Soledad

Ha sido la soledad una experiencia vital de Juan de la Cruz. Primero padecida como niño y como hombre, después radicalizada como místico. “Sin arrimo y con arrimo”, ha probado todas las condiciones del  pájaro solitario. Después ha pasado a ser la soledad una situación buscada, reclamada por su vocación interior, un componente secundario pero importante de su logro o realización personal, realización que ha centrado en el logro de la más estrecha intimidad con  Dios en Cristo por el Espíritu. Ha gustado también de la soledad de la naturaleza y la ha cantado: “Los valles solitarios nemorosos son quietos, amenos, frescos, umbrosos, de dulces aguas llenos, y en la variedad de sus arboledas y suave canto de aves, hacen gran recreación y deleite al sentido, dan refrigerio y descanso en su soledad y  silencio. Estos valles es “mi Amado para mí” (CB 14,7).

La soledad tuvo valor humano y valor religioso para el Santo. Pero ante todo ha querido soledad porque ha querido realizar la unión con solo Dios y responder a una llamada absoluta que le pide e impone sufrir soledad absoluta. Ha sentido la soledad del niño huérfano, pero también la del hombre que tiene un destino y siente fuertemente la llamada de la fidelidad por encima de toda componenda y más allá de las expectativas y demás presiones ambientales. “Por las palabras de tus labios yo guardé caminos duros” (N 2,21,5). No le es desconocida tampoco la áspera soledad del perseguido y del exiliado: “Decid ¿cómo en tierra ajena, / donde por Sión lloraba, / cantaré yo el alegría / que en Sión se me quedaba?” (Po 10, 35-39).

Su soledad ha sido consecuencia de su vocación y de su resolución de aventurar su vida en un solo ideal. Nadie se la pide, es su proyecto vital quien se la inflige o se la otorga: la unión con Dios, esta aventura tan rectilínea y radical, tan determinada y absoluta, tan por encima de cualquier relativismo, componenda y compromiso se ha logrado a precio de soledad. Intimidad con Dios es el objetivo, soledad la condición previa y la consecuencia lógica de su logro. En otro lugar ( desierto) queda señalado cómo busca la soledad y cómo se la fabrica allí por donde va trazando con un zigzag vital la línea recta de la fidelidad a su ideal de puro y total amor a Cristo. Ha pasado de las promesas de su juventud al noviciado (soledad), de su estudio con proyección de buenas prebendas a la alquería de  Duruelo, Alcalá y Ávila a la cárcel (experiencia de soledad impuesta y bien aprovechada; soledad creativa, manifestación de fidelidad y resistencia). De hecho, la prolonga con una nueva etapa de desierto en  El Calvario; y aún después de la época de la acción de  Baeza y  Granada nos parece  Segovia, remanso de paz en soledad; pero  La Peñuela su último destino impuesto y preferido como su muy deseado espacio de soledad “Mañana me voy a  Úbeda a curar de unas calenturillas, que, (como ha más de ocho días que me dan cada día y no se me quitan) paréceme habré menester ayuda de medicina; pero con intento de volverme luego aquí, que, cierto, en esta santa soledad me hallo muy bien” (Ct 31).

I. Camino de soledad. Simbolismo

Soledad en su doctrina, más allá de lo que podemos rastrear de su biografía, es un símbolo primordial que carga sobre sí todas las valencias de lo positivo, de lo deseado. Es al fin una gracia de Dios, un regalo para el hombre sanjuanista.

a) Su valor semántico se va cargando y desplazando según los contextos en que el caminante lo busca: primero es el sosiego de la casa del hombre que por las primeras noches o purificaciones va alcanzando una mínima libertad, autonomía, ajenación o abstracción de otros amores, apegos, ideas y labores. “Por solo un asimientillo de afición y so color de bien de conversación y amistad (se les va) vaciando por allí el espíritu y gusto de Dios y santa soledad” (S 1,11,5). Soledad se opone al efecto pernicioso de los apetitos. Es el ideal a alcanzar, se parece a libertad y señorío, es en los primeros pasos simplemente ordenación de los afectos y coherencia con los ideales vocacionales. La educación de estas actitudes de desprendimiento, de crítica de toda aprensión, se estimula proponiendo la soledad como un sinónimo de libertad de espíritu, de pobreza, de desnudez espiritual.

