FUEGO

(Dios, excluidos, infierno, juicio, pecado). Dentro de la teología cristiana, suele citarse el fuego en relación con la exclusión de los pecadores, conforme a la sentencia de Mt 25,41: «Apartaos de mí, al fuego eterno». Pero tiene además otros sentidos, vinculados de un modo especial con la manifestación de Dios, en su doble forma, creadora y destructora.

  1. Fuego de Dios: teofanía y castigo. El fuego está ligado a lo divino como fuerza creadora y destructora. La misma revelación de Dios, que trasciende y fundamenta los principios y poderes normales de la vida, se halla unida repetidamente al fuego. Hay fuego de Dios en la teofanía del Sinaí (Ex 19,18), lo mismo que en la visión de la zarza ardiendo (Ex 3,2) y en la nube luminosa (Ex 13,21-22; Nm 14,14). El fuego acompaña a las grandes teofanías apocalípticas de Ez 1,4.13.27 y Dn 7,10 y, lógicamente, puede adquirir rasgos destructores para aquellos que se oponen al proyecto de Dios, dentro de la misma historia. En ese plano se sitúa el castigo de las viejas ciudades pervertidas de la hoya del mar Muerto (Gn 19,24-25), lo mismo que la séptima plaga de Egipto (Ex 9,24). Por eso, no es extraño que se diga que del seno de Dios proviene el fuego que devora a los rebeldes (Lv 10,2) o destruye a los murmuradores del pueblo de Israel en el desierto (Nm 11,1-3). Éste es el fuego que obedece a Elías, profeta (1 Re 18,38-39; 2 Re 1,10-12), castigando a los enemigos de Dios o a los mismos israelitas pervertidos (cf. Am 1,4-7; 2,5; Os 8,14; Jr 11,16; 21,24; Ez 15,7; etc.). En contra de eso, el fuego de Mt 25,41 desborda el nivel histórico y debe situarse en una perspectiva escatológica: en el momento final de la historia, cuando Dios realiza el juicio sobre el mundo. En esta línea han empezado a situarse ya las formulaciones de Joel, con su visión del fuego que precede y comienza a realizar el juicio (Jl 2,3; 3,3). También es importante Ez 38,22; 39,6, que presenta el fuego como instrumento de la justicia de Dios, que destruye al último enemigo de los justos, Gog y Magog, antes de que surja un mundo nuevo. Por su parte, Mal 3,1-3.9 anuncia la venida escatológica de Elías con el fuego de Dios que purifica y prepara la llegada de Dios. (2) Moisés. La zarza ardiente. Conforme a un esquema usual en muchas tradiciones religiosas de Oriente y Occidente, la manifestación de Dios se encuentra vinculada al fuego: es llama que arde y calienta. El texto más significativo es el de la zarza ardiente: «Entonces se le apareció el ángel de Yahvé en una llama de fuego en medio de una zarza. Moisés observó y vio que la zarza ardía en el fuego, pero la zarza no se consumía. Entonces Moisés pensó: Iré, pues, y contemplaré esta gran visión; por qué la zarza no se consume. Cuando Yahvé vio que se acercaba para mirar, lo llamó desde en medio de la zarza diciéndole: ¡Moisés, Moisés! Y él respondió: Heme aquí» (Ex 3,2-4). Este pasaje vincula fuego y zarza (árbol y llama), en paradoja que ilustra el sentido radical de lo divino. Moisés ha tenido que atravesar el desierto y llegar a la montaña sagrada, donde ve a Dios en la zarza que arde. Árbol y arbusto son desde antiguo signos religiosos, como aparece en la historia de Abrahán (encina de Moré: Gn 12,6) y como sabe la tradición religiosa cananea, combatida por los profetas (culto de la piedra y árbol, de Baal y Ashera). Pues bien, en este momento, en medio del desierto, la visión de Dios se encuentra vinculada con un árbol ardiente: la misma vegetación se vuelve ardor y fuego donde Dios se manifiesta. Éste es un fuego paradójico: es zarza llameante que arde sin consumirse. Esto es Dios: llama constante, vida que se sigue manteniendo en aquello que parece incapaz de tener vida. Quizá pudiera trazarse un paralelo: los hebreos oprimidos son la zarza, arbusto frágil que en cualquier momento puede quebrar y destruirse, consumidos por el desierto o aniquilados por la montaña de los grandes pueblos de este mundo. Pues bien, en esa zarza que se consume sin consumirse se desvela Dios, como vida, en aquello que es más débil, más frágil. Moisés ha ido a la Montaña de Dios dispuesto a ver el espectáculo, como simple curioso que mira las cosas desde fuera. Pero Dios, que le hablará desde el fuego de la zarza, tiene otra intención, se manifiesta de otra forma, revelándose como Yahvé (El que Es) y enviándole a liberar a los hebreos.
  2. Fuego destructor, fuego de castigo. Introducción. A partir de los pasajes anteriores, la tradición exegética ha distinguido dos tipos de fuego de castigo: uno que destruye a los culpables para siempre (fuego de aniquilación) y otro que les castiga y atormenta, también para siempre (fuego de punición). (a) Fuego de aniquilación. Es signo de la fuerza destructora de Dios que consume a los malvados. El mismo fuego de Dios ejerce una función positiva (da calor, ofrece vida, es signo teofánico) y también otra que es negativa (es terrorífico, destruye todo lo que encuentra). En esa línea, desde un punto de vista filosófico, dentro de la tradición occidental, el fuego puede presentarse como signo de la totalidad cósmica, como principio positivo y constitutivo de la realidad (uno de los cuatro elementos; los otros son agua, tierra, aire) o como poder destructor, que todo lo aniquila para recrearlo (Heráclito). El fuego, en fin, tiene una clara connotación psicológica y se muestra como expresión de aquel poder que nos conduce a la conquista del mundo (complejo de Prometeo) o nos lleva hacia la luz oscura de la muerte (mito de Empédocles), convirtiéndose así en sinónimo de ruptura, destrucción, puro vacío. (b) Fuego de castigo. No destruye, sino que va quemando sin fin los cuerpos y las almas de los condenados. Esta visión de fuego de castigo inextinguible sólo es posible allí donde se pone de relieve el carácter perverso de algunos hombres y la visión de un Dios juez, que impone una condena sin fin a esos perversos. Éste es un tema clave de la teodicea entendida ya de una manera judicial. El viejo Sheol de las representaciones antiguas, donde todos por igual perviven tras la muerte, en estado de sombra (pero sin sufrimiento), no responde a la nueva experiencia de Dios y su justicia, que tiene que sancionar a los malvados. Por eso, el Sheol se convierte progresivamente en lugar de espera hasta que llegue el juicio que se expresa como salvación o condena (cf. Dn 12,1-3).
