Dirección espiritual

Muchos son los títulos con los que podemos adornar la figura de Juan de la Cruz. Y, sin duda, uno de ellos es el de “guía de almas”. Se puede decir que destaca como uno de los más grandes directores de conciencia a través de toda la historia de la espiritualidad cristiana. Guía excepcional que reúne las cualidades que él mismo exige al buen director (LlB 3,30). Lo mismo dirige con acierto a las gentes sencillas de  Duruelo, como a los alumnos y profesores de las Universidades de  Alcalá y de  Baeza; a las almas selectas y muy adelantadas en el  camino de la perfección, como a pecadores que vuelven con sus vidas rotas a la casa del Padre.

J. de la Cruz da por supuesto, y afirma expresamente en múltiples ocasiones, que la dirección del alma es, ante todo, teologal. Quizás sea ésta una de las afirmaciones que hace el Santo con más frecuencia a través de sus escritos. Pocos autores han señalado como él la libertad soberana de Dios en la dirección de las almas. Todo el quehacer del hombre es quedarse en el vacío más absoluto a fin de que pueda ser movido y enseñado por el Espíritu Santo (S 3, 6,3). La tarea positiva, en la subida a la unión perfecta, la realiza Dios mismo (LlB 3,46), si bien “el discípulo y el maestro, que se juntan a saber y a hacer la verdad” (S 2,22,12), deben esforzarse por mantener encendido el fuego del amor de Dios en el alma, ya que ese “es medio y modo por donde Dios lleva las almas” (S 2,22,19). No en vano J. de la Cruz dice que querría saberlo decir, ya que “es cosa dificultosa dar a entender el cómo se engendra el espíritu del discípulo conforme al de su padre espiritual oculta y secretamente” (S 2,18,5).

Para expresar todo este mundo del espíritu, usa el Santo una rica y variada gama terminológica en sus escritos. Encontramos los términos confesor, padre espiritual, maestro de espíritu, director espiritual, etc. Se ha optado por conjuntarlos todos en el término dirección-director espiritual, con la intención de respetar al máximo los textos sanjuanistas, aunque para la sensibilidad del hombre de hoy, parece más acorde hablar de mistagogía o acompañamiento espiritual.

I. Maestro de espíritu

J. de la Cruz tiene, ciertamente, su concepción del papel de la dirección espiritual, de los directores espirituales y confesores. La mística es un camino por el que no podemos caminar solitariamente. Y Dios quiere que, por ese camino, el hombre ayude al hombre. “Porque es Dios tan amigo que el gobierno y trato del hombre sea también por otro hombre semejante a él y que por razón natural sea el hombre regido y gobernado que totalmente quiere que a las cosas que sobrenaturalmente nos comunica no las demos entero crédito ni hagan en nosotros confirmada fuerza y segura, hasta que pasen por este arcaduz humano de la boca del hombre. Y así siempre que algo dice o revela al alma, lo dice con una manera de inclinación puesta en la misma alma, a que se diga a quien conviene decirse; y hasta esto, no suele dar entera satisfacción, porque no la tomó el hombre de otro hombre semejante a él” (S 2,22,9). De ahí la atención que los “directores espirituales” deben tener al asumir el papel de la paternidad espiritual (S 2,18,5; 2,22,16-19).

S. Teresa, ya desde el principio, descubre en él al hombre de la “sabiduría divina”. Su “senequita” es “una de las almas más puras y santas que Dios tiene en su Iglesia”. Le ha infundido “Nuestro Señor grandes riquezas de sabiduría del cielo”. Por ello, invita a las monjas a estrujar ese tesoro. Teresa, convencida de ese don, le pedirá que confiese a sus monjas de Medina y  Valladolid cuando aún fray Juan estaba en rodaje vocacional. Lo mismo le pedirá para las monjas de la Encarnación, cuando, después de su obra pacificadora en el monasterio, se da cuenta de que las religiosas necesitan “crecer” en el espíritu. Y hace todo lo posible por tenerle con ella en esa labor silenciosa, callada, pero eficacísima de la “dirección de almas”. Teresa intuye que esa será la misión de Juan en la Reforma. Y cuando Teresa sabe que las monjas de  Beas,  Sevilla,  Granada o Segovia, abren su alma a fray Juan, da gracias a Dios no sin experimentar también ella una cierta santa envidia. No extraña, pues, que el P. Provincial nombre a fray Juan maestro de novicios en Duruelo, siendo ésa su misión específica dentro del desarrollarse histórico del Carmelo Teresiano: formar y ayudar a crecer y madurar en el espíritu a cuantos, como él, se disponían a escalar las cimas del “Monte”: en Duruelo,  Mancera,  El Calvario,  Alcalá,  Baeza,  Granada,  Segovia.

