sea todo en todos (cf VC 35).

Esto era lo que Teresa veía claro antes de determinarse a ser ella misma. Había entrado en un monasterio para ser una monja coherente. No podía vivir de apariencias (V 7,1). Se estaba jugando el sentido de su vida: «ser monja». Dios se dirigía a Teresa de Ahumada, muy en concreto. Y la llamada de Dios se puede acallar o esquivar; se la puede resistir e incluso apagar o desconectarse del hilo con el que Dios se comunica con el hombre. Pero a lo que se resistía Teresa era más bien a ser monja sólo de nombre. Era consciente que Dios la perseguía. Y la vida religiosa sin dinamismo interior, sin fuerza renovadora, sin respuesta a la llamada, era vivir a su antojo, a base de comodidades, de búsquedas personales, de caprichos. Y eso no era vida. Había entrado para caminar y no para vivir parada, en indecisión permanente, esquivando riesgos o dificultades. Un día se encontró ante la necesidad de tener que decidirse. Pudo Dios. Teresa sucumbe a la evidencia.

En las disyuntivas de la vida, lo que salva es mantener la conexión con Dios, estando a la escucha de su palabra. «A Teresa la salvó el hecho de que, en derrota o en plena lucha, jamás dejó de escuchar. Jamás se insensibilizó a la llamada. Y por ahí fue conducida a la escucha y respuesta definitivas que introducirán su vida en una especie de plano inclinado a favor de la llamada divina, hasta darle paso sin reservas. Esa respuesta comenzó con un hecho de conversión. Extrañamente en el colmo de la lucha por ser fiel, Teresa llega a tocar el techo de la propia impotencia. No se basta a sí misma» (T. Álvarez, «Estudios Teresianos», III, 392, Burgos, 1996).

Vida religiosa es estar en Cristo y con Cristo

Cristo, punto de partida. En Vida (9,1-7) nos enseña cuál es siempre el punto de arranque de toda vida religiosa: convertirse a Cristo. Dios la llamaba a vivir en Cristo y con Cristo. Hasta que Cristo no entra de veras en la vida del vocacionado a la vida religiosa, se está a la deriva. Cristo es siempre centro, punto de referencia. Hoy todos calificamos a la vida religiosa de cristológica. El documento VC lo precisa una vez más diciendo: «La llamada del Padre se dirige a ponerse a la escucha de Cristo, a depositar en él toda confianza, a hacer de él el centro de la vida. En la palabra que viene de lo alto adquiere nueva profundidad la invitación con la que Jesús mismo, al inicio de la vida pública, les había llamado a su seguimiento, sacándolos de su vida ordinaria y acogiéndolos en su intimidad. Precisamente de esta especial gracia de intimidad surge, en la vida consagrada, la posibilidad y la exigencia de la entrega total de sí mismo en la profesión de los consejos evangélicos. Estos, antes que una renuncia, son una específica acogida del misterio de Cristo, vivida en la Iglesia» (VC 16a). Teresa aprende a vivir como monja practicando las lecciones que el mismo Cristo le dictaba. El era el libro donde ella aprendía a comportarse como consagrada. «Yo te daré libro vivo… Su Majestad ha sido el libro verdadero adonde he visto las verdades» (V 26,5).

Programa de T para «ser monja». Toda llamada espera siempre una respuesta. Cuando Teresa se rinde a Dios y centra su vida en hacer el camino de Cristo, cae en la cuenta de que «ser monja» es hacer de la vida una respuesta de amor a Jesucristo. Antes que cumplir con lo establecido o abrazar todos los trabajos que se presenten, está el amor de un Dios que llama y el de Teresa que responde. Nos habla de la postura que adopta y en la que se mantiene para ser de veras «monja»: No dejar de hacer nada cuando se trata de agradar a Dios (V 24,5); hacer todo lo que esté de su parte (V 32,7); proceder como enamorada de Cristo, dejando de lado cualquier amor que atenúe el amor a Cristo o que no pueda ser englobado en el amor primero (V 24,5-7; 37,4-5); «Libres quiere Dios a sus esposas, asidas a sólo él» (cta a Ana de Jesús, 30.5.1582, n. 8); decisión nueva y radical de «seguir el llamamiento que Su Majestad me había hecho a religión, guardando mi Regla con la mayor perfección que pudiese» (V 32,9); estimar y apreciar la vocación religiosa, teniendo por grandísima merced el haberla llamado a ser monja (C 8,2); vivir con alegría el ser monja (V 4,2) y manifestarlo en la pobreza más extrema (F 15,14); centrar la vida más en la fe, la esperanza y el amor que en una ascesis que tensiona (R 1); todo este programa de vida sólo le era posible poniendo la confianza en Cristo (V 9,3), determinándose a jugárselo todo (C 1,2).

Estos puntos, y otros que pudieran añadirse, aun expresando la postura de quien decide no seguir haciéndose la sorda a Dios, son consignas válidas para todo vocacionado. Ella se había propuesto vivir en estado de renovación permanente. Algo necesario a todo proceso vocacional. Aunque la vivencia de su vocación, desde el momento de su conversión, estuvo siempre favorecida por gracias místicas, no significa que su doctrina sea menos apropiada para los llamados a hacer el camino del seguimiento, aunque no hayan llegado a tal estado. Habla de lo que cree tiene que ser la vida religiosa; de lo que fue la suya y de cómo tiene que ser la de los seguidores de Cristo.

Por el camino del seguimiento

Alcance de la palabra «seguir». En el siglo dieciséis no se empleaba la palabra «seguimiento». Ni una sola vez aparece en los escritos teresianos. Sí se habla de «seguir a Cristo», que es más concreto. «Seguir», en la teología de la vida consagrada, es hacer los caminos de Jesús; significa adhesión total a su persona, en fe y en obediencia; es exigencia de fidelidad a su llamada y a su palabra; seguir a Jesús no es sólo adherirse a una enseñanza moral y espiritual, sino compartir su destino; supone desasimiento total: renuncia a la riqueza y a la seguridad, abandono de los suyos en cuanto pueden retrasar la entrega, no mirar atrás. Seguir hasta el sacrificio, incluso hasta la cruz, como en el caso de Cristo.

En este sentido entendió Teresa su vida y de esta forma la presenta a sus hijas, desde variadas formas, con textos como los siguientes: «Por este camino que fue Cristo han de ir los que le quieren seguir» (V 11,5). «Pensaba qué podría hacer por Dios. Y pensé que lo primero era seguir el llamamiento que Su Majestad que había hecho a religión, guardando mi Regla con la mayor perfección que pudiese» (V 32,9). «Da de muchas maneras a beber a los que le quieren seguir» (C 20,2). También conlleva: «Seguir en todo lo más perfecto» (R 41,3); «seguir en todo su voluntad» (C 18,10); «esforzarse en seguir lo mejor» (M 3,2,10); «determinarse a seguir aquel camino (de oración) con todas mis fuerzas» (V 4,7; 11,1); «servir al Señor» (V 7,4); «seguir en todo su llamamiento» (V 7,5); «seguir perfección» (V 11,2); «para no seguir mi llamamiento y el voto que había hecho de pobreza y los consejos de Cristo con toda perfección, que no quería aprovecharme de teología» (V 35,4). Seguir es caminar hacia el interior, estar a la escucha, responder en conformidad con la llamada que Dios hace, asemejarse a Cristo. Es también «poner los ojos en el Crucificado» (M 7,4,8), «en vuestro Esposo» (C 2,1), «en Cristo nuestro bien» (M 1,2,11). Seguir los consejos de Cristo no se compagina con querer mantener «muy entera nuestra honra y crédito. No es posible llegar allá, que no va por un camino (V 31,22). Seguir es creer, es decir, entregar la fe a Cristo y no contentarse con lo ya alcanzado. «Ahora comenzamos y procuren ir comenzando siempre de bien en mejor. Miren que por muy pequeñas cosas va el demonio barrenando agujeros por donde entren las muy grandes. No les acaezca decir: en esto no va nada, que son extremos. ¡Oh, hijas mías, que en todo va mucho como no sea ir adelante!» (F 29,32).

