La oración, porque relación interpersonal Dios-creyente, es esencial, intrínsecamente dinámica, proceso e historia. Un proceso y una historia en los que se revela cada vez más la verdad de cada uno de los protagonistas; y, ésta, al ser más personal en la relación, es más comunión, más “igualdad de amistad” (CB 28,1). En el lenguaje sanjuanista, la contemplación, forma de oración, abarca un largo período: el que va desde el final de la meditación, propia de los principiantes, hasta la terminación del proceso espiritual. Una larga jornada, un proceso con sus secuencias bien definidas, aun cuando hay un hilo conductor, también bien definido desde el principio. Hay que recorrer ese camino con detenimiento y ojo avizor para que no se nos escape ningún detalle, siempre iluminador, de este mosaico espiritual que ha creado el Doctor místico. Esto es más necesario si se tiene en cuenta que el Santo, no obstante, sus reiteradas promesas (S 2,14,6.14; 24,4), no nos ofrece nunca una exposición directa y sistemática de la contemplación, de la “contemplación oscura y general” (S 2,10,4), de la “noticia general, confusa, amorosa” (S 3,33,5).
I. Prenotandos
Juan de la Cruz se puso a escribir por motivos pastorales, catequéticos si se quiere. Sabía que hay “muchas almas” con “mucha necesidad” en este campo, y que, por otra parte, faltaban “guías idóneas y despiertas que las guíen hasta la cumbre” (S pról 3). Sabía igualmente que la contemplación inicial “es común y acaece a muchos” (N 1,8,1) “todos los más entran en ella” (ib. 4). Y, aunque diga que “se hallan más cosas escritas” (ib. 2), y que “no quiere gastar tiempo” en ella (ib. 5), nos ofrece unas preciosas enseñanzas. A veces parece que le descompone un tanto el panorama desolador que contempla, particularmente debido a la desafortunada actuación de los “acompañantes” que “crucifican” a quienes están en este trance (S pról. 5).
La necesidad pastoral de iluminar este campo de la vida espiritual se hace a sus ojos urgentísima, cuando el contemplativo progresa en el camino de relación con Dios y se encuentra en una densa, “horrenda y espantosa” noche purificadora, la del espíritu (N 1,8,2), antesala de la “noche serena” y del “ameno huerto deseado” (CB 22) de la comunión transformante. De esta etapa contemplativa hay “muy poco lenguaje”, “y aun de experiencia muy poco” (ib.). Manifiesta la urgencia de tratar de ésta, de la cual, dice, “tenemos grave palabra y doctrina” (N 1,13,3).
La contemplación es un término con “un valor paradigmático” (J. García, Los procesos del conocimiento en san Juan de la Cruz, Salamanca 1992, p. 141), “uno de los puntales del sistema místico de san Juan de la Cruz” (ib.), “la palabra con que interpreta la experiencia y la realidad de la noche”, el cambio en el camino espiritual, producido por una acción de Dios con unos efectos que estudiaremos.
El término está emparentado con la “noche oscura”, con la “mística teología”, y, por tanto, con las virtudes teologales que son la estructura básica del sistema espiritual sanjuanista; mejor, y antes, de la vida cristiana en sí misma. Todo esto irá siendo evocado a su tiempo.
II. Primera aproximación a la contemplación
Porque la contemplación cubre un largo espacio de tiempo, necesariamente es una realidad cambiante, viva. Ni es, ni significa en todo el trayecto espiritual lo mismo, ni será idéntica la experiencia del creyente, ni uno mismo el discernimiento ni el comportamiento que ha de tener el orante. Aunque, como acabo de decir, el hilo conductor, o los elementos esenciales aparecen en todas las etapas, sin embargo, hay matices que van apareciendo y que sólo se pueden captar en toda su entidad y significación si se sitúan en el momento preciso del proceso. Por eso, la aproximación a la contemplación tiene que ser gradual, progresiva, señalando qué es, cuál la experiencia, a qué atender en el discernimiento, y qué comportamiento requiere del orante. La adhesión a la traducción que va haciendo el Santo es metodológicamente necesaria para captar su pensamiento. Es lo que intento hacer.
En S2 introduce el discurso de la contemplación, advirtiendo al lector que habla de quienes “han comenzado a entrar en estado de contemplación” (6,8), a quienes “Dios ha hecho merced de poner en el estado de contemplación” (7,13). Llama a esta nueva forma de oración “noticia general” (14,6; 15, tít), “noticia amorosa” (13,7), “noticia sobrenatural” (15,1), “confusa, oscura y general… que es la contemplación que se da en fe” (10,4).