Según J. de la Cruz, el consejero espiritual no es alguien que da una receta para un problema determinado; para él, el consejero, el director espiritual es aquel que conoce nuestro espíritu, nuestra problemática, nuestro modo peculiar de ser para más y mejor conducirnos a Dios. Aunque, ciertamente, el dirigido ha de saber en qué manos se pone; “porque cual fuere el maestro, tal será el discípulo, y cual el padre, tal el hijo” (LlB 3,26). En la Llama trata ampliamente del tema de la elección del director y de las cualidades que le han de acompañar, ya que puede llegar a entorpecer y atrasar la obra salvífica de Dios en el alma del dirigido: “Aunque el fundamento es el saber y discreción, si no hay experiencia de lo que es puro espíritu, no atinará a encaminar al alma en él, cuando Dios se lo da, ni aun lo entenderá” (LlB 3,29).

Los consejos y directrices de J. de la Cruz están llenos de una profunda vida teologal. Ahí hay que colocar al Santo a la hora de verle en toda su labor, pero especialmente en su labor de director de almas. Su visión de la vida, de los acontecimientos, de los problemas es en clave teologal: “Porque estas cosas no las hacen los hombres, sino Dios, que sabe lo que nos conviene y las ordena para nuestro bien. No piense otra cosa sino que todo lo ordena Dios. Y donde no hay amor ponga amor y sacará amor” (Ct a María de la Encarnación: 6.7.1591).

El gran maestro se presenta como un consejero amable, lleno de profundidad y de un gran cariño. Frente a la ya tópica imagen del Santo austero, duro e intransigente, aparece lleno de una gran comprensión, de un cálido humanismo, un hombre que mira al mayor bien de los demás. Ciertamente, es un consejero de lo profundo, hacia lo profundo y en lo profundo. Con una vida empapada de sabor a lo divino, que sabe y lleva a Dios. Pero, a la vez, se nos presenta como un hombre exigente y claro, que no se calla las realidades distorsionadas de su entorno. Pero su exigencia siempre está en conexión con un programa: llevar las almas a Dios. No tiene reparos en hablar de sequedades, de abandonos, de penitencia, de mortificación; al contrario, su lenguaje espiritual está lleno de estos términos: “¿Hasta cuándo piensa, hija, que ha de andar en brazos ajenos? Ya deseo verla con una desnudez grande de espíritu y tan sin arrimo a criaturas que todo el infierno no baste a turbarla” (Ct a Ana de San Alberto: 1582). Insiste abundantemente en este dejar cosas y desembarazarse de ellas. Él ve todo lo accesorio como algo que dificulta la  unión perfecta del alma con Dios, y no deja de luchar contra esto hasta ver al alma limpia del todo, para que sólo more en ella el Amado.

II. Director de almas

El hombre “celestial y divino” de S. Teresa de Jesús fue director experimentado y admirado, tanto que, al decir de la propia Santa, no había otra parangonable en Castilla. Ella misma se confesaba “hija suya”, porque verdaderamente había sido “padre de su alma”, especialmente durante los años que convivieron en Avila. Son abundantes las relaciones sobre las excepcionales dotes de J. de la Cruz para dirigir a las almas. El mejor testimonio de su actuación son sus propias cartas; prácticamente todas ellas giran en torno a la dirección espiritual.

Todas las cartas de J. de la Cruz están llenas de recomendaciones, de consejos, de apoyo, de fuerza para con sus dirigidos o para aquellos que le consultan. La mayor parte de sus cartas están dirigidas a personas muy distintas. Pocas hay que se repitan con insistencia, exceptuando cuatro o cinco; las demás pertenecen a personas diferentes. Ello prueba el conocimiento, la fama, la capacidad del Santo en tratar con todo tipo de personas. Encontramos a una joven de un pueblecito, a diversas carmelitas descalzas, a prioras, a gente noble. Para él no existen diferencias en el trato espiritual por motivos sociales o económicos; el hecho está en sus cartas.

