Puede colegirse la importancia concedida por J. de la Cruz a las virtudes por textos como éstos: “Las virtudes por sí mismas merecen ser amadas y estimadas, hablando humanamente, bien se puede el hombre gozar de tenerlas en sí y ejercitarlas por lo que en sí son y por lo que de bien humana y temporalmente importan al hombre” (S 3,27,3). Pueden compararse al metal más valioso: “Y dice –el alma– que son de oro, para denotar el valor grande de las virtudes” (CB 25, 8). Al hablar de las virtudes, el Santo no tiene como objetivo definir su naturaleza, ni elaborar una teología sobre ellas, sino descubrir el valor que tienen, señalar el papel que juegan en el proceso de la perfección y, sobre todo, enseñar el modo de adquirirlas.
I. Diversas acepciones
El término “virtud/es” aparece 497 veces en los escritos de J. de la Cruz con diversas acepciones. Las más corrientes son las siguientes: a) virtud como capacidad, fuerza, cualidad, valor; excelencia, atributo; b) virtud como gracia, don; c) virtud como hábito operativo del bien. Lo más usual es que el Santo, al hablar de las virtudes, se refiera a todas en general pues parte de la base de que “todas crecen en el ejercicio de una” (S 1,12,5); con todas hace el alma una piña para su Amado y “así esta piña de virtudes que hace el alma para su Amado es una sola pieza de perfección del alma, la cual fuerte y ordenadamente abraza y contiene en sí muchas perfecciones y virtudes fuertes y dones muy ricos” (CB 16,9). El discurso sanjuanista sobre las virtudes se centra claramente en la tercera de las acepciones señaladas. Su preocupación práctica no significa que olvide o descuide la doctrina teológica suficientemente elaborada en su tiempo; al contrario, es fácil comprobar cómo todo su razonamiento acerca de las virtudes se fundamenta en unos cuantos principios básicos, universalmente aceptados. Son los siguientes: la virtud está en medio de los extremos; todas las virtudes están entrelazadas o interdependientes, de modo que con el ejercicio de una crecen las demás; “en la sequedad y dificultad y trabajo echa raíces” (CB 30, 5); la caridad, las une, sustenta y fortalece a todas, es la “forma de todas las virtudes”, según la formulación escolástica.
Aunque no propone una definición precisa de la virtud, apunta con claridad lo que no debe tenerse por virtud, como en el texto siguiente: “La virtud no está en las aprehensiones y sentimientos de Dios, por subidos que sean, ni en nada de lo que a este talle pueden sentir en sí; sino, por el contrario, está en lo que no sienten en sí, que es en mucha humildad y desprecio de sí y de todas las cosas…, y gustar de que los demás sientan de él aquello mismo, no queriendo valer nada en el corazón ajeno” (S 3, 9, 3).
Siguiendo los esquemas de su época, habla de virtudes naturales y sobrenaturales, infusas y adquiridas (CB 17, 5), virtudes teologales, cardinales y morales (N 1,13,5). A las únicas que dedica un tratado sistemático es a las teologales (S 2,1-35 y S 3,1-45). De las morales, ofrece sólo referencias generales en S 3, 27-45 al tratar de los “bienes morales”.
II. Ejercicio de virtudes y camino de perfección
Desde cierto punto de vista el camino de la unión-perfección, según el Santo, se identifica con el ejercicio de virtudes. Existe correlación exacta entre el nivel de madurez espiritual y el enraizamiento de las virtudes en el alma. Los principiantes tienen las virtudes flacas e imperfectas, pues obran guiados más por sus gustos y caprichos dado que todavía no “están habilitados por ejercicios de fuerte lucha en las virtudes … y como éstos no han tenido lugar de adquirir los hábitos fuertes, de necesidad han de obrar como flacos niños, flacamente” (S 1,1,3). Los aprovechados ya tienen un camino recorrido, han llegado al desposorio espiritual y sus virtudes son fuertes y sólidas. Los que están en el estado de unión o matrimonio espiritual las ejercitan con heroísmo y perfección: “Las cuales virtudes heroicas son ya las del matrimonio espiritual, que asientan sobre el alma fuerte” (CB 20,2). A la unión con Dios se llega por transformación de amor; ésta alcanza hasta lo más profundo de su ser (CB 1,17) y se manifiesta y concreta en el ejercicio de virtudes como modo de ser y de obrar.