La contemplación es “vía del espíritu” (S 2,13,5; 14,1; LlB 3,44; N 1,9,9), “trato más espiritual” (S 2,17,7), “lenguaje de Dios al alma de puro espíritu a espíritu puro” (17,4). “La contemplación pura consiste en recibir” (LlB 3, 36). Así, reiteradamente, afirma el Santo la pasividad del orante, la acción de Dios que empieza a ser constatable, y el “dónde” de esa acción de Dios, o el modo de la misma: en el espíritu y sin la mediación del discurso o de la actividad natural de las potencias del alma. Aunque escriba J. que, como en todas las acciones de la persona muchos actos engendran hábito, y que así aquí “muchas de estas noticias amorosas … se hace hábito en ella”, inequívocamente la contemplación de la que habla es “sobrenatural”, pasiva. Sobrenatural es “lo que se da al entendimiento sobre su capacidad y habilidad natural” (S 2,10,2) o “sin ministerio de los sentidos» (S 2,16,2). Escribe: “Dios comienza a poner en esta noticia sobrenatural» (S 2,15,1; 17,13; 14,2), “la contemplación y noticia” que decimos, es “de lo ya recibido y obrado” (2,14,7). Lo mismo apunta cuando identifica contemplación y teología mística: “Y de aquí es que la contemplación, por la cual el entendimiento tiene más alta noticia de Dios, llaman teología mística, que quiere decir sabiduría de Dios secreta” (S 2,8,6).
De ahí que diga el Doctor místico que “descansan las potencias y no obran activamente, sino pasivamente, recibiendo lo que Dios obra en ellas” (S 2,12,8), que las potencias “están actuadas” (2,14,26), que “el alma (está) empleada” (2,14,7). Por eso la experiencia del orante de “que no hace nada” (2,14,11.13; 2,15,5), y “que pierde el tiempo” (2,14,4). El maestro carmelita contesta que “cesa la obra de las potencias en actos particulares (2,12,6; 15,2); y explica que le parece al alma “que no hace nada” porque “no obra con los sentidos y potencias” (2,14,11), esto es, “se pone en un acto general y puro” (2,12,6).
En Llama, último texto en que se ocupa J. de esta contemplación inicial, se explaya más sobre la dimensión pasiva de esta forma de oración y la experiencia que comporta en el orante, señalando también que se trata de un comienzo, de los primeros pasos de un camino que supone un corte, una superación de la manera anterior de relacionarse con Dios.
Atrás queda el ejercicio meditativo ya asentado en el orante, ya “habituado a las cosas del espíritu en alguna manera” (LlB 3,32). Ahora “comienza Dios … como dicen a destetar el alma y ponerla en estado de contemplación … y pasan su ejercicio al espíritu, obrándolo Dios en ellos así” (ib. y 43). “Es Dios el principal agente” (n. 29) o, simplemente, “sólo Dios es el agente” (n. 44), o “el artífice sobrenatural” (n. 47). En otras ocasiones atribuye al Espíritu Santo esta acción (n. 46). En todo caso la contemplación es “lenguaje de Dios” (n. 37), en el que “sobrenaturalmente” se le comunica (n. 34); “Dios lo hace en ella” (n. 46). Distingue: primero padeciendo, después en suavidad de amor (n. 34). Esto lo afrontará con más detenimiento en N 2 cuando hable de la purificación pasiva del espíritu.
También aquí en Llama presenta esta acción de Dios como “noticia amorosa” (n. 32), “noticia sobrenatural amorosa”, o “noticia general oscura” (n. 49), “sin inteligencias distintas” (n. 48), “sin obrar nada con las potencias, esto es, acerca de actos particulares, no obrando activamente” (S 2,15,2). Frente a la manera “natural” de conocimiento que se da en la meditación, que produce “noticias distintas”, “particulares”, en la contemplación “le mudan el caudal al espíritu” (LlB 3, 32) con una “noticia general”, es decir, “sin su operación propia”, o sea, natural (n. 38), “sin operación del sentido”, discursiva, plural y sucesiva (n. 54); por lo tanto, “sin especificación de actos” (n. 33), “sin ninguna obra ni oficio suyo activo” (CB 39,12). “Contemplación oscura”, dirá no pocas veces. Así, por ejemplo, en Cántico: “Esta noche de la contemplación”, así introduce el sentido del verso “En la noche serena”. Y continúa: “Llámala noche porque la contemplación es oscura, que por eso la llama por otro nombre mística teología, que quiere decir sabiduría de Dios secreta o escondida, en la cual, sin ruido de palabras y sin ayuda de algún sentido corporal ni espiritual…, a oscuras de todo sentido y natural, enseña Dios ocultísima y secretísimamente al alma sin ella saber cómo; lo cual algunos espirituales llaman entender no entendiendo” (39,12).
