Desierto

No extraña nada encontrar un elogio del desierto en Juan de la Cruz. Se le identifica fácilmente con ese paradigma. Podemos partir de esa preferencia biográficamente bien comprobada: “Allí [en una carta anterior] decía cómo me había querido quedar en este desierto de  La Peñuela, seis leguas más acá de  Baeza, donde habrá nueve días que llegué. Y me hallo muy bien, gloria al Señor, y estoy bueno; que la anchura del desierto ayuda mucho al  alma y al cuerpo, aunque el alma muy pobre anda. Debe querer el Señor que el alma también tenga su desierto espiritual. Sea muy enhorabuena como él más fuere servido; que ya sabe Su Majestad lo que somos de nuestro. No sé lo que me durará… Sea lo que fuere, que en tanto, bien me hallo sin saber nada, y el ejercicio del desierto es admirable” (Ct. 28). Desierto físico y desierto espiritual se juntan en esta ultima vivencia de un valor que le acompañó siempre con su ambigüedad.

I. Programa e ideal de vida

El desierto ha sido en J. práctica, programa e ideal; fue parte de su agenda y estrategia de reforma. Parte sólo, pues otra parte es la presencia en la ciudad. Cuando en su obra reformadora, bajo el influjo ideal de los descalzos franciscanos, sobre todo, busca marcar su nuevo territorio, su política de fundaciones, de presencias y ausencias intentadas, evitadas o buscadas, será preferida, idealmente al menos, la huida al desierto, la fuga a las soledades. No es el desierto de los arenales y las dunas, no es la Cartuja lo que realizará efectivamente J. Su doctrina sobre el desierto es solo la espiritualización de la tensión eremítica que habita en todo carmelita y tira de él desde la Regla primitiva hacia los espacios de la soledad, el silencio y el vacare Deo. Hacia la única cosa necesaria (C 29,1). El grupo inicial con J. a la cabeza parte hacia el desierto con un fuerte componente contemplativo agregado por los ideales de  S. Teresa. Busca refugio y primera realización en  Duruelo; esta preferencia rural frente a lo urbano no es del todo desagradable a la Madre, pero ante todo por su valor apostólico más que por su nota eremítica. “Iban a predicar a muchos lugares que están por allí comarcanos sin ninguna doctrina, que por esto también me holgué se hiciese allí la casa” (F 14, 8). De hecho, en la vida de J. de la Cruz el impulso hacia el desierto físico es evidente.

Ya se ha observado cómo traza su recta línea vital y vocacional saltando en zigzag desde los espacios atareados y poblados de la ciudad al desierto, desde períodos de afanosa actividad pastoral, apostólica y científica hacia los espacios de la soledad y retiro más estricto. Entre estos dos polos de atracción marca su rumbo, la brújula lleva siempre el camino de su vocación descalza y contemplativa. De la posibilidad de hacer carrera humanística o eclesiástica en  Medina (ruido) al noviciado de los carmelitas (desierto y soledad); de los estudios salmantinos y sus posibles ascensos (ruido) a la soledad de Duruelo (desierto); de ahí a la populosa  Alcalá (ciudad), de allí a la Encarnación (ciudad), a la cárcel (desierto), al  Calvario (desierto) a  Baeza (ciudad), a  Granada (ciudad). Y de allí por fin a  Segovia (desierto-ciudad) y a La Peñuela último desierto, primera isla en que “se apareja ya para subir por el desierto de la muerte” (C 40, 2) hacia el paraíso más acompañado y poblado. Ubi Iesus ibi coelum. Los polos de atracción han mantenido su imán orientando a J. que ha trazado su rumbo, entre lo dado y lo creado por él, recto y fijo hacia lo absoluto, hacia el futuro.

II. Emblema de doctrina

Desierto es uno de los lemas de su doctrina, un emblema que condensa y simboliza un conjunto de ideales, aspiraciones y experiencias que superan la mera misantropía o el deseo de aislamiento y soledad que puede caber en el eremitismo. J. de la Cruz no es eremita. Su desierto como la noche, la  soledad, la  sequedad, la desnudez, la descalces, el vacío, la pobreza es un emblema místico de curso corriente en su época y en su doctrina. Lo recibe acuñado y lo usa con nuevos valores y más brillo gracias a sus propios y poéticos contextos.

De ser una experiencia que ha vivido y saboreado ha pasado a ser una clave en su experiencia vital y en su mensaje doctrinal. Lo que eran inicialmente vivencias, añoranzas y nostalgias de hombre ocupado y lleno de proyectos y tareas de gobierno vino a ser al fin un valor religioso que juega un importante papel en su aventura vital, poética y doctrinal de unión con Dios. No está lejos de la tradición el uso que hace de este símbolo religioso.