DESCUBRIDOR. Ante todo, J. de la Cruz hace ver a sus dirigidos lo que les va en este asunto del modo de hallar a Dios. Procura desvelar las excelencias de Dios, descubrir su rastro de amor y misericordia. Ayuda a descubrir a las almas sus verdaderos intereses en el camino hacia Dios, pues tantas veces se mezclan deseos que no van en armonía con la llamada de Dios. Es descubridor de la belleza de la soledad, de la vanalidad de las cosas, de lo pasajero de la vida, de que todo lo que no lleve a Dios no sirve para nada. Enseña, sobre todo, a descubrir a Dios vivo, presente en el corazón de cada hombre, en lo más profundo de la interioridad: “No se asga del alma, que, como no falte oración, Dios tendrá cuidado de su hacienda, pues no es de otro dueño, ni lo ha de ser. Esto por mí lo veo, que, cuanto las cosas más son mías, más tengo el alma y el corazón en ellas y mi cuidado, porque la cosa amada se hace una con el amado; y así Dios hace con quien le ama. De donde no se puede olvidar aquello sin olvidarse de la propia alma; y aun de la propia se olvida por la amada, porque más vive en la amada que en sí” (Ct a Juana de Pedraza: 28.1.1589).

Es en su epistolario donde quedan patentes los rasgos inconfundibles del gran director espiritual y de su entrega a las necesidades particulares de cada alma, iluminando los más recónditos recovecos del espíritu. Aunque es consciente de su capacidad y preparación, no intenta nunca suplantar al Espíritu Santo: “Estos días traiga empleado el interior en deseo de la venida del Espíritu Santo, y en la Pascua, y después de ella continúe en presencia suya; y tanto sea el cuidado y estima de esto, que no le haga al caso otra cosa ni mire en ella, ahora sea de pena, ahora de otras memorias de molestia; y todos estos días, aunque haya faltas en casa, pasar por ellas por el amor del Espíritu Santo y por lo que se debe a la paz y quietud del alma en que él se agrada morar” (Ct a una Carmelita Descalza por Pentecostés de 1590). Norma general de conducta es la que recuerda en un caso particular: dejar todo cuidado en manos de Dios y olvidarse de toda criatura: “Lo que ha de hacer es traer su alma y la de sus monjas en toda perfección y religión unidas con Dios, olvidadas de toda criatura y respecto de ella, hechas todas en Dios y alegres con solo él, que yo les aseguro todo lo demás…” (Ct a la M. María de Jesús: 20.6.1590).

PORTADOR DE CERTEZAS. La firmeza con que aconseja J. de la Cruz confiere seguridad y serenidad. El apoyo en su experiencia y el refrendo constante de la palabra revelada dan siempre sensación de tranquilidad. Sus cartas le dibujan: seguro, claro, sencillo, profundo, cariñoso, exigente. Su certeza es más clara cuando la ve cimentada en la fe, en la esperanza, en el amor. Para más seguridad y certeza en los consejos lleva a las almas por el desasimiento de las cosas, de los gustos, del propio yo. El mejor modo de no equivocar al alma es llevarla por lo más seguro: “En lo del alma, lo mejor que tiene para estar segura es no tener asidero a nada, ni apetito de nada; y tenerle muy verdadero y entero a quien la guía conviene, porque si no, ya no sería no querer guía” (Ct a Juana de Pedraza: 28.1.1589).

Una vez más se comprueba que la mayor seguridad del alma en su recorrer las moradas hacia Dios está en el confiarse y abandonarse en los consejos del guía y maestro espiritual. Dios ilumina a los que pone en camino para conducirlos a la  unión. Es fundamental la certeza de estar en buenas manos para abandonarse en los consejos y directrices del guía. El director de verdad y el que desee mayor bien para el alma es el que la conduce por el no gustar, por el no entender y por el no ver: “Y por eso, para unirse con él se ha de vaciar y despegar de cualquier afecto desordenado de apetito y gusto de todo lo que distintamente puede gozarse, así de arriba como de abajo, temporal o espiritual, para que purgada y limpia de cualquiera gustos, gozos y apetitos desordenados, toda ella con sus afectos se empleen en amar a Dios” (Ct a un religioso Carmelita descalzo: 14.4.1589). Son las certezas de fray Juan, cimentadas en la vivencia, en las virtudes teologales, en la Palabra de Dios, en su teología y método particular de pensar, y en su experiencia como confesor y director de almas.

