El silencio no es un tema central en la pedagogía de san Juan de la Cruz, pero sí reviste gran importancia, pues se integra como un elemento fundamental para crear el clima que favorezca el proceso espiritual, y para definir la actitud interior con la cual la persona se abre a la experiencia de Dios. Podemos distinguir dos aspectos o dimensiones del silencio en la obra del Santo: una dimensión teologal, de cara a la relación de la persona con Dios, y otra dimensión que podríamos llamar ascética.
I. Dimensión teologal
1. DIOS SE COMUNICA EN EL SILENCIO. Para el Santo la relación del hombre con Dios se fundamenta totalmente en la iniciativa divina. Es Dios quien inicia la relación y quien confiere a ésta sus rasgos y características propias. Y Dios es un Dios silencioso, que “habla siempre en eterno silencio” (Av 2,21), que en el silencio se pronuncia y se expresa a sí mismo, y en el silencio se revela y comunica al ser humano. Dios es “música callada” (CB 15). Y así advierte el Santo: “mire aquél infinito saber y aquél secreto escondido: ¡qué paz, qué amor, qué silencio está en aquél pecho divino!” (Av 6,17). Su presencia en el hombre, en el “centro y fondo del alma” es silenciosa, allí mora “secreta y calladamente” (LlB 4,3).
De ahí que para abrirse a la comunicación divina el hombre deba mantenerse en la “paz y silencio espiritual” (LlB 3,66), pues “lo que Dios obra en el alma…es en silencio” (LlB 3 67). J. de la Cruz llama a la experiencia de Dios, o contemplación, “callada comunicación” (LB 3,40) que se realiza “en aquel sosiego y silencio de la noche” (CB 14,25); comunicación que él realiza “en secreto y silencio” (LlB). En efecto, se trata de una “inteligencia sosegada y quieta, sin ruido de voces; y así se goza en ella la suavidad de la música y la quietud del silencio” (CB 14,25). Habla también el Santo de los “bienes espirituales que Dios por sólo infusión suya, pone en el alma pasiva y secretamente, en el silencio” (N 2,14,1).
Esta auto-comunicación de Dios al hombre se realiza, pues, “solo en soledad de todas las formas, interiormente, con sosiego sabroso … porque su conocimiento es en silencio divino” (Av 1,28).
El Santo llama a la contemplación “sabiduría de Dios secreta o escondida, en la cual, sin ruido de palabras …, como en silencio y en quietud, …enseña Dios ocultísima y secretísimamente al alma sin ella saber cómo” (CB 39,12). Comunicación silenciosa de Dios que exigirá del hombre una actitud receptiva hecha de silencio personal: “en la vía del espíritu … es Dios el agente y el que habla secretamente al alma solitaria, callando ella” (LlA 3,39).
2. LA COMUNICACIÓN DE DIOS EXIGE SILENCIO. Para J. de la Cruz “no es posible que esta altísima sabiduría y lenguaje de Dios, cual es esta contemplación, se pueda recibir menos que en espíritu callado y desarrimado de sabores y noticias discursivas” (LlB 3,37). El silencio, efectivamente, es una condición indispensable para acoger en nosotros la auto-comunicación silenciosa de Dios. De hecho, “la sabiduría entra por el amor, silencio y mortificación” (Av 2,29), por ello, “todos los medios y ejercicios de potencias han de quedar atrás y en silencio, para que Dios de suyo obre en el alma la divina unión” (S 3,2,2), unión que sólo se alcanza “después que el esposo y la esposa … han puesto rienda y silencio a las pasiones y potencias del alma” (CA 32,1). Por eso, ante Dios, el hombre debe confesar: “allegarme he con silencio yo a ti” (Av 6,2).
3. LA COMUNICACIÓN DE DIOS PRODUCE SILENCIO. Si el silencio es una exigencia íntima de la comunicación de Dios al hombre, no es menos uno de los principales efectos que ésta causa en la persona. En ella “se siente el alma poner en silencio y escucha” (LlB 3,35), pues Dios entonces pone “en sueño y silencio” (N 2,24,3) las potencias y apetitos del alma. De hecho, algunas de estas “comunicaciones espirituales muy interiores y secretas” causan en los sentidos y potencias “gran pausa y silencio” (N 2,23,4), y así el alma queda “gustando de la ociosidad de la paz y silencio espiritual en que Dios la estaba de secreto poniendo a gesto” (LB 3,66).
