Visiones

En la síntesis sanjuanista las “visiones” se encuadran en el complejo mundo de las aprehensiones de índole intelectual y  sobrenatural junto con las apariciones, locuciones, revelaciones y sentimientos espirituales. A todas estas manifestaciones extraordinarias aplica el Santo idénticos criterios, después de apuntar la naturaleza y los rasgos peculiares de cada una. Lo que se refiere a las revelaciones pueden reducirse a lo siguiente. La estadística arroja 155 casos en el uso del término “visión/es”, distribuidos así: 103 en la Subida, 20 en el Cántico (14 en CA), 4 en la Llama y uno en Av.

 I. Noción y división

El Santo arranca de una definición casi nominal: “Hablando propia y específicamente, a lo que recibe el entendimiento a modo de ver (porque puede ver las cosas espiritualmente, así como los ojos corporalmente) llamamos visión” (S 2,23,3). Esta definición sanjuanista, escueta y descriptiva queda luego desbordada por una visión más amplia de la realidad. Según él, pueden llamarse igualmente visiones todas las demás aprehensiones que caen bajo la luz del entendimiento: “Es, pues, de saber que, hablando anchamente y en general, todas estas cuatro aprehensiones (locuciones, revelaciones, sentimientos espirituales y visiones, que son puramente espirituales), se pueden llamar visiones del alma, porque al entender del alma llamamos también ver del alma” (S 2,23,2). En general, la visión mística equivale a la captación de una figura por una potencia humana cognoscitiva.

Las visiones místicas se ponen en correspondencia a las potencias cognoscitivas del ser humano, por tanto son: corporales, imaginarias-sensitivas e intelectuales. Se ha de tener en cuenta que J. de la Cruz usa terminología diversa para clasificar las visiones. Nunca usa, por ejemplo, la palabra mística al hablar de las diferentes aprehensiones espirituales o intelectuales o sobrenaturales. Por consiguiente, tampoco la usa al hablar de las visiones. Habla de visiones corporales, sensitivas, sobrenaturales, espirituales, intelectuales, imaginarias, divinas.

Las visiones corporales son las que se perciben por los sentidos externos, o puramente corporales, que ocupan la zona más baja y externa de nuestro ser, según la doctrina clásica de la Escolástica. Para el Santo tales visiones son más propias de los principiantes (S 2,11,1).

Las visiones imaginarias o sensitivas son percibidas por los sentidos internos: imaginación, fantasía, sentido común. De ellas habla el Santo con mayor frecuencia: “Las cuales pueden ser de dos maneras: unas sobrenaturales, que sin obra de estos sentidos se pueden representar, y representan a ellos pasivamente; las cuales llamamos visiones imaginarias por vía sobrenatural… Otras son naturales, que son las que por su habilidad activamente puede fabricar en sí por su operación, debajo de formas, figuras e imágenes” (S 2,12,3). En los altos estados de unión no se comunica Dios al alma mediante las visiones imaginarias (S 2,16,9). Son, más bien, propias de los ya iniciados o aprovechados en la vida espiritual o de oración. El alma ha de tener cuidado de no ir arrimándose a estas visiones imaginarias (S 2,16,10).

Las visiones espirituales o intelectuales son captadas por el alma en cuanto incorpórea, y recoge las esencias, las ideas, los espíritus y todo lo que abarca el campo de lo espiritual, sobrenatural, intelectual. En esta clase de visiones místicas incluye el Santo cuatro especies, que son de las que habla después: visiones, revelaciones, locuciones y sentimientos espirituales. Estas son las aprehensiones que “se ofrecen al entendimiento clara y distintamente por vía sobrenatural pasivamente, que es sin poner el alma algún acto u obra por su parte, a lo menos activo” (S 2,23,1).

Lo puramente espiritual es lo que se considera “sobrenatural” y “pasivo”. Dos condiciones que van unidas a todos los fenómenos místicos extraordinarios, que superen los sentidos externos e internos y que alcanzan el nivel de las potencias espirituales del hombre: entendimiento, memoria y voluntad. Las visiones incorpóreas, como de ángeles y de la misma alma no son de esta vida, (S 2,24,1.2.3.4). Las visiones de sustancias corpóreas, que espiritualmente se reciben en el alma, que son al estilo y manera de las visiones corporales, son las que pueden acontecer en esta vida, aunque de diferentes maneras que las espirituales o intelectuales (S 2,24,5).

