El hombre es una de las realidades más amplia y hondamente tratadas por J. de la Cruz. Igual que el hombre paulino (Rom 7,14ss), aparece como un ser concreto, histórico, con grandes aspiraciones y múltiples limitaciones. Responde a la descripción del Concilio Vaticano II: “A fuer de criatura, el hombre experimenta múltiples limitaciones; se siente, sin embargo, ilimitado en sus deseos y llamado a una vida superior” (GS 10). Es precisamente esa tensión interior y la llamada a la unión con Dios la que centra su mirada antropológica.
Contempla al hombre en su realidad más profunda y en su totalidad; no se detiene en aspectos periféricos, sino que va a lo hondo de su ser. Tampoco le interesa el hombre fraccionado o bajo aspectos parciales, sino en su integridad. Busca siempre el sentido último y global de su existencia. Esta se despliega en un arco maravilloso, que, desde su condición humana y finita, le abre al horizonte de la trascendencia y al encuentro definitivo con Dios. Este es el hombre concreto y existencial, sobrio y desprendido pero lleno de dignidad, en tensión antropológica, que fue J. de la Cruz y que él mismo describe en su itinerario espiritual como ser encarnado y trascendente, vocacionado teologalmente a la comunión con Dios, y también con vocación de servicio.
Esta condición humana, descrita en sus obras, antes que objeto de estudio es un proyecto existencial, que J. de la Cruz encarnó en su propia vida. No se puede comprender lo que dice sobre el hombre, sino a partir de lo que él fue como hombre, esto es, del proyecto de vida encarnado por él en su historia personal. Esto explica la articulación de nuestro estudio en dos partes. En la primera, recorriendo muy someramente las grandes etapas de su vida, tratamos de fijar sus coordenadas antropológicas fundamentales. En la segunda, siguiendo el proceso de maduración del hombre en camino hacia la meta, tratamos de descubrir los rasgos antropológicos esenciales del ser humano, retratado por J. de la Cruz en sus escritos.
I. El hombre que fue Juan de la Cruz
Las biografías nos presentan a J. de la Cruz con su personalidad humana, rica y polivalente, dominada por el sentido de lo humano y de lo divino, armónicamente integrados. Son numerosos los testimonios que nos lo describen como hombre afable, sereno, delicado, solícito, agradecido… y enamorado de Dios. “Hombre celestial y divino”, como lo retrató S. Teresa de Jesús. Esta sólo le trató durante quince años, de 1567 a 1582. No llegó a verle en la plenitud de su madurez humana y espiritual, que fueron los últimos diez años de su vida. Sin embargo, nos ha dejado un testimonio precioso, que le retrata en su personalidad más honda.
El P. Tomás Álvarez ha hecho un estudio del testimonio teresiano, que resulta imprescindible para el conocimiento de la figura del Santo. Recogemos aquí uno de sus párrafos: “En una especie de cinta corrida, la Madre Teresa lo va presentando como joven decidido y emprendedor, como director espiritual lleno del ‘espíritu de nuestro Señor’, como escritor primerizo, hombre fiel en la prueba, sin quiebras en la amistad, apto para el gobierno, de aguante en el sufrimiento y ‘con caudal para el martirio’; pero sobre todo como hombre de experiencia espiritual, ‘muy espiritual y de grandes experiencias y letras’, ‘hombre celestial y divino’, ‘harto santo’, ‘el santico de fray Juan’, ‘es una gran pieza’, ‘pocos como él’, etc.” (Tomás Álvarez, “La Madre Teresa habla de fray Juan de la Cruz”, en AA. VV., Experiencia y pensamiento en San Juan de la Cruz, Madrid 1990, 401-402).
Es un testimonio que refleja la madurez humana y espiritual de fray Juan. ¿Pero cómo se fue fraguando su personalidad? Destacamos, desde un punto de vista antropológico, tres aspectos: su condición pobre y humilde, que hace de él un “hombre sin atributos”; su descubrimiento de Dios como lo verdaderamente real, el único “atributo” del que puede alardear; su entrega incondicional al plan de Dios y al servicio del hombre, que hacen de su vida uno de los mayores “tributos” o canto al Espíritu y al mismo ser humano, en su más profunda identidad.
1. “EL HOMBRE SIN ATRIBUTOS”. La expresión es del escritor vallisoletano, José Jiménez Lozano, en su intervención en el Congreso Internacional Sanjuanista de 1991 (El hombre sin atributos, en Actas del Congreso II, 19-32).
Quiere destacar un dato real de la vida de fray Juan, aunque esté poco documentado y se encuentre en cierto sentido sublimado en sus biografías; es su condición real de pobre, de una familia que lucha por la supervivencia, en éxodo de Fontiveros a Arévalo, pasando por tierras toledanas, hasta recalar en Medina del Campo. Es el camino de éxodo que trazará más tarde en la Subida del Monte Carmelo y en el poema de la Noche: “En una noche oscura…, salí sin ser notada estando ya mi casa sosegada”.
El “status” social de la familia de fray Juan es el de “pobre”, “pobre por Dios”, “pobres sin historia”, sin nombre y apellidos, que sólo figuraban en la inscripción del libro de bautizos o de matrimonios o de difuntos, pero cuya fe les revestía de una dignidad especial, esperando en último término sentarse junto a Agustín de Tagaste, Jerónimo o la misma Reina de los cielos.
