Padres – Padre

Tomado de: LEON-DUFOUR. Xavier, Vocabulario de teología bíblica

Al mundo que pretende instaurar «una fraternidad sin padre» revela la Biblia que Dios es esencialmente Padre. Partiendo de la experiencia de los padres y de los esposos de la tierra, a los que la vida familiar proporciona el medio de ejercer la autoridad y de realizarse en el amor, y en contraste con la forma aberrante en que el paganismo transfería a sus dioses estas realidades humanas, el AT revela el amor y la autoridad del Dios vivo con las imágenes del padre y del esposo. El NT las reasume ambas, pero «da cumplimiento» a la del Padre revelando la filiación única de Jesús y la dimensión todavía insospechada que esta filiación procura a la paternidad de Dios sobre todos los hombres.

I. LOS PADRES DE LA RAZA CARNAL

1. Amo y señor.

En el plano que podría llamarse horizontal, el padre es el jefe indiscutido de la familia, al que la esposa reconoce como amo (baal, Gen 20,3) y señor (adón, 18,12), del que depende la educación de los muchachos (Eclo 30,1-13), la conclusión de los matrimonios (Gen 24.2ss 28,1s), la libertad de las muchachas Ex 21,7, y hasta (antiguamente) la vida de los hijos Gen 38,24 42,37; en él se encarna la familia entera, cuya unidad realiza (p.e. 32,11) y que consiguientemente se llama beyt ab, «casa paterna» 34,19.

Por analogía, como la casa viene a designar un clan (p.e. Zac 12,12ss), una fracción importante del pueblo (p.e. «la casa de José») o incluso el pueblo entero («la casa de Israel»), resulta que la autoridad del jefe de estos grupos se concibe a imagen de la del padre en la familia (Jer 35,18). Con la monarquía, el rey es «el padre» de la nación (Is 9,5), así como Nabonido en Babilonia es calificado de «padre de la patria». El nombre de padre se aplica también a los sacerdotes (Jue 17,10 18,19), a los consejeros reales (Gen 45,8 Est 3,13f 8,12), a los profetas (2Re 2,12) y a los sabios (Prov 1,8. Is 19,11), por razón de su autoridad de educadores. Por su irradiación horizontal, los «padres» de esta tierra preparaban a Israel a recibir como un pueblo único la salud de Dios y a reconocer en Dios a su Padre.

2. Antepasado de un linaje.

En el plano vertical el padre es principio de una descendencia y eslabón de un linaje. Procreando, él mismo se perpetúa (Gen 21,12 48,16), contribuye al mantenimiento de su raza, con la seguridad de que el patrimonio familiar recaerá en herederos procedentes de él (15,2s); si muere su hijo se le considera a él como castigado por Dios (Num 3,4 27,3s).

En el punto inicial del linaje, los antepasados son los padres por excelencia, en los que está preformado el porvenir de la raza. Así como en la maldición del hijo de Cam está incluida la subordinación de los cananeos a los hijos de Sem, así la grandeza de Israel está contenida de antemano en la elección y en la bendición de Abraham (Gen 9,20-27 12.2). Las etapas de la vida de Abraham, de Isaac y de Jacob están jalonadas por la promesa de una descendencia innumerable y de un país abundoso; en efecto, la historia de Israel está escrita en filigrana en su historia, así como la de los pueblos vecinos en las de Lot, de Ismael y de Esaú, excluidos de las promesas (Gen 19,30-38 21,12s 36,1). De la misma manera cada tribu hace remontar a su antepasado epónimo la responsabilidad de su situación en la anfictionía (Gen 49,4). Las genealogías, aun expresando con frecuencia otras relaciones diferentes, o más complejas que la comunidad de sangre (Gen 10), sistematizan los linajes paternos y subrayan así la importancia de los antepasados, cuyos actos condicionaron el porvenir y los derechos de sus descendientes. Particularmente las de las tradiciones sacerdotales (Gen 5,11) sitúan la sucesión de las generaciones con referencia a la elección divina y a la salvación, estableciendo cierta continuidad entre Adán mismo y los patriarcas.

II. LOS PADRES DE LA RAZA ESPIRITUAL

Si los patriarcas son los padres por excelencia del pueblo elegido, no lo son propiamente en razón de su paternidad física, sino a causa de las promesas que, por encima de la raza, alcanzarán finalmente a los que imiten su fe. Su paternidad «según la carne» Rom 4,1 no era sino la condición provisional de una paternidad espiritual y universal, fundada en la permanencia y en la coherencia del plan salvífico de un Dios constantemente en acción desde la elección de Abraham hasta la glorificación de Jesús (Ex 3,15 Act 3,13). Pablo fue el teólogo de esta paternidad espiritual; pero la idea estaba preparada ya desde el AT.

1. Hacia una superación de la primacía de la raza.

El aspecto espiritual de la paternidad de los antepasados adquiere una importancia creciente en el AT a medida que se va profundizando la idea de solidaridad en el mal y en el bien. La ascendencia de los «padres», que crece con cada generación, no comprende sólo a los patriarcas, y ni siquiera sólo a los antepasados cuyo elogio se hace en el siglo n (Eclo 44-50 1Mac 2.51-61); incluye también a rebeldes, en cuya primera fila colocan algunos profetas al mismo Jacob, el epónimo de la nación (Os 12,3ss Is 43,27). Ahora bien, estos rebeldes comprometen a sus descendientes, estimados solidarios de su desobediencia y de su castigo (Ex 20,5 Jer 32,18 Bar 3,4s Lam 5,7 Is 65,6s Dan 9,16); por el hecho de ser sus padres según la paternidad física se cree que lógicamente le hacen heredar con una verdadera paternidad moral sus faltas o por lo menos los castigos en que incurren. Jeremías 31,29s y Ezequiel 18 protestan contra esta concepción automática de la retribución; cada uno es castigado a la medida de su propio pecado.

A partir del exilio se insinúa un progreso similar en cuanto a la solidaridad en la línea del bien. Nunca apareció Dios tan claramente como el único Padre de su pueblo, como en el momento mismo en que Abraham y Jacob, cuya herencia es ocupada por intrusos (Ez 33,24), parecen olvidar a su posteridad (Is 63,16): es que en medio de la prueba se forma un «Israel cualitativo», al que no pertenecen todos los descendientes de Abraham según la carne, sino únicamente los que imitan su ansia de justicia y su esperanza (Is 51,1ss). Por lo demás, la raza de Israel ¿no es impura desde su origen, según el linaje tanto de los padres como de las madres (Ez 16,3) El cronista mismo ¿no reconoce el parentesco de su pueblo con clanes paganos (1Par 2,18-55) ¿No hay profetas que proclaman la posibilidad de que los prosélitos se agreguen al pueblo de las promesas (Is 56,3-8 2Par 6,32s). A pesar de los arranques de nacionalismo, no está lejos el tiempo en que la benéfica paternidad de Abraham y de los grandes antepasados se actualice por la fe y no ya por la raza.

2. De la nación al universo.

A medida que la paternidad de los antepasados se va concibiendo más espiritualmente, se hace también más universal. Esto se nota claramente por lo que se refiere a Abraham. Según la tradición sacerdotal su nombre significa «padre de una multitud», es decir, de una multitud de pueblos (Gen 17,5). Asimismo la promesa de Gen 12,3: «Por ti se bendecirán todas las naciones de la tierra» se convierte en la traducción griega en: «en ti serán benditas…» (Eclo 44,21 Act 3,25 Gal 3,8). Los LXX, en lugar de magnificar a la raza elegida, quieren insinuar la idea de que todos los pueblos participarán un día de la bendición de Abraham.

Estas corrientes universalistas, todavía contrapesadas con frecuencia por la tendencia inversa a hacer de la raza algo absoluto (Esd 9,2), las llevan a término Juan Bautista y Jesús. «De estas piedras puede Dios suscitar hijos de Abraham» Mt 3,9 p, afirma Juan. En cuanto a Jesús mismo, si hay una filiación de Abraham que es indispensable para la salvación, no está constituida por la pertenencia racial, sino por la penitencia (Lc 19,9), por la imitación de las obras del patriarca, es decir, de su fe (Jn 8,33.39s.)Y Cristo deja entender que Dios suscitará a los padres, por el llamamiento de los paganos, una posteridad espiritual de creyentes (Mt 8,11).