Por esto, la contemplación inicial es “novedad insensible” y “no se echa de ver” (S 2,13,7; 14,8), y apenas se experimenta a los principios. Y surge la tentación de volver atrás. Aquí tiene su raíz la inefabilidad. Razona: “Porque, como aquella sabiduría interior… no entró al entendimiento envuelta ni paliada con alguna especie o imagen sujeta al sentido, de aquí es que el sentido e imaginativa, como no entró por ellas … no saben dar razón ni imaginarla para decir algo de ella” (N 2,17,3).
El discernimiento de este cambio en la relación con Dios es necesario, y tiene que ejercerse cuidadosa y atentamente. El Santo habla de “señales”. Y anota tres: lª, imposibilidad de meditar “ni gustar en ello como solía” (S 13,2; cf 14,1; N 1,9,8; LlB 3,32.36.53); 2ª, tampoco le atraen “otras cosas particulares” (ib. 13,3), “que son de mundo” (ib. 14,5; cf. 2-5; N 1,9,2); 3ª, “gusta de estarse a solas con atención amorosa a Dios” (ib. 13,4; cf 14, 6-8; N 1,9,6; LlB 3,43.53). Cuando vuelva sobre esto en el libro primero de Noche, añadirá que la persona inmersa en esta purificación –“oscura contemplación”– “ordinariamente trae la memoria en Dios con solicitud y cuidado penoso, pensando que no sirve a Dios” (N 1,9,3). Además de estas “señales”, que bien pueden llamarse psicológicas, y que más directamente se refieren al ejercicio del acto de oración, Juan insistirá, sobre todo, en el cambio moral que produce la contemplación, en “los inmensos bienes” que produce en el alma, y de los que hablaré más adelante.
El comportamiento es también capítulo muy atendido por el Santo. No podía ser de otro modo. El es un acompañante espiritual, un guía en los caminos de Dios. Por eso tenía que prestar la debida atención a la respuesta que el orante debe dar a esta acción de Dios en su interior, en su espíritu.
El discurso sobre la “noticia general amorosa” viene introducido por un principio que se desarrolla y explicita en los consejos de comportamiento que ofrece. Escribe: “Cuando un alma se pone más en espíritu, más cesa en obra de las potencias en actos particulares” (S 2,12,6). Tal vez más sencilla, porque más en consonancia con el pensamiento filosófico de occidente, convertido en sentido común, es la breve formulación que encontramos en Llama: “Conviene que el que recibe, se haya al modo de lo que recibe” (3,34).
En la aplicación de este principio el Santo abre dos direcciones: negativa y positiva, es decir, lo que ya no tiene que hacer la persona, y lo que sí debe hacer para adecuar su comportamiento a la gracia que Dios está obrando en ella. Una respuesta a Dios será buena si parte del conocimiento de la acción o gracia previa de Dios. Pues su voluntad, lo que él quiere, es que “respondamos” a la concreta gracia que él nos otorga. “Si no conocemos que recibimos”, escribe Teresa de Jesús, “no (nos) despertaremos a amar” (V 10,4). No sólo, sino que nuestra respuesta no será la adecuada.
La palabra de Juan es inequívoca, segura y firme: el orante que experimenta esta contemplación inicial debe conducirse “por modo totalmente contrario” al que tenía cuando meditaba (LlB 3,33), “ha de mudar estilo y modo de oración” (n. 57). Apunta de nuevo la razón: pues “le mudan el caudal al espíritu” (n. 32).
Recordé con el Santo, al hablar de las “señales” que acompañan y revelan el paso a la contemplación, que el orante “no puede meditar ni discurrir…, ni gusta de ello como antes solía” (S 2,13,2). Su primer consejo, pues, para quien se encuentra en esta situación es que no medite, que no siga con el discurso meditativo (S 2,15,3), ni “se entremeta en formas, meditaciones e imaginaciones, o algún discurso” (n. 5), aunque piense, al “no saber el misterio de aquesta novedad” contemplativa, que “es estarse ocioso y no haciendo nada” (ib. 12,7).
Así pues, “si antes la daban materia para meditar y meditaba, que ahora antes se la quiten y no medite” (LlB 3,33). Choca con la experiencia de “no poder” y “no gustar” hacer lo que antes hacía con gusto y provecho. Por eso se le aumenta el malestar y la desazón. Y no sólo no consigue ya fruto alguno, sino que impide el que se le está dando. Explica el Santo: “En cierta manera se le ha dado al alma todo el bien espiritual que había de hallar en las cosas de Dios por vía de la meditación y discurso” (S 2,14,1; 12,6; LlB 3,33); ahora “ya los bienes no se los dan por el sentido como antes” (LlB 3,33). En este libro abunda en esta dirección: “no aten el sentido corporal ni espiritual a cosa particular interior o exterior” (LlB 3,46), “ni se emplee en inteligencias distintas” (n. 48). Se dirige directamente a estas personas: “¡Oh, pues, almas! Cuando Dios os va haciendo tan soberanas mercedes que os lleva por estado de soledad y recogimiento, apartándoos de vuestro trabajoso sentir, no os volváis al sentido. Dejad vuestras operaciones, que, si antes os ayudaban … ahora que os hace ya Dios merced de ser el obrero, os serán obstáculo grande y embarazo” (n. 65). Y a los acompañantes espirituales les dice que ayuden “procurando aniquilarla (al alma) acerca de sus operaciones y afecciones naturales, con las cuales ella no tiene habilidad ni fuerza para el edificio sobrenatural” (n. 47).