Los padres de fray Juan, Gonzalo de Yepes y Catalina Álvarez, se instalaron “en los arrabales” de Fontiveros. Posteriormente, muerto el padre (1543), Catalina con sus hijos, se traslada a Fontiveros (1548). Aquí viven también en el barrio extramuros, donde habitan “gentes de oficios modestos y hortelanos cuyos hijos apadrinan los Yepes que también tienen un oficio semejante: burateros o tejedores, y la misma vida invisible”. Son las capas sociales más pobres, “los invisibles”, los que no tienen historia, los sin atributos.
José Jiménez Lozano quiere “enfatizar ese dato de la niñez y adolescencia de Juan de la Cruz en la pobreza, no sólo porque es de un grosor decisivo en la vida y el pensamiento del Santo, como muy bien vio Baruzi, sino para mostrar un atributo de esta pobreza que nos sitúa en su concreta realidad histórica: su mudejarismo” (ib. 23). Es sólo un dato antropológico y cultural que –según Jiménez Lozano– no se puede extrapolar, como pretenden Asín Palacios o Luce LópezBaralt, hasta el extremo de ver en él las influencias de su doctrina mística o de sus símbolos: “Mi propósito es a la vez más modesto y ambicioso: el de preguntarme por el perfil antropológico de Juan de la Cruz, un mudéjar o morisquillo no porque guste del agua, de la umbría y de la huerta, sea tan fácil de pisotear y muy moreno o haga oración sentado en el suelo sobre sus rodillas…, sino porque es un pobre: un hombre sin atributos e invisible. Tal es lo profundo y primigenio de su biografía, y eso es lo que seguirá estando en ella, en su doctrina mística, en su visión del mundo y en su actitud ética y estética” (ib. 25).
Coherente con esta actitud, cuando estudiaba y trabajaba en el Hospital de las Bubas de Medina, no aceptará la propuesta del administrador del hospital, que le ofrecía atributos y visibilidad para su vida, esto es, “hacer la carrera y conseguir la estabilidad económica y la respetabilidad social: un confortable ‘status’ y un nombre, y quizás, al final, los honores… Pero dio un ‘no’ por respuesta, y escogió el camino del escondimiento en una orden religiosa que, por otra parte, distaba de tener prestigio mundanal o religioso, en el otro mundo de la Iglesia” (ib. 26).
2. DIOS, LO “REAL ULTIMO”, SU ÚNICO “ATRIBUTO”. Dentro del Carmelo (de la Antigua Observancia), se le ofrece una segunda oportunidad de alcanzar los atributos del saber, cursando estudios en Salamanca. Aquí se fraguó su personalidad intelectual. Y de allí volvió convertido en el “Senequita” de S. Teresa, que no gustaba precisamente de semiletrados. La Santa quedó fascinada en su primer encuentro con él. Pero la época salmantina fue también la de mayor “mundanidad” en su vida, sobre todo en el ámbito cultural, que le tocaba más de cerca: “Todo ese universo salmantino con su ruido de luchas y sus encandilamientos para el corazón y el intelecto, y su dramatismo final, nos permiten medir de algún modo lo que para Juan de la Cruz fue aquella su travesía en el acopio de saber, que inevitablemente estuvo rodeada de mundo y de la relucencia de los atributos del mundo y del poder culturales” (ib. 27).
Baruzi habla de la experiencia de Salamanca como una especie de conversión o descubrimiento del camino que le conducía más directamente a “no querer ser algo en nada” (S 1,13,6.11). Es en este capítulo del libro primero de Subida donde J. de la Cruz ha formulado de manera más vigorosa su doctrina de la desnudez y el desasimiento, imitando así a Jesucristo, “el cual en esta vida no tuvo otro gusto, ni le quiso, que ‘hacer la voluntad de su Padre’” (ib. 4). Y comenta: “En esta desnudez halla el espiritual su quietud y descanso, porque no codiciando nada, nada le fatiga hacia arriba y nada oprime hacia abajo, porque está en el centro de la humildad” (ib. 13).
Fue precisamente a la vuelta de Salamanca cuando le confiesa a la Madre Teresa su propósito de irse a la Cartuja; quería enterrar en ella todo ese mundo de la “frailería y estudio”; le parecía a él demasiada mundanidad, “demasiados atributos o promesa de ellos”. Le parecía también insuficiente el retiro y el desprendimiento que había encontrado en el Carmelo. Es entonces cuando Teresa de Jesús le presenta el proyecto de la Reforma entre los frailes.
En este desprendimiento del mundo y de sus atributos lo que guía a J. de la Cruz no es el rechazo del mundo en cuanto tal, sino la búsqueda de lo Único Absoluto, de lo Real Ultimo, del Solo Atributo de su vida: Dios. Esta es la meta que orienta sus pasos y el objetivo que se propone en todos sus escritos: la unión con Dios. Comenta a este propósito Jiménez Lozano: “La doctrina de la desposesión y el olvido, de la circuncisión y negación, no es en Juan de la Cruz una ascesis determinada por un ‘odium mundi’ u ‘odium carnis’, ni una doctrina nihilista. Es un colosal esfuerzo epistemológico o de conocimiento de lo real, en primer lugar, y luego, el establecimiento del hombre en esa realidad. Juan no niega ningún valor, ni odia al mundo, ni al hombre: dice simplemente que sin desposesión y olvido el hombre está lleno de atributos que son mancha, cadena, obstáculo e impedimento de abrirse a lo Real Ultimo y de conocer realmente en su realidad el mundo y toda aquella criatura que sólo el encuentro con ese Real Ultimo ilumina y muestra y entrega en su verdad” (ib. 29).
