Daño/s

Este sustantivo, contrapuesto a  “provecho/s”, tiene interés particular en el vocabulario sanjuanista. Ambos sirven para valorar los efectos producidos en el alma por las realidades que afectan al hombre en su dimensión espiritual. Según la actitud adoptada frente a las cosas, buenas en sí en cuanto procedentes de Dios, recoge el hombre provechos o daños. Todo lo criado y todo don divino es un bien en sí, pero puede volverse negativo según el uso y estimación de la persona. Es un principio fundamental en la pedagogía sanjuanista: las cosas de este  mundo “no ocupan al alma ni la dañan, pues no entran en ellas, sino la voluntad y apetito de ellas que moran en ella” (S 1,34,4).

Al hablar de “daños y provechos” se coloca, por tanto, en el plano moral y espiritual. Toda la enseñanza de la Subida gira en torno a la dialéctica bienes-provechos o daños, cosa que apenas tiene presencia explícita en las otras obras, aunque está de hecho presente. La alternativa provechos-daños se resuelve siempre a nivel de  apetitos. Si estos están purificados o reordenados, según su original orientación a  Dios, bien único y supremo, todo redunda en provecho (CB 28-29); si, en cambio, prevalece su tendencia o inclinación “sensual” causan daños y estragos incluso en el uso de cosas espirituales y sobrenaturales. De ahí la insistencia sanjuanista en depurar “todos los apetitos por mínimos que sean” (S 1,11); porque cualquiera de ellos es suficiente para producir daños irreparables en el camino de la santidad (S 1,12).

Tratando de sintetizar la interminable casuística o fenomenología, J. de la Cruz reduce los “daños” o inconvenientes a dos categorías fundamentales: daños privativos y daños positivos. Los primeros “privan del espíritu de Dios”; los segundos, “cansan, atormentan, oscurecen, ensucian, enflaquecen y llagan al alma” (S 1,6,1). La fundamentación procede del principio de contrariedad invocado a este propósito por el Santo: “Afición de Dios y afición de criatura son contrarios; y así, no caben en una voluntad afición de criatura y afición de Dios” (S 1,6,1; cf. 1,4,2-3). Tan ardua es la labor de armonizar ambas aficiones, que J. de la Cruz no duda en afirmar: “Más hace Dios en limpiar y purgar un alma de estas contrariedades, que en criarla de nonada; porque estas contrariedades de afectos y apetitos contrarios más opuestas y resistentes son a Dios que la nada, porque ésta no existe” (S 1,6,4).

Una vez descritos en general los daños positivos (S 1,6-10) del apetito desordenado, J. de la Cruz analiza detalladamente las diversas realidades a que puede vincularse, siguiendo los esquemas desarrollados a lo largo de la Subida, según cada una de las tres potencias del alma (2,10; 3,2; 3,16). La exposición del Santo adquiere especial relieve y claridad al tratar de las cosas en que puede gozarse la voluntad. Mientras en las otras dos potencias sirven de referencia sus respectivas “aprehensiones o noticias”, en el caso de la voluntad (a través del gozo) se habla de “bienes”. Según el Santo, seis géneros de cosas o bienes pueden producir gozo: temporales, naturales, sensuales, morales, sobrenaturales y espirituales. Uno por uno va examinándolos para poner “la voluntad en razón, para que no embarazada con ellos deje de poner la fuerza de su gozo en Dios” (S 3,17,2).

En desarrollo simétrico analiza primero los daños que se siguen de poner el gozo en cada uno de los géneros; luego los provechos que se alcanzan en apartar el gozo de los mismos. En esta dialéctica “daños-provechos” se enfoca toda la doctrina propuesta en la Subida como purificación o noche activa del  espíritu. En la Llama se contempla en otra perspectiva: considerando el origen de los “gravísimos daños” que puede padecer el alma, no sólo por su propia condición (LlB 3,66), sino también por indiscreción de directores espirituales incompetentes (LlB 3,27-56) y por engaño y cebo del demonio (LlB 3,64). Sea cual fuere la fuente originaria del apego desordenado, siempre lleva consigo “daños” al alma. J. de la Cruz no concede excepción alguna.

Eulogio Pacho

Cuevas

Tiene presencia muy reducida en las páginas sanjuanistas, pero ofrece la particularidad de convertirse en un símbolo espiritual para designar las virtudes. En este sentido aparece únicamente en el Cántico espiritual, ya que la única vez que emplea la palabra en Subida (3,42,2) se toma en sentido real de celda o  caverna.

Cuando las virtudes alcanzan su grado de madurez en el estado de unión con Dios guardan al alma de todo peligro, como hacen las cuevas de los leones. Explica así J. de la Cruz la transposición metafórica: “Las cuevas de los leones están muy seguras y amparadas de todos los animales; porque temiendo ellos la fortaleza y osadía del león que está dentro, no sólo no se atreven a entrar, mas ni aun junto ella osan parar. Así cada una de las virtudes cuando ya las posee el alma en perfección, es como una cueva de leones para ella, en la cual mora y asiste el esposo Cristo, unido con el alma en aquella virtud y en cada una de las demás virtudes como fuerte león” (CB 24,49).

Invirtiendo los elementos y miembros de la atrevida metáfora el alma se vuelve fuerte león en su cueva, de manera que protegida por las “cuevas-virtudes” nadie la puede molestar, ni siquiera el demonio. Por eso puede completar el simbolismo del “lecho florido” del alma afirmando que está “enlazado de cuevas de leones”, es decir, de “cuevas de virtudes”. Cuando el alma llega a la perfección, “de tal manera están travadas entre sí las virtudes y unidas y fortalecidas entre sí unas con otras, y ajustadas en una acabada perfección del alma, sustentándose unas con otras, que no queda parte abierta ni flaca, no sólo para que el demonio pueda entrar, pero ni aún para que ninguna cosa del mundo, alta ni baja, la pueda inquietar ni molestar ni mover” (CB 24,5).

Eulogio Pacho

Creación

Los términos “creación”, “creador”, “criar”, “cosas criadas”, “criaturas”, aparecen en los escritos de Juan de la Cruz unas 500 veces. En sentido equivalente usa también con frecuencia el término  “mundo”, que aparece en él unas 200 veces. Este simple dato estadístico da una idea de la densidad del tema. Aunque el vocablo más empleado sea el de “criatura” (273 veces), damos preferencia al de “creación”, que engloba todos los demás y es el marco teológico del pensamiento sanjuanista. El Santo no habla de la creación como tema, sino como experiencia.

Toda su relación con ella y con las criaturas está mediada por esa experiencia, que convierte a la creación en una realidad viva y llena de sentido. La ve ante todo como obra de  Dios y rastro de su  hermosura. La contempla también como el marco de las relaciones humanas, fuente de profundas vivencias: unas de  gozo, otras de dolor. Pero entre ellas destaca la experiencia de esclavitud y de alienación, a que se ve sometido el hombre por las criaturas, o mejor por su apego a ellas. Por eso el Doctor místico asume la tarea de liberarlo de este apego, para que alcance el señorío sobre todas las cosas y llegue a la plena relación con Dios su creador. Alcanzada esta meta, se produce un reencuentro con la creación, que se convierte en servicio al  hombre, al ofrecerle lo más íntimo de su ser y el sentido pleno de su existencia.

I. “Palacio para la esposa”: Dios al encuentro de la criatura

La primera perspectiva sanjuanista de la creación es la que aparece en los Romances de la creación. Esta es descrita como “palacio para la esposa”, que el Padre quiere dar a su Hijo. Una esposa que sea su compañía y comparta el amor del Padre y del Hijo: “Una esposa que te ame, / mi Hijo, darte quería, / que por tu amor merezca / tener nuestra compañía” (Po 9,75-80). Esta esposa es el hombre, llamado a compartir los bienes divinos en un admirable trueque. El Padre quiere que el hombre participe del bien del Hijo y el Hijo quiere dar al hombre el bien del Padre (ib. 85-90).

Tiene así lugar la creación en el tiempo, en relación con el Verbo, que dignificará a la “esposa” con su encarnación. Aparece de este modo el cristocentrismo de la creación, propio de San Pablo (Col 1,15-20), en el que se inspira también el Cántico espiritual (CB 5,1). La creación en el tiempo es evocada en el diálogo que el Padre mantiene con el Hijo como un “hágase”: “Hágase, pues –dijo el Padre– / que tu amor lo merecía; / y en este dicho que dijo, / el mundo criado había / palacio para la esposa / hecho en gran sabiduría” (Po 9,100105).

Este “palacio de la esposa” está dividido en dos aposentos: ángeles y hombres. Estos están en desventaja con relación a aquéllos. Pero la situación queda compensada por una segunda iniciativa del esposo, “porque en todo semejante /él a ellos se haría / … y que Dios sería hombre, / y el hombre Dios sería” (ib. 135-140). En la perspectiva, pues, de la creación aparece no sólo el cristocentrismo sino también la vocación del hombre a la comunión con Dios, que es la raíz más honda de su dignidad, según el pensamiento cristiano.

Pero J. de la Cruz, enlazando con el pensamiento patrístico, contempla en la encarnación del Verbo la dignificación de toda la creación. Esta perspectiva la desarrolla más ampliamente en las primeras estrofas de Cántico: “Mil gracias derramando / pasó por estos sotos con presura, / y, yéndolos mirando, / con sola su figura, / vestidos los dejó de hermosura” (CB 5).

Estos versos, que cantan la belleza de la creación, son el eco poético del pensamiento de los Padres griegos acerca de la dignidad que la humanidad entera ha adquirido frente a Dios por la encarnación del Verbo. El Doctor místico lo expresa bellamente y con precisión teológica: “Dios crió todas las cosas con gran facilidad y brevedad y en ellas dejó algún rastro de quien él era, no sólo dándoles el ser de nada, mas aun dotándolas de innumerables gracias y virtudes, hermoseándolas con admirable orden y dependencia indeficiente que tienen unas de otras, y esto todo haciéndolo por la Sabiduría suya por quien las crió, que es el Verbo, su Unigénito Hijo” (CB 5,1).

Por eso las criaturas son reflejo de Dios, llevan la impronta de su ser, de manera que a través de ellas pueden rastrearse las huellas del creador: “Las criaturas son como un rastro del paso de Dios, por el cual se rastrea su grandeza, potencia y sabiduría y otras virtudes divinas” (CB 5,3). La creación es camino hacia Dios: “Por la consideración y conocimiento de las criaturas [llega el alma] al conocimiento de su Amado, Criador de ellas” (CB 4,1). Es el conocimiento que propone el Apóstol para llegar a través de “las cosas visibles creadas” a las “cosas invisibles” (Rom 1,20). Comenta el Santo: “Y así, el alma mucho se mueve al amor de su Amado Dios por la consideración de las criaturas, viendo que son cosas que por su propia mano fueron hechas” (CB 4,3).

J. de la Cruz, situándose en una perspectiva eminentemente paulina, contempla siempre la creación primera en relación con la segunda, esto es, con la nueva creación en Cristo, llevada a cabo por el misterio de la encarnación del Verbo. Califica esta segunda como “obra mayor”: “Las criaturas son las obras menores de Dios, que las hizo como de paso; porque las mayores, en que más se mostró y en que más él reparaba, eran las de la Encarnación del Verbo y misterios de la fe cristiana” (CB 5,3). Por eso les comunica no sólo el ser natural, sino también el ser sobrenatural: “Es, pues, de saber que con sola esta figura de su Hijo miró Dios todas las cosas, que fue darles el ser natural, comunicándoles muchas gracias y dones naturales, haciéndolas acabadas y perfectas, según dice en el Génesis (Gn 1,31) por estas palabras: ‘Miró Dios todas las cosas que había hecho, y eran mucho buenas’. El mirarlas mucho buenas era hacerlas mucho buenas en el Verbo, su Hijo. Y no solamente les comunicó el ser y gracias naturales mirándolas, como habemos dicho, mas también con sola esta figu ra de su Hijo las dejó vestidas de hermosura, comunicándoles el ser sobrenatural; lo cual fue cuando se hizo hombre, ensalzándole en hermosura de Dios, y, por consiguiente, a todas las criaturas en él, por haberse unido con la naturaleza de todas ellas en el hombre” (CB 5,4).

A la perspectiva paulina se añade también la joanea, que contempla simultáneamente unidos el misterio de la Encarnación y de la Crucifixión, como fuente de la dignificación de la creación. Es la conocida interpretación del evangelista san Juan sobre la crucifixión del Señor como su plena glorificación, de la que hace partícipe al hombre: “Por lo cual dijo el mismo Hijo de Dios (Jn 12, 32): ‘Si ego exaltatus a terra fuero, omnia traham ad me ipsum’, esto es: Si yo fuere ensalzado de la tierra, levantaré a mí todas las cosas. Y así, en este levantamiento de la Encarnación de su Hijo y de la gloria de su resurrección según la carne, no solamente hermoseó el Padre las criaturas en parte, mas podremos decir que del todo las dejó vestidas de hermosura y dignidad” (ib.).