El seguimiento en «Camino». Quien quiera aprender a seguir a Cristo, lea y se adentre en las enseñanzas que Teresa expone en el Camino de Perfección. Aquí precisa lo que es la vida religiosa y cómo hay que vivirla para que cumpla con su misión dentro de la Iglesia. Es el vademecum de la vida religiosa y manual de iniciación para cuantos se arriesgan a hacer el camino de Cristo. Aunque con matices propios del Carmelo femenino, para el cual escribe el libro, lo que enseña es común y provechoso para todo consagrado. Texto clave es el que tenemos al principio del capítulo primero. Sintetiza en él lo que significa y el para qué de la vida religiosa: a) Sentido de la vida: servir a Dios. Su deseo es que vayan adelante en el servicio del Señor (C pról. 3). b) Objetivo concreto: defender a la Iglesia; c) Medios: poner la vida, vivir los consejos evangélicos, orar, hacerlo en compañía para hacer más fuerza. d) Garantía de éxito: confiar en Dios, «que nunca deja de ayudar a quien por él se determina a dejarlo todo».

Posturas y virtudes del seguimiento. En Camino se encuentran señaladas las posturas decididas y grandes virtudes del seguimiento:

a) Radicalidad evangélica. Una cosa tiene clara Teresa, que nadie puede llegar a ser, si de veras no se decide a tomar en serio el Evangelio. Es determinarse a darse del todo a Cristo (V 9,8). Se manifiesta fundamentalmente en la determinación de seguir la llamada con la máxima perfección posible: no hacer nada contra la voluntad de Dios (V 6,4). Pues «no se da este Rey sino a quien se da del todo» (C 16,5), «no vendrá el Rey de la gloria a nuestra alma si no nos esforzamos en ganar las virtudes grandes (C 16,6).

b) Pobreza evangélica personal y comunitaria. Sin restar importancia a la castidad y a la obediencia, la pobreza para la comunidad teresiana es la forma inmediata de presentarse en la Iglesia y en la sociedad. Si según la frase tan conocida de que si no hay obediencia, «es no ser monja» (C 18,7), habría que decir que sin verdadera pobreza es carecer de armas y sin armas no se puede conseguir la victoria, es decir, el objetivo que se propone el seguidor de Cristo. «Estas armas han de tener nuestras banderas, que de todas maneras lo queramos guardar: en casa, en vestidos, en palabras y mucho más en el pensamiento. Y mientras esto hicieren, no hayan miedo caiga la religión de esta casa» (C 2,8).

c) Amor mutuo. Es la ley evangélica fundamental. La comunidad, cuyos miembros no están unidos por el amor, o está enferma o en proceso de destrucción. Hay que seguir al «Capitán del amor, Jesús» (C 6,9). Este amor, llevado a todas sus exigencias, asegura la presencia de Cristo en medio del grupo (C 7,10). Garantiza además la paz y conformidad comunitaria. Siempre es aval de vida religiosa y señal del amor de Dios en cada uno (cf C 4-7 y M 5,3).

d) Abnegación evangélica. En ese «ser monja» entra de lleno, en la enseñanza teresiana, la norma evangélica de la abnegación. Se trata de «darse todas al Todo sin hacernos partes» (C 8,1). Es el «dejarlo todo» del Evangelio, «para seguirlo a él». Es desasirse de personas y cosas que impiden la libertad y sobre todo de las amarras interiores. De esta forma se impide instrumentalizar el seguimiento para el propio regalo (cf C 8-15). Escribe: «Determinaos, hermanas, que venís a morir por Cristo y no a regalaros por Cristo» (C 10,5).

e) Humildad. Es la virtud llamada a sobresalir en toda historia vocacional. La prueba definitiva de que la vida religiosa es conforme a la de Cristo.

Vida religiosa y misión

«Ser tales». Hay una expresión típica en el lenguaje de santa Teresa con la que quiere definir qué es «ser religiosa». Se trata de dos palabras: «ser tales». Expresión densa y rica de contenido. Había pensado muchas veces lo que era «ser monja». Y muy en concreto reflexionó, cuando se puso ante la misión que tenía el grupo del monasterio de San José de Ávila, formado por ella. Porque no se habían reunido allí sólo para rezar, para orar, para vivir aisladas del mundo o para llevar una vida austera y pobre. Esa vida por ella ideada tenía un objetivo concreto: servir a la Iglesia. Los males que ésta padecía ha­bían sensibilizado más a Teresa. No podía quedar inactiva. Para trabajar por la Iglesia como ella pensaba, las del grupo te­nían que «ser tales» «cuales yo las pintaba en mis deseos…, y que todas ocupadas en oración por los que son defensores de la Iglesia y predicadores y letrados que la defienden, ayudásemos en lo que pudiésemos a este Señor mío, que tan apretado lo traen a los que ha hecho tanto bien» (C 1,2).

Era consciente que el sentido de su vida como seguidora de Cristo había de centrarlo en servir a la Iglesia. Aquí estaba su misión. Toda vida religiosa que no misiona, no puede calificarse de tal. La misión para ella se inicia con el «ser tales». Comienza por conjugar el ser y el obrar, con el interceder por la Iglesia. Lo primero es el «ser», que «seamos algo» (C 3,1). Del «ser tales» depende el llevar a término la misión para la cual el Señor las juntó (C 3,1). Lo primero es «ser tales», porque, si no se es «monja», el fin no se consigue. «Ser tales» es un término que usa casi exclusivamente en Camino (1,2; 3,1.2.5; 27,6; 39,1, más en M 3,1,4), cuando imparte consignas y programa la vida que hay que hacer para responder a la llamada que Dios hace para cumplir con una misión de Iglesia. En pocas más ocasiones aparece en sus obras. «Ser tales los que están en la ciudad, como es gente escogida, que pueden más ellos a solas que con muchos soldados» (C 3,1); «Procuremos ser tales que valgan nuestras oraciones para ayudar a estos siervos de Dios» (C 3,2); «Ser tales que merezcamos alcanzar… que haya muchos bien dispuestos y que puestos en la pelea «puedan librarse de tantos peligros como hay en el mundo» (C 3,5).

Con fuerza de testimonio. «Ser tales» tiene en la Santa fuerza de testimonio convincente. Es presentar valores humanos y espirituales que el hombre de hoy está necesitando. Pero sobre todo es fuerza del Espíritu, que en el caso de los contemplativos, se extiende más allá de lo que el mismo contemplativo puede alcanzar. Es, como dice la VC, la forma de «hacer presente a Cristo en el mundo mediante el testimonio personal. ¡Este es el reto, éste es el quehacer principal de la vida consagrada! Cuanto más se deja conformar con Cristo, más lo hace presente y operante en la salvación de los hombres» (VC 72b). «La vida consagrada es una prueba elocuente de que, cuanto más se vive a Cristo, tanto mejor se le puede servir en los demás, llegando hasta las avanzadillas de la misión y aceptando los mayores riesgos» (ib 76).

Teresa de Jesús, en este momento de Iglesia, diría a todos los consagrados y con más fuerza a los contemplativos, que la vida religiosa hay que hacerla más desde el «ser» que desde el «hacer». Que no estaría bien pretender construir un mundo mejor, dejando el mundo del espíritu sin descubrir o a medio hacer. «Ahora comenzamos y procuren ir comenzando siempre de bien en mejor» (F 29,32).

Evaristo Renedo

Vida, Libro de la

El Libro de la vida es el primer gran escrito de T. Es también el más denso. El más rico en datos autobiográficos. Por ello se lo conoce como la “autobiografía” de la Santa. Indispensable para conocer su vida mística y el comienzo de su actividad fundadora.

El autógrafo de “Vida”

Se conserva íntegro en la Real Biblioteca de San Lorenzo del Escorial, con la signatura Vitrina 26. Es un códice cartáceo de 210 x 295 mm. Con un total de 201 folios numerados, pero en realidad con un total de 450 páginas. Sin título original. Lo suplió el Bibliotecario, P. José de Sigüenza, en una de las páginas iniciales, añadidas al encuadernar el manuscrito en El Escorial: “La Vida de la madre Teresa de Jesús / escrita de su misma mano. Con una aprobación / del padre M. Fr. Domingo Báñez su confesor / y Cathedrático de Prima en Salamanca”. En su edición príncipe (Salamanca 1588), fray Luis de León lo tituló: “La vida de la Madre Teresa de Jesús y algunas de las mercedes que Dios le hizo, escritas por ella misma, por mandado de su confesor, a quien lo envía y dirige”. Hacia el fin de su vida, la autora escribe: “Intitulé este libro «de las misericordias de Dios»” (cta 415,1: de 1581).