Embarcado en la Reforma teresiana ( Duruelo 1568), fray Juan continúa su camino de desposesión del mundo y de búsqueda de Dios; es el camino de la “nada” para llegar al “todo”, característico de su espiritualidad. Es el mismo camino que comienza a enseñar a los frailes en Mancera, Pastrana, Alcalá y a las monjas en la Encarnación de Ávila. Durante cinco años (15721567), a ruegos de la Madre Teresa, ejerce aquí su ministerio de confesor, hasta que el 2 de diciembre es apresado por los Calzados y conducido a Toledo, donde permanecerá ocho meses en la cárcel conventual.
Aquí el desprendimiento de todos los atributos humanos es total. Su único atributo es Dios. Y Dios en la comunicación más íntima de su misterio, que ilumina la oscura noche de la cárcel toledana y llena de luz y colorido su vida. Así llegó fray Juan a descubrir la realidad más honda de su ser y a instalarse en ella; así surgió el poema más bello de la lírica española, que es un canto a la hermosura de Dios y de las criaturas: el poema del Cántico espiritual.
Es significativo el título con que Federico Ruiz describe este hecho central en la vida de J. de la Cruz: “Noche y aurora. Transfiguración en Toledo” (Dios habla en la noche, 157-188). Fue realmente una transformación maravillosa, una profunda vivencia mística y poética: “Por una extraña reacción, las privaciones del calabozo le provocan exuberancia mística y poética. Será por ley de compensación, o porque la desnudez de espíritu deja al descubierto los manantiales más hondos de energía interior” (ib. 171). A propósito del poema, comenta: “En condiciones de estrechez, oscuridad, parálisis, malos olores, ‘en una tumba’, ha compuesto el poema con mayor sensación de espacio ancho, paisaje, movimiento, perfume, de la poesía española” (ib. 172). Recoge también la interpretación que de la cárcel dio posteriormente el mismo fray Juan en tres planos: Generosidad divina: ‘Una sola merced de las que Dios allí me hizo no se puede pagar con muchos años de carcelilla’. Actitud personal: ‘No piense otra cosa sino que todo lo ordena Dios; y adonde no hay amor, ponga amor y sacará amor’. Responsables de los hechos: ‘Obraban así, porque pensaban que acertaban’” (ib. 174).
3. SU “CANTO” AL ESPÍRITU Y AL SER DEL HOMBRE. Su vivencia mística y poética en la cárcel toledana se traduce en un “canto” al Espíritu y al ser del hombre, que se prolongará en su intensa actividad y fecundo magisterio, ejercido durante los diez años que reside en Andalucía (1578-1588). La purificación interior de la noche tensó su espíritu y puso al descubierto los manantiales más hondos de su energía interior. Así interpretan los sanjuanistas la experiencia vivida por el Santo durante los nueve meses de prisión. El despojo allí sufrido es lo más parecido a esa “tempestuosa y horrenda noche” (N 2,7,3), descrita por él mismo en el segundo libro de la Noche y que va unida a la experiencia de unión con Dios. Según estos estudios, allí habría tenido lugar el matrimonio espiritual. De lo contrario, no se explicaría ni la resistencia de fray Juan ante las “horribles” pruebas físicas y morales, ni el sentido del poema del Cántico espiritual, ni el motivo de su huida de la cárcel en una noche de mediados de agosto de 1588.
El Santo había descubierto el rostro de Dios, que buscaba desde su tierna infancia; se había encontrado con la Realidad del misterio y no podía guardárselo para sí: tenía que comunicarlo a los demás. “Habiendo llegado al descubrimiento del rostro del Absoluto –dice Morel–, el místico descubre también con renovado vigor la tarea que le aguarda en el mundo, que es la de guiar a los otros seres para que despierten del sueño que les tiene cautivos y se abran a la Realidad” (Le sens de l’existence I, 110). Por eso dice él que no resulta temerario afirmar que la resolución de abandonar la cárcel obedecía en gran parte a “su deseo de ayudar a los otros” y también a la obra de la Reforma, que se siente amenazada.
El camino será el mismo que había seguido hasta aquí, iluminado ahora por la experiencia de noche y de unión. Será el camino hacia la cima del Monte Carmelo, el camino de las “nadas” para llegar al “Todo”, el descubrimiento de la Realidad Absoluta fundamento del ser, el camino hacia el encuentro con Dios en el matrimonio espiritual, donde Dios se comunica en el más puro espíritu: “Más propio y ordinario le es a Dios comunicarse al espíritu que al sentido” (S 2,11,2).