Para el Santo, uno de los criterios para verificar la autenticidad de la experiencia espiritual consiste en ver si, de hecho, la persona va integrando el silencio en su propia vida, como un don recibido, “porque lo que no engendra humildad … y silencio, ¿qué puede ser?” (S 2,29,5). La actitud profunda y sincera de silencio está acreditando la madurez espiritual de la persona, pues cuando ésta está advertida en Dios “luego con fuerza la tiran de dentro a callar y huir de cualquier conversación” (Ct a las Carmelitas de Beas: 22.11.1587). No se trata de un silencio impuesto desde fuera o logrado a base de esfuerzo personal, sino más bien de una exigencia interior (“la tiran de dentro”), fruto de la presencia y acción de Dios que va invadiendo cada vez más plenamente las capacidades humanas.
4. EL SILENCIO COMO ACTITUD DE ESCUCHA. El Dios de J. de la Cruz es silencioso, pero no es un Dios mudo. Es un Dios vuelto hacia el hombre en iniciativa permanente de diálogo. Deseoso de hablar al hombre y de ser escuchado por él. Por eso no ahorra esfuerzos por conducirnos a aquellas condiciones personales que más favorezcan la escucha: “le ha costado mucho a Dios llegar a estas almas hasta aquí, y precia mucho haberlas llegado a esta soledad y vacío de sus potencias y operaciones para poderles hablar al corazón, que es lo que él siempre desea” (LlB 3,54; cf. CB 35,1; S 3,3,4).
El silencio es condición indispensable para una correcta escucha y audición de la Palabra de Dios, pues “como dice el Sabio, las palabras de la Sabiduría óyense en silencio” (LlB 3,67). Cristo, Palabra eterna del Padre, condensa en sí todo lo que Dios quiere comunicar a los hombres, “porque en darnos, como nos dio a su Hijo, que es una Palabra suya, que no tiene otra, todo nos lo habló junto y de una vez en esta sola Palabra, y no tiene más que hablar” (S 2,22,3). Buscar en Dios otra palabra “haría agravio a Dios … porque le podría responder Dios de esta manera: ‘Si te tengo ya habladas todas las cosas en mi Palabra, que es mi Hijo, y no tengo otra, ¿qué te puedo yo ahora responder o revelar que sea más que eso? Pon los ojos sólo en él, porque en él te lo tengo todo dicho y revelado” (S 2,22,5). De ahí que la invitación del Padre sea siempre la de ponerse totalmente a la escucha del Hijo: “Oídle a él, porque yo no tengo más fe que revelar, ni más cosas que manifestar” (S 2,22,5).
Oír, escuchar, acoger la Palabra con todo nuestro ser, sólo es posible desde el silencio, pues “una Palabra habló el Padre, que fue su Hijo, y ésta habla siempre en eterno silencio, y en silencio ha de ser oída del alma” (Av 2,21). Silencio y Palabra son aquí correlativos. La Palabra nace del silencio, pues en el silencio divino es engendrada y pronunciada. El silencio es el ámbito propio de la Palabra, donde ésta puede expresar todas sus virtualidades y desplegar su eficacia. Sólo en el silencio puede ser percibida por parte del hombre, desde una acogida plena y una total disponibilidad ante ella.
Para el Santo, “en la vía del espíritu … es Dios el agente y el que habla secretamente al alma solitaria, callando ella” (LlA 3,39 / LlB 3,44). Por eso, ante la Palabra de Dios, estamos siempre urgidos a reencontrar el silencio como condición indispensable de la escucha atenta, urgidos a “aprender a poner las potencias en silencio y callando, para que hable Dios” (S 3,3,4), la memoria “callada y muda, y sólo el oído del espíritu en silencio a Dios, diciendo con el Profeta: ‘Habla, Señor, que tu siervo oye’” (S 3,3,5). Ese silencio crea en el espíritu humano la necesaria libertad para ofrecerse como espacio donde pueda resonar plenamente la Palabra divina. Cualquier otro pensamiento o discurso “a que el alma se quiere arrimar, la impediría e inquietaría y haría ruido en el profundo silencio que conviene que haya en el alma, según el sentido y el espíritu, para tan profunda y delicada audición, que habla Dios al corazón en esta importante soledad, que dijo por Oseas (2,14), en suma paz y tranquilidad, escuchando y oyendo el alma lo que habla Dios en ella” (LlB 3,34).