Apunta el Santo un hecho que no se puede olvidar y que abre dos convergentes líneas de comprensión: primero, que la persona humana es por constitución sensitiva-espiritual en su acceso a la verdad, por lo tanto progresiva; y, segundo, que Dios, activo en su relación con ella, se atiene a este modo de ser de la persona: “va Dios perfeccionando al hombre al modo del hombre” (S 2,17,4); “la lleva primero instruyendo por formas e imágenes y vías sensibles a su modo de entender, ahora naturales, ahora sobrenaturales, y por discursos, a ese sumo espíritu de Dios” (n. 3), “de grado en grado hasta lo más interior” (n. 4). Y concluye que “así, a la medida que va llegando más al espíritu acerca del trato con Dios, se va más desnudando y vaciando de las vías del sentido, que son las del discurso y meditación imaginaria. De donde, cuando llegare perfectamente al trato con Dios de espíritu, necesariamente ha de haber evacuado todo lo que acerca de Dios podía caer en sentido” (n. 5).
De ahí la crítica frecuente a quienes quieren relacionarse “siempre” con Dios a través de las “formas e imágenes discursivas” que son propias de la primera etapa espiritual, la meditativa. “No se estén siempre en ellos” –los medios remotos– (S 2,12,5), “pensando que siempre había de ser así” (n. 6); “si el alma se quisiese siempre asir a ellas” –las cosas del sentido– (S 2,17,6); o cuando se refiere a los espirituales que quieren que “siempre trabaje [el alma] y obre de manera que no dé lugar a que Dios obre” (LlB 3,55.58). Por eso el Santo insiste: “ha de mudar estilo” (n. 57).
Con más claridad e insistencia todavía se pronuncia sobre la actitud positiva que debe adoptar el orante, y en la que se le debe acompañar para que no decaiga, no obstante, la experiencia negativa, de inutilidad que le acompaña en los primeros compases de este cambio. Escribe: “desasiéndose de los modos y maneras” anteriores, “aprenda a estar con atención y advertencia amorosa a Dios” (S 2,12,8), a “andar sólo con advertencia amorosa” (LlB 3,33), “habiéndose pasivamente” (ib. y 34), “en soledad y ociosidad” (n. 46), “déjese en manos de Dios” (n. 67).
Aun cuando admite alguna excepción, por lo demás razonable. En el título del capítulo de S 2, l5 escribió: “cómo a los que comienzan a entrar en esta noticia general de contemplación les conviene a veces aprovecharse del discurso natural y obra de potencias naturales”. Y da la razón inmediatamente: “porque a los principios … ni está tan perfecto el hábito de ella [la contemplación] … ni, por consiguiente, están tan remotos de la meditación, que no puedan meditar y discurrir…” (n. 1). Y precisa que ha de meditar cuando el orante “eche de ver que no está el alma empleada en aquel sosiego y noticia” (ib.). Aunque “con suavidad de amor”, anota (ib. 12,8).
Porque la comunicación de Dios no es tan fuerte y continuada, y porque está muy próxima la meditación, en su último tramo muy gustosa, la tentación de volver atrás es fuerte y frecuente. Máxime si se tiene en cuenta otro dato aportado por el Santo: “cuando comienza este estado [de contemplación], casi no se echa de ver esta noticia amorosa” (S 2,13,7). Porque “a los principios suele ser esta noticia amorosa muy sutil y delicada y casi insensible” (ib.; cf. 14,8); y porque ha estado habituada “al ejercicio de la meditación” (ib. 13,7).
Asegura el Doctor místico, sin el más mínimo asomo de duda, que “cuanto más se fuere habituando el alma en dejarse sosegar, irá siempre creciendo en ella y sintiéndose más aquella amorosa noticia general de Dios” (ib.). Se entiende, así, el larguísimo paréntesis sobre “los ciegos que la podrían sacar del camino” de la contemplación, y que, según él son tres: “el maestro espiritual, y el demonio, y ella misma” (LlB 3,29). Prácticamente todo el paréntesis (LlB 3, 29-67) se lo lleva el maestro espiritual (30-62, dedicando al demonio tres números (63-65) y dos solamente al alma (66-67).