3. De la predicación a la realidad vivida.

La vida de la Iglesia, dando una primera realización al anuncio de Jesús, permite al doctor de los paganos (1Tim 2,7,) aguijoneado por la crisis judaizante, profundizar los mismos temas. Es cierto que para Pablo los miembros del «Israel según la carne» 1Cor 10,18, «amados a causa de los padres» Rom 11,28, conservan, precisamente en virtud de las promesas hechas a éstos (Act 13,17.32s) cierta prioridad en el llamamiento a la salvación (Rom 1,16 Act 3,26), aun cuando muchos se niegan a creer en el heredero por excelencia de las promesas (Gal 3,16) haciéndose así esclavos como Ismael (Gal 4,25). Pero dentro del «Israel de Dios» Gal 6,16 no hay diferencia entre judíos y gentiles Ef 3,6: todos, circuncisos o no, «profesando la fe de Abraham, padre de todos nosotros», vienen a ser hijos del patriarca y beneficiarios de las bendiciones prometidas a su descendencia (Gal 3,7ss Rom 4,11-18). En el bautismo nace una nueva raza espiritual de hijos de Abraham según la promesa (Gal 3,27ss), raza cuyos primeros representantes no tardarán en ser llamados también padres (2Pe 3,4).

III. PATERNIDAD DEL DIOS DE LOS PADRES

1. De los padres al Padre.

La espiritualización progresiva de la idea de paternidad del hombre hizo posible la revelación de la de Dios. Si la paternidad de los patriarcas parece inoperante durante el exilio, ofrece, en cambio, la ocasión de encarecer la permanencia de la paternidad de Yahveh (Is 63,16): pese al contraste, la paternidad puede por tanto atribuirse a la vez a los antepasados y a Dios. Esto resulta también de la historia «sacerdotal»: situando a Adán —creado a imagen de Dios (Gen 1,27) y engendrando también a su imagen (5,1ss)— en lo más alto de la escala de las generaciones, sugiere que el linaje de los ascendientes se remonta hasta Dios. Lucas hará más tarde lo mismo Lc 3,23-38. Finalmente, para Pablo Dios es el Padre supremo, al que toda patria (grupo procedente de un mismo antepasado) debe su existencia y su valor (Ef 3,14s). Así, entre los padres humanos y Dios existe una semejanza que permite aplicar a éste el nombre de Padre; todavía más: sólo esta paternidad divina da a las paternidades humanas su pleno significado en el pian de la salvación.

2. Trascendencia de la paternidad divina.

No es, sin embargo, un razonamiento de analogía lo que condujo a Israel a llamar a Dios su Padre; fue una experiencia vivida, y quizás una reacción contra la concepción de los pueblos vecinos.

Todas las naciones antiguas invocaban a su dios como a su padre. Entre los semitas se remontaba muy lejos esta costumbre, y la cualidad paterna incluía para ellos una función de protección y de señorío del dios. En los textos de Ugarit (siglo xiv), El, dios supremo del panteón cananeo, es llamado «rey padre Sunem»: con esto se expresa su dominio sobre los dioses y sobre los hombres. Su mismo nombre de El, que es también el del Dios de los patriarcas (Gen 46,3), parece haber designado primitivamente al seih, o «jeque», y así marcaría su autoridad sobre lo que a veces se llama su clan.

Según este primer valor pudo pasar a la Biblia la idea de paternidad divina. Pero existía otro valor, desechado por el AT. En efecto, el Él fenicio, comparado con un toro como el Min egipcio, fecundaba a su esposa y engendraba a otros dioses. Baal, hijo de El, estaba especializado en la fecundación de las parejas humanas, de los animales y de la tierra, mediante la imitación ritual de su unión con su paredra. Ahora bien, Yahveh es, en cambio, único; no tiene sexo, ni paredra, ni hijo en sentido carnal. Si los poetas llaman a veces «hijos de Dios» a los ángeles (Dt 32,8 Sal 29,1 89,7 Job 1,6) a los príncipes y a los jueces (Sal 82,1.6), lo hacen plagiando sus fuentes sirofenicias a fin de someter estas meras criaturas a Dios, al que no se atribuye ninguna paternidad de orden físico. Si Yahveh es procreador (Dt 32,6), lo es evidentemente en sentido moral: no es el padre de los dioses y el esposo de una diosa, sino el padre-esposo (Os, Jer) de su pueblo. Si es padre también en cuanto creador (Is 64,7 Mal 2,10 Gen 2,7 5,1ss), no lo es por medio de monstruosas teogonías, como en los mitos babilónicos. Finalmente, el Dios que soberanamente «llama al trigo» (Ez 36,29) no tiene nada de común con el Baal fecundante ni con la magia de sus cultos eróticos, que horrorizan a los profetas; ni tampoco pretende ser invocado como padre en la forma en que Baal lo es para los suyos (Jer 2,27). Todo da la sensación de que los guías de Israel querían purificar la noción de paternidad divina vigente entre sus vecinos, de todas sus resonancias sexuales, para retener únicamente el aspecto valedero de transposición a Dios de una terminología social concerniente a los cabezas de familia y a los antepasados.

3. Yahveh, padre de Israel.

En un principio la paternidad divina se concibe sobre todo en una perspectiva colectiva e histórica: Dios se reveló como padre de Israel en el éxodo, mostrándose su protector y su señor; la idea básica es la de una soberanía benéfica que exige sumisión y confianza (Ex 4,22 Num 11,12 Dt 14,1 Is 1,2ss 30,1.9 Jer 3,14). Oseas y Jeremías conservan la idea, pero la enriquecen subrayando la inmensa ternura de Yahveh (Os 11,3s.8s Jer 3,19 31,20). A partir del exilio, mientras se continúa explotando el mismo tema de la paternidad de Dios fundada en la elección (Is 45,10s 63,16 64,7s Tob 13,4 Mal 1,6 3,17), a la que el Cántico de Moisés añade la idea de adopción (Dt 32,6.10.18), ciertos salmistas (Sal 27,10 103,13) y ciertos sabios (Prov 3,12 Eclo 23,1-4 Sab 2,13-18 5,5) consideran también a cada justo como hijo de Dios, es decir, objeto de su tierna protección. Aplicación individual que no es en modo alguno una novedad, a juzgar por los viejos nombres teóforos: Eliab Mi: Dios es Padre, Num 1,9, Abiram: Mi Padre es elevado, Num 16,1 Abiezer: Mi Padre es socorro, Jos 17,2, Abiyya Mi: Padre es Yahveh, 1Par 7,8, Abitub: Mi Padre es bondad, 1Par 8,11.

4. Yahveh, padre del rey.

A partir de David la paternidad de Yahveh se reivindica especialmente para el rey (2Sa 7,14s Sal 2,7 89,27s), por el que el favor divino alcanza a toda la nación que representa. Todos los reyes del próximo Oriente antiguo eran considerados como hijos adoptivos de su dios; y la palabra del Sal 2,7: «Tú eres mi hijo» se halla literalmente en una fórmula de adopción babilónica. Pero fuera de Israel las exigencias del rey son las más de las veces caprichos, como se ve en el caso de Kemós según la estela de Mesa (2Re 3); y en Egipto es padre en sentido carnal. Yahveh, por el contrario, es un Dios que trasciende el orden carnal y sanciona la conducta moral de los reyes (2Sa 7,14).

Estos textos sobre la filiación real preparan la filiación única de Jesús, en la medida en que a través de los reyes de Judá se perfila ya el Mesías definitivo. Otra aproximación se dará después del exilio mediante la puesta en escena de la sabiduría (Prov 8), personificada como hija de Dios anterior a toda criatura, quizás incluso verdadera persona que resumiría en sí misma la esperanza ligada desde la profecía de Natán a la sucesión dinástica de David.

IV. JESÚS REVELA AL PADRE

Al acercarse la era cristiana tiene Israel plena conciencia de que Dios es padre de su pueblo y de cada uno de sus fieles. La apelación de Padre, desconocida por los apocalipsis y por los textos de Qumrán, que se precaven quizá contra el uso que de ella hacía el helenismo, es frecuente en los escritos rabínicos, donde se halla incluso literalmente la fórmula «Padre nuestro que estás en los cielos» Mt 6,9.

Jesús cumple o realiza lo mejor de la reflexión judía acerca de la paternidad de Dios. Como el pobre del salmo, para quien la comunidad de los «hombres de corazón puro», único verdadero Israel (Sal 73,1), representa «la raza de los hijos de Dios» 73,15, Jesús piensa en una comunidad (el orante debe decir «Padre nuestro», no «Padre mío») formada de los «pequeñuelos» Mt 11,25 p a los que el Padre revela sus secretos y cada uno de los cuales es personalmente hijo de Dios (Mt 6,4.6.18). Si éste ligaba la paternidad de Dios a su cualidad de creador, no por eso concluía todavía que Dios fuera padre de todos los hombres, y todos los hombres hermanos (Is 64,7 Mal 2,10). Asimismo, si concebía que la piedad divina se extendiera a «toda carne» Eclo 18,13, añadía generalmente que sólo los hijos de Dios, es decir, los justos de Israel, experimentan su efecto plenario (Sab 12,19-22 2Mac 6,13-16); concretamente sólo a ellos aplicaba el tema deuteronómico (Dt 8,5) de una «corrección de Yahveh» inspirada por el amor paterno (Prov 3,11s Heb 12,5-13). Para Jesús, por el contrario, la comunidad de los «pequeñuelos», limitada todavía a solos los judíos arrepentidos que hacen la voluntad del Padre (Mt 21.31ss), comprenderá también a paganos (Mt 25,32ss), que suplantarán a los «hijos del reino» Mt 8,12.

