En dos ocasiones recuerda J. de la Cruz (N 1,2,5; Ct a las Descalzas de Beas: 22.11.1587) el texto evangélico de las lámparas de las vírgenes necias y prudentes (Mt 25,8), pero no se detiene en consideraciones especiales. Si el término adquiere importancia y notoriedad en sus escritos es porque lo ha convertido en centro de un símbolo extraordinariamente original y fecundo en su magisterio espiritual. Es, sin duda, el más novedoso y profundo dentro de la cadena formada por las estrofas de la Llama, única obra en que aparece el término en cuestión. Poéticamente es el más ceñido y unitario, pero su explicación en prosa duplica en extensión a todos los demás.
Los seis versos de la estrofa 3ª constituyen un entramado poética y doctrinalmente dependiente del símbolo enunciado en el primero: “Oh lámparas de fuego”, como sucede en la primera canción con el verso inicial: “Oh llama de amor viva”. El símbolo las “lámparas de fuego” mantiene una secuencia narrativa perfectamente lógica y unitaria, sin interferencias extrañas: las lámparas de fuego, iluminan y calientan con sus resplandores las cavernas del sentido oscuro y ciego.
La equivalencia simbólica se desdobla así en su aplicación espiritual: las lámparas de fuego son los atributos de Dios (LlB 3,2); sus resplandores son las noticias que de ellos recibe el alma (ib. 9); las cavernas profundas del sentido son las potencias y capacidades del alma (ib. 69). Establecida esta correlación es fácil desentrañar el contenido espiritual del símbolo sanjuanista. Bastará recordar lo fundamental, ya que los matices exigen una lectura directa de todo el comentario del autor.
a) Las lámparas de fuego. Comienza, como de costumbre, por señalar el referente natural de donde arranca el símbolo: “Las lámparas tienen dos propiedades, que son: lucir y dar calor” (LlB 3,2). En el ámbito de la experiencia mística sucede lo propio con ciertas comunicaciones divinas; tienen los mismos efectos para el espíritu: iluminan y calientan. Esas misteriosas lámparas son las propiedades, grandezas o atributos divinos: omnipotente, sabio, bueno, misericordioso, justo, fuerte, amoroso y “otros infinitos atributos y virtudes que no conocemos”. Cada uno de estos atributos luce y da calor como Dios, y así cada uno de estos atributos es una lámpara que luce al alma y da calor de amor” (LlB 3,2).
Como quiera que Dios, “en su único y simple ser, es todas las virtudes y grandezas” … Y como cada una de estas cosas sea el mismo ser de Dios en un solo supuesto suyo … siendo cada atributo de éstos el mismo Dios, y siendo Dios infinita luz e infinito fuego divino” es como una inmensa lámpara (ib.). Es indiferente, por tanto, hablar de una o de muchas lámparas.
La magnífica explicación sanjuanista merece leerse en su integridad. A ella pertenecen estos textos: “Por cuanto en un solo acto de unión recibe el alma las noticias de estos atributos, juntamente le es al alma el mismo Dios muchas lámparas, que distintamente la lucen y dan calor, pues de cada una tiene distinta noticia y de ella es inflamada de amor. Y así, en todas las lámparas particularmente el alma ama inflamada de cada una y de todas ellas juntamente, porque todos estos atributos son un solo ser … El resplandecer que le da esta lámpara del ser de Dios en cuanto es omnipotente, le da luz y calor de amor de Dios omnipotente”. Así de la sabiduría, de la bondad, de la justicia, etc. Concluye el Santo su ejemplificación: “A mi ver es la mayor comunicación que él le puede hacer en esta vida; le es innumerables lámparas que de Dios le dan noticia y amor” (ib. 3,3).
El deleite que recibe el alma en tal comunicación es calificado de admirable, y copioso, inmenso, subidísimo (ib. 3,4-5). En la imposibilidad de expresar tan “subidísima comunicación”, el Santo reincide en sus conocidas antítesis y oxímorons. Las lámparas se vuelven “aguas vivas”. La comparación está sugerida por dos textos bíblicos (Ez 36,25-26 y Hechos 2,3). La audacia comparativa se justifica así: “Aunque es verdad que esta comunicación es luz y fuego de estas lámparas de Dios, pero es fuego aquí … tan suave, que, con ser fuego inmenso, es como aguas de vida que hartan la sed del espíritu con el ímpetu que él desea” (ib. 8).
b) Los resplandores: llamaradas y sombras. Con la identificación de los resplandores terminan de perfilarse el sentido y alcance del símbolo. Aclara el Santo: “Estos resplandores son las noticias amorosas que las lámparas de los atributos de Dios dan de sí al alma, en los cuales, ella unida según sus potencias, ella también resplandece como ellos, transformada en resplandores amorosos” (LlB 3,9). Con las últimas frases se rompe la analogía base del símbolo. Las lámparas de fuego se distancian de las lámparas naturales, dando lugar a nuevas aplicaciones tan antitéticas como las “aguas vivas”.
“Esta ilustración de resplandores, en que el alma resplandece con calor de amor, no es como la que hacen las lámparas materiales, que con sus llamaradas alumbran las cosas que están en derredor, sino como las que están dentro de las llamas, porque el alma está dentro de estos resplandores … Y así diremos que es como el aire que está dentro de la llama, encendido y transformado en llama” (ib. 9). La aplicación es normal: “A este talle entenderemos que el alma con sus potencias está esclarecida dentro de los resplandores de Dios … Y así, estos movimientos de Dios y el alma juntos, no solo son resplandores, sino también glorificaciones en el alma” (ib. 10).