SEGUIMIENTO DE CRISTO. En la perspectiva del Cántico espiritual, el alma inicia la búsqueda de su Amado para unirse con él a través de un proceso de interiorización, “no le vayas a buscar fuera de ti” (CB 1, 8) y por medio de mensajeros, que son sus deseos, afectos y gemidos (CB 2, 1). Viendo que no le bastan para encontrar a su Amado, decide buscarle ella misma: “Y así, en esta tercera canción dice que ella misma por la obra le quiere buscar, y dice el modo que ha de tener en hallarlo, conviene a saber: que ha de ir ejercitándose en las virtudes y ejercicios espirituales de la vida activa y contemplativa” (CB 3,1). La práctica de la virtud es el modo y manera que ha de llevar el alma en este camino de la unión, para el que no bastan los deseos ni las preguntas a terceros; “es menester obrar de su parte lo que es en sí” (CB 3,2), “porque el camino de buscar a Dios es ir obrando en Dios el bien y mortificando en sí el mal” (CB 3,4), que es en lo que consiste el ejercicio de virtudes. No se trata, por tanto, de seguir sus gustos, consuelos y placeres, sino de perderlos, ya que el ejercicio de las virtudes consiste en dejar “aparte el lecho de sus gustos y deleites” (CB 3,3).
El ejercicio de virtudes se identifica, por tanto, con el seguimiento radical de Cristo. Este camino “no consiste en multiplicidad de consideraciones, ni modos, ni maneras, ni gustos … sino en una cosa sola necesaria, que es saberse negar de veras, según lo exterior e interior, dándose al padecer por Cristo y aniquilarse en todo …Y si en este ejercicio hay falta, que es el total y la raíz de las virtudes, todas esotras maneras es andar por las ramas y no aprovechar, aunque tengan tan altas consideraciones y comunicaciones como los ángeles” (S 2,7,8). Esta es la pauta propuesta a “un religioso” para alcanzar “mucha perfección”, en la misma clave del CE y de la Subida: no poner los ojos en el gusto o disgusto al hacer la obra (Av 2), y para obrar las virtudes con fortaleza y constancia “tenga siempre cuidado de inclinarse más a lo dificultoso que a lo fácil, a lo áspero que, a lo suave, y a lo penoso de la obra y desabrido que a lo sabroso y gustoso de ella” (Av 6). Los caminos por los cuales “discurren” las almas a la perfección evangélica son muy diversos, “con muchas diferencias de ejercicios y obras espirituales” (CB 25,4), pero todos los caminos coinciden en ser ejercicio y progreso en la virtud.
LOS APETITOS, ENEMIGOS DE LA VIRTUD. Entre los apetitos y la virtud se da exclusión recíproca. Podemos decir, recordando un principio filosófico que suele usar el Santo, que son dos contrarios que no caben en un sujeto. La causa de los efectos negativos que producen los apetitos es “la contrariedad que derechamente tienen contra todos los actos de virtud que producen en el alma los efectos contrarios” (S 1,12,5). Uno de los daños que éstos causan en el alma “es que la entibian y enflaquecen para que no tenga fuerza para seguir y perseverar en virtud” (S 1,10,1). Por su propia dinámica los apetitos tienden hacia la dispersión, y quedando la voluntad derramada “en otra cosa fuera de la virtud” (S 1,10,1) no tiene la fuerza para obrarla, “si no se atajan, siempre irán quitando más virtud y crecerán para mal del alma como los renuevos en el árbol” (S 1,10,2). Se lamenta el Santo al ver los efectos paralizadores que tienen los apetitos del ejercicio de la virtud y que no se repare en ello: “Y así, es lástima ver algunas almas como unas ricas naos cargadas de riqueza, y obras, y ejercicios espirituales, y virtudes, y merced que Dios las hace, y … nunca van adelante, ni llegan al puerto de la perfección” (S 1,11,4). Quedan bloqueadas para el ejercicio y crecimiento de la virtud. Sin embargo, cuando las virtudes están fuertes, son un cerco o vallado del huerto del alma donde sólo pace el Amado (CB 21,18), son “escudos” que la protegen de los vicios “que con el ejercicio de ellas venció” (CB 24,9). Las virtudes morales van creciendo en la medida que se van sosegando las pasiones y poniendo freno a los apetitos: “Es de saber que el bien moral consiste en la rienda de las pasiones y freno de los apetitos desordenados; de lo cual se sigue en el alma tranquilidad, paz, sosiego y virtudes morales, que es el bien moral” (S 3, 5, 1).