CREADOR DE EXIGENCIAS. Toda la doctrina sanjuanista converge en un continuo invocar la salida de todo aquello que no sea Dios o para Dios. Ello conlleva una serie de rupturas que aparecen a primera vista como dolorosas y creadoras de una cierta repulsa instintiva. Pero el Santo no repara en decirlas e indicarlas reiterativa e insistentemente. Todo ello en clave de amor cobra un sentido muy particular, que tantas veces ha sido olvidado por muchos espirituales. El alma sólo caminará y se moverá hacia algo más perfecto y mejor de lo que ya posee. Esta es la dialéctica del ser humano. No se deja lo mucho para no coger nada. Más bien es al contrario. Visto así se entiende mejor todo aquello que suena a exigencia, abandono, sequedad, oscuridad. J. de la Cruz es un hombre que crea en los demás la exigencia de amar, creando la exigencia del abandono de los sentidos y de los gustos de la tierra: “Mucho es menester, hijas mías, saber hurtar el cuerpo del espíritu al demonio y a nuestra sensualidad, porque si no, sin entendernos, nos hallaremos muy desaprovechados y muy ajenos a las virtudes de Cristo, y después amaneceremos con nuestro trabajo y obra hecho al revés … Digo, pues, que para que esto no sea, y para guardar al espíritu, como he dicho, no hay mejor remedio que padecer y hacer callar, y cerrar los sentidos con uso e inclinación de soledad y olvido de toda criatura.” (Ct a las Carmelitas de Beas: 22.11.1587).

Es necesario resaltar cómo insiste en el vacío de la fe, de la voluntad y de la  esperanza. Es todo un tratado sobre cómo vaciar estas virtudes de posibles influencias negativas. Dirá que para caminar en auténtica fe es preciso no querer entenderlo todo ni desear hacer inteligibles las pruebas, las dificultades, los obstáculos, sino el abandonarse a Dios en pura  fe (Ct a un Carmelita descalzo: 14.4.1589). Respecto a la esperanza dirá que es necesario esperarlo todo de Dios y nada de sus propias fuerzas, de los demás, de las cosas o criaturas. Caminar en esperanza es abandonarse en los brazos de Dios sabiendo que él nos llevará a su Amor con una certeza basada en su Palabra (ib.). En lo referente al amor dirá que se ha de amar a Dios no por el gusto que se siente, sino por ser quien es, pues de lo contrario sería “ponerle en criatura o cosa de ella, y hacer del motivo fin y término, y, por consiguiente, la obra de la voluntad sería viciosa” (ib.). J. de la Cruz es exigente recomendando tantas renuncias, tantos desasimientos. Por ello pide un total abandono en Dios en clara perspectiva teologal.

CONFRONTADOR DE CAMINOS. En sus cartas J. de la Cruz invita continuamente a la ruptura, a optar por un camino u otro, a dejar unas cosas y a luchar por alcanzar otras, siempre en un continuo caminar y en un claro decidir. Los caminos del Santo son los caminos de la amistad con Dios, pero en permanente confrontación con lo que esa amistad exige: el callar y no hablar, el obrar y callar, el silencio y no el ruido, la humildad y desprecio de sí en vez de vanagloriarse de los propios méritos; en definitiva, ofrece todo un análisis de cómo se ha de comportar un hombre que quiere vivir en la presencia de Dios de una manera habitual. En este sentido es como hay que leer lo que J. de la Cruz nos presenta. En la nada, en el vacío, en esconderse uno en sí para Dios es donde se encuentra todo: Dios mismo. Parece una contradicción a los ojos humanos, pero no para los ojos de Dios y para el espiritual de veras.

Todo esto crea en el hombre una serie de oscuridades, de incomprensiones y de tinieblas que son difíciles de rebasar si no se confía por entero en Dios. Lo explica así el Santo: “Como ella anda en estas tinieblas y vacío espiritual, piensa que todos la faltan y todo; mas no es maravilla, pues en esto también le parece le falta Dios. Mas no le faltaba nada, ni tiene ninguna necesidad de tratar nada, ni tiene qué, ni lo sabe ni lo hallará, que todo es sospecha sin causa. Quien no quiere otra cosa sino a Dios, no anda en tinieblas, aunque más oscuro y pobre se vea … Buena va, déjese y huélguese” (Ct a Juana de Pedraza: 12.10.1589). La confrontación es tremendamente dura y exigente, pero, a la vez, esclarecedora y gozosa, porque descubre caminos que a los hombres les parecen absurdos y, sin embargo, resulta que en ellos está todo para ir al  Todo: “Y así es gran merced de Dios cuando las oscurece, y empobrece al alma de manera que no puede errar con ellas; y como no se yerre, ¿qué hay que acertar sino por el camino llano de la ley de Dios y de la Iglesia, y sólo vivir en fe oscura y verdadera, y esperanza cierta y caridad entera, y esperar allá nuestros bienes, viviendo acá como peregrinos, pobres, desterrados, huérfanos, secos, sin camino y sin nada, esperándolo allá todo?” (ib.).