  3. Aniquilar o castigar. Desarrollo bíblico. Conforme a lo anterior, la función del fuego es doble: puede concebirse como fuerza destructora que aniquila o como llama juzgadora que castiga. En un caso estamos ante la «pena de muerte» que es propia de la misma naturaleza, muerte que aniquila al fin a todos, en un proceso constante de generación y corrupción, que se aplica por igual a cuerpos y almas. En otro caso estamos ante una «condena perpetua», un castigo sin fin. No es fácil deslindar las perspectivas. Las palabras de los textos bíblicos resultan muchas veces ambiguas. Quizá el mismo contenido de la suerte de los condenados resulte ambivalente. Por eso no es extraño que se crucen las imágenes de tal forma que a veces se pueda pensar en una destrucción (aniquilación) de los perversos que dejan de existir, consumidos por el fuego de Dios; otras, en cambio, parece que se trata de un castigo que no acaba, con un fuego de condena que jamás termina de quemar a los malvados. Resulta arriesgado distinguir representación de representación. Por otra parte, no podemos olvidar que el fuego es símbolo del fracaso del hombre que se pierde frente a Dios, es símbolo y no concepto claro. A pesar de ello pensamos que hay algunas líneas que pueden destacarse. Del fuego que destruye a los malvados habla Job 36,9-10 y de forma todavía más concreta 4 Esd: los perversos se han alzado contra el pueblo de los justos y parece que van a destruirlo; pues bien, entonces surgirá «ese hombre» (Hijo de Hombre), arrojará fuego de su boca y destruirá a los enemigos (4 Esd 13,10-11; cf. BarSir 37,1; 48,39). Este juicio destructor suele tener carácter propedéutico: función suya es quemar a todos los perversos, a fin de que resulte posible el orden de Dios, el mundo nuevo. Sólo viven y perviven, resucitan, los amigos de Dios o los salvados. De los otros no queda más recuerdo positivo ni existencia; serán aniquilados. El fuego de condena está simbolizado por la gehena.
  4. Gehenna: fuego de castigo. Dentro de la lógica de la teología israelita, resulta normal que en un momento dado el castigo de los pecadores deje de tomarse como aniquilación y se interprete en forma de condena duradera. Junto a la vida de los justos en el nuevo eón que ya se acerca está el castigo o sufrimiento de los condenados. El fuego, que antes era destructor, se vuelve ahora principio de tortura. Así lo supone Is 66,22-24: frente a los salvados, que ascienden y llegan al templo, se amontonan en la parte más honda del valle que está junto al templo los cadáveres de los rebeldes, pudriéndose y quemándose por siempre (cf. Jdt 16,17; Eclo 21,9-10). Esta doble imagen, de la montaña de Dios (templo, cielo) y del valle de los muertos (corrupción, fuego), pervive a lo largo de la tradición posterior. Frente al lugar de la vida o salvación se encuentra el campo de la muerte, identificado con la gehenna, valle de mala memoria, al borde de Jerusalén (cf. 2 Re 16,3; 21,6), basurero donde arden sin fin los desperdicios de la ciudad, lugar que se convierte en signo de castigo para los injustos (cf. 1 Hen 90,26; Jr 7,32; 19,6; ApBar 59,10). Del Sheol, donde todos los muertos llevaban sin distinción vida de sombras, en el momento en que se va expresando la esperanza en una supervivencia, pasamos al simbolismo de la doble suerte de los hombres: nuevo eón para los justos, gehenna o castigo para los impíos. Sólo ahora puede hablarse de una doble resurrección: unos para la vida y otros para la ignominia eterna (Dn 12,1-2).
  5. ¿Novedad de Jesús? En este contexto se sitúa la palabra de Jesús. Anotemos que, según la tradición evangélica, Jesús ha rechazado el uso del fuego como expresión de un castigo dentro de la historia: no ha querido ser Elías que destruye con la llama de Dios a las personas enemigas (cf. Lc 9,54-55). Tampoco alude al fuego como fuerza del juicio que aniquila, en la línea de aquello que se pone en boca del Bautista (Mt 3,1-12 y par; cf. ApJn 20,9). Jesús anuncia el juicio y lo anuncia seriamente; pero nunca ha interpretado a Dios en forma de principio o portador de un fuego que destruye a los malvados. Dios viene a salvar, no a destruir; viene para amar a los pecadores y no para aniquilarlos con su llama. Pues bien, rechazando el fuego del castigo histórico, Jesús parece haber acentuado el papel del fuego en la condena escatológica, pero lo ha hecho siempre de forma parabólica, a modo de llamada a conversión. El mismo Jesús que no quiere actuar como juez que destruye a los hombres del mundo ha anunciado, con radicalidad hasta entonces insospechada, la posibilidad de un rechazo humano, el peligro de un final que se expresa en la condena (cf. Mc 9,42-45; Mt 10,28; 13,40-42). En ese contexto se sitúa Mt 25,41, cuando dice a los que se hallan a la izquierda: «Id al fuego eterno». En este contexto, fuego (pyr) significa alejamiento del Señor, separación respecto al Hijo del Hombre («apartaos de mí»). Fuego es Dios como principio de vida (luz). Por el contrario, la lejanía de Dios se convierte en fuego de destrucción, en soledad, fracaso. Ese fuego es aionios, es decir, definitivo, es la expresión de una vida que llega a su fin, a un final que no tiene retorno. Pero, dicho eso, debemos añadir que el texto de Mt 25,31-46, no es un texto filosófico, dedicado a la naturaleza del fuego o del infierno, sino un texto parenético. No está diciendo sólo lo que pasará al final, sino que está intentando precisar el sentido del presente, como tiempo en que los hombres pueden comunicarse entre sí, en amor mutuo. En ese sentido, el infierno (fuego definitivo) es el rechazo del otro, es el negar la vida al pobre, hambriento y sediento, es el negar la comunión al distinto (desnudo, extranjero), es el negar la ayuda al oprimido (enfermo, encarcelado). Jesús ha proclamado un mensaje de gracia total, de manera que ha ofrecido el reino de Dios a todos los hombres y mujeres, sin condiciones de ningún tipo, con la sola condición de que lo acepten, es decir, de que se acepten a sí mismos como amigos, perdonados, agraciados. Donde ellos no se aceptan así, donde no se reconocen unos a los otros, corren el riesgo de perderse, pero siempre en el interior de un Dios que acaba siendo fuego de amor.
  6. Apocalipsis. El fuego es uno de los elementos básicos de la realidad, vinculado por una parte a Dios (es creador, signo de vida) y por otra al juicio y destrucción de los perversos. Estos aspectos resultan a veces difíciles de separar: (a) Fuego de Dios. Está representado por las lámparas que brillan ante su trono (Ap 4,5) y por el mar cristalino de fuego que forma la base de su cielo (cf. 15,2). Es fuego que puede volverse destructor, quemando en la guerra final a los perversos (20,9). (b) Fuego de Cristo. Aparece en sus ojos que alumbran como llama (1,14; 2,18; 19,22) y en sus pies que son bronce candente (1,15; cf. 10,1). (c) Fuego del juicio histórico. Lo utilizan, por un lado, los perversos para realizar su obra fatídica (9,17; 13,13), que culmina en la quema de la Prostituta (17,16). Pero también Dios lo emplea en un proceso que va marcando la destrucción de todas las cosas (8,3-7; 16,8-9; 18,1). (4) Fuego del juicio escatológico. La Ciudad nueva no es fuego, sino brillo de luz que no quema: agua que da vida (cf. 22,1-5). Por el contrario, el estanque de azufre que arde sin fin (14,10; 20,10.14.15; 21,8) es fuego de pura destrucción.

