V Domingo de Pascua
La imagen de la verdadera vid, que es Jesús. La
invitación a permanecer en Él para llevar el fruto del amor.
Juan 15, 1-8
Oración inicial
¡Señor, Tú eres! Y esto nos basta para vivir, para continuar esperando cada
día, para caminar en este mundo, para no escoger el camino errado del
aislamiento y de la soledad. Sí, Tú eres por siempre y desde siempre; eres y
permaneces, ¡oh Jesús! Y este tu ser es un don continuo también para nosotros,
es fruto siempre maduro, porque nos alimentamos y nos hacemos fuertes por Ti,
de tu Presencia. Señor, abre nuestro corazón, abre nuestro ser a tu ser,
ábrenos a la Vida con el poder misterioso de tu Palabra. Haznos escuchar,
haznos comer y gustar este alimento del alma; ¡ve cómo nos es indispensable!
Envía, ahora, el buen fruto de tu Espíritu para que realice en nosotros lo que
leamos y meditemos sobre Ti.
Lectura
•
Para colocar el pasaje en su
contexto:
Estos pocos versículos forman parte del gran discurso de Jesús a sus
discípulos en el momento íntimo de la última cena y comienza con el versículo 3
del cap. 13 prolongándose hasta todo el cap. 17. Se trata de una unidad muy
estrecha, profunda e indisoluble, que no tiene par en todos los Evangelios y
que recapitula en sí toda la revelación de Jesús en la vida divina y en el
misterio de la Trinidad; es el texto que dice lo que ningún otro texto de las
Sagradas Escrituras es capaz de decir en relación a la vida cristiana, su
potencia, sus deberes, su gozo y su dolor, su esperanza y su lucha en este
mundo y en la Iglesia. Pocos versículos, pero rebosantes de amor, de aquel amor
hasta el final, que Jesús ha decidido vivir con los suyos, con nosotros, hoy y
siempre. En fuerza de este amor, como supremo y definitivo gesto de ternura
infinita, que recoge en sí todo otro gesto de amor, el Señor deja a los suyos
una presencia nueva, un modo nuevo de existir: a través de la parábola de la
vid y de sus sarmientos y a través, del maravillosos verbo permanecer, repetido
muchas veces, Jesús da comienzo a esta su historia nueva con cada uno de nosotros,
que se llama inhabitación. El no puede quedarse junto a nosotros porque vuelve
al Padre, pero permanece dentro de nosotros.
Para ayudar
en la lectura del pasaje:
- vv. 1-3: Jesús se revela a sí mismo como verdadera vid, que produce buenos
frutos, óptimo vino para su Padre, que es el agricultor y nos revela a
nosotros, sus discípulos, como sarmientos, que tienen necesidad de permanecer
unidos a la vid para no morir y para llevar fruto. La poda, que realiza el
Padre sobre los sarmientos a través de la espada de su Palabra, es una
purificación, un gozo, un canto.
- vv. 4-6: Jesús consigna a sus discípulos el secreto para que puedan
continuar viviendo esta relación íntima con Él: es permanecer. Como Él entra
dentro de ellos y permanece en ellos y nunca más queda afuera, así también
ellos deben permanecer en Él, dentro de Él; este es el único modo para ser
plenamente consolados, para poder resistir en el camino de la vida y para poder
dar el buen fruto, que es el amor.
- v. 7: Jesús, una vez más, deja en el corazón de los suyos, el don de la
oración, la perla preciosísima, única y nos explica que permaneciendo en Él,
podremos aprender la verdadera oración, aquélla que pide el don del Espíritu
Santo con insistencia y que sabe que ha de ser escuchada.
- v. 8: Jesús nos llama una vez más a Él, nos pide que le sigamos, de
hacernos y ser siempre sus discípulos. El permanecer hace nacer la misión, el
don de la vida por el Padre y por los hermanos; si permanecemos verdaderamente
en Jesús, permaneceremos también en medio de los hermanos, como don y como
servicio. Esta es la gloria del Padre.
