ECOLOGÍA

(animales, vegetarianos, vida, creación, zoolatría). En los últimos decenios se ha empezado a elaborar una «ecología bíblica» (o una crítica ecológica de la Biblia) que aún no se ha desarrollado de manera suficiente. El primero de sus símbolos puede ser el parque o paraíso original, entendido en forma de jardín ecológico de vida en libertad para Adán-Eva, como supone Gn 2–3. Se trata de un parque en el que Dios ha dejado a los hombres en libertad, de manera que éstos han podido comer del fruto del conocimiento del bien y del mal. En esa línea, ellos pueden convertir ese paraíso en «parque biológico-racial», donde unos científicos y políticos que juegan a ser dioses podrían mejorar la raza humana, como se mejoran o cambian por cruce, selección y manipulación genética (clonación, mutaciones) las especies animales. Ciertamente, sabemos con la Biblia que somos libres, pero la misma Biblia nos advierte que esa libertad se puede abrir en dos caminos: «pongo ante vosotros la vida y la muerte, la bendición y la maldición…» (cf. Dt 30,19). En otro tiempo no comprendíamos el alcance de esas palabras. Hoy las comprendemos, por desgracia, algo mejor. Podemos asumir un camino de vida. Pero también podemos destruirnos a nosotros mismos, no sólo a través de la lucha interhumana (matándonos unos a otros), sino también a través de una lucha en contra de la vida. En ese contexto cobra especial actualidad la imagen de las dos arcas.

1. Hay un Arca de la Alianza (cf. Ex 25,10-22), que es una de las instituciones y símbolos más importantes de la historia de Israel. Se dice que ella contenía las tablas de la ley, con los diez mandamientos o principios reguladores de la convivencia humana. Dentro de ella podrían colocarse también los libros de los profetas de Israel y el Sermón de la Montaña de Jesús. Algunos cristianos tenderían a identificarla con un tipo de sagrario eucarístico, donde se guarda pan para todos los hombres. Ella nos recuerda que en el principio de la vida humana hay un pacto de convivencia universal hecho de mandatos dialogados (mandamientos) y de pan también compartido. Desde este símbolo se puede trazar la finalidad más honda de la ecología: que todos los hombres y mujeres compartan la belleza del mundo y su comida, con su palabra de amor y su justicia, como hijos de Dios (cf. Mt 4,4). Sólo si en el fondo de la vida de los hombres y mujeres se sitúa el arca sagrada de la alianza que Israel ha recogido en la primera de sus experiencias (cf. Ex 19,5) y la iglesia de Jesús ha ratificado en el signo eucarístico del don de la vida y del pan compartido, podrá existir vida en el futuro. O pactamos todos, superando la actitud de violencia y dominio que ha venido dominando en el pasado, o terminamos matándonos todos. La ecología bíblica es alianza, alianza de Dios con todos los vivientes, como sabe el relato de la creación (Gn 1), cuando ofrece un lugar y tiempo para todos, en armonía sagrada.

2. Hay un Arca de Noé (Gn 6–7), para tiempos de diluvio, como pueden ser los nuestros. Aquellos aventureros que suben año tras año a buscarla al monte Ararat, en el Cáucaso, pensando que si la encuentran demostrarán que «la Biblia tenía razón», no han entendido nada, pues no se trata de un arca o barco salvador de antaño, sino de nuestro tiempo. Ella es la expresión concreta de la alianza de los hombres entre sí, mientras se reúnen y ayudan sobre un mismo barco, cuando se desata la furia cósmica, que en gran parte hemos provocado los mismos hombres (como sabe Gn 5 y como desarrolla de forma dramática el libro apócrifo de Henoc*). Sólo podemos salvarnos del diluvio si construimos un arca o espacio de convivencia, no sólo para unos «amigos ricos» (los gestores del sistema capitalista), sino para todos los hombres e incluso para todos los vivientes animales de la tierra (cuadrúpedos, reptiles), como sabe el signo bíblico. Ésta ha de ser un arca universal y democrática, en la que deben acogerse de un modo especial los que actualmente permanecen excluidos del sistema, no sólo Ulises y algunos esforzados, no sólo Noé con su familia, sino todos aquellos a los que actualmente arrojamos por la borda, los asesinados y humillados, que no tienen hogar, ni ciudadanía legal (real) en este mundo, como sabe la carta de Pedro (cf. 1 Pe 3,19-22).

3. Ecología, el «logos» de la casa (oikos) de los hombres. La Biblia sabe que antes de que hubiéramos nacido había ya una casa preparada para nosotros, casa de Dios o naturaleza (la misma tierra y vida es Parque y es Arca de alianza de Dios con los hombres). Pero, al mismo tiempo, somos nosotros los que debemos construir y cuidar el Arca, como Noé en otro tiempo, para que el diluvio de violencia que nosotros suscitamos no nos destruya (para que no siga ahogando a los excluidos del sistema). Muchas veces se ha pensado que la Biblia ha ratificado el dominio del hombre sobre el mundo, un dominio dictatorial que se fundaría en las palabras de Dios: «Creced y multiplicaos; llenad la tierra y sometedla; ejerced potestad sobre los peces del mar, las aves de los cielos y todas las bestias que se mueven sobre la tierra… Mirad, os he dado toda planta que da semilla, que está sobre toda la tierra, así como todo árbol en que hay fruto y da semilla. De todo esto podréis comer» (Gn 1,26-29). Pero, si leemos mejor, vemos que ese dominio no implica sometimiento dictatorial, sino señorío respetuoso. Los hombres pueden comer todo, pero sin destruir nada. Pueden comer aquello que «les sobra» a las plantas, pero sin destruir la vida de esas plantas.

4. Un orden vegetariano. En ese contexto, la Biblia supone que los hombres del principio debían ser vegetarianos, pues comer la carne de los animales implica matarles y en un primer nivel, de paraíso, no se puede matar ningún animal. Sólo más tarde, después del diluvio, «por la dureza del corazón humano» (cf. Mc 10,5), el Dios bíblico permitió que los hombres mataran y comieran animales, pero sólo su carne, no su sangre, pues la sangre es vida y la vida es de Dios (cf. Gn 9,1-6). Ciertamente, esa ley que prohíbe comer sangre puede y quizá debe revisarse, como han hecho los cristianos (a diferencia de los judíos y musulmanes), pues cumplirla de manera legalista es quizá la mejor manera de no cumplirla. Pero ella debe cumplirse en su sentido más profundo: esa ley quiere decir que el hombre no es dueño de la vida de los animales; que los puede comer, pero con respeto, sin destruir su identidad, sin poner en riesgo la vida de la especie, sin convertirlos nunca en puras cosas. Vegetariano en sentido bíblico no es el que come sólo vegetales, sino el que vive en sintonía con la naturaleza, el que come sin destruir, dentro de esta inmensa casa que es la vida del mundo, con sus plantas y animales.

5. Un tema abierto. Con cierta frecuencia se ha dicho que la religión bíblica (a partir de Gn 1–8) resulta opresora porque ha devaluado al mundo (convirtiendo al hombre en dueño y opresor de la naturaleza) y ha reprimido a la mujer, destruyendo el poder de la diosa (= el principio femenino de la vida). En contra de eso, he querido mostrar en diversos lugares de este diccionario la sintonía cósmica y vital del hombre bíblico, que tiene una dignidad especial, como imagen de Dios (cf. Gn 1,28), pero no para dominar y destruir la vida de su entorno, sino para ennoblecerla. Sobre esa base debe elaborarse la ecología bíblica, vinculando el respeto cósmico (¡el no matar!) con la opción preferente hacia los pobres y excluidos de la sociedad. Ecología y justicia social deben ir unidas, de manera que todos los hombres y mujeres puedan contemplar y decir, como Dios, mirando hacia el mundo: ¡todas las cosas son buenas! Ésta será una ecología de la solidaridad mesiánica, que se expresa en una eucaristía ampliada, es decir, en una experiencia de comunión con el cuerpo cósmico de Cristo.

Cf. S. MCFAGGE, Modelos de Dios. Teología para una era ecológica y nuclear, Sal Terrae, Santander 1987; V. PÉREZ PRIETO, Do teu verdor cinguido. Ecoloxismo e cristianismo, Espiral Maior, A Coruña 1997; X. PIKAZA, El desafío ecológico, PPC, Madrid 2004; R. RUETHER, Gaia y Dios. Una teología ecofeminista para la recuperación de la tierra, DEMAC, México 1993.

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DONES

Siete dones, siete espíritus

(siete, Iglesia). La tradición católica ha puesto de relieve los siete dones o espíritus de los que habla la traducción latina de Is 11,1-3 (cf. Catecismo de la Iglesia Católica 1992, n. 1831). El texto original hebreo habla más bien de seis espíritus: «Un retoño brotará del tronco de Jesé y un vástago de sus raíces dará fruto. Sobre él reposará el espíritu de Yahvé: espíritu de sabiduría y de entendimiento, espíritu de consejo y fortaleza, espíritu de conocimiento y temor de Yahvé. Él se deleitará en el temor de Yahvé». Pues bien, la traducción de la Vulgata ha interpretado el texto diciendo: «Et requiescet super eum spiritus Domini: spiritus sapientiae et intellectus, spiritus consilii et fortitudinis, spiritus scientiae et pietatis et replebit eum spiritus timoris Domini». Al final del texto hebreo se repetía, por paralelismo literario, el espíritu de temor; pero el texto latino pone «piedad» en lugar del primer «temor». De esa forma quedan los siete dones del Espíritu, que la tradición católica ha destacado: sabiduría y entendimiento, consejo y fortaleza, conocimiento, piedad y temor de Dios. La existencia de siete espíritus constituye un dato tradicional en tiempos de Jesús, tanto en sentido negativo como positivo. Los sinópticos hablan de siete espíritus malos que se adueñan de los hombres (cf. Lc 11,26 par) y añaden que Jesús los había expulsado de María Magdalena (Lc 8,2). En otra perspectiva, el Apocalipsis sabe que Dios tiene siete espíritus, que están siempre ante su trono, y añade que ellos pertenecen al Cordero, es decir, al enviado mesiánico, como había supuesto Is 1,2-3: «Vi un Cordero de pie, como inmolado. Tenía siete cuernos y siete ojos, que son los siete Espíritus de Dios enviados a toda la tierra» (Ap 5,6; cf. 1,4; 3,1; 4,5). La tradición teológica ha identificado esos siete espíritus con el único Espíritu Santo, que parece identificarse, por su parte, con la nueva Jerusalén que desciende del cielo (Ap 3,12) como presencia salvadora de Dios. El número siete* indicaría que ellos pertenecen a Dios. Sobre esa base han de entenderse los dones mesiánicos del Apocalipsis, avalados también por el mismo Espíritu de Cristo. Son los dones que el mismo Cristo, Hijo del Hombre, concederá por medio del Espíritu a los triunfadores. Éstos son los dones:

1. Árbol de Vida del paraíso (Éfeso: Ap 2,7; cf. Gn 2–3). Esclavo de la muerte parece el hombre y para superarla solían ofrecer los textos judíos el árbol de vida (cf. Test Leví 18,11; 1 Hen 24,4; 25,4-5), que aquí promete Cristo (para darlo en Ap 22,2.14). Sobre comida (idolocitos*) discrepan cristianos e imperio; comida será el primer don de Cristo a quienes venzan.