Cf. G. BACHELARD, Psicoanálisis del fuego, Alianza, Madrid 1973; A. CHOURAQUI, Moisés, Herder, Barcelona 1999; V. MORLA, El fuego en el Antiguo Testamento. Estudios de semántica lingüística, Monografías Bíblicas, Verbo Divino, Estella 1988; A. NEHER, Moisés y la vocación judía, Villagray, Madrid 1963; X. PIKAZA, Hermanos de Jesús y servidores de los más pequeños. Mt 25,31-46, Sígueme, Salamanca 1984.

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FRUTOS DEL ESPÍRITU

Pablo ha puesto de relieve la oposición que existe entre las obras de la carne (que brotan de la violencia y deseo de una vida donde domina el egoísmo) y los frutos del Espíritu, que no son el resultado de un esfuerzo ascético, sino expresión de la capacidad creadora del Espíritu de Dios, que actúa y se despliega en la vida de los hombres: «amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, continencia» (Gal 5,25). Son nueve, pero entre ellos destacan los tres primeros, que están relacionados entre sí. (1) Amor. Más que fruto se le podría llamar esencia: el espíritu de Dios se identifica en sí con el amor, como supone 1 Cor 13. En esa línea, podemos afirmar que el amor es la verdad y sentido de la salvación, es decir, la presencia de Dios en la vida de los hombres. (2) Gozo, que nace del amor y que aparece también como signo del Espíritu. Frente al mensaje del Bautista, que puede condensarse como amenaza de juicio (cf. Mt 3,7-12), el Espíritu de Cristo se despliega y actúa como experiencia de alegría mesiánica. (3) El tercero es la paz, entendida como culminación mesiánica. En otro lugar, Pablo identifica el reino de Dios con una tríada muy semejante a la anterior: «El reino de Dios no es comida ni bebida (no es un ritual de pureza alimenticia, en la línea de cierto judaísmo legalista), sino justificación, paz y alegría en el Espíritu» (Rom 14,17). Comparando este pasaje con Gal 5,25, se puede afirmar que Espíritu y Reino se identifican y que, en el lugar del amor, entendido como experiencia de vinculación mutua, se puede hablar de justificación, que es la fuente creadora de ese mismo amor.