En todas estas tres formas o clases de visiones el sujeto siempre es el mismo: el ser humano. Cualquiera de ellas tienen sus repercusiones en todo lo que es el hombre, proceda del nivel corporal, sensitivo o espiritual. Cualquier gesto de Dios en cualquier zona del ser racional repercute en lo que es el hombre en cuanto tal y como tal. Escribe el Santo: “La razón de esto es porque la visión corporal o sentimiento en alguno de los otros sentidos, así como también en otra cualquiera comunicación de las más interiores, si es de Dios, en ese mismo punto que parece o se siente hace su efecto en el espíritu, sin dar lugar que el alma tenga tiempo de deliberación en quererlo o no quererlo” (S 2,11,6). Dios, que es espíritu, habla al espíritu del hombre. Pero el hombre no puede prescindir de su cuerpo para captar los mensajes. Dios, adaptándose al hombre, se los ofrece pasando por los sentidos, para llegar al espíritu a través de ellos. Y es este contacto con el espíritu el que genera paz, gozo, serenidad profunda, humildad y amor verdadero.

En el tratamiento de las visiones y en la problemática espiritual de las mismas el Santo mantiene idénticas posturas similares y criterios similares a los adoptados respecto a las otras gracias místicas, como locuciones y revelaciones. De hecho, las hace intercambiables en la práctica, según puede comprobarse en sus respectivos lugares. También coincide en el fondo el esquema subyacente de sus consideraciones. En el tratamiento de las visiones y en la problemática espiritual de las mismas el Santo mantiene idénticas posturas similares y criterios similares a los adoptados respecto a las otras gracias místicas, como locuciones y revelaciones. De hecho, las hace intercambiables en la práctica, según puede comprobarse en sus respectivos lugares. También coincide en el fondo el esquema subyacente de sus consideraciones.

 II. Criterios de discernimiento

Son fundamentalmente los aplicados por el Santo a toda clase de aprehensiones, ya sean naturales o sobrenaturales, y desarrollados abundantemente en el libro 2 de Subida, especialmente en los capítulos 11, 12 y 16 donde habla de las aprehensiones naturales (cap. 11,12) y sobrenaturales imaginarias (c. 16). El principio más repetido es que “no pueden servir al alma de medio próximo para la unión con Dios”. Teniendo esto presente, habrá luego que discernir, valorar y conocer las que sirven más y sirven menos, las que son verdaderas y las que son falsas, ya que el demonio buscará todos los medios posibles para el engaño, así como la fuerza autosugestiva, en particular de determinadas personas, que puede hacer mucho daño a la propia persona.

Como en otros fenómenos extraordinarios existe la posibilidad cierta de que el demonio puede confundir y engañar al alma, bajo capa de bien y de certeza: “Puede también el demonio causar estas visiones en el alma mediante alguna lumbre natural, en que por sugestión espiritual aclara al espíritu las cosas, ahora sean presentes, ahora ausentes … Pero de estas visiones que causa el demonio a las que son de parte de Dios hay mucha diferencia. Porque los efectos que éstas hacen en el alma no son como los que hacen las buenas, antes hacen sequedad de espíritu acerca del trato con Dios e inclinación a estimarse, y a admitir y tener en algo las dichas visiones, y en ninguna manera causan blandura de humildad y amor de Dios” (S 2,24,7).