El manuscrito teresiano consta de: a) varias páginas iniciales, blancas y n.n., añadidas por el encuadernador de El Escorial; b) sigue un folio con el prólogo del libro en el reverso del mismo; c) a continuación, los 40 capítulos de la obra (ff. 0 – CCI r) concluidos con una especie de epílogo al final del c. 40, 23-24; d) sigue todavía la “carta de envío” (f. CCI r-v), dirigida probablemente al P. García de Toledo, sin encabezamiento ni fecha, si bien en data tardía añadió al final de la página: “+ acabóse este libro en junio año de / 1562”: datación enmendada a renglón seguido por Domingo Báñez, que anotó: “Esta fecha se entiende de la primera vez que le escribió la madre Teresa de Jesús sin distinción de capítulos. Después hizo este treslado. Y añadió muchas cosas que contecieron después desta fecha…”; e) siguen todavía los folios CCII-CCIV, con la censura oficial de Domingo Báñez para la Inquisición, “fecha en el Colegio de San Gregorio de Valladolid, en 7 días de julio de 1575 años”.

Externamente refleja mal el estado en que se hallaba al salir de manos de la autora: ha sido encuadernado en piel, recubierta de tela floreada. Y ligeramente reducido de formato por la cuchilla del encuadernador, que mutiló parcialmente alguna de las anotaciones del margen lateral externo.

Composición e historia del manuscrito

El Libro de la vida ha sido redactado dos veces. Primero en Toledo, el año 1562, en el palacio de D.ª Luisa de la Cerda. Luego rehecho y ampliado en San José de Ávila, probablemente en 1565. Sólo esta segunda redacción ha llegado hasta nosotros. La primera se ha perdido. Ya anteriormente, hacia 1560-1563, los confesores y asesores de la Santa la habían obligado a poner por escrito el balance de su vida, “los bienes y males”, es decir, sus gracias místicas y su lucha ascética, para emitir un juicio sobre ellas (V 23,11-12). De aquellas “relaciones” primerizas, algunas han llegado hasta nosotros (cf las Relaciones 1-3). En ese clima y por probable iniciativa de los confesores, escribió ella el libro por vez primera: “cierta relación de mi vida”, la llamará en el prólogo del Camino (n. 4).

La decisión de escribirlo de nuevo, la tomó ella así: “Habrá como trece años, poco más o menos [escribe a fin de de 1575 o principio del 1576], después de fundado San José de Ávila…, fue allí el Obispo que es ahora de Salamanca, que era inquisidor…, que se llama Soto;… y díjole también, como la vio tan fatigada, que lo escribiese todo y toda su vida, sin dejar nada, al Maestro Ávila…, y que con lo que [éste] le escribiese se sosegase” (R 4,6). Es cuanto sabemos de los orígenes de nuestro libro, escrito por mandato de “mis confesores”, como ella recordará en el prólogo (n. 2; y cf C pról. 4), si bien añadiendo que lo ha escrito por moción interior: “esta relación que mis confesores me mandan, y aun el Señor sé yo lo quiere muchos días ha, sino que yo no me he atrevido” (ib). En resumen, Teresa escribe su libro por sugerencia del inquisidor Soto, por mandato de sus confesores, y bajo el misterioso impulso del maestro interior.

Pero más importante para la comprensión del libro es el paisaje interior de la escritora, que “cuando esto escribe” está haciendo la travesía de la fase más incandescente de su vida mística: misteriosamente herida, acosada por deseos impetuosos, convencida de que la intensidad de sus experiencias está a punto de romperle la tela de la vida: “Yo bien pienso… si va adelante como ahora, que se acabe con acabar la vida” (V 20,13). De suerte que concluye el relato en tensa espera del acontecimiento inminente. “Ahora no me parece hay para qué vivir… Dame consuelo oír el reloj, porque me parece me allego un poquito más para ver a Dios de que veo pasada aquella hora de la vida” (V 40,20). “Hame dado una manera de sueño en la vida, que casi siempre me parece estoy soñando lo que veo” (V 40,22). Y en el epílogo del relato: “De esta manera vivo ahora, señor y padre mío. Suplique vuestra merced a Dios o me lleve consigo o me dé cómo le sirva” (ib 23).

Pinceladas que no sólo definen el ‘status’ de la autora, sino la exaltación e incandescencia de ciertas páginas en que, como ella dice, “sale de términos” (16,6) e intenta arrebatar al lector a la zona de la trascendencia. De ahí el patetismo de ciertas narraciones, el místico lirismo de los pasos en que interrumpe el relato para ponerse al habla con Dios, a vista del lector, o bien prosigue la narración a dos bandas, contándola al lector y diciéndola a Dios. Así, por ejemplo, en un mismo contexto: “oh verdadero Señor y gloria mía, qué delgada y pesadísima cruz tenéis aparejada a los que llegan a este estado…” (16,5), y acto seguido: “¡Oh hijo mío, sea sólo para vos algunas cosas de las que viere vuestra merced salgo de términos!… Suplico a vuestra merced seamos todos locos por amor…” (16,6).

La historia posterior del libro ha sido relativamente azarosa. Podemos recordarla al por mayor. Consecuente con lo proyectado, la autora misma entrega su manuscrito a los teólogos asesores del relato, quizá en primer lugar los dominicos García de Toledo y Domingo Báñez (había muerto ya un tercer dominico, Pedro Ibáñez, sumamente interesado en el escrito), o bien quizás pasó de mano en mano a “los cinco que al presente nos amamos en Cristo” (16,7), entre los cuales figuraban, además de los mencionados, el sacerdote abulense Gaspar Daza, y “el caballero santo”, Francisco de Salcedo. Lo cierto es que cuando la autora escribe para sus monjas de San José el Camino de perfección, el Libro de la Vida sigue en poder de Domingo Báñez, reacio a entregarlo a la lectura de las novicias y monjas jóvenes del nuevo Carmelo (CE 73,6). Luego lo hace llevar al Maestro de aquella hora, san Juan de Ávila, en Montilla (1568). Este lo lee y se lo devuelve acompañado de una carta magistral, de evaluación y discernimiento: evaluación del escrito, que “no está para salir a manos de muchos, porque ha menester limar las palabras en algunas partes. En otras, declararlas”. Y discernimiento de las experiencias autobiográficas narradas en él: “No veo por qué condenarlas. Inclínome más a tenerlas por buenas… Vuestra merced siga su camino” (Obras completas de san Juan de Ávila, en BAC, tomo V, 1970, pp. 573-576). Carta del Santo, firmada en Montilla, el 12 de septiembre de 1568, pocos meses antes de fallecer el autor (10.5.1569). Obviamente, los reparos puestos al escrito teresiano apuntaban al acecho de la Inquisición, que poco antes había condenado el “Audi Filia” del propio san Juan de Ávila.

De hecho no pudo evitar al libro ese escollo. Denunciado a la Inquisición en 1574 por la intrigante princesa de Eboli y por otros, ya en 1575 el supremo tribunal pide informe sobre Iñigo de Loyola y sobre Teresa de Jesús, y en febrero de ese año secuestra el Libro de la Vida. Por fortuna para la autora, en el tribunal de Madrid está presente el inquisidor Francisco de Soto y Salazar, el mismo que años atrás había aconsejado su redacción y envío a Montilla, y que ahora es ya obispo de Salamanca. El libro es sometido a la censura de Domingo Báñez, que lo aprueba a 7 de julio de ese año. Con todo, la obra teresiana no saldrá de la prisión inquisitorial hasta después de muerta la autora. Sólo en 1586, una discípula de la Santa, Ana de Jesús, logra rescatar el autógrafo teresiano, para ponerlo en manos de fray Luis de León, quien lo edita por vez primera en Salamanca al frente de “Los libros de la Madre Teresa de Jesús”, el año 1588. Cuatro años después, el autógrafo de Vida ingresaba en la Biblioteca del Escorial, requerido por Felipe II. Y en ella sigue hasta el presente.

