Lc 11, 1-4 JMC

«Una vez que estaba Jesús orando en cierto lugar, cuando terminó, uno de sus discípulos le dijo: «Señor, enséñanos a orar como Juan enseñó a sus discípulos». Él les dijo: «Cuando oréis, decid: «Padre, santificado sea tu nombre, venga tu Reino, danos cada día nuestro pan del mañana, perdónanos nuestros pecados, porque también nosotros perdonamos a todo el que nos debe algo, y no nos dejes caer en la tentación».

  1. Los evangelios sinópticos hablan con frecuencia de la oración de Jesús (Mt 14, 23; 19, 13; 26, 36-44; Mc 1, 35; 6, 46; 14, 32-39; Lc 3, 21; 5, 16; 6, 12; 9, 18. 29 s; 11, 1; 22, 41-45). La oración era importante para Jesús. Se pue­de afirmar que era fundamental en su vida. Es más, si Jesús tuvo la intimi­dad que tuvo con el Padre, y si habló de él como sabemos, eso se debe a la profunda familiaridad que tuvo con él. Sin oración, Jesús hubiera sido otro hombre. Y no hubiera podido hacer lo que hizo.
  2. El discípulo le pide a Jesús que les enseñe a orar «como Juan enseñó a sus discípulos». La forma de orar de un grupo religioso es una de las cosas que más claramente caracterizan al grupo y más unido lo mantienen (J. Jeremias). Pues bien, aquí nos encontramos con algo sorprendente: Je­sús, lo mismo que Juan, nunca vincularon su oración o su espiritualidad  al templo, al culto religioso, a la dirección de sacerdotes y teólogos del tiempo. Jesús oró siempre en la soledad del campo, del monte, donde nadie lo veía. Y, por lo visto, nunca hablaba de su vida de oración. Fue un discípulo el que tuvo la iniciativa de que les hablara de eso. La oración se enseña con el ejemplo personal, antes que de ninguna otra forma.
  3. El «Padre nuestro», antes que una lista de necesidades, señala una es­cala de valores. Es decir, el «Padre nuestro» es una guía de lo que ante todo le tiene que interesar al cristiano: que se respete el santo nombre del Padre, que venga ya su Reino a este mundo, que no falte para nadie el pan «para la subsistencia» (J. A. Fitzmyer). que nos perdone de la misma manera que nosotros perdonamos, y que no permita que «tropecemos» en la vida. Esta escala de valores da que pensar. Y, por supuesto, este mundo sería distinto si esta escala de valores se metiera en nuestras en­trañas de tal forma, que no soportáramos que haya criaturas que se mue­ren de hambre o en la soledad más espantosa.

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