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FIAT, HÁGASE

La palabra fiat (en griego genoito) constituye el centro de la respuesta de María al ángel de la anunciación según Lucas: «He aquí la sierva del Señor, hágase en mí según tu Palabra (Lc 1,38). María empieza diciendo he aquí (aquí estoy, en griego idou, en hebreo hinneni), para así comprometerse con el cuerpo entero, con alma y vida, poniéndose y siendo en manos de Dios. Ésta es su acción, la palabra básica de su vida. No le han obligado, Dios no le ha impuesto ningún tipo de tarea. Le ha pedido permiso, ha dialogado con ella. Sólo por eso, porque libremente le ha llamado, ella puede responderle ¡he aquí! María es sierva (doulê) como el gran profeta anunciador de redención de Is 40–55. Es sierva como lo será Jesús, quien aparece, al menos veladamente, como el siervo de Yahvé. Es sierva a quien el mismo Dios ha tenido que pedir palabra y acción mesiánica. Por eso puede responder ¡hágase (haz) en mí lo que has dicho!, ratificando con su propia acción mesiánica la esperanza que el ángel ha encendido en sus entrañas, desde la misma entraña de la vida de Dios y de la historia israelita. Dios le ha pedido, ella responde. Ella ha esperado y Dios mismo ha tenido que pedir su cooperación para engendrar sobre la tierra al hijo de su entraña, Jesucristo. Esperar no es aguardar pasivamente, dejando que alguien venga y nos resuelva las cosas desde fuera. Ni es tampoco obrar de una manera impositiva, sin respeto a lo que digan y piensen otros seres. Esperar es dialogar, tanto en perspectiva divina como humana. Dios y María han dialogado, abriendo cada uno su ser y acción al otro: Dios ha dialogado como divino (engendrando a su Hijo en la historia humana); María ha dialogado como humana (poniendo su vida al servicio del surgimiento del mismo Hijo divino). Sólo espera de verdad en este mundo aquel que acoge lo que Dios alumbra en sus entrañas. Sólo espera hasta el final quien asiente y se compromete, de una forma activa, diciendo ¡fiat! ¡hágase!, es decir, ¡hagamos, genoito! (= haz en mí, con mi consentimiento) aquello que has dicho. Sólo de esta forma, en colaboración activa, puede entenderse y cumplirse la palabra de esperanza. Así lo ha hecho María. Por eso podemos presentarla como la mujer activa, colaborando con Dios, al servicio de la venida mesiánica. No es mujer opuesta a los varones, sino mujer para todos, varones y mujeres, justos e injustos, pues a favor de todos viene el Señor. Dicho esto, debemos añadir que la palabra latina fiat, lo mismo que la castellana hágase, resultan incapaces de evocar la riqueza de matices del término griego. En latín (y en castellano) empleamos una misma palabra para evocar la acción de Dios que dijo fiat (hágase) la luz (cf. Gn 1,3.6) y la de Cristo en Getsemaní, cuando dice fiat voluntas tua, hágase tu voluntad (cf. Mt 26,42), igual que los cristianos en el Padrenuestro (Mt 6,10). El texto griego distingue, en cambio, los matices: tanto Dios (Gn 1,3.6), como Cristo (Getsemaní: Mt 26,42) dicen genêthêtô, en imperativo, como portadores de una autoridad que ha de cumplirse. María, en cambio, dice genoito, en optativo, sin querer imponerse, como pidiendo a Dios que actúe, de manera que la traducción de su fiat podría ser: haz tú, si quieres, hagamos juntos, si así lo deseas.

Cf. X. PIKAZA, La madre de Jesús. Mariología bíblica, Sígueme, Salamanca 1991.

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SEÑOR

(maranatha, nombres de Dios, Yahvé, Baal). Los cristianos se definen y afirman porque invocan a Jesús como Señor divino (cf. Flp 2,11; Rom 10,13), distinguiéndose así de los judíos (para quienes sólo Yahvé-Dios es Señor) y de los paganos, para quienes hay muchos señores divinos (cf. 1 Cor 8,6).

1. Tradición judía. Sólo Dios es el Señor. La Biblia hebrea utilizaba dos nombres principales para Dios: El-Elohim, de carácter más genérico, que puede traducirse como «lo divino» y aplicarse a los dioses de otros pueblos, y Yahvé, nombre especial israelita, ligado al señorío y presencia salvadora de Dios en su pueblo. Pues bien, ese nombre de Yahvé se había convertido en tiempo de Jesús en signo de misterio y silencio, y sólo podía pronunciarlo el Sumo Sacerdote el día de la Expiación o Yom Kippur. El conjunto de los judíos empleaban siempre en su lugar otros nombres: en hebreo decían Adón (Señor) o Adonai (mi Señor), incluso en la lectura de la Biblia; de esa forma definían a Dios como señorío primordial. En arameo decían Mar, Marán, Mari (Señor, Nuestro Señor, mi Señor), en término aplicado a los monarcas y personas importantes. Lógicamente, los cristianos de lengua aramea seguían llamando de esa forma a Dios, lo mismo que hacían los judíos. Los de lengua griega traducían Yahvé por Kyrios, que asumía el sentido del Adón hebreo y del Mar-Marán arameo; de esa forma, Yahvé-Adonai-MaránKyrios aparecía como expresión privilegiada del misterio y autoridad suprema.