Enseñará también a sus discípulos a despojarse de todos los atributos humanos para revestirse de los atributos divinos: “porque, siendo él omnipotente, hácete bien y ámate con omnipotencia; y siendo sabio, sientes que te hace bien y ama con sabiduría; y siendo infinitamente bueno, sientes que te ama con bondad; y siendo santo, sientes que te ama y hace mercedes con santidad; y siendo él justo, sientes que te ama y hace mercedes justamente; siendo él misericordioso, piadoso y clemente, sientes su misericordia y piedad y clemencia; y siendo fuerte y subido y delicado ser, sientes que te ama fuerte, subida y delicadamente; y como sea limpio y puro, sientes que con pureza y limpieza te ama; y, como sea verdadero, sientes que te ama de veras; y como él sea liberal, conoces que te ama y hace mercedes con liberalidad sin algún interese, sólo por hacerte bien; y como él sea la virtud de la suma humildad, con suma bondad y con suma estimación te ama, e igualándote consigo, mostrándosete en estas vías de sus noticias alegremente, con este su rostro lleno de gracias y diciéndote en esta unión suya, no sin gran júbilo tuyo: Yo soy tuyo y para ti, y gusto de ser tal cual soy por ser tuyo y para darme a ti” (LlB 3,6).
La tarea de J. de la Cruz va a ser también de esclarecimiento en temas fundamentales de espiritualidad. La suya será una espiritualidad robusta, que haga frente a la espiritualidad practicada por muchos grupos de “espirituales”, de “beatas” y de “alumbramiento”. Eulogio Pacho, que ha estudiado el tema, dice que “la Subida quiso ser –y lo consiguió en parte– frente a la espiritualidad blandengue y facilona, lo que el Quijote frente a la novelería de caballerías” (E. Pacho, Escenario histórico de Juan de la Cruz: Su entorno religioso-cultural, 9-57). Frente a abusos y desviaciones que conducen fácilmente a la pereza espiritual, son elocuentes las páginas de sus obras (S 2,29; LlB 3,30.44-45); igualmente, en temas de religiosidad popular (S 3,43). Sus orientaciones pedagógicas tienden a eliminar abusos en las manifestaciones exteriores de piedad, haciendo una valoración justa y equilibrada de lo fundamental y de lo accesorio.
Finalmente, en la polémica sobre meditación y contemplación, entre vida activa y vida contemplativa, J. de la Cruz adoptará una postura clara a favor de la contemplación, como camino para llegar al ser de Dios y al ser del hombre. Esta es la Realidad que él había descubierto y que quiere ayudar a descubrir a los demás. Pero su postura está lejos de caer en fáciles extremismos, como observa E. Pacho: “Si la contemplación no puede ser pretexto para la holgazanería espiritual, tampoco la actividad debe vaciar las reservas del espíritu. El secreto del equilibrio reside en la motivación decisiva que no es otra que el amor, según se afirmará tajante en el Cántico espiritual (29,1-3)” (ib. 55).
Este es, en definitiva, el mejor servicio y el mayor “tributo” que J. de la Cruz ha prestado al hombre. Le ha enseñado el camino para descubrir su propio ser, su verdadera identidad, descubriendo el ser de Dios actuando en él. Este camino pasa por la noche oscura, esto es, por la desposesión interior. Así, en desnudez espiritual, sin más arrimo, atributo o añadido, sin nada que le fatigue hacia arriba y nada que le oprima hacia abajo, se encuentra en “su más profundo centro”.
II. El hombre descrito por Juan de la Cruz
Partiendo del hombre que fue J. de la Cruz, podemos ahora comprender mejor el hombre descrito por él en sus escritos. Los rasgos esenciales que le caracterizan son los mismos que él ha plasmado en su vida. Destaca el valor y la dignidad del ser humano, al que sacrifica todo lo que se opone a él y le impide alcanzar su verdadera identidad. Otro aspecto esencial es su proceso de maduración, que le introduce en la noche oscura del espíritu y le rehace interiormente. El fundamento, tanto de su dignidad como de su dinamismo interior, es su dimensión trascendente y teologal, que lo marca en lo más hondo de su ser. Destaca, finalmente, su vocación de servicio.
1. DIGNIDAD DEL SER HUMANO. La dignidad del hombre no consiste en tener sino en ser, como modernamente han subrayado todas las antropologías y repite también el mensaje cristiano. Hay que ayudar al hombre a ser él mismo, y a ser lo que está llamado a ser por vocación (Pablo VI, Juan Pablo II). Es el mensaje antropológico esencial de J. de la Cruz. El camino no son los “atributos humanos”, ni cualquier otro añadido externo, sino la penetración en el ser más íntimo del hombre, que viene dado por su misma razón.
Este es el sentido de algunos de los dichos o apotegmas de J. de la Cruz, que ponen de manifiesto su profunda sabiduría humana: “Un sólo pensamiento del hombre vale más que todo el mundo; por tanto, sólo Dios es digno de él” (Av 1,35). “Todo el mundo no es digno de un pensamiento del hombre, porque a sólo Dios se debe; y así, cualquier pensamiento que no se tenga en Dios, se le hurtamos” (Av 2,36). Esta alta valoración del pensamiento del hombre tiene su hontanar más hondo en Dios, que lo ha creado. La relación a Dios no disminuye el ser humano, sino que lo dignifica. Este planteamiento, que está en la base del pensamiento sanjuanista, significa la superación de la visión filosófica de los ateísmos modernos, que no han sabido resolver el eterno contencioso entre Dios y la razón humana, como pone de manifiesto la encíclica Fides et Ratio de Juan Pablo II. En este sentido hay que recordar aquí la obra filosófica de Edith Stein, discípula de J. de la Cruz, que representa una de las síntesis mejor logradas entre fe y razón, en diálogo con la filosofía contemporánea.
