Participación divina

El término “participación de Dios”, unido a otras expresiones afines (“transformación divina”, “obrar divino”, “divinizar”, “divinidad”) tiene un peso específico en los escritos sanjuanistas. Sirve para calificar el proceso espiritual y la  unión mística. Esta es, desde el punto de vista teológico, la plena participación de la naturaleza divina, la comunicación sustancial de la divinidad, la total transformación del obrar humano en el obrar divino. Aparece, en definitiva, como una participación tanto del ser como del obrar divinos, en un proceso de transformación progresiva, que culmina en la unión mística. El tema pertenece al substrato más profundo de la vida cristiana, definida en la revelación como “participación de la naturaleza divina” (2 Pe 1,4). Es el pasaje bíblico, que está siempre en el fondo de todas las afirmaciones sanjuanistas, aunque sólo lo cite explícitamente un par de veces (CB 32,4; 39,6).

I. Participación del “ser” divino

El “consortes divinae naturae” define desde los tiempos apostólicos la novedad de la vida cristiana (2 Pe 1,34). Es la participación en la naturaleza divina por medio de  Cristo y el don del  Espíritu Santo. Los Padres griegos la interpretaron como una  “divinización” del hombre, a través de su incorporación a Cristo. Representa el vértice de la salvación. Dios, mediante la encarnación, descendió al  hombre para que éste se transformase en Dios: “El Verbo, por su infinita caridad, se convirtió en lo que somos nosotros, a fin de que nosotros nos convirtiésemos en lo que él es” (san Ireneo). “Dios se hizo hombre, para que el hombre sea hecho Dios” (san Agustín). Santo Tomás, en cuyas fuentes bebe J. de la Cruz, profundizará en el sentido teológico de esta participación, que ha marcado el desarrollo de la teología de la gracia. El Concilio Vaticano II presenta la voluntad eterna del Padre acerca de la salvación de todos los hombres como una llamada “a participar de la vida divina” (LG 2; DV 2) y como uno de los rasgos definitorios del nuevo pueblo de Dios (LG 9).

Sobre este trasfondo teológico se comprende mejor el pensamiento de J. de la Cruz, que se resume en esta expresión: “Dios por participación”. La expresión aparece invariablemente repetida en cuatro pasajes de sus obras, relacionados todos con la unión (S 2,5,7; N 2,20,5; CB 22,3; LlB 2,34).

Pero el contexto es profundamente teológico.

1) Su primera formulación aparece en Subida, a propósito de su definición sobre la unión del alma con Dios. Es una “unión total y permanente según la sustancia del alma” (S 2,5,2), que presupone la presencia natural de Dios, que en cualquier alma “mora y asiste sustancialmente”. Pero no se trata de esta unión sustancial, “sino de la unión y transformación del alma con Dios”; es “unión de semejanza” y “sobrenatural” (ib. 3). Aunque “está Dios siempre en el alma dándole y conservándole el ser natural de ella con su asistencia, no, empero, siempre la comunica el ser sobrenatural. Porque éste no se comunica sino por amor y gracia, en la cual no todas las almas están; y las que están, no en igual grado, porque unas están en más, otras en menos grados de amor” (ib. 4).

Se trata, pues, de una comunicación de Dios  sobrenatural por  gracia, que tiene su fuente y raíz en la regeneración bautismal que nos hace hijos de Dios. El Santo fundamenta su exposición en dos textos joaneos sobre la filiación, a los que hace un comentario rigurosamente teológico. El primero es sobre el prólogo de san Juan: “Esto es lo que quiso dar a entender san Juan (1, 13) cuando dijo: ‘Qui non ex sanguinibus, neque ex voluntate carnis, neque ex voluntate viri, sed ex Deo nati sunt’; como si dijera: Dio poder para que puedan ser hijos de Dios, esto es, se puedan transformar en Dios, solamente aquellos que no de las sangres, esto es, que no de las complexiones y composiciones naturales son nacidos, ni tampoco de la voluntad de la carne, esto es, del albedrío de la habilidad y capacidad natural, ni menos de la voluntad del varón; en lo cual se incluye todo modo y manera de arbitrar y comprehender con el entendimiento. No dio poder a ninguno de éstos para poder ser hijos de Dios, sino a los que son nacidos de Dios, esto es, a los que, renaciendo por gracia, muriendo primero a todo lo que es hombre viejo (cf. Ef 4,22), se levantan sobre sí a lo sobrenatural, recibiendo de Dios la tal renacencia y filiación, que es sobre todo lo que se puede pensar” (ib. 5).