La soledad activamente buscada y ejercitada es manifestación de relativización de toda experiencia y mediación en el camino hacia Dios que no sea la vida teologal. Tiene a primera vista aspecto pasivo y patético, pero es también ejercicio entrenable, susceptible de aprendizaje, practicable. Educar la fe, la esperanza, el amor con el entendimiento purificado y con la voluntad libre y despegada es aprender la soledad sanjuanista en sus fases prevalentemente activas (S 2,18, 3; 23, 4, etc.).

b) Pero la soledad sanjuanista es más una experiencia que recubre las notas y explica los efectos de la noche oscura pasiva o la purificación pasiva del espíritu: Dios, cuando comienza la contemplación, saca al desierto al hombre, coloca su conciencia sola y desnuda ante él. Es para el amor y la intimidad, pero se percibe como episodio de ‘desamparo y extrañez’, extrañamiento y exilio, vacío y tiniebla, ‘desamparo y desarrimo’: “Para este estado, las operaciones naturales se han de perder de vista, lo cual se hace, como dice el profeta, cuando venga el alma según sus potencias a soledad y le hable Dios al corazón” (S 3,3,4). A ‘solo Dios’ corresponde ‘hombre solo’ sin adherencias, desnudo de lo postizo y cubierto sólo de su dignidad de hijo y de sus gracias y pasión de esposa. Hombre solo es  hombre listo para la relación sin artificios ni máscaras, hombre puro. A Dios solo, hombre en soledad. Soledad en la mente, memoria y voluntad, es decir, libertad, recogimiento en un solo apetito de Dios, entereza en un solo amor, unicidad de “altar donde Dios es adorado en alabanza y amor y solo Dios en ella está” (S 1,5,7). Contra idolatría, soledad de intereses, exclusividad de amores. Dios es celoso, pide fidelidad, excluye adulterio, reclama atención total, impone al fin esa soledad. Soledad porque Dios solo, exige “estarse a solas con atención amorosa a Dios”.

II. Oración a solas

Este “a solas” es inicialmente una característica física del orante y un modo de prácticas oracionales o retraimiento físico, así recomienda la oración en lugar solitario y retirado a ejemplo del Maestro (S 3,36. 39. 40. 42. 44); pero una lectura profunda nos dice que soledad sanjuanista es una dimensión teologal de la existencia. De hecho, este “a solas” no excluye sino que exige la comunidad eclesial y la mediación ministerial, pues “el alma humilde no se atreve a tratar a solas con Dios ni se puede acabar de satisfacer sin gobierno y consejo humano (S 2,22,11). La soledad no es física (retiro) ni mental (recogimiento), es afectiva, es teologal. La  fe es el fundamento de la soledad, ella sola es “el próximo medio y proporcionado medio para que el alma se una con Dios” (S 2,9,1). No le gusta al Santo el camino solitario del hombre autosuficiente, su enseñanza de la soledad no es una recomendación de autonomía y de prevalencia del “libre examen” en la relación con Dios: su soledad es aprendida en compañía, en ‘acompañamiento’ decimos hoy: ¡Ay del solo! (S 2,22,12) pues “el demonio prevalece contra los que a solas se quieren haber en las cosas de Dios, dos juntos le resistirán que son los que se juntan a saber y a hacer la verdad” (ib.). La soledad es teologal, no es el aislamiento condición del camino hacia Dios, esta soledad no excluye, sino que reclama la comunión eclesial y la amistad. Ese camino se hace acompañado. Un buen manojo de sus sentencias recomienda esta compañía (Av 5.7.9.11.27, etc.).

Hay pues una soledad activa, aprendida, practicable y recomendable con estas condiciones. Se resumen en ella la purificación activa de la voluntad. ‘Solo Dios’ es un fijo y recurrente estribillo sanjuanista. En sus cartas recomienda, encarece y envidia la soledad del Carmelo femenino como una institucionalizada práctica de la soledad, como una apuesta radical por solo Dios. Es la virginidad del corazón que se expresa y pretende al menos intencionalmente por la clausura, el retiro, la búsqueda de lugar solitario y la atención intensa a lo interior. El claustro y el desierto son los signos externos y espaciales de la búsqueda interior, cifras de un programa religioso y vital, divisas de una pretensión absoluta y, como tal, absolutamente imposible: solo Dios.