LA VIRTUD NO SE IMPROVISA. Para J. de la Cruz la virtud no es fruto espontáneo en el ser humano. Tampoco los rigores y excesos son el mejor camino para adquirirlas: “¿Quién jamás ha visto que las virtudes y cosas de Dios se persuaden a palos y con bronquedad? … cuando crían a los religiosos con estos rigores tan irracionales, vienen a quedar pusilánimes para emprender cosas grandes en virtud” (Dictámenes 15 y 16). Recuerda con frecuencia el Santo el clásico principio de que la virtud está en medio de los extremos (N 1,6,1).
La adquisición, crecimiento y fortalecimiento de las virtudes es una tarea en la que convergen la gracia de Dios y el esfuerzo humano: “Las virtudes no las puede obrar el alma ni alcanzarlas a solas sin ayuda de Dios, ni tampoco las obra Dios a solas sin ella” (CB 30,6). El ejercicio de virtudes no es simple ascetismo, pero sí exige colaboración: “No basta que Dios nos tenga amor para darnos virtudes, sino que también nosotros se le tengamos a él para recibirlas y conservarlas” (CB 36,9).
La necesidad de un esfuerzo por parte del hombre para adquirir las virtudes la pone el Santo de manifiesto en S 1,13,5-6. De la mortificación y apaciguamiento de apetitos y pasiones “salen demás bienes” y para conseguir ese apaciguamiento, “es total remedio lo que se sigue, y de gran merecimiento y causa de grandes virtudes”, procurar “siempre inclinarse: no a lo más fácil, sino a lo más dificultoso; no a lo más sabroso, sino a lo más desabrido; no a lo más gustoso, sino antes a lo que da menos gusto; no a lo que es descanso, sino a lo trabajoso; no a lo que es consuelo, sino antes al desconsuelo; no a lo más, sino a lo menos; no a lo más alto y precioso, sino a los más bajo y despreciado; no a lo que es querer algo, sino a no querer nada; no a andar buscando lo mejor de las cosas temporales, sino lo peor, y desear entrar en toda desnudez y vacío y pobreza por Cristo de todo cuanto hay en el mundo” (S 1,13).
Este programa sanjuanista no se queda en algo negativo; establece la justa correlación entre apetitos y virtudes: la eliminación de los primeros equivale a la conquista de las otras. El objetivo primordial de eliminar los apegos es adquirir las virtudes, ganar en libertad y fortaleza para realizar el bien dejando al margen las resistencias externas o internas. Con el término “procure” se deja claro que este ejercicio es un acto libre de la voluntad por el que la persona se somete a unas renuncias con vistas a madurar en las virtudes y cuando la vida le presente situaciones difíciles poder responder con altura.
Las virtudes, que son como flores, “en las frescas mañanas escogidas”; si se “adquieren en el tiempo de juventud”, agradan más a Dios porque en esos momentos es cuando “hay más contradicción de parte de los vicios para adquirirlas, y de parte del natural más inclinación y prontitud para perderlas; y también porque, comenzándolas a coger desde este tiempo de juventud, se adquieren más perfectas y escogidas” (CB 30,4). Es también “en las frescas mañanas” de la juventud cuando las virtudes se adquieren con mayor firmeza y echan sus raíces, ya que se han logrado en medio de sequedades, aprietos y trabajos (CB 30,5).
