Vocación

Las escenas de vocación son de las páginas más impresionantes de la Biblia. La vocación de Moisés en la zarza ardiente (Éx 3), la de Isaías en el templo (Is 6), el diálogo entre Yahveh y el joven Jeremías (Jer 1) ponen en presencia a Dios en su majestad y en su misterio y al hombre en toda su verdad, en su miedo y en su generosidad, en su poder de resistencia y de acogida. Para que estos relatos ocupen tal lugar en la Biblia es preciso que la vocación sea un momento de importancia en la revelación de Dios y en la salvación del hombre.

LAS VOCACIONES Y LAS MISIONES EN EL AT. Todas las vocaciones en el AT tienen por  objeto misiones: si Dios llama, es para enviar; a Abraham (Gén 12,1), a Moisés (Éx 3,10.16), a Amós (Am 7,15), a Isaías (Is 6,9), a Jeremías (Jer 1,7), a Ezequiel (Ez 3,1.4) les repite la misma orden: ¡Ve! La vocación es el llamamiento que Dios hace oír al hombre que ha escogido y al que destina a una obra particular en su designio de salvación y en el destino de su pueblo. En el origen de la vocación hay por tanto una elección divina; en su término, una voluntad divina que realizar. Sin embargo, la vocación añade algo a la elección y a la misión: un llamamiento personal dirigido a la conciencia más profunda del individuo y que modifica radicalmente su existencia, no sólo en sus condiciones exteriores, sino hasta en el corazón, haciendo de él otro hombre.

Este aspecto personal de la vocación se traduce en los textos: a menudo se oye a Dios pronunciar el nombre de aquel a quien llama (Gén 15,1; 22,1; Éx 3,4; Jer 1,11; Am 7,8; 8,2). A veces, para indicar mejor su toma de posesión y el cambio de existencia que significa, da Dios a su elegido un nombre nuevo (Gén 17,1; 32,29; cf. Is 62,2). Y Dios aguarda una respuesta a su llamamiento, una adhesión consciente, de fe y de obediencia. A veces esta adhesión es instantánea (Gén 12,4; Is 6,8), pero con frecuencia el hombre es invadido por el miedo y trata de evadirse (Éx 4,10ss; Jer 1, 6; 20,7). Es que la vocación normal-mente pone aparte al llamado y hace de él un extraño entre los suyos (Gén 12,1; Is 8,11; Jer 12,6; 15,10; 16,1-9; cf. 1Re 19,4).

Este llamamiento no se dirige a todos a los que Dios escoge como sus instrumentes: los reyes, por ejemplo, si bien son los ungidos del Señor, no oyen tal llamamiento: Samuel, por ejemplo, es quien informa a Saúl (1Sa 10,1) y a David (16,12). Tampoco los sacerdotes deben su sacerdocio a un llamamiento recibido de Dios, sino a su nacimiento. El mismo Aarón, aun cuan-do Heb 5,4 lo designa como «llamado por Dios», no recibió este llamamiento sino por intermedio de Moisés (Éx 28,1) y nada se dice de la acogida interior que le hizo. Aun-que no lo diga explícitamente la epístola a los Hebreos, no será infidelidad a su pensamiento ver en este llamamiento un signo de la inferioridad, incluso en Aarón, del sacerdocio levítico en relación con el sacerdocio de aquel a quien Dios de hecho hizo oír directamente su palabra: «Tú eres mi hijo… Tú eres sacerdote… según el orden de Melquisedec» (Heb 5,5s).

VOCACIÓN DE ISRAEL Y VOCACIÓN DE JESUCRISTO. ¿Recibió Israel una vocación? En el sentido corriente de la palabra es evidente que sí. En el sentido preciso de la Biblia, aun cuando un pueblo no puede evidentemente ser tratado como una persona singular y tener sus reacciones, Dios, sin embargo, obra con él como con las personas a quienes llama. Cierto que le habla por intermediarios, en particular por el mediador Moisés, pero, aparte esta diferencia impuesta por la naturaleza de las cosas, Israel tiene todos los elementos de una verdadera vocación. La alianza es en primer lugar un llamamiento de Dios, una palabra dirigida al corazón; la ley y los profetas están llenos de este llamamiento: «¡Escucha, Israel!» (Dt 4,1; 5,1; 6,4; 9,1; Sal 50,7; Is 1,10; 7, 13; Jer 2,4; cf. Os 2,16; 4,1). Esta palabra pone al pueblo en una existencia aparte, de la que Dios se hace garante (Éx 19,4ss; Dt 7,6) y le veda buscar apoyo en otro que en Dios (Is 7,4-9; cf. Jer 2,11ss). Finalmente, este llamamiento aguarda una respuesta, un compromiso del corazón (Éx 19,8; Jos 24,24) y de toda la vida. Tenemos aquí todos los rasgos de la vocación.

