Caridad teologal

Como no podía ser menos, la caridad es tema central en toda la síntesis sanjuanista, tan reciamente cristiana. No importa que el Santo no lo desarrolle específicamente en determinadas páginas; está presente de alguna manera en la mayoría de ellas. Más que disertar sobre el concepto teológico, le interesa analizar el papel decisivo y determinante de la caridad en el proceso espiritual. No deja de ser sintomático que para designar esta realidad básica de la vida teologal prefiera el término “amor” al de “caridad”. Acepta, de hecho, la identidad sustancial de ambos vocablos porque asume la doctrina tradicional sobre la virtud teologal de la caridad.

I. Concepto y papel de la caridad

La caridad, ante todo, es amor, ya que “nos obliga a amar a Dios sobre todas las cosas” (S 2,6,4). No es un “amor-pasión” o un “amor-apetito”, sino un “amor-personal”, que tiende a la unión con el amado. La caridad es un amor de benevolencia, un amor de amistad. Pero la verdadera amistad es irrealizable sin la experiencia de la caridad teologal. El motivo por el cual se ejerce la caridad para con Dios es su bondad, o Dios en sí mismo, supremamente amable. “Debe, pues, el hombre gozarse no en si tiene las tales gracias y las ejercita, sino en si … sirve a Dios en ellas con verdadera caridad” (S 3,30,5). Sin embargo, la bondad de Dios, que motiva nuestro amor hacia él, lo hace en cuanto se comunica al hombre, en el cielo por la  visión beatíficia, y en la tierra por gracia. “Cuanto más pura y esmerada está el alma en fe, más tiene la caridad infusa de Dios. Y cuanto más caridad tiene, tanto más la alumbra y comunica los dones del  Espíritu Santo, porque la caridad es la causa y el medio por donde se les comunica” (S 2,29,6).

Así, pues, la caridad asume la forma de amor humano que tiende a la comunión de las personas, se sirve del dinamismo y de los mecanismos propios de la amistad y los actúa a un nivel superior en el plano antropológico y, al mismo tiempo, teologal. Abre al hombre a Dios, en una íntima relación personal y derriba las barreras que hacen imposible la comunión entre un hombre y otro. “San Pablo amonestaba a los Efesios que … estuviesen bien fuertes y arraigados en la caridad … para saber también la supereminente caridad de la ciencia de Cristo, para ser llenos de todo henchimiento de Dios” (CB 36,13).

La caridad tiene encomendadas las funciones más graves y delicadas de la vida humana y espiritual: es la energía humana primordial y criterio máximo de madurez personal. Tiene encomendado el primer mandamiento. Es el  alma de todo el proceso teologal, centrado, de principio a fin, por la unión de amor. No en vano “es la caridad el vínculo y atadura de la perfección” (CB 30,9).

La caridad, pues, es la virtud que hace que la voluntad se oriente a Dios, liberándose de la prisión que hacen en ella las  pasiones (S 3,17,2). Es también la virtud que, en el sistema sanjuanista, ha de educar a la voluntad para que se aleje de todo  apego no conforme a Dios, ya que “el que las manoseare con la voluntad quedará herido de algún  pecado” (S 3,18,1). Por ello, la caridad se convierte en el medio más apropiado para la unión con Dios: “Las obras y milagros sobrenaturales poco o ningún  gozo del alma merecen; porque, excluido el segundo provecho, poco o nada le importa al hombre, pues de suyo no son medio para unir el alma con Dios, si no es la caridad” (S 3,30,4). Los provechos que saca el alma de alejarse de todas las pasiones y apetitos, enderezando por la caridad la voluntad a Dios, son decisivos para la unión. De hecho, “el alma … apartando la voluntad de todos los testimonios y señales aparentes, se ensalza en fe muy pura, la cual le infunde y aumenta Dios …, y juntamente le aumenta las otras dos virtudes teologales, que son caridad y esperanza … Todo lo cual es un admirable provecho que esencial y derechamente importa para la unión perfecta del alma con Dios” (S 3,32,4). Finalmente, la caridad tiene la misión de ordenar las pasiones de la voluntad para dirigirlas a Dios. No se trata, pues, de eliminar las pasiones. La caridad ha de educar y encaminarlas hacia la unión, de tal modo que sirvan de estímulo al alma para llegar a la unión perfecta: “Debe, pues, el espiritual, en cualquiera gusto que de parte del sentido se le ofreciere … aprovecharse de él sólo para Dios, levantando a él el gozo del alma para que su gozo sea útil y provechoso y perfecto, advirtiendo que todo gozo que no es en  negación y aniquilación de otro cualquiera gozo, aunque sea de cosa al parecer muy levantada, es vano y sin provecho y estorba para la unión de la voluntad en Dios” (S 3,24,7).

