En siglos pasados se ha presentado a Juan de la Cruz como un hombre de una gran penitencia, tanto interna como externa. En nuestro siglo, dicho planteamiento poco a poco se está cambiando y matizando. Una muestra de este cambio la encontramos en el siguiente texto de E. Allison Peers: “La austeridad de san Juan de la Cruz se manifestaba, no en su lenguaje, ni en su rostro, sino en su vida misma. Excepto por las huellas que, sin duda alguna, dejó sobre su rostro, podemos estar seguros de que su ascetismo era enteramente à l’intérieur: cualquier alarde le hubiera repugnado, hasta serle intolerable” (San Juan de la Cruz, espíritu de llama, Madrid, 1950, 96). Y más adelante añade: “Fueran cuales fueren las austeridades corporales que Juan pusiera en práctica –y siendo éste un asunto entre el Santo y su Dios no nos concierne a nosotros–, de ellas hace muy poca mención en sus escritos … su insistencia mayor no la pone en la mortificación de la carne, sino en la del deseo” (ib. 134).
I. El concepto y las expresiones
En general podemos decir que para J. de la Cruz el concepto y la palabra “penitencia” es fundamentalmente sinónimo de mortificar y mortificación: términos éstos que, por otra parte, usa con más frecuencia. De hecho, en una carta a las monjas de Beas ambos términos aparecen unidos: “Sigan la mortificación y penitencia, queriendo que les cueste algo este Cristo” (Ct del 18.7.1589). Otras veces usa penitencia en sentido de desasimiento (Ct de 1589-1590?), o como camino y signo de conversión personal (S 2,20,2; Po 6).
Cuando habla de penitencia, por lo general, no suele detenerse a darnos grandes explicaciones. Más bien la indica simplemente entre los elementos importantes para el camino ascético cristiano. En una de las primeras estrofas o canciones de Cántico Espiritual nos dice: “Por las riberas, que son bajas, entiende (el alma) las mortificaciones, penitencias y ejercicios espirituales, por las cuales también dice que irá ejercitando en ellas la vida activa, junto con la contemplativa” (CB 3,4; cf. S 2,17,4; N 1,1,3; Av 6,34). El valor de la penitencia se aprecia sobre todo a medida que el camino espiritual va alcanzando mayores cuotas de madurez (CB 31,6). Lo que le lleva a decir en Llama que: “No hubo tribulación, ni tentación, ni penitencia, ni otro cualquier trabajo que en este camino haya pasado, a que no corresponda ciento tanto de consuelo, deleite, etc. en esta vida” (LlB 2,23).
II. Prácticas ambiguas
Pero no todo son alabanzas respecto de la penitencia. Suele señalar el fervor por las mismas como una de las características de los principiantes. Conocidas son las críticas del Santo respecto de la forma de practicarla que en general tienen todos ellos. Lamenta “la ignorancia de algunos que (en lugar de trabajar por negar sus apetitos) se cargan de extraordinarias penitencias y otros muchos voluntarios ejercicios, y piensan que les bastará eso y esotro para venir a la unión de la divina Sabiduría” (S 1,8,4). La gula espiritual, la indiscreción en las penitencias corporales, más allá de lo que uno puede hacer (N 1,6,1), y el anteponer éstas a cualquier otro juicio o criterio de discernimiento sería una de las principales tentaciones de determinados principiantes en la vida espiritual. “Estos son imperfectísimos, gente sin razón, que posponen la sujeción y obediencia –que es penitencia de razón y discreción–, y por eso es para Dios más acepto y gustoso sacrificio que todos los demás (cf. 1 Sam 15,22) a la penitencia corporal, que, dejada estotra parte, no es más que penitencia de bestias, a que también como bestias se mueven por el apetito y gusto que allí hallan” (N 1,6,2).
Ya en este texto se ve claro que, para nuestro místico, el verdadero valor de la penitencia tiene su raíz más en lo interior que en lo exterior, es decir, si son signo de cambio de actitud interior. En otro lugar recuerda el ejemplo de Nínive que hizo penitencia por sus pecados, y al rey Acab, quien tras la advertencia del profeta Elías, “rompió las vestiduras de dolor, y se vistió de cilicio y ayunó y durmió en saco y anduvo triste y humillado” (S 2,20,2; respecto del vestirse de cilicio, cf. LlB 2,31, en referencia a Mardoqueo).
En otro lugar aclarará, al estilo paulino, que sólo el amor da valor a la práctica de la penitencia. Hablando de los bienes morales y de cómo se ha de enderezar en ellos el gozo a Dios, comenta que “ha de advertir el cristiano que el valor de sus buenas obras, ayunos, limosnas, penitencias, (oraciones), etcétera, que no se funda tanto en la cantidad y cualidad de ellas, sino en el amor de Dios que él lleva en ellas” (S 3,27,5; cf. S 3,28,7).