MISTAGOGO DEL REALISMO PERSONAL. El hombre cabal, en la visión sanjuanista, es sólo el que se realiza y descansa en Dios. Para ser auténtico hombre debe abrirse y abandonarse en manos de ese Dios Amor. Cada hombre camina hacia la unión con Dios. Y es desde ahí desde donde J. de la Cruz hace descubrir a sus dirigidos la realidad en la que se encuentran. Es un gran psicólogo que conoce al hombre en profundidad, con un gran sentido humano. Siempre se desenvuelve en los niveles íntimos de la persona, en lo más radical y fundamental del hombre. Sus palabras y consejos producen un profundo eco en los demás. Sabe que nos encontramos envueltos en un maremoto de tentaciones: sabe que estamos caídos y rotos. Por ello resalta en muchas ocasiones la gran misericordia de Dios por hacernos tan grandes mercedes. El mayor regalo que puede darnos es participar de su vida divina.

En sus cartas se encuentran casos muy concretos de cómo el Santo descubre a sus dirigidos el porqué de tal situación, los motivos de un estado concreto, los medios para acabar con determinados apegos: “Y confesando de esta manera, puede quedar satisfecha, sin confesar nada de esotro en particular, aunque más guerra haya. Comulgará esta Pascua, demás de los días que suele. Cuando se le ofreciere algún sinsabor y disgusto, acuérdese de Cristo crucificado, y calle. Viva en fe y esperanza, aunque sea a oscuras, que en esas tinieblas ampara Dios al alma” (Ct a una Descalza escrupulosa, por Pentecostés de 1590).

III. Doctrina sobre la dirección

El Santo arranca de esta afirmación fundamental: Dios quiere ir preparando progresivamente al hombre para el encuentro con El. Así “va Dios perfeccionando al hombre al modo del hombre” (S 2,17,4), “para confirmarlos más en el bien” (S 2,17,4) e “ilustrarlos y espiritualizarlos más” (S 2,17,4). “De esta manera va Dios llevando al alma de grado en grado hasta lo más interior” (S 2, 17,4).

En todo ello, la intención divina es que “cuando el hombre llegare perfectamente al trato con Dios de espíritu, necesariamente ha de haber evacuado todo lo que acerca de Dios podía caer en sentido” (S 2,17,5). De ahí otro principio basilar: “Sólo Dios es digno de nuestro corazón”. Por ello, recuerda también que “el alma no ha de poner los ojos en aquella corteza de figuras y objetos que se le pone de delante sobrenaturalmente, ahora sea acerca del sentido exterior … ni tampoco los ha de poner en cualesquier visiones del sentido interior … antes renunciarlas todas” (S 2,17,9). Esto recuerda cómo el alma ha de ser fuerte y valerosa para llevar a cabo el don de Dios. Por ello, “sólo ha de poner los ojos en aquel buen espíritu que causan, procurando conservarle en obrar y poner por ejercicio lo que es de servicio de Dios ordenadamente” (S 2,17,9). Si todas las gracias no llevan a un mayor enamoramiento de Dios, en la purificación y espiritualización del hombre, no se ha entendido lo que Dios quiere concediendo sus favores, ya que Dios “no las da para otro fin principal” (S 2,17,9).

Para J. de la Cruz es evidente que el “discernidor” es el “director espiritual” o “maestro que gobierna las almas” (S 2,18,1), el cual debe ser la discreción definitiva ante el alma que se le confía. Encuentra, paradójicamente, “poca discreción … en algunos maestros espirituales” (S 2,18,2). Esta “poca discreción” les lleva a “embarazar” a las almas con las gracias recibidas, lo cual conduce a la pérdida del verdadero “espíritu de fe”, ya que hacen caminar al alma por caminos ajenos a la verdadera humildad (S 2,18,2), buscando “que se le engolosine más el apetito en ellas (gracias) sin sentir y se cebe más de ellas, y quede más inclinado a ellas” (S 2,18,3).

Por eso el Santo pide a los “directores espirituales” que superen algunas imperfecciones, primero en ellos, para evitar la proyección “oculta y secretamente” (S 2,18,4) en el discípulo. La primera cosa a evitar es “la inclinación al espíritu de revelaciones” (S 2,18,6); también deben superar la falta de “recato que ha de tener en desembarazar el alma y desnudar el apetito de su discípulo en estas cosas” (S 2,18,7); y, no menos importante, es que los directores traten de no reducir a sus sentimientos la voluntad de Dios, evitando interpretar las manifestaciones de Dios según su gusto particular (S 2,18,8), “porque las revelaciones o locuciones de Dios no siempre salen como los hombres las entienden o como ellas suenan en sí” (S 2,18,9).