2. Liberación de la muerte segunda (Esmirna: Ap 2,11). La muerte era en Gn 2–3 la condición del hombre pecador. Por el árbol de la vida, Jesús nos libra de ella, pero no de la muerte primera (propia de este mundo), sino de la segunda, que es destrucción total o condena (cf. Ap 20,6.14; 21,8). Con lenguaje judío (Targ Jr 51,39.57; Targ Is 17,14; 45,6.15), ofrece Juan su mensaje cristiano: sólo muriendo (es Cordero degollado) nos libera Jesús de la muerte segunda (nos ofrece una vida que no acaba).

3. Maná, Piedra Blanca, Nombre nuevo (Pérgamo: Ap 2,17). Símbolo alimenticio, como el primer don. A quien resista y no tome la comida del ídolo, ofrece Cristo el Maná, banquete de gracia, evocado en otros textos judíos (cf. 2 Bar 29,8), y la Piedra Blanca, que es como un billete de entrada en la ciudad de las Piedras preciosas (cf. Ap 21,15-21). El Nombre allí escrito es, sin duda, el de Dios y de Cristo (como en Ap 3,12), siendo, al mismo tiempo, el de cada uno de los llamados a la gloria (cf. Mt 11,27).

4. Poder sobre los pueblos, Astro de la mañana (Tiatira: Ap 2,26-28). Cristo ofrece su gloria a los vencedores (cf. Ap 12,5; con cita Sal 2,8-9), de manera que ellos podrán reinar en el milenio (cf. 20,6) y después eternamente (21,5); ellos serán como el Astro de la Mañana (cf. Ap 22,16), estrellas de Dios en el cielo (cf. Nm 24,27).

5. Vestido blanco, Libro de la Vida, Confesión ante el Padre (Sardes: Ap 3,5). Blanco es color de pureza, victoria y vida nueva en la tradición judía y el Nuevo Testamento. Aquí parece anticipo o signo de la resurrección gloriosa (cf. Ap 6,11; 7,9.13.14; 19,8). El Libro de la Vida, bien atestiguado en la tradición judía, se identifica en Ap con Cristo victorioso (cf. 13,8; 17,8; 20,12.15; 21,27) que defiende a los suyos ante el Padre (cf. Mt 10,32 par).

6. Columna del Templo de Dios, Nombre nuevo (Filadelfia: Ap 3,12). El vencedor queda integrado como pilar en el santuario de Dios, en signo que el Nuevo Testamento ha recogido al llamar a los creyentes templo de Dios (cf. 1 Cor 3,16-17; 1 Cor 6,18). Ap 21,22 dirá que la Nueva Jerusalén no tiene un templo especial, pues todo es templo y Dios la habita enteramente. En esa línea podemos entender la Presencia de Dios: el vencedor queda marcado por el Nombre de Dios, de la Nueva Jerusalén (= Espíritu Santo) y del Cristo.

7. Cena de amor, Trono de reino (Laodicea: 3,19-21). En gesto de hondo simbolismo, Cristo llama a la puerta de cada creyente, para cenar con él, conforme a un tema universal de la comida de amor, que aparece sobre todo en la tradición sapiencial (Cant 5,1; Prov 9,5). Estos siete dones de las cartas del principio del Apocalipsis (Ap 2–3) aparecen parcialmente al final del libro (Ap 21–22); pero hay algunas diferencias: Ap 21–22 no recoge expresamente el signo del maná (comida) ni el poder sobre los pueblos, ni la confesión de Jesús ante su Padre… Por otra parte, las cartas de Ap 2–3 no destacan el tema de las Bodas que es básico al final del Apocalipsis. Sea como fuere, los dones escatológicos pueden y deben vincularse a los siete dones mesiánicos del Espíritu, que la Iglesia católica ha destacado a partir de una traducción literal de Isaías 11,2-3, según la Vulgata.

Cf. F. CONTRERAS, El Espíritu en el Libro del Apocalipsis, Sec. Trinitario, Salamanca 1987.

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DIABLO, DEMONIOS

(Satán, Azazel, Satán, serpiente, Dragón, vigilantes, dualismo). Palabra griega que significa «el que maldice o divide»; se utiliza en el Nuevo Testamento para traducir el término hebreo Satán, con el que se han vinculado otras figuras (Azazel, vigilantes). En tiempo de Jesús la demonología está ya bien fijada, de manera que puede distinguirse con precisión entre el Diablo/Satán, que es el anti-Dios, príncipe de todos los espíritus caídos, y los demonios, que son muchos y que forman el reino en el que domina el Diablo. En su conjunto, la Biblia trata del hombre, que se relaciona de un modo gratuito y pecaminoso, con Dios y con los otros hombres, de manera que los espíritus intermedios, de tipo positivo o negativo, han tenido poca importancia. Pero los apocalípticos como 1 Henoc* han destacado la importancia de esos seres intermedios, de quienes depende nuestra suerte, tanto los negativos (Mastema-Azazel) como los positivos (Gabriel-Miguel).

1. Jesús. Lógicamente, Jesús ha compartido el mundo cultural de sus contemporáneos, de manera que ha tomado como evidente la existencia del Diablo y de sus ángeles perversos o demonios. Más aún, él ha concebido su obra mesiánica como una lucha contra el Diablo (cf. tentaciones*: Mt 4, Lc 4), que se expresa sobre todo en las curaciones y exorcismos. Pero en el fondo no le ha interesado la teoría sobre el Diablo, no ha hecho cálculos sobre su esencia o sus manifestaciones, sino que se ha enfrentado con el reino de lo diabólico (guerra*, exorcismos*), para ofrecer a los hombres la vida de Dios. Así lo han mostrado, de un modo dramático, los textos del Evangelio que interpretan la vida, la muerte y la pascua de Jesús como victoria de la gracia de Dios sobre el poder de lo diabólico. Así lo indica la parábola del trigo y la cizaña, donde se supone que el Diablo es el que siembra la mala simiente (Mt 13,24-43) y lo ratifica Mt 25,31-46, donde el Diablo se encuentra vinculado a la injusticia de este mundo (al hambre, desnudez, enfermedad y cárcel que provienen de la falta de comunicación y gratuidad entre los hombres).

2. Iglesia. En esa línea han avanzado los textos apocalípticos más desarrollados, como 2 Tes y Ap, que presentan de un modo simbólico la lucha entre Jesús y el Diablo. Como es evidente, Jesús creía en el Diablo y en los demonios, como creían sus contemporáneos; pero el centro de su mensaje no era el Diablo, sino Dios. Por otra parte, Jesús no ha vencido al Diablo a través de algún tipo de guerra celeste, sino por la fuerza del amor, que culmina en la cruz. Así lo ha formulado de un modo simbólico la carta a los Colosenses: «Fuisteis sepultados juntamente con él en el bautismo, en el cual también fuisteis resucitados juntamente con él, por medio de la fe en el poder de Dios que lo levantó de entre los muertos. Mientras vosotros estabais muertos en los delitos y en la incircuncisión de vuestra carne, Dios os dio vida juntamente con él, perdonándonos todos los delitos. Él anuló el acta que había contra nosotros, que por sus decretos nos era contraria, y la ha quitado de en medio al clavarla en su cruz. También despojó a los principados y potestades, y los exhibió como espectáculo público, habiendo triunfado sobre ellos en la cruz» (Col 2,12-15). Dios no ha triunfado del Diablo (cuyo poder se expresa en los principados y potestades de este mundo) luchando de manera militar, a través de algún tipo de guerra planetaria, sino amando de un modo divino, tal como lo expresa el signo de la cruz*, entendida como victoria definitiva del amor sobre todos los poderes diabólicos de la muerte*.

Cf. R. LAURENTIN, Il demonio mito o realtà. Insegnamento ed esperienza del Cristo e della Chiesa, Massimo, Milán 1995; A. MAGGI, Jesús y Belcebú, Satán y demonios en el Evangelio de Marcos, Desclée de Brouwer, Bilbao 2000; B. MARCONCINI (ed.), Angeli e demoni. Il dramma della storia tra il bene e il male, Dehoniane, Bolonia 1991; W. WINK, Naming the Powers; Unmasking the Powers; Engaging the Powers, Fortress, Filadelfia 1984, 1986, 1992.

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DESIERTO

(tentaciones). Para un judío que vive en el entorno de Jerusalén, el desierto es una experiencia cotidiana: está allí mismo, tras el monte de los Olivos o en el descenso del torrente Cedrón. A unas cuantas horas de camino de su casa, el israelita puede hacer una experiencia de lo que significa el desierto. Pero, al mismo tiempo, el desierto ha venido a mostrarse como lugar de experiencia simbólica muy importante para los israelitas.