2. Novedad cristiana: Jesús es el Señor. De manera sorprendente, desde los primeros días de la Iglesia, los cristianos han empezado a dar a Jesús este título divino, llamándole Señor. Ciertamente, Jesús sabía que Dios es el Señor (cf. Mc 12,19; Lc 4,8; etc.) y nunca quiso presentarse a sí mismo como Dios, ocupando el lugar del Padre. Pero los cristianos, impresionados por la experiencia pascual, descubriéndole como presencia de Dios, han empezado a decir muy pronto que Jesús es Señor, tanto los arameo-parlantes (que le llaman Mar/Marán, acentuando el aspecto escatológico: Maranatha), como los grecoparlantes (que le llaman Kyrios, destacando quizá más su presencia salvadora). Unos y otros se enfrentan con el mismo judaísmo normativo que no puede aceptar a Jesús como Mar/Kyrios, autoridad definitiva, signo de Dios sobre la tierra, planteando así el problema teológico de fondo que sigue distinguiendo a judíos rabínicos y cristianos. Los judíos de tendencia más apocalíptica podían hablar de un Hombre nuevo (Hijo del Humano) o de un Mesías salvador, pero Dios seguía separado; los de tendencia sapiencial exaltaban su presencia en la Ley, Sabiduría o Logos, pero Dios en sí mismo seguía siendo trascendente. Pues bien, los cristianos empiezan llamando a Jesús Mar/Kyrios, Señor, es decir, Dios en persona. Le toman así como presencia plena de Dios y no como Mesías subordinado, personalización (hipostasización) de su misterio divino. Ciertamente, no dicen ¡Jesús es Dios!, pero le sitúan en un campo divino. Ésta es la novedad más sorprendente del evangelio paulino (cf. 1 Tes 2,15; 3,11; 4,1-2; 1 Cor 5,4–9,1; Rom 4,24) y a partir de ella se entiende la diferencia cristiana. Ciertamente, a Jesús le han podido llamar Mar, señor, en signo de respeto y cortesía, sin connotaciones sacrales. Pero tras la pascua los cristianos le atribuyen ese título en sentido más profundo, para resaltar su autoridad suprema, concediéndole así un nombre que es propio de Dios, como supone ya Mc 12,36 par (cf. Hch 2,34-35) al aplicarle el Sal 110,1: «palabra del Señor [en hebreo Yahvé] a mí Señor: siéntate a mi derecha…». El texto original hebreo distinguía ambos «sujetos personales», pero los cristianos ya no los distinguen, diciendo en ambos casos Señor: El primer Kyrios es Dios, a quien los cristianos siguen dando ese título (le llaman Adón, Mar, Kyrios) en sentido teológico, conforme al uso judío, sobre todo citando el Antiguo Testamento (cf. Mt 1,22; 4,7 par; Hch 1,24; Rom 4,8; 9,28-29; 1 Cor 3,20; etc.). El segundo Kyrios es Jesús en persona (cf. 1 Cor 1,2; Flp 2,11; 1 Cor 12,3; Hch 9,14).

3. Padre de Nuestro Señor Jesucristo. Desde esa base, los cristianos han podido interpretar las Escrituras en clave cristológica: allí donde el original hebreo dice Yahvé (traducido como Adonai, Mar o Kyrios) ellos piensan en Jesús, dejando para Dios en exclusiva el símbolo de Padre, que Jesús había empleado con frecuencia. Esta lectura y aplicación cristológica del título Yahvé (Señor) resulta sorprendente y se extendió muy pronto a las iglesias, de modo que el misterio teológico se amplía o dualiza de una forma que acaba siendo inaceptable para los judíos rabínicos: los cristianos vinculan a Dios, a quien miran, de manera cada vez más concreta, como Padre (Abinu, Pater hemôn), con Jesús a quien toman como Señor (Yahvé, Marán, Kyrios). Esta diferencia y unión entre Padre (Dios) y Señor (Jesucristo) expresa a mi entender la identidad del cristianismo, como muestra una antigua plegaria escatológica: «Para que se afiancen vuestros corazones en santidad irreprochable delante de Dios nuestro Padre en la parusía de nuestro Señor Jesús» (1 Tes 3,13). Así lo ha explicitado el himno primitivo de Flp 2,11: (a) Dios es Padre a quien se debe toda la gloria; (b) Jesús es Señor (para gloria de Dios Padre). Dios se define de esa forma como Padre del Kyrios; y el Kyrios Jesús aparece como Hijo de Dios Padre. De esa forma se dividen y vinculan las funciones del misterio: Jesús asume la realeza y/o señorío de Dios y Dios se define básicamente como Padre de Jesús (Padre del Señor). Esta unidad y diferencia entre Dios, concebido como Padre de Jesús, y Jesús, entendido como Kyrios o Señor supremo, a través de su entrega pascual, define el cristianismo. Ambos elementos (Dios-Padre y KyriosJesús) son necesarios, ambos se implican mutuamente: Jesús es Yahvé-Señor, redentor de los hombres, presencia salvadora; Dios es Padre, principio y sentido de todo lo que existe. Esa experiencia, que ha llevado a distinguir las funciones de Jesús-Kyrios y Dios-Padre, constituye, a mi entender, uno de los rasgos más significativos de la Iglesia primitiva y se ha expresado, de manera habitual, en los saludos de las cartas paulinas que empiezan deseando «gracia y paz de parte de Dios nuestro Padre y del Kyrios Jesucristo» (Gal 1,3; 1 Cor 1,3; 2 Cor 1,2; Rom 1,7; Flp 1,2; Flm 3; Col 1,3; Ef 1,3). Éste no es un tema de discusión teológica, sino principio y entraña del cristianismo: «hay un solo Dios, el Padre…, y un solo Señor, Jesucristo» (1 Cor 8,6). A nivel teológico, Dios se define como «Padre de nuestro Señor Jesucristo» (cf. Ef 1,3), de manera que todos sus restantes títulos (de tipo cósmico o salvífico) pasan a segundo plano. A nivel cristológico, Dios se define por Jesús como el Señor: es aquel que ha realizado la obra salvadora, ocupando así el lugar que Yahvé (= Kyrios, Señor) tenía en el Antiguo Testamento (cf. Ex 3,14). Jn traduce esta experiencia en otros términos, hablando del Padre (que envía) y del Hijo (enviado). La tradición paulina, en cambio, ha definido a Jesús como Kyrios, elaborando la primera de las cristologías teológicas de la Iglesia: la paternidad de Dios (principio de todo lo que existe) se revela y realiza por el señorío de Jesús, en el camino de entrega de su vida.