Otro principio sanjuanista, igualmente importante, es que las almas aprovecharán, si se niega lo sensible e inteligible de ellas (S 2,16,11-12). Pero siempre son más seguras y firmes las palabras de los profetas que las visiones: “Y tenemos más firme testimonio de esta visión del Tabor, que son los dichos y palabras de los profetas que dan testimonio de Cristo” (S 2,16,15). Como en las demás gracias místicas de índole extraordinaria existen graves riesgos de engaño y peligros consiguientes para la vida espiritual. De ahí, la preocupación del Santo por este asunto. La parte segunda del título del capítulo 18 de S 2 reza así: “Y dice también cómo, aunque sean de Dios, se pueden en ellas engañar”, prosiguiendo en el capítulo siguiente: “En que declara y prueba cómo, aunque las visiones y locuciones que son de parte de Dios son verdaderas, nos podemos engañar acerca de ellas. Pruébase con autoridades de la  Escritura divina”. La razón fundamental es que, aunque en sí sean verdaderas y ciertas, no siempre lo son para nosotros (S 2,17,7 y S 2,19,1). Dos son las causas aducidas: “La una es por nuestra defectuosa manera de entenderlas, y la otra, porque las causas de ellas son variables” (S 2,19,1).

Para el Doctor místico está claro que  Dios es inmenso y profundo, y en sus profecías, locuciones, revelaciones y demás caminos, suele llevar otros medios y vías y conceptos muy diferentes a como los podemos entender nosotros, aunque sean en sí tanto más verdaderos y ciertos cuanto a nosotros nos parece que no. Confirma el Santo sus afirmaciones con abundantes textos de Génesis, Jueces, Isaías,  S. Pablo, Jeremías, Salmos, Hechos, S. Juan. Después de largas pruebas y disquisiciones, el Santo afirma que, aunque sean ciertas, lo mejor de todo es huir de toda visión y palabra de Dios, por no saber entender los propósitos de Dios, siempre misteriosos y que superan la mente humana, y caminar en pureza de espíritu en la oscuridad de la fe, que es el medio propio y adecuado de la unión con Dios: “De esta manera y de otras maneras pueden ser las palabras y visiones de Dios verdaderas y ciertas, y nosotros engañarnos, en ellas, por no las saber entender alta y principalmente y a los propósitos y sentidos que Dios en ellas lleva. Y, así, es lo más acertado y seguro hacer que las almas huyan con prudencia de las tales cosas sobrenaturales, acostumbrándolas, como habemos dicho, a la pureza de espíritu en fe oscura, que es el medio de la unión” (S 2,19,14; cf. cap. 3,9 y 18).

III. Valoración teológica y espiritual

Se repite una vez más el exigente principio sanjuanista: la renuncia a todo, también a estos regalos místicos extraordinarios, así como a todo lo que puede ser embarazo y asimiento del alma respecto a las cosas del mundo: “Que piensan que, por el mismo caso que ser verdaderas y de Dios, es bueno admitirlas, y asegúranse en ellas, no mirando que también en estas hallará el alma su propiedad y asimiento y embarazo, como en las cosas del mundo si no las sabe renunciar a ellas” (S 2,16,4; cf. todo el capítulo 17 de S 2). Dios no da al alma estas visiones sobrenaturales para que las quiera tomar, arrimarse y apegarse, a ellas, ni para que haga caso de ellas, ya que él puede dar al alma y comunicarle espiritualmente y en sustancia lo que le comunica mediante cualquier forma de visión (S 2,16,13). No se deben, pues, ni pretender, ni desear, ni pedir (S 2,23,5).

Los verdaderos efectos que hacen en el alma estas visiones es  quietud, iluminación y alegría a manera de gloria, suavidad, limpieza y amor, humildad e inclinación o elevación del espíritu en Dios; unas veces más, otras menos; unas más en lo uno; otras en lo otro, según el espíritu en que se reciben y Dios quiere” (S 2,24,6). El bien que puede hacer al alma es comunicar amor, inteligencia, suavidad: “Porque estas visiones imaginarias, el bien que pueden hacer al alma, también como las corporales, exteriores que habemos dicho [en el nº 3 de este mismo capítulo y en el capítulo 11 de este mismo libro 2 de S], es comunicarle inteligencia, o amor, o suavidad” (S 2,16,10). Para que causen todo esto en el alma no es necesario que el alma las quiera, ya que “en ese mismo punto que en la imaginación hacen presencia, la hacen en el alma e infunden la inteligencia y amor, o suavidad, o lo que Dios quiere que causen” (ib).