El segundo comentario es sobre el diálogo entre Jesús y Nicodemo, acerca de la necesidad de renacer de lo alto y del Espíritu para entrar en el reino de Dios: “Como el mismo san Juan (3,5) dice en otra parte: ‘Nisi quis renatus fuerit ex aqua, et Spiritu Sancto, non potest videre regnum Dei’; quiere decir: El que no renaciere en el Espíritu Santo, no podrá ver este reino de Dios, que es el estado de perfección. Y renacer en el Espíritu Santo en esta vida, es tener un alma simílima a Dios en pureza, sin tener en sí alguna mezcla de imperfección, y así se puede hacer pura transformación por participación de unión, aunque no esencialmente” (ib.).

Es importante subrayar que esta  “transformación por participación de unión”, de que habla el Santo, tiene un carácter existencial y dinámico. No se refiere sólo a la transformación ontológica, que se lleva a cabo por la gracia, sino también a su dinamismo interior, que comporta una disposición que dé “lugar a Dios para que la transforme en lo sobrenatural” (ib. 4). “De manera que el alma no ha menester más que desnudarse de estas contrariedades y disimilitúdines naturales, para que Dios, que se le está comunicando naturalmente por naturaleza, se le comunique sobrenaturalmente por gracia” (ib. 4). “En dando lugar el alma (que es quitar de sí todo velo y mancha de criatura…) luego queda esclarecida y transformada en Dios, y le comunica Dios su ser sobrenatural de tal manera, que parece el mismo Dios y tiene lo que tiene el mismo Dios” (ib. 7).

La fuerza transformadora de Dios es como “el rayo del sol dando en una vidriera”. Esta vidriera es el alma, “en la cual siempre está embistiendo” el sol divino, hasta transformarla en ascua incandescente (ib. 6). Es entonces cuando se produce la unión transformante por participación de Dios: “Y se hace tal unión cuando Dios hace al alma esta sobrenatural merced, que todas las cosas de Dios y el alma son unas en transformación participante. Y el alma más parece Dios que alma, y aun es Dios por participación; aunque es verdad que su ser naturalmente tan distinto se le tiene del de Dios como antes, aunque está transformada, como también la vidriera le tiene distinto del rayo, estando de él clarificada” (ib. 7).

De aquí saca el Doctor místico algunas conclusiones prácticas sobre “la pureza y amor, que es desnudez y resignación perfecta”, como la mejor disposición, y sobre los grados y diferencias de unión según la capacidad y disposición.

2) La segunda formulación más importante sobre la participación de Dios se encuentra en la Noche. Aparece después de haber descrito la transformación por la  noche oscura del espíritu, que culmina en la unión con Dios (N 2,4-10). Entre los frutos o propiedades de esta noche señala el amor de la secreta escala según Santo Tomás y San Bernardo (N 2,11-19). Y entre los diez grados de amor de esta secreta escala, destaca el último grado, que “hace el alma asimilarse totalmente a Dios, por razón de la clara visión de Dios que luego posee inmediatamente el alma, que, habiendo llegado en esta vida al nono grado, sale de la carne” (N 2,20,5).

Esta transformación es un anticipo de “la clara visión de Dios”. Supone una purgación tal que pocos llegan a ella. Pero “la causa de la similitud total del alma con Dios”, que aquí se apunta, es la visión de Dios: “De donde san Mateo (5,8) dice: ‘Beati mundo corde, quoniam ipsi Deum videbunt’, etc. Y, como decimos, esta visión es la causa de la similitud total del alma con Dios, porque así lo dice san Juan (1 Jn 3,2), diciendo: ‘Sabemos que seremos semejantes a él’, no porque el alma se hará tan capaz como Dios, porque eso es imposible, sino porque todo lo que ella es se hará semejante a Dios; por lo cual se llamará, y lo será, Dios por participación” (N 2,20,5).