Cf. J. A. FITZMYER, A Wandering Aramean, Scholar, Missoula MO 1979, 115-142; M. GOURGES, A la Droite de Dieu. Résurrection de Jésus et actualisation du Psaume 110, 1 dans le Nouveau Testament, Gabalda, París 1978; J. HERIBAN, Retto phronein e kenôsis. Studio esegetico su Fil 2,1.6-11, LAS, Roma 1983; L. W. HURTADO, One God one Lord. Early Christian Devotion and Ancient Jewish Monotheism, SCM, Londres 1988; F. MANNS, «Un hymne judéo-chrétien. Phil 2,5-11», EunDoc 29 (1976) 259-290; X. PIKAZA, Éste es el Hombre. Cristología bíblica, Sec. Trinitario, Salamanca 1987; R. SCHNACKENBURG, «Cristología del Nuevo Testamento», MS III, 1, Madrid 1969, 346-361.

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SOLIDARIDAD

En el principio de la Biblia resulta dominante la experiencia de vinculación de familia o grupo, de manera que la vida de los individuos sólo se entiende en un contexto corporativo. Pero en los últimos estratos del Antiguo Testamento (ya a partir de Ezequiel; cf. Ez 18,4-20), especialmente en los libros parabíblicos (1 Henoc, Sab), se pone de relieve el carácter personal, individual, de cada hombre o mujer. Sólo una vez que ha quedado bien claro ese carácter personalindividual de cada ser humano, puede hablarse y se habla de una solidaridad más alta, tanto en el mal (pecado de Adán), como en el bien (gracia de Cristo). Desde esa base se puede y debe hablar de la redención universal de Cristo, de la Iglesia como cuerpo de Cristo (cf. Rom 12,5; Ef 4,14) o de la inserción de todos los pobres en el Hijo del Hombre (Rom 25,31-46). Uno de los temas principales de la antropología bíblica es este paso de la solidaridad natural (biológica, tribal) de algunos a la solidaridad mesiánica de todos los hombres.

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SUFRIMIENTO

(pasión, muerte, Job). Forma parte de la condición actual del hombre, como indica ya Gn 3,19: «con sudor comerás hasta que mueras…». El tema del sufrimiento está en el centro del más enigmático y denso de los libros de la Biblia (Job), y de otros libros apócrifos (1 Henoc) y deuterocanónicos (como el libro de la Sabiduría). Del sufrimiento o pasión de Jesús tratan los cuatro evangelios. La Biblia no ha elaborado una visión ascética ni moralista del sufrimiento del hombre, sino que lo ha integrado dentro de la experiencia de solidaridad y comunicación personal, en la línea de la revelación de Dios y de la pasión de Jesús. Desde esa base podemos evocar algunos de los pasajes más significativos del Nuevo Testamento.

1. El sufrimiento del Siervo de Yahvé. El eunuco de la reina de Etiopía vuelve de Jerusalén, adonde ha venido para adorar a Dios, y va leyendo un texto de la Escritura que dice: «Como oveja al matadero fue llevado, y como cordero mudo delante del que lo trasquila, así no abrió su boca. En su humillación, se le negó justicia; pero su generación, ¿quién la contará? Porque su vida es quitada de la tierra» (Hch 8,3233). Éste es el tema básico de la catequesis cristiana: el hecho de que Jesús, Mesías del reino de Dios, ha tenido que sufrir. Así lo proclama el Jesús histórico de Mc 8,31 par: «Era necesario que el Hijo del Hombre padeciera…». Así lo repite el ángel de la tumba vacía y el mismo Jesús pascual de Lucas (cf. Lc 24,7.26.44.46): «era necesario que Cristo padeciera…». Ésta es la nueva clave de la interpretación cristiana de la Biblia: ella no es Libro de Ley, sino libro que anuncia y expone el sufrimiento pascual de la vida, un sufrimiento creador, que vincula a los hombres con Jesús, haciendo que ellos sean capaces de vivir en esperanza.

2. El sufrimiento de la madre mesiánica. Simeón, el justo israelita, espera la llegada del Mesías y, teniéndole en brazos, declara a la madre su sentido y camino: «Éste está puesto para caída y levantamiento de muchos en Israel y para señal de contradicción, para que sean descubiertos los pensamientos de muchos corazones. Y a ti misma una espada te traspasará el alma» (Lc 2,3435). Ésta es la espada del dolor mesiánico, que la madre de Jesús y todos los cristianos tienen que asumir. Es la espada del dolor de la fe, que va dividiendo el alma de los fieles, para purificarla. La espada de la división social que Jesús va creando, la espada de una vida que sólo puede ser amor (hacerse amor) entregándose al servicio de los demás. (3) Sufrimiento ministerial. El autor de la carta a los Colosenses, tomando el nombre de Pablo, interpreta la misión cristiana como un sufrimiento creador. «Ahora me alegro por mis padecimientos en favor vuestro, completando en mi carne lo que falta a los sufrimientos de Cristo en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia, de la cual fui hecho ministro conforme a la administración de Dios que me fue dada para beneficio vuestro, a fin de culminar la Palabra de Dios, el misterio que ha estado oculto desde los siglos y generaciones, pero que ahora ha sido manifestado a sus santos, a quienes Dios quiso hacer saber cuáles son las riquezas de la gloria de este misterio entre los gentiles, que es Cristo en vosotros, esperanza de la gloria» (Col 1,24-28). El Pablo histórico había evocado con crudeza la debilidad y padecimientos del misionero, vinculado a la cruz del Cristo (cf. 2 Cor 10–12). Pero sólo Colosenses ha sistematizado el tema, mostrando que el ministro del Evangelio no es un liturgo del mundo sagrado, que ratifica el orden divino de la realidad, como han supuesto las religiones de la naturaleza y después hará el neoplatonismo cristiano, sino alguien que sabe sufrir con Jesús, no para sacralizar este cosmos, sino para transformarlo con su entrega. De esa forma queda integrado en la pasión de Cristo, a favor de la Iglesia (de los gentiles).