Naturalmente su germen está en el libro del Éxodo. Desde allí lo transporta a sus libros y doctrinas ya cargado de valencias y evocaciones religiosas. En varias ocasiones hace la referencia alegórica o relectura intimista y espiritual de la espiritualidad del Desierto. Entra sin ninguna violencia en su sistema y experiencia.

Su enseñanza y su crítica de las formas, mediaciones, espacios y gestos de la oración y la religiosidad popular llevan ya explícitamente este componente biográfico de sus preferencias y aprecio por el desierto como realidad física apta o adaptada a las necesidades de la comunión teologal que quiere enseñar; antes de ser una actitud moral que se puede ejercitar y practicar en todo lugar, el sujeto que busca la unión con Dios puede empezar trasladándose en busca de la belleza natural o mejor aún ir buscando el desierto en el desierto “pues así lo hacían los anacoretas y otros santos ermitaños que en los anchísimos y graciosísimos desiertos escogían el menor lugar que les podía bastar, edificando estrechísimas celdas y cuevas y encerrándose allí” (S 3,42,2).

Y en ancho desierto, estrecha  celda, Dios no está atado a lugar alguno, pero la  belleza, la  memoria de experiencias sentidas y de gracias recibidas en determinados sitios, la condición encarnada del hombre hace que nosotros necesitemos distinguir unos de otros y que por tanto nos podamos ayudar de los lugares retirados; pero es la voluntad la que hace desierto de todo lugar, de cualquier espacio lugar de comunión. Desde cualquier sitio se llega a la tierra santa del encuentro en espíritu y verdad (S 3,40,1; 42,3-5). Sin la voluntad educada e informada por el amor todo lugar es pagano; la voluntad es el poder que hace decente todo lugar corporal. Cualquier lugar vale: “No me da más esos desiertos que otros cualesquiera” (S 3 42,3) para el encuentro de fe y amor con el omnipresente amor y palabra de Dios.

Si algún espacio hubiese que privilegiar es el preferido por la práctica del Maestro de toda oración: “El escondrijo de nuestro retrete, donde sin bullicio y sin dar cuenta a nadie lo podemos hacer con más entero y puro corazón… o si no en los desiertos solitarios como él lo hacía y en el mejor y más quieto tiempo de la noche” (S 3,44,4).

III. Paradigma espiritual

Pero además y después de ser un ejercicio corporal de retraimiento o mental de recogimiento que hay que aprender, el desierto es un paradigma espiritual que resume perfectamente las etapas del proceso de crecimiento cristiano que J. de la Cruz describe: llamada de Dios, salida (éxodo) en búsqueda de la libertad (S 1), aprendizaje de la soledad como libertad del corazón y la mente (S 2-3), noche y desierto como prueba de resistencia y de fidelidad (N 1 y 2), como espacio de renovación de la alianza (CB 1-3) y lugar de purificación del amor para ser al fin también espacio de la soledad, del secreto y de la intimidad de los amantes (CB 13-22) y escondrijo de la exclusividad, la totalidad y la intimidad del amor místico (CB 23-40). En Llama (3,38) se hace una rápida lectura alegórica de toda la historia esquemática del Éxodo trasponiéndola a su propia aventura espiritual y a su experiencia mística en general. Las equivalencias que importan son el hijo de Dios, es el pueblo de Israel, es el alma que sale de la esclavitud (la etapa del sentido) y entra por el desierto en la tierra prometida. “Pon, recomienda al maestro, el alma en paz, sacándola y libertándola del yugo y servidumbre de la flaca operación de su capacidad, que es el cautiverio de Egipto, donde todo es poco más que juntar pajas para cocer tierra (Ex 1,14; 5,7-19), y guíala, ¡oh maestro espiritual!, a la tierra de promisión que mana leche y miel (Ex 3,8.17), y mira que para esa libertad y ociosidad santa de hijos de Dios llámala Dios al desierto, en el cual ande vestida de fiesta y con joyas de oro y plata ataviada (Ex 32,2-3), habiendo ya dejado a Egipto, dejándolos vacíos de sus riquezas, que es la parte sensitiva”. Para J. de la Cruz se puede decir que la tierra prometida es el desierto, esa es su patria y promesa, esa soledad y santa ociosidad es la contemplación, ese es su deseo y su meta; el valor máximo que orienta su camino.

