Esperanza teologal

La esperanza es, ante todo, un “don sobrenatural”, infundido por  Dios en la justificación, juntamente con la  fe y la caridad. “Por un bien tan grande mucho conviene sufrir”, escribe Juan de la Cruz (S 3,2,15). Es Dios mismo quien suscita en el hombre la tendencia activa y el deseo ardiente de tender a él, como la propia bienaventuranza: “Revolviendo estas cosas en mi corazón, viviré en esperanza de Dios” (LlB 3,21).

I. Concepto y funciones

El objeto de la esperanza es Dios mismo, supremo bien del hombre, por eso “la esperanza de Dios solo dispone puramente a la  memoria para unirla con Dios” (N 1,21,11). Aunque el hombre ya posee, por gracia, la comunión de vida con Dios, sin embargo, su plenitud es una realidad futura, objeto de esperanza. “Porque esperanza de cielo / tanto alcanza cuanto espera; / esperé solo este lance, / y en esperar no fui falto, / pues fue tan alto, tan alto, / que le di a la caza alcance (Po 6,4). Puesto que el objeto de la esperanza sólo se alcanza por gracia de Dios, el acto de esperanza incluye la confianza y seguridad en el auxilio divino, que nunca falta, pues está garantizado por las promesas de Dios en Cristo. Centro y fundamento de la esperanza es siempre Jesucristo, pues se apoya en las promesas divinas realizadas en Jesús, en las cuales están implicadas la misericordia, la fidelidad y el auxilio de Dios. La esperanza no ofrece certeza firme de la propia salvación, como lo hace la fe. Y ello, porque la salvación no depende sólo de las promesas de Dios, sino que depende también de la libre respuesta del hombre a la llamada divina. El temor y la incertidumbre, que de alguna manera acompañan a la esperanza, provienen de nuestra flaqueza. La certeza que nos ofrece la esperanza es una “convicción afectiva”, vivida en el amor intenso de Dios, revelado en  Cristo. A la plena esperanza cristiana sólo se accede por la fe. Por eso la fe es anticipo de esperanza. Es necesaria también una fuerte disposición de amor.

La esperanza, virtud plenamente teologal, es citada con menos frecuencia al desempeñar, según el Santo, una función subsidiaria de la fe y del amor. La esperanza ocupa un puesto entre la fe y la caridad. La existencia no ha de girar en torno a sus realizaciones, sino a lo que está por alcanzar. El futuro al que invita la esperanza, no es cosa hecha como las vivencias. Hay que abrirse a la insuficiencia. Por eso el vacío es su debilidad y, a la vez, su mayor fuerza. La esperanza inicial no es muy precisa en sus aspiraciones. Pues confunde fácilmente la unión de amor terrestre con la de la gloria dándose por satisfecha con la primera. Cuando la consigue ve que no bastaba, y se lanza a su propia meta, que es la unión con Dios. La esperanza quiere amar, poseer a Dios y sabe que esto sólo tendrá lugar al final de los tiempos. Por eso la esperanza no es evasión, sino que va por pasos, siendo, en definitiva, un don.

II. Peculiar enfoque sanjuanista

La primera observación obligada al hablar de la esperanza en J. de la Cruz, es que él habla de la esperanza desde el punto de vista de la mística. Para él, esta virtud representa un nuevo aspecto del encuentro total con Dios y del seguimiento incondicional de Cristo en  pobreza y desnudez. La originalidad, a la hora de tratar la esperanza, está en hacer confluir memoria y esperanza. De esta forma logra iluminar un sector amplio del dinamismo humano y de las funciones importantes y delicadas de la vida espiritual. Al separar la memoria del entendimiento y la esperanza de la caridad, forma un tercer bloque con unas funciones relevantes. Rompe, de esta forma, con la construcción tomista, en la que sólo hay dos bloques: fe, entendimiento y memoria, esperanza y caridad que radican en la voluntad. J. de la Cruz arranca la función rememorativa y la convierte en potencia especial a la que encomienda la esperanza. Con esta ruptura parece asociarse a la tradición agustiniana, que habla también de tres potencias. Aunque el verdadero motivo pudo ser pedagógico.