El texto:
«Yo soy la vid verdadera, y mi Padre es el viñador. Todo sarmiento que en mí no da fruto, lo corta, y todo el que da fruto, lo limpia, para que dé más fruto. Vosotros estáis ya limpios gracias a la palabra que os he dicho. Permanece en mí, como yo en vosotros. Lo mismo que el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo, si no permanece en la vid; así tampoco vosotros si no permanecéis en mí. Yo soy la vid; vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto; porque separados de mí no podéis hacer nada. Si alguno no permanece en mí, es arrojado fuera, como el sarmiento, y se seca; luego los recogen, los echan al fuego y arden. Si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que queráis y lo conseguiréis. La gloria de mi Padre está en que deis mucho fruto, y seáis mis discípulos.
Un momento de silencio orante
Como sarmiento, permanezco ahora, unido a la vid, que es mi Señor y me
abandono a Él, me dejo envolver de la savia de su voz silenciosa y profunda,
que es como agua viva. Así permanezco en silencio y no me alejo.
Algunas preguntas
que me ayuden a permanecer, a descubrir la belleza de la
vida, que es Jesús; que me guíen al Padre, para dejarme asir de Él y trabajar,
seguro de su buen trabajo de amoroso Agricultor ; y que me sostenga dentro de
la savia vital del Espíritu, para encontrarme con Él como única cosa necesaria,
para pedir sin cansarme.
- «Yo soy»: es muy bello que el pasaje comience con esta
afirmación, que es como un canto de alegría, de victoria del Señor, que a Él le
gusta cantar continuamente dentro de la vida de cada uno de nosotros. «Yo
soy: y lo repite al infinito, cada mañana cada tarde, cuando llega la noche,
mientras dormimos y de Él no nos acordamos. Él en cambio vive propiamente en
función de nosotros: existe por su Padre y por nosotros, para nosotros. Me
reposo sobre estas palabras y no sólo las escucho, sino que las hago entrar
dentro de mí, en mi mente, en mi más recóndita memoria, en mi corazón, en todos
los sentimientos que me embargan y la retengo para rumiarla y absorber aquel su
Ser en mi ser. Comprendo, ahora, dentro en esta Palabra, que yo no soy, sino en
Él y que no puedo ser nada, sino permanezco dentro del ser de Jesús. Pruebo a
descender a lo más profundo de mi ser, venciendo los miedos, atravesando toda
la oscuridad que puedo encontrar y recojo aquella parte de mi ser, de mí, que
mayormente siento sin vida. La tomo en la mano y la porto a Jesús, la consigno
al su «Yo soy».
- La vid me hace traer a la mente el vino, ese fruto tan bueno y precioso, me
hace pensar en la alianza que Jesús cumple con nosotros, nueva y eterna,
alianza de amor, que nada ni nadie podrá romper. ¿Estoy dispuesto a permanecer
dentro de este abrazo, dentro de este sí continuo de mi vida, que se deja
entrelazar con la suya? ¿Alzaré también yo, como el salmista, el cáliz de la
alianza, invocando el nombre del Señor y diciéndole que, sí, que yo lo amo?
- Jesús define a su Padre como «agricultor» o «viñador»,
utilizando un término muy bello que lleva dentro de sí toda la fuerza del amor
del que se dedica al trabajo de la tierra; expresa un doblarse sobre la tierra,
un acercarse del cuerpo y del ser, un contacto prolongado, un intercambio
vital. ¡El Padre hace exactamente esto con nosotros! San Pablo dice sin
embargo: «El agricultor, que se fatiga, debe ser el primero en recoger los
frutos de la tierra» (2 Tim 2,6) y con él Santiago nos recuerda que
«el agricultor espera pacientemente los frutos de la tierra».(Sant
5,7). ¿Desilusionaré, yo tierra, la esperanza del Padre que me cultiva cada
día, cavando la tierra, limpiándome de piedras, poniéndome buen abono y
construyéndome una valla alrededor, para que yo permanezca protegido? ¿A quién
consigno yo los frutos de mi existencia? ¿Para qué existo yo, para quién decido
y escojo el vivir de cada día, cada mañana, cuando me levanto?