III. Profunda y anchísima soledad

En el momento de la noche oscura pasiva la soledad es una experiencia purificativa que acompaña la descripción de la tiniebla espiritual de esta espantosa prueba: “Se añade a esto, a causa de la soledad y desamparo que en esta oscura noche la causa, no hallar consuelo ni arrimo en ninguna doctrina, ni en maestro espiritual … le parece que ellos no ven lo que ella ve, no la entendiendo dicen aquello (palabras de aliento) y en vez de consuelo antes recibe nuevo dolor”, que “en lo que solía hallar algún arrimo se acabó con lo demás y que no hay quien se compadezca de ella” (N 2,5,7). La noche “consiste en sentirse sin Dios y castigada y arrojada e indigna de él; y el mismo desamparo siente de todas las criaturas y desprecio acerca de ellas, particularmente de los amigos” (ib. 6,2-3). Algunas veces en medio de estas penas oscuras y amorosas siente el alma cierta compañía y fuerza en su interior “que la acompaña y esfuerza tanto que si se le acaba este peso de apretada tiniebla, muchas veces se siente sola, vacía y floja” (N 2,11,7) como si esa compañía subrayase la soledad, como los discípulos en Getsemaní dormidos e ignorantes, más que acompañar, agravan la soledad del Maestro doliente o como los ladrones en la cruz que antes que acompañar con su incomprensión o su hostilidad dejan más solo con su propio misterio oscuro a quien sufre. Ni Dios ni amigos ni maestros, soledad con “muerte de espíritu cruel como si tragada de una bestia en su vientre tenebroso se sintiese estar digiriendo” (ib 6, 1).

a) La noche es ante todo “una anchísima soledad donde no puede hallar alguna humana criatura, como un inmenso desierto que por ninguna parte tiene fin, (siente) que está puesta alejadísima y remotísima de toda criatura” (N 2,17,6). Es inalcanzable la soledad de todo hombre que se acerca a Dios. Es Dios quien se coloca con su gracia y predilección muy próximo al hombre y lo extraña de sí y del mundo antes de entrañarlo en su ser divino. Si la soledad activa era un intento de comunión exclusiva, íntima, secreta y segura, si se ha figurado en el retiro físico y el recogimiento, apartamiento y retraimiento es para llevar al hombre a disfrutar de la comunión intradivina. Pasa por una fase pasiva y dolorosa en la noche, cuando la soledad es revelación de la distancia de Dios respecto a toda otra realidad o experiencia. Quien se acerca, se exila y extraña, se aísla y se aventura “porque el amado no se halla sino solo, afuera en la soledad y a esta alma (que) había de salir a hacer un hecho tan raro y tan heroico … le conviene salir sola, sin ser notada, estando ya su casa sosegada … y (le conviene) salir de noche, adormidos y sosegados todos los domésticos de su casa” (N 2,14,1).

b) La soledad, al mismo tiempo que se experimenta como oprobio, empieza a ser una gracia, una nueva, extraña, única y segura manera de comunicación con el Dios solo y a solas. Pero en ese punto ya no se habla de soledad como ausencia de compañía o de mediadores sino como comunicación sin participación de los sentidos, de las facultades o de las mediaciones psíquicas de la experiencia ordinaria. Soledad es ya un concepto místico. La soledad, en cuanto activa, era un modo de abnegación sanjuanista y por tanto es activa como actitud a cultivar, “porque para este divino ejercicio interior es también necesaria soledad y ajenación de todas las cosas que se podrían ofrecer al alma” (CB 16,10); pero en cuanto sentimiento ligado a la noche es producto pasivamente recibido en la comunicación divina donde toda otra comunicación es ruido y sin sabor.

c) El comienzo de la etapa de la  contemplación, su extrañeza y novedad se describen frecuentemente con sentimientos de soledad, cual si la soledad fuese otro nombre de la contemplación más que su indispensable condición. Se opone su presencia a los recursos propios de la meditación y en esta etapa de proceso es, ante todo, una actitud pasiva, pero que se facilita con determinados  ejercicios, que hay que preferir a la operación de las facultades naturales, a la solicitud y cuidado por determinados actos materiales o prácticas de pensamiento o de virtud. Es sinónimo esta soledad del ocio santo, de recogimiento mental y afectivo, de pasividad activa y atención amorosa, de ociosidad interior y escucha espiritual. Los textos más abundantes de este tenor se encuentran en las descripciones y en el contexto polémico del tratadillo de los tres ciegos. “Pues cuando el alma va llegando a este estado, dice al maestro, no la desquietes con cuidado o solicitud alguna de arriba y menos de abajo, poniéndola en toda la enajenación o soledad posible” (LlB 3,34). Y aun la “advertencia amorosa activa”, voluntariamente procurada, puede estorbar: “aun el ejercicio de la advertencia amorosa… ha de olvidar … y sólo ha de usar cuando no se siente poner en soledad u ociosidad interior u olvido o escucha espiritual” (LlB 3,35).