La esperanza tiene por enemigo la posesión. Lo ya poseído y, por lo tanto, alcanzado no tienes que esperarlo ni luchar para darle alcance. Por tanto, cuanto la memoria más se desposea de estas noticias sobrenaturales y de otras, más tiene de esperanza, pues es algo que no ha alcanzado todavía. “Y cuanto más de esperanza tiene, tanto más tiene de unión con Dios; porque acerca de Dios, cuanto más espera el alma, tanto más alcanza” (S 3,7). Sólo el que espera y se esfuerza por alcanzar a Dios lo alcanza si no se cansa en este empeño. Esta esperanza será fruto del desposeer, del quitar del alma lo que se cree poseído, ya que “cuando se hubiere desposeído perfectamente, perfectamente quedará con la posesión de Dios en unión divina” (ib.).

La educación de la memoria y, por tanto, su  purificación, está en el filtro teologal para asumir únicamente lo que lleva de fidelidad y esperanza unitivas frente a Dios, y para rechazar las pasiones que ocultan el verdadero valor salvífico de hechos y cosas, lo que les hace no ser recuerdos sentimentales, sino personales de comunión con Dios. No se trata de una esperanza pasional, sino teologal, que se construye con el paso del tiempo. El fin de la esperanza es la unión con Dios. Por ello, para llegar, en esperanza, a la unión con Dios es necesario negar todo aquello que impida esa unión. La raíz última y el secreto de la negación será Jesucristo crucificado (S 2,7,7).

III. Dinamismo catártico

Definida la noche como el “tránsito que hace el alma a la unión de Dios” (S 1,2,1), J. de la Cruz insiste en que solamente las virtudes teologales sirven de medio próximo para esa unión, purificando las potencias del alma. Para llegar a la unión ha de salir y carecer de los gustos de las cosas del mundo, lo cual es oscuridad para todos los sentidos del hombre. Dios es  noche oscura para el alma en esta vida, ya que nunca le alcanzará en ella. La finalidad de la noche es la de vaciar y hacer negar a las potencias su jurisdicción natural y sus operaciones para que sean llenadas de lo sobrenatural. Al trascender Dios las potencias, éstas no tienen capacidad para alcanzar a Dios, antes más bien estorban. J. de la Cruz saca la memoria de sus límites naturales para que pueda llegar a Dios que es incomprensible. Para ello la empareja con la esperanza.

La memoria juega papel importante en la actividad humana a través de las noticias o aprehensiones y sentimientos suscitados como recuerdos del pasado, que se hace presente gracias a esa capacidad de rememorarlo y revivirlo. Puesto que Dios no se puede captar como es ni por los sentidos ni por las potencias, la purificación de estas noticias es imprescindible si se quiere llegar a la unión con él. J. de la Cruz apela una vez más a su radicalidad. El primer paso que propone para la purificación de la memoria es que se vacíe, que pierda la aprehensión de esos objetos, que se olvide de todo como si no hubiese tenido esas aprehensiones. En definitiva, que se aniquile.

1. MEDIO Y CAMINO PARA LA UNIÓN. La razón de esta radicalidad es siempre la misma: la imposibilidad de llegar a la unión con Dios a través de objetos y formas naturales: “Dios no tiene forma ni imagen que pueda ser comprehendida de la memoria, de aquí es que, cuando está unida con Dios … se queda sin forma y sin figura, perdida la imaginación, embebida la memoria en un sumo bien, en grande olvido, sin recuerdo de nada” (S 3,2,4). Condición indispensable para que las cosas divinas toquen al alma es apartar la memoria de las noticias aprehensibles (S 3,2,4). Podría parecer que el Santo persigue la destrucción del uso natural, dejando que el hombre quede “como bestia”, “sin discurrir ni acordarse de las necesidades y operaciones naturales” (S 3,2,7). El proceso de “vaciamiento” de la memoria no es negativo en su resultado final: “Cuanto más va uniéndose la memoria con Dios, más va perfeccionando las noticias distintas hasta perderlas del todo, que es cuando en perfección llega al estado de unión” (S 3,2,8), ya que Dios no destruye la naturaleza, sino que busca perfeccionarla.

