Zen y Juan de la Cruz

El budismo se dividió en dos grandes ramas: el Hinayana o del Pequeño Vehículo (más conocido como budismo Teravada) y el Mahayana o del Gran Vehículo. A diferencia del primero, que conservó una tradición unitaria, el Mahayana se subdividió en multitud de sectas o escuelas, la más conocida de las cuales es el budismo zen. “Zen” es el término japonés derivado del sánscrito “dhyana” y del chino “Ch´an” que, como ellos, significa “meditación”. El ejercicio de la meditación es, en efecto, el “todo” del zen como camino hacia la Iluminación o Satori, aunque no simplemente como acto especial y apartado de la vida ordinaria, sino como medio de intensificación de la conciencia vacía desde la que el zen enseña a vivir todas las cosas.

a. El secreto de la flor de oro

Una leyenda quiere retrotraer el origen del zen al propio Buda: estando un día éste rodeado de sus discípulos en lo alto de una montaña, les predicó el “sermón de la flor de oro”; un sermón muy especial, porque consistió en mantener elevada una dorada flor de loto sin decir una sola palabra. Durante un rato nadie entendió lo que quería decir con aquel gesto, hasta que finalmente Mahakasyapa esbozó una leve sonrisa: había entendido el mensaje y por eso Buda le nombró su sucesor. Así habría nacido el zen. El conocimiento que había provocado tal sonrisa fue transmitido en la India por veintiocho sucesivos Patriarcas, y en el año 520 después de Cristo fue llevado por Bodhidharma a China, donde recibió un fuerte influjo del taoísmo. Finalmente, en el siglo doce penetró en el Japón, donde adquirió sus rasgos definitivos. Desde el Japón el zen ha sido exportado a todo el mundo, especialmente a Estados Unidos y Europa. Sus dos principales escuelas son la de Soto y la de Rinzai, unidas respectivamente a los nombres de sus fundadores, Dogen (s. XIII) y Hakuin (s. XVII-XVIII), el más grande de los patriarcas zen.

b. El objetivo central del zen

La leyenda de la flor de oro expresa, en efecto, lo más específico y peculiar del zen: la ruptura radical de la barrera del pensamiento discursivo y del lenguaje para acercarse a la experiencia de la verdadera naturaleza de la realidad, denominada como “naturaleza búdica”, y que equivale a la “intuición del ser”.

Es verdad que todas las místicas hablan de la insuficiencia del conocimiento racional y del lenguaje, que todas urgen el trascendimiento de los mismos, que todas afirman la inefabilidad de la experiencia de la realidad profunda o última, pero todo esto es llevado por el zen a su máxima radicalización. La verdad básica del budismo, el Anatta , que niega cualquier “yo” permanente, sea el “yo” fenoménico, sea el “Sí-Mismo” o Atman/ Brahman del hinduismo (sustrato permanente y eterno más allá de todo flujo y movimiento), y que consiguientemente identifica la realidad con el puro fluir, de forma que el universo sea un conjunto de acciones sin actor, una danza sin danzante, es radicalizada por el budismo zen en su concepto central del Sunyata, el “vacío total” o la nada absoluta, que sería la “última realidad” si es que de realidad última se quiere hablar.

El zen enseña que la realidad que es puro fluir es falsificada por todo pensamiento, toda doctrina, toda conceptualización, todo dogma, que son objetivización, proyección, encasillamiento y fijación: la realidad es “no mental” y esta realidad no mental es el objetivo del zen. La realidad comienza donde terminan los conceptos y las palabras y la falsificación de la realidad comienza donde comienza el concepto y la palabra. La realidad no mental es la “realidad central” y trascendente de nuestra vida y sólo puede hacerse presente en nosotros a través del no-pensamiento, de la “nada” mental. De ahí el camino práctico del zen a través del zazen.

c. El zazen: camino hacia la conciencia vacía

“Zazen” significa literalmente “meditación sentada” y, efectivamente, es un ejercicio meditativo que ha de practicarse en una determinada postura sentada cercana a la tierra, en la que la parte baja del tronco tenga una ancha base y la respiración pueda ser fácilmente abdominal. La postura sentada no es algo accidental o añadido a la meditación; ni siquiera se medita en esa determinada postura, sino que meditación y postura sentada se equivalen.

