Evangelio

La espiritualidad de san Juan de la Cruz se inscribe en el momento histórico del llamado “evangelismo” español. Es como una vuelta a la pureza de la revelación divina personificada en  Cristo “como fuente de toda verdad salvífica y ley de comportamiento” (C. de Trento, ses. IV; Denz. 1501). Autores como Imbar de la Tour, M. Bataillon y M. Andrés han trazado las líneas más o menos rectas de este evangelismo-paulinismo del siglo XVI español. Lo cierto es que existió, y de ello son testigos varios maestros anteriores al Doctor místico (Luis de Granada, Juan de Ávila, etc.). Juan de la Cruz, sin quedar exento de influjos ambientales, busca directamente en el NT la forma de interpretar la  Escritura entera desde Cristo, revelación consumada del plan salvífico de Dios.

El núcleo de la “Buena noticia” sobre el misterio de la salvación lo contempla J. de la Cruz desde el plan eterno de Dios, al inspirarse en el prólogo del cuarto evangelio “In principio erat Verbum”. Aquí se alude a la “claridad” (=gloria) que Cristo dará a su  esposa, como participación de la que el Padre tiene en el Hijo Unigénito (Romance 3º). Gloria que es amor de “levantamiento” redentivo, y que a su vez implica el mismo amor del Padre al Hijo, la  inhabitación de los Tres en el alma agraciada, la deificación, el trato y morada de Cristo con los hombres y el anuncio de su consumación escatológica, “cuando se gozarán juntos en eterna melodía” (Romance 4º).

1. EL SEGUIMIENTO-IMITACIÓN DE CRISTO. El Doctor Místico recoge con tino las palabras que más le interesan de “el” Evangelio de Cristo. Sólo un par de veces habla de “su” evangelio refiriendo el pronombre a Dios (Av 4.6) o particularmente a san Pablo (S 2,22,13). Concebía, pues, la Escritura como una unidad culminada en las palabras y gestos de Jesús. Su recurso a los cuatro evangelistas es constante, especialmente al “seguimiento-abnegación” de Cristo en los sinópticos y a los contenidos mistéricos del cuarto evangelio en el prólogo, libro de los símbolos y en el cap. 17 de la oración sacerdotal (agua viva,  fe, templo nuevo-morada, idéntica comunión de amor trinitario, misiónacción del  Espíritu Santo, etc.).

Es lo que de otra forma denomina varias veces “ley o doctrina evangélica” (S 2,21,4; 22,3; LlB 3,59), equivalente a “perfección evangélica” (S 3,17,2; LlB 3,47), que es el  “camino de la vida eterna” (CB 25,4) y, al fin, disposición de “servir a  Dios” como Cristo le sirvió haciendo la “voluntad de su Padre” (S 3,17,2; S 1,13,4). La expresión “ley de gracia” implica la novedad cristiana (S 2,22, tít.), opuesta a la “ley vieja” que ni justificaba por las obras ni, según el parecer común sobre la progresiva revelación del más allá, abría tras la muerte las puertas del Sheol (CB 11,9).

En él radica la primera exigencia de la vida espiritual: “Traiga un ordinario apetito de imitar en todas sus cosas, conformándose con su vida, la cual debe considerar para saberla imitar y haberse en todas las cosas como se hubiera él” (S 1,13,3). Y de ello se ocupa ampliamente, “según el germano y espiritual sentido” de Mc 8,35-35, al declarar “tan admirable doctrina” como exige hacer propio el modelo de Cristo: “Si alguno quiere seguir mi camino, niéguese a sí mismo y tome su cruz y sígame” (S 2,7,4ss).

El “Evangelio” se toma como sinónimo implícito de toda la verdad revelada en el NT. Así entiende la predicación paulina como una parcela de la “buena noticia” (S 2,22,12), si bien deja constancia de que, aunque revelado directamente por Dios, de hecho, lo confrontó con la tradición apostólica para mayor seguridad de su predicación (ib. 13; S 2,14,7). La Verdad es no sólo palabra, sino que implica el gesto eficaz de la salvación actuante cuando ésta se acepta con fe (S 2,31,1).