III. “Noche de contemplación”
Cualquier lector atento de los escritos sanjuanistas advierte pronto que el místico carmelita establece un cierto “paralelismo entre noche y contemplación”1. A la contemplación, como nota F. Ruiz, “son atribuidos los frutos de transformación operados y también los efectos dolorosos que se experimentan”. Aunque hay que tener en cuenta lo que añade un poco más abajo: “Con ser tan importante esta definición –de la contemplación– no hay que identificar contemplación con noche oscura, pues contemplación se da también en formas que no producen noche” (Obras de san Juan de la Cruz, Madrid 1988, p. 431). Los textos son, por su abundancia y claro pronunciamiento, extraordinariamente significativos. Ya en el prólogo de Subida se refiere en varios pasajes a “esta noche oscura” (3), “al altísimo camino de oscura contemplación” (4), “noche de contemplación” (5). Esta identificación de contemplación y noche aparece desde la primera página de los dos libros de Noche: “este salir de sí y de todas las cosas fue una noche oscura, que aquí entiende por la contemplación purgativa” (N 1, decl 1), “noche de contemplación purgativa” (ib. 2), “esta noche, que decimos ser la contemplación” (N 1, 8,1; N 2,25,2). En Cántico escribe: “Esta noche es la contemplación” (39,12), subrayando que es “oscura por ser contemplación” (ib.). La oscuridad es una nota íntimamente unida a contemplación, afectándola y calificándola intrínsecamente en un período del camino místico, aunque no es coextensiva con ella, pues, aparte de que el Santo habla de “contemplación unitiva” (N 2,23,14) y de la “suma contemplación” (S 2,4, tít.; CB 13,2), se refiere a la “contemplación ya clara y beatífica” (C 39,13) de los bienaventurados, y a tantos períodos en los que se experimenta luminosa y sabrosamente. La contemplación, la acción de Dios, es luz.
También cabe notar la reiterada aproximación, hasta la identificación, que establece entre contemplación y mística teología (cf. S 2,86; N 2,5,1; 12,5; 17,2; 20,6; CB 39,12), lo que, además de señalar el aspecto de oscuridad y purificación, abre y profundiza con más claridad el significado de la contemplación en la experiencia y en la palabra del Doctor místico, como vamos a ver a continuación. Aunque antes quiero dejar constancia también de la frecuente aproximación entre fe y contemplación, tanto en su dimensión purificativa como unitiva, en su significación de “camino” y de culminación. Así escribe: “En deleites de mi pura contemplación y unión con Dios, la noche de la fe será mi guía” (S 2,3,6). Cuanto en el libro segundo de Subida dice de la fe, lo atribuye a la contemplación en los libros de Noche. Muy particularmente los efectos de purificación y unión de la noticia general amorosa, o ciencia amorosa, con las que presenta la fe y la contemplación.
“La contemplación infusa” (N 1,10,6), o “esta noche oscura es una influencia de Dios en el alma, que la purga de sus ignorancias e imperfecciones habituales, naturales y espirituales, que llaman los contemplativos contemplación infusa o mística teología, en que de secreto enseña Dios al alma y la instruye en perfección de amor, sin ella hacer nada ni entender cómo. Esta contemplación infusa, por cuanto es sabiduría de Dios amorosa, hace dos principales efectos en el alma, porque la dispone purgándola e iluminándola para la unión de amor con Dios” (N 2,5,1).
Empiezo destacando las palabras en cursiva: “sabiduría de Dios amorosa”: “La teología mística, que es ciencia secreta de Dios, que llaman los espirituales contemplación, la cual es muy sabrosa, porque es ciencia por amor” (CB 27,5). Así también en N 2,12,4 donde afirma que “nunca da Dios sabiduría mística sin amor, pues el mismo amor la infunde”, que por eso se llama “sabiduría secreta, la cual… se comunica e infunde en el alma por amor, lo cual acaece secretamente a oscuras de la obra del entendimiento y de las demás potencias” (N 2,17,2).
Tenemos, pues, reafirmado y bien subrayado el elemento noético, cognoscitivo de la contemplación infusa. La contemplación “es noticia y amor divino junto, esto es, noticia amorosa” (LlB 3,32; N 2,12,4). “Hablando ahora algo más sustancialmente de esta escala de contemplación, diremos que la propiedad principal por qué aquí se llama escala es porque la contemplación es ciencia de amor … noticia infusa de amor” (N 2,18,5); por ella Dios “le comunica esta ciencia e inteligencia por amor” (CB 27,5). Muy frecuentemente escribe el Santo que Dios instruye al alma “en perfección de amor” (N 2,5,1), que la enseña “a amar pura y libremente sin interés” (CB 38,4). La contemplación –“abismo de sabiduría”–, mete al alma “en las venas de la ciencia de amor” (N 2,17,6). El amor es la causa de este conocimiento: “le va el amor enseñando lo que merece Dios” (N 2,19,3), “el amor es el maestro” de esta ciencia (CB 27,5). Esta ciencia “es sobrenatural” (CB 26,13.16). Y en ella “siempre puede entrar más adentro”, pues Dios es inmenso (CB 36,10; cf. Po 8).