La edición de fray Luis tuvo el mérito de lanzar al gran público el escrito de la Santa: traducido al italiano (Roma 1599), al francés (París 1601), al latín (Maguncia 1603), etc. El autógrafo teresiano ha sido reproducido dos veces en facsímil: en Madrid, 1873-1874, “por la Sociedad Fototipográfica Católica, bajo la dirección del Dr. Don Vicente de la Fuente”; y en Burgos 1999, bajo la dirección de Tomás Álvarez: tres volúmenes; facsimilar el primero, “transcripción paleográfica el segundo” y “nota histórica el tercero” (Burgos, Edit. Monte Carmelo ).

Contenido del libro

Corresponde al proyecto inicial, dictado por Soto y Salazar y por los confesores mandatarios: T escribe un relato intencionadamente sesgado de su propia vida, con particular atención a la componente mística de la misma, es decir, al “modo de oración y las mercedes que el Señor me ha hecho” (pról. 1). De ahí que su autobiografía difiera netamente de las autobiografías espirituales clásicas, como las Confesiones de san Agustín o el relato de san Ignacio de Loyola. La narración de T incluye un largo tratado doctrinal (casi una cuarta parte del libro) y con él pone de manifiesto la intención didáctica o teológica de la narración. Contará su historia pero como historia de salvación y lo hará en una extensa “relación” que será a la vez verdadera teología narrativa.

Podemos apuntar la serie de planos que se suceden y sobreponen en el relato, distinguiendo por un lado la secuencia estrictamente narrativa; y por otro, los intervalos doctrinales.

La narración comienza con datos históricos elementales –como el hogar y la familia–, se eleva al plano místico –gracias recibidas–, y regresa a la derivación de las gracias místicas sobre la historia concreta, poniendo en marcha su misión de fundadora. Distribuye así los planos del relato:

1º relato ascético: jornada primera de su vida, desde la inserción en el tejido familiar hasta su definitiva conversión, pasando por los avatares de adolescencia y juventud, enfermedades y crisis de vida religiosa. Desde el capítulo 1º, hasta el capítulo 9, en que refiere su conversión. El capítulo 10 servirá de enlace con la sección siguiente. Pero la narración queda momentáneamente interrumpida por el tratadillo doctrinal de los grados de oración, anticipo de un posible parámetro para entender su vida futura.

2ª jornada: ingreso y progreso en la vida mística, vida nueva (23,1), primeras experiencias “sobrenaturales” (c. 23), purificación del corazón en el primer éxtasis (c. 24), encuento con la Humanidad de Cristo, “libro vivo” (c. 26) y persona realmente presente en su vida psicológica (c. 27), heridas de amor y transverberación (c. 29), profunda humildad (cc. 30 y 31). El relato ocupa los capítulos 23-31.

3ª jornada: de la fundadora. Las gracias místicas referidas en la sección anterior revierten ahora en una típica misión a favor de las hermanas que ponen en marcha el nuevo Carmelo. Teresa cuenta los avatares de la fundación en los capítulos 32-36, que en su intención debían finalizar el libro: de ahí la especie de epílogo al final del capítulo 36,29. La autora ha previsto varias veces la posibilidad de que uno de los censores –P. García de Toledo– lo rompa o lo arroje al fuego. Le ruega, por tanto, que “si le pareciere romper lo demás que aquí va escrito, lo que toca a este monasterio [los cc. 32-36] lo guarde y, muerta yo, lo dé a las hermanas” (36,29).

4ª Finalmente, los mismos que le mandaron escribir la deciden ahora a completar el relato (c. 37,1) con una serie de episodios místicos de su mundo interior, en la jornada que actualmente está viviendo. “Miro como desde lo alto”. “Me ha dado una manera de sueño en la vida, que casi siempre me parece estoy soñando lo que veo” (40,22). Y termina: “De esta manera vivo ahora, señor y padre mío…” (40,23).

La franja doctrinal se va entreverando en la narración. Primero se inserta todo un tratado sobre los grados de oración; se lo coloca entre la primera y la segunda jornada del relato, cc. 11-21. Es ahí donde la Santa elabora el símil del huerto del alma y las cuatro maneras de regarlo. La razón de ese desplazamiento de la narración a la doctrina, es ofrecer al lector claves de comprensión de las gracias místicas que referirá enseguida (c. 11,6). El esquema de las cuatro maneras de regar el huerto corresponde efectivamente a todo el trazado narrativo del libro.

Aparte ese tratado, T se detiene una y otra vez a formular criterios de discernimiento entre lo místico y lo enfermizo o lo estrambótico. Así, por ejemplo, al tener que referir las hablas místicas, dará criterios para discernirlas de los fenómenos patológicos y paranormales: c. 25. O el capítulo 22, dedicado íntegramente a razonar la importancia de la Humanidad de Cristo en las altas fases de vida espiritual. A la vez que va narrando, le interesa garantizarse a sí misma y al lector la autenticidad y calidad de lo narrado. Ocurre especialmente en los capítulos de la etapa mística. La suya es una narración interpretada y garantizada.

Valoración del libro

Hemos notado ya que Vida es el más denso y rico de los escritos teresinos. Y que ocupa un puesto de alto relieve en el concierto de la espiritualidad cristiana o incluso universal. Entre los aspectos más valiosos del libro podemos destacar dos. Uno literario y el otro doctrinal. A saber:

A nivel meramente literario, Vida es un incomparable documento de la lengua castellana al promediar el siglo XVI. Teresa es fiel testigo de la evolución de la lengua en ese momento. Su narración, e incluso el cuadro gráfico del autógrafo son fiel reflejo de la lengua hablada por el pueblo en el corazón de Castilla, en un momento en que la casi totalidad de los libros reflejan más bien la lengua culta con su propensión latinizante. Las flexiones del relato, el ensamblaje de los dos planos narrativo –el externo y el introspectivo místico–, el patetismo del relato en ciertos trances, lo hacen absolutamente original.

Pero es mucho más alto su valor religioso. El relato de T testifica con fuerza y nitidez la presencia de Dios en su vida. Afirmar esa presencia amorosa es la razón suprema de todo el libro. Para eso escribe ella, no para hacer literatura, sino para informar al lector –creyente o no– de que Dios se ha hecho inequívocamente presente en su vida. Baste un pasaje cualquiera: “Muchas veces he pensado, espantada de la gran bondad de Dios, y regaládose mi alma de ver su gran magnificencia y misericordia. Sea bendito por todo, que he visto claro no dejar sin pagarme, aun en esta vida, ningún deseo bueno…” (4,10).

BIBL. – T. Álvarez, Nota histórica, en la edición facsímil de «Vida» II (Burgos 1999), 505-645.

T. Álvarez

Virtudes

Santa Teresa de Jesús nunca se puso a decirnos, con los «letrados», que la virtud es «un hábito operativo bueno» y que algunas tienen un origen bíblico, pero que su clasificación teológica posterior se inspira en la filosofía griega.

  1. ¿Qué es virtud para Teresa?

Para ella todo lo bueno que se haga o se sufra por Dios es virtud. Y de vez en cuando irá enumerando sin orden esas «cosas buenas».

Así, cuando ella evoca los primeros recuerdos de su niñez e infancia nos hablará de personas de «muchas virtudes» o «virtuosas», sin más especificación: sus familiares, sus formadoras, muchas monjas.

Y al hablar de la enfermedad que la dejó «tan tullida», dirá: «vi nuevas en mí estas virtudes». Y luego las enumerará: confesión frecuente, paciencia, entender qué es amar a Dios, no hablar mal de nadie (V 6,2-3); «apartarme muchas veces a soledad a rezar y leer, mucho hablar de Dios, amiga de hacer pintar su imagen en muchas partes, y de tener oratorio y procurar en él cosas que hiciesen devoción, no decir mal, otras cosas de esta suerte» (V 7,2), «desear servir a Dios» (V 39,19), «tener lágrimas cuando rezaba», «gran conformidad» y «gran alegría» «con la voluntad de Dios, aunque me dejase así siempre», «estar a solas en oración» (V 6,2-3), «gran desasimiento», «fortaleza», «amor de Dios», «fe viva» (V 9,6), «soledad y silencio» (V 13,7), «perdonar» (C 36,12), «penitencia», «oración, «grandes limosnas y caridad», «muy buen entendimiento y valor» (F 31, 8).