1. Antiguo Testamento. El desierto recibe dos sentidos básicos: es un lugar de prueba y castigo por donde los israelitas tienen que vagar durante cuarenta años, para superar su pecado y prepararse para entrar en la tierra prometida, como han puesto de relieve las grandes tradiciones del Pentateuco (sobre todo de Ex, Nm y Lv), que puede interpretarse así como guía de hombres y mujeres que marchan sin fin por desiertos, buscando la vida; es un lugar de purificación y nuevo nacimiento, para retomar la historia de amor del principio de Israel. El segundo tema, que implica una vuelta al desierto, como medio de purificación y conversión, constituye uno de los motivos básicos de la profecía de Oseas, Jeremías y el Segundo Isaías.

(a) Los textos más importantes son los de Oseas: «Pero he aquí que yo la atraeré y la llevaré al desierto, y hablaré a su corazón. Y le daré sus viñas desde allí, y el valle de Acor por puerta de esperanza; y allí cantará como en los tiempos de su juventud, y como en el día de su subida de la tierra de Egipto. En aquel tiempo, dice Yahvé, me llamarás Ishi [mi esposo], y nunca más me llamarás Baalí [mi Baal]» (Os 2,14-16). El Dios de Oseas se queja porque su pueblo le ha abandonado. Por eso planea llevarla al desierto, lo que significa enamorarla de nuevo: volver al comienzo de un encuentro donde las dificultades eran estímulo y germen de amor fuerte. Ha dejado Dios que su esposa le abandone, corriendo el riesgo de perderse. Pero ahora no resiste: piensa que ha llegado el momento del retorno y decide recrear el amor que parecía muerto, transformando el valle de Acor o desgracia (cf. Jos 7,24-25) en lugar de gracia esperanzada (= tiqwah).

(b) En esa línea se mantiene y avanza Jeremías: «Me acuerdo de ti, de la fidelidad de tu juventud, del amor de tu desposorio, cuando andabas en pos de mí en el desierto, en tierra no sembrada» (Jr 2,2). También el Dios de Jeremías quiere volver al desierto en amor, recordando y recreando la historia del primer noviazgo con el pueblo.

(c) Esos temas culminan con el Segundo Isaías que habla de la conversión del desierto en camino de esperanza. Un inmenso desierto separa a los exiliados de Babel y les aparta de su tierra en Palestina. Pero Dios hará que ese desierto se convierta en camino de gracia: «Voz que clama en el desierto: Preparad los caminos de Yahvé… Todo valle sea alzado, y bájese todo monte y collado; y lo torcido se enderece, y lo áspero se allane» (Is 40,3-4). «Abriré en el desierto estanques de aguas, y manantiales de aguas en la tierra seca. Daré en el desierto cedros, acacias, arrayanes y olivos; pondré en la soledad cipreses, pinos y bojes juntamente, para que vean y conozcan, y adviertan y entiendan todos, que la mano de Yahvé hace esto, y que el Santo de Israel lo creó» (Is 41,18-20). Esta imagen de la transformación del desierto en tierra fértil, de encuentro con Dios, constituye uno de los símbolos más importantes de la historia israelita.

2. Nuevo Testamento. También en el Nuevo Testamento hay diversos tipos de desiertos. (a) Desierto de los celotas. Así aparece como lugar de peligros y engaños, donde se esconden y surgen e ilusionan al pueblo los falsos mesías (cf. Flavio Josefo, AJ 20,188; BJ 2,59), queriendo comenzar desde allí un camino de liberación, como el de los antiguos hebreos, que hicieron con Moisés la travesía del desierto. La misma Iglesia antigua ha puesto en guardia a los fieles en contra de estos profetas del desierto: «Si os dijeren: Mirad, está en el desierto, no salgáis…» (Mt 24,26). (b) Desierto de profetas. Juan Bautista. El desierto es un campo de iniciación profética, lugar donde han venido a preparar los caminos del Señor (según Is 40,3), no solamente unos bautistas como Bano* o los esenios* de Qumrán (cf. 1QS 8,14; Mc 1,23), sino el mismo Juan* Bautista (cf. Mc 1,4), como ha destacado Jesús enfáticamente: «¿Qué habéis salido a buscar al desierto…? ¡A un profeta!» (cf. Mt 11,17). (c) Desierto de las tentaciones. Es lugar de prueba, vinculado al mesianismo de Jesús (cf. Mc 1,12; Mt 4,1; Lc 4,1) que se enfrenta allí con su tarea, superando así el riesgo del pan-poder-milagro. Pero no va para quedarse, «porque el tiempo se ha cumplido»; por eso, deja el desierto de Juan y de las tentaciones y viene a Galilea, para anunciar el evangelio del Reino (cf. Mc 1,14-15). Jesús no será profeta o Mesías del desierto, sino de la tierra habitada de Galilea y de Jerusalén. (d) Desierto de las multiplicaciones. La estepa o desierto, entendido como despoblado, puede presentarse como lugar de separación y concentración de grandes muchedumbres, que dejan los pueblos para encontrar a Jesús e iniciar con él un nuevo camino en el que se comparten los panes y los peces de la vida. En esa línea, las multiplicaciones*, es decir, las comidas compartidas de la Iglesia, se sitúan en el desierto, en un lugar al que pueden venir todos (cf. Mc 6,31-35; 8,4 par). Ciertamente, ese lugar desierto puede evocar los valores de un tipo de primavera fecunda y de paraíso (se recuestan para comer sobre la hierba verde: Mc 6,39). Pero es evidente que significa ante todo un espacio abierto y común donde cesan las distinciones entre aquellos que tienen y no tienen casa. En ese sentido, volver al desierto significa para la Iglesia volver a la experiencia del pan* y de los peces compartidos.

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DESEO

(amor, pecado). La Biblia presenta al hombre como animal de deseo, según indica Gn 2,23 desde una perspectiva masculina (Adán desea a Eva), Gn 3,16 (la mujer desea al varón) y, sobre todo, Gn 3,1-6 (Eva [y Adán] desean y comen el fruto del árbol del conocimiento del bien y del mal). Ciertamente, hay deseos negativos, como ha puesto de relieve Gn 6,5 cuando afirma que los deseos del hombre están dirigidos al mal desde su juventud; pero hay también deseos positivos y gozosos, como pone de relieve el Cantar* de los Cantares. En una línea algo distinta, el deseo de los hombres, dominados por ángeles perversos, toma en 1 Hen la forma de apetito sexual desordenado (violación) y de violencia patriarcalista. Por su parte, Sab destaca el riesgo del deseo ilimitado, entendido como búsqueda de gozo sin fin y como envidia.

1.Los cuatro deseos. Desde ahí debe entenderse el texto clave (Rom 13,9) donde Pablo condensa los mandamientos principales del decálogo* ético en uno que dice «no desearás», hablando después del amor como superación y conversión de los deseos: «Porque no adulterarás, no matarás, no hurtarás, no dirás falso testimonio, no desearás, y cualquier otro mandamiento se resume en esta palabra: Amarás a tu prójimo como a ti mismo». Ese pasaje supone que hay cuatro deseos básicos. (a) Deseo de adulterio afectivo y posesivo: quiero poseer precisamente lo que el otro tiene de más grande, su mujer (o su marido), para así imponerme y dominarle. (b) Deseo de homicidio, que me sitúa ante el otro en cuanto contrincante, alguien que no sólo puede disputar mis bienes, sino disputarme y negarme a mí mismo: por eso le envidio (le temo y deseo) y le mato, con el intento de hacerme dueño de su vida. (c) Deseo de robar y apoderarme de todos los bienes de los otros, convirtiendo así la vida en dominio ilimitado. (d) Deseo de engaño. Adulterio, homicidio y robo sólo se pueden mantener y triunfar con mentira, destruyendo la verdad en los tribunales y convirtiendo este mundo en un engaño. Por eso, el mandamiento prohíbe el falso testimonio, es decir, el engaño jurídico. Frente a esos cuatro deseos eleva Pablo, conforme a la ley israelita (decálogo*), las cuatro prohibiciones centrales que intentan superar por la fuerza (según ley) los mayores conflictos de la vida. Esos mandatos se pueden regular por una ley de Estado: las autoridades sostienen con su fuerza el derecho familiar (castigan el adulterio), defienden la vida y la propiedad, utilizando para ello los poderes del Estado, que está legalmente investido de la espada (como supone Rom 13,1-7).

2. Un único deseo negativo. Pablo ha condensado las cuatro prohibiciones anteriores en un nuevo y último mandato, de tipo interior, cuyo cumplimiento no se puede regular ya por espada, pero que resulta necesario para que los hombres puedan vivir con un orden sobre el mundo: no desearás. El texto primitivo del decálogo (Ex 20,17; Dt 5,21) citaba unos deseos concretos (de casa, mujer, siervo, criado, toro, asno…). Pablo los ha condensado en su base común, diciendo «no desearás» y vinculando en uno los cuatro mandatos anteriores (no adulterar, no matar, no robar, no mentir), que marcan la dirección de los males. Como buen rabino, Pablo ha resumido toda la ley en un mandato negativo: «no desearás». Pero él sabe que la barrera de esa ley resulta insuficiente. Por eso invierte el tema y lo plantea de forma positiva, presentando un deseo más alto, no en forma de prohibición o negación, sino como despliegue vital: Amarás a tu prójimo. Más allá de la ley, que se expresa en las cuatro prohibiciones anteriores y puede culminar de forma negativa (no desearás), viene a desvelarse un «mandamiento de gracia», que no es ya mandamiento, sino revelación de amor y que traduce de forma antropológica universal la exigencia teológica del shemá israelita: «Escucha, Israel, Yahvé nuestro Dios es un Dios único; amarás a Yahvé, tu Dios, con todo tu corazón…» (Dt 6,4-5; cf. Mc 12,29 par). Allí donde la ley pretendía cerrar con su mandato el camino del deseo, esta revelación positiva extiende ante los hombres el más alto impulso y camino de un deseo de amor purificado, que les permite realizarse plenamente, siendo lo que son, lo que ha de ser en Dios.