En las últimas estrofas de Cántico y Llama el alma pide al que le fue dado como Esposo en la misma creación que le dé a conocer esta “hermosura y dignidad” de las criaturas; que le infunda la sabiduría de Dios “en sus criaturas y misteriosas obras” (CB 36,7), para comprender cómo “todas las cosas en él son vida, y en él viven y son y se mueven” (LlB 3,83). Pero esta revelación tiene lugar al término de un proceso de purificación y desprendimiento de las criaturas, que conduce a un reencuentro con la creación y a descubrir las fuentes mismas de su ser. Lo cual viene a confirmar hasta qué punto el tema sanjuanista de la creación está mediado por la experiencia religiosa. Esta experiencia supone, por una parte, la superación del antagonismo ontológico entre el ser infinito de Dios y el ser finito de las criaturas; por otra, el trascendimiento del concocimiento creatural sensitivo por el conocimiento espiritual y, definitivamente, místico. Será el tema del siguiente apartado.

II. La criatura al encuentro con Dios

El camino de encuentro de la criatura con Dios (el camino hacia la unión) pasa, paradójicamente, por el desprendimiento de las mismas criaturas. Es el planteamiento de base que hace J. de la Cruz en el libro primero de Subida: “Para comenzar a ir a Dios, se ha de quemar y purificar todo lo que es criatura” (S 1,2,2), “porque todas las cosas de la tierra y del cielo, comparadas con Dios, nada son” (S 1,4,3); y “todo el ser de las criaturas, comparado con el infinito [ser] de Dios, nada es”. Y lo mismo ocurre con su hermosura, con su gracia, con su bondad y demás atributos, “porque lo que no es no puede convenir con lo que es” (S 1,4,4).

El Santo ha cambiado totalmente la decoración del escenario, aunque éste continúe siendo el mismo: el escenario de la creación. Pero los personajes de la escena han variado sus papeles. Dios parece lejos de la criatura y ésta ha dejado de ser reflejo de Dios y la creación rastro de su grandeza. La distancia entre ellos es inmensa: “Por lo dicho se puede echar, en alguna manera, de ver la distancia que hay de todo lo que las criaturas son en sí a lo que Dios es en sí… La cual distancia, por echarla bien de ver san Agustín, decía hablando con Dios en los Soliloquios: ‘Miserable de mí, ¿cuándo podrá mi cortedad e imperfección convenir con tu rectitud? Tú verdaderamente eres bueno, y yo malo; tú piadoso y yo impío; tú santo, yo miserable; tú justo, yo injusto; tú luz, yo ciego; tú vida, yo muerte; tú medicina, yo enfermo; tú suma verdad, yo toda vanidad’” (S 1,5,1).

La distancia es infinita: “Porque ¿qué tiene que ver criatura con Criador, sensual con espiritual, visible con invisible, temporal con eterno?” (S 1,6,1). “La distancia que hay entre su divino ser y el de [las criaturas] es infinita” (S 2,8,3). “Todas las cosas criadas… no pueden tener alguna proporción con el ser de Dios” (S 2,12,4). “Porque las criaturas, ahora terrenas, ahora celestiales… ninguna comparación ni proporción tienen con el ser de Dios” (S 3,12,1). “Dios es de otro ser que sus criaturas, en que infinitamente dista de todas ellas” (S 3,12,2). Dios “no es semejante a ellas” (Av 1,25).

Y no solamente la distancia es infinita, sino que la criatura tiende a alejarse cada vez más, en la medida en que pone su afición en el ser de las cosas creadas: “Y, por tanto, el alma que en él pone su afición, delante de Dios también es nada, y menos que nada; porque… el amor hace igualdad y semejanza, y aun pone más bajo al que ama. Y, por tanto, en ninguna manera podrá esta alma unirse con el infinito ser de Dios, porque lo que no es no puede convenir con lo que es” (S 1,4,4). Y lo mismo ocurre con las demás aficiones a las cosas creadas: su hermosura, su bondad, su sabiduría, sus riquezas, porque “lo miserable y pobre sumamente dista de lo que es sumamente rico” (S 1,4,7).

Los testimonios del Santo abundan en este sentido, acentuando el drama de la escena. El decorado ha cambiado por completo. Parece haberse roto aquel idilio de la creación entre el Padre y el Hijo –cantado en los Romances–, que deciden venir al encuentro de la criatura para levantarla y hacerla partícipe de sus bienes divinos. La situación descrita ahora es muy distinta: “Ninguna criatura … puede servir de próximo medio para la divina unión con Dios” (S 2,8,tít). “Ninguna hay que próximamente junte con Dios ni tenga semejanza con su ser” (ib. 3). “No hay escalera con que el entendimiento pueda llegar a este alto Señor entre todas las cosas criadas” (ib. 7).

Dios parece inalcanzable y la criatura, sumida en la oscuridad, cada vez más lejos de él: “Porque todas las afecciones que tiene en las criaturas son delante de Dios puras tinieblas, de las cuales estando el alma vestida, no tiene capacidad para ser ilustrada y poseída de la pura y sencilla luz de Dios, si primero no las desecha de sí, porque no pueden convenir la luz con las tinieblas; porque, como dice san Juan (1,5): ‘Tenebrae eum non comprehenderunt’, esto es: Las tinieblas no pudieron recibir la luz” (S 1,4,1). La luz (Dios) y las tinieblas (las criaturas) son incompatibles: “Son contrarios y ninguna semejanza ni conveniencia tienen entre sí, según a los Corintios enseña san Pablo (2 Cor 6,14), diciendo: ‘Quae conventio lucis ad tenebras?’, es a saber: ¿Qué conveniencia se podrá dar entre la luz y las tinieblas?” (S 1,4,2).

Esta evocación de la lucha entre la luz y las tinieblas, de que hablan el prólogo de san Juan y la carta de san Pablo a los Corintios, acentúan el dramatismo de la escena, al mismo tiempo que ofrecen una explicación del drama: es el rechazo de Dios. “Vino a su casa –dice san Juan– y los suyos no lo recibieron” (Jn 1,11). Es la realidad del pecado la que produce ese distanciamiento y esa enclaustración de la criatura: “El alma, después del primer pecado original, verdaderamente está como cautiva en este cuerpo mortal, sujeta a las pasiones y apetitos naturales” (S 1,15,1). El alma que está en pecado está “ciega” y “en tinieblas” (LlB 3,70-71).

Pero esta situación se produce no sólo por el pecado, sino también por los  apetitos y afecciones de las criaturas: “De aquí es que en el alma no se puede asentar la luz de la divina unión si primero no se ahuyentan las afecciones de ella” (S 1,4,2). “El alma mediante el apetito se apacienta y ceba en todas las cosas” (S 1,3,1). “Los apetitos ciegan y oscurecen al alma” (S 1,8, tít). Por eso, la necesidad de “carecer el alma de todos los apetitos, por mínimos que sean” (S 1,11, tít). Todos los “apetitos voluntarios, ahora sean de pecado mortal, que son los más graves; ahora de pecado venial, que son menos graves; ahora sean solamente de imperfecciones, que son los menores, todos se han de vaciar y de todos ha el alma de carecer para venir a esta total unión, por mínimos que sean” (S 1,11,2). El Santo ilumina este principio con un ejemplo muy gráfico: “Porque eso me da que una ave esté asida a un hilo delgado que a uno grueso, porque, aunque sea delgado, tan asida se estará a él como al grueso, en tanto que no le quebrare para volar. Verdad es que el delgado es más fácil de quebrar; pero, por fácil que es, si no le quiebra, no volará. Y así es el alma que tiene asimiento en alguna cosa, que, aunque más virtud tenga, no llegará a la libertad de la divina unión” (ib. 4).

Es necesaria, pues, una profunda purgación y desnudez de todos los apetitos, a la cual no se llega sino por la noche del espíritu: “A este bien ninguno llega si no es por íntima purgación y  desnudez y escondrijo espiritual de todo lo que es criatura” (N 2,23,13). “No se puede venir a esta unión sin gran pureza, y esta pureza no se alcanza sin gran desnudez de toda cosa criada y viva mortificación” (N 2,24,4).

Esta  purgación por la noche del espíritu –“tempestuosa y horrenda noche” (N 2,7,3)– es el mejor reflejo del drama humano en relación con Dios. Pero en ella se apunta ya el camino de superación, su desenlace final. Está marcado también por el dramatismo; históricamente, dice relación al drama de la Cruz, en la que “fue redimida y reparada [la naturaleza humana]…, alzando las treguas que del pecado original había entre el hombre y Dios” (CB 23,2). Espiritualmente, significa la ruptura con el  pecado, como opción contraria a Dios, y la victoria sobre “la rudeza natural que todo hombre contrae por el pecado” (N 2,2,2). Es el camino de purificación de todos los  apetitos y de toda afición a las criaturas: “Se ha de desnudar el alma de toda criatura” (S 2,5,4); “de todo lo que es de parte de las criaturas ha de ir desembarazada” (S 2,7,4). Hasta alcanzar ese estado en el que “está el alma … en cierta manera como Adán en la inocencia …, que no entiende el mal ni cosa juzga mal…, habiéndole Dios raído los hábitos imperfectos y la ignorancia, en que cae el mal de pecado, con el hábito perfecto de la verdadera sabiduría” (CB 26,14).

Este camino pasa por la purificación de la  noche oscura, que es participación en el drama de la  cruz. Así interpreta  Edith Stein, en su Ciencia de la cruz, la experiencia de la noche sanjuanista, a la luz de la experiencia de la cruz del Señor. Esta ocupa un lugar central en la enseñanza del Doctor místico. Basta leer el capítulo séptimo del segundo libro de Subida.

Esta es la espina dorsal del sistema sanjuanista, como historia de salvación y camino hacia la unión. Comprende tres grandes momentos: 1º) La revelación de la hermosura de Dios, manifestada en los seres de la creación. 2º) La purificación de la criatura para percibir esta hermosura y acoger la invitación que el Padre hace en el Hijo a la comunión con él. 3º) El reencuentro con Dios y con la creación, salida de sus manos y llamada a volver a ellas. Será éste el tema del apartado siguiente.

Esta interpretación, que recoge sustancialmente el pensamiento sanjuanista sobre la creación, responde también a una de las corrientes de la teología actual, impulsada por Urs von Balthasar en su gran obra teológica, que arranca de la prioridad de la belleza. Forma una trilogía: Gloria o “Estética”, es la manifestación de Dios que se revela, la belleza del misterio; Teodramática, es la gloria ofrecida a la libertad del hombre como bien, por la que se establece un diálogo y un drama en el que se desarrolla la misión de cada hombre; y Teología, es la expresión de la verdad de lo que se manifiesta y se ofrece. También en la espiritualidad de J. de la Cruz cabe hablar de tres grandes etapas, según el ritmo interno de su pensamiento: Revelación de Dios a la criatura (misterio); diálogo de la criatura con Dios, expresado en la pasión por Dios o en el pati divina (teopatía); el conocimiento y la experiencia del misterio de Dios, revelado y padecido, y ahora expresado en su verdad plena (mística). Los artículos sobre teología, antropología y teología mística completan esta perspectiva.

III. El reencuentro con la creación

Purificado el corazón del hombre de la afición a las criaturas, queda con un gran señorío sobre todas ellas, no como esclavo sino como hijo. Dios ya no mora “en el corazón sujeto a quereres, porque éste es corazón de esclavo, sino en el libre, porque es corazón de hijo” (S 1,4,6). Tiene todas las cosas “en gran libertad” (S 3,20,3). Hablando “de los provechos que se siguen al alma en apartar el gozo de las cosas temporales”, señala la virtud de la liberalidad, la libertad de ánimo y el gozo: “Adquiere más gozo y recreación en las criaturas con el desapropio de ellas” (S 3,20,2). Asimismo, “adquiere, en el desasimiento de las cosas, más clara noticia de ellas para entender bien las verdades acerca de ellas, así natural como sobrenaturalmente” (ib. 2). Pero, sobre todo, “deja el corazón libre para Dios” (ib. 4), “para poder gozarse más a solas de criaturas con [él]” (S 3,39,3). Innumerables bienes, en fin, “se consigue en salir el alma según la afección y operación, por medio de esta noche, de todas las cosas criadas” (N 1,11,4).

Alcanzada la purificación de la afición a las criaturas, por medio de la noche, cambia el decorado de la escena: se produce un reencuentro con la creación. Las criaturas recuperan su papel de mediadoras entre el alma y Dios. El alma trata de descubrir entonces el rastro de la grandeza divina y se siente remitida por ellas a la misma presencia del Amado. En él encuentra, finalmente, lo que deseaba y la fuente de la perfecta armonía de todas las cosas criadas. Este es el proceso escénico narrado en Cántico y Llama.