Otras veces, después de estas especificaciones, añadirá: «y otras muchas virtudes» (V 13,7), «y todas las demás virtudes grandes» (V 9,6). Pero dará preferencia a unas cuantas: «humildad y mor­tificación y desasimiento», «amor y temor de Dios» (C 17,4); «gran obediencia» (C 18,7), «santa pobreza» (C 2). Y, al final, resumirá todas a las tres «soberanas virtudes»: «la una es amor unas con otras; otra, desasimiento de todo lo criado; la otra, verdadera humildad» (C 4,4; 10,3). Todas ellas tienen un trato particular en este diccionario.

  1. Virtudes y oración

Para santa Teresa de Jesús oración, en cualquiera de sus modalidades, es siempre un encuentro de amigos: Dios que ama desde siempre y el orante que quiere responder a ese amor. Ambos amantes quieren que ese encuentro, no tenga lugar tan sólo en unos momentos «programados» o en sitios determinados, sino siempre. La razón es muy sencilla: «el verdadero amante en toda parte ama y siempre se acuerda del amado. ¡Recia cosa sería que sólo en los rincones se puediese traer oración!» (F 5,16).

En este sentido, oración y virtudes tienen una estrecha relación. Normalmente, el termómetro del amor (oración) y sus manifestaciones (virtudes) tienen que ir de la mano. Es ley de amor. Lo sabe Teresa: «¿Esconderse? ¡Oh, que el amor de Dios –si de veras es amor– es imposible!… Si es poco, dase a entender poco, y si es mucho, mucho; mas poco o mucho, como haya amor de Dios, siempre se entiende» (C 40,3).

a) Virtudes y grados de oración. La catequesis teresiana sobre la oración adquiere plasticidad y cercanía en su libro Vida, con su comparación de modos de regar el huerto. Aquí la relación oración-virtudes es real y bellísima. Dios «arranca las malas hierbas y ha de plantar las buenas». Al hortelano (orante) se le pide bien poco: «procurar, como buenos hortelanos, que crezcan estas plantas y tener cuidado de regarlas, para que no se pierdan, sino que vengan a echar flores que den de sí gran olor, para dar recreación a este Señor nuestro, y así se venga a deleitar muchas veces a esta huerta y a holgarse entre estas virtudes» (V 11,6).

En un principio el orante tiene que procurar sacar agua del pozo, haya o no haya agua, cueste mucho o poco. Luego el trabajo va a resultar cada vez más fácil y sabroso. Finalmente, el orante descansa y Dios lo hace todo, enviando su lluvia fecundante (V 11-22; 38,11).

Según se pasa de un grado a otro crecen «las virtudes muy más sin comparación que en la oración pasada» y «quedan más fuertes» (V 14,5, 17,3). El orante hortelano ve el fruto de sus intentos de regar, pues Dios, mejor regador que él, ha dejado «tan crecidas las virtudes», que incluso «de aquel gozo y deleite participa el cuerpo» (V 17,8).

Claro está que Dios y el orante cooperan, cada uno en su medida: «Suplicábale aumentase el olor de las florecillas de virtudes … Entonces es el verdadero escardar y quitar de raíz las hierbecillas, aunque sean pequeñas, que han quedado malas» (V 14,9).

b) Libertad de Dios. Sin embargo, a pesar del caminar conjunto de los grados de oración y las virtudes, Dios siempre se ha manifestado libre ante nuestros cortos esquemas. Y Teresa reconoce que Dios «sin agua sustenta las flores y hace crecer las virtudes» (V 11,9). Luego añade: «Y yo, aunque en las mercedes de Dios estaba adelante, estaba muy en los principios en las virtudes y mortificación» (V 23,9).

Pablo de Tarso será un ejemplo de esa gratuidad de Dios. En efecto, puede haber personas «del todo perdidas» y «en mal estado y faltas de virtudes». Y dar Dios a alguna «gustos y regalos y ternura que la comienza a mover los deseos, y aun pónela en contemplación algunas veces» (C 16,4).

A fin de cuentas, virtudes y caminos orantes son regalo de Dios. Lo sabe Teresa: Él «hace que resplandezca una virtud que el mismo Señor pone en mí, casi haciéndome fuerza para que la tenga» (V 4,10), pues Dios es «la verdadera virtud, de donde todas las virtudes vienen» y «nuestra virtud es virtud» (V 14,5; 1M 2,1).

c) Criterio de discernimiento. La presencia de virtudes es un criterio evangélico de discernimiento muy citado por Santa Teresa. Lógicamente, este criterio tiene lugar en el tema central de los escritos teresianos: los caminos orantes, como relación de amor con Dios. Y la presencia de las virtudes de humildad y amor al prójimo irá marcando todo el itinerario de la perfección. Y el principio vale para todo el abanico de la oración general y para la oración de unión en particular.

Teresa ironiza: «Cuando yo veo almas muy diligentes a entender la oración que tienen y muy encapotadas cuando están en ella, …háceme ver cuán poco entienden del camino por donde se alcanza la unión y piensan que allí está todo el negocio. Que no, hermanas, no, obras quiere el Señor». Y esas obras son: aliviar al enfermo, compartir su dolor, ayunar para que otro coma, no tener envidia, no criticar. «Esta es la verdadera unión con su voluntad» (M 5,3,11). Son obras que se cristalizan en el amor a Dios y al prójimo. «Guardándolas con perfección, hacemos su voluntad, y así estaremos unidos con él». Y el amor a Dios, en resumidas cuentas, se reduce al amor al prójimo (M 5,3,7-9).

  1. «Virtudes fingidas»

Es un tema muy reflexionado y experimentado por Teresa de Jesús, tanto en la vida orante como fuera de ella. La soberbia solapada, el deseo profundo de protagonismo, la vanagloria y otros motivos, en más de una ocasión puede hacer creer equivocadamente al cristiano que posee virtudes.

La Santa repetirá machaconamente que toda virtud tiene que ser probada «con su contrario» (V 31,19) y avalada con la presencia de las «virtudes grandes». En ellas aparecen unas «señales que parece los ciegos las ven» (C 40,1-5). Señales que, a la larga, se centrarán en querer negar nuestro egoísmo y hacer la voluntad de Dios, sin «que queramos nosotras que se haga nuestra voluntad sino la suya» (M 3,2,6).

Y va a aducir algunos ejemplos de virtudes de cartón que en la primera ocasión se hacen añicos: paciencia, pobreza de espíritu, amor al prójimo, humildad; pero terminará añadiendo: «y todas las virtudes» (C 38,8-9; M 5,3,9).

Con «tener hábito de religión» (M 3,2,6), o «guardarse de ofender al Señor» puede parecer que todo está hecho. «¡Oh!, que quedan unos gusanos que no se dan a entender hasta que… nos han roí­do las virtudes con un amor propio, una propia estimación, un juzgar los prójimos, aunque sea en pocas cosas, una falta de caridad con ellos, no los queriendo como a nosotros mismos» (M 5,3,6).

Este panorama se vuelve aún más lúgubre, al estar las virtudes íntimamente unidas entre sí. Y así, entre un follaje aparente de virtudes, «un punto de hora», un egoísmo escondido o camuflado, falsifica todas las demás (V 31,20). Para Teresa es un principio experiencial muy preocupante: «Si no quitan esta oruga, que ya que a todo el árbol no dañe, porque algunas otras virtudes quedarán, mas todas carcomidas» (V 31,21). «Faltar algo en una virtud basta a adormecerlas todas» (V 36,16).