3.El amor, deseo positivo. En este contexto ha proclamado Pablo la palabra decisiva de la antropología bíblica «Amarás al prójimo como a ti mismo» (cf. Mc 12,31). En la tradición sinóptica, ese amor al prójimo estaba vinculado al amor a Dios, en una línea que habían destacado ya algunos escribas y sabios judíos de aquel tiempo. Pues bien, Pablo no habla ya de dos amores, sino de un solo amor, que no se dirige directamente a Dios, sino al prójimo. Evidentemente, Dios tiene que estar y está en el fondo de ese amor, pero ya no aparece de manera expresa, como figura diferente, sino que se encuentra inmerso en el despliegue amoroso de la creación, como si el camino de Dios se condensara en el amor entre los hombres, superando la ley del deseo. Así se enfrentan y vinculan mutuamente el deseo y la ley. (a) La ley del deseo supone que somos unos vivientes que, al romper el equilibrio con nuestro entorno, tendemos a buscar y poseer lo que otros tienen, para hacerlo así nuestro. Los mandamientos recuerdan el riesgo y poder de ese deseo, elevando una barrera, para que no nos domine. A ese nivel, todos los mandatos se acaban resumiendo en uno: No desearás. Parece que la misma religión se vuelve represión: por un lado nos muestra el poder de los deseos y por otro nos impide realizarlos. (b) Invitación al amor. Pero en el hombre hay algo mayor que la prohibición del deseo, hay una fuente de amor activo y creador, como sabía ya el Sermón de la Montaña, de manera que en esa línea Pablo vuelve en lo esencial al mensaje de Jesús, situando por encima de la ley una palabra de gracia: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. En este nivel se sitúa la antropología cristiana, de manera que amar a los hombres significa amar al mismo Dios o, mejor dicho, amar desde Dios y como Dios, en gratuidad supralegal, por encima del deseo que nos encierra dentro de nosotros mismos, en búsqueda insaciable y pecadora, que debe ser regulada por ley.

Cf. X. PIKAZA, Antropología bíblica, Sígueme, Salamanca 2006.

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Puro

La pureza, concepción común a las religiones antiguas, es la disposición requerida para acercarse a las cosas sagradas; aunque en forma accesoria puede implicar la virtud opuesta a la lujuria, se procura no con actos morales, sino mediante ritos. Ordinariamente tiende a profundizarse esta concepción primitiva, pero lo hace diversamente según los diferentes climas de pensamiento. Según la perspectiva dualista el alma, pura por esencia, debe desentenderse del cuerpo, en el que está aprisionada, y de las cosas materiales en cuyo contacto vive. Según la fe bíblica, que cree buena a la creación entera, la noción de pureza tiende a hacerse interior y moral, hasta que Cristo muestra su, fuente única en su palabra y en su sacrificio.

AT. 1. LA PUREZA CULTUAL. 1. En la vida de la comunidad santa. La pureza, sin relación directa con la moralidad, proporciona la aptitud legal para participar en el culto o incluso en la vida ordinaria de la comunidad santa. Esta noción compleja, desarrollada particularmente en Lev 11-16, aparece a través de todo el AT.

Incluye la limpieza física: alejamiento de todo lo que no es limpio (inmundicias Dt 23,13ss), de lo que está enfermo (lepra Lev 13-14; 2 Re 7,3) o corrompido (cadáveres Núm 19,11-14; 2Re 23,13s). Sin embargo, la discriminación de los animales puros e impuros (Lev 11), tomada con frecuencia de tabúes primitivos, no puede explicarse por el solo motivo de la higiene.

La pureza constituye una protección contra el paganismo: como Canaán estaba contaminada por la presencia de los paganos, los botines de guerra son condenados a la destrucción (Jos 6,24ss) y los frutos mismos de esta tierra están prohibidos durante los tres primeros años de cosecha (Lev 19,23ss). Determinados animales, como el puerco, son impuros (Lev 11,7), sin duda porque los paganos los asociaban a su culto (cf. Is 66,3).

La pureza reglamenta el uso de todo lo que es santo. Todo lo que atañe al culto debe ser eminentemente puto (Ex 25,31; Lev 21; 22), y sin embargo las cosas sagradas mismas pueden contaminar al hombre si se acerca a ellas indebidamente (Núm 19,7ss; lSa 21,5; 2,Sa 6,6a).

Las fuerzas vitales, fuente de bendición, son consideradas como sagradas, por lo cual se contraen impurezas sexuales aun con su uso moralmente bueno (Lev 12 y 15).

Ritos de purificación. La mayor parte de las impurezas, si no desaparecen por sí mismas (Lev 11,24s), se borran con el lavado del cuerpo o de los vestidos (Éx 19,10; Lev I7, 15s), con sacrificios expiatorios (Lev 12,6s) y, el día de las expiaciones, fiesta de la purificación por excelencia, por el envío al desierto, de un macho cabrío simbólicamente cargado con las impurezas del pueblo entero (Lev 16).

Respeto de la comunidad santa. En esta noción, todavía bastante material, de la pureza está latente la idea de que el hombre es una realidad tal que no se puede disociar el cuerpo y el alma, y de que sus actos religiosos, por espirituales que sean, no dejan de estar encarnados. En una comunidad consagrada a Dios y deseosa de rebasar el estado natural de su existencia, no se come cualquier cosa, no se echa mano a todo, no se usa de cualquier manera de los poderes generadores de la vida. Estas múltiples restricciones, quizás arbitrarias en los orígenes, produjeron un efecto doble. Preservaban a la fe monoteísta contra toda contaminación por parte del medio pagano circundante; además, adoptadas por obediencia para con Dios, constituían una verdadera disciplina moral. Así debían revelarse las exigencias de Dic., que son espirituales.

II. HACIA LA NOCIÓN DE PUREZA MORAL. 1. Los profetas proclaman constantemente que ni las abluciones, ni los sacrificios tienen valor en sí si no comportan una purificación interior (Is 1,15ss; 29,13; cf. Os 6,6; Am 4,1-5; Jer 7,21ss). No por eso desaparece el aspecto cultual (Is 52, 11), pero la verdadera impureza que contamina al hombre se revela en su fuente misma, en el pecado; las impurezas legales sólo son una imagen exterior de la misma (Ez 36, 17s). Hay una impureza esencial al hombre, de la que sólo Dios puede purificarlo (Is 6,5ss). La purificación radical de los labios, del corazón, de todo el ser forma parte de las promesas mesiánicas: «Derramaré sobre vosotros un agua pura y seréis purificados de todas vuestras impurezas» (Ez 36,25s; cf. Sof 3,9; Is 35,8; 52,2).

Los sabios caracterizan la condición requerida para agradar a Dios, por la pureza de las manos, del corazón, de la frente, de la oración (Job 11,4.14s; 16,17; 22,30), por tanto por una conducta moral irreprochable. Los sabios, no obstante, tienen conciencia de una impureza radical del hombre delante de Dios (Pros 20,9; Job 9,30s); es una presunción creerse uno puro (Job 4,17). Sin embargo, el sabio se esfuerza en profundizar moralmente la pureza, cuyo aspecto sexual comienza a acentuarse; Sara se conservó pura (Tob 3,14), al paso que los paganos están entregados a una impureza degradante (Sab 14,25).

En los salmistas se ve afirmarse más y más, en un marco cultual, la preocupación por la pureza moral. El amor de Dios se vuelve hacia los corazones puros (Sal 73,1). El acceso al santuario se reserva al hombre de manos inocentes, de corazón puro (Sal 24.4), y Dios retribuye las manos puras del que practica la justicia (Sal 18,21.25). Pero como sólo él puede dar esta pureza, se le suplica que purifique los corazones. El Miserere manifiesta el efecto moral de la purificación que espera de Dios solo. «Lávame de toda malicia…, purifícame con el hisopo y seré puro.» Más aún: recogiendo la herencia de Ezequiel (36,25s) y coronando la tradición del AT, exclama: «¡Oh Dios! crea en mí un corazón puro» (Sal 51,12), oración tan espiritual que el creyente del NT puede adoptarla literalmente.

NT. I. LA PUREZA SEGÚN LOS EVANGELIOS. 1. La tendencia legalista subsiste todavía en la época de Jesús y remacha la ley acentuando las condiciones materiales de la pureza: abluciones repetidas (Mc 7,3s), lavados minuciosos (Mt 23,25), huida de los pecadores que propagan la impureza (Mc 2,15ss), señales puestas en las tumbas para evitar las contaminaciones por inadvertencia (Mt 23,27).

Jesús hace observar ciertas reglas de pureza legal (Mc 1,43s) y en un principio parece condenar solamente los excesos de las observancias sobreañadidas a la ley (Mc 7,6-13). Sin embargo, acaba por proclamar que la única pureza es la interior (Mc 7,14-23 p): «Nada de lo que entra de fuera en el hombre puede mancharlo…, porque de dentro, del corazón del hombre proceden los malos deseos.» En este sentido también los demonios pueden llamarse «espíritus impuros» (Mc 1,23; Lc 9,42). Esta enseñanza liberadora de Jesús era tan nueva que los discípulos tardarán bastante en comprenderla.

Jesús otorga su intimidad a los que se dan a él en la simplicidad de la fe y del amor, a dos «corazones puros» (Mt 5,8). Para ver a Dios, para presentarse a él, no ya en su templo de Jerusalén, sino en su reino, no basta la misma pureza moral. Precisa la presencia activa del Señor en la existencia; sólo entonces es el hombre radicalmente puro. Jesús dice así a sus Apóstoles: «Dios os ha purificado gracias a da palabra que yo os he anunciado» (Jn 15,3). Y todavía más claramente: «El que se ha bañado no necesita lavarse, está todo limpio; vosotros también estáis limpios» (Jn 13,10).

