En el pletórico simbolismo místico de J. de la Cruz ocupa lugar destacado el que se relaciona con la psicología del amor. Confluyen en el sanjuanismo dos tradiciones complementarias: la lírica trovadoresca y la exégesis cristiana de la Biblia, como revelan frases tan repetidas como ésta: “En los enamorados la herida de uno es de entrambos, y un mismo sentimiento tienen los dos” (CB 13,9). La traslación de los fenómenos naturales de la enfermedad, llaga y herida del ámbito corporal al psicológico y espiritual es recurso pedagógico y literario muy socorrido, pero J. de la Cruz lo emplea con especial maestría. Se mueve siempre, como es de suponer, en el ámbito de la mística, por lo mismo del amor divino.
a) Rasgos generales. El alma enamorada de Dios, cuando se siente verdaderamente inflamada por ese amor sufre y padece “en muchas maneras, en todos los tiempos y lugares, no sosegando en nada”, hasta que llega al beso de la unión transformante (N 2,11,6). El amor no satisfecho la hiere de tal manera que puede decirse enferma o llagada. Es lo que canta el verso dirigido al Amado: “Decilde que adolezco, peno y muero” (CB 2, v. 5º). La pena y el ansia, convertidas en llaga afistolada, puede llegar a sentimiento de muerte (CB 11, v. 2º). La dolencia, las heridas, las llagas y las penas expresan fenómenos o sentimientos fundamentalmente idénticos y vienen a sintetizarse todos en la “enfermedad de amor”. No obstante, esa convergencia general, las exigencias del lenguaje figurado de la poesía obliga al Santo a diversificar la fenomenología mística propia de cada expresión. Heridas resulta el vocablo más genérico o comprensivo, junto con enfermedad; se presenta incluso a ciertas variaciones en el Cántico (cf. canción 7).
Como de costumbre, señala la raíz o clave en que se apoya la traslación figurativa. Entre las varias “visitas” con que Dios favorece a las almas, con que las “llaga y levanta en amor”, suele hacer “unos encendidos toques de amor, que a manera de saeta de fuego hieren y traspasan el alma y la deja toda cauterizada con fuego de amor. Y éstas propiamente se llaman heridas de amor” (CB 1,17).
La semejanza con las heridas corporales y espirituales termina ahí, porque las producidas por las “visitas” del Esposo Cristo son de otro tenor: “Porque estas visitas tales no son como otras en que Dios recrea y satisface al alma, porque éstas solo las hace más para herir que para sanar, y más para lastimar que para satisfacer, pues sirven para avivar la noticia y aumentar el apetito y, por consiguiente, el dolor y ansia de ver a Dios” (CB 1,19).
Esto es lo más característico de las “heridas de amor divino”: cuanto más penetrantes más “deseables”. Se ratifica el Santo diciendo: “Éstas se llaman heridas espirituales de amor, las cuales son al alma sabrosísimas y deseables; por lo cual querría ella estar siempre muriendo mil muertes a estas lanzadas, porque la hacen salir de sí y entrar en Dios” (ib.).
Otro rasgo sintomático que distingue a estas heridas de cualesquier otras es que no admiten medicina ni tienen otra cura que la presencia del Amado: “En las heridas de amor no puede haber medicina sino de parte del que hirió” (CB 1,20). Dado que el origen es la ausencia, solamente la presencia es capaz de curar la herida (cf. CB 11, entera). Según los grados de amor y el sentimiento de la ausencia puede ser más o menos profunda la herida; se dan momentos y situaciones que parece ponen al borde de la muerte: “Esta pena y sentimiento de la ausencia de Dios suele ser tan grande a los que van llegando al estado de perfección, al tiempo de estas divinas heridas, que, si no proveyese el Señor, morirían” (CB 1,22). Quiere esto decir que el sentimiento de la ausencia causante de las heridas de amor, en su vertiente penosa, es decir, cuando se vuelve sensación de abandono, es una de las pruebas propias de la catarsis o noche purificativa (N 2,11,6). Es lo que indica el carácter ambivalente de las heridas de amor, su sabor agridulce. Idea insistentemente repetida por el Santo: “Son las heridas de amor tan dulces y sabrosas que, si no llegan a morir, no la pueden satisfacer; pero sonle tan sabrosas –al alma– que querría la llagasen hasta acabarla de matar” (CB 9,3; cf. LlB 1,8).