2. REENCUENTRO Y POTENCIACIÓN. La memoria cuanto más se acerca a Dios más perfecciona esas noticias, hasta perderlas en el estado de unión, en el que la memoria es absorbida en Dios (ib.). En el proceso de purificación, el alma encuentra dos dificultades, “que son sobre las fuerzas y  habilidad humana, que son: despedir lo natural con habilidad natural, que no puede ser, y tocar, y unirse a lo sobrenatural, que es mucho más dificultoso” (S 3,2,13). Por ello, ha de ser Dios quien haga posible esta unión. El alma sólo puede disponerse a esta unión de forma natural, aunque necesita también la ayuda que Dios le va dando. Cuanto más entre en la negación, más le dispone Dios para la unión, de forma pasiva. Una condición para alcanzar la purificación es la constancia, pues al principio no se siente provecho. No debe de cundir el desánimo, ya que “por un bien tan grande mucho conviene pasar y sufrir con paciencia y esperanza” (S 3,2,15). La regla práctica apuntada por el Santo para purificar la memoria suena así: “En todas las cosas que oyere, viere, oliere, gustare o tocare, no haga archivo de ellas en la memoria, sino que las deje luego olvidar” (S 3,2,14).

Superado el estadio de purificación, no desaparecen las operaciones de la memoria, aunque se haya perfeccionado la esperanza teologal. En el estado de unión se desarrollan las operaciones convenientes y necesarias, pero con mayor perfección. Al estar la memoria transformada en Dios, todas las operaciones que realiza no son naturales sino divinas, pues Dios es señor de ellas: “El mismo es el que las mueve y manda divinamente según su divino espíritu y voluntad” (S 3,2,8). Esto no quiere decir que las operaciones sean distintas, sino que son las que le conviene y son razonables. Es el espíritu de Dios el que las mueve y guía en el conocimiento; ya no es la persona la que actúa por la razón. Las personas, en este estado de unión, ya no actúan según su voluntad, es Dios mismo quien mueve sus potencias (S 3,2,9). El ejemplo más impactante es el de la Virgen, que siempre actuó movida por el  Espíritu Santo (S 3,2,10).

IV. Dificultades a superar

Varios son los  daños a los que estará sujeto quien, para llegar al encuentro con Dios, quisiere servirse de las  noticias, y discursos y recuerdos de la memoria. Daños que pueden provenir del mundo, del demonio y de la carne o apetitos, y que han de eliminarse gracias a la esperanza.

1. DEL MUNDO. Entre los males o daños provenientes del  mundo, J. de la Cruz apunta, a título de ejemplo: “Falsedades, imperfecciones, apetitos, juicios, perdimiento de tiempo y otras muchas cosas, que crían en el alma muchas impurezas” (S 3,3,2). Las noticias que ofrece el mundo son apariencias y, por eso, conducen a la falsedad. La solución mejor es olvidarlas, para librarse, a la vez, de la “vana esperanza y vano gozo, que producen” en el alma. A estas aficiones llega a llamarlas el Santo “buenos pecados veniales” (S 3,3,3), que pueden provenir incluso de discursos y noticias acerca de Dios. Producen también apetitos, que es desear aquellas noticias. A veces, estos apetitos son apariencias.

La única solución es hacer caso omiso de las noticias, pues de lo contrario se introducen en el alma imperfecciones que no se aprecian, pero que se van apagando poco a poco. Aunque puede pensarse que con el rechazo de las noticias se priva al alma de muchos buenos pensamientos provechosos de Dios, sin embargo, es más importante la pureza del alma, ya que de este modo no se pega ninguna afición: “Mejor es aprender a poner las potencias en silencio y callando, para que hable Dios” (S 3,3,4). Tampoco es conveniente pensar que el alma se distrae si no tiene la memoria en Dios (S.3,3,5), ya que si está recogida y cerrada a toda noticia, no puede tener distracciones, pues para estar distraída tiene que estar abierta. Por el contrario, si el alma está cerrada, Dios entrará en ella espiritualmente, como entró en el cenáculo después de resucitado (S 3,3,6). Ciertamente son necesarias la oración y la esperanza para llegar a Dios desde la desnudez. “No pierda el cuidado de orar y espere en desnudez y vacío, que no tardará su bien” (S 3,3,6).