El zazen, en perfecta lógica con la doctrina zen del Sunyata o vacío total como última realidad, es una meditación sin objeto: no es que no se medite en nada, que sería algo puramente negativo, o que se medite sobre la nada, que ya sería un objeto de meditación, sino que la meditación objetiva es cambiada por el silencio de todas las facultades. La finalidad perseguida es el progresivo acercamiento a la “conciencia vacía”.

El “vacío” resulta cuando menos desconcertante al occidental, y de éste se puede decir lo que se dice de la naturaleza (también desde una idea occidental de vacío) que “horret vacuum”. El “vacío” es sencillamente para el pensamiento occidental una nada ontológica. ¡Cuánto menos puede ser para él la última realidad! Sin embargo, el “vacío” y la “nada” son términos corrientes en nuestros místicos y apuntan también hacia la realidad última.

Por otra parte, cuando el zen habla de “conciencia vacía” es el adjetivo “vacía” y no el sustantivo “conciencia” el que atrae la atención, y en consecuencia se piensa que conciencia vacía equivale a pura nada. Pero la nada es el todo: la “conciencia vacía” es la conciencia total e ilimitada: deja de ser conciencia de algo para ser pura conciencia, no limitada ni identificada con un “algo”. Como conciencia total es la presencia y la atención pura al puro presente que no es “algo” que se pueda asir o convertir en “objeto” de pensamiento o de posesión. El vacío y la consiguiente atención pura liberan del encadenamiento al suceso fluyente pasado o presente y de la atadura a cualquier deseo futuro. La “conciencia vacía” equivale a la ausencia de todo ego/idea/objeto que suscita el deseo, origen de todo sufrimiento.

Esa actitud de vacío-presencia pura es el camino hacia la Iluminación o Satori: la “realidad profunda” o naturaleza búdica se ve/vive tal como es, más allá de toda categoría lógica o de toda interpretación proyectada por el “yo”.

d. Métodos para acercarse a la conciencia vacía

El “vacío iluminador” puede ser provocado por situaciones espontáneas o preparado por métodos que llevan a una dimensión de conciencia más allá de la racional-dualista. Tres son los métodos clásicos:

1º El susokukan o concentración receptiva en el fluir respiratorio como soporte de la atención, pero de forma que ésta no sea propiamente atención a la respiración, sino pura presencia al presente, y por tanto correcta y total atención interior.

2º El koan (método de la escuela Rinzai): un problema o especie de acertijo que el alumno se empeña en solucionar con la mente lógico-discursiva, pero que es lógicamente insoluble: tanto más insoluble cuanto más esfuerzo se hace por solucionarle racionalmente. Eso puede llevar, y es lo que se pretende, a que la mente lógica, desesperada al no encontrar salida tras innumerables falsas soluciones, que el discípulo va presentando al Maestro en las sucesivas y obligadas visitas para recibir su instrucción (sanzen), se quiebre para dejar paso a la irrupción de la conciencia intuitiva o Iluminación. En el ejercicio del koan, que acompaña día y noche al meditante, la energía empleada en el esfuerzo lógico se va encauzando hacia la intuición.

3º El shikantaza o “sólo sentarse” (método de la escuela Soto): la atención está total y únicamente concentrada en observar las prescripciones del zazen como ejercicio de “estar sentado”.

e. Etapas del camino

Desde el primer momento el ejercicio meditativo va dirigido al vacío total de la conciencia; por eso es una meditación sin objeto. Desde el principio hay que ejercitarse en abandonar todo contenido concreto de conciencia, incluso el deseo de la Iluminación. Pero la meditación es un camino largo y paciente (“morir en el cojín”, se dice en el zen) y el vacío real de la conciencia no llega enseguida o quizá no llega nunca. El koan Mu (= nada) se convierte en el inseparable compañero del meditante.

El primer grado notable de conciencia vacía es el sanmai: la concentración se profundiza, las energías dispersas de la conciencia se unifican en un punto (con lo que ésta va adquiriendo una fuerza que le hace posible dirigir la vida del individuo y librarla de los continuos vaivenes, consecuencia de una conciencia fragmentada y por lo mismo débil), se va experimentando la liberación de la identificación esclavizante con el mundo exterior y con el de los pensamientos y deseos (las cosas se perciben como son, sin emociones, sin ataduras, sin deseos).