En él –desierto y paraíso– se ahoga todo perseguidor, él es la libertad, ahí tiene su alimento verdadero: “Y no sólo eso, sino ahogados los gitanos en la mar (Ex 14,27-28) de la contemplación, donde el gitano del sentido, no hallando pie ni arrimo, se ahoga y deja libre al hijo de Dios, que es el espíritu salido de los límites angostos y servidumbre de la operación de los sentidos, que es su poco entender, su bajo sentir, su pobre amar y gustar, para que Dios le dé el suave maná… Pues, cuando el alma va llegando a este estado, procura desarrimarla de todas las codicias de jugos, sabores, gustos y meditaciones espirituales, y no la desquietes con cuidados y solicitud alguna de arriba y menos de abajo, poniéndola en toda enajenación y soledad posible; porque, cuanto más esto alcanzare, y cuanto más presto llegare a esta ociosa tranquilidad … Y un poquito de esto que Dios obra en el alma en este ocio santo y soledad es inestimable bien, a veces mucho más que el alma ni el que la trata pueden pensar. Y, aunque entonces no se echa tanto de ver, ello lucirá a su tiempo. A lo menos lo que de presente el alma podía alcanzar a sentir es un enajenamiento y extrañez, unas veces más que otras, acerca de todas las cosas, con inclinación a soledad y tedio de todas las criaturas del siglo, en respiro suave de amor y vida en el espíritu. En lo cual, todo lo que no es esta extrañez, se le hace desabrido; porque como dicen, gustado el espíritu, desabrida está la carne” (LlB 3, 38-39).

Este es el desierto sanjuanista, esta extrañez, esta comunicación al corazón, es decir, sin los intermedios mediadores y mediatizados del sentido y las capacidades humanas. El desierto es una posibilidad universal, de todo hombre, en todo tiempo y en todo lugar. No es un lugar, es una gracia desarrollada, es la posibilidad de vivir como hijos y en la intimidad de Dios.

Naturalmente el desierto es el espacio del amor puro sin arrimo de interés ni de otras ocupaciones; es el lugar de la  contemplación amorosa. La obra más importante, lo único necesario (CB 29,1) se posibilita con la salida al desierto. La obra que ejercita María holgando a los pies del Señor, la que recomienda el Señor a Marta (ib.), la que provoca el conjuro de la Esposa del Cantar para que la dejen disfrutar y fructificar en este ocio santo, la que llevó a Magdalena, la apasionada amante, primero a predicar y finalmente al desierto: “Porque es más precioso delante de Dios y del alma un poquito de este puro amor y más provecho hace a la Iglesia, aunque parece que no hace nada, que todas esas otras obras juntas. Que, por eso, María Magdalena, aunque con su predicación hacía gran provecho y le hiciera muy grande después, por el grande deseo que tenía de agradar a su Esposo y aprovechar a la Iglesia, se escondió en el desierto treinta años para entregarse de veras a este amor, pareciéndole que en todas maneras ganaría mucho más de esta manera, por lo mucho que aprovecha e importa a la Iglesia un poquito de este amor. De donde, cuando alguna alma tuviese algo de este grado de solitario amor”… (ib. 3). “Que al fin, para este fin de amor fuimos criados” (ib.). Por eso es valioso el desierto entendido como ejercicio espiritual de total consagración al amor de Dios, porque “habla Dios al corazón en esta soledad que dijo por Oseas (2,16) en suma paz y tranquilidad” (LlB 3,34). Esta es la patria del hombre, su tierra prometida: “Porque cumple en ella lo que prometió por Oseas (2,14), diciendo: “Yo la guiaré a la soledad y allí hablaré a su corazón. En lo cual da a entender que en la soledad se comunica y une él en el alma. Porque hablarle al corazón es satisfacerle el corazón, el cual no se satisface con menos que Dios” (CB 35,1). Este cuando llega a confirmarse en la quietud del único y solitario amor de Dios entonces llega al desierto. Esa es la alianza perfecta, allí es hijo y no esclavo, ahí está su libertad y corona.

Para alcanzarla como meta ha de preceder según J. el desierto pasivo como experiencia de extrañez de todo, de exilio y compañía, ha de haber andado largo tiempo por “tierra desierta seca y sin camino (Ps 63, 2-3: S 3,32,2 y N 1 12,6) que las sequedades y desarrimos de la parte sensitiva se entiende aquí por la tierra seca desierta y sin camino” (ib.). El desierto educa a la soledad y prepara con privaciones y abnegación la fecundidad de la intimidad y la unión de amor. “Estos que comienza a llevar Dios por estas soledades del desierto son semejantes a los hijos de Israel, que luego que en el desierto les comenzó a dar Dios el manjar del cielo … lloraban y gemían por las carnes entre los manjares del cielo” (Núm. 11,4-6: N 1,9,5). Desierto es pedagogía divina de adecuación y engolosinamiento de otros manjares que los que el hombre cultiva y alcanza por sí. Nuevo alimento y nuevo vestido exige el tránsito que J. de la Cruz experimenta y enseña en la noche, el otro nombre del desierto.