2. DEL DEMONIO. Los daños u obstáculos provenientes del demonio los resume el Santo en la capacidad de añadir noticias que producen en el alma efectos malos, como son los vicios capitales: soberbia, avaricia, ira, envidia, etc. (S 3,4,1). El demonio suele asentar estas noticias en la fantasía, con lo cual engaña, al hacer que las cosas falsas aparezcan como verdaderas. También aquí la solución está en el vacío de la memoria, ya que “si se oscurece en todas ellas y se aniquila en olvido, cierra totalmente la puerta a este daño del demonio y se libra de todas estas cosas, que es gran bien” (S 3,4,1). Con este olvido se impide al demonio que actúe, pues “si la memoria se aniquila en ellas, el demonio no puede nada, porque nada halla donde asir, y sin nada, nada puede” (Ib.). Los daños que hace el demonio si no se purifica la memoria son los siguientes: tristezas, aflicciones y gozos vanos (S 3,4,2). Pero el mayor peligro es distraer al alma, impidiéndole el recogimiento, que es poner toda el alma en Dios, “lo cual, aunque no se siguiera tanto bien de este vacío como es ponerse en Dios, por sólo ser causa de librarse de muchas penas, aflicciones y tristezas, allende de las imperfecciones y pecados de que se libra, es gran bien” (ib.).

3. DE LOS APETITOS. Los daños provenientes de la  carne o apetito son más bien privativos, porque pueden vaciar al alma del bien espiritual, además de impedir el bien moral, que “consiste en la rienda de las pasiones y freno de los apetitos desordenados, de lo cual se sigue en el alma tranquilidad, paz, sosiego y virtudes morales” (S 3,5,1). El único medio para frenar las pasiones es el de olvidar las cosas de sí (S 3,5,1), ya que es de ellas de donde nacen las afecciones que generan los apetitos. Lo corrobora el Santo con una sentencia a modo de refrán: “lo que el ojo no ve, el corazón no lo desea” (ib.). Siempre que se piensa una cosa el alma queda alterada y produce los efectos de tristeza si es molesta, y de gozo si es agradable. Y esto es lo que provoca la turbación y, por tanto, la intranquilidad moral (S 3,5,2), que impiden el bien de las virtudes morales privando al alma del bien espiritual, ya que al no tener fundamento del bien moral por la turbación no es capaz del espiritual, que sólo se alcanza con el alma en paz (ib.). Por ello, si el alma quiere alcanzar a Dios, no se ha de emplear en cosas aprehensibles, como son las cosas de la memoria, pues no será posible que esté abierta y libre para lo que no se puede comprender, Dios. Razón por la cual ha de ir no comprendiendo (S 3,5,3).

V. Desarrollo espiritual

Lo mismo que las otras virtudes teologales, la esperanza presenta en su crecimiento progresivo aspectos y etapas diferenciadas, pero siempre complementarias. Siguiendo las pautas señaladas por J. de la Cruz pueden apuntarse estos pasos:

1. EN EL ÁMBITO SENSITIVO. “En todos los casos, por adversos que sean, antes nos habemos de alegrar que turbar, por no perder el mayor bien que toda la prosperidad, que es la tranquilidad del ánimo y paz en todas las cosas adversas y prósperas, llevándolas todas de una manera” (S 3,6,4). La purificación de las noticias del mundo trae consigo tranquilidad y paz de ánimo. El tener la conciencia y el alma puras (S 3,6,1), es causa de gozo y serenidad, y esto lleva a tener el alma en disposición para las virtudes (ib.). La purificación de la memoria hace que el alma se libre de las tentaciones del demonio, que le hacen caer en impurezas y pecados (S 3,6,2). Así, “quitados los pensamientos de en medio, no tiene el demonio con qué combatir al espíritu naturalmente” (ib.). Por medio de la purificación del apetito, el alma está dispuesta para que actúe el Espíritu Santo y sea él quien la mueva (S 3,6,3). Lo más importante que aquí consigue el alma es la paz, ya que “aunque otro provecho no se siguiese al hombre que las penas y turbaciones de que se libra por este olvido y vacío de memoria, era grande ganancia y bien para él” (ib.). El turbarse, pues, es una pérdida de tiempo, ya que no se saca ningún provecho con ello. Sólo con paz se podrá juzgar mejor las cosas y sólo así se podrá poner remedio (ib.).

2. EN EL NIVEL ESPIRITUAL. La obra purificadora de la esperanza va más allá de las recuerdos de cosas naturales; alcanza también a las “noticias sobrenaturales” (S 3,7,1). Pueden ser visiones, revelaciones, locuciones y sentimientos por vía sobrenatural (ib.). Es necesario también tener cuidado con estas noticias, pues en vez de ayudar a la unión con Dios pueden ser impedimento, al quedarse la memoria sólo con ellas y no llegar a Dios en esperanza. Cuando el alma se fija en ellas, menos capacidad y disposición tiene para abandonarse y entrar en el abismo de la fe (S 3,7,2). Ninguna noticia ni forma  sobrenatural que capte la memoria son Dios, pues trasciende a la memoria, y por eso hay que rechazarlo para poder llegar a Dios (ib.).