II. LA DOCTRINA APOSTÓLICA. 1. Más allá de la división entre puro e impuro. Fue necesaria una intervención sobrenatural para que de la palabra de Cristo sacara Pedro esta triple conclusión: ya no hay alimento impuro (Act 10,15; 11,9); los mismos incircuncisos no están mancillados (Act 10,28); ahora ya Dios purifica por la fe los corazones de los paganos (Act 15,9). Por su parte Pablo, armado con la enseñanza de Jesús (cf. Mc 7), declara osadamente que para el cristiano «nada es en sí impuro» (Rom 14,14). Habiendo ya pasado el régimen de la antigua ley, las observancias de pureza se convierten en «elementos sin fuerza», de los que Cristo nos ha liberado (Gál 4,3.9; Col 2,16-23). «La realidad está en el cuerpo de Cristo» (Col 2,17), pues su cuerpo resucitado es germen de un nuevo universo.

2. Los ritos incapaces de purificar el ser interior los sustituyó Cristo por su sacrificio plenamente eficaz (Heb 9; 10); purificados del pecado por la sangre de Jesús (1Jn 1, 7.9), esperamos tener un puesto entre los que «blanquearon sus vestiduras en la sangre del cordero» (Ap 7,14). Esta purificación radical se actualiza por el rito del bautismo que deriva su eficacia de la cruz: «Cristo se entregó por la Iglesia a fin de santificarla purificándola por el baño de agua» (Ef 5,26). Mientras las antiguas observancias no obtenían sino una purificación completamente exterior, las aguas del bautismo nos limpian de toda mancha asociándonos a Jesucristo resucitado (1Pe 3, 21s). Ciertamente somos purificados por la, esperanza en Dios, quien por Cristo nos ha hecho sus hijos (1Jn 3,3).

3. La transposición del plano ritual al plano de la salud espiritual se expresa particularmente en la 1a. epístola a los Corintios, en la que Pablo invita a los cristianos a expulsar de su vida la «levadura vieja» y a reemplazarla por «los ázimos de pureza y de verdad» (1Cor 5,8; cf. Sant 4,8). El cristiano debe purificarse de toda impureza de cuerpo y de espíritu para acabar así la obra de su santificación (2Cor 7,1). El aspecto moral de esta pureza está más desarrollado en las epístolas pastorales. «Todo es puro para los puros» (Tit 1,15), pues ahora ya nada cuenta delante de Dios sino la disposición profunda de los corazones regenerados (cf. 1Tim 4, 4). La caridad cristiana brota de un corazón puro, de una buena conciencia y de una fe sincera (1Tim 1,5; cf. 5,22). Pablo mismo da gracias a Dios por servirle con una conciencia pura (2Tim 1,3), como también pide a sus discípulos un corazón puro del que broten la justicia, la fe, la caridad, la paz (2Tim 2,22; cf. 1Tim 3,9).

Finalmente, lo que permite al cristiano practicar una conducta moral irreprochable es el hecho de estar consagrado al culto nuevo en el Espíritu: lo contrario de la impureza es la santidad (1Tes, 4,7s; Rom 6, 19). La pureza moral que preconizaba ya el AT se requiere siempre (Flp 4,8), pero su valor depende sólo de que conduce al encuentro de Cristo el día último de su retorno (Flp 1,10).

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Prueba, tentación

La palabra prueba evoca dos series de realidades. Una, orientada hacia la acción: un examen, un concurso: otra, replegada en la aflicción; una enfermedad, un luto, un fracaso. Y si la palabra ha pasado del primer sentido al segundo, ha sido sin duda porque, según una sabiduría ya religiosa, el sufrimiento se experimenta como un «test» revelador del hombre.

El sentido activo es primero en la Biblia: nsh, bhn, hqr. peiradsein, diakrinein, para limitarnos a las raíces principales, significan «poner a prueba», tratar de conocer la realidad profunda más allá de las apariencias inciertas. Como una aleación, como un adolescente, el hombre debe «dar prueba de sí». De suyo, no hay aquí nada de aflictivo.

Tentar es también «ensayar», experimentar. Pero si la tentativa se convierte en tentación y el experimento o la prueba pasa al estado crítico, entonces el hombre debe revelar en ella su verdadera orientación profunda. Así, Dios tienta al hombre.

Si la Biblia distingue la prueba particular que es la tentación, es porque parece torcerse oscuramente hacia el mal. Aquí interviene un tercer personaje, el tentador. Ya no es Dios quien tienta. Así en Gén 2,17 se trata de una prueba, en Gén 3, de una tentación (cf. Sant 1,1-12 y 1,13ss).

La experiencia de la prueba-tentación no es sencillamente de orden moral; se encuadra en un drama religioso e histórico; hace entrar en juego nuestra libertad en el tiempo frente a Dios y a Satán. En las diversas etapas del designio de Dios es interrogado el hombre: su vida teologal se pone a prueba en todos sus aspectos, pudiendo a veces cargarse el acento sobre uno o sobre otro de ellos.

AT. I. LA PRUEBA DEL PUEBLO DE DIOS. En la conciencia de Israel, el drama comenzó con su elección, en la promesa de llegar a ser por alianza el pueblo de Dios. Pero la esperanza así suscitada va a tener que purificarse.

En un primer estadio se llama al hombre a tomar partido frente a la promesa. Es la prueba de su fe. Es la de Abraham, de José, de Moisés, de Josué (Heb 11,1-40: Eclo 44,20; 1Mac 2,52). El hecho típico es sin duda el sacrificio de Isaac (Gén 22): para que Dios lleve a término la promesa, la fe del hombre debe aceptar libremente que se traduzca en la obediencia que ajusta dos voluntades.

La tentación vivida en los cuarenta años del desierto (Dt 8,2) consiste en no creer en el Dios pascual y preferir a él las cebollas de Egipto. Lleva consigo un juicio; y la pascua sólo se consuma para la generación fiel: sólo ella obtiene la tierra prometida.

La experiencia del desierto ayuda a dar su valor teológico a la expresión «tentar a Dios». O bien el hombre quiere salir de la prueba intimando a Dios a ponerle fin (cf. la antítesis Éx 15,25 y 17,1-7); o bien se pone en una situación sin salida «para ver si» Dios es capaz de sacarlo de ella; o también se obstina, a pesar de los signos evidentes, en pedir otras «pruebas» de la voluntad divina (Sal 95,9; Mt 4,7; Act 15,10; 1Cor 10,9).

Dios concluye una alianza con el aglomerado del que ha sacado un pueblo. En esta segunda etapa, la prueba versa sobre la fidelidad a la alianza. Se la puede llamar la prueba del amor. El pueblo ha escogido, sí, servir a su Dios (Jos 24,18); pero su corazón es falso; la prueba obliga al amor a declararse y a probarse: purifica el corazón. Es una obra de grandes alientos, en la que Dios pone la mano (imagen del fuego y del fundidor: Is 1,25s). Lentamente se elaboran los códigos (alianza, santidad, sacerdotal), en los que se oye el llamamiento a la santidad que Dios dirige a su pueblo (Lev, passim). Un nuevo juicio corresponde a esta nueva prueba; el exilio, el retorno al desierto sanciona la idolatría, que es un adulterio (Os 2).

2. Sólo un pequeño resto saldrá probado de la cautividad: el comportamiento divino es el mismo en la prueba de Israel frente a Yahveh (1Re 19,18) y frente a Jesús (Rom 11,1-5); en todos estos casos, si la prueba da por resultado un resto, es por pura gracia. La cautividad y el largo período que la sigue muestran, en efecto, hasta qué punto la promesa es humanamente irrealizable. Dilaciones interminables, contradicciones, persecuciones, las debilidades mismas del pueblo, vuelven a plantear no tanto la cuestión de la fe en la palabra de Yahveh o de la fidelidad a su alianza, cuanto la del cumplimiento mismo de la promesa. Así, desde el exilio hasta el Mesías, la prueba del pequeño resto es principalmente una prueba de la esperanza. El reino parece retroceder indefinidamente en el tiempo. La tentación es la del momento presente, de «este siglo», la tentación del mundo. El pueblo de Dios, en trance de secularizarse, adquiere más conciencia de la acción de Satán, «príncipe de este mundo» (Job 1-2). Esta prueba de la esperanza es la más íntima. la más purificadora. Cuanto más próximo está Dios, tanto más prueba (Jdt 8,25ss). La prueba acabará en un último juicio: el advenimiento del reino, la entrada del siglo venidero en este mundo mismo.

II. LA PRUEBA DE LA CONDICIÓN HUMANA. El AT tiene todavía que transmitirnos un doble mensaje. 1. En el plano de la persona. La reflexión de los sabios, transponiendo al plano personal las pruebas del pueblo, insiste en otro aspecto de la prueba: el sufrimiento, en particular el del justo. Aquí alcanza la prueba el máximum de agudeza, y la presencia de Dios el máximum de proximidad, pues el hombre se ve abocado, no ya a lo imposible, sino a lo absurdo. A este grado de agudeza la tentación no consiste ya en dudar del poder de Dios, en serle infiel o en preferir el mundo a Dios, sino que es la tentación del insulto, de esa blasfemia que es la forma como Satán da testimonio a Dios.

El libro de Job abre el debate y lo entierra en el misterio de la sabiduría de Dios, no desentendiéndose del tema, sino en un reconocimiento confuso de que la prueba hace que el hombre se ajuste progresivamente al misterio de Dios (cf. Gén 22). Líneas más definidas de respuesta se presentan en el poema del siervo (Is 52,13-33,12), y sobre todo en los libros salidos de la gran tribulación (Dan 9,24- 27; 12,1-4; Sab passim). La prueba aparece en ellos insoluble en el plano individual; su fuente está fuera del hombre (Sab 1,13; 2,24), es un hecho de índole concerniente al género humano. Pero sólo una persona podrá hacerla desembocar en la vida, alguien sobre quien no tendrá ventaja Satán y que será solidario de la «multitud», aun poniéndose en su lugar. El juicio estará en la venida del siervo.

2. En el plano, de la naturaleza humana. Estas conclusiones, en que se percibe la impronta de la reflexión sacerdotal, convergen con las que en los relatos del Génesis, que describen los orígenes, nos hacen llegar al fondo de la condición humana. La elección es finalmente la revelación más expresiva del amor gratuito de Dios, su libertad. Con ello reclama en el hombre el máximum de libertad en su respuesta.