  1. «Holgarse entre estas virtudes»

Teresa de Jesús no quiere que la práctica de las virtudes tenga colores de asceta cariacontecido, sino un rostro atractivo, alegre y evangélicamente perfumado, porque son regalos de Dios a corazones abiertos, que anda «mirando y remirando por dónde» puede atraernos a Sí (cf V 2,8; Mt 6,7): «Procurad ser afables y entender de manera con todas las personas que os trataren, que amen vuestra conversación y deseen vuestra manera de vivir y tratar, y no se atemoricen y amedrenten de la virtud» (C 41,7).

La presencia de las virtudes es objeto de gozo para Dios y de felicidad para quien las practica, pues Dios viene «a deleitar muchas veces a esta huerta y a holgarse entre estas virtudes» (V 11,6.11), señoras de todo lo criado, emperadoras del mundo, libradoras de todos los lazos y enredos» (C 10,3).

F. Malax

Alma

Se tratarán los puntos siguientes: 1. Léxico y concepto. – 2. Experiencia mística del alma. – 3. Simbología. – 4. Estructura del alma.

1. Léxico y noción. – “Alma” en el léxico teresiano tiene las acepciones corrientes del lenguaje popular religioso de su tiempo. Utiliza ese vocablo más frecuentemente que el arcaizante “ánima”. “Alma” designa, en general, la componente espiritual de la persona humana, en contraposición a “cuerpo”, su componente material. A T la ha librado san José de peligros “así de cuerpo como de alma” (V 6,6). A su padre don Alonso, moribundo, lo asiste ella “estando más enferma en el alma que él en el cuerpo” (V 7,14). Por ser la porción más noble y permanente del compuesto humano, “alma” designa con frecuencia a la persona misma: “Gran mal es un alma sola entre tantos peligros” (V 7,20). “Alma descontenta es como quien tiene gran hastío” (C 13,7). El plural “almas” mantiene el significado corriente en el uso religioso: las personas en cuanto destinatarias de la salvación del Señor Jesús: “Millones de almas que se perdían” en las Indias (F 1,7). “Ímpetus grandes de aprovechar almas” (V 36,26). “Verme aquí metida, con almas tan desasidas” (V 36,26).

Las mismas flexiones semánticas, con pequeños matices psicológicos y religiosos, tiene en sus escritos el vocablo “ánima/s”. Lo reserva con frecuencia para designar el alma después de la muerte: “ánimas de purgatorio” (V 11,7). “Me acaeció una noche de las ánimas” (V 31,10). Pero lo normal es utilizarlo como sinónimo de alma-persona, o de alma porción espiritual del compuesto humano. “Fortaleza de ánima” (V 11,13). “Oh ánima mía” (V 5,110).

Desde esa concepción popular del ser humano, apoyada en los textos paulinos (Ef 4,4; 1 Tes 5,23) y en la liturgia, T habla del cuerpo como cárcel del alma, y de ésta como encarcelada en él mientras dure su condición terrena: “participa esta encarceladita de esta pobre alma de las miserias del cuerpo” (V 11,15). Y más poéticamente: “…estos destierros, / esta cárcel y estos hierros / en que el alma está metida” (Po 1,13). Como san Pablo, dice ella, el alma clama por la liberación (Rom 7,24: V 21,6), o por “la salida del cuerpo” (V 21,6; Po 1, 3: “esperar la salida”). En cada éxtasis, el alma pugna por “arrancarse” de él (V 29,8; 32,2; cf el “arrancamiento del alma” de que habla en M 5,1,4). Dentro de él se siente “herida” (V 29,11). Y en ciertos momentos de su experiencia mística no sabe –como san Pablo–- si le acaecen en el cuerpo o fuera del cuerpo (V 20,3; 38,17; R 5,11; M 6,5,7-8). Pero de hecho las gracias místicas van “ensanchando poco a poco” el alma (C 29,12).

El alma atraviesa situaciones y estados múltiples. El alma “crece”, aunque no como el cuerpo (V 15,12: “de verdad crece”). Tiene ojos, diversos de los sentidos corporales y del propio entendimiento (“vile con los ojos del alma, más claramente que le pudiera ver con los del cuerpo”: V 7,6; cf 30,4; 38,23…). En los arrobamientos “parece no anima el alma al cuerpo” (V 20,3). A veces, de lúcida y sana, el alma pasa a ser flaca y enferma. Teresa habla de “ánimas animosas” (V 13,2; 19,2), “determinadas y animosas” (CE 39,4), “alma señora en su reino” V 31,12). Y, por el contrario, de “almas desalmadas”, que a sí mismas se sirven la mentira (V 25,8).

Desde esa especie de visión dicotómica de alma/cuerpo, a T le resulta normal encararse con la propia alma y entablar diálogo con ella: “paréceme fuera bien, oh ánima mía, que miraras del peligro que el Señor te había librado” (V 5,11). “Alégrate, ánima mía”. “Oh ánima mía, bendice para siempre a tan gran Dios” (E 7,3; 3,2). “Entonces, alma mía, entrarás en tu descanso, cuando te entrañares con este sumo bien” (E 17,5). Pasajes típicos por el insólito recurso al tuteo de T con la propia alma.

Lo que ha hecho posible ese diálogo de la escritora con la propia alma es la contraposición de los dos estratos de la persona: el exterior y el interior. Exterior es el cuerpo, la palabra, el razonamiento de quien escribe, los sentidos, todo lo instalado en la superficie de sí mismo. En cambio, el alma es la interioridad de la persona, lo hondo de uno mismo, velado de misterio y envuelto en silencio. La interlocución va siempre desde la superficie a esa zona de silencio que T designa como “lo interior” (V 4,8; 18,14; 20,1; C 3.3; 12,1…), con clara contraposición de exterior-cuerpo e interior-alma (C 13,7; CE 53,3; V 34,11). La impresión de hondura, a modo de capas infrapuestas, se traduce en textos como “lo muy interior” (V 27,6; 40,6), “lo muy muy interior”, “una cosa muy honda que no sabe decir (T.) cómo es” (M 7,1,7). De ahí su consigna: “No nos imaginemos huecas por dentro” (C 28,10).

Ese relativo bagaje informativo sobre la propia alma tendrá, con el tiempo y la experiencia, desarrollo creciente. Lo que no resulta fácil es precisar las fuentes de ese saber. Fuente primordial hubo de ser la catequesis casera, enriquecida más tarde con la formación juvenil en Santa María de Gracia, y sobre todo con las pláticas espirituales de la Encarnación y las asiduas lecturas personales de Teresa. Habría que recorrer uno a uno los libros mencionados por ella en Vida, para espigar los datos que fueron sumándose a su saber. Probablemente T meditó capítulos selectos del Cartujano sobe el alma de Cristo en su relación con el cuerpo y con la divinidad del Señor. Pero todo parece indicar que el filón informativo de fondo proviene de san Agustín a través de la lectura de las Confesiones (V 9,7), especialmente de los capítulos 7-27 del libro 10º, o bien el capítulo 6, n.11 del libro 3º. De él pasó a T el concepto, genérico pero fundamental, del alma como interioridad del hombre: “lo muy interior del alma…, lo dice san Agustín…” (V 40,6; C 28,2; M 4,3,3; 6,7,9).

Lo que sí resulta evidente es el interés de Teresa por el alma. Ella no puede pensarse a sí misma sin referirse a ese ámbito interior en que espacia el alma. A causa de sus enfermedades crónicas, T sufre la presión del cuerpo, tiene fuerte consciencia de su presencia e imponencia. Pero el primer plano de presencia a sí misma lo ocupa el alma, con todo su arsenal de pensamientos, deseos, fantasías, potencias y sentidos (“los ojos del alma”), goces e insatisfacciones. Es sugestiva la estampa de T mirando ese bullir de cosas que hay dentro de sí misma: “…que el entendimiento no parece sino un loco furioso que nadie le puede atar… Algunas veces me río.. y estoyle mirando y déjole a ver qué hace, y –gloria a Dios– nunca va a cosa mala sino indiferentes; si algo hay que hacer aquí y allí y acullá…” (V 30, 16). Se ha llamado “socratismo teresiano” a esa tensión de Teresa por conocer su alma. Como en el Alcibíades de Platón, a ella le resulta imposible conocerse sin conocerla. “Apenas deben llegar nuestros entendimientos, por agudos que fueren, a comprenderla” (M 1,1,1). Ahí radica el planteamiento del Castillo Interior. “No es pequeña lástima y confusión…que no nos entendamos a nosotros mismos ni sepamos quién somos” (ib 2). “Cierto, veo secretos en nosotros mismos que me traen espantada muchas veces… Y andamos acá como unos pastorcillos bobos…” (M 4,2,5).