Purificado el  gusto y deleite de las cosas, “en esta canción comienza a caminar por la consideración y conocimiento de las criaturas al conocimiento de su Amado, Criador de ellas. Porque, después del ejercicio del conocimiento propio, esta consideración de las criaturas es la primera por orden en este camino espiritual para ir conociendo a Dios, considerando su grandeza y excelencia por ellas, según aquello del Apóstol (Rom 1, 20), que dice: ‘Invisibilia enim ipsius a creatura mundi, per ea quae facta sunt, intellecta, conspiciuntur’, que es como si dijera: Las cosas invisibles de Dios, del alma son conocidas por las cosas visibles criadas e invisibles. Habla, pues, el alma en esta canción con las criaturas, preguntándoles por su Amado” (CB 4,1). Descubre en ellas el rastro de su presencia, concentrada en el hombre, “cuando [el Verbo] se hizo hombre, ensalzándole en hermosura de Dios, y, por consiguiente, a todas las criaturas en él, por haberse unido con la naturaleza de todas ellas en el hombre” (CB 5,4).

Por eso va preguntando a las criaturas –primero a las irracionales y después a las racionales– por el Amado: “Y porque por estas criaturas racionales más al vivo conoce a Dios el alma, ahora por la consideración de la excelencia que tienen sobre todas las cosas criadas, ahora por lo que ellas nos enseñan de Dios; las unas interiormente por secretas inspiraciones, como lo hacen los ángeles; las otras exteriormente por las verdades de las Escrituras, dice: ‘De ti me van mil gracias refiriendo’, esto es: danme a entender admirables cosas de gracia y misericordia tuya en las obras de tu Encarnación y verdades de fe que de ti me declaran; y siempre me van más refiriendo, porque cuanto más quisieren decir, más gracias podrán descubrir de ti. Y todos más me llagan” (CB 7,6-7). Y dice que se “quedan las criaturas balbuciendo, porque no lo acaban de dar a entender” (ib. 10).

Pero el camino hacia Dios a través de las criaturas corre el peligro de torcerse, por la tendencia a apegarse a ellas. Por eso J. de la Cruz vuelve a insistir en las exigencias de purificación. Es el proceso purificador de Cántico y Llama, que presenta perfiles menos dramáticos que los de Subida y Noche, por estar ya aquí el alma más puesta en amor de Dios. La primera exigencia para hallar al Esposo, es salir de las cosas según su afección: “Por tanto, el alma que le ha de hallar conviénele salir de todas las cosas según la afección y voluntad y entrarse en sumo recogimiento dentro de sí misma, siéndole todas las cosas como si no fuesen” (CB 1,6). Y así –le dice al alma– “convendrá que para que tú le halles, olvidadas todas las tuyas y alejándote de todas las criaturas, te escondas en tu retrete interior del espíritu” (CB 1,9).

Asimismo, es necesario dar muerte al hombre viejo, apegado a las criaturas: “Lo que aquí el alma llama muerte es todo el hombre viejo, que es el uso de las potencias, memoria, entendimiento y voluntad, ocupado y empleado en cosas del siglo, y los apetitos en gustos de criaturas” (LlB 2,29). De este modo, “vacío y purgado [el apetito espiritual] de toda criatura y afección de ella … está templado a lo divino” (LlB 3,18).

Alcanzada por fin la meta de la unión, llega al conocimiento de las cosas en Dios y a poseerlas todas en Él: “Lo que aquí siente el alma [no] es como ver las cosas en la luz o las criaturas en Dios, sino que aquella posesión siente serle todas las cosas Dios” (CB 14,5). Ya el alma “está perdida en todas las cosas, y sólo está ganada en amor, no empleando ya el espíritu en otra cosa” (CB 29,1). Entonces “ya no busca [a Dios] por consideraciones ni formas ni sentimientos ni otros modos algunos de criaturas ni sentido” (CB 29,11), pues “todas las criaturas… en él tienen su vida y raíz” (CB 39,11).

En este estado se produce la revelación de Dios y de las demás cosas en Dios. El Santo la llama noticia “matutina” y “vespertina”. La primera “es conocimiento en el Verbo divino”; la llama “hermosura de la Sabiduría divina”. La segunda “es sabiduría de Dios en sus criaturas y obras y ordenaciones admirables”; la llama “sabiduría menor, que es en sus criaturas y misteriosas obras; lo cual también es hermosura del Hijo de Dios, en que desea el alma ser ilustrada” (CB 36,6-7).

En Llama especifica más este conocimiento, llegando a decir que las conoce mejor en el ser de Dios que en ellas mismas: “Echa allí de ver el alma cómo todas las criaturas de arriba y abajo tienen su vida y duración en él … Y, aunque es verdad que echa allí de ver el alma que estas cosas son distintas de Dios, en cuanto tienen ser criado, y las ve allí con él con su fuerza, raíz y vigor, es tanto lo que conoce ser Dios en su ser con infinita eminencia todas estas cosas, que las conoce mejor en su ser que en ellas mismas. Y éste es el deleite grande de este recuerdo: conocer por Dios las criaturas, y no por las criaturas a Dios; que es conocer los efectos por su causa, y no la causa por los efectos, que es conocimiento trasero, y esotro es esencial” (LlB 4,5).

Así llega al descubrimiento de Dios como principio y raíz de todo movimiento: “Se le descubre con tanta novedad aquella divina vida y el ser y armonía de toda criatura en ella con sus movimientos en Dios parécele que Dios es el que se mueve y que tome la causa el nombre del efecto que hace … Y es no porque ella se mueva, sino porque es el principio y raíz de todo movimiento; permaneciendo en sí estable, como dice luego, todas las cosas innova” (LlB 4,6).

Pero Dios no aparece sólo como principio del movimiento, sino que comunica su presencia: “Dios siempre se está así como el alma lo echó de ver, moviendo, rigiendo y dando ser y virtud y gracias y dones a todas las criaturas, teniéndolas todas en sí virtual, presencial y sustancialmente, viendo el alma lo que Dios es en sí y lo que es en las criaturas en una sola vista, así como quien, abriéndole un palacio, ve en un acto la eminencia de la persona que está dentro, y ve juntamente lo que está haciendo” (LlB 4,7).

Este conocimiento de Dios y de todas las cosas en él aviva en el alma el deseo de la “beatífica transformación”. Comprende estos aspectos: “El primero dice que es la aspiración del Espíritu Santo de Dios a ella y de ella a Dios. El segundo, la jubilación a Dios en la fruición de Dios. El tercero, el conocimiento de las criaturas y de la ordenación de ellas. El cuarto, pura y clara contemplación de la esencia divina. El quinto, transformación total en el inmenso amor de Dios” (CB 39,2).

Conclusión. En el tema de la creación y de las criaturas está siempre presente, como tema de fondo, la relación del hombre con Dios, concebida ésta de una forma dinámica, a partir de las cosas creadas. Asimismo, está relacionado con el obrar natural y sobrenatural y con el proceso de purificación de la noche, en el que Dios hace sentir al hombre la desproporción absoluta de su ser. Guarda también relación con la teología mística y la unión con Dios, en la que el Dios excelso se hace cercano al hombre, se le comunica, y en él entra en comunión con la creación.

BIBL. — FRANCIS KELLY NEMECK Receptividad. De San Juan de la Cruz a Teilhard de Chardin, Madrid 1985, pp. 37-55; MIGUEL ANGEL DÍEZ, “Nueve Romances: Glosa bíblica”, en MteCarm 99 (1991) 477-555; XAVIER PIKAZA, El “Cántico espiritual” de san Juan de la Cruz. Poesía. Biblia. Teología, Madrid 1992, p. 95-183.

Ciro García

Contemplación

La  oración, porque relación interpersonal Dios-creyente, es esencial, intrínsecamente dinámica, proceso e historia. Un proceso y una historia en los que se revela cada vez más la verdad de cada uno de los protagonistas; y, ésta, al ser más personal en la relación, es más comunión, más “igualdad de amistad” (CB 28,1). En el lenguaje sanjuanista, la contemplación, forma de oración, abarca un largo período: el que va desde el final de la meditación, propia de los principiantes, hasta la terminación del proceso espiritual. Una larga jornada, un proceso con sus secuencias bien definidas, aun cuando hay un hilo conductor, también bien definido desde el principio. Hay que recorrer ese camino con detenimiento y ojo avizor para que no se nos escape ningún detalle, siempre iluminador, de este mosaico espiritual que ha creado el Doctor místico. Esto es más necesario si se tiene en cuenta que el Santo, no obstante, sus reiteradas promesas (S 2,14,6.14; 24,4), no nos ofrece nunca una exposición directa y sistemática de la contemplación, de la “contemplación oscura y general” (S 2,10,4), de la “noticia general, confusa, amorosa” (S 3,33,5).

I. Prenotandos

Juan de la Cruz se puso a escribir por motivos pastorales, catequéticos si se quiere. Sabía que hay “muchas almas” con “mucha necesidad” en este campo, y que, por otra parte, faltaban “guías idóneas y despiertas que las guíen hasta la cumbre” (S pról 3). Sabía igualmente que la contemplación inicial “es común y acaece a muchos” (N 1,8,1) “todos los más entran en ella” (ib. 4). Y, aunque diga que “se hallan más cosas escritas” (ib. 2), y que “no quiere gastar tiempo” en ella (ib. 5), nos ofrece unas preciosas enseñanzas. A veces parece que le descompone un tanto el panorama desolador que contempla, particularmente debido a la desafortunada actuación de los “acompañantes” que “crucifican” a quienes están en este trance (S pról. 5).

La necesidad pastoral de iluminar este campo de la vida espiritual se hace a sus ojos urgentísima, cuando el contemplativo progresa en el  camino de relación con  Dios y se encuentra en una densa, “horrenda y espantosa” noche purificadora, la del espíritu (N 1,8,2), antesala de la “noche serena” y del “ameno huerto deseado” (CB 22) de la comunión transformante. De esta etapa contemplativa hay “muy poco lenguaje”, “y aun de experiencia muy poco” (ib.). Manifiesta la urgencia de tratar de ésta, de la cual, dice, “tenemos grave palabra y doctrina” (N 1,13,3).

La contemplación es un término con “un valor paradigmático” (J. García, Los procesos del conocimiento en san Juan de la Cruz, Salamanca 1992, p. 141), “uno de los puntales del sistema místico de san Juan de la Cruz” (ib.), “la palabra con que interpreta la experiencia y la realidad de la noche”, el cambio en el camino espiritual, producido por una acción de Dios con unos efectos que estudiaremos.

El término está emparentado con la  “noche oscura”, con la  “mística teología”, y, por tanto, con las virtudes teologales que son la estructura básica del sistema espiritual sanjuanista; mejor, y antes, de la vida cristiana en sí misma. Todo esto irá siendo evocado a su tiempo.

II. Primera aproximación a la contemplación

Porque la contemplación cubre un largo espacio de tiempo, necesariamente es una realidad cambiante, viva. Ni es, ni significa en todo el trayecto espiritual lo mismo, ni será idéntica la experiencia del creyente, ni uno mismo el discernimiento ni el comportamiento que ha de tener el orante. Aunque, como acabo de decir, el hilo conductor, o los elementos esenciales aparecen en todas las etapas, sin embargo, hay matices que van apareciendo y que sólo se pueden captar en toda su entidad y significación si se sitúan en el momento preciso del proceso. Por eso, la aproximación a la contemplación tiene que ser gradual, progresiva, señalando qué es, cuál la experiencia, a qué atender en el discernimiento, y qué comportamiento requiere del orante. La adhesión a la traducción que va haciendo el Santo es metodológicamente necesaria para captar su pensamiento. Es lo que intento hacer.

En S2 introduce el discurso de la contemplación, advirtiendo al lector que habla de quienes “han comenzado a entrar en estado de contemplación” (6,8), a quienes “Dios ha hecho merced de poner en el estado de contemplación” (7,13). Llama a esta nueva forma de oración “noticia general” (14,6; 15, tít), “noticia amorosa” (13,7), “noticia sobrenatural” (15,1), “confusa, oscura y general… que es la contemplación que se da en fe” (10,4).

La contemplación es “vía del espíritu” (S 2,13,5; 14,1; LlB 3,44; N 1,9,9), “trato más espiritual” (S 2,17,7), “lenguaje de Dios al alma de puro espíritu a espíritu puro” (17,4). “La contemplación pura consiste en recibir” (LlB 3, 36). Así, reiteradamente, afirma el Santo la pasividad del orante, la acción de Dios que empieza a ser constatable, y el “dónde” de esa acción de Dios, o el modo de la misma: en el  espíritu y sin la  mediación del discurso o de la actividad natural de las potencias del alma. Aunque escriba J. que, como en todas las acciones de la persona muchos actos engendran hábito, y que así aquí “muchas de estas noticias amorosas … se hace hábito en ella”, inequívocamente la contemplación de la que habla es “sobrenatural”, pasiva.  Sobrenatural es “lo que se da al entendimiento sobre su capacidad y habilidad natural” (S 2,10,2) o “sin ministerio de los sentidos» (S 2,16,2). Escribe: “Dios comienza a poner en esta noticia sobrenatural» (S 2,15,1; 17,13; 14,2), “la contemplación y noticia” que decimos, es “de lo ya recibido y obrado” (2,14,7). Lo mismo apunta cuando identifica contemplación y teología mística: “Y de aquí es que la contemplación, por la cual el entendimiento tiene más alta noticia de Dios, llaman teología mística, que quiere decir sabiduría de Dios secreta” (S 2,8,6).