La relación a Dios no priva al hombre del recto uso de su razón, sino que le orienta en su ejercicio. El Santo, por muy alta que sea la comunicación divina, sale siempre por los fueros de la razón. Para obrar la virtud no hay que esperar al gusto: “Bástate la razón y entendimiento” (Av 1,37). “Entra en cuenta con tu razón para hacer lo que ella te dice en el camino de Dios” (Ib. 44). “El que obra razón es como el que come sustancia” (ib. 46). En nuestra cultura actual light se dice que es necesario recuperar el valor de la razón, así como su capacidad para buscar la verdad y encontrar el sentido último de las cosas (Fides et Ratio, 81).
No hay que esperar de Dios lo que la razón humana puede alcanzar por sí misma, porque lo que cabe “en razón y juicio humano” Dios no lo da por otro conducto (S 2,22,13). El Espíritu Santo “se aparta de los pensamientos que son fuera de razón” (S 3,6,3) y también “de los pensamientos que no son de entendimiento, esto es, de la razón superior en orden a Dios” (S 3,23,4). Por eso para que la razón humana se ejerza correctamente, ha de “quitar el gozo de los bienes temporales”. Entonces “adquiere libertad de ánimo [y] claridad en la razón” (S 3,20,2). Lo mismo ocurre con el gozo en los bienes naturales: “Se embota mucho la razón y el sentido del espíritu… Y así, la razón y el juicio no quedan libres, sino anublados con aquella afección de gozo muy conjunto” (S 3,22,2). Y “cuando el alma entrare en la noche oscura, todos estos amores [el de la sensualidad y el del espíritu] pone en razón” (N 1,4,8). De ahí que la noche del espíritu ocupe en la antropología sanjuanista un lugar privilegiado.
2. REDESCUBRIMIENTO DEL ESPÍRITU. A tenor de lo expuesto en la primera parte, J. de la Cruz representó para la época moderna a partir del Renacimiento –caracterizado por una fuerte corriente humanista– una de las encarnaciones más paradigmáticas del espíritu humano, tanto por su vida como por sus escritos y la expresión estética de su poesía. La fuente de este redescubrimiento del espíritu fue su vivencia mística y poética en la prisión de Toledo. Coincide –como ya hemos subrayado– con la experiencia descrita en la noche del espíritu. Dentro de esta perspectiva hay que interpretar la tensión entre el sentido y el espíritu, descrito en todas sus obras. Es un movimiento de desprendimiento y de unificación interior, al término del cual el sentido se halla enteramente compenetrado con el espíritu.
La realidad antropológica de esta contraposición es ante todo de índole filosófica (E. Pacho, Temas fundamentales, p. 150). Desde el punto de vista filosófico, la tensión entre sentido y espíritu es intrínseca a la constitución esencial del ser humano, en el que confluyen el mundo inferior y el mundo superior y divino. El hombre es un ser que participa de ambos mundos: del ser corporal de todos los seres creados y del ser espiritual del mundo de los espíritus, que tiene su fuente en Dios, como explica Edith Stein en su obra Ser finito y ser eterno. Aquí radica su función mediadora entre un mundo y otro, de manera que “puede hacer descender el espíritu hasta la naturaleza y elevar la naturaleza hasta el espíritu” (Urs von Balthasar). Pero esta mediación no se lleva a cabo sino en medio de un fuerte antagonismo o enfrentamiento entre el sentido y el espíritu. Aunque en realidad, como observa Urs von Balthasar, este antagonismo no es propiamente entre el cuerpo y el espíritu, que necesita una infraestructura psicosomática para su actividad, sino que “atraviesa por el centro del espíritu” (Teodramática 2, 334).
Es importante este dato, para comprender la antropología sanjuanista del espíritu. Así lo destaca Federico Ruiz en la introducción a su pensamiento: “La diferencia entre espíritu y sentido forma parte de la naturaleza. Con anterioridad al pecado. La dualidad es fuente de riqueza, pues engendra oposición; de ahí nace la resistencia, el esfuerzo, la tensión, el proceso. Este constituye la nota esencial de la naturaleza humana, que fue creada abierta, con posibilidad y obligación de hacerse. Se caracteriza por la ley del crecimiento” (F. Ruiz, Introducción, 305).
En un primer momento, dice Balthasar, “puede describirse tranquilamente el dualismo existente en el hombre como una característica de su dignidad: al ser el que va ascendiendo desde abajo para terminar superando todo lo inferior, es la corona y el soberano del cosmos, y esta supremacía –desde la perspectiva ‘precristiana’ e incluso cristiana– es idéntica a una afinidad con lo divino, con un origen e institución por parte de Dios” (Teodramática 2, 333-334).