La contemplación adentra en el conocimiento de Dios y de sí mismo. “Para conocer a Dios y a sí mismo, esta noche oscura es el medio”. Y añade a continuación “aunque no con la plenitud y abundancia que en la otra del espíritu, porque este conocimiento es como principio de la otra” (N 1,12,6). Conocimiento de la “grandeza y excelencia de Dios” (N 1,12,4), “de la excelencia de Dios en sí y en sus criaturas” (CB 15,26), “grandes y admirables novedades y noticias extrañas alejadas del conocimiento común que el alma ve en Dios” (ib. 8), “levantado (el entendimiento) con extraña novedad sobre todo natural entender a luz divina”, “es abismo de noticia de Dios la que posee” (CB 15,24).
Y, al mismo tiempo, conocimiento de sí. “De su miseria”, precisa el Santo refiriéndose a esta etapa purificadora de la “oscura contemplación” o “noche”. Conocimiento de su realidad moral, que subraya como experiencia fuerte, envolvente de este período del camino espiritual. Con progresiva profundidad en la percepción y en la consiguiente experiencia dolorosa de su situación personal antes desconocida. Una experiencia que termina con un “antes” en el que tenía “tan poco conocida su bajeza y miseria” (N 1,6,4), o sólo tenía “cierta manera de conocimiento de su miseria” envuelta “de oculta estimación y satisfacción de sí mismo” (S 3,9,2).
Este “conocimiento de sí y de su miseria”, dice, ya desde el prólogo de Subida, que es “la mayor pena” que experimenta (5), al mismo tiempo que “el primer provecho” que “causa esta seca y oscura noche de contemplación” (N 1,12,2). Subraya que “sólo conoce su miseria y la tiene delante de sus ojos” (N 1,12,8; LlB 1,19.23; N 2,6,4; 7,3.7).
Matiza, marcando bien los tiempos y la intensidad de este conocimiento de la propia miseria, que “esta luz divina siempre es luz”, aunque no siempre la experimente así “luego que embiste en ella (el alma), como lo hace después”. Las tinieblas y males son del alma, no de la luz divina “que la alumbra para que lo vea”. “Pero con ella no puede ver el alma primero sino lo que tiene más cerca de sí, que son sus tinieblas o miserias”, que “antes no las veía, porque no daba en ella esta luz sobrenatural” (N 2,13,10; cf. 14,3; LlB1,23).
Siempre a la luz de los “dos contrarios”, afirmará que “conviene mucho y es necesario” que antes de gozar de las “grandezas de esta noche”, “la aniquile y deshaga primero en sus bajezas” (N 2,9,2.4); que “el mismo Dios que quiere entrar en el alma por unión y transformación de amor es el que antes está embistiendo en ella y purgándola” (LlB 1,25). Es una profunda inmersión “en el conocimiento de sus males y miserias” (N 2,5,5), en “las potencias del alma”, en lo profundo de su ser (LlB 1, 20). Bajo la potente luz de la contemplación el alma “se siente estar deshaciendo y derritiendo” (N 2,6,1). De ahí arranca el lacerante sentimiento que tienen “por qué ser aborrecidos y desechados de Dios con mucha razón para siempre” (N 2,7,7; 9,7).
Si el peso del propio conocimiento recae sobre el pecado y miseria, no por eso J. de la Cruz deja de insinuar y dejar constancia de que “esta noche” es “encubridora de las esperanzas de la luz del día” (N 2,9,8) que si “oscurece al espíritu, es para ilustrarle y darle luz” (ib. tít), que si sufre es por la “flaqueza e imperfección que entonces tiene el alma, y disposiciones que en sí tienen, y contrarios para recibirlos” [los efectos positivos de la contemplación] (n. 11). Efectos que ya produce aunque todavía no los experimente quien padece esta infusión divina. A intervalos se tendrá la experiencia de “abundancia y bonanza”, auténtica “fiesta” de la comunión con Dios (N 2,18,3), pues el Espíritu Santo “aspira” por el huerto del alma y hace que “corran sus olores” de las flores de las virtudes (CB 17,4-7), que preanuncia “la fiesta del Espíritu” (LlB 1,9) en la que “anda interior y exteriormente” el alma “en conocimiento de su feliz estado” (LlB 2,36; cf. CB 39,8-10).