A este nuevo Israel, que de derecho está ya abierto a todos, prodiga el Padre los bienes necesarios (Mt 6,26.32 7,11), ante todo el Espíritu Santo (Lc 11,13), y manifiesta la inmensidad de su ternura misericordiosa (Lc 15,11-32): no hay sino reconocer humildemente esta única paternidad (Mt 23,9)y vivir como hijos que oran a su padre (7,7-11), tienen confianza en él (6,25-34), se le someten imitando su amor universal (5,44s), su propensión a perdonar (18,33 6,14s), su misericordia (Lc 6,36 Lev 19,2), su perfección misma (Mt 5,48). Si este tema de la imitación del Padre no es nuevo (así Lc 6,36 se halla también en un targurn), es nueva la insistencia en su aplicación al perdón mutuo y al amor de los enemigos. Nunca es Dios tanto nuestro Padre como cuando ama y perdona, y nosotros no somos nunca tanto sus hijos como cuando obramos de la misma manera con todos nuestros hermanos.

V. EL PADRE DE JESÚS

1. Por medio de Jesús se reveló Dios como Padre de un Hijo único. Jesús hace comprender que Dios es su Padre en un sentido único, por su manera de distinguir «mi Padre» (p.e. Mt 7,21 11,27 p Lc 2,49 22,29) y «vuestro Padre» (p.e. Mt 5,45 6,1 7,11 Lc 12,32), de presentarse a veces como «el Hijo» Mc 13,32, el Hijo muy amado, es decir, única (Mc 12,6 p 1,11 p 9,7 p), y sobre todo de expresar la conciencia de una unión tan estrecha entre los dos, que él penetra en todos los secretos del Padre y es el único que los puede revelar Mt 11,25ss. El alcance trascendente de estas palabras «Padre» e «Hijo» que (al menos en la fórmula «Hijo de Dios», por lo demás evitada por Jesús) no es evidente por sí misma y no era percibido por los contemporáneos de Cristo (Lc 4,41), es confirmado por el del título «Hijo del hombre» y por la reivindicación de una autoridad que rebasa la autoridad creada. También por la oración de Jesús, que se dirige a su Padre diciendo «Abba» (Mc 14,36), equivalente de nuestro «papá»; familiaridad de la que no hay ejemplo antes de él y que manifiesta una intimidad sin segunda.

2. Dios, en el acto eterno de su paternidad, se da un igual. Los primeros teólogos explicitan lo que dicen los Sinópticos del «Padre de nuestro Señor Jesucristo» (Rom 15,6 2Cor 1,3 11,31 Ef 1,3 1Pe 1.3). Con frecuencia hablan de él bajo su nombre de Padre, y en él también piensan cuando dicen sencillamente o Theós (p.e. 2Cor 13,13). Pablo trata de las relaciones del Padre y del Hijo como protagonistas de la salvación. Sin embargo, cuando habla del «propio Hijo de Dios» situándolo con referencia a los hijos adoptivos (Rom 8,1529.32)y atribuye a «su Hijo muy amado» la obra misma creadora (Col 1,13.15ss), esto supone que hay en Dios un misterio de paternidad trascendente y eterna.

Juan va todavía más lejos. Nombra a Jesús el unigénito, es decir, el Hijo único y muy amado (Jn 1,14.18 3,16.18 1Jn 4,9). Subraya el carácter único de la paternidad que corresponde a esta filiación Jn 20,17, la unidad perfecta de las voluntades (5,30)y de las actividades (5,17-20)del Padre y del Hijo, manifestada por las obras milagrosas que el uno da al otro para realizar 5,36, su mutua inmanencia (10,38 14,10s 17.21), su mutua intimidad de conocimiento y de amor (5,20.23 10,15 14,31 17,24ss), su mutua glorificación (12,28 13,31s 17,1.4s). Los judíos, pasando del plano del obrar al plano del ser, comprenden las declaraciones de Jesús como profesiones de igualdad con Dios (5,17s 10,33 19,7). Y tienen razón: Dios es verdaderamente «el propio Padre» de Jesús; éste existía ya anteriormente a Abraham (8,57s), «en el seno del Padre» (1,18 1Jn 1,1ss).

3. En su condición de encarnación el Hijo queda sometido al Padre. Si la dignidad de Hijo hace de Jesús el igual de Dios, no por eso pierde el Padre, según Cristo mismo (p.e. Mt 26,39 p 11,26s 24,36 p) y los autores del NT, sus prerrogativas paternas. A él es a quien el kerigma primitivo (p.e. Act 2,24) y Pablo (p.e. 1Tes 1,10 2Cor 4,14) atribuyen la resurrección de Jesús. Él tiene la iniciativa de la salvación: él es quien elige y llama al cristiano (p.e. 2Tes 2,13s) o al Apóstol (p.e. Gal 1,15s); él es quien justifica (p.e. Rom 3,26.30 8,30). Jesús no es sino el mediador necesario: el Padre lo envía Gal 4,4 Rom 8,3, lo entrega Rom 8,32, le confía una obra a realizar (p.e. Jn 17,4), palabras que decir 12,49, hombres que salvar 6,39s. El Padre es fuente y fin de todas las cosas 1Cor 8,6; así el Hijo, que no obra sino en dependencia de él (Jn 5,19 14,10 15,10), se someterá a él (1Cor 15,28) como a su cabeza (11,3) al fin de los tiempos.

VI. EL PADRE DE LOS CRISTIANOS

Si los hombres tienen el poder de venir a ser hijos de Dios (Jn 1,12), es que Jesús lo es por naturaleza. El Cristo de los Sinópticos aporta las primeras luces sobre este punto al identificarse con los suyos (p.e. Mt 18,5 25,40), diciéndose su hermano (28,10) y una vez incluso designándose con ellos bajo la común apelación de «hijo» (17,26). Pero la plena luz nos viene de Pablo. Según él, Dios nos libra de la esclavitud y nos adopta como hijos (Gal 4,5ss Rom 8,14-17 Ef 1,5) por la fe bautismal, que hace de nosotros un solo ser en Cristo (Gal 3,26ss), y de Cristo un Hijo mayor, que comparte con sus hermanos la herencia paterna (Rom 8,17.29 Col 1,18). El Espíritu, por ser el agente interior de esta adopción, es también su testigo; y testimonia en nosotros inspirando la oración misma de Cristo, con el que nos conforma: Abha Gal 4,6 Rom (8,14ss.29). Desde pascua la Iglesia, al recitar el «padrenuestro» expresa la conciencia de ser amada por el amor mismo en que Dios envuelve a su Hijo único 1Jn 3,1; y esto es lo que sin duda sugiere Lucas al hacernos decir: «¡Padre!» Lc 11,2, como Cristo.

Nuestra vida filial, manifestada en la oración, se expresa también por la caridad fraterna; en efecto, si amamos al Padre, no podemos menos de amar también a todos sus hijos, nuestros hermanos: «Todo el que ama al que ha engendrado ama también al que ha nacido de Él» 1Jn 5,1.

Oración

Tomado de: LEON-DUFOUR. Xavier, Vocabulario de teología bíblica

I. LA ORACIÓN EN LA HISTORIA DE ISRAEL

La constante más estable de las oraciones del AT es sin duda su relación con el plan salvífico de Dios: se ora a partir de lo que ha sucedido, de lo que sucede o, para que suceda algo, a fin de que se dé a la tierra la salvación de Dios. El contenido de la oración de Israel la sitúa por tanto en la historia. Por su parte la historia sagrada está marcada por la oración: es sorprendente observar cuántos grandes momentos de esta historia están señalados por la oración de los mediadores y del pueblo entero, que se apoyan en el conocimiento del designio de Dios para obtener su intervención en la hora presente. Vamos a dar sólo algunos ejemplos, que serán luego confirmados por la oración de Cristo y de su esposa, la Iglesia.