Desde el punto de vista teológico, este antagonismo se radicaliza a causa de la realidad del pecado. Los sentidos, que de por sí viven aferrados al mundo material, tienden a hacerlo desordenadamente, generando una fuente de “afección” que frena el proceso de maduración e impide la unión con Dios. Lo explica admirablemente J. de la Cruz, a propósito de la lucha contra los enemigos del alma (mundo, demonio y carne), que el alma ha de librar en su camino de búsqueda de Dios: “Dice también el alma que pasará las fronteras, por las cuales entiende… las repugnancias y rebeliones que naturalmente
la carne tiene contra el espíritu; la cual, como dice san Pablo (Gal 5,17): ‘Caro enim concupiscit adversus spiritum’, esto es: La carne codicia contra el espíritu, y se pone como en frontera resistiendo al camino espiritual. Y estas fronteras ha de pasar el alma, rompiendo las dificultades y echando por tierra con la fuerza y determinación del espíritu todos los apetitos sensuales y afecciones naturales; porque, en tanto que los hubiere en el alma, de tal manera está el espíritu impedido debajo de ellas, que no puede pasar a verdadera vida y deleite espiritual. Lo cual nos dio bien a entender san Pablo (Rom 8,13), diciendo: ‘Si spiritu facta carnis mortificaveritis, vivetis’, esto es: Si mortificáredes las inclinaciones de la carne y apetitos con el espíritu, viviréis” (CB 3,10). Este es el punto de partida del proceso de purificación del espíritu, descrito en el segundo libro de Subida y Noche.
3. SER TRASCENDENTE Y TEOLOGAL. La idea de hombre, subyacente a la antropología sanjuanista, está marcada conjuntamente por su dimensión trascendente y teologal. Ambas se realizan en una perspectiva sobrenatural. Por eso su concepción de la persona humana es inseparable de su idea de Dios. Esta, además, va indisolublemente unida a la comunicación sobrenatural divina. De ahí la siguiente descripción de la persona humana, que está en el fondo de su obra: “Es una realidad esencialmente trascendente al mundo y al modo ordinario de conocimiento. Esta realidad es el espíritu, es decir, las profundidades de la persona humana y su relación esencial con Dios, y es también la realidad sobrenatural” (F. Urbina, La persona humana, 17).
El ser trascendente del hombre aparece en relación con la trascendencia divina, afirmada por el Santo como principio estructurador de la Subida. Entre el ser de Dios y el ser de las criaturas hay una distancia infinita, que afecta a todos los órdenes: al del ser, al del conocimiento y al del afecto. Por tanto, el que pone su afición en lo creado, delante de Dios “es nada y menos que nada” (S 1,4,4; S 2,8,3). Ninguna cosa criada puede ser medio para la unión con Dios (S 1,4-5; 2,8). Por eso, para unirse con El hay que vaciarse de todo apego a las criaturas, esto es, hay que entrar en la noche. La noche es, pues, el paso necesario para llegar a la unión con Dios (S 1,2,1). Es como el oscurecimiento sufrido por el hombre que acoge a Dios.
Ahondando en el principio de la trascendencia, que es una de las claves antropológicas de la noche, afirma la incompatibilidad entre la afección a las criaturas y la unión con Dios: “En el alma no se puede asentar la luz de la divina unión si primero no se ahuyentan las afecciones de ella” (S 1,4,2). Por tanto, el que quiere unirse enteramente con Dios tiene que renunciar a la afección a las criaturas. La razón última estriba en que dos contrarios no caben en un mismo sujeto; se repelen mutuamente como el todo y la nada, lo relativo y lo absoluto, lo perfecto y lo imperfecto.
El Santo hace suyo el principio filosófico de las formas que se comunican a la materia, confiriéndole su modo propio de ser. Si la forma es la de un ser creado, tendremos un ser humano. Pero si la forma es la del ser divino, tendremos un ser divino. El paso de una a otra es necesario para la transformación del ser. Esto se lleva a cabo ontológicamente por la infusión de la gracia divina, y existencialmente por la purificación de la noche. Esta es una de las claves de interpretación, avanzada ya por Baruzi y más tarde por Edith Stein.
Se inicia así el proceso de purificación, que afecta primero a “la parte sensitiva” del alma y después a la “parte espiritual” (S 1,1,2). De esta manera introduce el Doctor místico su concepción antropológica del ser humano, compuesto de cuerpo y alma, de sentido y espíritu, de porción inferior y superior, de parte sensual-sensitiva y parte racional-espiritual. Expresiones todas ellas equivalentes (E. Pacho, Antropología sanjuanista, 61).
Es una concepción que se inspira en la filosofía aristotélico-tomista y que, como todos los comentaristas han subrayado, acentúa la unidad del ser humano contra toda especie de dualismo o de monismo. El hombre es un espíritu corporeizado o un cuerpo espiritualizado. En virtud de esta unidad, existe una interdependencia entre la parte sensitiva y espiritual (E. Pacho, Temas, p.146).
El Santo habla de esta unidad del ser humano y de la interdependencia de sus componentes esenciales particularmente en Cántico y Llama, cuando el proceso espiritual ha alcanzado ya un nivel de maduración. En el libro de Subida y Noche prevalece, por el contrario, la tensión entre el sentido y el espíritu. De ahí el proceso descrito en estas obras como un movimiento de desprendimiento y de unificación interior, al término del cual el sentido se halla enteramente compenetrado con el espíritu.