De ahí que diga el Doctor místico que “descansan las potencias y no obran activamente, sino pasivamente, recibiendo lo que Dios obra en ellas” (S 2,12,8), que las potencias “están actuadas” (2,14,26), que “el alma (está) empleada” (2,14,7). Por eso la experiencia del orante de “que no hace nada” (2,14,11.13; 2,15,5), y “que pierde el tiempo” (2,14,4). El maestro carmelita contesta que “cesa la obra de las potencias en actos particulares (2,12,6; 15,2); y explica que le parece al  alma “que no hace nada” porque “no obra con los sentidos y potencias” (2,14,11), esto es, “se pone en un acto general y puro” (2,12,6).

En Llama, último texto en que se ocupa J. de esta contemplación inicial, se explaya más sobre la dimensión pasiva de esta forma de oración y la experiencia que comporta en el orante, señalando también que se trata de un comienzo, de los primeros pasos de un camino que supone un corte, una superación de la manera anterior de relacionarse con Dios.

Atrás queda el ejercicio meditativo ya asentado en el orante, ya “habituado a las cosas del espíritu en alguna manera” (LlB 3,32). Ahora “comienza Dios … como dicen a destetar el alma y ponerla en estado de contemplación … y pasan su ejercicio al espíritu, obrándolo Dios en ellos así” (ib. y 43). “Es Dios el principal agente” (n. 29) o, simplemente, “sólo Dios es el agente” (n. 44), o “el artífice sobrenatural” (n. 47). En otras ocasiones atribuye al Espíritu Santo esta acción (n. 46). En todo caso la contemplación es “lenguaje de Dios” (n. 37), en el que “sobrenaturalmente” se le comunica (n. 34); “Dios lo hace en ella” (n. 46). Distingue: primero padeciendo, después en suavidad de amor (n. 34). Esto lo afrontará con más detenimiento en N 2 cuando hable de la  purificación pasiva del espíritu.

También aquí en Llama presenta esta acción de Dios como “noticia amorosa” (n. 32), “noticia sobrenatural amorosa”, o “noticia general oscura” (n. 49), “sin inteligencias distintas” (n. 48), “sin obrar nada con las potencias, esto es, acerca de actos particulares, no obrando activamente” (S 2,15,2). Frente a la manera “natural” de conocimiento que se da en la meditación, que produce “noticias distintas”, “particulares”, en la contemplación “le mudan el caudal al espíritu” (LlB 3, 32) con una “noticia general”, es decir, “sin su operación propia”, o sea, natural (n. 38), “sin operación del sentido”, discursiva, plural y sucesiva (n. 54); por lo tanto, “sin especificación de actos” (n. 33), “sin ninguna obra ni oficio suyo activo” (CB 39,12). “Contemplación oscura”, dirá no pocas veces. Así, por ejemplo, en Cántico: “Esta noche de la contemplación”, así introduce el sentido del verso “En la noche serena”. Y continúa: “Llámala noche porque la contemplación es oscura, que por eso la llama por otro nombre mística teología, que quiere decir sabiduría de Dios secreta o escondida, en la cual, sin ruido de palabras y sin ayuda de algún sentido corporal ni espiritual…, a oscuras de todo sentido y natural, enseña Dios ocultísima y secretísimamente al alma sin ella saber cómo; lo cual algunos espirituales llaman entender no entendiendo” (39,12).

Por esto, la contemplación inicial es “novedad insensible” y “no se echa de ver” (S 2,13,7; 14,8), y apenas se experimenta a los principios. Y surge la tentación de volver atrás. Aquí tiene su raíz la inefabilidad. Razona: “Porque, como aquella sabiduría interior… no entró al entendimiento envuelta ni paliada con alguna especie o imagen sujeta al sentido, de aquí es que el sentido e imaginativa, como no entró por ellas … no saben dar razón ni imaginarla para decir algo de ella” (N 2,17,3).

El discernimiento de este cambio en la relación con Dios es necesario, y tiene que ejercerse cuidadosa y atentamente. El Santo habla de “señales”. Y anota tres: lª, imposibilidad de meditar “ni gustar en ello como solía” (S 13,2; cf 14,1; N 1,9,8; LlB 3,32.36.53); 2ª, tampoco le atraen “otras cosas particulares” (ib. 13,3), “que son de mundo” (ib. 14,5; cf. 2-5; N 1,9,2); 3ª, “gusta de estarse a solas con atención amorosa a Dios” (ib. 13,4; cf 14, 6-8; N 1,9,6; LlB 3,43.53). Cuando vuelva sobre esto en el libro primero de Noche, añadirá que la persona inmersa en esta purificación –“oscura contemplación”– “ordinariamente trae la memoria en Dios con solicitud y cuidado penoso, pensando que no sirve a Dios” (N 1,9,3). Además de estas “señales”, que bien pueden llamarse psicológicas, y que más directamente se refieren al ejercicio del acto de oración, Juan insistirá, sobre todo, en el cambio moral que produce la contemplación, en “los inmensos bienes” que produce en el alma, y de los que hablaré más adelante.

El comportamiento es también capítulo muy atendido por el Santo. No podía ser de otro modo. El es un acompañante espiritual, un guía en los caminos de Dios. Por eso tenía que prestar la debida atención a la respuesta que el orante debe dar a esta acción de Dios en su interior, en su espíritu.

El discurso sobre la “noticia general amorosa” viene introducido por un principio que se desarrolla y explicita en los consejos de comportamiento que ofrece. Escribe: “Cuando un alma se pone más en espíritu, más cesa en obra de las potencias en actos particulares” (S 2,12,6). Tal vez más sencilla, porque más en consonancia con el pensamiento filosófico de occidente, convertido en sentido común, es la breve formulación que encontramos en Llama: “Conviene que el que recibe, se haya al modo de lo que recibe” (3,34).

En la aplicación de este principio el Santo abre dos direcciones: negativa y positiva, es decir, lo que ya no tiene que hacer la persona, y lo que sí debe hacer para adecuar su comportamiento a la gracia que Dios está obrando en ella. Una respuesta a Dios será buena si parte del conocimiento de la acción o gracia previa de Dios. Pues su voluntad, lo que él quiere, es que “respondamos” a la concreta gracia que él nos otorga. “Si no conocemos que recibimos”, escribe  Teresa de Jesús, “no (nos) despertaremos a amar” (V 10,4). No sólo, sino que nuestra respuesta no será la adecuada.

La palabra de Juan es inequívoca, segura y firme: el orante que experimenta esta contemplación inicial debe conducirse “por modo totalmente contrario” al que tenía cuando meditaba (LlB 3,33), “ha de mudar estilo y modo de oración” (n. 57). Apunta de nuevo la razón: pues “le mudan el caudal al espíritu” (n. 32).

Recordé con el Santo, al hablar de las “señales” que acompañan y revelan el paso a la contemplación, que el orante “no puede meditar ni discurrir…, ni gusta de ello como antes solía” (S 2,13,2). Su primer consejo, pues, para quien se encuentra en esta situación es que no medite, que no siga con el discurso meditativo (S 2,15,3), ni “se entremeta en formas, meditaciones e imaginaciones, o algún discurso” (n. 5), aunque piense, al “no saber el misterio de aquesta novedad” contemplativa, que “es estarse ocioso y no haciendo nada” (ib. 12,7).

Así pues, “si antes la daban materia para meditar y meditaba, que ahora antes se la quiten y no medite” (LlB 3,33). Choca con la experiencia de “no poder” y “no gustar” hacer lo que antes hacía con gusto y provecho. Por eso se le aumenta el malestar y la desazón. Y no sólo no consigue ya fruto alguno, sino que impide el que se le está dando. Explica el Santo: “En cierta manera se le ha dado al alma todo el bien espiritual que había de hallar en las cosas de Dios por vía de la meditación y discurso” (S 2,14,1; 12,6; LlB 3,33); ahora “ya los bienes no se los dan por el sentido como antes” (LlB 3,33). En este libro abunda en esta dirección: “no aten el sentido corporal ni espiritual a cosa particular interior o exterior” (LlB 3,46), “ni se emplee en inteligencias distintas” (n. 48). Se dirige directamente a estas personas: “¡Oh, pues, almas! Cuando Dios os va haciendo tan soberanas mercedes que os lleva por estado de soledad y recogimiento, apartándoos de vuestro trabajoso sentir, no os volváis al sentido. Dejad vuestras operaciones, que, si antes os ayudaban … ahora que os hace ya Dios merced de ser el obrero, os serán obstáculo grande y embarazo” (n. 65). Y a los acompañantes espirituales les dice que ayuden “procurando aniquilarla (al alma) acerca de sus operaciones y afecciones naturales, con las cuales ella no tiene habilidad ni fuerza para el edificio sobrenatural” (n. 47).

Apunta el Santo un hecho que no se puede olvidar y que abre dos convergentes líneas de comprensión: primero, que la persona humana es por constitución sensitiva-espiritual en su acceso a la verdad, por lo tanto progresiva; y, segundo, que Dios, activo en su relación con ella, se atiene a este modo de ser de la persona: “va Dios perfeccionando al hombre al modo del hombre” (S 2,17,4); “la lleva primero instruyendo por formas e imágenes y vías sensibles a su modo de entender, ahora naturales, ahora sobrenaturales, y por discursos, a ese sumo espíritu de Dios” (n. 3), “de grado en grado hasta lo más interior” (n. 4). Y concluye que “así, a la medida que va llegando más al espíritu acerca del trato con Dios, se va más desnudando y vaciando de las vías del sentido, que son las del discurso y meditación imaginaria. De donde, cuando llegare perfectamente al trato con Dios de espíritu, necesariamente ha de haber evacuado todo lo que acerca de Dios podía caer en sentido” (n. 5).

De ahí la crítica frecuente a quienes quieren relacionarse “siempre” con Dios a través de las “formas e imágenes discursivas” que son propias de la primera etapa espiritual, la meditativa. “No se estén siempre en ellos” –los medios remotos– (S 2,12,5), “pensando que siempre había de ser así” (n. 6); “si el alma se quisiese siempre asir a ellas” –las cosas del sentido– (S 2,17,6); o cuando se refiere a los espirituales que quieren que “siempre trabaje [el alma] y obre de manera que no dé lugar a que Dios obre” (LlB 3,55.58). Por eso el Santo insiste: “ha de mudar estilo” (n. 57).

Con más claridad e insistencia todavía se pronuncia sobre la actitud positiva que debe adoptar el orante, y en la que se le debe acompañar para que no decaiga, no obstante, la experiencia negativa, de inutilidad que le acompaña en los primeros compases de este cambio. Escribe: “desasiéndose de los modos y maneras” anteriores, “aprenda a estar con atención y advertencia amorosa a Dios” (S 2,12,8), a “andar sólo con advertencia amorosa” (LlB 3,33), “habiéndose pasivamente” (ib. y 34), “en soledad y ociosidad” (n. 46), “déjese en manos de Dios” (n. 67).

Aun cuando admite alguna excepción, por lo demás razonable. En el título del capítulo de S 2, l5 escribió: “cómo a los que comienzan a entrar en esta noticia general de contemplación les conviene a veces aprovecharse del discurso natural y obra de potencias naturales”. Y da la razón inmediatamente: “porque a los principios … ni está tan perfecto el hábito de ella [la contemplación] … ni, por consiguiente, están tan remotos de la meditación, que no puedan meditar y discurrir…” (n. 1). Y precisa que ha de meditar cuando el orante “eche de ver que no está el alma empleada en aquel sosiego y noticia” (ib.). Aunque “con suavidad de amor”, anota (ib. 12,8).

Porque la comunicación de Dios no es tan fuerte y continuada, y porque está muy próxima la meditación, en su último tramo muy gustosa, la tentación de volver atrás es fuerte y frecuente. Máxime si se tiene en cuenta otro dato aportado por el Santo: “cuando comienza este estado [de contemplación], casi no se echa de ver esta noticia amorosa” (S 2,13,7). Porque “a los principios suele ser esta noticia amorosa muy sutil y delicada y casi insensible” (ib.; cf. 14,8); y porque ha estado habituada “al ejercicio de la meditación” (ib. 13,7).

Asegura el Doctor místico, sin el más mínimo asomo de duda, que “cuanto más se fuere habituando el alma en dejarse sosegar, irá siempre creciendo en ella y sintiéndose más aquella amorosa noticia general de Dios” (ib.). Se entiende, así, el larguísimo paréntesis sobre “los ciegos que la podrían sacar del camino” de la contemplación, y que, según él son tres: “el maestro espiritual, y el demonio, y ella misma” (LlB 3,29). Prácticamente todo el paréntesis (LlB 3, 29-67) se lo lleva el maestro espiritual (30-62, dedicando al demonio tres números (63-65) y dos solamente al alma (66-67).