La luz contemplativa da al alma un conocimiento “también de la grandeza y excelencia de Dios”, “le va … instruyendo en su divina sabiduría” (N 1,12,4) o, en general, como afirma igualmente el Santo en este texto, por la purificación “queda limpio y libre el entendimiento para conocer la verdad”. Purificada, la persona reconoce que Dios, mirándola, la ha hecho “agradable a sus ojos, y digna de ser vista” por él, y, también, que ella “mereció” “adorar lo que en ti vían”: “beneficios innumerables que de él había recibido”, y “a cada paso recibe” (CB 32,7-9). Mirada que lleva al alma a la profundidad de la visión de Dios desbordantemente gratuito, desmedido en sus dones, que contrasta más, si cabe, sobre el trasfondo de su pobreza ontológica y moral: ve “que de su parte ninguna razón hay ni la puede haber para que Dios la mirase y engrandeciese, sino sólo de parte de Dios, y ésta es su bella gracia y mera voluntad”. Por eso, se atribuye “a sí su miseria y al Amado todos los bienes que posee” (CB 33,2).
IV. Discernimiento
Justamente sobre esta línea del don de Dios que hace posible el amor a Dios y del centramiento en él que va operando la contemplación abundará J. de la Cruz para discernir la “gracia” que es esta realidad y esta experiencia purificadora. Puede servirnos de guía la afirmación genérica que avanza apenas ha empezado a mostrar la situación moral de la persona que ha entrado en la primera noche purificadora, la del sentido. Escribe: “Cuando el alma entrare en la noche oscura, todos estos amores pone en razón” (N 1,4,8). En este amor que la contemplación purificadora “pone en razón” insiste el Santo para discernir la verdad y el alcance del cambio interior que empieza a producirse con la primera forma de purificación pasiva, la del “sentido”.
He recordado anteriormente que la contemplación, desde la inicial hasta su culminación, es una acción de Dios, contemplación “infusa”. Si es de Dios, y Dios es amor, tiene que ser comunicadora de bienes, del gran bien del amor de Dios que, por la respuesta fiel de la persona, se convertirá en amor a Dios. Y ya recordé también que en la contemplación “muda Dios los bienes y fuerza del sentido al espíritu” (N 1,9,4). Y que este cambio es “la causa de la sequedad” que experimenta quien padece esta acción de Dios (ib.). Una sequedad que, si proviene de Dios, “tiene consigo ordinaria solicitud con cuidado y pena … de que no sirve a Dios”. Añade a continuación una aclaración que resalta más la verdad de la nueva experiencia de sequedad: “Y ésta, aunque algunas veces sea ayudada de la melancolía u otro humor, como muchas veces lo es, no por eso deja de hacer su efecto purgativo del apetito … aunque la parte sensitiva está muy caída y floja y flaca para obrar por el poco gusto que halla, el espíritu, empero, está pronto y fuerte” (N 1,9,3). Vuelve sobre esto en los números siguientes reafirmando que “el espíritu que recibe el manjar anda fuerte y más alerto y solícito que antes” (4); “el espíritu … siente la fortaleza y brío para obrar en la sustancia que le da el manjar interior” (6). Es el efecto de la contemplación que, “habiendo purgado algo el sentido…, va ya encendiendo en el espíritu este amor divino” (ib. 11,2). La contemplación purgativa le afina el amor, se lo gratuiza, hace “al alma andar con pureza en el amor de Dios, pues ya no se mueve a obrar por el gusto y sabor de la obra … sino sólo por dar gusto a Dios (N 1,13,12.5). “Es tan grande el amor de estimación que tiene a Dios, aunque a oscuras sin sentirlo ella, que no sólo eso, sino que se holgaría de morir muchas veces por satisfacerle” (N 2,13,5).
Insiste en Subida, siempre con el mismo estribillo: “Sin saber el alma cómo ni de dónde le viene”, crece el amor, aquí, en este contexto, vinculado a la fe, y no a la contemplación como sucede en Noche: “Porque, aunque es verdad que la memoria de ellas (las gracias místicas) incita al alma a algún amor de Dios y contemplación, pero mucho más incita y levanta la pura fe y desnudez a oscuras de todo eso” (2,24,8). Se arraiga más la fe y, por tanto, el amor y la esperanza. Amor no percibido, pero real y más fuerte y limpio que antes: “Pero este amor algunas veces no lo comprende la persona ni lo siente, porque no tiene este amor su asiento en el sentido con ternura, sino en el alma con fortaleza y más ánimo y osadía que antes” (ib. 9; cf 26,7; 29,5-6). Un extraordinario y espléndido capítulo dedica a este amor, fruto de la contemplación, con el siguiente título: “Cómo el alma, por fruto de estos rigurosos aprietos, se halla con vehemente amor” (N 2,11). De este amor, o “inflamación de amor” dice que es “muy diferente” de la que se produjo en la contemplación inicial o noche pasiva del sentido (n. 1), “diferentísima” (ib. 13,4). Escribe que en “esta inflamación de amor en el espíritu…, Dios tiene recogidas todas las fuerzas, potencias y apetitos del alma, así espirituales como sensitivas … no desechando nada del hombre ni excluyendo cosa suya de este amor” (N 2, 11,4).