Desde este silencio teologal de escucha atenta, el hombre se abre al diálogo profundo con Dios. Con ese Dios que “es voz infinita” (CB 14-15,10), y “que se comunica haciendo voz en el alma” (CB 14-15,11), y que “es un ruido y voz espiritual que es sobre todo sonido y voz, la cual voz priva toda otra voz, y su sonido excede todos los sonidos del mundo” … “y así es como una voz y sonido inmenso interior que viste el alma de poder y fortaleza” (CB 1415,9.10).
5. EL SILENCIO, EXPRESIÓN PLENA DEL HOMBRE ANTE DIOS. El Santo se hace eco de la exhortación de la Regla del Carmelo que, recogiendo la invitación del profeta (Is 30,15), invita al silencio y la esperanza: “en silencio y esperanza será nuestra fortaleza” (Ct a Ana de S. Alberto: 8.9.1591). Silencio y esperanza, así unidos, configuran una actitud global del hombre ante Dios, en apertura, en espera, en acogida, en atención teologal. En otra ocasión lo expresará así: “en silencio y esperanza y amorosa memoria” (Ct a María de Jesús: 18.7.1589). Es la actitud de quien, enriquecido con la Palabra de Dios escuchada y acogida, puede decir de sí mismo: “revolviendo estas cosas en mi corazón, viviré en esperanza de Dios” (LlB 3,21). Otra expresión propia del Santo para indicar esta actitud global del hombre ante Dios es la del “callado amor”, único lenguaje que Dios oye de nosotros (Ct a las Carmelitas de Beas: 22.11.1587; Av 6,10).
Quizá sean precisamente el amor y la esperanza, actitudes teologales fundamentales, quienes den al silencio religioso su valor intrínseco, rescatándolo del riesgo de quedar en una mera práctica ascética, y convirtiéndolo en una expresión tersa y transparente de lo que el hombre quiere ser, él mismo, en la presencia de Dios.
II. Dimensión ascética del silencio
No olvida, por otra parte, J. de la Cruz que el silencio es una práctica ascética valorada en toda la tradición religiosa y espiritual. Sabe que se trata de algo costoso y difícil, a lo que no nos sentimos naturalmente inclinados, un valor que hay que cultivar y cuidar con vigilancia permanente sobre sí mismo.
1. EL DEFECTO DE HABLAR MUCHO. No se muerde la lengua J. de la Cruz a la hora de denunciar la inmadurez espiritual del “alma que presto advierte en hablar y tratar”, de la que dice sin rodeos que “muy poco está advertida en Dios” (Ct a las Carmelitas de Beas: 22.11.1587). Y es que, como dice en la misma carta, “el hablar distrae” a la persona de esa advertencia o atención con que debe estar orientada radicalmente hacia Dios.
Entre “los hábitos de voluntarias imperfecciones” que denuncia el Santo, se encuentran la “costumbre de hablar mucho” y “otras conversaciones y gustillos en querer gustar de las cosas, y saber y oír y otras semejantes” (Av 2,42), lo cual es mucho “daño para poder crecer e ir adelante en virtud” (S 1,11,4). Por ello no deja de advertir, en sintonía con la enseñanza bíblica, que se ha de “dar cuenta de la menor palabra y pensamiento” ante Dios (Av 1,74), y así “cada palabra que hablaren sin orden de obediencia se la pone Dios en cuenta” (Av 2,6).
En este tema no podía el Santo dejar de hacerse eco de la exhortación contenida en la Carta de Santiago, 1, 26: “Si alguno piensa que es religioso no refrenando su lengua, la religión de éste vana es”. Y apostilla a continuación: “Lo cual se entiende no menos de la lengua interior que de la exterior” (Ca 9). Interior-exterior, con este binomio el Santo alude también a dos clases de silencio: el de las palabras (más externo) y el de los pensamientos (o silencio interior). Y le veremos insistir a menudo en cómo es tan importante el uno como el otro.