En ese humus de atisbos y buceos brotó y floreció su experiencia mística del alma.

2. Experiencia de la propia alma. – En la vida mística de T es característica su experiencia de la propia alma. En el concierto de sus experiencias místicas –de Cristo, de Dios Trinidad, de la Iglesia, la gracia, el pecado, la Palabra, la Eucaristía– el alma hace de telón de fondo, o de envase receptor de todas esas experiencias, sencillamente por ser percibidas como “vida”, o como “historia de salvación”: el alma es el sujeto portante. No es fácil establecer un guión cronológico de la serie de “experiencias” que se van sobreponiendo en el haber de T. Baste regresar a los pasajes testificales más clásicos:

a) En las últimas páginas del Libro de la Vida (cap. 40: escrito a finales de 1565), T describe minuciosamente una de sus experiencias simbólicas: “Estando una vez en las Horas con todas, de presto se recogió mi alma, y parecióme ser como un espejo claro toda, sin haber espaldas ni lados ni alto ni bajo, y en el centro de ella se me representó Cristo nuestro Señor como le suelo ver. Parecíame en todas las partes de mi alma le veía claro como en un espejo, y también este espejo –yo no sé decir cómo– se esculpía todo en el mismo Señor por una comunicación que yo no sabré decir, muy amorosa” (40, 5 y cf los nn. ss.). La vieja idea platónica de que el alma humana es reflejo de lo divino, en Teresa adquirirá alcance y matices nuevos, como iremos viendo.

b) Años más tarde, hacia 1571, esa experiencia se le repite. La refiere ella en términos muy semejantes: “una vez, estando en oración, me mostró el Señor por una manera extraña de visión intelectual cómo estaba el alma que está en gracia, en cuya compañía vi la Santísima Trinidad por visión intelectual, de cuya compañía venía al alma un poder que señoreaba toda la tierra. Diéronseme a entender aquellas palabras de los Cantares: veniat dilectus meus in hortum suum” (R 24). De nuevo, experimenta al alma en su apertura a la trascendencia: la Trinidad. Que el alma es “huerto” de Dios, es simbolismo ya desarrollado por T en Vida 11, 6.

c) Esa misma experiencia de la inhabitación trinitaria Teresa la percibe estrechamente vinculada a la experiencia del “hondón” de la propia alma: “…que están en lo muy interior de su alma, en lo muy muy interior, en una cosa muy honda que no se sabe decir cómo es” (M 7,1,7; cf 4,2,6: textos de 1577; pero ya antes lo había notado: R 18 y 47. Del “hondón interior”, en M 4,2,6).

d) Igual vinculación en la experiencia de su unión a Cristo. Teresa lo percibe como un hecho acaecido en lo profundo del alma: R 49 y 57. Y concluye esta última: “hay grandes secretos en lo interior cuando se comulga. Es lástima que estos cuerpos no nos los dejen gozar”.

e) Recordará más de una vez la interioridad agustiniana (cf R 47,1), incluso experimentando la voz interior: “también entendí: No trabajes tú de tenerme a mí encerrado en ti, sino de encerrarte tú en mí. Parecíame que de dentro de mi alma –que estaban y vía yo estas tres personas– se comunicaban a todo lo criado, no haciendo falta ni faltando de estar conmigo” (R 18,2). Data ese texto de 1571. Retornará en 1576 como motivo del poema “Búscate en Mí” (Po 8).

f) Todavía una de las últimas experiencias referidas en las Relaciones (1575): “…estaba espantada de ver tanta majestad en cosa tan baja como mi alma, entendí: No es baja, hija, pues está hecha a mi imagen” (R 54).

En todos esos pasajes hay una constante. Teresa nunca experimenta al alma en sí misma, sino en el engranaje del misterio divino en que está inmersa. No en el plano meramente psicológico, ni en su irradiación hacia personas y cosas, sino en la vertiente de trascendencia, en su relación con la acción salvífica de Dios.

3. Estructura y símbolos del alma. – A esa serie de experiencias místicas se debe el esfuerzo de T por conceptualizar y expresar el misterio del alma. La inefabilidad de la experiencia mística (“yo no sabré decir”, V. 40,5; “no se sabe decir cómo es” M 7,1,7), e incluso la poca aptitud de ella misma para el análisis abstracto, la hace recurrir frecuentemente al balbuceo de los símbolos: el alma es como la colmena a que regresan las abejas, es el redil y el silbo del pastor, es los tuétanos de nuestro ser, es fuego de hoguera y perfumes exhalados por ella, es bodega del vino (como en los Cantares), es posada y morada… La imagen de “posada” será una de las primeras que acuñe (V 1,8); la de “morada” es quizás la última (M passim); es intermedia la de “palacio interior” (C 28,9), “cielo pequeño de nuestra alma” (ib 5). Es igualmente plástica su imagen del alma-esponja: “…como cuando en una esponja se incorpora y embebe el agua, así me parecía mi alma que se henchía de aquella divinidad…” (R 18, 1; reiterado en R 45). En ese tupido retablo de imágenes destaca un par de ellas intencionadamente elaboradas, hasta elevarse al rango de símbolos. Merecen atención especial.

En su primer escrito –Libro de la Vida– recurre ella a un símil sencillo y profundo para hablar del alma y de su actividad religiosa, la oración: es el símbolo del huerto y del agua. Al escribir su último libro –de las Moradas– acuñará el símbolo del castillo interior. Los dos símbolos tienen ascendencia literaria en la tradición espiritual, pero T los elabora de sana planta. En los dos se reitera la visión del alma en su relación con lo divino. Y en ambos T procede a una especie de desdoblamiento del alma en sujeto y objeto. En el símbolo primero, el alma es huerto y hortelano de sí misma. En el segundo, el alma es castillo de múltiples moradas y morador que las habita o las conquista.

a) En el símbolo casero del huerto, el alma es tierra fecunda en espera del agua de la vida (o de la gracia o de la oración), para producir flores y frutos, cuyo último destinatario es trascendente e invisible: el señor del huerto. Pero entre ambos, entre la tierra del huerto y el supremo señor de él, está el hortelano, el alma misma en su función de persona que se responsabiliza del riego y de mantener en activo la relación entre el huerto y el señor de él. En el fondo, es el hortelano, es decir, esa segunda porción del alma, la que tiene destino de trascendencia y activa las relaciones con el señor.

b) Es parecido el esquema simbólico del castillo. Presentado primero como un castillo de orfebrería –alma, diamante o muy claro cristal (M 1,1,1)–, luego se lo desarrolla como castillo real en que se vive y se lucha. Estructurado en innumerables moradas, que se organizan en siete series. Estas siete moradas tienen que ser recorridas y poseídas por el alma misma, hasta llegar a la morada más profunda, la que el señor trascendente tiene reservada para sí mismo y para su encuentro definitivo con el “castellano” del castillo.

La terna de componentes que T destaca en los dos símbolos arroja luz sobre la idea que ella tiene del alma: huerto-hortelano-señor; o bien, castillo-castellano-señor. Ella concibe al alma como un ser confiado a la persona del hombre, para realizar su dimensión de trascendencia. De modo que Dios mismo queda doblemente implicado en el alma humana: por razón de su misma estructura y por la historia que ha de vivir, cuyo destino o meta de referencia es lo divino. Como ya notamos anteriormente, resulta claro que la visión que del alma tiene T no procede de un enfoque psicológico sino religioso y metafísico. Sólo de refilón alude a su función biológica de animar el cuerpo (V 20,3).