Pero siempre hay que procurar encaminar por ellas al entendimiento en la noche espiritual de la fe y a la unión con Dios: “De estas [las visiones intelectuales], pues, también, como de las demás aprehensiones corporales imaginarias hicimos, nos conviene desembarazar aquí el entendimiento, encaminándole y enderezándole por ellas en la noche espiritual de la fe a la divina u sustancial unión con Dios” (S 2, 23,4).

No sólo afirma el Santo, como mejor receta, el huir y rechazar cualquier tipo de regalos místicos sobrenaturales y extraordinarios, por lo que tienen de apariencia externa, sino que al mismo Dios no le gusta que se deseen y se pidan tales visiones: “En que declara cómo, aunque Dios responde a lo que se le pide algunas veces, no gusta de que usen de tal término. Y prueba cómo, aunque condesciende y responde, muchas veces se enoja” (S 2 21, tít.). Así lo probará a lo largo de todo el capítulo con razones filosófico-teológicas y, sobre todo, con testimonios bíblicos. La primera gran razón es que, Dios lleva al hombre normalmente por medios que él tiene naturalmente ordenados para su gobierno. Medios naturales y racionales. Luego querer salir de los medios naturales y querer averiguar cosas por medios sobrenaturales, no es lícito. Por eso, Dios no gusta de ellos, pues de todo lo ilícito se ofende (S 2,21,1).

Y, si Dios no gusta, ¿por qué algunas veces responde Dios? Explica J. de la Cruz que, algunas veces, responde el demonio. Pero las que responde Dios es, “por la flaqueza del alma que quiere ir por aquel camino, porque no se desconsuele y vuelva atrás, o porque piense está Dios mal con ella y se sienta demasiado, o por otros fines que Dios sabe, fundados en la flaqueza de aquel alma, por donde se ve que conviene, responde y condesciende por aquella vía” (S 2,21,2). Dios, en definitiva, da a cada uno según su modo. Pero Dios no gusta de ese medio de comunicación.

Después de ilustrar su pensamiento con abundantes autoridades bíblicas (S 2,21,3-14), concluye el Santo: “Pero, si bien se mira, todo lo dicho hace para probar nuestro intento, pues en todo se ve no gustar Dios de que quieran las tales visiones, pues da lugar a que de tantas maneras sean engañados en ellas” (S 2,21,14).

En el capítulo 22 de S 2 aborda el Santo la diferencia entre la  Ley Antigua y la Ley Nueva respecto a preguntar a Dios por vía sobrenatural. Ahora –en la Ley de Gracia– no es lícito preguntar a Dios, mientras que sí lo era en la Ley Vieja, probándolo con la conocida autoridad de Heb. 1, 1-2, que traduce así: “Y es como si dijera: Lo que antiguamente habló Dios en los profetas a nuestros padres de muchos modos y de muchas maneras, ahora a la postre, en estos días nos lo ha hablado en el Hijo todo de una vez. En lo cual da a entender el Apóstol que Dios ha quedado como mudo y no tiene más que hablar, porque lo que hablaba antes en partes a los profetas ya lo ha hablado en el todo, dándonos al Todo, que es su Hijo” (S 2,22,4). Por lo cual hasta agravio podría ser para Dios preguntarle o querer alguna visión o revelación, además de ser una necedad (S 2,22,5). Dios te podrá responder tan bonitamente: “Tú pides locuciones y revelaciones en parte, y si pones en él los ojos, lo hallarás en todo; porque él es toda mi locución y respuesta y es toda mi visión y toda mi revelación. Lo cual os he ya hablado, respondido, manifestado y revelado, dándoosle por hermano, compañero y maestro, precio y premio” (S 2,22,5). Se trata, en definitiva, de descubrir el estilo y modo de Dios en su proceso purificativo en cada alma. Hay que encaminar a las almas “en la fe, enseñándolas buenamente a desviar los ojos de todas aquellas cosas, y dándoles doctrina en cómo han de desnudar el apetito y espíritu de ellas para ir adelante” (S 2,22,19). Al fin vuelve siempre la misma valoración: Vale más cualquier acto de caridad y la virtud de la humildad que todos los acontecimientos místicos extraordinarios.