En general, el Santo habla de “innumerables bienes”, de “tantos bienes” (N 1,11,4), de “estos provechos … y otros innumerables” (ib. 13,10), de “sabrosos efectos” (N 2,13,1), de “bienes … inestimables” (LlB 3, 40.39.56). Tanto en N 1,11-13, como en N 2, 11-25 habla de los frutos y propiedades dichosas de la contemplación. Siempre guiado por un principio que enuncia así: en la medida que se opera la purificación de todos sus “miserias y males”, el contemplativo “tendrá ojos para que esta luz le muestre los bienes de la luz divina” (N 2,13,10).
V. Comportamiento
Frecuentemente J. de la Cruz dice que la entrada en la noche oscura de la contemplación comporta la experiencia de una “gran novedad” (N 1,8,3); y que esta “novedad del trueque”, unida al hábito gustoso de la forma oracional anterior (ib. 9,4), alimenta la tentación de volver atrás (ib. 10,2) pensando que “no hace nada” (Ib. 10,1) y que “pierde el tiempo” (n. 5).
Aparte cuanto he dicho más arriba sobre el comportamiento en el acto de la contemplación, aquí me limitaré a recordar la llamada del Santo a “perseverar con paciencia y humildad” (N 1,6,6; 10,3; 13,5), “con grande constancia y paciencia” (LlB 2,30), “con mayor constancia y fortaleza” para ir adelante no sucumbiendo ni hurtando el cuerpo “a los primeros trabajos y mortificaciones” (LlB 2,27). “Sufriendo con paciencia su purgación” que comporta la experiencia más humillante de impotencia para hacer nada, pues “ni puede levantar afecto ni mente a Dios, ni le puede rogar” (N 2,8,1), y la más sola soledad de todos: “ningún medio ni remedio le sirve ni aprovecha para su dolor” (N 2,7,3).
VI. Contemplación: encuentro interpersonal
La realidad se impone a las sospechas siempre amenazantes también en el campo de la contemplación. La realidad en la experiencia y palabra del Doctor místico es que la contemplación es un encuentro de personas, Dios y el creyente, y la sospecha recae sobre el posible platonismo que se cierne sobre la contemplación sanjuanista.
El Santo sentenció que la persona no ha de llevar “otro arrimo a la oración sino la fe y la esperanza y la caridad” (Av 118). Es la respuesta de quien sabe que la fe, don de Dios, “en sí encierra y encubre la figura y hermosura del Amado” (CB 12,1), o que “Dios es la sustancia de la fe” (CB 1,10). La oración es respuesta de comunión a quien en la fe se nos ofrece y nos llama a su compañía. En dos versos grávidos ha expresado J. su experiencia y comprensión de la contemplación. Concluye la sexta estrofa del poema de la Noche diciendo: “En mi pecho florido, /que entero para él solo se guardaba. Y en la décima del Cántico escribió con pasión de enamorado: “Y véante mis ojos, / pues eres lumbre dellos, / y sólo para ti quiero tenellos. A estos textos puede añadirse los versos y comentario de la canción 27 de Cántico, en donde habla de la entrega mutua, “él a ella … y ella a él, entregándose ya toda de hecho, sin ya reservar nada para sí ni para otro” (3).
La contemplación es concentración amorosa mutua, encuentro de dos que se buscan: “Si el alma busca a Dios mucho más la busca su Amado a ella” (LlB 3,28); comunión de vida, movimiento de la persona a la Persona. Dejó bien formulada esta realidad en la carta a una carmelita descalza: “La quiere el Señor, porque la quiere bien, bien sola, con gana de hacerle él toda compañía. Y será menester que advierta en poner ánimo en contentarse sólo con ella” (Ct a Leonor de san Gabriel: 8.7.1589).
BIBL. — ANTONIO QUERALT, “Meditazione e contemplazione: Ignazio di Loyola e Giovanni della Croce. Due pedagogie spirituali”, en AA. VV., Dottore mistico. San Giovanni della Croce. Simposio nel IV Centenario della sua morte, Roma, Teresianum, 1992, 235-281; JOAQUIN GARCIA PALACIOS, Los procesos de conocimiento en San Juan de la Cruz, Ed. Universidad Pontificia de Salamanca, Salamanca, 1992; MAXIMILIANO HERRAIZ, “Contemplazione”, en Dizionario di Mistica, Libreria Editrice Vaticana, 1998, p. 345-348. Id. Espiritualidad y contemplación, SM, Madrid, 1994; Id. “La oración, experiencia teologal”, en AA. VV. Experiencia y pensamiento en San Juan de la Cruz, EDE, Madrid 1990, p. 195-223.
Maximiliano Herráiz