3) Esta semejanza plena con Dios, que se alcanzará en la visión beatífica, se anticipa ya aquí por el amor, que alcanza su máxima expresión en el matrimonio espiritual, descrito en Cántico. Es la tercera formulación de la participación de Dios. Después de haber descrito los primeros encuentros de amor, coincidiendo con el desposorio espiritual (CB 13-21), se propone describir la unión plena del matrimonio espiritual (CB 22-35).

También este estado, como los anteriores, requiere las debidas disposiciones: “Primero se ejercita en los trabajos y amarguras de la mortificación, y en la meditación de las cosas espirituales… Y después entra en la vía contemplativa, en que pasa por las vías y estrechos de amor… Y demás de esto, va por la  vía unitiva, en que recibe muchas y grandes comunicaciones y visitas y dones y joyas del  Esposo, bien así como desposada, se va enterando y perfeccionando en el amor de él” (CB 22,3).

Entonces tiene lugar el matrimonio espiritual, por una “transformación total en el Amado”, que hace al alma “Dios por participación”: “Es mucho más sin comparación que el desposorio espiritual, porque es una transformación total en el Amado, en que se entregan ambas las partes por total posesión de la una a la otra, con cierta consumación de unión de amor, en que está el alma hecha divina y Dios por participación, cuanto se puede en esta vida” (CB 22,3).

Esta transformación es como una confirmación en gracia. Se da por la unión de las dos naturalezas en un solo espíritu y amor, porque, como dice san Pablo, el que se junta con Dios un solo espíritu se hace con él: “Y así, pienso que este estado nunca acaece sin que esté el alma en él confirmada en gracia, porque se confirma la fe de ambas partes, confirmándose aquí la de Dios en el alma. De donde éste es el más alto estado a que en esta vida se puede llegar. Porque, así como en la consumación del matrimonio carnal son dos en una carne, como dice la divina Escritura (Gn 2,24), así también, consumado este matrimonio espiritual entre Dios y el alma, son dos naturalezas en un espíritu y amor, según dice san Pablo trayendo esta misma comparación (1 Cor 6,17), diciendo: ‘El que se junta al Señor, un espíritu se hace con él’. Bien así como cuando la luz de la estrella o de la candela se junta y une con la del sol, que ya el que luce ni es la estrella ni la candela, sino el sol, teniendo en sí difundidas las otras luces” (CB 22,3).

También de aquí saca el Doctor místico unas conclusiones prácticas, que es la transformación de todo el psiquismo humano: “Todas las afecciones y modos y maneras espirituales, dejadas aparte y olvidadas todas las tentaciones, turbaciones, penas, solicitud y cuidados, transformada en este alto abrazo” (ib. 4). En este estado “goza en seguridad y quietud la participación de Dios” (CB 24,5). Es una comunión cada vez más íntima, que aspira a la meta final, que es “la consumación y perfección de este estado, por lo cual nunca descansa el alma hasta llegar a él” (CB 22,6).

4. Esta perspectiva escatológica de la participación de Dios aparece, de forma más explícita, en la cuarta de sus formulaciones, en Llama. Después de haber explicado la necesidad de la purificación para la unión (LlB 2,25-31), comentando el verso que canta la paga del Padre de “toda deuda”, por todas las tribulaciones y trabajos, habla del trueque de la muerte en vida: “Matando, muerte en vida la has trocado” (ib. 3235). Esta vida es la visión beatífica y la vida espiritual perfecta. Pero la primera no puede darse si no se vive la segunda. Ahora bien, la vida espiritual perfecta requiere la muerte al hombre viejo. Esto ocurre cuando “todos los apetitos del alma y sus potencias según sus inclinaciones y operaciones, que de suyo eran operación de muerte y privación de la vida espiritual, se truecan en divinas” (ib. 33).