4. Alma y espíritu. – Centro del alma. – Es posible que la Santa, en sus lecturas, haya topado con el díptico “alma y espíritu”. Es posible que, en versiones castellanas de la Vulgata le haya llegado el texto paulino que habla del “integer spiritus vester, et anima, et spiritus” (1Tes 5,23: pneuma, psyché, soma). De hecho, ni aquéllos ni éste son mencionados o aludidos por ella, que sin embargo planteará expresamente el tema desde el plano de su experiencia mística.

Lo propone por primera vez, hacia 1571, en la Relación 29,1, como una sencilla glosa al hecho de “la unión”: “Estaba yo, cuando esto entendía, en gran manera levantado el espíritu. Diome a entender el Señor qué era espíritu, y cómo estaba el alma entonces y cómo se entienden las palabras del Magníficat: ‘Exultavit spiritus meus’. No lo sabré decir: paréceme se me dio a entender que el espíritu era lo superior de la voluntad”.

Pero el planteamiento expreso lo lace al llegar a las moradas séptimas del Castillo. Lo anuncia en el epígrafe del capítulo primero: “Dice cómo, a su parecer, hay diferencia alguna del alma al espíritu, aunque es todo uno”. Fluctuará luego entre los vocablos “diferencia” y “división”, siempre con la atenuante “a mi parecer”: “…lo esencial de su alma jamás se movía de aquel aposento, de manera que en alguna manera le parecía había división en su alma…” (M 7,1,10). Y prosigue: “…verdaderamente pasa así, que aunque se entiende que el alma está toda junta, no es antojo lo que he dicho… De manera que cierto se entiende que hay diferencia en alguna manera, y muy conocida, del alma al espíritu, aunque más sea todo uno” (ib 11). Y de nuevo: “Conócese una división tan delicada, que algunas veces parece obra de diferente manera lo uno de lo otro” (es decir, “lo uno” el alma, “de lo otro” el espíritu: ib 11).

En ese mismo contexto se recurre al viejo simbolismo de Marta y María: el alma sería Marta, ocupada en vivir y hacer; el espíritu sería María, totalmente absorbida por la presencia del Señor y orientada hacia lo trascendente.

También en ese contexto reaparecen el vocablo y la imagen del “centro”. El centro sería “lo esencial del alma” (M 7,1,10), o bien, “el espíritu”: “Este centro de nuestra alma o este espíritu es una cosa tan dificultosa de decir…” (M 7,2,10). “Centro” y “hondón” (M 4,2,6), “lo muy interior” (M 7,1,7), “el centro y mitad” del alma (M 1,1,3), el “centro muy interior” (7,2,3)… coinciden siempre con la “última morada” del castillo, a la que es “llamada el alma para entrar en su centro” (7,1,5) y realizar la unión mística con Dios (7,2,3). De suerte que la Santa se ha situado más allá de toda perspectiva psicológica o dicotómica: la hondura del alma humana y la relación entre alma y espíritu tienen sentido religioso. Sumo exponente de la apertura del espíritu humano a la

BIBL. – Juan Rof Carballo, La estructura del alma humana según santa Teresa, en «RevEspir» 22 (1963), 408-431; M. I. Alvira, Vision de l’homme selon s. Thérèse. Paris 1992; P. Allen, Soul, body and transcendence in Teresa of Ávila, en «Tor. JTh.» 3 (1987), 252-266; T A. O’Connor, Santa Teresa y la integridad del alma, en «Santa Teresa y la Literatura mística hispana», Madrid 1984, 25-32.

T. Álvarez

Alabanza, oración de

Es una de las expresiones de la oración doxológica. Corresponde a las primeras peticiones del “Padrenuestro”. O a las oraciones de Jesús: “Te glorifico, Padre, Señor del cielo…” (Mt 11,25), o de otros orantes evangélicos: “Bendito sea el Señor Dios de Israel…” (Lc 1,67). En Teresa la oración doxológica tiene también esa doble modulación: alabar, glorificar, cantar las misericordias de Dios, o bendecir y en cierto modo piropear su bondad, su magnificencia, su acción salvífica sobre ella y sobre los hombres todos. A veces unifica esas dos modulaciones doxológicas: “Sea por siempre bendito, amén, y glorificado” (M pról. 3).

La oración de alabanza es, de por sí, una forma elevada de oración cristiana: por su contenido latréutico, desinteresado, en contraste con el contenido impetratorio de otras modulaciones de nuestra oración, como en las postreras peticiones del Padrenuestro. Aun cuando esa forma de orar esté presente ya en los primeros pasos del camino de oración (vocal y meditativa), Teresa sitúa las formas fuertes de “alabanza” en los grados elevados del camino. Especialmente a partir de la llegada a la oración contemplativa. La íntima necesidad de alabar explosivamente a su Señor, aparece en Vida a partir del primer grado de oración mística (segunda agua): el alma “hace harto con dejar de ir adelante en alabanzas de Dios” (V 14,12). A partir de ese momento, la alabanza va en crescendo de grado en grado. En la “tercera agua”: “querría dar voces en alabanzas el alma, está que no cabe en sí” (16,3). En la “cuarta agua”, ya en el estado de “unión”: “deshácese en alabanzas de Dios” (19,2). Más adelante, en los arrobamientos, “lo ordinario es estar embebidas en alabanzas de Dios” (20,20).

Idéntico proceso aparece en el Castillo Interior, desde las moradas cuartas (c.1,6), hasta las séptimas (c. 3,6). En estas postreras moradas, Teresa propone a los grandes contemplativos como modelos de oración de alabanza. Entre ellos , a Elías profeta, o a santo Domingo y san Francisco: “aquella hambre que tuvo nuestro padre Elías de la honra de su Dios, y tuvo santo Domingo y san Fran­cisco de allegar almas para que fuese alabado” (M 7,4,11).

Y como ella escribe todos sus libros cuando ya ha ingresado en esos altos grados de oración, no puede escribir sin prorrumpir constantemente en clamores de alabanza: “deshácese en alabanzas de Dios, y yo me querría deshacer ahora: ¡bendito seáis, Señor mío, que así hacéis de pecina tan sucia como yo, agua tan clara que sea para vuestra mesa ! ¡Seáis alabado, oh regalo de los ángeles, que así queréis levantar un gusano tan vil!” (V 19,2; cf 30,16).

Teresa no sólo quisiera cantar para siempre sus misericordias (V 14,11) sino que desearía asociar en su alabanza a toda la creación (M 6,4,15), desearía prorrumpir en una especie de apostolado de la alabanza de Dios (M 6,6, 3.4), “querría dar voces en alabanzas” (V 16,2; 20,25, dar voces como san Pablo, 21,6), “se querría meter en mitad del mundo, por ver si pudiese ser parte para que un alma alabase más a Dios” (M 6,6,3), desea entrar en el reino de la alabanza sin fin: “¿cuándo, Dios mío, acabaré ya de ver mi alma junta en vuestra alabanza… ?” (V 30,16).

Ese es el motivo por el cual una de las intenciones subyacentes a cada uno de sus libros es que el contenido de los mismos sea doxológico, es decir, que sea por sí mismo un tributo de alabanza a Dios, y que provoque esa alabanza en quienquiera que lo lea. Así, en Vida , desde el prólogo: “con todo mi corazón le suplico que (esta relación de mi vida) sea para gloria y alabanza suya”. Repetido en el epílogo: “dichoso sería el trabajo (de escribir el libro), si he acertado a decir algo, que sola una vez se alabe por ello el Señor” (40,3; cf 40,4). Y en plena narración: “Bien sabe mi Señor que no pretendo otra cosa en esto sino que sea alabado y engrandecido un poquito…” (10,9).

Igual esquema intencional se repite en la elaboración del Castillo Interior: declaración de intenciones doxológicas en el prólogo (que las lectoras se aprovechen “para alabarle un poquito más” n. 4); reiterada en el epílogo: “deshaceros en alabanzas del gran Dios” (n. 3), y en pleno desarrollo del libro: “Sabe Su Majestad que no es otro mi deseo…, sino que sea alabado su nombre” (M 5,4,11).

Lo más sorprendente es que esa misma componente doxológica persiste en el proyecto de relato de sus fundaciones: ella se propone hacer historia –narrar verídicamente–, pero con finalidad doxológica: “esto… se escribe para que Su Majestad sea alabado” (F pról 3).

T. Álvarez