Dios es infinito e inmenso. Su profundidad nos desborda. Por eso nuestra capacidad humana puede, a veces, traicionar las palabras del Señor al no entender su sentido verdadero (S 2, 19,10). “El maestro espiritual ha de procurar que el espíritu de su discípulo no se abrevie en querer hacer caso de todas las aprehensiones sobrenaturales, que no son más que unas motas de espíritu con las cuales solamente se vendrá a quedar y sin espíritu ninguno; sino, apartándole de todas las visiones y locuciones, impóngale en que se sepa estar en libertad y tiniebla de fe, en que se recibe la libertad de espíritu y abundancia, y, por consiguiente la sabiduría e inteligencia propia de los dichos de Dios. Porque es imposible que el hombre, si no es espiritual, pueda juzgar de las cosas de Dios ni entenderlas razonablemente, y entonces no es espiritual cuando las juzga según el sentido” (S 2,19,11). El Santo trata de explicarlo con un ejemplo brillantísimo: “el martirio” (S 2,19,13).

Dios puede hablar o prometer algo no para que se cumpla inmediatamente. Y así “muchas cosas de Dios pueden pasar por el alma muy particulares que ni ella ni quien la gobierna las entienden hasta su tiempo” (S 2,20,3). Ya que “no hay que pensar que, porque sean los dichos y revelaciones de parte de Dios, han infaliblemente de acaecer como suenan, mayormente cuando están asidos a causas humanas, que pueden variar, o mudarse, o alterarse” (S 2,20,4). La razón por la que Dios a veces “calla la condición de sus revelaciones” (S 2,20,5) es ésta: “El está sobre el cielo y habla en camino de eternidad; nosotros, ciegos, sobre la tierra, y no entendemos sino vías de carne y tiempo” (S 2,20,5). Por ello, “no hay que asegurarse en su inteligencia sino en su fe” (S 2,20,8).

Las respuestas de Dios no siempre son expresión de la pureza de su voluntad: puede ser, a veces, por condescendencia con la “curiosidad” espiritual del creyente. ¿Por qué lo hace? Porque, a veces, no quiere entristecer a las buenas y sencillas almas (S 2,21,2), o porque “no son para comer el manjar más fuerte y sólido de los trabajos de la cruz de su Hijo a que él quería echasen mano más que a alguna otra cosa” (S 2,21,3).

El “buscar” directamente los  gustos, aunque sean sobrenaturales, es signo, al menos, de imperfección. J. de la Cruz es más tajante a este respecto: “Yo no veo por dónde el alma que las pretende deje de pecar por lo menos venialmente” (S 2,21,4), ya que “no nos queda en todas nuestras necesidades trabajos y dificultades, otro remedio mejor y más seguro que la  oración y esperanza que él proveerá por los medios que él quisiere” (S 2, 21,5). La actitud contraria, aparte de ser imperfección para el alma (S 2,21,4), es causa y motivo de “enojo” para Dios (S 2, 21,6.11.12).

EL PAPEL DE CRISTO. El destino del hombre es llegar a Dios. El camino, para llegar a Dios, es Dios mismo. Y para recorrer ese camino, con la certeza y la seguridad de su amor, Dios nos envió a Cristo. Cristo es, así, la única Palabra, que aún hoy Dios pronuncia (S 2,22,3). Por eso, buscar otra Palabra, es agraviar a Dios: “Por lo cual, el que ahora quisiere preguntar a Dios, o querer alguna visión o revelación, no sólo haría una necedad, sino haría agravio a Dios, no poniendo los ojos totalmente en Cristo, sin querer alguna cosa o novedad” (S 2,22,5). De ahí que Cristo se convierta en la respuesta más auténtica a los deseos más profundos del alma o del corazón: “Si quisieres que te respondiese yo alguna palabra de consuelo, mira a mi Hijo, sujeto a mí y sujetado por mi amor, y afligido, y verás cuántas te responde. Si quieres que te declare yo algunas cosas ocultas o casos, pon solos los ojos en él, y hallarás ocultísimos misterios, y sabiduría, y maravillas de Dios, que están encerradas en él” (S 2,22,6). Ello comporta la exigencia de renunciar a todo por Cristo (S 1,13,4) y el profundo deseo de imitar a Cristo, conformando la propia vida con él (S 1,13,3). J. de la Cruz es claro. Seguir a Cristo, nos dirá, es “negarse a sí mismo”, ya que de lo contrario se “huye de imitar a Cristo” (S 2,7,5). Y el alma, si de veras quiere llegar a la comunión con Dios por amor, ha de pasar necesariamente por Cristo, ya que “esta puerta de Cristo … es el principio del camino” (S 2,7,2).