En cierto sentido es verdad que estos rasgos se hallan con plenitud en la persona de Jesucristo, el perfecto siervo de Dios, el que siempre escucha la voz del Padre y le presta obediencia. No obstante, el lenguaje propio de la vocación no es prácticamente utilizado por el NT a propósito del Señor. Si Jesús evoca constantemente la misión . que ha recibido del Padre, sin embargo, en ninguna parte se dice que Dios lo haya llamado, y esta ausencia es significativa. La vocación supone un cambio de existencia; el llamamiento de Dios sorprende a un hombre en su tarea habitual, en medio de los suyos, y lo orienta hacia un punto cuyo secreto se reserva Dios, hacia «el país que yo te indicaré» (Gén 22,1). Ahora bien, nada indica en Jesucristo la toma de conciencia de un llamamiento; su bautismo es a la vez una escena de investidura regia: «Tú eres mi Hijo» (Me 1,11) y la presentación por Dios del siervo en quien se complace perfectamente; pero aquí nada evoca las escenas de vocación: de un extremo al otro de los evangelios sabe Jesús de dónde viene y adónde va (Jn 8,14), y si va adonde no se le puede seguir, si su destino es de tipo único, no se debe esto a una vocación sino a su mismo ser.

VOCACIÓN DE LOS DISCÍPULOS Y VOCACIÓN DE LOS CRISTIANOS. Si Jesús no oye para sí mismo el llamamiento de Dios, en cambio multiplica los llamamientos a seguirle; la vocación es el medio de que se sirve para agrupar en torno suyo a los doce (Mc 3,13), pero también dirige a otros un llamamiento análogo (Mc 10,21; Lc 9,59-62); y toda su predicación tiene algo que comporta una vocación: un llamamiento a seguirle en una vida nueva cuyo secreto él posee: «Si alguien quiere venir en pos de mí…» (Mt 16,24; cf. Jn 7,17). Y si hay «muchos llamados, pero pocos elegidos», se debe a que la invitación al reino es un llamamiento personal al que algunos permanecen sordos (Mt 22,1-4).

La Iglesia naciente percibió inmediatamente la condición cristiana como una vocación. La primera predicación de Pedro en Jerusalén es un llamamiento a Israel semejante al de los profetas y trata de suscitar un movimiento personal: «¡Salvaos de esta generación extraviada!» (Act 2, 40). Para Pablo existe un paralelismo real entre él, «el Apóstol por vocación», y los cristianos de Roma o de Corinto, «los santos por vocación» (Rom 1,1.7; 1Cor 1,1s). Para restablecer a los corintios en la verdad les recuerda su llamamiento, pues éste es el que constituye la comunidad de Corinto tal como es: «Considerad vuestro llamamiento, pues no hay entre vosotros muchos sabios según la carne» (1Cor 1,26). Para darles una regla de conducta en este mundo cuya figura pasa, los invita a quedarse cada uno «en la condición en que le halló su llamamiento»(7,24). La vida cristiana es una vocación porque es una vida en el Espíritu, porque el Espíritu es un nuevo universo, porque «se une a nuestro espíritu» (Rom 8,16) para hacer- nos oír la palabra del Padre y despierta en nosotros la respuesta filial.

Dado que la vocación cristiana ha nacido del Espíritu y dado que el Espíritu es uno solo que anima a todo el cuerpo de Cristo, hay en medio de esta única vocación «diversidad de dones… de ministerios… de operaciones…», pero en esta variedad de carismas no hay en definitiva más que un solo cuerpo y un solo espíritu (1Cor 12,4-13). Dado que la Iglesia misma, la comunidad de . os llamados, es la Ekklesia, «la llamada», como también es la eklekte, «la elegida» (2Jn 1), todos los que en ella oyen el llamamiento de Dios responden, cada uno en su puesto, a la única vocación de la Iglesia que oye la voz del esposo y le responde: «¡Ven, Señor Jesús! » (Ap 22, 20).

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