2. LA NECESIDAD DEL SABER CALLAR. «Saber callar” es para nuestro Santo “grande sabiduría” (Av 2,29), y así reconoce en el gusto por la soledad y el silencio una de las “señales del recogimiento interior” (Av 2,39). Este silencio es “la mayor necesidad que tenemos” (Ct a las Carmelitas de Beas: 22.11.1587), y sin él “es imposible ir aprovechando” (ib.).
Para J. de la Cruz ésta del silencio es una de las prácticas ascéticas mayormente preferibles, y así “mejor es vencerse en la lengua, que ayunar a pan y agua” (Av 5,12). Siempre se han de evitar “palabras que no vayan limpias” (Av 6,28) o aquellas con las que alguien pudiere ser ofendido (Av 6,29). Con todo, su recomendación es tajante: “hable poco”, tanto si es preguntado como si se trata de preguntar a otros (Av 6,19; 6,26), y “cuando fuere necesario hablar, sea con sosiego y paz” (Av 2,3).
En esto del saber callar, como en cualquier otra práctica ascética, el referente esencial y único debe ser siempre Cristo, modelo del hombre cabal: “No hacer cosa ni decir palabra notable que no la dijere o hiciera Cristo si estuviera en el estado que yo estoy y tuviera la edad y salud que tengo” (Grados, 3). Aconseja a menudo: “Acuérdese de Cristo crucificado y calle” (Ct a una carmelita, Pentecostés 1590). Para él, “esta vida, si no es para imitar a Cristo, no es buena” (Ct a M. Ana de Jesús: 6.7.1591), por lo cual aconseja “seguir sus pisadas de mortificación en toda paciencia, en todo silencio y en todas ganas de padecer” (Ct a las Carmelitas de Beas: 18.11.1586).
3. ASCESIS CON HORIZONTE TEOLOGAL. Toda la ascesis sanjuanista, y en particular ésta del silencio, carece de sentido si no es como disposición para el cultivo más intenso de una apertura creciente del ser humano ante Dios. Ese horizonte teologal es el que da su verdadero sentido y significado al esfuerzo ascético que supone el cultivar determinadas actitudes o desarraigar algunas imperfecciones. Anejas a la exhortación al silencio, se encuentran indicaciones precisas de su verdadera finalidad teologal: “obrando por amor de Dios todas las cosas” (Av 2,26), “traer el alma pura y entera en Dios” (Ca 9), “silencio y continuo trato con Dios” (Av 2,38), “olvidada de todo, more en su recogimiento con el Esposo” (Av 2,14), “traiga de ordinario el afecto en Dios” (Av 2,1) etc., pues “el alma contemplativa … ha de ser tan amiga de la soledad y silencio, que no sufra compañía de otra criatura … ha de cantar suavemente en la contemplación y amor de su Esposo” (Av 2,41). Sobre el silencio interior, el de los pensamientos, el Santo advierte que “un solo pensamiento del hombre vale más que todo el mundo; por tanto, sólo Dios es digno de él” (Av 1,35; cf. Av 2,36). Si eso es de los pensamientos, ¡cuánto más de las palabras!
Puede decirse como conclusión que para J. de la Cruz el silencio no es un valor absoluto en sí mismo, sino un valor relativo. Relativo a la comunicación del hombre con Dios, una relación que acontece en un clima de silencio en el que Dios se revela y comunica gratuitamente al hombre, a condición de que éste se abra ante él desde un silencio humano hecho de apertura total, de escucha atenta, de acogida incondicional, de orientación radical hacia Dios.
Estas son las connotaciones más hondas que hacen que el silencio no se reduzca a un mero elemento ascético, sino que sea, fundamentalmente, una expresión de esa tensión teologal que debe definir al hombre espiritual, tal como el Santo lo concibe.
BIBL. – AURORA EGIDO, “El silencio místico y san Juan de la Cruz”, en el vol. Hermenéutica y mística: San Juan de la Cruz, Madrid 1995, p. 161-195.
Alfonso Baldeón-Santiago