El meditante tiene que estar preparado para la frecuente etapa del makyo: fase alucinatoria en la que, al vaciarse el nivel consciente, los elementos inconscientes pueden aprovechar para hacerse presentes a la conciencia en forma de fenómenos paranormales: visiones, audiciones, etc.

El punto culminante de la experiencia es el Satori o Iluminación, también llamado Kensho. “Consiste en una experiencia transracional, y por lo mismo inmediata, de la profundidad del alma más allá de los sentidos, a través de la cual se toca lo absoluto y se alcanza el fondo del universo que lo unifica todo, lo que equivale a la comunicación con todo. Esta se puede considerar mística natural-humana” (J. B. Lotz).

Con frecuencia el Satori viene después de una experiencia psicótica superada con éxito y rara vez se produce en la meditación; más bien tiene lugar repentinamente en situaciones ordinarias de la vida, aunque el ejercicio prolongado de la meditación es el que va preparando el estado de conciencia que favorece la Gran Experiencia.

f. Dios en el budismo zen

No se hace referencia ninguna a un Dios personal. Como el budismo en general, se inhibe ante la pregunta por Dios, ya que el camino budista se funda en la pura experiencia a través del vacío y rechaza toda pregunta teórica más allá de la misma. Dios es en todo caso una “idea” que no sólo no influye en el proceso de liberación/iluminación de la conciencia, sino que, como toda idea, le estorba.

En todo caso, el sunyata del budismo zen se acerca de alguna manera a la “deitas” de Eckhart, abismal fondo vacío del que nace y al que regresa “Dios”, que en Eckhart debe ser trascendido para ser encontrado como “deitas”, como “nada” y “super-existente no-ser”, y en el budismo zen es una proyección del “ego” ilusorio. Si quizá se puede decir del budismo, y consiguientemente del budismo zen, que es una religión sin “Dios”, en todo caso hay que hablar de él como religión, con un profundo sentido de lo sagrado y de lo trascendente, y que por tanto se halla en los antípodas del ateísmo occidental.

g. El zen y Juan de la Cruz

Si J. de la Cruz está presente como privilegiado punto de encuentro en el diálogo cristiano-hinduista, más aún lo está en el diálogo entre cristianismo y budismo zen. A pesar de que el Maestro Eckhart es considerado por el budismo tan cercano a él que incluso le ha llegado a considerar, sin razón, un budista anónimo, y precisamente por eso, Juan de la Cruz parece un autor más adecuado para el diálogo, ya que en él, centrado en el misterio trinitario, aparecen más claras que en la “deitas” de Eckhart las diferencias entre mística cristiana y zen, y al mismo tiempo la doctrina sanjuanista de las “nadas” abre una vía de acceso al “sunyata” de dicha escuela budista.

Se puede hablar en J. de la Cruz, como en el zen, de una “meditación sin objeto” en cuanto que el Santo busca al Dios “no objetivado” de la fe a través del ejercicio contemplativo de la “atención amorosa a Dios sin particular consideración … sin actos y ejercicios de las potencias, memoria, entendimiento y voluntad –a lo menos discursivos, que es ir de uno en otro–, sino sólo con la atención y noticia general amorosa que decimos, sin particular inteligencia y sin entender sobre qué” (S 2,13,4).

Análogamente al camino del nopensamiento del zen dentro de su visión budista, la “noche oscura del sentido y del espíritu” del cristiano Juan de la Cruz mete por un camino de ruptura progresiva y superación del mundo de la lógica, del concepto, del lenguaje, de todo lo que aparece a la conciencia pensante; un camino hacia la “nada” de la fe pura, pero una “nada” que equivale a la realidad verdadera y total de Dios (“Dios es la sustancia de la fe”) frente a cualquier representación mental afirmativa del mismo y frente a cualquier razonamiento sobre el mismo que son inexorablemente sancionados con la frase “eso no es Dios”, sino proyección del “yo” que objetiviza a Dios y que tiene su nido y su existir en la actividad natural de las potencias. Por eso la “nada” del “yo” mediante el acallamiento de su actividad es presupuesto necesario para que la “nada” de Dios o el Dios desobjetivizado pueda purgar y transformar al hombre.