A semejanza de las lámparas que se vuelven “aguas vivas”, los resplandores se convierten en sombras, es decir: “obumbramientos resplandores” (ib. 13). Para explicar el oxímoron, antítesis doctrinalmente tan chocante, recurre a esta justificación: “Es de saber que cada cosa tiene y hace sombra conforme al talle y propiedad de la misma cosa. Si la cosa es opaca y oscura, hace sombra oscura; y si la cosa es clara y sutil, hace la sombra clara y sutil; y así la sombra de una tiniebla será otra tiniebla al talle de aquella tiniebla, y la sombra de una luz será otra luz al talle de aquella luz” (ib. 13).
Queda así abierta la puerta para explicar los resplandores-sombras. Es cierto que los atributos de Dios son lámparas “encendidas y resplandecientes”, pero estando tan cerca del alma “no podrán dejar de tocarla con sus sombras, las cuales también han de ser encendidas y resplandecientes al talle de las lámparas que las hacen, y así, estas sombras serán resplandores” (ib. 14). Exactamente como sucede con las “lámparas”. “De manera que la sombra que hace al alma la lámpara de la hermosura de Dios, será otra hermosura al talle y propiedad de aquella hermosura de Dios”; lo mismo la de la fortaleza, sabiduría, etc. (ib. 14-15).
c) En las cavernas del sentido. Los efectos de las lámparas, que son iluminar y calentar, producidos por medio de sus resplandores, se reciben en las “profundas cavernas del sentido”. Nada tienen que ver estas cavernas con las “subidas cavernas de la piedra”, descritas en el Cántico (CB 37). En lugar de los misterios profundos de Cristo, Dios y hombre, aquí son las potencias o capacidades del alma, lo que en otras obras llama el Santo “fortaleza del alma”, o su “caudal”. Su adaptación metafórica es bien clara: “Estas cavernas son las potencias del alma: memoria, entendimiento y voluntad, las cuales son tan profundas cuanto de grandes bienes son capaces, pues no se llenan con menos que infinito. Las cuales, con lo que padecen cuando están vacías, echaremos en alguna manera de ver lo que gozan cuando de Dios están llenas, pues por un contrario se da luz del otro” (LlB 3,18; cf. n. 68).
En el léxico sanjuanista resulta chocante que se consideren cavernas “del sentido” las potencias del alma, cuando lo habitual es contraponer ambas cosas. Todo se aclara si se tiene en cuenta el significado que así se da al “sentido”: “Por el sentido del alma entiende aquí la virtud y fuerza que tiene la sustancia del alma para sentir y gozar los objetos de las potencias espirituales con que gusta sabiduría y amor y comunicación de Dios. Y por eso a estas tres potencias, memoria, entendimiento y voluntad, las llama el alma en este verso ‘cavernas del sentido profundas’, porque por medio de ellas y en ellas siente y gusta el alma profundamente las grandezas y sabiduría y excelencias de Dios” (LlB 3,69). El sentido del alma, añade el autor, es algo parecido “al sentido común de la fantasía, al que acuden las formas de los objetos de los sentidos corporales, y es el receptáculo y archivo de ellas. Así este receptáculo del alma es “archivo de las grandezas de Dios” (ib.). Es fundamental no perder de vista esta curiosa acepción del “sentido”.
La aplicación espiritual al caso presente se basa en la doctrina del Santo sobre la limpieza, purgación y vacío de las cosas, de toda criatura, para poder llenarse de Dios. Ahora bien, según cantan los tres versos finales de la estrofa, las lámparas “dan calor y luz” a esas potencias (profundas cavernas del sentido) cuando estaban “oscuras y ciegas” (LlB 3,70-75), para llenarlas de luz y amor “junto a su Querido” (ib. 76-84). A lo largo del comentario a estos versos expone J. de la Cruz cómo se produce ese proceso de vaciamiento hasta llegar a la plenitud de la iluminación y del amor, luz y calor (LlB 3,19-76, con extensas digresiones sobre la dirección espiritual).
Comparando ambas situaciones, concluye el Santo: “Este sentido, pues, del alma que antes estaba oscuro sin esta divina luz de Dios, y ciego con sus apetitos y afecciones, ya no solamente con sus profundas cavernas está ilustrado y claro por medio de esta divina unión con Dios, pero aun hecho ya una resplandeciente luz él con las cavernas de sus potencias” (ib. 76). No encuentra términos ponderativos para describir la maravilla de las lámparas de fuego y de sus resplandores e incide constantemente en las mismas ideas y expresiones. Una síntesis, entre otras, es la siguiente:
“Estando estas cavernas de las potencias ya tan miríficas y maravillosamente infundidas en los admirables resplandores de aquellas lámparas, que en ellas están ardiendo, están ellas enviando a Dios en Dios, demás de la entrega que de sí hacen a Dios, esos mismos resplandores que tienen recibidos con amorosa gloria, inclinadas ellas a Dios en Dios, hechas también ellas unas encendidas lámparas en los resplandores de las lámparas divinas, dando al Amado la misma luz y calor de amor que reciben” (LlB 3,77).
Eulogio Pacho