1. Moisés.

Moisés domina todas las figuras de orantes del AT. Su oración, tipo de la oración de intercesión, anuncia la de Jesús. En consideración de Moisés salva Dios al pueblo Ex 33,17, haciendo clara distinción entre ambos 32,10 33,16. Esta oración es dramática 32,32; sus argumentos siguen el esquema de toda súplica: —llamamiento al amor de Dios: «esta nación es tu pueblo» 33,13 32,11 Num 11,12—, llamamiento a su justicia y fidelidad: —que te reconozcan, recuerda tus acciones pasadas—, consideración de la gloria de Dios: ¿qué dirán los otros si nos abandonas? Ex 32,11-14. También de la oración, una oración más contemplativa y que transforma a Moisés para bien de los otros 34,29-35, brota la obra de Moisés legislador. El ciclo de Moisés guarda finalmente el recuerdo y el tipo de una perversión de la oración: «tentar a Dios». En estos casos la oración sigue la pendiente de la codicia, contrariamente al llamamiento de la gracia hacia el designio divino: en el episodio de Meriba y en el de las codornices se pone a Dios a prueba Ex 16,7 Sal 78 106,32. Esto equivale a decir que se creerá en él si hace nuestra voluntad Jdt 8,11-17.

2. Reyes y profetas.

El anuncio mesiánico del profeta Natán suscita en David una oración, cuya esencia es esto: «Obra como tú lo has dicho» 2Sa 7,25 1Re 8,26. Asimismo Salomón al inaugurar el templo incluye en su oración a todas las generaciones venideras (oficio de la dedicación: 1Re 8,10-16); predomina un elemento de contrición 1Re 8,47, que volverá a hallarse después de la destrucción del templo Bar 2.1-3,8 Neh 9. Se nos ha conservado otras oraciones reales 2Re 19,15-19 2Par 14,10 20,6-12 33,12.18. La oración por el pueblo entraba sin duda en las funciones oficiales del rey.

Por el poder de intercesión Gen 18,22-32 merece Abraham ser llamado profeta 20,7; los profetas fueron hombres de oración (Elías: 1Re 18,36s Sant 5,17s) y también intercesores, como Samuel Jer 15,1, Amós Am 7,1-6, y sobre todo Jeremías. En este último verá la tradición «al que ora mucho por el pueblo» 2Mac 15,14. La función de intercesor supone una conciencia clara a la vez de la distinción y de la relación que se establecen entre el individuo y la comunidad. Esta conciencia (también Jer 45,1-5) es la que constituye la riqueza de la oración de Jeremías, paralela en diversos puntos a la de Moisés, pero ilustrada más abundantemente. Unas veces es el que implora la salvación del pueblo 10,23 14,7ss.19-22 37,3., cuyos dolores hace suyos 4,19 8,18-23 14,17s; otras veces se queja de él 15,10 12,1-5 y hasta clama venganza 15,15 17,18 18,19-23: otras se interesa por su propia suerte 20,7-18.. Son numerosas las relaciones de forma y de fondo entre estas oraciones y la colección de los salmos.

Esdras y Nehemías oran también a la vez por sí mismos y por los otros Esd 9,6-15 Neh 1,4-11. Más tarde los Macabeos no se baten tampoco sin orar 1Mac 5,33 11,71 2Mac 8,29 15,20-28. La importancia de la oración personal formulada crece sencillamente en los libros postexílicos que aportan así un precioso testimonio Jon 2,3-10 Tob 3.11-16 Jdt 9,2-14 Est 4,17. Estas oraciones fueron escritas para ser leídas en un relato, después de lo cual puede uno apropiárselas, y la Iglesia invita a hacerlo. Pero el fin de los que formaron el salterio como colección era que se rezase: ninguna oración de Israel se puede comparar coa el salterio por razón de su carácter universal.

II. LOS SALMOS, ORACIÓN DE LA ASAMBLEA

Maravillas de Yahveh Sal 104., mandamientos Sal 15 81., profetismo Sal 50, sabiduría Sal 37., toda la Biblia confluye en los salmos como por capilaridad y en ellos se convierte en oración. El sentimiento de la unidad de la oración del pueblo elegido fue el que presidió su elaboración, como también su adopción por la Iglesia. Dios, al darnos el salterio, nos pone en la boca las palabras que quiere oír, nos indica las dimensiones de la oración.

1. Oración comunitaria y personal.

Con frecuencia la nación entera exulta, se acuerda o se lamenta: «¡acuérdate!», «¿hasta cuándo?» Sal 44 74 77; otras veces, la comunidad de los piadosos Sal 42,5; los cánticos de las subidas. El templo, presente o lejano, medio de resonancia de la oración de la asamblea Sal 5,8 28,2 48,10, se evoca frecuentemente en ellos. Se invoca a los justos Sal 119,63, que sirven de argumento: no pierdan la fe al vernos caer Sal 69,7; se les pondrá al corriente cuando sea escuchada la oración Sal 22,23=Heb 2,12.

A pesar de la constante repetición de las mismas expresiones, el salterio no es un mero formulario o ceremonial. El acento espontáneo indica su origen en una experiencia personal. Aparte las oraciones propiamente individuales, sobre todo el lugar que se asigna al rey ilustra la igual importancia que se da al individuo y a la comunidad: el rey es con un título eminente una persona única, y al mismo tiempo el grupo halla en él su símbolo viviente. La atribución tradicional de la colección a David, que fue el primer salmista, indica su enlace con la oración mediadora de Jesús, hijo de David.

2. Oración de la prueba.

La oración de los salmos parte de la existencia en sus diversas situaciones. En ella se percibe poco el perfume de la soledad Sal 55,7 11,1; en cambio se oye mucho la plaza pública y la guerra Sal 55 59 22,13s.17, cosa que convierte al salterio en un texto más caótico y ruidoso de lo que algunos podrían esperar de un libro de oraciones. Si se llama a Dios con estos gritos, con estos rugidos Sal 69,4 6,7 22,2 102,6, es que todo entra en juego, que se tiene necesidad de él con toda la persona, alma y cuerpo Sal 63,2. El cuerpo, con sus pruebas y sus goces, ocupa en esta oración el lugar que le corresponde en la vida Sal 22 38.. El salmista busca todos los bienes, el tór Sal 4 y sólo los espera de Dios.

Por el hecho de no renunciar a vivir con Dios ni a caminar acá en la tierra, se prepara al crisol de la prueba. Fuera de esta perspectiva —la experiencia de la dirección de Dios en los caminos del hombre que marcha— no se puede comprender su oración. Los gritos de súplica parten de los momentos en los que se pone a prueba la espera de la fe. ¿se frustra o no el designio de Dios sobre el individuo o el pueblo? En torno al suplicante se ignora la oración Sal 53,5; se le acosa: «¿Dónde está tu Dios?» Sal 42,4, y él mismo se interroga Sal 42-43 73: su certeza no es de esas a las que la vida no puede sustraer ni aportar nada. Esto ilustra los pasajes en uyle la inocencia se proclama a sí misma, no por pura complacencia, sino frente al peligro y porque el enemigo, siempre presente, la niega Sal 7,4ss y 26, que se reza en la misa.

3. Oración asegurada.

El leitmotiv de la oración de los salmos es batah: fiarse Sal 25,2 55,24.. Esta confianza que pasa de la risa a las lágrimas y viceversa Sal 116,10 23,4 119,143 se equilibra entre la súplica y la acción de gracias. Se dan gracias incluso antes de haber obtenido algo Sal 140,14 22,25ss Jn 11,41. Los salmos que sólo contienen alabanza son una parte importante de la colección. Los tres jóvenes que alaban juntos en el horno constituyen una imagen genérica para el salterio.

4. Oración en busca del verdadero bien.

El hombre, al esperar de Dios el bien, cualquiera que sea, es invitado a superarse mediante el descubrimiento de que Dios mismo se da juntamente con este bien. Se declara el gozo de vivir bajo la mirada de Dios, de estar con él, de habitar su casa Sal 16 23 25,14 65,5 91 119,33ss. En cuanto a la esperanza de que Dios dé acceso al hombre a su propia vida, no se puede afirmar que se alimente de ella la oración de los salmos; sin embargo, en ella se presiente este don gratuito Sal 73,24ss 16. El que esté modelado por la oración de los salmos estará preparado para recibirlo y hallará en ellos la forma de expresar esta experiencia.

5. El salterio, oración de Jesús.

En efecto, la revelación de Jesús autorizará una transposición y un enriquecimiento de las esperanzas del salmista; no suprimirá su raíz en nuestra condición humana. Además, la aplicación de los salmos a Cristo podrá hacerse independientemente de toda transposición: los salmos serán su oración Mt 26,30; los salmos lo formarán, como a todos los que le rodean. Una piedad atenta al interior de Jesucristo ¿podría descuidar este documento básico?

III. LA ORACIÓN TAL COMO LA ENSEÑA JESÚS

El Hijo de Dios se situó con la encarnación en medio de la demanda incesante de los hombres. La alimenta con esperanza respondiendo a ella; al mismo tiempo alaba, estimula o educa la fe Lc 7,9 Mt 9,22.29 15,28. Su enseñanza, situada sobre este fondo vivido, se extiende primeramente sobre la manera de orar, más abundantemente que sobre la necesidad de la oración: «cuando oréis, decid…» Lc 11,2.