III. “Noche de contemplación”

Cualquier lector atento de los escritos sanjuanistas advierte pronto que el místico carmelita establece un cierto “paralelismo entre noche y contemplación”1. A la contemplación, como nota F. Ruiz, “son atribuidos los frutos de transformación operados y también los efectos dolorosos que se experimentan”. Aunque hay que tener en cuenta lo que añade un poco más abajo: “Con ser tan importante esta definición –de la contemplación– no hay que identificar contemplación con noche oscura, pues contemplación se da también en formas que no producen noche” (Obras de san Juan de la Cruz, Madrid 1988, p. 431). Los textos son, por su abundancia y claro pronunciamiento, extraordinariamente significativos. Ya en el prólogo de Subida se refiere en varios pasajes a “esta noche oscura” (3), “al altísimo camino de oscura contemplación” (4), “noche de contemplación” (5). Esta identificación de contemplación y noche aparece desde la primera página de los dos libros de Noche: “este salir de sí y de todas las cosas fue una noche oscura, que aquí entiende por la contemplación purgativa” (N 1, decl 1), “noche de contemplación purgativa” (ib. 2), “esta noche, que decimos ser la contemplación” (N 1, 8,1; N 2,25,2). En Cántico escribe: “Esta noche es la contemplación” (39,12), subrayando que es “oscura por ser contemplación” (ib.). La oscuridad es una nota íntimamente unida a contemplación, afectándola y calificándola intrínsecamente en un período del camino místico, aunque no es coextensiva con ella, pues, aparte de que el Santo habla de “contemplación unitiva” (N 2,23,14) y de la “suma contemplación” (S 2,4, tít.; CB 13,2), se refiere a la “contemplación ya clara y beatífica” (C 39,13) de los bienaventurados, y a tantos períodos en los que se experimenta luminosa y sabrosamente. La contemplación, la acción de Dios, es luz.

También cabe notar la reiterada aproximación, hasta la identificación, que establece entre contemplación y mística teología (cf. S 2,86; N 2,5,1; 12,5; 17,2; 20,6; CB 39,12), lo que, además de señalar el aspecto de oscuridad y purificación, abre y profundiza con más claridad el significado de la contemplación en la experiencia y en la palabra del Doctor místico, como vamos a ver a continuación. Aunque antes quiero dejar constancia también de la frecuente aproximación entre  fe y contemplación, tanto en su dimensión purificativa como unitiva, en su significación de “camino” y de culminación. Así escribe: “En deleites de mi pura contemplación y unión con Dios, la noche de la fe será mi guía” (S 2,3,6). Cuanto en el libro segundo de Subida dice de la fe, lo atribuye a la contemplación en los libros de Noche. Muy particularmente los efectos de purificación y unión de la noticia general amorosa, o ciencia amorosa, con las que presenta la fe y la contemplación.

“La contemplación infusa” (N 1,10,6), o “esta noche oscura es una influencia de Dios en el alma, que la purga de sus ignorancias e imperfecciones habituales, naturales y espirituales, que llaman los contemplativos contemplación infusa o mística teología, en que de secreto enseña Dios al alma y la instruye en perfección de amor, sin ella hacer nada ni entender cómo. Esta contemplación infusa, por cuanto es sabiduría de Dios amorosa, hace dos principales efectos en el alma, porque la dispone purgándola e iluminándola para la unión de amor con Dios” (N 2,5,1).

Empiezo destacando las palabras en cursiva: “sabiduría de Dios amorosa”: “La teología mística, que es ciencia secreta de Dios, que llaman los espirituales contemplación, la cual es muy sabrosa, porque es ciencia por amor” (CB 27,5). Así también en N 2,12,4 donde afirma que “nunca da Dios sabiduría mística sin amor, pues el mismo amor la infunde”, que por eso se llama “sabiduría secreta, la cual… se comunica e infunde en el alma por amor, lo cual acaece secretamente a oscuras de la obra del entendimiento y de las demás potencias” (N 2,17,2).

Tenemos, pues, reafirmado y bien subrayado el elemento noético, cognoscitivo de la contemplación infusa. La contemplación “es noticia y amor divino junto, esto es, noticia amorosa” (LlB 3,32; N 2,12,4). “Hablando ahora algo más sustancialmente de esta escala de contemplación, diremos que la propiedad principal por qué aquí se llama escala es porque la contemplación es ciencia de amor … noticia infusa de amor” (N 2,18,5); por ella Dios “le comunica esta ciencia e inteligencia por amor” (CB 27,5). Muy frecuentemente escribe el Santo que Dios instruye al alma “en perfección de amor” (N 2,5,1), que la enseña “a amar pura y libremente sin interés” (CB 38,4). La contemplación –“abismo de sabiduría”–, mete al alma “en las venas de la ciencia de amor” (N 2,17,6). El amor es la causa de este conocimiento: “le va el amor enseñando lo que merece Dios” (N 2,19,3), “el amor es el maestro” de esta ciencia (CB 27,5). Esta ciencia “es sobrenatural” (CB 26,13.16). Y en ella “siempre puede entrar más adentro”, pues Dios es inmenso (CB 36,10; cf. Po 8).

La contemplación adentra en el conocimiento de Dios y de sí mismo. “Para conocer a Dios y a sí mismo, esta noche oscura es el medio”. Y añade a continuación “aunque no con la plenitud y abundancia que en la otra del espíritu, porque este conocimiento es como principio de la otra” (N 1,12,6). Conocimiento de la “grandeza y excelencia de Dios” (N 1,12,4), “de la excelencia de Dios en sí y en sus criaturas” (CB 15,26), “grandes y admirables novedades y noticias extrañas alejadas del conocimiento común que el alma ve en Dios” (ib. 8), “levantado (el entendimiento) con extraña novedad sobre todo natural entender a luz divina”, “es abismo de noticia de Dios la que posee” (CB 15,24).

Y, al mismo tiempo, conocimiento de sí. “De su miseria”, precisa el Santo refiriéndose a esta etapa purificadora de la “oscura contemplación” o “noche”. Conocimiento de su realidad moral, que subraya como experiencia fuerte, envolvente de este período del  camino espiritual. Con progresiva profundidad en la percepción y en la consiguiente experiencia dolorosa de su situación personal antes desconocida. Una experiencia que termina con un “antes” en el que tenía “tan poco conocida su bajeza y miseria” (N 1,6,4), o sólo tenía “cierta manera de conocimiento de su miseria” envuelta “de oculta estimación y satisfacción de sí mismo” (S 3,9,2).

Este “conocimiento de sí y de su miseria”, dice, ya desde el prólogo de Subida, que es “la mayor pena” que experimenta (5), al mismo tiempo que “el primer provecho” que “causa esta seca y oscura noche de contemplación” (N 1,12,2). Subraya que “sólo conoce su miseria y la tiene delante de sus ojos” (N 1,12,8; LlB 1,19.23; N 2,6,4; 7,3.7).

Matiza, marcando bien los tiempos y la intensidad de este conocimiento de la propia miseria, que “esta luz divina siempre es luz”, aunque no siempre la experimente así “luego que embiste en ella (el alma), como lo hace después”. Las tinieblas y males son del alma, no de la luz divina “que la alumbra para que lo vea”. “Pero con ella no puede ver el alma primero sino lo que tiene más cerca de sí, que son sus tinieblas o miserias”, que “antes no las veía, porque no daba en ella esta luz sobrenatural” (N 2,13,10; cf. 14,3; LlB1,23).

Siempre a la luz de los “dos contrarios”, afirmará que “conviene mucho y es necesario” que antes de gozar de las “grandezas de esta noche”, “la aniquile y deshaga primero en sus bajezas” (N 2,9,2.4); que “el mismo Dios que quiere entrar en el alma por unión y transformación de amor es el que antes está embistiendo en ella y purgándola” (LlB 1,25). Es una profunda inmersión “en el conocimiento de sus males y miserias” (N 2,5,5), en “las potencias del alma”, en lo profundo de su ser (LlB 1, 20). Bajo la potente luz de la contemplación el alma “se siente estar deshaciendo y derritiendo” (N 2,6,1). De ahí arranca el lacerante sentimiento que tienen “por qué ser aborrecidos y desechados de Dios con mucha razón para siempre” (N 2,7,7; 9,7).

Si el peso del propio conocimiento recae sobre el  pecado y miseria, no por eso J. de la Cruz deja de insinuar y dejar constancia de que “esta noche” es “encubridora de las esperanzas de la luz del día” (N 2,9,8) que si “oscurece al espíritu, es para ilustrarle y darle luz” (ib. tít), que si sufre es por la “flaqueza e imperfección que entonces tiene el alma, y disposiciones que en sí tienen, y contrarios para recibirlos” [los efectos positivos de la contemplación] (n. 11). Efectos que ya produce aunque todavía no los experimente quien padece esta infusión divina. A intervalos se tendrá la experiencia de “abundancia y bonanza”, auténtica “fiesta” de la comunión con Dios (N 2,18,3), pues el  Espíritu Santo “aspira” por el huerto del alma y hace que “corran sus olores” de las flores de las virtudes (CB 17,4-7), que preanuncia “la fiesta del Espíritu” (LlB 1,9) en la que “anda interior y exteriormente” el alma “en conocimiento de su feliz estado” (LlB 2,36; cf. CB 39,8-10).

La luz contemplativa da al alma un conocimiento “también de la grandeza y excelencia de Dios”, “le va … instruyendo en su divina sabiduría” (N 1,12,4) o, en general, como afirma igualmente el Santo en este texto, por la purificación “queda limpio y libre el entendimiento para conocer la verdad”. Purificada, la persona reconoce que Dios, mirándola, la ha hecho “agradable a sus ojos, y digna de ser vista” por él, y, también, que ella “mereció” “adorar lo que en ti vían”: “beneficios innumerables que de él había recibido”, y “a cada paso recibe” (CB 32,7-9). Mirada que lleva al alma a la profundidad de la visión de Dios desbordantemente gratuito, desmedido en sus dones, que contrasta más, si cabe, sobre el trasfondo de su pobreza ontológica y moral: ve “que de su parte ninguna razón hay ni la puede haber para que Dios la mirase y engrandeciese, sino sólo de parte de Dios, y ésta es su bella gracia y mera voluntad”. Por eso, se atribuye “a sí su miseria y al Amado todos los bienes que posee” (CB 33,2).

IV. Discernimiento

Justamente sobre esta línea del don de Dios que hace posible el amor a Dios y del centramiento en él que va operando la contemplación abundará J. de la Cruz para discernir la  “gracia” que es esta realidad y esta experiencia purificadora. Puede servirnos de guía la afirmación genérica que avanza apenas ha empezado a mostrar la situación moral de la persona que ha entrado en la primera noche purificadora, la del sentido. Escribe: “Cuando el alma entrare en la noche oscura, todos estos amores pone en razón” (N 1,4,8). En este amor que la contemplación purificadora “pone en razón” insiste el Santo para discernir la verdad y el alcance del cambio interior que empieza a producirse con la primera forma de purificación pasiva, la del “sentido”.

He recordado anteriormente que la contemplación, desde la inicial hasta su culminación, es una acción de Dios, contemplación “infusa”. Si es de Dios, y Dios es amor, tiene que ser comunicadora de bienes, del gran bien del amor de Dios que, por la respuesta fiel de la persona, se convertirá en amor a Dios. Y ya recordé también que en la contemplación “muda Dios los bienes y fuerza del sentido al espíritu” (N 1,9,4). Y que este cambio es “la causa de la sequedad” que experimenta quien padece esta acción de Dios (ib.). Una sequedad que, si proviene de Dios, “tiene consigo ordinaria solicitud con cuidado y pena … de que no sirve a Dios”. Añade a continuación una aclaración que resalta más la verdad de la nueva experiencia de sequedad: “Y ésta, aunque algunas veces sea ayudada de la melancolía u otro humor, como muchas veces lo es, no por eso deja de hacer su efecto purgativo del apetito … aunque la parte sensitiva está muy caída y floja y flaca para obrar por el poco gusto que halla, el espíritu, empero, está pronto y fuerte” (N 1,9,3). Vuelve sobre esto en los números siguientes reafirmando que “el espíritu que recibe el manjar anda fuerte y más alerto y solícito que antes” (4); “el espíritu … siente la fortaleza y brío para obrar en la sustancia que le da el manjar interior” (6). Es el efecto de la contemplación que, “habiendo purgado algo el sentido…, va ya encendiendo en el espíritu este amor divino” (ib. 11,2). La contemplación purgativa le afina el amor, se lo gratuiza, hace “al alma andar con pureza en el amor de Dios, pues ya no se mueve a obrar por el gusto y sabor de la obra … sino sólo por dar gusto a Dios (N 1,13,12.5). “Es tan grande el amor de estimación que tiene a Dios, aunque a oscuras sin sentirlo ella, que no sólo eso, sino que se holgaría de morir muchas veces por satisfacerle” (N 2,13,5).