2. LEY NUEVA Y LEY VIEJA. Por otra parte, y dentro del sentido unitario que da al NT, Juan de la Cruz contrapone la  “ley nueva” a la “ley vieja o de Moisés”. Ambas son “ley de Dios” y por ambas habla el Espíritu Santo (S pról. 2), pero de distinta forma: la primera es “ley de gracia”, o “evangélica” (S 2, 22, tít.; 2.3; CB 11,10); la segunda es la “ley de escritura” o “mosaica”, entregada por Dios en el Sinaí (S 2,22,3; S 3,42,5) y complementada por muy diversas entregas (“de muchos modos y de muchas maneras”: S 2,22,4). Jesús cumple, reinterpreta y supera la “ley vieja”, abriéndonos a la libertad de la fe y del amor (Ef 12; LlB 3,28-29.46). Ya no será lícito “agraviar” a Dios que nos tiene “ya habladas todas las cosas en mi Palabra, que es mi Hijo” (S 2,22,5). En él ya ha hablado, respondido y revelado todo el Padre, al dárnoslo “por hermano, compañero y maestro, precio y premio” (ib. 5).

Era ésta una distinción común dentro del lenguaje cultural cristiano; más en concreto derivada de la antinomia paulina “letra-espíritu” (1 Cor 2,14.15; 2 Cor 3,6: S 2,19,5.11; LlB 3,73-75), a su vez consecuencia de la antítesis “carneespíritu”.

Alude ya en sus Romances a esta contraposición entre la “esperanza larga” (Romance 5º) del pueblo antiguo que servía a Dios “debajo de aquella ley / que Moisés dado le había” (Romance 7º). La encarnación de Cristo será “el rescate de la esposa / que en duro yugo servía” (ib.). Esta contraposición se hace más explícita al ponerla en boca de Dios-Padre que reafirma la “totalidad” de su voluntad en la encarnaciónmuerte-resurrección de su Hijo, en quien nos ha “dicho” y “dado”  Todo: “Porque en darnos, como nos dio a su Hijo, que es una  Palabra suya, que no tiene otra, todo nos lo habló junto y de una vez en esta sola Palabra, y no tiene más que hablar” (S 2,22,3). Tal es la lección que recoge de la carta a los Hebreos (1,1-2), destacando por qué en la plenitud de la “ley nueva” ya no es preciso cuestionar ante Dios el verdadero camino de la perfección cristiana porque ya se ha renacido “en el  Espíritu Santo” y visto el “reino de Dios, que es el estado de perfección” (Jn 3,5: S 2,5,5).

Para seguir el nuevo camino es suficiente, por otra parte, conducirnos por la ley de la “razón y fe”, es decir, por la ley natural y las luces del Espíritu en conformidad con “la ley de Dios y de la Iglesia” (Ct 12) o del “Espíritu Santo y su Iglesia” (S 3,44,3). Ellos bastarán al cristiano, ya informado por el amor divino infundido en su corazón, para llegar a la cima del Monte de la comunión perfecta con Cristo (Romance 7º): “Ya por aquí no hay camino, porque para el justo no hay ley (1 Tm 1,9): él para sí es ley” (Rom 2,14: “Monte de perfección”).

A esta meta se encamina la  purificación, liberación, moción y enamoramiento que obra el Espíritu Santo en la  noche pasiva de la fe, en el  desposorio y matrimonio místicos del alma y en sus peticiones de la fruición eterna (N 1,13,11; N 2,4,2; CB 14,10; 17,2.4; 22,2; 31,1; 38,3; 39,3; LlB 1,19; etc.).  Cielo, Cristo, Escritura, Espíritu Santo, imitación, ley nueva/vieja, Pablo, Palabra, purificación, seguimiento.

BIBL. — JEAN VILNET, Bible et mystique chez Saint Jean de la Croix, Paiis, Desclée de Brouwer, 1949, p. 143-162; MIGUEL ÁNGEL DÍEZ, Pablo en Juan de la Cruz, Burgos 1990, p. 30-32; 93-115; 271-261.

Miguel Ángel Díez