II. Función purificadora

En el proceso hacia la unión con Dios se observa una evolución paralela del comportamiento teologal, en su doble dimensión: purificativa y unitiva, y del comportamiento oracional. La caridad, en la doctrina sanjuanista, aparece íntimamente ligada a la purificación de la voluntad. Presenta, por eso, el tema de la caridad como elemento “formador-director” de la voluntad. El objetivo del Santo es claro: conducir al alma a la unión con Dios, “pues el intento que llevamos en esta nuestra obra es encaminar el espíritu por los bienes espirituales hasta la divina unión del alma con Dios” (S 3,33,1). Para ello, será necesario “pasar la noche”, que consiste en la privación del gusto en el apetito de todas las cosas (S 1,3,1). Dada la conexión entre las tres potencias del alma, no purificar la voluntad por su virtud, que es la caridad, haría nula toda la tarea de purificación llevada a cabo sobre las demás potencias: “Sin obras de caridad la fe es muerta” (S 3,16.1). La purificación de la voluntad es algo que aparece como urgente para la  unión del alma con Dios. La razón de esta urgencia se halla en que la voluntad es la potencia que gobierna las “potencias”, los  apetitos y las pasiones del alma: “La  fortaleza del alma consiste en sus potencias, pasiones y apetitos; todo lo cual es gobernado por la voluntad; pues cuando estas potencias, pasiones y apetitos endereza en Dios la voluntad y las desvía de todo lo que no es Dios, entonces guarda la fortaleza del alma para Dios, y así viene a amar a Dios de toda su fortaleza. Y para que esto pueda hacer el alma trataremos aquí de purgar la voluntad de todas sus afecciones desordenadas, de donde nacen los apetitos, afectos y operaciones desordenadas, de donde le nace también no guardar toda su fuerza para Dios” (S 3,16,1).

Al igual que la fe se encarga de ordenar la potencia del entendimiento y la esperanza educa a la memoria, la virtud teologal que se ocupa de ordenar la voluntad es la caridad. “No hubiéramos hecho nada en purgar al entendimiento para fundarle en la virtud de la fe, y a la memoria en la de la esperanza, si no purgásemos también la voluntad acerca de la tercera virtud que es la caridad, por la cual las obras hechas en fe son vivas y tienen gran valor, y sin ella no valen nada” (S 3,16,1). Con ello J. de la Cruz confirma el valor fundamental de la caridad como norma para una adecuada y recta voluntad según Dios. La fe y la esperanza no serían nada sin la caridad, según la enseñanza paulina. Pero, sin una voluntad recta, ordenada por la caridad, no es tampoco posible una fe y una esperanza verdaderas. Es la caridad la que da viveza y valor a las obras de la fe y de la esperanza. De ahí que el papel de la virtud teologal de la caridad en la purificación de la voluntad sea crucial.

Insiste J. de la Cruz en la necesidad de purificar la voluntad para que el alma se vea libre y pueda llegar a la unión. Pues las pasiones “no dejan estar al alma con la tranquilidad y paz que se requiere para la sabiduría que natural y sobrenaturalmente pueda recibir” (S 3,16,6); porque las pasiones arrastran la voluntad y no la permiten “volar a la libertad y descanso de la dulce contemplación y unión” (ib.). Poner el gozo en cualquiera de los bienes temporales, naturales, sensuales, morales, sobrenaturales o espirituales en los que se puede detener produce graves daños en este camino. Por ello, es necesario caminar “poniendo la voluntad en razón, para que no, embarazada con ellos, deje de poner la fuerza de su gozo en Dios” (S 3,17,2), ya que “la voluntad no se debe gozar sino sólo de aquello que es gloria y honra de Dios” (ib.). Y la mayor gloria y honra que se le puede tributar es siempre la de “servirle según la perfección evangélica”, ya que fuera de ello, todo lo demás “es de ningún valor y provecho para el hombre” (ib.).