Insiste en Subida, siempre con el mismo estribillo: “Sin saber el alma cómo ni de dónde le viene”, crece el amor, aquí, en este contexto, vinculado a la fe, y no a la contemplación como sucede en Noche: “Porque, aunque es verdad que la memoria de ellas (las gracias místicas) incita al alma a algún amor de Dios y contemplación, pero mucho más incita y levanta la pura fe y desnudez a oscuras de todo eso” (2,24,8). Se arraiga más la fe y, por tanto, el amor y la esperanza. Amor no percibido, pero real y más fuerte y limpio que antes: “Pero este amor algunas veces no lo comprende la persona ni lo siente, porque no tiene este amor su asiento en el sentido con ternura, sino en el alma con fortaleza y más ánimo y osadía que antes” (ib. 9; cf 26,7; 29,5-6). Un extraordinario y espléndido capítulo dedica a este amor, fruto de la contemplación, con el siguiente título: “Cómo el alma, por fruto de estos rigurosos aprietos, se halla con vehemente amor” (N 2,11). De este amor, o “inflamación de amor” dice que es “muy diferente” de la que se produjo en la contemplación inicial o noche pasiva del sentido (n. 1), “diferentísima” (ib. 13,4). Escribe que en “esta inflamación de amor en el espíritu…, Dios tiene recogidas todas las fuerzas, potencias y apetitos del alma, así espirituales como sensitivas … no desechando nada del hombre ni excluyendo cosa suya de este amor” (N 2, 11,4).

En general, el Santo habla de “innumerables bienes”, de “tantos bienes” (N 1,11,4), de “estos provechos … y otros innumerables” (ib. 13,10), de “sabrosos efectos” (N 2,13,1), de “bienes … inestimables” (LlB 3, 40.39.56). Tanto en N 1,11-13, como en N 2, 11-25 habla de los frutos y propiedades dichosas de la contemplación. Siempre guiado por un principio que enuncia así: en la medida que se opera la purificación de todos sus “miserias y males”, el contemplativo “tendrá ojos para que esta luz le muestre los bienes de la luz divina” (N 2,13,10).

V. Comportamiento

Frecuentemente J. de la Cruz dice que la entrada en la noche oscura de la contemplación comporta la experiencia de una “gran novedad” (N 1,8,3); y que esta “novedad del trueque”, unida al hábito gustoso de la forma oracional anterior (ib. 9,4), alimenta la tentación de volver atrás (ib. 10,2) pensando que “no hace nada” (Ib. 10,1) y que “pierde el tiempo” (n. 5).

Aparte cuanto he dicho más arriba sobre el comportamiento en el acto de la contemplación, aquí me limitaré a recordar la llamada del Santo a “perseverar con paciencia y humildad” (N 1,6,6; 10,3; 13,5), “con grande constancia y paciencia” (LlB 2,30), “con mayor constancia y fortaleza” para ir adelante no sucumbiendo ni hurtando el cuerpo “a los primeros trabajos y mortificaciones” (LlB 2,27). “Sufriendo con paciencia su purgación” que comporta la experiencia más humillante de impotencia para hacer nada, pues “ni puede levantar afecto ni mente a Dios, ni le puede rogar” (N 2,8,1), y la más sola soledad de todos: “ningún medio ni remedio le sirve ni aprovecha para su dolor” (N 2,7,3).

VI. Contemplación: encuentro interpersonal

La realidad se impone a las sospechas siempre amenazantes también en el campo de la contemplación. La realidad en la experiencia y palabra del Doctor místico es que la contemplación es un encuentro de personas, Dios y el creyente, y la sospecha recae sobre el posible platonismo que se cierne sobre la contemplación sanjuanista.

El Santo sentenció que la persona no ha de llevar “otro arrimo a la oración sino la fe y la esperanza y la caridad” (Av 118). Es la respuesta de quien sabe que la fe, don de Dios, “en sí encierra y encubre la figura y hermosura del Amado” (CB 12,1), o que “Dios es la sustancia de la fe” (CB 1,10). La oración es respuesta de comunión a quien en la fe se nos ofrece y nos llama a su compañía. En dos versos grávidos ha expresado J. su experiencia y comprensión de la contemplación. Concluye la sexta estrofa del poema de la Noche diciendo: “En mi pecho florido, /que entero para él solo se guardaba. Y en la décima del Cántico escribió con pasión de enamorado: “Y véante mis ojos, / pues eres lumbre dellos, / y sólo para ti quiero tenellos. A estos textos puede añadirse los versos y comentario de la canción 27 de Cántico, en donde habla de la entrega mutua, “él a ella … y ella a él, entregándose ya toda de hecho, sin ya reservar nada para sí ni para otro” (3).

La contemplación es concentración amorosa mutua, encuentro de dos que se buscan: “Si el alma busca a Dios mucho más la busca su Amado a ella” (LlB 3,28); comunión de vida, movimiento de la persona a la Persona. Dejó bien formulada esta realidad en la carta a una carmelita descalza: “La quiere el Señor, porque la quiere bien, bien sola, con gana de hacerle él toda compañía. Y será menester que advierta en poner ánimo en contentarse sólo con ella” (Ct a Leonor de san Gabriel: 8.7.1589).

BIBL. — ANTONIO QUERALT, “Meditazione e contemplazione: Ignazio di Loyola e Giovanni della Croce. Due pedagogie spirituali”, en AA. VV., Dottore mistico. San Giovanni della Croce. Simposio nel IV Centenario della sua morte, Roma, Teresianum, 1992, 235-281; JOAQUIN GARCIA PALACIOS, Los procesos de conocimiento en San Juan de la Cruz, Ed. Universidad Pontificia de Salamanca, Salamanca, 1992; MAXIMILIANO HERRAIZ, “Contemplazione, en Dizionario di Mistica, Libreria Editrice Vaticana, 1998, p. 345-348. Id. Espiritualidad y contemplación, SM, Madrid, 1994; Id. “La oración, experiencia teologal, en AA. VV. Experiencia y pensamiento en San Juan de la Cruz, EDE, Madrid 1990, p. 195-223.

Maximiliano Herráiz

Conocimiento

Como en tantos otros puntos básicos de su filosofía, J. de la Cruz sigue la doctrina escolástica basada en la teoría de la abstracción. La da por descontada sin detenerse a explicarla ni exponerla directa y sistemáticamente. Es uno de los fundamentos de su sistema de pensamiento, que el lector debe tener siempre presente. Lo afirma explícitamente al “declarar” el “fin y el estilo que Dios tiene” en comunicarse a las almas. Hay que recordar tres cosas: que “las obras que son hechas, de Dios son ordenadas”; que Dios “dispone todas las cosas con suavidad”; que “Dios mueve todas las cosas al modo de ellas”. Siendo esto así –añade el Santo– “está claro que para mover Dios al  alma y levantarla” a su divina  unión lo ha de hacer “ordenada y suavemente y al modo de la misma alma” (S 2,17,2).

En la explicación de este “modo” J. de la Cruz se apela a la mencionada teoría abstractiva del conocimiento: “Como quiera que el orden que tiene el alma de conocer sea por las formas e imágenes de las cosas criadas, y el modo de su conocer y saber sea por los sentidos, de aquí es que para levantar Dios al alma al sumo conocimiento, para hacerlo suavemente ha de comenzar y tocar desde un fin a otro fin y extremo de los sentidos del alma, para así irla llevando al modo de ella hasta el otro fin de su sabiduría espiritual, que no cae en sentido. Por lo cual, la lleva primero instruyendo por formas e imágenes y vías sensibles a su modo de entender, ahora naturales, ahora sobrenaturales, y por discursos, a ese sumo espíritu de Dios” (S 2,17,3).

En estos principios se basan precisamente los esquemas propuestos para organizar las diversas formas de conocimiento con sus correspondientes aprehensiones, especies, formas, ideas o noticias (términos sustancialmente idénticos en su pluma) en los sentidos exteriores e interiores y en las potencias del alma. Aunque el conocimiento pertenece directamente al entendimiento, en cuanto activo y pasivo o posible (CB 1415-14; 39,14), exige interconexión con las otras potencias, extendiendo el cuadro noématico también a la memoria y a la voluntad, por lo menos en el plano de la mística (S 2,10; 3,2; 3,16, etc.).

I. Grados y formas

En su sentido más amplio conocimiento es lo mismo que  noticia o novedad, que ilumina y enriquece la inteligencia. Conocer es ver con el entendimiento a semejanza de lo que sucede con la vista corporal del ojo; ver claro es lo propio del entendimiento (S 2,26,11), como amar lo es para la voluntad. La correlación entre conocer y amar, conocimiento y amor, engloba toda la actividad humana. Esta se explicita en dos planos distintos, pero convergentes y complementarios: uno  natural y otro  sobrenatural. Sobrenatural para J. de la Cruz es todo aquello que supera la capacidad natural del hombre en todas sus dimensiones y niveles. Para el conocimiento natural “basta tener el ánimo libre de las pasiones del alma” (S 2,21,8).

El conocimiento, por razón de su objeto y de su procedencia, es material o espiritual, sensitivo o intelectual. En el vocabulario sanjuanista se contraponen también el conocimiento natural y el conocimiento espiritual. Este se toma en doble sentido: como descubrimiento del valor espiritual de las cosas (S 2,26,12) y como “conocimiento de espíritus”, correspondiente a la categoría tradicional del “discernimiento de espíritus”, es decir, la gracia “gratis data” o carisma paulino (S 2,26,12.14).

El conocimiento sobrenatural comprende todas las noticias o inteligencias recibidas infusamente de Dios; se compendian, en cierto sentido, en la contemplación mística. Los esquemas generales sobre las “aprehensiones sobrenaturales” recogen todas las formas concretas estudiadas analíticamente por J. de la Cruz (S 2,10; 3,2; 3,16-17). Asumiendo formulaciones de la tradición patrística, especialmente agustiniana, distingue dos formas de acceder al conocimiento de Dios y sus misterios: la noticia matutina y esencial, que es conocimiento en el Verbo, y la noticia vespertina, “que es sabiduría de Dios en sus criaturas y obras y ordenaciones admirables” (CB 36,6; cf. 37,2.4.6-8; 39,2.6). La misma idea, con otras expresiones menos técnicas, aparece en el texto siguiente: “Conocer por Dios las criaturas, y no las criaturas por Dios, que es conocer los efectos por su causa y no la causa por los efectos, que es conocimiento trasero, y esotro esencial” (LlB 4,5).

Repetida con insistencia la correlación entre conocer y amar, conocimiento y amor, J. de la Cruz adopta postura decidida en la vieja discusión sobre la posibilidad de amar sin conocer. En tres ocasiones se plantea el problema resolviéndolo siempre en el mismo sentido. Conoce que hay opiniones contrastantes, pero mantiene firme su tesis: “Es de saber, acerca de lo que algunos dicen que no puede amar la voluntad sino lo que primero entiende el entendimiento, hase de entender naturalmente, porque por vía natural es imposible amar si no se entiende primero lo que se ama; mas por vía sobrenatural bien puede Dios infundir amor y aumentarle sin infundir ni aumentar distinta inteligencia” (CB 26,8). Esta tesis formulada ya en la primera redacción del CE (CA 17,6) permanece inalterada en los escritos posteriores (N 2,17,7) hasta en la segunda escritura del CE y de la Llama.

El paralelismo con el texto copiado del CB es perfecto, aunque el contexto literario es notablemente diferente: “Dirás que si el entendimiento no entiende distintamente, la voluntad estará ociosa y no amará … La razón es porque la voluntad no puede amar si no es lo que entiende el entendimiento. Verdad es esto, mayormente en las operaciones y actos naturales del alma, en que la voluntad no ama sino lo que distintamente entiende el entendimiento, pero en la contemplación de que vamos hablando, por la cual Dios… infunde de sí en el alma, no es menester que haya noticia distinta, ni que el alma haga actos de inteligencia; porque en un acto le está Dios comunicando luz y amor juntamente, que es noticia sobrenatural amorosa, que podemos decir es como luz caliente, que calienta, porque aquella luz juntamente enamora” (LlB 3,49). Es oportuno recordar que la doctrina sobre la “noticia general confusa y amorosa” es punto clave en la síntesis sanjuanista.

II. Plano espiritual: el conocimiento propio

Lo que interesa a J. de la Cruz en materia de conocimiento no es disertar sobre la problemática filosófica del mismo, sino señalar pedagógicamente lo que representa y vale el “conocimiento de sí y de las cosas” para ir al conocimiento de Dios. Lo demás es simple soporte explicativo y justificativo. En el ámbito espiritual, que le es propio, el Santo arranca de la idea agustiniana del conocimiento propio como paso previo al conocimiento de Dios. Una vez que el alma está bien dispuesta para ir a Dios tiene que ahondar “en el conocimiento de sí, que es lo primero que tiene que hacer para ir al conocimiento de Dios” (CB 4,1). Del conocimiento de sí, asegura en otra parte, “como de fundamento sale esotro conocimiento de Dios, que por eso decía san Agustín a Dios: ‘Conózcame yo, Señor a mí, y conocerte he a ti” (N 1,12,5).

Otro escalón o paso sucesivo en el acercamiento a Dios es “la consideración de las criaturas … para ir conociendo a Dios, considerando su grandeza y excelencia por ellas” (ib.) . La autoridad paulina (Rom.1,20) le sirve para demostrar cómo a través de la creación se llega al conocimiento del Creador, confirmándolo de nuevo con la doctrina agustiniana, según la cual “la pregunta que el alma hace a las criaturas es la consideración que en ellas hace del Criador de ellas” (ib. y toda la canción 4ª).