- Sigo con atención el texto y subrayo dos verbos, que se repiten con mucha
frecuencia: «llevar fruto» y «permanecer»; entiendo que
estas dos realidades son símbolo de la misma vida y están las dos entrelazadas,
una depende de la otra. Solamente permaneciendo es posible llevar fruto y, en
realidad, el único verdadero fruto que nosotros, sus discípulos, podemos llevar
en este mundo es precisamente el permanecer. ¿Dónde permanezco yo, cada día,
por todo el día? ¿Con quien permanezco? Jesús une siempre este verbo a esta
partícula estupenda, gigantesca «in me». ¿Me confronto con estas dos
palabras: yo estoy «in», o sea, estoy dentro, vivo en lo profundo,
excavo para buscar al Señor, como se excava para hacer un pozo (cfr. Gén 26,
18) o para buscar un tesoro (Prov 2, 4), o más bien, estoy fuera, siempre
disperso sobre las diversas superficies de este mundo, lejos lo más posible de
la intimidad, de la relación y del contacto con el Señor?
- Por dos veces Jesús nos coloca delante la realidad de su Palabra y nos
revela que es ella la que nos vuelve puros y es también ella la que nos abre el
camino de la oración verdadera; La Palabra se nos anuncia y se nos da como
presencia permanente en nosotros; también ella, de hecho, tiene la capacidad de
permanecer, de fabricar su casa en nuestro corazón. Por tanto debo preguntarme:
¿Qué oídos tengo yo para escuchar este anuncio de salvación y de bien, que el
Señor me envía a través de sus Palabras? ¿Dejo espacio a la escucha, a esta
escucha profunda, de la que toda la Escritura me habla continuamente, en la
Ley, en los Profetas, en los Salmos, en los Escritos apostólicos? ¿Me dejo
encontrar y alcanzar hasta el corazón por la Palabra del Señor en la oración, o
prefiero fiarme de otras palabras, más suaves, más humanas y semejantes a las mías?
¿Tengo miedo de la voz del Señor, que me habla urgentemente y siempre?
Una clave de lectura
Como sarmiento, busco el modo de estar siempre más injertado en mi Vid, que
es el Señor Jesús. Bebo, en este momento, de su Palabra y de su savia buena,
tratando de penetrar más en profundidad para absorber el escondido alimento,
que me transmite la verdadera vida. Estoy atento a las palabras, a los verbos,
a las expresiones que Jesús usa y que me reclaman a otros pasajes de las
divinas Escrituras y me dejo, así, purificar.
•
El encuentro con Jesús, el Yo
Soy
Este pasaje nos ofrece uno de los textos en el que aparece esta expresión
tan fuerte, que el Señor nos envía para revelarse a sí mismo. Es muy bello
recorrer en un largo paseo toda la Escritura, a la búsqueda de otros textos
como éste, en el que la voz del Señor nos habla así directamente de él, de su
esencia más profunda. Cuando el Señor dice y repite hasta el infinito y de mil
modos, de mil formas diversas «Yo Soy», no lo hace para anonadarnos o
humillarnos, sino por la fuerza portentosa de su amor hacia nosotros, que nos
quiere hacer partícipes y vivos de esta vida que a le pertenece. Si dice
«Yo Soy», es para decir también: «Tú Eres» y decirlo a cada
uno de nosotros, a todo hijo suyo o hija suya que viene a este mundo. Es una
transmisión fecunda e ininterrumpida de ser, de esencia y yo no quiero dejarla caer
en el vacío, sino que quiero recogerla y acogerla dentro de mi. Sigo, pues, la
huella luminosa del «Yo Soy» y trato de pararme a cada paso. «Yo
soy tu escudo» (Gén 15, 1), «Yo soy el Dios de Abrahán tu padre»
(Gén 24, 26), «Yo soy el Señor, que te ha librado y te librará de
Egipto» (cfr. Ex 6,6) y de cualquier faraón, que atente a vuestra vida,
«Yo soy el que te cura» (Ex 135, 26). Me dejo envolver de la luz y de
la potencia de estas palabras, que realizan el milagro de que hablan: lo
cumplen también hoy, precisamente para mi, en esta Lectio. Y luego continúo y
leo, en el libro del Levítico, por lo menos 50 veces, esta afirmación de
salvación: «Yo soy el Señor» y creo en esta palabra y me adhiero a
ella con todo mi ser, con mi corazón y digo: «Si, en verdad el Señor es mi
Señor; fuera de Él no hay otro». Noto que la Escritura cada vez profundiza
más, a medida que el camino avanza, también ella avanza dentro de mí y me lleva
a una relación siempre más intensa con el Señor; el libro de los Números, en
efecto, comienza a decir: «Yo soy el Señor que moro en medio de los
Israelitas (Núm. 35-44). «Yo soy» es el presente, aquél que no se
aleja, que no da las espaldas para irse; es aquél que cuida de nosotros de cerca,
desde dentro, como solo Él puede hacerlo: leo a Isaías y recibo vida: 41,10;
43,3; 45,6 etc.