Arrancando de estos principios, J. de la Cruz está en grado de entender y comprender pedagógicamente las exigencias del  camino. Afirma sin rodeos que “el hombre ni se ha de gozar de las riquezas cuando las tiene él ni cuando las tiene su hermano, sino si con ellas sirven a Dios. Porque si por alguna vía se sufre gozarse en ellas, como se han de gozar en las riquezas, en cuanto se expenden y emplean en servicio de Dios; pues de otra manera no sacará de ellas provecho” (S 3,18,3). Para ello necesita “pasar de todo eso” (S 3,41,1)., ya que las pasiones “tanto más reinan en el alma, cuanto la voluntad está menos fuerte en Dios y más pendiente de criaturas” (S 3,16,4). Y ello porque las pasiones “hacen al alma todos los vicios e imperfecciones cuando están desenfrenadas” (S 3,16,5). El esfuerzo y el trabajo, pues, han de orientarse a “ordenarlas” y “componerlas”. Pero no basta hacerlo una a una, ya que dichas pasiones están fuertemente ligadas entre sí, y si se permite una, inmediatamente brotarán las otras. Por ello, “es de saber que, al modo que una de ellas se fuere ordenando y poniendo en razón, de ese mismo modo se pondrán todas las demás, porque están tan aunadas y tan hermanadas entre sí … que donde actualmente va la una, las otras también van virtualmente” (S 3,16,5).

Al exponer cómo actúa la caridad sobre la voluntad y cómo ha de realizarse  “la noche y  desnudez activa de esta potencia, para enterarla y formarla en esta virtud de la caridad de Dios” (S 3,16,1) J. de la Cruz lo reduce todo a ordenarla y ponerla en razón. Y esta ordenación, por la caridad, consiste o conlleva el poner la fuerza de la voluntad en Dios y apartarla de todas las demás cosas. Porque, y esta es la razón fundamental, poner la fuerza y el gozo de la voluntad en algo que no sea Dios constituirá un estorbo para la unión, ya que “la fortaleza del alma consiste en sus potencias, pasiones y apetitos, todo lo cual es gobernado por la voluntad; pues cuando estas potencias, pasiones y apetitos endereza en Dios la voluntad y las desvía de todo lo que no es Dios, entonces guarda la fortaleza del alma para Dios, y así viene a amar a Dios de toda su fortaleza” (S 3,16,2). Pero para esto tendrá que “purgar la voluntad de todas sus afecciones desordenadas, de donde nacen los apetitos, afectos y operaciones desordenadas, de donde le nace también no guardar toda su fuerza a Dios” (ib.). El Santo describe bellamente esta función de la caridad bajo la alegoría de un  disfraz. En toda esta “aventura” el alma se disfraza también “con una excelente toga colorada, por la cual es denotada la tercera virtud, que es caridad, con la cual … hace levantar tanto al alma de punto, que la pone cerca de Dios” (N 2,21,10), y “hace válidas a las demás virtudes” (ib.), ya que “sin caridad ninguna virtud es graciosa delante de Dios” (ib.). La caridad vaciando y aniquilando “las aficiones y apetitos de la voluntad de cualquier cosa que no es Dios” (N 2,21,11), mete al alma “en el arca de su caridad y amor” (CB 14,1), haciéndola reclinar “en este  florido lecho” (CB 26,1) “echando fuera todo temor” (CB 11,10).

III. Origen y desarrollo de la caridad

Alude el Santo en estas frases a su forma de presentar la raíz y el progreso de la caridad. Brota de Dios y vuelve a Dios, ya que en última instancia no es otra cosa que participación de la vida divina. Todo comienza con la mirada graciosa de Dios al alma, “porque mirar Dios es amar Dios” (CB 31,5; 32,3). El efecto de esa mirada se describe así: La divinidad “inclinándose al alma con  misericordia imprime e infunde en ella su amor y  gracia, con que la hermosea y levanta tanto, que la hace consorte de la misma Divinidad” (CB 32,4). En términos menos figurativos se afirma: “Poner Dios en el alma su gracia es hacerla digna y capaz de su amor” (CB 32,5). De ahí la atrevida conclusión del Santo: “Por tanto, amar Dios al alma es meterla en cierta manera en sí mismo, igualándola consigo, y así ama al alma en sí consigo, con el mismo amor con que él se ama. Y por eso en cada obra, por cuanto la hace en Dios, merece el alma el amor de Dios; porque, puesta en esta gracia y alteza, en cada obra merece al mismo Dios” (CB 32,6). Señalan estas frases los límites extremos de la caridad o amor divino. Arranca de la “mirada graciosa de Dios” y culmina en la  “igualdad de amor” entre ambos, Dios y el alma.