LA ACCIÓN DEL ESPÍRITU SANTO. Aunque la unión del alma con Dios es obra del mismo Dios, es al Espíritu Santo a quien atribuye el Santo la tarea de dirigir al hombre hacia las cumbres más elevadas de la unión divina: “Adviertan los que guían las almas y consideren que el principal agente y guía y movedor de las almas en este negocio no son ellos, sino el Espíritu Santo que nunca pierde cuidado de ellas, y que ellos sólo son instrumentos para enderezarlas en la perfección por la fe y la ley de Dios, según el espíritu que Dios va dando a cada una. Y así, todo su cuidado sea no acomodarlas a su modo y condición propia de ellos, sino mirando si saben (el camino) por donde Dios las lleva” (LlB 3,46). Esta acción del Espíritu Santo está presente desde los mismos inicios de la aventura espiritual. Por ello es necesario corresponder a sus inspiraciones para poder lograr el ideal de la unión divina. El alma será capaz de salir de su “bajo modo de entender” y de su “flaca suerte de amar” y de su “pobre y escasa manera de gustar”, no “con su fuerza natural, sino con fuerza y pureza del Espíritu Santo” (N 2,4,1-2) porque es el mismo Espiritu Santo el que viene en ayuda de nuestra flaqueza (CB pról. 1).

El Espíritu Santo no fuerza al alma, sino que actúa en ella con suma suavidad: propone, ilumina y enseña al alma (S 3,6,3) para que se vaya purificando y creciendo en libertad verdadera, recibiendo así el don de los frutos del Espíritu Santo (N 1,13,11), preparándola para la  unión transformante con Dios (S 3, 2,16). El Espíritu Santo reviste al alma de fuerza y deleite (CB 14-15,10), ahuyenta de ella la sequedad, la sostiene, mientras no desaparece y aumenta su amor al Esposo (CB 17 2.4). El Espíritu Santo prepara al alma para que el Esposo se le comunique en profunda intimidad (CB 17,8) y la dispone con sus ungüentos para el matrimonio espiritual (LlB 3,26). El Espíritu Santo “es el que interviene y hace esa junta espiritual” del matrimonio (CB 20-21,2). Luego lo perfecciona (CB 22,2), desarrollando y poniendo en ejercicio las virtudes (CB 24,6; 31,4), comunicándole un torrente de amor (CB 26,1), hasta elevarla al séptimo grado (CB 26,3), y haciéndole ignorar todo lo que no le importa (CB 26,13). Para J. de la Cruz el alma de la  Virgen María es la concreción y expresión más perfectas de esta acción del Espíritu Santo “la cual, estando desde el principio levantada a este alto estado, nunca tuvo en su alma impresa forma de alguna criatura, ni por ella se movió, sino siempre su moción fue por el Espíritu Santo” (S 3,2,10).

MISIÓN DEL DIRECTOR ESPIRITUAL. Reconoce J. de la Cruz que las comunicaciones de Dios deben ser discernidas y que los carismas deben ser verificados. Y esa será la primera misión del “director espiritual”, “juez espiritual del alma”. El fruto de ese discernimiento ha de ser “una nueva satisfacción, fuerza y luz y seguridad” (S 2,22,17) para el alma. Porque “ha menester el alma doctrina sobre las cosas que le acaecen”, de lo contrario, “se iría endureciendo en la vida espiritual y haciéndose a la del sentido” (S 2,22,17). El director ha de estar bien informado de la situación concreta del dirigido; “porque para la humildad y sujeción del alma conviene dar parte de todo, aunque de todo ello no haga caso ni lo tenga en nada” (S 2,22,18).