La reflexión de las noticias sobrenaturales puede impedir la unión con Dios, ya que se corre el riesgo de quedarse sólo con ellas. Ni las imágenes ni las noticias sobre Dios son Dios (S 3,8). Y ello podría llevar a juzgar a Dios bajamente; con lo cual, al sentir y estimar a Dios según nuestras aprehensiones, siendo Dios incomprensible, quedaría reducido a la medida de nuestra capacidad. El imperativo, pues, es claro: “Cuidar de buscar la desnudez y pobreza espiritual y sensitiva, que consiste en querer de veras carecer de todo arrimo consolatorio y aprehensivo, así interior como exterior” (S 3,13,1). De esta forma se obtendrá un provecho grande, como es el llegar al encuentro con Dios, el cual no tiene ni imagen, ni forma, ni figura. Y es que “bueno le es al alma no querer comprender nada, sino a Dios por fe en esperanza” (S 3.13,9).

Lo mismo sucede con las noticias espirituales, que son aquellas aprehensiones del entendimiento que no tienen ni imagen, ni forma corporal, pero que, al caer bajo la memoria espiritual, pueden ser recordadas, por el efecto que hicieron (S 2,26). También aquí “háyase humilde y resignadamente acerca de ellas, que Dios hará su obra cómo y cuando él quisiere” (S 2,26,9).

3. LA CIMA DE LA “ESPERANZA PACÍFICA”. El alma, sin embargo, para recorrer la aventura de la “salida” “por esta secreta y oscura noche”, va disfrazada “de esta librea de esperanza” (N 2,21,9), que es “una almilla de verde”, que “da al alma … animosidad y levantamiento a las cosas de la vida eterna” (N 2,21,6) y le permite “levantar los ojos sólo a mirar a Dios” (N 2,21,7). Y ello, porque la esperanza es como el “yelmo de salud”, que “todos los sentidos de la cabeza del alma cubre” (N 2,21,7), disponiendo “puramente a la memoria para unirla con Dios” (N 2,21,11). Y de este gesto del alma “se agrada tanto el Amado … que tanto alcanza de él cuanto ella de él espera” (N 2,21,8), consciente el alma de que “sin esta librea de la sola esperanza de Dios… no alcanzará nada, por cuanto la que mueve y vence es la esperanza porfiada” (ib.). “Esperanza porfiada” que se convierte, a la vez, en garantía “de tantos y tan aventajados bienes de Dios” (N 2,22,2).

Si a lo largo del peregrinar en el destierro el alma busca siempre a Dios “con ansias” y en deseo penoso, llega un momento en que la esperanza se vuelve espera confiada y pacífica. No desaparecerá nunca del horizonte de esta vida “que deje de tener dentro de sí gemido… en la esperanza de lo que le falta” (CB 1,14), pero al no tener “esperanza en otra cosa sino en Dios” (CB 28,4), “tiene tanto de gemido, aunque suave y regalado, cuanto le falta para la acabada posesión de la adopción de los hijos de Dios, donde consumándose su gloria, se quietará su apetito” (LlB 1,27). Se comprende así la exclamación “del morir por que no muere” (Po 5). El Santo sigue aconsejando: “Viva en fe y esperanza … que en esas tinieblas ampara Dios al alma” (Ct a una Carmelita, por Pentecostés de 1590).

BIBL. — EFRÉN DE LA MADRE DE DIOS, “La esperanza según san Juan de la Cruz”, en RevEsp 1 (1942) 255-281; ANDRÉ BORD, Mémoire et espérance chez Jean de la Croix, París 1971; AUGUSTO GUERRA, “Ventura y tormento de la esperanza”, en RevEsp 35 (1976) 401-430: P. LAÍN ENTRALGO, “La memoria y la esperanza: San Juan de la Cruz”, en el libro; La espera y la esperanza, 2ª ed. Madrid 1958; PIERRE D. ORNELLAS, “La pure et bienhereuse espérance en Jean de la Croix”, en AA.VV., Un saint, un maître, Ed. du Carmel, Venasque 1992.

Aniano Álvarez-Suárez