III. Formas concretas y tradicionales
Es este modo de pensar lo que hace que J. de la Cruz no sea muy pródigo en sugerir prácticas penitenciales exteriores o corporales a lo largo de sus escritos. Lo cual no deja de extrañar en una época en la que se le daba tanta importancia a todo ese tipo de prácticas. No ignora, sin embargo, el valor de dichas obras tradicionalmente consideradas de penitencia, como el ayuno, la sobriedad en el comer, en el beber, en el dormir, las limosnas, etc. Un poco más arriba ya citamos un texto en el que se incluyen en la categoría de obras buenas el ayuno, las limosnas, y las penitencias (S 3,27,5).
Otras referencias más detalladas a las prácticas de penitencia tradicionales que encontramos en los escritos sanjuanistas guardan siempre una gran coherencia con todo lo que hasta aquí venimos diciendo. He aquí algunos ejemplos:
a) Ayuno. No condena el uso de algunas personas que se proponen ayunar y otras devociones en días contados, “sino el estilo que llevan en sus limitados modos y ceremonias con que las hacen” (S 3,44,5). Condena la soberbia y vanagloria en las propias obras buenas: “como el fariseo en el Evangelio, que oraba y se congraciaba con Dios con jactancia de que ayunaba y hacía otras buenas obras” (Lc 18,12: S 3,28,2; cf. S 3,28,3; N 1,2,1). Condena el uso de algunas personas que, llevadas por las propias apetencias malsanas, aunque bajo capa de bien, “se debilitan con ayunos, haciendo más de lo que su flaqueza sufre” (N 1,6,1). Establece un principio general: “Mejor es vencerse en la lengua que ayunar a pan y agua” (Av 5,12).
b) Comer y beber. El hombre sensitivo suele tener apegos a distintas personas, lugares, cosas, y a “tal manera de comida” (S 1,11,4; Av 2,42). También se indica que algunos a las fiestas van y se alegran más por ser vistos, por ver y por comer que por la fiesta religiosa en sí (S 3,38,2). “Del gozo en el sabor de los manjares derechamente nace gula y embriaguez, ira, discordia, y falta de caridad con los prójimos y pobres, como tuvo con Lázaro aquel epulón que comía cada día espléndidamente“ (Lc 16,19: S 3,25,5). Dios mueve a los principiantes a ejercitarse con buenas acciones en lo que se refiere a las cosas naturales exteriores. Así, entre otras cosas, en “mortificar el gusto en la comida” (S 2,17,4). A la luz de la enseñanza de Mt 6,25-33, sugiere ejercitarse en poner la confianza en la providencia tanto respecto de la comida como del vestido (Ca 7; Ct del 20.6.1590). Pero también recuerda con Pablo que se puede comer y beber sin apartar por ello nuestro corazón de Dios (N 2,19,2).
c) Tacto y demás sentidos. De poner el gozo en el tacto se puede derivar, entre otros daños, mengua en los ejercicios espirituales y penitencia corporal, y tibieza e indevoción acerca del uso de los sacramentos de la Penitencia y Eucaristía” (S 3,25,8; cf. S 3,24,1; 25,6; N 1,4,1). “Macerar con penitencia y santo rigor el tacto” se encuentra entre las cosas externas buenas a las que se siente impulsado el principiante (S 2,17,4). Negando en los sentidos (oído, vista, olfato, paladar, tacto) el gusto de todo lo que puede caer en ellos, éstos quedan a oscuras y sin nada (S 1,3,2). Enseñanza que, como se ve, va mucho más allá de una pura penitencia exterior, y que se completa con esa otra consigna en el uso de los sentidos que consiste en buscar siempre a través de ellos y en ellos aquello que es mayor honra y gloria de Dios (S 1,13,4).
d) Vestir y dormir/velar. Vestir y dormir de forma penitente: el rey Acab, en señal de penitencia y conversión, se vistió de cilicio y durmió en lecho de saco (S 2,20,2). El alma enamorada siempre piensa y anhela al Amado: cuando trata con la gente, cuando habla, “cuando come, cuando duerme, cuando vela” (N 2,19,2).
e) La purificación pasiva como ayuno y dieta. Después de todo lo dicho me parece muy significativo encontrarnos con que Juan de la Cruz habla de la noche pasiva como de un tiempo de “ayuno y penitencia”, en el que Dios tiene al hombre “en dieta y abstinencia de todas las cosas”, en la privación y purgación de todo aquello que puede impedirle caminar hacia la meta de la unión perfecta de amor de Dios (N 1,9,4; 1,14,5; 2,16,10; 2,23,3). Se trata de una dieta y abstinencia necesaria para curar y sanar, como bellamente se expresa en el texto siguiente: “Como está puesta aquí en cura esta alma para que consiga su salud, que es el mismo Dios, tiénela Su Majestad en dieta y abstinencia de todas las cosas, estragado el apetito para todas ellas; bien así como para que sane el enfermo que en su casa es estimado” (N 2,16,10).
BIBL. — F. JUBERIAS, “La ‘sinkatábasis’ o ‘condescendencia’ de San Juan de la Cruz”, en Teología Espiritual 24 (1980) 421-454; J. V. RODRÍGUEZ, “Juan de la Cruz. Penitencia y mortificación”, en Teresa de Jesús n. 81 (1996) 108-110.
José Damián Gaitán