La prueba es precisamente el campo dejado a esta respuesta. Gén 2 manifiesta por medio de imágenes esta solicitud gratuita por el soberano de la creación, que es el hombre. Tal amor de elección no se impone, se escoge: de ahí la prueba, a través del árbol del conocimiento (Gén 2,17). La condición humana fundamental se revela así: el hombre sólo es tal por su posibilidad constante de elegir por vocación a Dios, a cuya «imagen» es.

Ahora bien, Adán se escogió a sí mismo como Dios (Gén 3,5). Es que entre la prueba y la elección intervino la crisis, !a tentación, cuyo autor personal aparece finalmente: Satán (Gén 3; cf. Job 1-2). Como se ve, la tentación es más que la prueba, incluso en su paroxismo. Han hecho entrada elementos nuevos: el maligno, que es también el mentiroso, aparece como seductor. El hombre sólo escoge su soledad porque en ella cree hallar la vida; si sólo halla en ella la desnudez y la muerte, es que lo han engañado. Su prueba implica, pues, fundamentalmente un combate contra la mentira, una lucha para escoger según la verdad, en que se vive solamente la experiencia de la libertad (Jn 8,32-44). He aquí la última respuesta a la reflexión de los sabios.

La humanidad está empeñada en una prueba que la rebasa y que no superará sino por efecto de una promesa, efecto que es gracia (Gén 3,15), por la venida de la descendencia, que pondrá fin a la prueba.

NT. 1. LA PRUEBA DE CRISTO. Cristo se ve puesto por Satán en las situaciones en que Adán y el pueblo habían sucumbido y en que los pobres parecían abrumados. En él, prueba y tentación coinciden y son superadas, pues al pasar por ellas hace Jesús que se logre el amor de elección que las había suscitado.

Cristo es «la» descendencia según la promesa, el primogénito del nuevo pueblo. En el desierto (Lc 4,1s) triunfa Jesús del tentador en su propio terreno (Lc 11,24). Es a la vez el hombre que se nutre por fin, y sustancialmente, de la palabra de Dios, y «Yahveh salvador», al que su pueblo sigue tentando (Mt 16,1; 19,3; 22,18).

Jesús es el rey fiel, buen pastor, que ama a los suyos hasta el fin. La cruz es la gran prueba (Jn 12, 27s) en que Dios «da prueba» de su amor (3,14ss). Jesús es el pequeño resto, en el que el Padre concentra su amor de elección: en esta seguridad filial es a la vez odiado por el mundo y vencedor del mundo (Jn 15,18; 16,33).

Jesús es servidor, cordero de Dios. Llevando en la cruz el pecado de los hombres, transforma la tentación de blasfemia en queja filial y la muerte absurda en resurrección (Mt 27, 46; Lc 23,46; Flp 2,8s).

Como nuevo Adán e imagen del Padre que es, su tentación es la tentación del jefe: se intercala entre la teofanía de su misión y el ejercicio de esta misión (Mc 1,11-14). A todo lo largo de ésta la encontrará, como antagonista de la voluntad del Padre: sus padres (Mc 3,33ss), Pedro (Mc 8,33), los signos espectaculares (Mc 8,12), el mesianismo temporal (Jn 6,15). Finalmente, la última etapa de su misión deberá abrirse con la última tentación, la de la agonía(Le 22,40.46). Así Cristo, vencedor del tentador desde el principio hasta el fin de su misión (Lc 4,13), empeña por fin la nueva humanidad en su verdadera condición: la vocación filial (Hab 2,10-18).

LA PRUEBA DE LA IGLESIA. De la prueba de Cristo sale la Iglesia, como la multitud justificada por el siervo (Is 53,11). Y su misión sigue el mismo rumbo que el de Cristo (2Tim 2,9ss; Lc 22.28ss); el bautismo, en el que la pascua de Cristo viene a ser la de la Iglesia, es una prueba (Mc 10,38s) y anuncia pruebas tras él (Heb 10,32-39).

Aquí el vocabulario de la prueba se mezcla con el del sufrimiento (thlipsis- tribulación, diogmos-persecución) y de la paciencia (sobre todo hypomone-constancia). En el NT su resonancia es primero escatológica antes de ser psicológica. La proximidad del retorno del Señor lleva a su paroxismo la oposición de la luz y de las tinieblas. La Iglesia es el lugar de la prueba, el lugar en que la persecución debe consolidar la fidelidad (Lc 8,13ss; 21,12-19; Mt 24,7,13) y en que el hombre sale «probado» de la tribulación.

Esta prueba de la Iglesia es apocalíptica; revela realidades ocultas al hombre carnal, y el grado de responsabilidad encomendada a cada uno en la gran misión que viene del Padre: Cristo (Heb 2,14-28), Pedro (Lc 22,31s), los discípulos (Le 21, 12s), toda iglesia fiel (Ap 2,10). En este sentido prueba y misión culminan en el martirio. Pero el gran combate escatológico, que es la prueba propia de la Iglesia, revela también al verdadero autor de la tentación: Dios prueba a los suyos, sólo Satán los tienta (Lc 22,31; Ap 2,10; 12,9s); la Iglesia probada desenmascara al seductor, al acusador, al mismo tiempo que da testimonio por su Paráclito, el Espíritu victorioso que la conduce al término de la pascua (Ap 2-3; Lc 12,11s; In 16, 1-15). Por esta razón aparece en los apocalipsis a la vez perseguida y salvada (Dan 12,1; Ap 3,10; 2Pe 2,9). La prueba es, pues, la condición de la Iglesia, todavía por probar y ya pura, todavía por reformar y ya gloriosa. Las tentaciones propiamente eclesiales vienen las más de las veces del descuido de uno de estos dos componentes.

LA PRUEBA DEL. CRISTIANO. El anuncio del Evangelio está inscrito dentro de la tribulación escatológica (Mt 24,14). La prueba es, pues, particularmente necesaria a los que reciben el ministerio de la palabra (1Tes 2,4; 2Tim 2,15); de lo contrario, son traficantes (2Cor 2,17). La prueba es el signo de la misión (1Tim 3,10; Flp 2,22). De ahí el discernimiento de los falsos enviados (Ap2,2; Jn 4,1).

En el plano psicológico sondea Dios los corazones y los pone a prueba (1Tes 2,4). Únicamente permite la tentación (1Cor 10,13). Ésta viene del tentador (Act 5,3; 1Cor 7,5; 1Tes 3,5) a través del mundo (1Jn 5,19) y sobre todo del dinero (1Tim 6,9). Por esto hay que pedir que no «entremos» en la tentación (Mt 6,13; 26, 41), pues conduce a la muerte (Sant 1,14s). Esta actitud de oración filial es el extremo opuesto de la que tienta a Dios (Lc 11,1-11).

La prueba, sí, y la tentación en que no se entra es una prueba, está ordenada a la vida. Es un dato de la vida en Jesucristo: «sí, todos los que quieren vivir con piedad en Jesucristo, serán perseguidos» (2Tim 3, 12). La prueba es una condición indispensable de crecimiento (cf. Lc 8,13ss), de robustez (1Pe 1,6s con miras al juicio), de verdad manifestada (1Cor 11,19: razón de ser de las divisiones cristianas), de humildad (1Cor 10,12), en una palabra, es el camino mismo de la pascua interior, el del amor que espera (Rom 5,3ss).

Siendo ello así, es una misma cosa ser un cristiano «probado» y experimentar el Espíritu. La prueba dispone para un don mayor del Espíritu, pues este opera ya en ella su trabajo de liberación. El cristiano probado, así liberado sabe discernir, verificar, «probar» todas las cosas (Rom 12,2; Ef 5,10). Este nuevo sentido de discreción es el Espíritu (1Jn 2,20.27). Aquí tenemos la fuente teologal del examen de conciencia, que ya no es aritmética espiritual, sino discernimiento dinámico, en el que cada uno se prueba a la luz del Espíritu (2Cor 13,5; Gál 6,1).

La Biblia invita a dar un sentido teologal a la prueba. La prueba es paso «hacia Dios» a través de su designio. Los diversos aspectos de la prueba (fe, fidelidad, esperanza, libertad) confluyen en la gran prueba de Cristo, continuada en la Iglesia y en cada cristiano y que termina en un parto cósmico (Rom 8,18-25). La aflicción. de la prueba adquiere su verdadero sentido en la lucha escatológica.

En el designio de Dios, que intenta divinizar al hombre en Cristo, la prueba„ y su explotación satánica, la tentación, son ineluctables: hacen pasar de la libertad ofrecida a la libertad vivida, de la elección a la alianza. La prueba ajusta al hombre con el misterio de Dios, y al hombre herido le es tanto más dolorosa la proximidad de Dios cuanto más íntima es. El Espíritu hace discernir en el misterio de la cruz el paso de la primera a la segunda creación, el paso del egoísmo al amor. La prueba tiene carácter pascual.

Todos los derechos: Vocabulario de teología bíblica, X. Léon-Dufour

Prójimo

AT. La palabra «prójimo», que traduce con bastante exactitud el término griego plesion, corresponde imperfectamente a la palabra hebrea rea, que es subyacente a este último. No debe confundirse con la palabra «hermano», aunque con frecuencia le corresponde. Etimológicamente expresa la idea de asociarse con alguno, de entrar en su compañía. El prójimo, contrariamente al hermano, con el que está uno ligado por la relación natural, no pertenece a la casa paterna; si mi hermano es otro yo. mi prójimo es otro que yo, otro que para mí puede ser realmente «otro», pero que puede también llegar a ser un hermano. Así pues, puede crearse un vínculo entre dos seres, ya en forma pasajera (Lev 19, 13.16.18), ya en forma durable y personal, en virtud de la amistad (Dt 13,7) o del amor (Jer 3,1.20; Cant 1,9.15) o del compañerismo (Job 30, 29).

En los antiguos códigos no se habla de «hermanos», sino de «otros» (p.e. Éx 20,16s): a pesar de esta abertura virtual hacia el universalismo, el horizonte de la ley apenas si rebasó los límites del pueblo de Israel. Luego, el Deuteronomio y la ley de santidad, con su conciencia más viva de la elección, confunden «otro» y «hermano» (Lev 19,16ss) entendiendo así a los solos israelitas (17,3). No es esto un estrechamiento del amor del «prójimo» restringido a solos los «hermanos»; por el contrario, se esfuerzan por extender el mandamiento del amor asimilando al israelita el extranjero residente (17,8.10.13; 19,34).