En diálogos cristiano-budistas, monjes zen han confesado sentirse a gusto en la Llama de amor viva del centro del alma. Es una prueba del importante papel de J. de la Cruz en el encuentro inter-religioso. Un budista zen que había llegado a la iluminación confesó que leyendo a S. Juan de la Cruz había entendido por primera vez lo que los cristianos quieren decir cuando hablan del amor de Dios. Pero el budismo zen no habla del amor de Dios, sino de hacerse uno con la naturaleza y por lo mismo de un amor cósmico. Quizá el místico carmelita pueda ayudar a traducir esa experiencia en términos más personales: como “unión con Dios”. Sería la apertura del zen al cristianismo. El Maestro Dogen, fundador de la escuela de Soto, en el momento de su iluminación exclamó: “Lo he visto claramente: el espíritu no es otra cosa que las montañas, los ríos y la grande y ancha tierra; no es otra cosa que el sol, la luna y las estrellas”. Es lo que con otras palabras expresa la afirmación central del zen: el vacío (espíritu) es la forma (materia) y la forma (materia) es el vacío (espíritu). Juan de la Cruz expresará su experiencia de forma análoga, pero dando al espíritu el carácter de Espíritu trinitario, es decir, del amor del Padre que inhabitando plenamente en Cristo hace de él el Hijo Amado y el Amado que el alma busca: “Mi Amado, las montañas…”.

La Llama de amor viva de J. de la Cruz es ese Espíritu/Amor de la  Trinidad que purga y transforma al hombre, y no la fuerza de la naturaleza originaria o búdica que, recuperada de nuevo a través del vacío de toda forma objetivadora, se hace ahora presente como el ser real de las cosas intuido o “iluminado”, experiencia en la que desaparece de la conciencia central toda dualidad y por tanto todo “ego” y todo “algo”, que quedan suplantados por la vivencia directa de la realidad como ilimitada y sin fronteras. Dos visiones diferentes y si se quiere hasta situadas en dos extremos, pero no antagónicas. Los antagonismos se repelen, pero los extremos se tocan.

Eso sucede, y en muy alto grado, con el zen y J. de la Cruz.

BIBL. — a) General: D. T. SUZUKI, Ensayos sobre el budismo zen, 3 tomos, Buenos Aires, Kier, 1976; Id. La gran liberación, Bilbao, Mensajero, 1972; H. M. ENOMIYA-LASALLE, El zen, Bilbao, Mensajero, 1974; Id. Zen, un camino hacia la propia identidad, Bilbao, Mensajero, 1975; PH. KAPLEAU, Los tres pilares del Zen, Madrid, Gaia Ediciones, 1994; TH. MERTON, El zen y los pájaros del deseo, Barcelona, Kairós, 1972; F.-A. VIALLET, Zen, la otra vertiente, Bilbao, Desclée de Brouwer, 1973; A. WATTS, El camino del zen, Barcelona, Edhasa, 1977; K. G. DÚRCKEIM, El Zen y nosotros, Bilbao, Mensajero, 1977.

b) Particular sobre J. de la Cruz: J. S. MAMIC Giovanni della Croce e lo zen budismo. Un confronto nella problematica dello “svuotamento” interiore, Roma, Teresianum, 1982; H. M. ENOMIYA-LASALLE, Zen y mística cristiana, Madrid, Paulinas, 1991, p. 322-342; W. JOHSTON, La música callada, Madrid, Paulinas, 1974. Es un acercamiento a la espiritualidad sobre la base del zen, S. Juan de la Cruz y Teilhard de Chardin; I. OKUMURA, “Bouddhisme zen et mystique chrétienne, en Teresianum, 42 (1991) 475-510; W. JÄGER, La oración contemplativa. Una introducción según S. Juan de la Cruz, Barcelona, Ediciones Obelisco, 1989; SANTIAGO GUERRA, “S. Juan de la Cruz y el diálogo con Oriente”, en RevEsp 49 (1990) 501-541.

Santiago Guerra