El santo Evangelio es una explosión de ser, de presencia, de salvación; lo
recorro, sobre todo haciéndome guiar de Juan: 6,48; 8,12; 10,9.11; 11,15; 14,
6; 18,37. Jesús es el pan, la luz, la puerta, el pastor, la resurrección, el
camino, la verdad, la vida, es el rey; y todo esto por mi, por nosotros y así
quiero acogerlo, conocerlo, amarlo y quiero aprender, dentro de estas palabras,
a decirle: ¡Señor, Tú eres! Y este «Tú» que da significado al mío yo,
que hace de mi vida una relación, una comunión; sé con certeza que sólo aquí
gozo yo plenamente y vivo por siempre.
•
La viña, la vid verdadera y el
buen fruto
Viña de Dios es Israel, viña predilecta, escogida, plantada sobre una
fértil colina, en un lugar con tierra limpia, labrada, libre de piedras,
custodiada, cuidada, amada, extendida y que el mismo Dios la ha plantado (cfr.
Is 5,1s: Jer 2, 21). Es tan amada esta viña, que nunca ha dejado de resonar,
para ella, el cántico de amor de su amado; notas fuertes y dulces al mismo
tiempo, notas portadoras de vida verdadera, que han atravesado la antigua
alianza y han llegado, todavía más claras, a la nueva alianza. Primero cantaba
el Padre, ahora canta Jesús, pero en los dos es la voz del Espíritu la que se
hace sentir, como dice el Cantar de los Cantares: «La voz de la tórtola
todavía se oye…y las vides esparcen su aroma» (Cant 2, 12s). Es el Señor
Jesús quien nos atrae, quien nos lleva del antiguo al nuevo, de amor en amor,
hacia una comunión siempre más fuerte hasta la identificación: «Yo soy
esta viña, pero lo soy también vosotros en mi». Por tanto está claro: la
viña es Israel, es Jesús y somos nosotros. Siempre la misma, siempre nueva,
siempre más elegida y predilecta, amada, cuidada, custodiada, visitada:
visitada con las lluvias y visitada con la Palabra; enviada por los profetas
día a día, visitada con el envío del Hijo, el Amor, que espera amor, o sea, el
fruto. «El esperó que produjese uva, pero dio uvas agraces» (Is 5,2);
la desilusión está siempre al acecho, en el amor. Me detengo sobre esta
realidad, me miro dentro, intento buscar el lugar de cierre, de aridez, de
muerte: ¿Por qué la lluvia no ha llegado?. Me repito esta palabra, que resuena
a menudo en las páginas bíblicas: El Señor espera…» (ver Is 30, 18; Lc 13,
6-9). Quiere el fruto de la conversión (cfr. Mt 3,8), como nos manda a decir
por boca de Juan; los frutos de la palabra, que nacen de la escucha, de la
acogida y de su custodia, como nos dicen los sinópticos (cfr. Mt 13, 23; Mc 420
y Lc 8,15), los frutos del Espíritu, como explica San Pablo (cfr. Gál 5, 22).
Quiere que «llevemos frutos de toda clase de obra buena» (Col 1, 10),
pero sobre todo, me parece, el Señor espera y desea «el fruto del
seno» (cfr. Lc 1, 42), o sea, Jesús, por el que somos verdaderamente
benditos y dichosos. Jesús, en efecto, es la semilla que, muriendo, lleva mucho
fruto dentro de nosotros, en nuestra vida (Jn 12, 24) y reta a toda soledad,
cerrazón, lanzándonos a los hermanos. Este es el fruto verdadero de la
conversión, sembrado en la tierra de nuestro seno; este convertirse en sus
discípulos y, en fin, esta es la verdadera gloria del Padre.