Así se produce el trueque de muerte en vida: “Teniendo el alma sus operaciones en Dios por la unión que tiene con Dios, vive vida de Dios, y así se ha trocado su muerte en vida, que es su vida animal en vida espiritual”. Esta vida espiritual comprende la transformación de las operaciones de las potencias espirituales –entendimiento, voluntad y memoria– en conocimiento y vida de amor divinos. Asimismo, el apetito natural “está ahora trocado en gusto y sabor divino”. Igualmente, los movimientos y operaciones naturales del alma están “trocados en movimientos divinos, muertos a su operación e inclinación y vivos en Dios. Porque el alma, como ya verdadera hija de Dios, en todo es movida por el espíritu de Dios, como enseña san Pablo (Rom 8,14), diciendo que los que ‘son movidos por el espíritu de Dios, son hijos de Dios’” (ib. 34).

Pero esta transformación no sólo afecta a las potencias espirituales, sino a la misma sustancia del alma: “La sustancia de esta alma aunque no es sustancia de Dios, porque no puede sustancialmente convertirse en él, pero, estando unida, como está aquí con él y absorta en él, es por participación Dios, lo cual acaece en este estado perfecto de vida espiritual, aunque no tan perfectamente como en la otra” (ib.). Este ser “Dios por participación” es la vida del alma. Por eso “puede muy bien decir aquí aquello de san Pablo (Gál 2, 20): ‘Vivo yo, ya no yo, mas vive en mí Cristo’. De esta manera está trocada la muerte de esta alma en vida de Dios, y le cuadra también el dicho del Apóstol (1 Cor 15,54), que dice: ‘Absorta est mors in victoria’, con el que dice también el profeta Oseas (13,14) en persona de Dios, diciendo: ‘¡Oh muerte! yo seré tu muerte’, que es como si dijera: Yo, que soy la vida, siendo muerte de la muerte, la muerte quedará absorta en vida” (ib. 34).

La participación de Dios comprende la comunión en los atributos divinos, que J. de la Cruz explica en el comentario al verso “¡Oh lámparas de fuego!” (LlB 3,2-8). Se lleva a cabo por la comunicación del Espíritu divino, del que habla el profeta Ezequiel (Ez 36,25-26). Es como fuego vivo, que alumbra y da calor (LlB 3,2-3); o como agua suave y deleitable, que inflama al alma y la pone “en ejercicio de amar, en acto de amor” (ib. 8). Esta “transformación del alma en Dios es indecible: todo se dice en esta palabra: que el alma está hecha Dios de Dios, por participación de él y de sus atributos, que son los que aquí llama  lámparas de fuego” (ib.).

Completa esta perspectiva el comentario al verso “Con extraños primores/calor y luz dan junto a su Querido” (LlB 3,77-85). Estando “las profundas cavernas del sentido” iluminadas por los resplandores de los atributos divinos, se produce un amor entrega recíproca, “dando al Amado la misma luz y calor de amor que reciben” (LlB 3,77). Estos son los “extraños primores”, “ajenos de todo común pensar y de todo encarecimiento y de todo modo y manera”, que infunden la sabiduría divina al entendimiento y la bondad divina a la voluntad: “Y conforme al primor con que la voluntad está unida en la bondad, es el primor con que ella da a Dios en Dios la misma bondad, porque no lo recibe sino para darlo. Y, ni más ni menos, según el primor con que en la grandeza de Dios conoce, estando unida en ella, luce y da calor de amor. Y según los primores de los atributos divinos que comunica allí él al alma de fortaleza, hermosura, justicia, etc., son los primores con que el sentido, gozando, está dando en su Querido esa misma luz y calor que está recibiendo de su Querido” (ib.). Así llega el  alma en este estado a ser Dios por participación: “Porque, estando ella aquí hecha una misma cosa en él, en cierta manera es ella Dios por participación; que, aunque no tan perfectamente como en la otra vida, es, como dijimos, como sombra de Dios” (ib.).

Pero no hay que entender esta participación de Dios en sus atributos como una simple participación del obrar divino, sino como la comunicación personal de Dios. No hay que entenderla tampoco como una participación física de parte de su ser, la physis, sino como una koinonia. Es la comunión plena con Dios, tal como es personalmente en su misterio trinitario. Esta perspectiva personal y trinitaria es la que desarrolla la estrofa 39 de Cántico, entroncando así con la perspectiva patrística de la divinización.