El desamparo del desierto exige nuevos vestidos, el conocimiento de sí y la verdad humilde. El desierto es el espacio del conocimiento propio y de la verdad desnuda. El hombre en el desierto está solo ante Dios solo. No hay máscaras en el desierto y se ve abocado a la verdad y en su impotencia ha de probar su humillación y preparar su receptividad. Escuela de verdades. Así aparece en toda la alegoría de Ex 33, 5 en N 1,12, 2 donde se lee un midrash místico que traspone el mandato de cambiar vestidos de fiesta por el de trabajo al plano espiritual y se interpreta como todo, como cobertura autorizada de la experiencia “de la seca y oscura noche de contemplación oscura y su efecto de producir conocimiento propio… de su miseria y bajeza” (N 1,12, 2). El desierto le pone al hombre el traje de trabajo, de sequedad y desamparo, le desnuda y reduce a su mera verdad, “que de suyo no hace nada ni puede nada” (ib.).

Todavía en la segunda noche, la horrible y espantable noche del espíritu, el desierto se evoca para afirmar la trascendencia santísima de Dios y la necesidad de transformación y refacción del hombre, pues sin esta transformación de la noche pasiva del espíritu “no puede llegar a gustar los deleites (maná o pan de los ángeles) del espíritu de libertad según la voluntad desea” (N 2, 9, 2). Pero la experiencia de la oscura contemplación llena el alma de un tan particular que ni se puede decir. Es secreto, como el camino sobre el mar, como la estancia en el desierto, soledad sin caminos, de modo que poderlo decir “ya no es en razón de pura contemplación, porque ésta es indecible y por eso se llama secreta”. El desierto místico es “un abismo secreto” (N 2,17,6) en el que el alma “echa de ver claro que está puesta alejadísima y remotísima de toda criatura; de suerte que le parece que le colocan en una profundísima y anchísima soledad donde no puede llegar alguna humana criatura, como en un inmenso desierto que por ninguna parte tiene fin, tanto más deleitoso, sabroso y amoroso, cuanto más profundo, ancho y solo” (ib.).

“Debe querer el Señor que el alma también tenga su desierto espiritual” (Ct. 28), dice Juan de sí mismo cuando próximo a la muerte experimente sequedad y desamparo. El desierto, en cuanto pena o dolor, es pedagogía divina, pero “el inmenso amor del Verbo Cristo no puede sufrir penas de su amante sin acudirle.

Acordádome he de ti apiadándome de tu adolescencia y ternura cuando me seguiste por el desierto, [que] hablando espiritualmente es el desarrimo que aquí interiormente trae el alma de toda criatura no parando ni quietándose en nada” (N 2, 19, 4). El desierto es una actitud moral de despego y de salto hacia Dios a través del desarrimo de toda criatura. Es una actitud que se debe traer interiormente y que Dios premia con su presencia. Presencia que a su vez desertiza el entorno de todo otro interés por realidades menores. A la vez condición y resultado del encuentro y de la unión, eso es el desierto espiritual. La noche, paisaje y territorio desértico por excelencia, tiene esta eficacia en su sequedad y desabrigo para ocasionar la luz de Dios.

Aun, acabada la purificación de esta vida, hay un desierto que atravesar: la muerte. Por dos veces J. de la Cruz evoca el poder de la muerte con esta imagen tan poderosa. La última prueba, quizá el último obstáculo para el alma, su último éxodo y su fuerte y su frontera que asaltar es el desierto, magnífico y escueto laberinto, que se interpone entre el deseo y la posesión definitiva. La estrofa final del Cántico es por excelencia un canto al cumplimiento del ya cristiano, un gozo sereno de la posesión y la visión, pero es también la estrofa del ansia de atravesar este amenazante y pavoroso desierto. Entonces es “cuando el alma ya está bien dispuesta y aparejada y fuerte, arrimada en su esposo (Cant. 8,5) para subir por el desierto de la muerte … con deseo que el esposo concluya ya este negocio … para moverle a la consumación” (CB 40, 1). La muerte es desierto fronterizo. Vuelve a su pluma la misma imagen para hablar de la plenitud y la valentía del alma ya rica y dispuesta a partir llena de riquezas que pide la muerte: “¡Acaba ya si quieres!” Hablando con la llama de amor viva, es decir, con el Espíritu Santo, dice que “de mí se puede decir ¿quién es ésta que sube del desierto abundante de deleites estribando sobre su amado acá y allá vertiendo amor? Pues esto es así, acaba ya si quieres, acaba de consumar conmigo perfectamente el matrimonio espiritual con tu beatifica vista” (LlB 1,26-27). El desierto último es la muerte, ese es el paso decisivo que deja ver la plenitud de un oasis esperado y una arcadia en que sólo hay un habitante (LlB 2,36). “Et in Arcadia dilectus meus et ego”.

Gabriel Castro