Lc 2, 36-40 – JMC

«En aquel tiempo, había una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser. Era una mujer muy anciana. De jovencita había vivido siete años casada, y llevaba ochenta y cuatro de viuda; no se apartaba del Templo día y noche, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones. Acercándose en aquel momento, daba gracias a Dios y hablaba del niño a todos los que aguardaban la liberación de Israel. Y cuando cumplieron todo Jo que prescribía la Ley del Señor se volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño iba creciendo y robusteciéndose, y se llenaba de sabiduría, y la gracia de Dios lo acompañaba».

  1. La devoción, la piedad, el fervor religioso de la profetisa Ana es ejemplar: siempre en el Templo, dedicada a la oración, mortificándose con ayunos. Y así, durante más de ochenta años. Cuando la piedad religiosa es auténtica, produce personas ejemplares, profundamente buenas. Ne­cesitamos cultivar el espíritu, la paz interior, la oración. Así nos liberamos de las tensiones y el desgaste que producen los afanes de la vida.
  2. La oración, la contemplación, el silencio interior, en el sosiego de un espacio adecuado, ya sea el templo, ya sea la soledad del campo o la montaña, nos rehacen, nos liberan de crispaciones y ansiedades. Y así se ponen las condiciones para ver y enjuiciar nuestros problemas como real­ mente son, no como nos los imaginamos. No sólo las personas religiosas, sino la gente en general, la sociedad, necesita espacios de silencio y paz, lugares de sosiego y reflexión, que nos liberen de la crispación diaria y de las tensiones frecuentes que nos impone el trabajo y la convivencia.
  3. La oración y la austeridad han sido, durante miles de años, mediacio­nes privilegiadas para el encuentro de cada cual con su verdadera hu­manidad. Y, mediante eso, para el encuentro con Dios. La oración y la austeridad fueron determinantes para Jesús, hasta el momento mismo de su muerte.

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