Después del exilio se abre camino una doble tendencia. Por un lado, el deber de amar no concierne más que al israelita o al prosélito circunciso: el círculo de los «prójimos» se estrecha. Pero por otro lado cuando los Setenta traducen el hebreo reo por el griego plesion separan «otro» de «hermano». El prójimo al que hay que amar es otro, sea o no hermano. Tan luego se encuentran dos hombres, son «prójimo» el uno para el otro, independientemente de sus relaciones de parentesco o de lo que el uno pueda pensar del otro.

NT. Cuando el escriba preguntaba a Jesús: «¡,Quién es mi prójimo?» (Lc 10,29), es probable que todavía asimilara a este prójimo con su «hermano», miembro del pueblo de Israel. Jesús va a transformar definitivamente la noción de prójimo.

Por lo pronto, consagra el mandamiento del amor: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo.» No sólo concentra en él los otros mandamientos, sino que lo enlazó indisolublemente con el mandamiento del amor de Dios (Mt 22,34-40 p). Después de Jesús, Pablo declara solemnemente que este mandamiento «cumple toda la ley» (Gál 5,14), que es la «suma» de los otros (Rom 13,8ss), y Santiago lo califica de «ley regia» (Sant 2,8).

Luego, Jesús universaliza este mandamiento: uno debe amar a sus adversarios, no sólo a sus amigos (Mt 5,43-48); esto supone que se ha derribado en el corazón toda barrera. tanto que el amor puede alcanzar al mismo enemigo.

Finalmente, en la parábola del buen samaritano pasa Jesús a las aplicaciones prácticas (Lc 10,29.37). No me toca a mí decidir quién es mi prójimo. El hombre que se halla en apuros, aunque sea mi enemigo, puede convertirse en mi prójimo. El amor universal conserva así un carácter concreto: se manifiesta para con cualquier hombre al que Dios ponga en mi camino.

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Presencia de Dios

El Dios de la Biblia no es sólo el altísimo: es también el muy próximo (Sal 119,151); no es un ser supremo cuya perfección lo aísle del mundo, pero tampoco una realidad que se haya de confundir con el mundo. Es el Dios creador presente a su obra (Sab 11,25; Rom 1,20), el Dios salvador presente a su pueblo (Éx 19,4ss), el Dios Padre presente a su Hijo (Jn 8,29) y a todos los vivificados por el Espíritu de su Hijo y que le aman filialmente (Rom 8,14.28). La presencia de Dios no es material por el hecho de ser real; si bien se manifiesta por signos sensibles, es la presencia de un ser espiritual cuyo amor envuelve a su criatura (Sab 11,24; Sal 139) y la vivifica (Act 17,25-28) quiere comunicarse al hombre y hacer de él un testigo luminoso de su presencia (Jn 17,21).

AT. Dios, que ha creado al hombre, quiere estarle presente; si por el pecado huye el hombre esta presencia, el llamamiento divino no deja de perseguirle a través de la historia: «Adán, ¿dónde estás?» (Gén 3, 8s).

LA PROMESA DE LA PRESENCIA DE DIOS. Dios se manifiesta primero a algunos privilegiados, a los que ase-gura su presencia: a los padres con quienes hace alianza (Gén 17,7; 26, 24; 28,15) y a Moisés que tiene la misión de liberar a su pueblo (Éx 3,12). A este pueblo revela su nombre y el sentido de este nombre; le garantiza también que el Dios de sus padres estará con él como ha estado con ellos. Dios, en efecto, se denomina Yahveh y se define así: «Yo soy el que soy», es decir, yo soy el eterno, el inmutable y ell fiel; o también: «Yo soy el que es», que es, y está, siempre, en todas partes, marchando con su pueblo (3,13ss; 33,16). La promesa de esta presencia omnipotente (poder) hecha en el momento de la alianza (34,9s) se renueva a los enviados por los que conduce Dios a su pueblo: Josué y los jueces (Jos 1,5; Jue 6,16; 1Sa 3.19). los reyes y los profetas (2Sa 7,9; 2Re 18.7; Jer 1,8.19). Igualmente significativo es el nombre del niño cuyo nacimiento anuncia Isaías y del que depende la salvación del pueblo: Emmanuel, es decir, «Dios con nosotros» (]s 7,14; cf. Sal 46,8).

Incluso cuando debe Dios castigar a su pueblo con el exilio, tampoco le abandona; es este pueblo que sigue siendo su servidor y su testigo (Is 41,8ss; 43,10ss), no deja de ser el pastor (Ez 34.15s.31; Is 40,10s), el rey (Is 52,7), el esposo y el redentor (Is 54,5s; 60,16); anuncia por tanto que va a salvarlo gratuitamente por fidelidad a sus promesas (Is 52.3.6), que su gloria regresará a la ciudad santa cuyo nombre será en adelante «Yahveh está aquí» (Ez 48,35), y que así manifestará su presencia a todas las naciones (Is 45,14s) y las reunirá en Jerusalén a su luz (Is 60); finalmente, el último día estará presente como juez y rey universal (Mal 3,1; Zac 14,5.9).

LOS SIGNOS DE LA PRESENCIA DE DIOS. Dios se manifiesta por signos diversos. La teofanía del Sinaí suscita el temor sagrado por la tormenta, el trueno, el fuego y el viento (Éx 20,18ss) que se vuelve a hallar en otras intervenciones divinas (Sal 29; 18,8-16; Is 66,15; Act 2, 1ss; 2Pe 3.10; Ap 11,19). Pero Dios aparece también en un clima muy diferente, el de la paz del Edén, donde sopla una brisa ligera (Gén 3,8), cuando conversa con sus amigos, Abraham (Gén 18,23-33), Moisés (Ex 33,11) y Elías (1Re 19,11ss).

Por lo demás, por muy luminosos que sean los signos de la presencia divina, Dios se envuelve en misterio (Sal 104,2); guía a su pueblo en una columna de nube y de fuego (Ex 13,21) y así permanece en medio de él. llenando con su gloria la tienda donde se halla el arca de la alianza (Éx 40,34) y más tarde el Santo de los Santos (1Re 8,10ss).

LAS CONDICIONES DE LA PRESENCIA DE DIOS. Para tener acceso a esta misteriosa y santa presencia hay que aprender de Dios las condiciones.

1. La búsqueda de Dios. El hombre debe responder a los signos que Dios le hace; por eso le tributa culto en lugares en que se conserva el recuerdo de alguna manifestación divina, como Bersabé o Betel (Gén 26, 23ss; 28,16-19). Pero Dios no está ligado a ningún lugar, a ninguna morada material. Su presencia, de la que es signo el arca de la alianza, acompaña al pueblo al que guía a través del desierto y del que quiere hacer su morada viva y santa (Éx 19.5; 2Sa 7,5s.11-16). Dios quiere habitar con la descendencia de David, en su casa. Y si acepta que Salomón le construya un templo, lo hace afirmando que este templo es incapaz de contenerle (1Re 8,27; cf. Is 66,1); se le hallará allí en la medida en que se invoque su nombre en verdad (1Re 8,29s.41ss; Sal 145,18), es decir, en cuanto se bus-que su presencia mediante un culto verdadero, el de un corazón fiel.

Para obtener tal culto, eliminando el de los lugares altos y su corrupción, la reforma deuteronómica prescribió que se subiera tres veces al año a Jerusalén y que no se sacrificara en otra parte (Dt 12,5; 16, 16). Esto no significa que baste subir al templo para hallar al Señor; es preciso además que el culto que en él se celebra exprese el respeto debido al Dios que nos ve y la fidelidad debida al Dios que nos habla (Sal 15; 24). De lo contrario se está lejos de él con el corazón (Jer 12, 2), y Dios abandona el templo cuya destrucción anuncia porque los hombres lo han convertido en una cueva de ladrones (Jer 7,1-5; Ez 10-11).

Por el contrario, Dios está cerca de los que caminan con él como los patriarcas (Gén 5,22; 6,9; 48,15) y están delante de él como Elías (1Re 17,1); que viven con confianza bajo su mirada (Sal 16,8; 23,4; 119,168) y le invocan en sus angustias (Sal 34,18ss); que buscan el bien (Am 5.4.14) con un corazón humilde y contrito (Is 57,15) y socorren a los desgraciados (Is 58,9); tales son los fieles que vivirán incorruptibles, cerca de Dios (Sab 3,9; 6,19).

2. El don de Dios. Ahora bien, tal fidelidad ¿está en poder del hombre? En presencia del Dios santo el hombre adquiere conciencia de su pecado (Is 6,1-5), de una corrupción que sólo Dios puede curar (Jer 17,1.14). ¡Venga, pues, Dios a cambiar el corazón del hombre, ponga en él su ley y su Espíritu (Jer 31, 33; Ez 36,26ss)! Los profetas anuncian esta renovación, fruto de una nueva alianza que hará del pueblo santificado la habitación de Dios (Ez 37,26ss). También los sabios anuncian que Dios enviará a los hombres su sabiduría y su Espíritu Santo, a fin de que conozcan su voluntad y se hagan sus amigos recibiendo en ellos mismos esta sabiduría que se goza en habitar entre ellos (Prov 8,31; Sap 9,17ss; 7,27s).

NT. I. EL DON DE LA PRESENCIA EN JESÚS. Por su venida a la Virgen María realiza el Espíritu Santo el don prometido a Israel: el Señor está con ella y Dios está con nosotros (Lc 1,28.35; Mt 1,21ss). En efecto, Jesús, hijo de David, es también el Señor (Mt 22,43s p), el Hijo del Dios vivo (Mt 16,16), cuya presencia se revela a los pequeños (Mt 11,25ss); es el Verbo de Dios, venido en la carne a habitar entre nosotros (Jn 1,14) y hacer presente la gloria de su Padre, del que su cuerpo es el verdadero templo (Jn 2.21). Como su Padre, que está siempre con él, se llama «Yo soy» (Jn 8,28s; 16,32) y da cumplimiento a la promesa de presencia implicada por este nombre; en él, en efecto, se halla la plenitud de la divinidad (Col 2,9). Una vez acabada su misión, asegura a sus discípulos que está para siempre con ellos (Mt 28 20; cf. Lc 22,30; 23,42s).