El Doctor místico la describe como una “aspiración de Dios al alma y del alma a Dios”, semejante a la aspiración con que el Padre y el Hijo “aspiran” al Espíritu Santo: “No hay que tener por imposible que el alma pueda una cosa tan alta que el alma aspire en Dios como Dios aspira en ella por modo participado; porque dado que Dios le haga merced de unirla en la Santísima Trinidad, en que el alma se hace deiforme y Dios por participación, ¿qué increíble cosa es que obre ella también su obra de entendimiento, noticia y amor, o, por mejor decir, la tenga obrada en la Trinidad juntamente con ella como la misma Trinidad, pero por modo comunicado y participado, obrándolo Dios en la misma alma? Porque esto es estar transformada en las tres Personas en potencia y sabiduría y amor, y en esto es semejante el alma a Dios, y para que pudiese venir a esto ‘la crió a su imagen y semejanza’” (Gn 1,26: CB 39,4).

El fundamento teológico de esta misteriosa participación del misterio trinitario lo halla J. de la Cruz en los textos bíblicos relativos a la filiación (Gál 4,6; Jn 1,12) y en la oración sacerdotal de Jesús, que pide para los suyos la misma comunión que existe entre él y el Padre (Jn 17,20-23). “Y cómo esto sea, no hay más saber ni poder para decirlo, sino dar a entender cómo el Hijo de Dios nos alcanzó este alto estado y nos mereció este subido puesto de poder ser hijos de Dios, como dice san Juan (1, 12); y así lo pidió al Padre por el mismo san Juan (17, 24), diciendo: ‘Padre, quiero que los que me has dado, que donde yo estoy, también ellos estén conmigo, para que vean la claridad que me diste’; es a saber: que hagan por participación en nosotros la misma obra que yo por naturaleza, que es aspirar el Espíritu Santo” (CB 39,5).

Y concluye el Santo citando ampliamente el texto petrino del “consortes divinae naturae”: “De donde las almas esos mismos bienes poseen por participación que él por naturaleza; por lo cual verdaderamente son dioses por participación, iguales y compañeros suyos de Dios… En las cuales [palabras de san Pedro] da claramente a entender que el alma participará al mismo Dios, que será obrando en él acompañadamente con él la obra de la  Santísima Trinidad, de la manera que habemos dicho, por causa de la unión sustancial entre el alma y Dios” (CB 39,6).

II. Participación del “obrar” divino

La participación en el “ser” va unida a la participación en el “obrar”: “operari sequitur esse”. Es un principio filosófico, que J. de la Cruz aplica a la vida espiritual. En él se funda la nueva vida del cristiano, que tiene su origen en el nuevo ser adquirido en la divinización. Este es también el fundamento de la moral cristiana, urgido por Juan Pablo II en la “Veritatis Splendor”; es “la altísima vocación que los fieles han recibido en Cristo” (VS 7).

Pero J. de la Cruz no se limita a la proclamación de este principio, sino que muestra cómo el obrar humano se va transformando progresivamente en divino, hasta alcanzar el estado de unión (S 1,5,7). Comienza este proceso con la noche de la fe: “Va Dios ilustrando al alma sobrenaturalmente con el rayo de su divina luz” (S 2,2,1). Como quiera que este proceso se produce en la oscuridad de la noche, esto es, “cegándose y poniendo en tiniebla” (S 2,8,5), “quedándose en la pura desnudez y pobreza de espíritu”, Dios le va infundiendo su sabiduría: “porque faltando lo natural al alma enamorada, luego se infunde de lo divino, natural y sobrenaturalmente, porque no se dé vacío en la naturaleza” (S 2,15,4).

Alcanzada la unión, las operaciones de las potencias “en este estado todas son divinas” (S 3,2,8), “pues están transformadas en ser divino” (ib. 9). Así, pues, en la unión “podemos decir que de sensual se hace espiritual, de animal se hace racional y aún que de hombre camina a porción angelical, y que de temporal y humano se hace divino y celestial” (S 3,26,3).