IV. Normas de dirección espiritual

La experiencia sanjuanista, su doctrina y su pedagogía respecto a locuciones, revelaciones, sentimientos espirituales de cualquier clase y a las visiones, es límpida, transparente y lineal: a Dios se llega por la gracia, por las tres virtudes teologales, que purifican el entendimiento, la memoria y la voluntad y que generan en esa purificación, activa y pasiva, del sentido y del espíritu, las noches de la fe, esperanza y caridad y la segura actitud de humildad, que son los únicos medios necesarios y adecuados para que el hombre sea llevado propiamente a la unión con Dios. Todo lo demás que exceda la razón, la fe y los medios morales de santificación, aun siendo verdadero y de Dios, hay que rechazarlo por complicado e innecesario. Menos todavía hay que pedirlo o desearlo. Queda a sí a salvo la libertad del hombre y su condición de creyente en Dios, del que se fía absolutamente, apoyado sobre la roca viva de su palabra.

El Santo pone en guardia incluso contra los padres, maestros, directores espirituales o confesores que sientan determinada inclinación hacia todo este mundo de los fenómenos místicos extraordinarios –que más que otra cosa son epifenómenos sin transcendencia y sin necesidad alguna para la perfección cristiana, aunque sean buenos en sí y verdaderos de Dios– por la influencia negativa y hasta peligrosa que pueden generar en los discípulos, y hacerle al mismo tiempo inclinados a ellos, por la estimativa que pueden inducir en tales discípulos.

El título del capítulo 18 de S 2 es elocuente: “Que trata del daño que algunos maestros espirituales pueden hacer a las almas por no las llevar con buen estilo acerca de las dichas visiones”. Añade luego: “Y dar más luz del daño que se puede seguir, así a las almas espirituales como a los maestros que las gobiernan, si son muy crédulos a ellas, aunque sean de parte de Dios”. Se lamenta el Santo de la poca discreción que hay en algunos maestros espirituales por los errores cometidos en discernir y valorar dichas aprehensiones sobrenaturales. Esto se da sobre todo en quienes son inclinados a favorecer y estimar estos fenómenos místicos extraordinarios. No llevan a las almas por el camino de la humildad, ni por el verdadero camino de la fe, ni desembarazándolas de los impedimentos que esto supone. En los números 67 del mismo capítulo da normas y claves de comportamiento tanto al maestro como al discípulo. El tema es complejo. Pero de gran importancia para el discernimiento y la valoración real de todo lo que se refiere al campo de las realidades fenoménicas en el ámbito de la mística.

No hay que hacer caso de las visiones, si no es para comunicárselas al maestro espiritual, “sino sólo para decirlo al padre espiritual, para que le enseñe a vaciar la memoria de aquellas aprehensiones” (S 3, 8,5; cf 3 16,6 y 15,2). Los maestros, por su parte: “Encamínenlas en la fe, enseñándolas buenamente a desviar los ojos de todas aquellas cosas, y dándoles doctrina en cómo han de desnudar el apetito y el espíritu de ellas para ir adelante, y dándoles a entender cómo es más preciosa delante de Dios una obra o un acto de voluntad hecho en caridad, que cuantas visiones (y revelaciones) y comunicaciones pueden tener del cielo, pues estas ni son mérito ni demérito” (S 2,22,19).

Quedan siempre en pie los principios fundamentales de la pedagogía sanjuanista: “Han menester advertir que todas las visiones y revelaciones y sentimientos del cielo y cuanto más ellos quisieren pensar, no valen tanto como el menor acto de humildad, la cual tiene los efectos de la caridad” (S 3,9,4). Por otra parte: “Estas visiones, por cuanto son de criaturas, con quien Dios ninguna proporción ni conveniencia esencial tiene, no pueden servir al entendimiento de medio próximo para la unión de Dios” (S 2,24,8). El hombre ha de proceder siempre en tinieblas de fe y en libertad de espíritu, huyendo y desechando todo lo que sale de ese camino (cf S 2, 19,11 y 14; 21,11; 22,6).

Mauricio Martín del Blanco