EL MISTERIO DE LA PRESENCIA EN EL ESPÍRITU. Cuando Jesús priva de su presencia corporal a sus discípulos, todavía pueden hallarle entre ellos si su fe lo busca donde está, según su promesa: está en todos los desgraciados, en los cuales quiere ser servido (Mt 25,40); está en los que llevan su palabra, en los cuales quiere ser escuchado (Lc 10,16); está en medio de los que se unen para orar en su nombre (Mt 18,20).

Pero Cristo no está sólo entre los creyentes: está en ellos, como lo reveló a Pablo al mismo tiempo que su gloria: «Yo soy Jesús al que tú persigues» (Act 9,5); en efecto, vive en los que lo han recibido por la fe (Gál 2,20; Ef 3,17) y a los que alimenta con su cuerpo (1Cor 10,16s). Su Espíritu los habita, los anima (Rom 8,9.14) y hace de ellos el templo de Dios (1Cor 3,16s; 6,19; Ef 2,21s) y los miembros de Cristo (1Cor 12,12s.27).

Por este mismo Espíritu vive Jesús en los que comen su carne y beben su sangre (Jn 6,56s.63); está en ellos, como su Padre está en él (Jn 14,19s). Esta comunión supone que Jesús ha retornado al Padre y ha enviado su Espíritu (Jn 16,28; 14,16ss); por esto es mejor que esté ausente corporalmente (Jn 16,7); esta ausencia es la condición de una presencia interior realizada por el don del Espíritu. Gracias a este don, los discípulos tienen en sí mismos el amor que une al Padre y al Hijo (Jn 17,26): por eso mora Dios en ellos (1Jn 4,12).

LA PLENITUD DE LA PRESENCIA EN LA GLORIA DEL PADRE. Esta presencia del Señor que Pablo desea a todos (2Tes 3,16; 2Cor 13,11) no será perfecta sino después de la liberación de nuestros cuerpos mortales (2Cor 5,8). Entonces, resucitados por el Espíritu que está en nosotros (Rom 8, 11), veremos a Dios, que será todo en todos (1Cor 13,12; 15,28). Entonces en el supuesto que Jesús nos ha preparado cerca de él veremos su gloria (Jn 14,2s; 17,24), luz de la nueva Jerusalén, morada de Dios con los hombres (Ap 21,2s.22s). Entonces será perfecta la presencia en nosotros del Padre y del Hijo por el don del Espíritu (1Jn 1,3; 3,24).

Tal es la presencia que ofrece el Señor a todo creyente. «Estoy a la puerta y llamo» (Ap 3,20). No es una presencia accesible a la carne (Mt 16,17), ni reservada a un pueblo (Col 3,1i), ni ligada a un lugar (Jn 4,21); es el don del Espíritu (Rom 5,5; Jn 6,63), ofrecido a todos en el cuerpo de Cristo, donde está en plenitud (Col 2,9), e interior al creyente que entra en esta plenitud (Ef 3,17ss). El Señor hace este don a quien le responde con la esposa y por el Espíritu: «¡Ven!» (Ap 22, 17).

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Piedad

Para los modernos es la piedad la fidelidad a los deberes religiosos, reducidos con frecuencia a los ejercicios de piedad. En la Biblia tiene la piedad mayor irradiación: engloba también las relaciones del hombre con los otros hombres.

AT. 1. La piedad en las relaciones humanas. En hebreo la piedad (hesed) designa en primer lugar la relación mutua que une a parientes (Gén 47,29), amigos (1Sa 20,8), aliados (Gén 21,23); es una adhesión que implica una ayuda mutua, eficaz y fiel. La expresión hacer hesed indica que la piedad se manifiesta en actos. En la pareja hesed/emet, «piedad/fidelidad» (Gén 24,49; Prov 20,28; Sal 25,10), los dos términos se compenetran: el segundo designa una actitud del alma sin la cual no sería perfecta la bondad designada por el primero. Para los LXX que traducen hesed por eleos (= piedad, compasión), le esencial de la piedad es la bondad compasiva.

2. La piedad en las relaciones con Dios. Este lazo humano tan fuerte, que es la hesed, permite comprender el que establece Dios con la alianza, entre él y su pueblo. A la piedad de Dios, es decir, a su amor miser1Cordioso a Israel, su primogénito (Éx 34,6; cf. 4,22; Jer 31,3; Is 54, 10), debe responder otra piedad, es decir, la adhesión filial que se traducirá en obediencia fiel y en culto amante (cf. Dt 10,12s). Por lo demás, de este amor practicado para con Dios debe fluir un amor fraterno entre los hombres, imitación de la bondad de Dios y de su solicitud por los pobres. Así, para definir la verdadera piedad la asocia Miqueas con la justicia, el amor y la humanidad (Miq 6,8).

Esta definición es la de los profetas y de los sabios. Para Oseas no está la piedad en los ritos, sino en el amor que los anima (Os 6,6 = Mt 9,13), inseparable de la justicia (Os 12,7) y de la fidelidad a la ley (Os 2,21s; 4,1s). En cuanto a Jeremías, Dios se nos da como modelo de piedad y de justicia (Jer 9,23). En otras partes vemos que la piedad queda comprometida cuando son oprimidos los pobres y se viola la justicia (Miq 7,2; Is 57,1: Sal 12,2-6). En los Salmos e! culto del hombre piadoso (heb. hasid, gr. hosios o eusebes) se expresa en una alabanza amante, confiada, gozosa (Sal 31,24; 149), que magnifica la piedad de Dios (Sal 103). Sin embargo, este culto no es acepto sino cuando va unido con la fidelidad (Sal 50). Dios otorga la sabiduría (Eclo 43,33) a los hombres piadosos que no separan culto y caridad (Eclo 35,1-10) y sacan provecho de todos los bienes creados por Dios (Eclo 39,27).

Esta piedad integral anima en la época macabea a los asideos (de hasidim: «piadosos»; l Mac 2,42), que luchan por su fe hasta la muerte: la piedad que los hace fuertes está segura de la resurrección (2Mac 12, 45). Tal es también «la piedad más poderosa que todo», cuya victoria en el juicio final canta la Sabiduría (Sab 10,12; cf. la oposición justo! impío en Sab 2-5). De esta piedad estará dotado el Mesías que establecerá acá en la tierra el reinado de Dios (Is 11,2; LXX eusebeia).

NT. 1. La piedad de Cristo. La espera de los que desean «servir a Dios en la piedad (hosiotes) y en la justicia» es colmada por la piedad (eleos) de Dios que envía a Cristo (Lc 1,75.78). Cristo es el «piadoso» (Act 2,27; 13.35: hosios = Sal 16,10: Parid) por excelencia. Su piedad filial le lleva a cumplir en todo la voluntad de Dios, su Padre (Jn 8. 29; 9,31); la misma le induce a ofrecer un edito perfecto (Heb 10. 5-10), le inspira la ardiente oración de su agonía y la ofrenda del doloroso sacrificio por el que nos santifica (Mc 14,35s p); siendo así el sumo sacerdote piadoso que necesitábamos (Heb 7,26), es escuchado por Dios «a causa de su piedad» (5,7). Por eso el misterio de Cristo se llama «el misterio de la piedad» (1Tim 3,16: eusebeia): en él la piedad de Dios realiza su designio de salvación; en él tiene la piedad del cristiano su fuente y su modelo.

2. La piedad del cristiano. Dios consideraba ya agradables a los hombres de toda nación que con sus oraciones y sus limosnas animadas del temor de Dios participaban de la piedad judía en sus dos elementos, el culto divino y la práctica de la justicia; tales son el judío Simeón (Lc 2,25), los hombres llegados a Jerusalén para pentecostés (Act 2,5), el centurión Cornelio (Act 10,2.4.22. 34s). Esta piedad es renovada por Jesús y por el don del Espíritu. En los Hechos aparecen algunos ele esos hombres piadosos (adiabas), como Ananías (Act 22,12) o como los cristianos que van a dar sepultura a Esteban (Act 8,2). Conforme al lenguaje paulino, su culto está animado ahora por un espíritu filial para con Dios (cf. Gál 4,6), y su justicia es la de la fe que obra por la caridad (Gál 5,6). Tal es la piedad (hosiotes) del hombre nuevo, la verdadera piedad cristiana (Ef 4,24), que Pablo opone a las prácticas vanas de una piedad falsa y completamente humana (Col 2,16-23); por ella damos a Dios un culto agradable, con religión (eulabeia) y temor (Heb 12,28).

En las epístolas pastorales y en la segunda ep. de Pedro la piedad (eusebeia) cuenta entre las virtudes fundamentales del pastor, del hombre de Dios (1Tim 6,11; Tit 1,8); es necesaria también a todo cristiano (Tit 2,12; 2Pe 1,6s). Se subrayan dos de sus caracteres. En primer lugar la piedad libra del amor del dinero; contrariamente a la falsa piedad ávida de ganancias, se contenta con lo necesario y su ganancia está en esta misma libertad (1Tim 6,5-10). En segundo lugar, da fuerza para soportar las persecuciones, que es el destino de los que tienen por modelo la piedad de Cristo (2Tim 3,10ss). Sin este desasimiento y esta constancia sólo se tiene apariencias de piedad (3,5). A la verdadera piedad está prometido el auxilio de Dios en las pruebas de esta vida, y además la vida eterna (2Pe 2.9; 1Tim 4,7s). La piedad así comprendida designa finalmente la vida cristiana con todas sus exigencias (cf. 1Tim 6.3: Tit1,1): para responder al amor del que es «el único piadoso» (Ap 15,4: hosios), el cristiano debe imitarlo y revelar así a sus hermanos el rostro de su Padre celestial.

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