FORTALECIMIENTO Y PERFECCIONAMIENTO DURANTE LA “NOCHE”. No basta el esfuerzo que desde una opción libre realiza la persona para adquirir y fortalecer las virtudes. También Dios realiza su parte para quitar “todas las impertinencias y niñerías, y hace ganar las virtudes por medios muy diferentes” (N 1,7,5); ni siquiera la persona llega a sospechar hasta dónde llega esta acción divina. Las pruebas y sufrimientos no buscados por el ser humano, sino padecidos, sin poderlos controlar lo fortalecen y perfeccionan en la virtud: “Por estos trabajos, en que Dios pone al alma y sentido va ella cobrando virtudes y fuerza y perfección con amargura; porque la virtud en la flaqueza se perfecciona (2 Cor 12,9), y en el ejercicio de pasiones se labra” (LlB 2,26).
El paso por la noche oscura, sobre todo por la pasiva, se convierte en el crisol donde la persona sale fortalecida y confirmada en las virtudes. La intención del Santo, al tratar en los primeros capítulos del libro primero de la Noche las imperfecciones de los principiantes, es para que “entendiendo la flaqueza del estado que llevan, se animen y deseen que los ponga Dios en esta noche, donde se fortalece y confirma el alma en las virtudes” (N 1,1,1). Esta noche, con sus padecimientos, es una cura de imperfecciones y una ganancia de virtudes: “Todo es padecer en esta oscura y seca purgación del apetito, curándose de muchas imperfecciones e imponiéndose en muchas virtudes” (N 1,1,2; y 1,13,5; 2,16,3). Todos los grandes provechos asignados por J. de la Cruz a la noche se relacionan directamente con las virtudes. Destaca los siguientes: a) “humildad espiritual, que es la virtud contraria al primer vicio capital que dijimos ser la soberbia espiritual” (N 1,12,7); b) “se ejercita en las virtudes de por junto”; c) “ejercítase la caridad de Dios”; d) “ejercita aquí también la virtud de la fortaleza”; e) “en todas las virtudes, así teologales, como cardinales y morales, corporal y espiritualmente, se ejercita el alma en estas sequedades” (N 1,13).
LAS VIRTUDES EN EL DESPOSORIO ESPIRITUAL. Aunque todo el proceso de la vida espiritual se presente como ejercicio de virtudes, en cada etapa destaca el Santo lo que le parece más característico en este punto. En el desposorio espiritual ha llegado el alma a un grado de unión y transformación en el Amado que exige virtudes más perfectas (CB 16,1) y, por eso, se ejercita en ellas con mayor espontaneidad e intensidad. Esta etapa del camino espiritual se define como “el alto estado y unión de amor en que después de mucho ejercicio espiritual, suele Dios poner al alma, al cual llaman desposorio espiritual con el Verbo, Hijo de Dios” (CB 1415,2). Se inicia con una comunicación de Dios al alma de “grandes cosas de sí, hermoseándola de grandeza y majestad, y arreándola de dones y virtudes, y vistiéndola de conocimiento y honra de Dios, bien así como a desposada en el día de su desposorio” (CB 14-15,2). Es el momento en que “ve el alma en su espíritu todas las virtudes suyas, obrando él en ella esta luz; y ella entonces, con admirable deleite y sabor de amor, las junta todas y las ofrece al Amado como una piña de hermosas flores” (CB 16,1).
En bellas imágenes describe el Santo este estado, en el que “se están comunicando y gozando las virtudes y gracias entre el alma y el Hijo de Dios” (CB 16,3) Es como: una viña florecida que “es el plantel que está en esta santa alma de todas las virtudes” (CB 16,4); “una viña florida y agradable de ella y de Él, en que ambos se apacientan y deleitan (CB 16,8); b) “una piña de rosas”, es decir, de virtudes, “que hace el alma para su Amado es una sola pieza de perfección del alma, la cual fuerte y ordenadamente abraza y contiene en sí muchas perfecciones y virtudes fuertes y dones muy ricos” (CB 16,9).