Pero la meta no es la compenetración del sentido con el espíritu, sino del espíritu con Dios, que se da en la unión divina. Por eso la vocación teologal del hombre es complementaria de su vocación trascendental. Esta se realiza, en definitiva, en el encuentro personal con Dios, para el que ha sido creado. Según el Concilio Vaticano II, es “la razón más alta de la dignidad humana” (GS 19). Para J. de la Cruz el hombre es esencialmente relación con Dios, que adquiere su sentido pleno en la divinización. Como dice Henri Sanson, su concepción del hombre está más emparentada con la de los Padres griegos que con la tomista: “Si es tomista en su concepción de las relaciones del alma y del cuerpo, no lo es en la de las relaciones del alma con Dios” (El espíritu humano, 136).
La patrística concibe al hombre siempre en orden a su comunión con Dios por la divinización. Este es su verdadero destino, el único existente en la actual economía salvífica, en el que el ser humano encuentra la raíz más profunda de su verdadera identidad. Esta es también la visión antropológica predominante en Cántico y Llama: la del ser deificado por la incorporación al misterio de Cristo y por la participación del misterio trinitario. Es la visión propia de la patrística, que se prolonga en la mística renana, en la que se inspira J. de la Cruz. El místico doctor pone especial énfasis en esta finalización trascendente y teologal del hombre, con expresiones e imágenes cargadas de profundo realismo, que son como una resonancia de la teología patrística sobre la divinización y el fin último del ser humano.
Sintetiza admirablemente su pensamiento en el comentario a las últimas estrofas de Cántico: “Al fin, para este fin de amor fuimos creados” (CB 29,3). Esto es lo que el alma “siempre natural y sobrenaturalmente apetece” (CB 38,3); “aquello para lo que Dios la predestinó” (CB 38,6). Dios mismo crea en el hombre la disposición para alcanzar la comunión plena con él, al crearlo a su imagen: “Y para que pudiese venir a esto la crió a su imagen y semejanza” (CB 39,4).
La tensión dinámica hacia Dios, por medio de Cristo, la desarrolla en Llama a través del símil de la piedra, que tiende siempre al centro de la tierra. Así explica la tendencia del hombre a Dios como su “más último y profundo centro” (LlB 1,11-12). Es un texto de gran riqueza y precisión teológica, que pone de manifiesto no sólo la ordenación intrínseca del hombre a Dios, como fin último, que lo determina desde lo más profundo de su ser, sino también el dinamismo progresivo de esta llamada a la comunión, hasta alcanzar su plenitud en la gloria.
4. SER HISTÓRICO, CON VOCACIÓN DE SERVICIO. La visión sanjuanista del hombre como ser trascendente y teologal, en tensión hacia la unión y el encuentro definitivo con Dios, parece no tener en cuenta su enraizamiento en la historia, esencial al ser humano y para la que existe hoy una especial sensibilidad. La definición que de él dio Teresa de Jesús, como “hombre celestial y divino”, parece confirmar esta sospecha. Sin embargo, nadie ha sido reclamado con tanto ahínco por la Santa como J. de la Cruz para llevar a término su obra reformadora.
El mismo J. de la Cruz es consciente de esta responsabilidad histórica, cuando de forma inesperada planea su fuga de la cárcel de Toledo. Hay, además, otro dato importante, que se desprende del poema del Cántico espiritual, compuesto en sus primeras 31 estrofas durante los meses de prisión. Las últimas estrofas cantan el gozo de la unión con Dios, que el Santo prevé de forma inmediata. Cuando ya fuera de la prisión retoca el poema, añadiendo nuevas estrofas y cambiando el orden de algunas de ellas, el desenlace del poema ya no será la unión inmediata con Dios, sino la espera escatológica. Pero una espera que no aminora en él la responsabilidad histórica, sino que la intensifica. Son los años de mayor actividad apostólica y de más fecunda producción literaria.
Así vivió J. de la Cruz sus diez años de estancia en Andalucía, con una vocación de servicio, del que se benefician principalmente las religiosas y los religiosos carmelitas de Baeza, Beas, El Calvario, Granada y Úbeda. En sus escritos, además, revela una especial sensibilidad para captar los movimientos históricos de su tiempo. Aparece así su profundo enraizamiento en la historia, para la que su misma experiencia mística agudiza su sensibilidad.
Desde esta misma perspectiva se desprende la dimensión histórica del hombre, que describe en sus escritos. Se caracteriza por una visión unitaria de la historia, que viene dada por su ordenación intrínseca a Dios, como fuente y culminación de toda historia humana. Su visión histórica y cosmológica está mediada por su experiencia religiosa. La apertura extática a Dios se traduce en una apertura extática a la realidad creada, que le lleva a proclamar la “posesión” del mundo: “Míos son los cielos y mía es la tierra; mías son las gentes, los justos son míos y míos los pecadores; los ángeles son míos, y la Madre de Dios y todas las cosas son mías; y el mismo Dios es mío y para mí, porque Cristo es mío y todo para mí” (Av 1,27). Esta misma experiencia le lleva a ver a Dios en todas las cosas: “Mi Amado, las montañas…” (CB 14); y a su vez, a ver todas las cosas en Dios (LlB 4,5), en quien están presentes “virtual y presencial y substancialmente” (LlB 4, 7).