1. Los Sinópticos.

El padrenuestro es el centro de esta enseñanza Lc 11,2ss Mt 6,9-13. De la invocación de Dios como Padre, que prolonga rebasándola la intimidad de los salmos Sal 27,10 103,13 Is 63,16 64,7 dimana toda la actitud del orante. Esta invocación es un acto de fe y ya un don de sí mismo que sitúa a uno en el circuito de la caridad. De ahí proviene que, totalmente en la línea de la oración bíblica, anteponga a todo la preocupación por el designio de Dios: por su nombre, por su reino Mt 9,38, por la actualización de su voluntad. Pero pide también ese pan (que él ofrece en la eucaristía), luego el perdón, después de haberse uno reconciliado con los hijos del mismo Padre, finalmente la gracia de no verse arrastrado por las pruebas del tiempo venidero.

Las otras prescripciones encuadran o completan el padrenuestro y nombran con frecuencia al Padre. La impresión dominante es que la certeza de ser escuchados es fuente y condición de la oración Mt 18,19 21,22 Lc 8,50. Marcos lo expresa en la forma más directa: «Si no vacila en su corazón, sino que cree que sucederá lo que dice, le será concedido» Mc 11,23 9,23 y sobre todo Sant 1,5-8. Ahora bien, si uno está seguro, es que ora al Padre Lc 11,13 Mt 7,11. La interioridad se funda en la presencia del Padre que ve en lo secreto Mt 6,6 6,4.18. No amontonar ni remachar las palabras Mt 6,7 como si Dios estuviera lejos de nosotros, a la manera del Baal burlado por Elías 1Re 8,26ss, siendo así que es nuestro Padre. Perdonar Mc 11,25 p Mt 6,14.

Orar en unión fraterna Mt 18.19. Tener presentes las propias faltas con una oración contrita Lc 18.9-14.

Hay que orar sin cesar Lc 18,1 11,5-8: debe ser probada nuestra perseverancia, debe expresarse la vigilancia del corazón. La necesidad absoluta de la oración se enseña en el contexto de los últimos tiempos Lc 18,1-7, hechos próximos por la pasión; de lo contrario sería uno sumergido por «todo lo que debe suceder» Lc 21,36 22,39-46; asimismo el padrenuestro se termina implorando a Dios contra la tentación.

2. Juan presenta bajo un aspecto muy unificado la pedagogía de la oración, paso de la demanda a la verdadera oración, y del deseo de los dones de Dios al del don que aporta a Dios mismo, como lo leíamos ya en los salmos. Así la samaritana es llevada de sus deseos propios al del don de Dios Jn 4,10, y las multitudes al «alimento que perdura en vida eterna» Jn 6,27. Por eso la fe no es sólo condición de la oración, sino que es también su efecto: el deseo es a la vez escuchado y purificado Jn 4,50.53 11,25.45.

IV. LA ORACIÓN DE JESÚS

1. Su oración y su misión.

No hay nada en el Evangelio que mejor revele la necesidad absoluta de la oración que el lugar que la misma ocupa en la vida de Jesús. Ora con frecuencia en la montaña Mt 14,23, solo (ibid.), aparte Lc 9,18, incluso cuando «todo el mundo [le] busca» Mc 1,37. Sería un error reducir esta oración al único deseo de intimidad silenciosa con el Padre: atañe a la misión de Jesús o a la educación de los discípulos. Éstas se menciona en cuatro notaciones de la oración propias de Lucas: en el bautismo Lc 3,21, antes de la elección de los doce 6,12, en la transfiguración 9,29, antes de enseñar el padrenuestro 11,1. Su oración es el secreto que atrae a sus más allegados y en el que les hace penetrar cada vez más 9,18. Es algo que se refiere a ellos: oró por la fe de los suyos. El nexo entre su oración y su misión es manifiesto en los cuarenta días que la inauguran en el desierto, pues hacen revivir, rebasándolo, el ejemplo de Moisés. Esta oración es una prueba: Jesús triunfará mejor que Moisés del proyecto satánico de tentar a Dios Mt 4,7=Dt 6,16 Massa, y ya antes de su pasión nos muestra de qué obstáculos habrá de triunfar nuestra propia oración.

2. Su oración y su pasión.

La prueba decisiva es la del fin, cuando Jesús ora y quiere hacer que sus discípulos oren con él en el Monte de los Olivos. Este momento contiene toda la oración cristiana; filial: «Abba»; segura: «todo te es posible»; prueba de obediencia en que es rechazado el tentador: «no lo que yo quiero, sino lo que tú quieres» Mc 14,36. A tientas también, como las nuestras, en cuanto a su verdadero objeto.

3. Su oración y su resurrección.

Finalmente, escuchada aun más allá de lo esperado. Los alientos que le da el ángel Lc 22,43 son la respuesta inmediata del Padre para el momento presente, pero la epístola a los Hebreos nos muestra en forma radical y osada que la resurrección fue la que escuchó esta oración tan verdaderamente humana de Cristo, que «habiendo ofrecido en los días de su vida mortal oraciones y súplicas con poderosos clamores y lágrimas al que era poderoso para salvarle de la muerte, fue escuchado por razón de su piedad» Heb 5,7. La resurrección de Jesús, momento central de la salvación de la humanidad, es una respuesta a la oración del Hombre-Dios, que reanuda todas las peticiones humanas de la historia de la salvación Sal 2,8: «¡pídeme!».

4. La noche de la Cena.

Aquí Jesús, habiendo primero dicho, entre otras cosas, cómo se debe orar, ora luego él mismo. Su enseñanza coincide con la de los Sinópticos en cuanto a la certeza de ser escuchado (parresía en 1Jn 3,21 5,14), pero la condición «en mi nombre» abre nuevas perspectivas. Se trata de pasar de la petición más o menos instintiva a la verdadera oración. Así pues, el «hasta aquí no habéis pedido nada en mi nombre» Jn 16,24 puede aplicarse a gran número de bautizados. Orar «en nombre» de Cristo supone más que una fórmula, así como hacer una gestión en nombre de otro supone un nexo real entre ambos. Orar así no significa únicamente pedir las cosas del cielo, sino querer lo que quiere Jesús; ahora bien, su querer es su misión: que su unidad con el Padre venga a ser el fundamento de la unidad de los llamados. «Que todos sean uno como tú, Padre, en mí y yo en ti» Jn 17,22s. Estar en su nombre y querer lo que él quiere es también caminar en sus mandamientos, el primero de los cuales impone esta caridad que se pide. Por lo tanto la caridad es todo en la oración: su condición y su término. El Padre da todo a causa de esta unidad. Así la afirmación constante de los Sinópticos, de que toda oración es escuchada, se confirma aquí tratándose de corazones renovados: «sin hablar en parábolas» Jn 16,29. Se da una situación nueva, pero ésta cumple la promesa del día de Yahveh, en que «todos los que invoquen el nombre de Yahveh serán salvos» Jl 3,5 Rom 10,13; la oración de la cena promulga la era esperada, en la que los beneficios del cielo corresponderán a los deseos de la tierra Os 2,23-25 Is 30,19-23 Zac 8,12-15 Am 9,13. Tal es la oración de Jesús, que trasciende la nuestra; raras veces dice «ruego», generalmente dice «pido», y una vez «quiero» (al fin: Jn 17,24). Esta oración expresa su intercesión (eterna según Heb 7,25) y revela el contenido interior tanto de la pasión como de la comida eucarística. En efecto, la eucaristía es la prenda de la presencia total de Dios en su don y la posibilidad del intercambio perfecto.

V. LA ORACIÓN DE LA IGLESIA

1. La comunidad.

La vida de la Iglesia se inicia en el marco de la oración de Israel. El evangelio de Lucas se acaba en el templo, donde los apóstoles estaban «continuamente alabando a Dios» Lc 24,53 Act 5.12. Pedro ora a la hora de sexta Act 10,9; Pedro y Juan van a la oración de la hora de nona 3,1 Sal 55,18 y nuestro oficio de sexta y de nona. Se elevan las manos al cielo 1Tim 2,8 1Re 8,22 l s 1,15, de pie y a veces de rodillas Act 9,40 1Re 8,54. Se cantan salmos Ef 5,19 Col 3,16. «Todos, con un mismo corazón, eran asiduos a la oración» Act 1,14. Esta oración comunitaria, preparación de pentecostés, prepara después todos los grandes momentos de la vida eclesial a través de los Hechos: la elección del sucesor de Judas 1,24-26, la institución de los Siete 6,6 que debe precisamente contribuir a facilitar la oración de los Doce 6,4. Se ora por la liberación de Pedro 4,24-30, por los bautizados de Felipe en Samaria 8,15. Vemos orar a Pedro 9,40 10,9 y a Pablo 9,11 13.3 14,23 20.36 21,5.. El Apocalipsis nos aporta ecos de la oración hímnica de la asamblea Ap 5,6-14.