En el desposorio espiritual, las virtudes no son perfectas y heroicas; todavía persisten las molestias de los apetitos y movimientos sensitivos (CB 16,4-5) que estorban el ejercicio de virtudes en que el alma se deleita. “Los maliciosos demonios” embisten contra el alma haciéndole la guerra “a este reino pacífico y florido” de las virtudes del alma (CB 16,6). También puede aparecer en este estado de desposorio espiritual por el llamado “cierzo”, es decir, la sequedad, que como el viento frío y seco apaga “el jugo y sabor y fragancia de las virtudes … porque todas las virtudes y ejercicio afectivo que tenía el alma tiene amortiguado” (CB 17,3). Es necesario para detener la sequedad, perseverar, por un lado, en la oración y ejercicios espirituales; por otro, invocar al Espíritu Santo, que es el austro, viento apacible que “causa lluvias y hace germinar las yerbas y plantas y abrir las flores y derramar su olor” (CB 17,4). Labor que hace aspirando por el huerto del alma, abriendo “todos estos cogollos de virtudes y descubre estas especias aromáticas de dones y perfecciones y riquezas del alma, y manifestando el tesoro y caudal interior, descubre toda la hermosura de ella” (CB 17,6). En este estado de transformación está el alma “guisada, salada y sazonada con las dichas flores de virtudes y dones y perfecciones” y el Amado se “apacienta y deleita en ella, que es el huerto suyo entre los lirios de virtudes y perfecciones y gracias” (CB 17,10). El Amado y el alma, dada la íntima unión y comunión existente entre ellos, “están en uno gozando la flor de la viña” (CB 16,7).
MATRIMONIO ESPIRITUAL: VIRTUDES HEROICAS. Siguiendo la pauta sanjuanista propuesta en el Cántico (CB 24) la perfección de las virtudes, posible en esta vida, está reservada para el estado del matrimonio espiritual, o de unión transformante. Su afirmación es precisa: “Las virtudes fuertes y heroicas, envueltas en fe … son ya las del matrimonio espiritual, que asientan sobre el alma fuerte” (CB 24,2). Al hilo del comentario del Santo cabe destacar las características o rasgos siguientes de las virtudes:
a) Han llegado al máximo de su potencia y desarrollo: “En este estado están ya las virtudes en el alma perfectas y heroicas, lo cual aún no había podido ser hasta que el lecho estuviese florido en perfecta unión con Dios” (CB 24,3)
b) Son perfectas, fuertes y trabadas entre sí, y dan al alma la fortaleza y osadía del león: “Así, cada una de las virtudes, cuando ya las posee el alma en perfección, es como una cueva de leones para ella, en la cual mora y asiste el Esposo Cristo unido con el alma en aquella virtud y en cada una de las demás virtudes como fuerte león; y la misma alma, unida con él en esas mismas virtudes, está también como fuerte león, porque allí recibe las propiedades de Dios” (CB 24,4). Ya nada ni nadie la puede molestar en el ejercicio de virtudes: “de tal manera están trabadas entre sí las virtudes y unidas y fortalecidas entre sí unas con otras y ajustadas en una perfección del alma, sustentándose unas con otras, que no queda parte abierta ni flaca, no sólo para que el demonio pueda entrar, pero ni aun para que ninguna cosa del mundo, alta ni baja, la pueda inquietar ni molestar, ni aun mover” (CB 24,5).