J. de la Cruz explica esta transformación divina en Noche por la acción del “divino rayo de contemplación en el alma, que, embistiendo en ella con su lumbre divina, excede la natural del alma” (N 2,8,4). Por esta luz o noche de contemplación, Dios va limpiando y purgando al alma “de todas las afecciones y hábitos imperfectos que en sí tenía acerca de lo temporal y de lo natural…, haciéndola Dios desfallecer en esta manera a todo lo que no es Dios naturalmente, para irla vistiendo de nuevo, desnuda y desollada ya ella de su antiguo pellejo. Y así, ‘se le renueva, como al águila, su juventud’ (Sal 102,5), quedando vestida del nuevo hombre, que es criado, como dice el Apóstol (Ef 4,24), según Dios. Lo cual no es otra cosa sino alumbrarle el entendimiento con la lumbre sobrenatural, de manera que de entendimiento humano se haga divino unido con el divino; y, ni más ni menos, informarle la voluntad de amor divino, de manera que ya no sea voluntad menos que divina, no amando menos que divinamente, hecha y unida en uno con la divina voluntad y amor; y la memoria, ni más ni menos: y también las afecciones y apetitos todos mudados y vueltos según Dios divinamente. Y así, esta alma será ya alma del cielo, celestial, y más divina que humana” (N 2,13,11). Es la culminación del proceso propuesto anteriormente (N 2,3,3) e ilustrado con la imagen del madero transformado por el fuego (N 2,10,1-2). Pero, “aunque el alma más alta vaya, le queda algo encubierto, y tanto cuanto le falta para la asimilación total con la divina esencia” (N 2,20,6).

Cántico y Llama ahondan en esta transformación, como ya hemos visto, hablando del alma “hecha divina y Dios por participación”, en una “tal junta de las dos naturalezas y tal comunicación de la divina a la humana, que no mudando alguna de ellas su ser, cada una parece Dios” (CB 22,3-4). Por eso, en esta junta, “todos los actos de ella son divinos, pues es hecha y movida por Dios” (LlB 1,4). “Y así, todos los movimientos de tal alma son divinos; y aunque son suyos, de ella lo son, porque los hace Dios en ella con ella, que da su voluntad y consentimiento” (ib. 9). Dios, por el “embestimiento interior del Espíritu”, “penetra, endiosando la sustancia del alma, haciéndola divina, en lo cual absorbe al alma sobre todo ser a ser de Dios” (LlB 2,35).

III. El toque de la Divinidad

Con esta expresión, que bajo diversas variantes aparece en los escritos sanjuanistas unas 200 veces, queremos referirnos al grado máximo de participación de Dios. Se da en la unión mística, como comunicación sustancial de la divinidad o como toque divino en la sustancia del alma. El tema es propio de Cántico y Llama, pero aparece enunciado en los demás escritos.

En Subida, al hablar de la fe como “el próximo y proporcionado medio” de unión, la describe como “la divina luz, la cual acabada y quebrada por la quiebra de esta vida mortal, luego aparecerá la gloria y luz de la Divinidad que en sí contenía” (S 2,9,3). Es la visión “cara a cara en la gloria”, que aparecerá al quebrarse “los vasos de esta vida” (ib. 4). Pero ya en esta vida se nos da en Cristo una participación, pues en él, como dice el Apóstol (Col 2,9), “mora corporalmente toda plenitud de divinidad” (S 2,22,6).

Además, a través de la purificación de la noche pasiva del espíritu, tiene el hombre acceso a esta divinidad, pues, “aunque le empobrece y vacía de esta posesión y afección natural, no es sino para que divinamente pueda extender a gozar y gustar de todas las cosas de arriba y de abajo, siendo con libertad de espíritu general en todo” (N 2,9,1). Así, el entendimiento, “purgado y aniquilado en su lumbre natural”, es ilustrado con esta luz divina. Igualmente, la voluntad, “purgada y aniquilada en todas sus afecciones y sentimientos”, se halla dispuesta para sentir “los subidos y peregrinos toques del divino amor en que se verá tansformada divinamente” (ib. 3).