Cf. J. M. ASURMENDI, Job. Experiencia del mal, experiencia de Dios, Verbo Divino, Estella 2001; J. R. BUSTO, El sufrimiento, ¿roca del ateísmo o ámbito de la revelación divina?, Comillas, Madrid 1998; F. DE LA CALLE, Respuesta bíblica al dolor de los hombres, Fax, Madrid 1974; G. GUTIÉRREZ, Hablar de Dios desde el sufrimiento del inocente. Una reflexión sobre el libro de Job, Sígueme, Salamanca 1988.

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SUMISIÓN

(fe, amor, servicio). El cristianismo no es religión de sometimiento a Dios, como es quizá el islam, sino experiencia de amor a Dios y al prójimo. De todas formas, hay en el cristianismo un elemento de sumisión que está fundado en el comportamiento de Cristo, que no se rebeló de un modo violento contra la autoridad, sino que se sometió dejándose matar. En esa línea se puede hablar de una sumisión política, «sométase toda persona a las autoridades constituidas…» (Rom 13,1), y de un sometimiento mutuo, de carácter personal y reversible, es decir, que va en las dos direcciones, desde la fe en el Cristo, dentro del matrimonio: someteos unos a otros, en el amor de Cristo» (Ef 5,1). En un momento dado, la misma tradición paulina ha podido invocar ese principio de sometimiento ya no reversible, ratificando así un orden social jerárquico en el que unos se encuentran sometidos a los otros, como suponen los códigos domésticos de las cartas pastorales (patriarcalismo). De todas formas, el Nuevo Testamento en su conjunto no es un texto de sumisión, sino todo lo contrario: texto de libertad y amor mutuo, como han destacado de forma impresionante los textos de Pablo (Gal, Rom) y los evangelios, especialmente el de Mc. La sumisión como principio «teológico» ha entrado en el cristianismo posterior, desde fuentes contrarias al espíritu de la Biblia, como puede ser la Carta Primera de Clemente.

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VANIDAD DE VANIDADES

(Job, teodicea, Eclesiastés). La experiencia de la vanidad de todas las cosas está vinculada en la Biblia al libro de Eclesiastés o Qohelet, que puede verse en paralelo con Job y que ofrece una de las visiones más poderosas de la problemática del sentido de la vida en la historia de Occidente.

1. Qohelet, una experiencia desgarrada. Job hacía la experiencia del dolor y de la falta de sentido de las cosas desde una situación de total desamparo físico y familiar. Por el contrario, Qohelet hace esa experiencia desde una situación inversa: es rey y rico, sano y sabio y, sin embargo, ya no le convencen las razones de los sabios amigos. Así habla Job: «Yo, Eclesiastés, he sido rey de Israel en Jerusalén… Hablé en mi corazón: ¡adelante, voy a probarte en el placer! ¡disfruta de la dicha!… Hice grandes obras: construí palacios, planté viñas, huertos y jardines con frutales… Tuve siervos y siervas. Poseía servidumbre. También atesoré el oro y la plata, tributo de reyes y provincias. De cuanto me pedían los ojos nada les negué, ni rehusé a mi corazón gozo ninguno» (Qoh 2,1-10). Éstos son los dones que hacen al hombre dichoso: poder, salud y dinero; belleza y placer, dominio sobre el mundo. Éstos son los bienes que han buscado por milenios varones y mujeres. Los mismos hebreos oprimidos que dejaron Egipto (Éxodo*) salieron en busca de esas cosas: una tierra donde pudieran ser afortunados, de manera que los mismos pobres pudieran disfrutar el gozo bueno de sus frutos. Pero ha llegado la crisis más fuerte y Qohelet descubre que tampoco el goce de la tierra y de la vida resulta suficiente. No basta la riqueza que concede el mundo; también son incapaces de ofrecer felicidad auténtica los bienes y fortunas de una existencia que rueda hacia la muerte. Por eso, el más afortunado de los hombres, Qohelet, varón privilegiado que preside la asamblea social y religiosa de Israel, acaba siendo infortunado. Ha dedicado el tiempo de su vida a conocer y probar todas las cosas y, sin embargo, descubre que: «Todo es vanidad y perseguir al viento» (Qoh 2,11). «He observado cuanto pasa bajo el sol y he visto que todo es vanidad y perseguir al viento» (1,14). Ésta es la experiencia del hombre que ha subido, desde el hondo placer de la tierra, hasta el más alto desencanto: vanidad de vanidades, todo vanidad (1,2). El dolor y la injusticia eran en Job principio de protesta. El mismo gozo se vuelve para Eclesiastés: habel habalim ha-kkol habel (TM), mataiotes mataiotetôn, ta panta mataiotes (LXX), es decir, vanidad de vanidades, todo vanidad (Qoh 1,3). En esta línea se han dicho las palabras más duras de la Biblia: «No sabe el hombre si es objeto de amor o de odio» (Qoh 9,1). Desde un nivel de mundo, el hombre no sabe si Dios le ha creado porque le ama o si ha nacido porque le odia.