c) Son innumerables o no reducibles a esquemas. Forman una especie de cerco protector del alma, coronada de “escudos de oro coronados”: “Los cuales escudos son aquí las virtudes y dones del alma … Y dice que son mil, para denotar la multitud de las virtudes, gracias y dones, de que Dios dota al alma en este estado. Porque para significar también el innumerable número de las virtudes de la Esposa usó del mismo término, diciendo: Como la torre de David es tu cuello, la cual está edificada con defensas, mil escudos cuelgan de ella, y todas las armas de los fuertes” (CB 24,9). Se las compara a los escudos porque han servido de defensa “contra los vicios que con el ejercicio de ellas venció” (ib.)
d) Producen los efectos correspondientes a sus cualidades. Al ser cada una de ellas “pacífica, mansa y fuerte” produce esos efectos en el alma que las posee (CB 24,8), gozando de una suavidad y tranquilidad que nunca pierde por nada (CB 24,6).
En el matrimonio espiritual, afirma el Santo, que el alma ejercita las virtudes de forma parecida a los ángeles, libres de pasiones y sentimientos: “Porque aquí le falta al alma lo que tenía de flaco en las virtudes, y le falta lo fuerte, constante y perfecto de ellas. Porque, a modo de los ángeles, que perfectamente estiman las cosas que son de dolor sin sentir dolor y ejercitan las obras de misericordia sin sentimiento de compasión, le acaece al alma en esta transformación de amor” (CB 20,10).
LA CARIDAD INFORMA TODAS LAS VIRTUDES. A medida que las virtudes se perfeccionan va produciéndose entre ellas una mayor conexión e interdependencia, de tal forma que “todas crecen en el ejercicio de una” (S 1,12,5), hasta quedar, en el estado de perfección, “trabadas entre sí, y unidas y fortalecidas entre sí unas con otras, y ajustadas en una acabada perfección del alma” (CB 24,5). Esta unión se sustenta en la caridad; “porque, así como el hilo enlaza y ase las flores en la guirnalda, así el amor del alma enlaza y ase las virtudes en el alma y las sustenta en ella” (CB 30,9). Figurativamente la caridad se compara a la “púrpura del lecho florido” en el matrimonio espiritual, “porque todas las virtudes, riquezas y bienes de él se sustentan y florecen y se gozan sólo en la caridad y amor del Rey del cielo, sin el cual amor no podría el alma gozar de este lecho de sus flores. Y así, todas estas virtudes están en el alma como tendidas en amor de Dios, como en sujeto en que bien se conservan, y están como bañadas en amor, porque todas y cada una de ellas están siempre enamorando al alma de Dios, y en todas las cosas y obras se mueven con amor a más amor de Dios” (CB 24,7)
La virtud de la caridad es la que hace germinar y hace crecer a las demás, la que les confiere valor a todas. “En el amor se asientan y conservan las virtudes; y todas ellas, mediante la caridad de Dios y del alma, se ordenan entre sí y ejercitan” (CB 24,7). Por el amor todas las obras se vuelven graciosas a Dios. Es el que “hace válidas a las demás virtudes, dándoles vigor y fuerza para amparar al alma, y gracia y donaire para agradar al Amado con ellas, porque sin caridad ninguna virtud es graciosa delante de Dios” (N 2,21,10). J. de la Cruz reitera con insistencia el principio básico de la tradición espiritual que coloca en el amor el fundamento, la raíz y el motor de todas las virtudes y su proyección teologal: “La flor que tienen las obras y virtudes es la gracia y virtud que del amor de Dios tienen, sin el cual no solamente no estarían floridas, pero todas ellas serían secas y sin valor delante de Dios, aunque humanamente fuesen perfectas” (CB 30,8; cf. CB 28,1.8; 30,10-11).
III. Las virtudes teologales
En una época en que lo maestros concentraban su atención en la oración y en el ejercicio ascético, entendido como práctica de las virtudes morales, J. de la Cruz cambió el panorama asentando el pilar de la vida espiritual en las virtudes teologales. Fe, esperanza y caridad son guía seguro en el camino de la unión con Dios; las tres virtudes teologales son las únicas que pueden considerarse como medio inmediato para esa unión; las demás equivalen a sendas lentas y remotas. La vida teologal es la que tiende el puente capaz de salvar la infinita distancia entre el ser de Dios y el ser de las criaturas. Las virtudes teologales son medios proporcionados que hacen posible que los extremos (hombre-Dios) lleguen a la unión por transformación de amor.