b) Manifestaciones particulares. Prolongando el simbolismo general de la enfermedad y de las heridas de amor, J. de la Cruz llega a aplicaciones espirituales muy concretas. “En este negocio de amor –escribe– hay tres maneras de penar por el Amado acerca de tres maneras de noticias que de él se pueden tener”. Son las siguientes: La herida, “la cual es más remisa y más brevemente pasa” (CB 7,2); la llaga, que “hace más siento en el alma que la herida, y por eso dura más, porque es como herida ya vuelta en llaga, con la cual se siente el alma verdaderamente andar llagada de amor” (ib. 3); la tercera es “como morir, lo cual es ya como tener la llaga afistolada, hecha el alma ya toda afistolada” (ib. 4).
La sintomatología de éstas y otras heridas semejantes es estrictamente espiritual, sin que se apunte efecto alguno somático. Todo se reduce a la asimilación figurativa o traslación comparativa entre lo corporal y lo espiritual. De otra índole son, en este sentido, dos clases de heridas descritas por J. de la Cruz con abundancia de detalles.
Una de ellas es la “herida fina” identificada con el “cauterio suave y la regalada llaga” de que trata en la Llama (2, 9-13). Existen “muchas maneras de cauterizar Dios al alma”, entre ellas algunas que no la llagan porque son toques de la Divinidad al alma “sin forma ni figura alguna intelectual ni imaginaria” (LlB 2,8).
Se dan otras maneras de cauterizar al alma “con forma intelectual muy subida”, como la transverberación, magníficamente descrita por el Santo en consonancia con S. Teresa (LlB 2,910.13). Es una herida o llaga estrictamente espiritual, sin real efecto somático, pero que su experiencia o sentimiento está vinculado a formas intelectuales, como dice el Santo. Se siente en el espíritu a manera de su representación intelectual, como si realmente se realizase en el cuerpo.
Según el propio Santo, “este llagar y herir interiormente en el espíritu” puede suceder que “alguna vez da Dios licencia para que salga algún efecto afuera en el sentido corporal”. Entonces “a modo que hirió dentro sale la herida y llaga afuera”, como sucedió cuando el serafín llagó a san Francisco. Es el caso de la estigmatización, que no es normal, ya que representa una excepción para el Santo. Para él, “ordinariamente, ninguna merced hace Dios al cuerpo que primero y principalmente no la haga en el alma” (LlB 2,13).
Es lo que sucede en otra clase de heridas y llagas de amor que tienen como característica inconfundible una incidencia o repercusión corporal, generalmente dolorosa. No se trata únicamente de que vayan o no acompañadas de formas intelectuales o imaginarias; en ellas se produce efectos somáticos perceptibles incluso por personas distintas de quienes son favorecidas por tales gracias-visitas. A esta categoría reduce J. de la Cruz el arrobamiento, éxtasis, rapto, traspaso, vuelo de espíritu, etc. (CB 13,6-7; N 2,1,2).
Es bien sabido que para el Santo existe permanente interferencia o “comunicación” entre sentido y espíritu, parte inferior y parte superior, por razón de la unidad del supuesto o la persona; por lo mismo, se da siempre cierta “redundancia” de las comunicaciones y sentimientos espirituales en el cuerpo, tanto si son dolorosos como sabrosos y deleitables. Hasta que no se llega a una perfecta subordinación del sentido al espíritu, a través de la catarsis plena, ciertas gracias espirituales repercuten dolorosamente en el cuerpo. Su presencia es síntoma claro de que aún no es total la purificación del sentido. Acaso por esta vinculación al mismo, J. de la Cruz apenas aplica en tales casos el diagnóstico de heridas o llagas. Lo reserva para los efectos propios del amor divino en el ámbito estrictamente espiritual. Otra cosa distinta es si existe relación real entre ellos y alguna enfermedad física.
BIBL. — L. RAY, “Blessure d’amour”, en DS I, 1724-1730; GABRIELE DE SAINTE MARIE-MADELEINE, “L’Ecole thérésienne et les blessures d’amour mystique”, en ÉtCarm 21 (1936) I, 208-242; cf. RevEsp. 5 (1946) 546-560.
Eulogio Pacho