Estos toques divinos han sido ya anunciados en Subida (S 2,24; 2,26; 2,30-32), como prolongación de la acción purificativa, que en la íntima  purgación de la noche tiene lugar en la sustancia del alma: “Es cierto toque en la Divinidad y ya principios de la perfección de la unión de amor que espera” (N 2,12,6). Son “divinos toques en la sustancia del alma en la amorosa sustancia de Dios” (N 2,23,12), “toques sustanciales de unión” (N 2,24,3). Y “estima y codicia un toque de esta Divinidad más que todas las mercedes que Dios le hace” (N 2,23,12).

Con estos toques divinos se aviva el deseo de morir de amor, que “se causa en el alma mediante un toque de noticia suma de la Divinidad” (CB 7,4). Entiende y siente “ser tan inmensa la Divinidad, que no se puede entender acabadamente; es muy subido entender” (CB 7,9). Por eso pide que “le descubra y muestre su hermosura, que es su divina esencia” (CB 11,2) y que le muestre sus “divinos ojos, que significan la Divinidad”, recibiendo entonces “del Amado interiormente tal comunicación y noticia de Dios”, que no lo puede sufrir (CB 13,3). Pero al mismo tiempo le pide “que embista e informe sus potencias con la gloria y excelencia de su Divinidad” (CB 19,2). Lo cual se da por “comunicación esencial de la divinidad, sin otro algún medio en el alma, por cierto contacto de ella en la Divinidad” (ib. 4). De manera que “con verdad se podrá decir que esta alma está aquí vestida de Dios y bañada en divinidad” (CB 26,1).

Así culmina el proceso de divinización, iniciado con los primeros toques divinos. Dios “imprime e infunde en el alma su amor y gracia, con que la hermosea y levanta tanto, que la hace ‘consorte de la misma Divinidad’” (2 Pe 1,4: CB 32,4). Pero el alma no se siente satisfecha, y pide al Esposo que le dé “en aquella beatífica transformación… pura y clara contemplación de la esencia divina” (CB 39,2).

Finalmente, en Llama matiza los toques divinos con nuevas expresiones. Una de ellas es “toque delicado”, refiriéndose al Verbo, Hijo de Dios, quien lo hace: “Este toque…, por cuanto es sustancial, es a saber, de la divina sustancia, es inefable” (LlB 2,20). Es toque “que a vida eterna sabe”: “Es toque de sustancia, es a saber, de sustancia de Dios en sustancia del alma, al cual en esta vida han llegado muchos santos” (ib. 21). Es una donación recíproca de amor, obra del Espíritu Santo, “en que los bienes de entrambos, que son la divina esencia…, los poseen entrambos juntos” (LlB 3,79).

Así, pues, el toque de la Divinidad es el encuentro con las divinas personas, que se da en el más profundo centro del alma. Es la inhabitación trinitaria, que el Hijo ha prometido a los que le amen (Jn 14,23), “conviene a saber: que ‘si alguno le amase, vendría la Santísima Trinidad en él y moraría de asiento en él’; lo cual es ilustrándole el entendimiento divinamente en la sabiduría del Hijo, y deleitándole la voluntad en el Espíritu Santo, y absorbiéndola el Padre poderosa y fuertemente en el abrazo abismal de su dulzura” (LlB 1,15). En el estado de unión alcanza su plenitud la inhabitación trinitaria: “El alma se hace deiforme y Dios por participación” (CB 39,4).

Tal es la culminación de la participación de la naturaleza divina. Esta aparece, en los escritos sanjuanistas, en toda su riqueza y amplitud de perspectivas: teológica y mística, ambas estrechamente unidas y en progresivo desarrollo hasta el encuentro cara a cara con la Divinidad. Pues, “estando la voluntad de Divinidad tocada, no puede quedar pagada sino con Divinidad” (Po 12,5).

BIBL. — FERNANDO URBINA, La persona humana en san Juan de la Cruz, Madrid 1956, p. 340345; GEORGES MOREL, Le sens de l’existence selon S. Jean de la Croix t. II, Paris 1960, p. 229-261; MAXIMILIANO HERRÁIZ, “Dios, engrandecedor del hombre. Palabra del místico Juan de la Cruz”, en Teología Espiritual 35 (1991) 419-435.

Ciro García