DON, ACOGIDA Y RESPUESTA. Tienen esa virtualidad porque las virtudes teologales son un don infundido de Dios al hombre y al mismo tiempo son acogida y respuesta por parte del hombre a la comunión que Dios le ofrece. Fe, esperanza y amor vienen de Dios y hacia él conducen. Cuando son acogidas por el hombre, se convierten en actitudes fundamentales con las que el hombre se dispone ante el misterio, entra en comunión con él y lo respeta en su ser. El hombre ha sido querido por Dios, desde toda la eternidad, para vivir en comunión con él, y para que pueda alcanzar este fin ha recibido de parte del Creador unas capacidades que hacen posible la relación de amistad entre ambos.
Al Dios que se nos ha revelado en Jesucristo, el hombre responde con la fe. Al Dios que promete una plenitud de vida el hombre responde con la esperanza; y al Dios Amor que nos ha amado primero, el hombre responde con la caridad que es el amor de Dios derramado en nuestros corazones (Rom 5, 5). Fe, esperanza y amor, como acogida y respuesta a la comunión que Dios ofrece al hombre, hacen posible la relación dialogal entre ambos, respetando el ser y la identidad de cada uno.
ÚNICO MEDIO PROPORCIONADO AL FIN. “Según regla de filosofía, todos los medios han de ser proporcionados al fin, es a saber, que han de tener alguna conveniencia y semejanza con el fin que se pretende” (S 2,8,2). Invocando este principio, J. de la Cruz cree que solamente las virtudes teologales establecen proporción entre los medios y el fin de la vida humana. Las considera como el único medio para alcanzar la unión: “El camino y medio para la unión de Dios es la fe” (S 2,11,4); “Estas tres virtudes … son el medio … y disposición para la unión con Dios” (S 2,6,6). Se caracterizan por la inmediatez con que ponen en relación de comunión a Dios y al hombre. Es sabido que para desarrollar su plan pedagógico el Santo adopta una metodología peculiar. En el proceso de purificación la fe se relaciona con el entendimiento, la esperanza con la memoria y la caridad con la voluntad. Algo similar sucede al momento de explicar la experiencia de lo divino en el matrimonio espiritual, bajo el símil de la “interior bodega” (CB 17).
Aunque las tres virtudes teologales son el único medio proporcionado para alcanzar la unión, da mayor relevancia a la fe. Dedica a ella todo el libro segundo de la Subida. Pero lo que el Santo dice de la fe lo podemos extender a las otras dos virtudes, dado que forman un todo inseparable: “Cuanto más el alma se quiere oscurecer y aniquilar acerca de todas las cosas exteriores e interiores que puede recibir, tanto más se infunde de fe y, por consiguiente, de amor y esperanza en ella, por cuanto estas tres virtudes teologales andan en uno” (S 2, 24,8; cf. S 2,29,5-6; 3,32,4). “No es necesario alargarnos tanto acerca de estas potencias; porque no es posible que si el espiritual instruyere bien el entendimiento en fe según la doctrina que se le ha dado, no instruya también de camino a las otras dos potencias en las otras dos virtudes, pues las operaciones de las unas dependen de las otras” (S 3,1,1).
Teniendo el principio de la unidad de las virtudes teologales como clave de interpretación, podemos ampliar a la tríada teologal lo que fray Juan dice de la fe en S 2,1,1-2: “…canta el alma la dichosa ventura que tuvo en desnudar el espíritu de todas las imperfecciones espirituales y apetitos de propiedad en lo espiritual…, y poder entrar en esta oscuridad interior, que es la desnudez espiritual de todas las cosas, así sensuales como espirituales, sólo estribando en pura fe y subiendo por ella a Dios”.