Desde el comienzo hasta su culminación recorre un desarrollo ininterrumpido y unitario, aunque conozca en el alma altibajos, ascensos y descensos. Ese crecimiento en la caridad es, ante todo, obra de Dios, ya que es él quien la infunde, “la aumenta, y el acto de ella, que es amar más, aunque no se le aumente la noticia” (CB 26,7-8). En la propia correspondencia encuentra el alma el motivo del progreso, ya que Dios no se deja ganar en generosidad. No tiene límites su generosidad para engrandecer “a un alma cuando da en agradarse de ella. No hay poderlo ni aun imaginar, porque, en fin, lo hace como Dios, para mostrar quién él es. Sólo se puede dar algo a entender por la condición que Dios tiene de ir dando más al que más tiene, y lo que va dando es multiplicadamente, según la proporción de lo que antes el alma tiene” (CB 33,8).

Aunque alude J. de la Cruz en distintas ocasiones al progresivo crecimiento en el amor divino, no pone interés en seguir las diversas graduatorias propuestas por otros autores espirituales. Recuerda con especial complacencia dos famosas. Al referirse a la gracia mística del “matrimonio espiritual” simbolizado en la “interior bodega”, asegura que es “el último y más estrecho grado de amor en que el alma puede situarse en esta vida”, lo que equivale a decir –prosigue el Santo– “que hay otros no tan interiores, que son los grados de amor por do se sube hasta este último”.

Añade que son siete, “los cuales se vienen a tener todos cuando se tienen los siete dones del Espíritu Santo en perfección” (CB 26,3). En ninguna parte se detiene a describir esta escala de siete peldaños. Resume, en cambio, otra de diez grados atribuyéndosela a san Bernardo y a santo Tomás conjuntamente (N 2,19-20).

Se trata de un paréntesis dentro de su exposición, no de un molde al que ajuste la exposición de su pensamiento.

J. de la Cruz no se sujeta a ningún esquema preestablecido a la hora de describir el crecimiento de la caridad; sabe que es imposible reducirla a esquemas o compartimentos estancos. Prefiere hablar del amor incipiente, del amor impaciente en las primeras estrofas del Cántico, de la inflamación de amor necesaria para afrontar la prueba definitiva de la purificación, en la Noche, y de la culminación o perfección de la caridad, que cierra el proceso con la igualdad de amor (CB 38,3-4; 39,4). Puesto a ponderar los quilates del amor perfecto en esta vida, J. de la Cruz encuentra insuficiente todo lenguaje. Lo que escribe en la Llama le parece pálido reflejo de la realidad. El hábito de la caridad que “el alma puede tener en esta vida tan perfecto como en la otra, mas no la operación y fruto” (LlB 1,14). Llegar aquí significa tener “visión de paz” y “perfección de amor” (LlB 1,16) en “el resplandor del oro que es la caridad” (LlB 4,13), porque el alma ya no busca ni quiere ni “pretende para sí sus cosas, sino para el Amado” (LlB 1,27), que es lo que “hace venir al Esposo corriendo a beber de esta fuente de amor de su Esposa” (CB 13,11). La caridad es la que enlaza perfectamente la existencia terrena y la bienaventuranza.

Por mucho que crezca con el tiempo, siempre puede “calificarse y sustanciarse mucho más” (LlB pról. 3).

BIBL. — SECUNDINO CASTRO, “El amor como apertura trascendental del hombre en san Juan de la Cruz”, en RevEsp 35 (1976) 431-463; BALDOMERO J. DUQUE, “El amor divino en san Juan de la Cruz”, en Teología Espiritual 24 (1980) 399-419; LUCIENMARIE DE ST. JOSEPH, “Dynamisme de l’amour”, en EtCarm 25 (1946) 170-188; JUAN DE JESÚS MARÍA, “Le amará tanto como es amada”, en EphCarm 6 (1955) 3-103; JOSEP VIVES, Examen de amor. Lectura de san Juan de la Cruz, 2ª ed. Bilbao, Desclée De Brouwer, 1998; ANDRÉ BORD, Les amours de saint Jean de la Croix, Paris, Beauchesne, 1998.

Aniano Álvarez-Suárez