•
La poda como purificación que
da gozo
En este pasaje evangélico, el Señor me ofrece otro camino que recorrer
detrás de Él y junto a Él: es un camino de purificación, de renovación, de
resurrección y vida nueva: está oculto por el vocablo «podar», pero
puedo descubrirlo mejor, de iluminarlo gracias a su misma Palabra, que es la
única maestra, la única guía segura. El texto griego usa el término
«purificar», para indicar esta acción del viñador con sus vides;
cierto, queda claro que Él poda, que corta con la espada afilada de su Palabra
(Heb 4, 12) y que nos hace sangrar, a veces; pero es más cierto todavía, que
permanece su amor, que solamente penetra, cada vez más y así nos purifica, nos
refina, Sí, el Señor se sienta como lavandero para purificar, o es como un
orífice para hacer más resplandeciente y luminoso el oro que tiene en sus manos
(cfr. Mal 3, 3). Jesús trae consigo una purificación nueva, la prometida desde
hace tanto tiempo por las Escrituras y esperada para los tiempos mesiánicos; no
es una purificación que llega mediante el culto, mediante la observancia de la
ley o sacrificios, purificación sola provisional, incompleta, temporal y
figurada. Jesús realiza una purificación íntima, total, la del corazón y la
conciencia, que cantaba Ezequiel: «Os purificaré de todos vuestros ídolos;
os daré un corazón nuevo…Cuando yo os purifique de todas vuestras iniquidades,
os haré habitar en vuestras ciudades y vuestras ruinas serán reconstruidas…(Ez
36, 25ss.33). Leo también en Ef 5,26 y Tit 2, 14, muy buenos y grandes
testigos, que me ayudan a entrar mejor dentro de la luz y la gracia de esta
obra de salvación, de esta poda espiritual que el Padre cumple en mi.
Hay un versículo del Cantar que puede ayudarme todavía más a comprender;
dice así: «El tiempo del canto ha vuelto» (Cant 2,12), usando sin embargo,
un verbo que significa al mismo tiempo «podar», «tallar» y
«cantar». Por tanto la poda es tiempo de canto, de gozo. Es mi
corazón el que canta, delante y dentro de la Palabra, es mi alma la que se
regocija, por la fe, por que sé que a través de esta larga pero magnifica
peregrinación por las Escrituras, también yo me hago partícipe de la vida de
Jesús, consigo unirme a Él, el puro, el santo, el Verbo inmaculado y
permaneciendo así, en Él, también yo soy lavado, purificado con la pureza
infinita de su vida. No para mí, no para permanecer solo, sino para llevar
mucho fruto, para dar hojas y frondas que no se marchitan, para ser sarmiento,
junto a otros sarmientos, en la vida de Jesucristo.
Un momento de oración: Salmo 1
Meditación sobre la felicidad
del que vive de la Palabra y gracias a ella produce fruto
Rit. ¡Tu palabra es mi gozo, Señor!
Feliz quien no sigue consejos de malvados ni anda mezclado con pecadores ni en grupos de necios toma asiento, sino que se recrea en la ley de Yahvé, susurrando su ley día y noche. Rit.
Será como árbol plantado entre acequias, da su fruto en sazón, su fronda no se agosta. Todo cuanto emprende prospera: pero no será así con los malvados. Rit.
Serán como tamo impulsado por el viento. No se sostendrán los malvados en el juicio, ni los pecadores en la reunión de los justos. Pues Yahvé conoce el camino de los justos, pero el camino de los malvados se extravía. Rit.
Oración final
¡Señor, todavía tengo la luz de tu Palabra dentro de mí; toda la fuerza
sanadora de tu voz resuena dentro de mi todavía! ¡Gracias Viña mía, mi savia;
gracias mi morada en la cual puedo y deseo permanecer; gracias, mi fuerza en el
obrar, en el cumplir cada cosa; gracias maestro mío! Tú me has llamado a ser
sarmiento fecundo, a ser yo mismo fruto de tu amor por los hombres, a ser vino
que alegre el corazón; ¡Señor, ayúdame a realizar esta tu Palabra bendita y
verdadera! Solo así, seguro, viviré verdaderamente y seré como tú eres y
permaneces.
No permitas Señor, que yo me equivoque de tal modo, que quiera permanecer
en Ti, como sarmiento en su vid, sin los otros sarmientos, mis hermanos y
hermanas; sería el fruto más amargo, más desagradable de todos. ¡Señor, no sé
rezar: enséñame Tú y haz que mi oración más bella sea mi vida, transformada en
un grano de uva, para el hambre y para la sed, para el gozo y compañía del que
venga a la Vid, que eres Tú.
¡Gracias, porque Tú eres el vino del Amor!
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