Dos bellas imágenes sirven a J. de la Cruz para resumir su pensamiento sobre la integración de las tres virtudes teologales en el proceso purificativo que conduce a la unión divina. Recorrer ese itinerario nocturno o catártico es como escapar por una » escala secreta” (S 3,1,1; cf. N 2,17-18) o salir “disfrazado” (N 2,21) en busca de Dios. Escribe en el primer texto: “La llama aquí escala y secreta, porque todos los grados y artículos que ella tiene son secretos y escondidos a todo sentido y entendimiento. Y así se quedó ella a oscuras de toda lumbre de sentido racional y entendimiento, saliendo de todo límite natural y racional para subir por esta divina escala de la fe, que escala y penetra hasta lo profundo de Dios. Por lo cual dice que iba disfrazada, porque llevaba el traje y término natural mudado en divino, subiendo por fe. Y así era la causa este disfraz de no ser conocida ni detenida de lo temporal, ni de lo racional, ni del demonio, porque ninguna de estas cosas puede dañar al que camina en fe … Por eso dice que salió a oscuras y segura, porque el que tal ventura tiene, que puede caminar por la oscuridad de la fe, tomándola por guía de ciego, saliendo él de todas los fantasmas naturales y razones espirituales, camina muy al seguro, como habemos dicho”. Conviene completar la lectura con Noche 2,21. Por eso también son presentadas dichas virtudes, en especial la fe, como guías de ciego que hacen que el alma camine “muy al seguro” hacia el término que es Dios.
FUNCIÓN PURIFICATIVA Y UNITIVA. Las virtudes actúan en principio como medios para la unión con Dios. Poseen un dinamismo intrínsecamente activo, tienen, pero por eso mismo, llevan en su misma naturaleza la fuerza de “apartar al alma de todo lo que es menos que Dios” (N 2,21,11). Quiere esto decir que en su función purificadora van realizando la unión del hombre con Dios. Ejercen, pues una función a la vez catártica y unitiva. Lo repite de mil maneras J. de la Cruz: “El alma no se une con Dios en esta vida por el entender, ni por el gozar, ni por el imaginar, ni por otro cualquier sentido, sino sólo por la fe según el entendimiento, y por la esperanza según la memoria, y por el amor según la voluntad. Las cuales tres virtudes todas hacen, como habemos dicho, vacío en las potencias: la fe, en el entendimiento, vacío y oscuridad de entender; la esperanza hace en la memoria vacío de toda posesión, y la caridad, vacío en la voluntad y desnudez de todo afecto y gozo de todo lo que no es Dios” (S 2, 6,1-2).
Esta dimensión negativa, privativa o purificadora de las virtudes teologales crea vacío en el entendimiento, ya que ninguna noticia, ni imagen, ni visión, ni locución, ni revelación que caiga en él, puede ser medio adecuado para alcanzar la unión. Tampoco pueden serlo las aprehensiones de la memoria que debe quedar desposesionada para tender constantemente a una plenitud que no está en las manos del hombre darse a sí mismo. El amor crea vacío y desnudez de todas las afecciones de la voluntad, para enderezarlas a Dios y no poner su gozo en los bienes temporales, naturales, sensuales, morales, sobrenaturales y espirituales, ya que “la voluntad no se debe gozar sino sólo de aquello que es gloria y honra de Dios y la mayor honra que le podemos dar es servirle según la perfección evangélica” (S 3,17,2), o lo que es lo mismo: amar a Dios con todo el corazón, con toda la mente y con todo el ser.
En conclusión: el camino de la unión es un continuo ejercicio de virtudes; a la vertiente negativa del vaciarse de todo lo que no es Dios para llenarse de él, se corresponde la positiva de practicar las virtudes. Su oficio es “unir purificando” o “purificar uniendo”; llenar de Dios el vacío de los apegos contrarios a él.
BIBL. — EULOGIO PACHO, S. Juan de la Cruz. Temas fundamentales 2 vol. Monte Carmelo, Burgos 1984, p. 85-127.
Miguel F. de Haro Iglesias