2. Un Dios que no puede defenderse desde el cosmos. Eso significa que no podemos proyectar sobre Dios nuestros esquemas, como si Dios fuera principio de emociones exteriores. En pura humanidad, desde la rueda cósmica, ignoramos si Dios nos ama o nos odia. A nivel de mundo, lo mismo da ser puro que impuro, justo que pecador: «Todo acontece de la misma manera a todos; un mismo suceso ocurre al justo y al impío; al bueno, al puro y al no impuro; al que sacrifica, y al que no sacrifica; lo mismo le pasa al bueno y al que peca; al que jura, como al que teme el juramento. Este mal hay en todo lo que se hace debajo del sol, que un mismo suceso acontece a todos, y también que el corazón de los hijos de los hombres está lleno de mal y de insensatez durante su vida; y después de esto se van a los muertos» (Qoh 9,2-3). Eso significa que la religión no influye en la marcha externa de las cosas. El cosmos rueda indiferente a nuestros valores. No hace caso de nuestras pretensiones de tipo ético o piadoso. En un nivel de prueba cósmica el mundo es simplemente mundo y a ese plano todo gira en el círculo de la fortuna, indiferente a los deseos e ideales de los hombres. Entendido así, el cosmos no es religioso y da lo mismo ser puro que impuro, hacer sacrificios o no hacerlos. Quien busque por la religión ventajas de tipo cósmico se engaña. Quien intente transformar la fe divina en instrumento de triunfo sobre el mundo confunde a Dios con su poder mundano y se equivoca. Qohelet ha dejado de aplicar la racionalidad en el campo de las tradiciones religiosas de su pueblo, llegando a la conclusión de que la lógica del mundo tomada en sí, no prueba la existencia de Dios, ni la rechaza. El orden cósmico resulta indiferente a Dios y a los humanos. A ese nivel somos vanidad (habel). Pero Dios es posible y se desvela a nivel de gratuidad, sobrepasando las razones del mundo. Esa trascendencia cósmica de Dios, que desborda nuestro juicio, no se puede interpretar como evasión, como escapar del mundo por algún tipo de miedo. Ella nos invita a recrear lo que existe en perspectiva de gratuidad.

Cf. J. ELLUL, La razón de ser. Meditación sobre el Eclesiastés, Herder, Barcelona 1989; E. TÁMEZ, Cuando los horizontes se cierran. Relectura del libro de Eclesiastés o Qohelet, DEI, San José de Costa Rica 1998; J. VILCHEZ, Eclesiastés o Qohelet, Verbo Divino, Estella 1994.

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VENGANZA

La moral del talión se puede entender desde una perspectiva de venganza, dentro de un equilibrio entre la acción y la reacción. En un primer nivel, la venganza queda en manos del goel o defensor de la sangre: un miembro especial de la familia o del clan que está encargado de restablecer la justicia. En un segundo nivel, la venganza pertenece a la ciudad o al Estado, superando así el plano de la justicia privada de la familia o tribu. En esa línea, la ley israelita ha intentado superar la venganza, poniendo de relieve la exigencia de la justicia de Dios. Ella sigue conservando, sin embargo, un tipo de venganza, vinculada al talión. Sólo el perdón y el amor al enemigo, que aparece ya en algunos estratos del Antiguo Testamento, y que se despliega de un modo consecuente en el Nuevo Testamento, nos permite superar el nivel de la Ley con su venganza legítima (cf. Mt 5,38-48; Rom 12,19). El Apocalipsis ha reelaborado el tema de la venganza, desde una perspectiva de persecución extrema, identificándola en el fondo con la justicia. Los asesinados de la historia no pueden aceptar componendas, ni «juiciosas» respuestas religiosas, ni discursos moralistas; por eso, sus voces se escuchan en el fondo del altar, pidiendo a Dios que se vengue de asesinados (Ap 6,10; cf. 19,2). Es evidente que Dios acepta en un nivel su grito, aunque la respuesta que ofrece (a través el Cordero degollado) desborda el nivel de la venganza histórica donde ellos han empezado a moverse, para situarnos en un plano de victoria gratuita de Dios. De todas formas, el tema de la venganza en el Apocalipsis ofrece unos rasgos retóricos que resultan menos concordes con el Sermón de la Montaña.

Cf. X. PIKAZA, Apocalipsis, Verbo Divino, Estella 1999.

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VER A DIOS

(idolatría, arte, belleza). Suele decirse que los griegos han querido «ver», desarrollando una religión de las imágenes y formas. Por el contrario, los israelitas han puesto de relieve el «oír», la fidelidad a la palabra de Dios. «Yahvé habló con vosotros de en medio del fuego; oísteis la voz de sus palabras, pero a excepción de oír la voz, no visteis ninguna figura. Y él os anunció su pacto, el cual os mandó poner por obra; los diez mandamientos, y los escribió en dos tablas de piedra. A mí también me mandó en aquel tiempo que os enseñase los estatutos y juicios, para que los pusieseis por obra en la tierra a la cual pasáis, para tomar posesión de ella. Guardad, pues, mucho vuestras almas; pues ninguna figura visteis el día que Yahvé habló con vosotros de en medio del fuego» (Dt 4,12-15). Éste es un compendio de toda la teología israelita, centrada en el oír y cumplir, no en el ver y adorar. Siguiendo en esa línea, el evangelio de Juan ha formulado: «A Dios nadie le ha visto jamás, el Dios unigénito, que estaba en el seno del Padre, ése nos lo ha revelado» (Jn 1,18). Juan se sitúa en la línea de aquellos judíos que decían que nadie puede ver a Dios sin morir (cf. Jc 6,2223; 13,22) y han añadido que el nombre de Yahvé no puede profanarse ni nombrarse en vano (Ex 20,7); más aún, conforme a 2 Cor 3–4, los judíos han querido poner un velo ante sus ojos para no ver ni el reflejo de su rostro en Moisés (Ex 34,33-35). Ésta es la verdad final del más hondo judaísmo que ha mantenido, de forma admirable, su fidelidad a un misterio que jamás podrá encarnarse, es decir, identificarse con un hombre. Pero los cristianos añaden: «el Dios unigénito que estaba en el seno del Padre nos lo ha revelado». Algunos manuscritos, en vez de «Dios unigénito» han puesto «Hijo Unigénito» para suavizar así la dureza de la frase. Pero hemos querido mantener la lectura más difícil, presentando a Jesús como Dios Unigénito que habita en el seno del Padre Dios, volviéndole visible entre los hombres. Habitando en el seno del Padre, Jesús vive (ha vivido) al mismo tiempo entre los hombres en una historia bien concreta de revelación. Desde esa base puede añadir, en la culminación del evangelio, «quien me ha visto ha visto al Padre» (Jn 14,9). Creer en Jesús y seguirle, permaneciendo en él, esto es ver a Dios.

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