La soledad es una nota de la contemplación, efecto o rasgo concomitante a la acción de Dios que hay por tanto que cuidar y respetar como delicada unción cosmética o como primoroso matiz de artística pintura. Se esfuerza el Santo en hacérselo entender a los confesores rudos que ignoran los delicados modos de actuar del  Espíritu Santo. Soledad es tranquilidad, suavidad, paz y silencio. Todo ello fruto de la comunicación sin participación activa de los sentidos y facultades humanas. “Y un poquito de esto que Dios obra en el alma en este ocio santo y soledad es inestimable bien”. Pero como es tan secreto este don sólo se registra en la experiencia consciente como “una enajenación y extrañez … acerca de todas las cosas, con inclinación a soledad y tedio de todas las criaturas del siglo en respiro suave de amor y vida en el espíritu” (LlB 3,39). Es significativo para la pneumatología sanjuanista que atribuya repetidamente esta experiencia y crecimiento de la contemplación inicial en cuanto soledad a la obra del Espíritu Santo y la describe como efecto de su unción íntima (LlB 3, 45. 46. 54. 63. 65).

IV. “La soledad sonora”

Un avance o repetición de esta doctrina se halla en el comentario al verso “la soledad sonora” (CB 14-15,26-27), donde se entiende y explica la soledad como una peculiar gracia mística que el teólogo interpreta en relación con la experiencia de la creación, en cuanto armoniosa, y en relación al sentimiento estético y místico a la vez de la belleza del mundo como participación de la belleza divina. En esto es idéntico su sentido al verso “la música callada”. Gracia que es “una fuerte y copiosa comunicación y vislumbre de lo que él es en sí, en que siente el alma este bien de las cosas” (CB 14-15,6). La experiencia simbólica del mundo como experiencia de Dios. En la estética mística sanjuanista, la soledad es la experiencia, simultáneamente lograda, de la belleza de Dios en sus criaturas y de las criaturas en Dios; en palabras suyas la percepción del “testimonio que de Dios todas ellas dan en sí” (ib. 26). Y en soledad, es decir, sin otros intermediarios que la directa comunicación divina ‘sustancia a sustancia’ en la que se recupera el gozo de todo lo sensible negado en las etapas anteriores. Allí las aprensiones de los sentidos se consideraban ruido e interferencia, pero ahora todo es música callada y soledad sonora.

Esta gracia de la soledad sonora queda ligada por el místico teólogo a la experiencia del misterio del Espíritu Santo en cuanto presente en la creación. “El Espíritu del Señor llenó la redondez de las tierras, y este mundo, que contiene todas las cosas que él hizo, tiene ciencia de voz, que es la soledad sonora, la cual es el testimonio que de Dios todas ellas dan en sí. Y por cuanto el alma recibe esta sonora música, no sin soledad y ajenación de todas las cosas exteriores, la llama música callada y soledad sonora, la cual dice que es su Amado” (ib. 27). Ahora soledad en el vocabulario sanjuanista alude a un modo particular de comunicación. Es decir, comunicación o gracia mística sin el perjuicio y menoscabo que suponía el discurso artificial, sucesivo y peligroso de la meditación. La soledad sonora se valora y describe como una gracia mística intermedia, todavía no tan pura y alta como la última soledad de la unión de transformación: “Porque así como la noche en par de los levantes ni del todo es noche ni del todo es día, sino, como dicen, entre dos luces, así esta soledad y sosiego divino, ni con toda claridad es informado de la luz divina ni deja de participar algo de ella. En este sosiego se ve el entendimiento levantado con extraña novedad sobre todo natural entender a la divina luz, bien así como el que, después de un largo sueño, abre los ojos a la luz que no esperaba” (ib. 23-24).

Antes ha explicado el contenido y condiciones de esta gracia con el apólogo místico del “pájaro solitario”.