2. San Pablo.

a. Lucha. Pablo acompaña las palabras que designan la oración con la mención «sin cesar», «en todo tiempo» Rom 1,10 Ef 6,18 2Tes 1,13.11 2,13 Flm 4 Col 1,9 o «noche y día» 1Tes 3,10 1Tim 5,5. Concibe la oración como una lucha: «luchad conmigo en las oraciones que dirigís a Dios por mí» Rom 15,30 Col 4,12, lucha que se confunde con la del ministerio Col 2,1. Para «ver el rostro» de los tesalonicenses ora «con la mayor instancia» 1Tes 3,10, que es en el estilo de Pablo un superlativo intraducible, el mismo que emplea para definir la manera como Dios nos escucha Ef 3,20. «Tres veces he suplicado al Señor», dice 2Cor 12,8, para que desaparezca el aguijón que lleva clavado en la carne.

b. Oración apostólica. El ejemplo que acabamos de citar es único, puesto que en su oración, indisolublemente ligada con el designio divino que se realiza en su misión, todas las peticiones formuladas explícitamente atañen a la promoción del reino de Dios. Esto comporta deseos concretos: que se apruebe la colecta en favor de Jerusalén Rom 15,30s, que tenga fin una tribulación 2Cor 1,11, que logre la libertad Flm 22; por esto y por otras cosas Flp 1,19 1Tes 5,25; pide oraciones como lo indica a los colosenses 4,12 que Epafra luche por ellos en la oración. La oración aparece claramente en san Pablo como un elemento de unión en el interior del cuerpo de Cristo que se construye (v. también 1Jn 5,16).

c. Acción de gracias. Se nota constantemente en él el vaivén tradicional entre súplica y alabanza: «oraciones y súplicas con acciones de gracias» Flp 4,6 1Tes 5,17s 1Tim 2,1. Él mismo comienza sus epístolas (excepto Gal y 2Cor por razones precisas) dando gracias por los progresos de los destinatarios y refiriendo sus oraciones para que Dios complete sus gracias Flp 1,9. Parece que la acción de gracias atrae a sí todos los demás componentes de la oración: después de lo que hemos recibido de una vez para siempre en Jesucristo, no se puede ya orar sin partir de este don, y si se pide es para poder dar gracias 2Cor 9,11-15.

d. Oración en el Espíritu del Hijo. Pablo aporta una luz concreta sobre el papel del Espíritu en la oración que nos une con la santísima Trinidad. Como lo hacemos todavía todos en los momentos de oración litúrgica, dirige sus oraciones por Cristo al Padre. Es raro que se dirija al «Señor», es decir, a Jesús 2Cor 12,8 Ef 5,19, pero Col 3,16, paralelo, habla de «Dios» en lugar del Señor. Ahora bien, lo que nos hace orar por Cristo (= en su nombre), es precisamente el Espíritu de adopción Rom 8,15. Por él decimos, como Jesús, «Padre», y esto bajo la fórmula familiar de Abba, término que los judíos reservaban a sus padres terrenales y no habrían aplicado nunca al Padre del cielo. Este favor no puede venir sino de arriba; «Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: Abba!, ¡Padre!» Gal 4,6 Mc 14,36.

Así queda realmente satisfecha la necesidad que experimenta la humanidad de justificar su oración en una iniciativa divina. En el corazón de nuestra oración hay, más profundamente que una actitud filial, un ser de hijos. Así, a través de nuestras vacilaciones Rom 8,26 el Espíritu que ora en nosotros da a nuestra oración la seguridad Heb 4,14ss Sant 4,3ss de llegar a las profundidades de donde Dios nos llama, que son las de la caridad. Ya sabemos cómo llamar a este don, que es origen y término de la oración; es el Espíritu de amor ya recibido Rom 5,5 y sin embargo todavía pedido Lc 11,13. En él pedimos un mundo nuevo, en el cual está uno seguro de ser escuchado. Fuera de él se ora «como paganos». En él toda la oración es lo contrario de una fugó: un llamamiento que acelera el encuentro del cielo y de la tierra: «El Espíritu y la esposa dicen: ‘¡Ven!.. Sí, ¡ven, Señor Jesús!’» Ap 22,17.20.

ODIO

Tomado de: LEON-DUFOUR. Xavier, Vocabulario de teología bíblica

El odio es lo contrario del amor, pero le está también muy próximo. Si el amor de Amnón a Tamar se vuelve de repente aversión violenta, es que su pasión era ardiente 2Sa 13,15. No pocas fórmulas bíblicas que oponen en forma absoluta esta pareja de amor y odio Gen 29,18.31 Mt 5,43 6,24, suponen esta reacción natural del amor de aborrecer lo que antes era todo para él. Este estado de ánimo supone el Dt en el caso del marido que repudia a su mujer Dt 22,13.16. Esta violencia de las reacciones es una de las bases del lenguaje semítico, que recurre fácilmente a parejas de palabras opuestas sin notar los matices intermedios. Pero la realidad no responde siempre al vigor del lenguaje, y así en un matrimonio polígamo se puede decir que la mujer que no es la preferida, o que sencillamente es menos amada, es odiada Dt 21,15 Gen 29,31ss. Estas observaciones pueden explicar ciertas fórmulas sorprendentes Lc 14,26 Mt 10,37, pero dejan intacto el problema religioso que plantea el odio: ¿Por qué y cómo se presenta el odio en la humanidad? ¿Qué quiere decir la Biblia cuando aplica la noción de odio a Dios? ¿Qué actitud adoptó Cristo frente al odio?

I. EL ODIO ENTRE LOS HOMBRES

1. El mundo entregado al odio.

El odio entre los hombres es un hecho de todos los tiempos. El Génesis señala su presencia desde la primera generación humana Gen 4,2-8 y los sabios lo observan con mirada penetrante Prov 10,12 14,20 19,7 26,24ss Eclo 20,8. Pero acerca de este hecho pronuncia la Biblia un juicio de valor. El odio es un mal, fruto del pecado, pues Dios hizo a los hombres hermanos para que vivieran en el amor mutuo. El caso tipo de Caín muestra bien cuál es el proceso del odio: nacido de la envidia, tiende a la supresión del otro y conduce al homicidio. Esto basta para denunciar su origen satánico, como lo explica el libro de la Sabiduría: el diablo, envidioso de la suerte del hombre, le tomó odio y provoco su muerte Sab 2,24. Desde entonces está el mundo entregado al odio Tit 3,3.

2. El justo es objeto de odio.

Desde sus orígenes remotos, el esquema «envidia-odio-homicidio» se aplica siempre en el mismo sentido: el impío odia al justo y se conduce como su enemigo. Así Caín con Abel, Esaú con Jacob, los hijos de Jacob con José, los egipcios con Israel Sal 105,25, los reyes impíos con los profetas 1Re 22,8, los malos con los piadosos de los salmos, los extranjeros con el ungido de Yahveh Sal 18 21, con Sión Sal 129, con Jerusalén Is 60,15. Es, pues, una ley permanente: al que Dios ama es odiado, sea porque su preferencia suscite envidia, sea porque represente un reproche viviente para los pecadores Sab 2,10-20. En todo caso Dios mismo, a través de su elegido, es tomado por blanco y hecho’ objeto de odio 1Sa 8,7 Jer 17,14s.

3. ¿Puede odiar el justo?

¿Puede odiar el justo en respuesta al odio de que es víctima? En el interior del pueblo de Dios está prescrito amar al prójimo Lev 19,17s; así la legislación ordena dar muerte al asesino que ha matado a otro por odio Dt 19,11ss, precisamente en el momento en que se esfuerza por afinar la práctica de la venganza de la sangre instituyendo ciudades de refugio Dt 19,1-10.

Hay, sin embargo, otros casos: el de los malos que odian a los justos, el de los enemigos del pueblo de Dios; unos y otros se conducen como enemigos de Dios Num 10,35 Sal 83,3. La conducta que dicta aquí el amor de Dios puede parecer sorprendente. Israel odiará a los enemigos de Dios para no imitar su conducta: tal es el sentido de la guerra santa Dt 7,1-6. El justo desgraciado, que podría verse tentado a envidiar a los malos y a imitarlos Prov 3,31 Sal 37 73, para guardarse del pecado odiará al partido de los pecadores Sal 26,4s 101,3ss. «Amar a los que odian a Yahveh» 2Par 19,2 sería pactar con los impíos y hacerse infiel Sal 50,18-21. Al amor celoso de Dios debe responder un amor no dividido Sal 119,113 97,10. En todas las cosas hay que abrazar su causa: amar lo que él ama, odiar lo que él odia Am 5,15 Prov 8,13 Sal 45,8. ¿Cómo, pues, no odiar a los que le odian Sal 139,21s?