El autoconocimiento conduce necesariamente a comprender la infinita distancia que separa al hombre de Dios. Solamente el amor puede salvar tal distancia, pero a condición de que supere todo egoísmo y se vuelva entero en Dios. La correlación entre el puro amor de Dios y el propio conocimiento queda formulada así: “El estado de perfección, que consiste en perfecto amor de Dios y desprecio de sí, no puede estar sino en estas dos partes: que es conocimiento de Dios y de sí mismo”. Por lo tanto –razona J. de la Cruz– “de necesidad ha de ser el alma ejercitada primero en el uno y en el otro” (N 2,18,4).

Como quiera que el conocimiento de sí lleva a la constatación de la propia miseria, afinando la sensibilidad espiritual, por necesidad causa pena, aflicción y tormento, convirtiéndose en instrumento de purificación (S pról. 5). Contrario a éste es el autoconocimiento superficial, que termina “en propia estimación y vana presunción”, como acontece en quienes “piensan que basta cierta manera de conocimiento de su miseria, estando juntamente con esto llenos de oculta estimación y satisfacción de sí mismos, agradándose más de su espíritu y bienes espirituales que del ajeno, como el fariseo” (S 3,9,2).

El empeño activo en el propio conocimiento sirve para purificar la autoestima, pero la catarsis auténtica es más bien fruto de la acción divina. “Este es el primero y principal provecho que causa esta seca y oscura noche de contemplación: el conocimiento de sí y de su miseria” (N 1,12,2). Ese radical reconocimiento no se consigue hasta que no llegan las pruebas permitidas o enviadas por Dios. Hasta entonces el hombre no conoce la auténtica verdad de sí, porque en el tiempo de fiesta, cuando encuentra en Dios “mucho gusto y consuelo y arrimo”, anda muy satisfecho y contento, pareciéndole que en algo sirve al Señor; “porque esto, aunque entonces expresamente no lo tenga en sí, a lo menos en la satisfacción que halla en el gusto, se le asienta algo de ello y ya puesta en estotro traje de trabajo, de sequedad y desamparo, oscurecidas sus primeras luces, tiene más de veras éstas en esta tan excelente y necesaria virtud del conocimiento propio, no se teniendo en nada ni teniendo satisfacción ninguna de sí; porque ve que de suyo no hace nada ni puede nada” (N 1,12,2).

Con razón afirma J. de la Cruz que los provechos espirituales más exquisitos de la purificación, “como de su fuente y origen del conocimiento propio proceden” (ib). Su acción directa es destruir la soberbia, alumbrando la verdadera humildad (S 2,12,7.8). Todo el proceso catártico se identifica o concentra, hasta cierto punto, en esa labor de la llama consumiendo cualquier resabio de vanagloria. Hasta llegar a la verdadera unión de amor, cuando esa llama, “reficionadora y pacífica”, es para el alma “consumidora y argüidora, haciéndola desfallecer y penar en el conocimiento propio”, porque la “pone miserable y amarga en luz espiritual que le da de propio conocimiento” (LlB 1,19).

En la visión sanjuanista todo está relacionado a la “noche” como proceso catártico que culmina en la luz, ya que “alumbra Dios al alma, no sólo dándole conocimiento de su bajeza y miseria … sino también de la grandeza y excelencia de Dios” (N 1,12,4). Solamente el alma purificada por el propio conocimiento “tendrá luz para ver y conocer los bienes de Dios” (N 2,13,10). Advierte el Santo que por muy alto que sea ese conocimiento en esta vida será muy remoto y lejano en comparación con el de la otra (CB 1,7.11; 6,5; LlB 4,17).

Eulogio Pacho

Ciervo

Entre los símbolos sanjuanistas procedentes del bestiario, el del ciervo tiene relativa amplitud y variedad de connotaciones. Arrancan de la Biblia (Sal 42,2-3; Cant 2,7: 2,9; 3,5) con citas explícitas, pero se colorean con las figuraciones de la literatura profana. Excepto la cita bíblica de la Noche (2,20,1), el símil del ciervo es exclusivo del Cántico y de la Llama; en ésta con sólo tres presencias. En realidad, la referencia de Noche procede del apócrifo tomista De decem gradibus amoris, donde se dice que el “ciervo es raudo”. Sin embargo, la ampliación del Santo acoge una de las facetas del símil más repetidas en el Cántico. Las variantes principales del simbolismo del ciervo son las siguientes.

a) La más general se limita a destacar la “ligereza” o “presteza” del ciervo en su huida en busca de seguridad y soledad. Es la aplicación a Dios,

Esposo del alma, que ha huido de ella con presteza de ciervo (“como el ciervo huiste”), cuando la esposa creía tenerle ya presente (CB 1,15-16.19). El alma ha quedado herida de su amor y decide salir en su busca. Es oportuno notar que en este caso no se establece relación simbólica entre la herida del alma y la presteza o velocidad del ciervo, precisamente por la inversión de planos. Lo habitual o normal es que el ciervo-cierva se identifique con el  alma, no con Dios, como sucede en las otras aplicaciones.

b) La segunda establece precisamente la relación ciervo / cierva-alma. Cuando ésta se halla herida o “tocada de la yerba del amor”, se encuentra en la misma situación que el ciervo “cuando está herido con yerba: no descansa ni sosiega, buscando por acá y por allá remedios, ahora engolfándose en unas aguas, ahora en otras … así el alma que está tocada del amor” (CB 9,1). Prolongando esta versión del símbolo, añade en otros lugares que la búsqueda del agua refrigeradora se hace “con gran prisa”, a toda velocidad (CB 13,9; LlB 3,19), la misma que siente el alma de hallar al Amado.

c) Íntimamente relacionada con esta versión del símbolo está otra, según la cual el ciervo tiene la “propiedad de subirse a los lugares altos” (CB 13,9), por lo cual puede representar a Dios cuando comienza a mostrarse al alma por la contemplación (CB 13,2), ya que ésta es precisamente como un “otero” o “puesto alto por donde Dios en esta vida se comienza a comunicar al alma y mostrársele, mas no acaba” (CB 13,10).

d) La versión más alejada del núcleo a que hacen referencia las anteriores aplicaciones es la que establece comparación entre la potencia o tendencia concupiscible y el ciervo. La potencia del apetecer –escribe el Santo– tiene dos efectos: uno de cobardía y otro de osadía. “Los efectos de cobardía ejercita cuando las cosas no las halla para sí convenientes, porque entonces se retira, encoge y acobarda. Y en estos efectos es comparada a los ciervos; porque así como tienen esta potencia concupiscible más intensa que otros animales, así son más cobardes y encogidos” (CB 20-21,6).

Mientras las anteriores figuraciones sanjuanistas hallan refrendo contextual en la Biblia y en la tradición literaria profana, especialmente el “topos” del ciervo herido con la flecha-yerba envenenada, no ha podido localizarse fuente alguna que explique esta última figuración. Es chocante la afirmación sanjuanista de que el ciervo tiene más intensa la “potencia concupiscible” que otros animales.

BIBL. — CISTÓBAL CUEVAS, “El bestiario simbólico en el Cántico espiritual”, en el vol. Simposio sobre san Juan de la Cruz, Ávila 1986, p. 183-185.

Eulogio Pacho

Ciencia

La noción general que subyace en los escritos sanjuanistas concuerda con la propuesta por la tradición escolástica. No ofrece, por ello, una exposición directa y sistemática. Aporta algunos matices peculiares que conviene tener en cuenta para la comprensión de su síntesis.

Ante todo, que relaciona y contrapone frecuentemente ciencia a  experiencia y a sabiduría (S, pról. 1.3; LlB 1,5, etc.), aludiendo al diferente mecanismo del conocimiento en cada una de estas categorías: intuición en la experiencia, especial infusión en la sabiduría y discurso o razonamiento en la ciencia. En los tres casos se trata de un enriquecimiento del entendimiento.

En otro sentido, la ciencia se presenta como luz o iluminación del mismo entendimiento. Es natural si no interviene elemento alguno que sobrepase la capacidad del hombre; al conocimiento o ciencia natural se contrapone la luz proveniente de la fe, que es conocimiento sobrenatural (S 2,3,1.3.4). Aunque puede hablarse de un “don de ciencia” natural, cuando se entiende en su recto sentido, habitualmente se trata de un don sobrenatural, una gracia “gratis data” (S 3,30,14).

La contraposición entre ciencia y fe se establece en razón de su procedencia u origen, ya que el contenido de la fe se resuelve en última instancia en luz y conocimiento. Tomando postura decidida en el viejo problema de la relación entre el amor y el conocimiento, afirma el Santo que en el plano sobrenatural basta “la fe infusa por ciencia de entendimiento, mediante la cual infunde Dios caridad y la aumenta, y el acto de ella, que es amar más, aunque no aumente la noticia” (CB 26,8).

En el mismo plano del conocimiento sobrenatural, sanjuanísticamente puede considerarse ciencia la contemplación mística, que “es ciencia de amor, la cual … es noticia infusa de Dios amorosa” (N 2,17,6). Como es sabido, la doctrina sobre la  noticia amorosa domina el panorama del magisterio sanjuanista. Sus abundantes variaciones en todas las obras no alteran la visión fundamental de esa gozosa realidad hecha de luz y amor (CB 25,5; 27,5; 36,10.13). En cuanto sabiduría mística pertenece al ámbito de la fe, por lo mismo, es “un entender no entendiendo” (CB 26, 8.13.16). Implica un proceso noético o cognoscitivo diverso del natural (CB 1415,14; 39, 12-134) y se vuelve sabiduría de Dios, es decir, visión de las cosas a la luz de Dios. Frente a ella, la sabiduría del mundo es pura ignorancia (CB 26,13-17).

A fin de cuentas, es a este supremo saber a lo que ha de conducir, en la óptica sanjuanista, toda ciencia humana, porque “delante de lo que es saber a Dios”, todo lo demás “es como no saber, porque donde no se sabe a Dios, no se sabe nada” (CB 26,13).

Eulogio Pacho

Centro

En el vocabulario sanjuanista el centro sustituye a lo que en la tradición mística de Occidente, especialmente norteña, suele designarse con el término “hondón”, traducido por el Santo habitualmente por “fondo” o “más profundo centro”. Siguiendo las teorías físicas de su tiempo, tal como las había codificado la escolástica, el centro se relaciona natural y necesariamente con la “esfera”, y corresponde al punto en el que convergen todos los radios. En la esfera del cosmos todo tiende naturalmente al centro, como la piedra que rueda o el fuego que “siempre sube hacia arriba, con apetito de engolfarse en centro de su esfera” (N 2,20,6).

Estas ideas elementales, trasladadas al ámbito espiritual, le sirven a J. de la Cruz para ilustrar su doctrina. Arranca de una definición descriptiva del centro: “En las cosas, aquello llamamos centro más profundo que es a lo que más puede llegar su ser y virtud y la fuerza de su operación y movimiento, y no puede pasar de allí” (LlB 1,11). La fuerza y movimiento impulsan naturalmente las cosas hacia el centro, cualquiera que sea su dirección: “Así como el fuego o la piedra que tiene virtud y movimiento natural y fuerza para llegar al centro de su esfera, y no pueden pasar de allí ni dejar de llegar ni estar allí, si no es por algún impedimento contrario o violento”. Prosigue la ejemplificación con estas observaciones: “Según esto, diremos que la piedra, cuando en alguna manera está dentro de la tierra, aunque no sea en lo más profundo de ella, está en su centro de alguna manera, porque está dentro de la esfera de su centro y actividad y movimiento, pero no diremos que está en el más profundo de ella, que es el medio de la tierra; y así siempre le queda virtud y fuerza e inclinación para bajar y llegar hasta el más último y profundo centro, si se le quita el impedimento de delante, y, cuando llegare y no tuviere de suyo más virtud e inclinación para más movimiento, diremos que está en el más profundo centro suyo” (LlB 1,11).

Habiendo advertido poco antes el Santo que “el alma, en cuanto espíritu, no tiene alto ni bajo, ni más profundo, ni menos profundo en su ser, como tienen los cuerpos cuantitativios” (ib. n. 10), se ve obligado a justificar su apelación a este vocabulario; insiste por ello en la diferencia entre el espíritu y los cuerpos físicos. En el alma no hay partes, “no tiene más diferencia dentro que fuera, que toda ella es de una manera y no tiene centro de hondo y menos hondo cuantitativo; porque no puede estar en una parte más ilustrada que en otra, como los cuerpos físicos, sino toda de una manera, en más o en menos, como el aire que todo está de una manera ilustrado y no ilustrado en más o en menos” (LlB 1,10).