 Santa Teresa y otros han empleado la misma cita del salmo 101,8 “sicut passer solitarius in tecto”, para hablar de la soledad mística que produce la comunicación divina en la contemplación inicial. “La tercera condición del pájaro solitario es que ordinariamente está solo y no consiente otra ave alguna junto a sí, sino que, en posándose alguna junto, luego se va; y así el espíritu en esta contemplación está en soledad de todas las cosas, desnudo de todas ellas, ni consiente en sí otra cosa que soledad en Dios” (ib. 25). Insiste en esta propiedad de la contemplación vista bajo la especie de soledad: El Amado “también es la soledad sonora. Lo cual es casi lo mismo que la música callada, porque, aunque aquella música es callada cuanto a los sentidos y potencias naturales, es soledad muy sonora para las potencias espirituales; porque, estando ellas solas y vacías de todas las formas y aprehensiones naturales, pueden recibir bien el sentido espiritual sonorísimamente en el espíritu de la excelencia de Dios en sí y en sus criaturas” (ib. 26). La soledad, pues, se entiende como comunicación en silencio de las potencias exteriores.

V. “En soledad vivía… y en soledad la guía”

Las canciones 34-35 del Cántico contienen el mejor canto a la soledad. Parte la exposición de la cita de Oseas, trasladada de lugar en CB, y se entretiene en una larga explicación de lo que produce la soledad penosa de la noche, aquella a la que se ha expuesto la esposa por manifestar su amor incondicionado e incontaminado. Las canciones de la exclusividad y la intimidad: “que ya sólo en amar es mi ejercicio, en solo aquel cabello, en uno de mis ojos te llagaste”, etc., han abundado ya en expresiones de la exclusividad del amor y la fe. La entrega y perseverancia tan solícita en la primera noche y tan valiente y arriesgada en la segunda, ese no querer otra compañía, esa fortísima determinación de la “tortolica “que no se junta con otras aves”, conduce a este modo de comunicación y unión sin intermediarios donde Dios “por sí solo, no ya por medio de ángeles como antes, ni por medio de habilidad natural… él a solas lo hace en ella todo” (CB 35,6).

Recogiendo el tópico de la tortolilla del romance de Fontefrida describe J. de la Cruz esta última soledad “así el alma no queriendo reposar nada en nada ni acompañarse de otras aficiones gimiendo por la soledad de todas las cosas hasta hallar a su Esposo en cumplida satisfacción” (CB 34,5); ahora ya ve cumplida su pretensión, “porque cuando el alma llega a confirmarse en la quietud del único y solitario amor del Esposo… hace tan sabroso asiento de amor en Dios y Dios en ella que no tiene necesidad de otros medios ni maestros que la encaminen a Dios porque ya Dios es su luz y guía, porque cumple en ella lo que prometió por Oseas: Yo la guiaré a la soledad y allí hablaré a su corazón (ib, 35,1). En la soledad se comunica y une él en el alma: “Porque hablarle al corazón es satisfacerle el corazón, el cual no se satisface con menos que Dios” (CB 35,1).

Esta comunicación sin intermediarios y en la intimidad solitaria es la soledad sanjuanista por antonomasia. La soledad penosa, las ansiosas penas de la soledad y el desamparo conducen a esta soledad habitada y plena de gozo y fecundidad: “Es extraña esta propiedad que tienen los amados en gustar mucho más de gozarse a solas de toda criatura que con alguna compañía. Porque, aunque estén juntos, si tienen alguna extraña compañía que haga allí presencia, aunque no hayan de tratar ni de hablar más escuso de ella que delante de ella, y la misma compañía trate ni hable nada, basta estar allí para que no se gocen a su sabor” (CB 36,1).

Dios progresivamente ocupa la atención del hombre, se apodera lentamente de su espíritu y su carne y cura su soledad. En la encarnación se hace su compañero y por la fe y la cruz éste queda a merced de su poder y su gracia. Inicialmente se produce una cierta soledad activa por la que se aparta, efectiva y afectivamente, toma su opción por solo Dios y Dios, que acepta su ofrecimiento, completa la obra de su soledad purificándole con una soledad nocturna y desamparada, allí el hombre aprende el modo peculiar de amistad en fe que Dios le ofrece y de ese trato en soledad sale el hombre sabiendo gozar de la soledad habitada por la más estrecha intimidad con el Dios que vive en comunión de personas y quiere sanar nuestra congénita soledad con su amorosa compañía.

Gabriel Castro