Esta actitud no está exenta de ambigüedad y de peligro: ¿no se llegará fácilmente a ver en todo enemigo personal o nacional un enemigo de Dios para acaparar en forma egoísta los privilegios de la elección divina? El peligro no era quimérico: los sectarios que Qumrán, al declarar «odio eterno» al partido de Belial, identificaban de hecho el «partido de Dios» con su grupo cerrado. «Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo» Mt 5,43: no era tal la letra de la antigua ley, pero muchos admitían esta interpretación abusiva, dictada por un exclusivismo estrecho.

II. ¿EXISTE ODIO EN DIOS?

¿Cómo se puede hablar de odio a propósito del Dios de amor? Efectivamente, Dios no puede odiar a ninguno de los seres que él mismo ha hecho Sab 11,24, y sería una injuria acusarle de odiar a su pueblo Dt 1,27 9,28. Pero el Dios de amor es también el Dios santo, el Dios celoso. Su mismo amor implica una repulsión violenta hacia el pecado. Odia la idolatría, la de los cananeos Dt 12,31 16,22 o la de Israel Jer 44,4. Odia la hipocresía cultual Am 5,21 Is 1,14, la rapiña y el crimen Is 61,8, el falso juramento Zac 8,17, el repudio Mal 2,16, y más en general la colección de pecados que enumera Prov 5,16-19. Ahora bien, el pecador forma en cierta manera cuerpo con su pecado; se pone en posición de enemigo (es decir, de «odiador» de Dios: Ex 20,5 Dt 7,10 Sal 139,21 Rom 1,30). La incompatibilidad total que por su falta establece entre Dios y él se traduce también en la Biblia en términos de odio: Dios odia al violento Sal 11,5, al idólatra Sal 31,7, al hipócrita Eclo 27,24 y en general a todos los malhechores Sal 5,6ss. Odia a Israel infiel Os 9,15 Jer 12,8, como odió a los cananeos a causa de sus crímenes Sab 12,3. El caso es algo más complejo cuando declara: «He amado a Jacob y odiado a Esaú» Mal 1,2 Rom 9,13: este odio es todavía provocado por las violencias de Edom para con Israel Sal 137,7 Ez 25,12ss Abd 10-14, pero traduce también las preferencias de la elección, semejante a la del hombre que «ama» a una de sus esposas y «odia» a la otra.

Pero si esta preferencia y esta repulsión son realidades muy positivas y en las que se afirma Dios con toda su fuerza, sin embargo, sólo se les puede dar el nombre de odio a condición de purgar esta palabra de todo lo que, en nuestro mundo pecador, comporta en materia de rencor malvado, de voluntad de perjudicar y de destruir. Así pues, si Dios odia el pecado ¿se puede decir que odia verdaderamente al pecador, él que «no quiere su muerte, sino que se convierta y viva» Ez 18,23? Dios, a través de la elección y del castigo, persigue un único designio de amor para todos los hombres; su amor tendrá la última palabra. Se ha revelado plenamente en Jesús. Así el NT no habla nunca de odio en Dios.

III. JESÚS FRENTE AL ODIO

1. El odio del mundo contra Jesús.

Jesús, que aparece en un mundo agitado por la pasión del odio, ve converger hacia él todas las formas de éste: odio del elegido de Dios, al que se envidia Lc 19,14 Mt 27,18 Jn 5,18, odio del justo cuya presencia condena Jn 7,7 15,24; los jefes de Israel le odian también porque quieren acaparar ellos mismos la elección divina Jn 11,50. Por lo demás, tras ellos le odia todo el mundo malvado Jn 15,18: en él odia la luz porque sus obras son malas Jn 3,20. Así se realiza el misterio anunciado en la Escritura, del odio ciego, inmotivado Jn 15,25: por encima de Jesús apunta al Padre mismo Jn 15,23s. Jesús muere, pues, víctima del odio; pero con su muerte mata al odio Ef 2,14.16, pues esta muerte es un acto de amor que reintroduce el amor en el mundo.

2. El odio del mundo contrae los cristianos.

Todo el que siga a Jesús conocerá la misma suerte. Los discípulos serán odiados «por causa de su nombre» Mt 10,22 24,9. No deben extrañarse de ello 1Jn 3,13; deben incluso regocijarse Lc 6,22, pues así son asociados al destino de su maestro; el mundo los odia porque no son de este mundo Jn 15,19 17,14. Así se revela el enemigo, que estaba en actividad desde los orígenes Jn 8,44; pero Jesús oró por ellos, no para que fueran retirados del mundo, sino para que fueran preservados del maligno.

3 Odiar el mal y no a los hombres.

Como Jesús, en quien no tiene nada el príncipe de este mundo Jn 14,30 8,46 como el Dios santo, el Padre santo Jn 17,11, también los discípulos tendrán odio al mal. Sabrán que hay incompatibilidad radical entre Dios y el mundo 1Jn 2,15 Sant 4,4, entre Dios y la carne Rom 8,7, entre Dios y el dinero Mt 6,24. Para suprimir en sí mismos toda complicidad con el mal, renunciarán a todo y llegarán hasta a odiarse a sí mismos Lc 14,26 Jn 12,25. Pero frente a los otros hombres no habrá el menor odio en su corazón: «el que odia a su hermano está en las tinieblas» 1Jn 2,9.11 3,15. El amor es la única regla, incluso para con los enemigos Lc 6,27. Así, al final de la historia se ha esclarecido la situación. Con su venida cambió el Señor la faz del mundo: en otro tiempo reinaba en él el odio Tit 3,3; ahora ha pasado ya el tiempo de Caín. Sólo el amor da la vida y nos hace semejantes a Dios 1Jn 3,11-24.

OBEDIENCIA

Tomado de: LEON-DUFOUR. Xavier,Vocabulario de teología bíblica

La obediencia, lejos de ser una sujeción que se soporta y una sumisión pasiva, es una libre adhesión al designio de Dios todavía encerrado en el misterio, pero propuesto por la palabra de la fe, que permite por tanto al hombre hacer de su vida un servicio de Dios y entrar en su gozo.

I. LA CREACIÓN OBEDECE A DIOS. En la creación misma, fuera del hombre, aparece como un presentimiento de esta obediencia y de este gozo. Que el Señor ponga un garfio a Behemot Job 40,24 o divida a Rahab Sal 89,11, es prueba de su dominio soberano: Que Jesús calme la tempestad o expulse a los demonios es prueba de que, al igual que los demonios, «los vientos y el mar le obedecen» Mt 8,27 p Mc 1,27, y es tos gestos de poder provocan un temor religioso; pero lo que, más que el silencio del universo que reconoce a su dueño, maravilla a la Biblia y la hace prorrumpir en acciones de gracias, es el ímpetu gozoso con que las criaturas acuden a la voz de Dios: «Los astros brillan… complacidos; él los llama y dicen: ‘Henos aquí’ y brillan con gozo para el que los creó» Bar 3,34s Sal 104,4 Eclo 42,23 43,13-26. Ante este ardor con que las más bellas de las criaturas cumplen la misión que Dios les asigna en el universo, la humanidad «encerrada en la desobediencia» Rom 11.32 evoca inconsciente y dolorosamente lo que habría debido ser su obediencia. y Dios le hace entrever y esperar lo que puede ser la obediencia espontánea y unánime de la creación liberada por la obediencia de su Hijo Rom 8,19-22.

II. EL DRAMA DE LA DESOBEDIENCIA. 1. Ya en los orígenes desobedece Adán a Dios, arrastrando en su rebelión a todos sus descendientes Rom 5,19 y sujetando la creación a la vanidad 8,20. La rebelión de Adán muestra por contraste lo que es la obediencia y lo que Dios aguarda de ella: es la sumisión del hombre a la voluntad de Dios, la ejecución de un mandamiento, cuyo sentido y cuyo precio no vemos nosotros, pero cuyo carácter de imperativo divino percibimos. Si Dios exige nuestra obediencia, es que tiene un designio que realizar, un universo que construir, y que necesita nuestra colaboración, nuestra adhesión en la fe. La fe no es la obediencia, sino su secreto; la obediencia es el signo y el fruto de la fe. Si Adán desobedece, es que olvidando la palabra de Dios ha escuchado la voz de Eva y la del tentador Gen 3,4ss.

2. Para salvar a la humanidad suscita Dios la fe de Abraham, y para asegurarse de esta fe la hace pasar por la obediencia: «Deja tu país» Gen 12,1, «Camina en mi presencia y sé perfecto» 17,1, «Toma a tu hijo… ofrécelo en holocausto» 22,2. Toda la existencia de Abraham reposa en la palabra de Dios, pero esta palabra le impone constantemente avanzar a ciegas y realizar gestos cuyo sentido no se le alcanza. De este modo la obediencia es para él una prueba, una tentación de Dios 22,1, y para Dios un testimonio sin precio: «Tú no me has rehusado a tu hijo único» 22,16.