La posibilidad de adaptar el léxico de la física al espíritu y la validez del mismo está precisamente en la idea del centro del alma. “El centro del alma es Dios, al cual cuando ella hubiere llegado, según toda la capacidad de su ser y según la fuerza de su operación e inclinación, habrá llegado al último y más profundo centro suyo en Dios” (LlB 1,12). Estirando la analogía con lo que antes dijo del más o menos profundo centro de los cuerpos físicos, añade: “Cuando no ha llegado a tanto como esto, cual acaece en esta vida mortal (en que no puede el alma llegar a Dios según todas sus fuerzas) aunque esté en su centro, que es Dios, por gracia y por comunicación suya que con ella tiene, por cuanto todavía tiene movimiento y fuerza para más, no está satisfecha, aunque esté en el centro, no empero en el más profundo, pues puede ir todavía al más profundo de Dios” (ib.). Se repite, en el fondo, la idea agustiniana del “amor meus, pondus meus”.

Que mientras peregrina en el mundo, el alma pueda ir siempre más hacia Dios, su centro, se explica precisamente porque nunca se agota esa fuerza y virtud, que es el amor. Lo señala explícitamente J. de la Cruz: “Es de notar que el amor es inclinación del alma y la fuerza y virtud que tiene para ir a Dios, porque mediante el amor se une el alma con Dios, y así cuantos más grados de amor tuviere, tanto más profundamente entra en Dios y se concentra con él. De donde podemos decir que cuantos grados de amor de Dios el alma puede tener, tantos centros puede tener en Dios, uno más adentro que otro” (ib. 13).

Partiendo de estas ideas fundamentales, J. de la Cruz abunda en aplicaciones espirituales y comparaciones ilustrativas. Una de las más frecuentes es la del amor y el fuego. Asumiendo la tradición que asimilaba ambas cosas, repite el símil del fuego, que busca su centro subiendo hacia arriba, como el amor impulsa al alma hacia Dios (N 2,20,6). Más gráfica es otra comparación: la de la piedra rodando veloz al centro de la tierra. Cuando el amor del alma es intenso y refinado “está con aquella gran fuerza de deseo abisal por la unión con Dios”. En este trance, “cualquier entretenimiento le es gravísimo y molesto; bien, así como a la piedra, cuando con gran ímpetu y velocidad va llegando hacia su centro, cualquier cosa en que topase y la entretuviese en aquel vacío le sería violenta” (CB 17,1 y 12,1).

Cierta “violencia” experimenta siempre el alma en esta vida, aunque la llama del amor “hiera en su más profundo centro”. Es el  Espíritu Santo el que hiere y embiste hasta alcanzar “la sustancia, virtud y fuerza del alma”, pero nunca puede ser “tan sustancial y enteramente como la beatífica vista de Dios en la otra vida … pero es tanto mayor y más tierno, cuanto más fuerte y sustancialmente está transformada y reconcentrada en Dios” (LlB 1, 14). Emplea formas similares para expresar la misma idea del Espíritu Santo embistiendo en la sustancia o en el más profundo centro del alma al hablar del “cauterio suave”, que puede tocar hasta “el centro de la sustancia del alma” (LlB 2,8), y al describir los “resplandores de fuego”, que penetran en las “profundas cavernas del sentido”. Son movimientos, “vibramientos y llamaradas” que no “hace sola el alma transformada en las llamas del Espíritu Santo, ni las hace sólo él, sino él y el alma juntos” (LlB 3, 10). Estos movimientos semejan a los del aire inflamado que porfía por penetrar en su propia esfera. “Motivos del Espíritu Santo, que son eficacísimos en absorber al alma en mucha gloria”, aunque durante esta vida “no acaba hasta que llegue el tiempo en que salga de la esfera del aire de esta vida de carne y pueda entrar en el centro del espíritu de la vida perfecta en Cristo” (ib.).

Difícilmente podría estirarse más la aplicación metafórica del centro y del movimiento hacia el mismo. J. de la Cruz ha ido más lejos que sus predecesores encariñados con los términos de “fondo” y “hondón” del alma. A la luz de lo escrito en la Llama, es fácil comprobar que “el ser íntimo del alma, donde mora el Verbo Hijo de Dios, juntamente con el Padre y el Espíritu Santo esencial y presencialmente” (CB 1, 6), equivale exactamente al “centro del alma”. Es el “retrete y escondrijo donde está escondido” (ib. n. 7. 11) y donde ha de buscarle el “buen enamorado” (ib. 10-12). La doctrina sanjuanista sobre la  presencia o inhabitación divina (S 2,5; CB 11,3; LlB 4,3-5) está necesariamente conectada con la idea del centro del alma.

BIBL. — B. GARCÍA RODRÍGUEZ, “El fondo del alma”, en Rev. Española de Teología 8 (1948) 7078; JOSÉ LUIS SÁNCHEZ LORA, San Juan de la Cruz en la revolución copernicana, Madrid, EDE, 1992, p. 41-50.

Eulogio Pacho

Centella/s de amor

Sustantivo mucho más usado en el siglo XVI que ahora, sobre todo en el sentido de la “chispa” –término éste no empleado nunca por J. de la Cruz– del pedernal o del  fuego; adopta entre los místicos un sentido figurativo, como en el Santo. En los escritos sanjuanistas “centella” tiene también el uso corriente de la chispa que, pese a ser insignificante, puede “encender grandes fuegos” (S 3,19,1; cf. S 1,11,5; 3,20,1).

Penetrando el fuego en el madero lo pone candente e inflamado hasta “centellear de sí” (LlB pról. 3, cf. ib. 1,33). En la aplicación moral, el Santo sigue el texto del Eclesiástico (11,34) citado explícitamente (S 1,11,5).

Es únicamente en el Cántico donde J. de la Cruz trata de la “centella” como gracia mística específica, propia de quienes están ya adelantados en la vida espiritual. La describe así: “Este toque de centella, que aquí dice, es un toque sutilísimo que el Amado hace al alma a veces, aun cuando ella está más descuidada, de manera que la enciende el corazón en fuego de amor, que no parece sino una centella de fuego que saltó y la abrasó; y entonces con gran presteza, como quien de súbito recuerda, enciéndese la voluntad en amar, y desear y alabar, y engrandecer, y reverencias, y estimar, y rogar a Dios con sabor de amor; a las cuales cosas llama  emisiones de bálsamo divino, que responden al toque de centellas salidas del divino amor que pegó la centella, que es el bálsamo divino que conforta y sana al alma con su olor y sustancia” (CB 25,5).

Comparándola con otras mercedes divinas, afirma que es una gracia fugaz, como sucede con la  “embriaguez, que no pasa tan presto como la centella, porque es más de asiento; porque la centella toca y pasa, más dura algo su efecto y algunas veces harto”. Sin comprometerse con delimitaciones precisas, concluye que “las emisiones o efectos de la centella ordinariamente duran más que ella, antes ella los deja en alma, y son más encendidos que los de la embriaguez, porque a veces esta divina centella deja al alma abrasándose y quemándose de amor” (CB 25,8) La alusión de Llama (1,33) apenas añade nada nuevo, sino que la llama de amor puede prender y en cada acto “centellear”.

El texto sanjuanista del Cántico trae inevitablemente a la memoria el de las Moradas teresianas, del que parece calcado en algunos detalles, aunque la Santa piensa que la centella “a veces dura gran rato” (M 6,2,4). Puede referirse, como en J. de la Cruz, a su efecto. El paralelismo supera la pura coincidencia, cosa que no sucede con otros lugares teresianos (V 15,4 y M 6,1,11), donde se trata de la “centellica” que produce gran fuego. No tiene, en cambio, resonancia en las páginas sanjuanistas la concepción de la “scintilla animae” como la parte más elevada del espíritu, o la “inteligencia más simple y pura”, de la que hablan otros místicos, especialmente Ruysbroeck.

Eulogio Pacho

Cavernas del sentido

Merece atención este vocablo por su incorporación al simbolismo sanjuanista. Aunque en la acepción real coincide sustancialmente con  “cuevas” (S 3,42,2; CB 14-15,14), la aplicación simbólica o figurativa de ambos sustantivos es diferente. El de cuevas es exclusiva del Cántico (canc. 24), mientras la de cavernas ofrece dos elaboraciones distintas: una en el Cántico y otra en la Llama.

a) En el Cántico las “cavernas de la piedra”, que son “subidas” y “están bien escondidas”, simbolizan “los subidos y altos y profundos misterios de Sabiduría de Dios que hay en Cristo sobre la unión hipostática de la naturaleza humana con el Verbo divino, y en la respondencia que hay a ésta de la unión de los hombres en Dios, y en las conveniencias de justicia y misericordia de Dios sobre la salud del género humano en la manifestación de sus juicios” (CB 37,3).

El simbolismo arranca, pues, de la idea-figura de una roca-piedra en la que hay muchas cuevas o cavernas. La piedra-roca es  Cristo, como recuerda J. de la Cruz citando explícitamente el texto paulino (1 Cor 10,4). Conjuga así el Santo la doble enseñanza del Apóstol: Cristo es el “misterio de Dios” y la piedra de donde brota el agua viva. Desentrañando la unidad del símbolo explica sus componentes de esta forma.

Las “cavernas de la piedra” son profundas y, por ello, “escondidas”, porque así son los misterios de Cristo y los juicios de Dios. “Por ser tan altos y profundos, bien propiamente los llama –el alma– subidas cavernas, subidas por la alteza de los misterios subidos, y cavernas por la hondura y profundidad de la Sabiduría de Dios en ellos; porque, así como las cavernas son profundas y de muchos senos, así cada misterio de los que hay en Cristo es profundísimo en sabiduría, y tiene muchos senos de juicios suyos ocultos de predestinación y presciencia en los hijos de los hombres” (CB 37,3).

Como las cavernas están “bien escondidas”, así sucede con los misterios de Cristo. Por mucho que se descubra, todo se queda por entender, “y así mucho hay que ahondar en Cristo, porque es una abundante mina con muchos senos de tesoros, que, por más que ahonden, nunca los hallan fin ni término, antes van en cada seno hallando nuevas venas de nuevas riquezas acá y allá”. Por eso decía san Pablo que “en Cristo moran todos los tesoros y sabiduría escondidos” (CB 37,4). La aplicación práctica es natural para el Santo: hay que desear entrar en esas cavernas y absorberse y embriagarse en el “amor de la sabiduría de los misterios de Cristo” (ib. 5).

b) El simbolismo de las “cavernas” en la Llama es mucho más complejo en su trama. Forma parte de una cadena figurativa en la que se integran las “lámparas de fuego” y el “sentido oscuro y ciego” (estrofa 3ª, vv. 1-4).

El simbolismo alegorizante se estructura así: Las “lámparas de fuego”, que son los atributos divinos (LlB 2-3.9), iluminan y calientan al  alma, no como hacen las lámparas materiales, “que con sus llamaradas alumbran las cosas que están en derredor, sino como las que están dentro de las llamas, porque el alma está dentro de sus resplandores” (n. 9). De ahí que su efecto llegue hasta lo más íntimo y profundo de ella: hasta “las profundas cavernas del sentido”.

Contra lo que pudiera parecer, dado el uso sanjuanista de la palabra “sentido”, las cavernas en cuestión “son las potencias del alma,  memoria, entendimiento y voluntad, las cuales son tan profundas cuanto de grandes bienes son capaces, pues no se llenan menos que infinito, las cuales con lo que cuando están vacías, echaremos en alguna manera de ver lo que se gozan y deleitan cuando de Dios están llenas, pues que por un contrario se da luz a otro” (LlB 3,18). Para J. de la Cruz, en las “profundas cavernas del sentido” se simboliza la capacidad radical del alma a través de sus potencias. Si están llenas de criatura, “no sienten el vacío grande de su profunda capacidad”. En cambio, cuando están purgadas, limpias y vacías, sienten “intolerable sed y ansia del espiritual sentido; porque, como son profundos los estómagos de estas cavernas, profundamente penan, porque el manjar que echan de menos también es profundo, que, como digo, es Dios” (ib.).

Discurre luego ampliamente por cada una de las potencias-cavernas para comparar las dos situaciones (vacío-lleno de criaturas-Dios) y, al cabo de una larguísima digresión, vuelve al símil de las “cavernas del sentido” (n. 68) fusionando el símbolo de las lámparas con el de las “unciones-ungüentos” (3,68-69). Antes de que las “lamparas de fuego” alumbrasen las “profundas cavernas del sentido”, éste se hallaba “oscuro y ciego”, es decir, no estaba purificado ni vacío de apegos y gustos de criatura (3,70-71). Conviene recordar que mantiene el significado simbólico de “sentido” como equivalente de la capacidad del alma: “Porque la ceguedad del sentido racional y superior es el apetito”. Puede explicarse comparativamente su actuación con la forma de obrar los sentidos corporales (ib. 72).

Resumiendo, el sentido-contenido del simbolismo de las “cavernas”, concluye el Santo: “Este sentido, pues, del alma que antes estaba oscuro sin esta luz de Dios, y ciego con sus apetitos y afecciones, ya no solamente con sus profundas cavernas está ilustrado y claro por medio de esta divina unión con Dios, pero aun hecho ya como una resplandeciente luz él con las cavernas de sus potencias” (LlB 3,76).

BIBL. — HELMUT HATZFELD, “Las cavernas del sentido. Estructura de un símbolo de san Juan de la Cruz”, en el vol. Estudios literarios sobre mística española, Madrid, Gredos, 1955, p. 351-358.

Eulogio Pacho