El Santo sintetiza así el proceder del director de las almas: “Encamínenlas en la fe, enseñándolas buenamente a desviar los ojos de todas aquellas cosas, y dándoles doctrina en cómo han de desnudar el apetito y espíritu de ellas para ir adelante, y dándoles a entender cómo es más preciosa delante de Dios una obra o acto de voluntad hecho en caridad, que cuantas visiones y comunicaciones pueden tener del cielo, pues estas ni son mérito ni demérito; y cómo muchas almas, no teniendo cosas de esas, están sin comparación mucho más adelante que otras que tienen muchas” (S 2,22,19). Completando el cuadro escribe en la Llama: “Procuren enderezarlas siempre en mayor soledad y libertad y tranquilidad de espíritu, dándoles anchura a que no aten el sentido corporal ni espiritual a cosa particular interior ni exterior, cuando Dios las lleva por esa soledad, y no se penen ni se soliciten pensando que no se hace nada; aunque el alma entonces no lo hace, Dios lo hace en ella” (LlB 3,46). J. de la Cruz ve como absolutamente necesario para todos el guía, pues nadie sería capaz por sí solo de caminar sin equivocarse. Ve al “director espiritual” como al valioso instrumento dispuesto por Dios para llevar más pronto y más fácilmente al encuentro con el Amado. Por eso se muestra tremendamente exigente y duro con aquellos “directores” que estropean y entorpecen el camino de las almas (LlB 3,5262). “Pero estos por ventura yerran por buen celo, porque no llega a más su saber. Pero no por eso quedan excusados en los consejos que temerariamente dan sin entender primero el camino y espíritu que lleva el alma, y, no entendiéndola, en entremeter su tosca mano en cosa que no entienden, no dejándola a quien la entienda. Que no es cosa de pequeño peso y culpa hacer a un alma perder inestimables bienes, y a veces dejarla muy bien estragada por su temerario consejo” (LlB 3,56).

Lo más importante en la vida es conseguir la unión profunda con Dios, y para esta unión se necesita la ayuda del Espíritu, de la Iglesia, de los hombres. El enfoque que J. de la Cruz da a este recorrido, o mejor, el prisma desde el cual se entiende el porqué del ansia del encuentro, radica en el amor. Todo es visto desde ahí: desde la llamada profunda y amorosa de Dios en el corazón del hombre. Esto nos ayuda a entender cómo sus consejos y discernimientos están situados en clave de purificación, de ascesis, de lucha, de deseos de unión.

Sintetizando el pensamiento sanjuanista sobre la dirección espiritual puede decirse que para él los dirigidos han de confiarse plenamente a su director. Es fundamental. Han de buscar que su voluntad sea corregida y dirigida por alguien ajeno a la propia persona.

Teniendo en cuenta, eso sí, en qué manos se ponen. El director ha de llevar a las almas por los caminos de Dios, no por los gustos y propias complacencias. El caminar en la fe oscura, en la esperanza y en el amor han de ser las líneas de acción de todo buen director. Es fundamental purificar estas virtudes para lograr la perfecta unión.

Todo el panorama del Santo hay que verlo a través del prisma del amor, que exige sólo amor. Para ir a Dios sólo se puede ir desde él y por él. Precisamente por ello hay que despojarse de tantas apetencias y criaturas. Nos presenta con realismo y claridad lo que hay que purificar: desde el hablar, el trato, las amistades, el buscar regalos, el propio yo, hasta un gusto desordenado de poseer a Dios y tenerlo como un objeto a nuestro alcance. Por ello, el vacío, la soledad, la noche, el no querer poseer, ni gustar, ni ver nada, ni entender nada son los mejores remedios para echar las tinieblas fuera de nosotros. El proceso sanjuanista va en el sentido de dejar todo lo que no sea Dios para llevarnos a Dios. La perfecta unión con Dios por el amor, y sólo en clave de amor, es el fin y sentido de tanta noche, de tanta sombra y de tanto dolor.

Pero no todo es negación y oscuridad. Está siempre presente la invitación a “regustar” el amor que Dios nos tiene y el gran deseo de hacer morada en nosotros para llevarnos a él. Por ello podemos decir que J. de la Cruz es un trovador de lo divino, que enamora a las almas para que vayan a Dios en la más grande y sabrosa soledad. Verdaderamente es un descubridor de lo profundo del hombre, de su capacidad y de sus pecados, de sus posibilidades y de la grandeza de ser hijo de Dios. Podemos, por ello, afirmar que el Santo es un auténtico mistagogo de espíritu que sabe situarse siempre en la perspectiva adecuada.

BIBL. — GABRIELE DI S. MARIA MAGDALENA, San Giovanni della Croce, direttore spirituale, Ed. Fiorentina, Firenze 1942; GIOVANNA DELLA CROCE, “La direzione spirituale dei contemplativi, secondo San Giovanni della Croce”, en AA.VV., Mistagogia e direzione spirituale, Roma-Milano 1985; JOSÉ CASERO RODRÍGUEZ, La dirección espiritual en San Juan de la Cruz, Valencia 1979; DENNIS R. GRAVISS, Portrait of the Spiritual Director in the Writings of Saint John of the Cross, Roma 1983.

Aniano Álvarez-Suárez