3. La alianza supone exactamente el mismo proceso «Todo lo que ha dicho Yahveh lo haremos, y obedeceremos», responde Israel adhiriéndose al pacto que Dios le propone Ex 24,7. La alianza implica un tratado, la ley, una serie de mandamientos e instituciones que encuadran la existencia de Israel y que están destinados a hacerle vivir como pueblo de Dios. Varias de estas disposiciones imponen deberes de obediencia a los hombres, para con los padres Dt 21,18-21, los reyes, los profetas, los sacerdotes 17,14-18.22. Con frecuencia estos deberes están ya inscritos en la naturaleza del hombre, pero la palabra de Dios, incorporándolos a su alianza, hace de la sumisión del hombre una obediencia en la fe. Dado que la fidelidad a la ley no es verdadera sino en la adhesión a la palabra y a la alianza de Dios, la obediencia a sus preceptos no es una sumisión de esclavos, sino un proceso de amor. Ya el primer Decálogo opera el enlace: «…los que me aman y guardan mis mandamientos» Ex 20,6; el Deuteronomio la reasume y la desarrolla Dt 11,13-22: los salmos celebran en la ley el gran don de amor de Dios a los hombres y la fuente de una obediencia de amor Sal 19,8-11 119.

III. CRISTO, NUESTRA OBEDIENCIA. Pero nadie obedece a Dios. Israel es «una casa rebelde» Ez 2,5, son «hijos rebelados» Is 1,2; «gloriándose en su ley, deshonra a Dios infringiéndola» Rom 2,23; no puede hacer valer superioridad alguna sobre el pagano, pues como él está «incluido en la desobediencia» 3.10 11,32. El hombre, esclavo del pecado, aunque desde el fondo de él mismo aspira a obedecer a Dios, es incapaz de hacerlo 7.14. Para llegar a ello, para que halle «la ley en el fondo de su ser» Jer 31,33, es preciso que Dios envíe a su siervo, que «todas las mañanas despierte [su] oído» Os 50.4 a fin de que pueda decir «Heme aquí que vengo… a hacer tus voluntades» Sal 40,7ss.

«Así como por la desobediencia de uno solo la multitud fue constituida pecadora, así por la obediencia de uno solo la multitud será constituida justa» Rom 5,19. La obediencia de Jesucristo es nuestra salvación y por ella nos es dado volver a la obediencia a Dios. La vida de Jesucristo fue, desde «su entrada en el mundo» Heb 10,5 y «hasta la muerte de cruz» Flp 2,8, obediencia, es decir, adhesión a Dios a través de una serie de intermediarios: personajes, acontecimientos, instituciones, Escrituras de su pueblo, autoridades humanas. Venido «para hacer no [su] voluntad, sino la voluntad del que [le] ha enviado» Jn 6,38 Mt 26,39, pasa toda su vida en los deberes normales de la obediencia a los padres Lc 2.51, a las autoridades legítimas Mt 17,27. En su pasión llega al colmo su obediencia, al entregarse sin resistir a poderes inhumanos e injustos, «haciendo a través de todos estos sufrimientos la experiencia de la obediencia» Heb 5,8 haciendo de su muerte el sacrificio más precioso a Dios, el de la obediencia 10.5-10 1Sa 15,22.

IV. LA OBEDIENCIA DEL CRISTIANO. Jesucristo, que por su obediencia fue constituido «el Señor» Flp 2,11 revestido de «todo poder en el cielo y en la tierra» Mt 28,18, tiene derecho a la obediencia de toda criatura. Por él, por la obediencia a su Evangelio y a la palabra de su Iglesia 2Tes 3.14 Mt 10,40 p alcanza el hombre a Dios en la fe Act 6,7 Rom 1,5 10,3 2Tes 1,8 escapa a la desobediencia original y entra en el misterio de la salvación: Jesucristo es la única ley del cristiano 1Cor 9,21. Esta ley comprende también la obediencia a las autoridades humanas legítimas: padres Col 3,20, maestros 3,22 esposos 3,18 poderes públicos. Reconociendo en todas partes la «autoridad de Dios» Rom 13,1-7. Pero como el cristiano no obedece nunca sino para servir a Dios, es capaz, si es preciso, de enfrentarse con una orden injusta y «obedecer a Dios más que a los hombres» Act 4,19.

HORA

Tomado de: LEON-DUFOUR. Xavier,

Vocabulario de teología bíblica

En la Biblia se divide sin duda la historia en épocas, en meses, en días y en horas; pero tiempo, día y hora desbordan con frecuencia esta acepción cronológica y presentan un significado religioso. Como el tiempo de la visita de Yahveh o el día de la salvación, la hora marca las etapas decisivas del designio de Dios.

1. La hora escatológica.

La apocalíptica judía, convencida de la proximidad de los últimos tiempos, los tiempos de la plenitud, descompone en días y en horas el tiempo previsto para la intervención divina; todos los instantes importan cuando se acerca el fin. Daniel se entera de que su visión se refiere a «la hora del tiempo» y que la ira actuará «para las horas del tiempo del fin» Dan 8,17.19, «pues el tiempo corre hacia horas» 11,35. En realidad habrá una hora definitiva, la de la consumación, que verá la ruina del enemigo 11,40.45 Ap 18,10.17.19. Igualmente el libro apócrifo de Henoc cuenta las horas en que se suceden los pastores de Judá; en Qumrán se piensa en el «tiempo del fin».

En este clima anuncia Cristo la hora del triunfo final del Hijo del hombre. Hora perfectamente desconocida a los humanos: tal es la hora del juicio Mt 24,36.44.50 p Jn 5,25.28, la de la siega (mies) Ap 14,15ss. No menos imprevista será la hora de las diversas visitas que anunciarán la hora final: pruebas generales Ap 3,10 o particulares 9,15. El creyente debe mantenerse pronto para esta hora precisa, aunque indeterminada Mt 25,13. Por lo demás, sabe que la hora está próxima y que, en cierto sentido, ha llegado ya Jn 4,23 y está en marcha 5,25.28: es la «última hora» 1Jn 2,18, la de la «vigilancia activa» Rom 13,11, pero también del culto perfecto, en la intimidad del Padre, por el Espíritu Jn 4,23.

2. La hora mesiánica.

En realidad, de una manera menos espectacular, la hora viene con Jesús: la hora del anuncio del reino (quizá Jn 2,4), sobre todo la de su pasión y de su gloria, que lleva a remate el desarrollo del plan salvador de Dios.

Los sinópticos la designan con una fórmula sencilla y solemne: «He aquí que ha llegado la hora, etc.» Mt 26,45 p. Más que un preciso momento del tiempo, la hora corona el conjunto de la fase suprema de su actividad, como lo hace la hora de la mujer, cuyos dolores marcan la aparición de una nueva vida Jn 16,21. Es una hora de sufrimiento, cuya aproximación desencadena un rudo combate interior Mc 14,35. Porque es también la hora del enemigo y del triunfo aparente de las tinieblas Lc 22,53. Pero todavía más es la hora de Dios, fijada por él solo y vivida por Jesús según la voluntad del Padre. Venido para hacer esta voluntad, acepta esta hora, a pesar de la angustia que le proporciona Jn 12,27: ¿no es también la de su gloria 12,23 y la de su plena actividad salvífica 12,24?

Según Juan, Jesús la llama una vez «mi hora»: hasta tal punto hace suya esta voluntad de Dios. Toda su actividad de taumaturgo y de profeta la ordena en función de esta hora. Nadie, ni siquiera la madre de Jesús, puede derogar el plan divino y solicitar un milagro sin que Jesús evoque la venida de su hora Jn 2,4 (para afirmarla o negarla, según las opiniones divergentes de los críticos). El evangelista generaliza hablando de «su hora». Todo intento de arresto o de lapidación es vano en tanto no haya llegado su hora 7,30 8,20: las veleidades humanas se estrellan contra esta determinación divina. Pero cuando llega «la hora de pasar de este mundo al Padre» 13,1, hora del amor llevado hasta el extremo, el Señor va a la muerte libremente, dominando los acontecimientos, como un pontífice que ejecuta los ritos de su liturgia 14,29s 17,1.

Así, tras la apariencia, según la cual los acontecimientos se suceden sin coordinación, todo va dirigido hacia un fin que se ha de lograr a su tiempo, en su día, en su hora. Las horas de esta marcha están determinadas, como lo estarían hoy día las de un plan económico o político. Las hay dolorosas, como la hora en que Jesús es abandonado por sus discípulos Jn 16.32; pero todas tienden ala gloria, la hora del retorno del Señor glorificado; en su precisión misma dan todas testimonio del designio de Dios que guía la historia Act 1,7.