Esta concepción mística no es una perspectiva de la existencia al lado de la perspectiva física o temporal, sino que la engloba radicalmente y le da sentido, de manera que en ella se fundamenta la relación del hombre con el mundo. Esta alcanza precisamente su pleno sentido en la medida en que dice relación a Dios y le transparenta. Es la perspectiva bíblica y patrística del cosmos, que el Concilio Vaticano II ha recogido en su Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo (GS 36).
Otro tanto cabe decir respecto a la historia humana y la historia de salvación. J. de la Cruz contempla la historia humana toda ella como envuelta y penetrada por la historia de salvación, como un movimiento radical por el que la humanidad entra en comunión con Dios. Es la visión paulina de la recapitulación de todas las cosas en Cristo.
Este concepto de historia se toma en su significado pleno y universal. Abarca tanto lo sagrado como lo profano. En el pensamiento sanjuanista no cabe hablar de una historia humana al lado de una historia religiosa. Esta no solamente comprende toda otra perspectiva humana, sino que la fundamenta y motiva radicalmente.
Por eso, tampoco se puede interpretar la visión mística de la historia –referida a Dios y a su designio salvífico– como una evasión del compromiso histórico. Al contrario, la referencia a Dios, como ser supremo y fuente de salvación, transforma y mejora cualitativamente el compromiso histórico, cuya finalidad inmediata es la humanización del hombre, pero sin perder de vista su finalización a Dios, que unifica y da sentido a la tarea humana.
En este sentido, cabe destacar la postura de P. Tillich en contraposición a la de K. Barth sobre el valor del misticismo. La resume Colin P. Thompson en estos términos: “No lo considera la cumbre del apostolado cristiano, pero le atribuye una función teológica característica como aquello que impide al hombre elevar a su preocupación esencial otra cosa que no sea Dios… El misticismo conserva el misterio esencial y, al apuntar siempre hacia el infinito, impide al hombre que identifique lo finito con lo trascendental. Ciertamente corre el riesgo de considerar que la revelación no tiene que ver con la situación humana real, y de despojarla de su carácter concreto, pero a pesar de estas limitaciones reconocidas posee una clara función histórica y teológica” (El poeta y el místico. Un estudio sobre “El Cántico Espiritual” de San Juan de la Cruz, 221).
Insistiendo en esta función histórica y teológica de la experiencia mística, recogemos aquí una de las conclusiones a que llegábamos en un estudio más detallado sobre el tema: “Hacer historia, compartir la realidad histórica con los demás, no es sólo comprometerse en la lucha por un mundo más humano, más libre, más fraternal. Es también dar sentido a los esfuerzos y al trabajo de los hombres. Si el mundo tiene una dimensión trascendente y religiosa, hay que hablar del sentido religioso de la historia como algo intrínseco al compromiso histórico” (C. García, Juan de la Cruz y el misterio del hombre, 113).
Al concluir este tema del hombre, que ante todo fue J. de la Cruz y que después ha retratado en sus escritos, sólo queremos destacar la relación que existe entre su experiencia y su doctrina. Esto quiere decir que los escritos del Doctor místico son más autobiográficos de lo que aparecen. Significa también que el marco de su interpretación doctrinal es siempre su vida y su experiencia.
BIBL. — FERNANDO URBINA, La persona humana en san Juan de la Cruz, Madrid 1956; HENRI SANSON, El espíritu humano según san Juan de la Cruz, Madrid 1962; GEORGES MOREL, Le sens de l’existence selon S. Jean de la Croix, I, Paris 1960, pp. 98135; FEDERICO RUIZ, Introducción a San Juan de la Cruz, Madrid 1968, pp. 295-327; EULOGIO PACHO, San Juan de la Cruz: Temas fundamentales, vol. 1, Burgos 1984, pp. 123-155; Id., “Escenario histórico de Juan de la Cruz: Su entorno religioso-cultural”, en AA. VV. Poesía y teología en S. Juan de la Cruz, Burgos 1990, p. 9-57; Id., “Hagiografías y biografías de San Juan de la Cruz”, en Actas del Congreso Internacional Sanjuanista, II, Valladolid 1993, pp. 19-32; TEÓFANES EGIDO, “Contexto histórico de San Juan de la Cruz”, en AA. VV., Experiencia y pensamiento en San Juan de la Cruz, Madrid 1990, p. 335-377; CIRO GARCÍA, Juan de la Cruz y el misterio del hombre, Burgos 1990, p. 111135; AA. VV., Dios habla en la noche: Vida, palabra, ambiente de San Juan de la Cruz, Madrid 1990; ANTXON AMUNARRIZ, Dios en la Noche: Lectura de la Noche oscura de San Juan de la Cruz, Roma 1991; CARLO BERARDI, “Questo è l’uomo. Note di antropologia teologica secondo S. Giovanni della Croce”, en Quaderni Carmelitani 8 (1991) 119-130; ANA Mª LÓPEZ DÍAZ-OTAZU, “La dignidad de la persona humana en la doctrina de S. Juan de la Cruz”, en Studium Legionense 32 (1991) 203-220; JOSÉ JIMÉNEZ LOZANO, “El hombre sin atributos”, en Actas del Congreso Internacional Sanjuanista, II, Valladolid 1993, p. 19-32.
Ciro García