Simbología teresiana

1. Como ocurre en la generalidad de los místicos (cf san Juan de la Cruz, Cántico espiritual, prólogo), también en Teresa el recurso a los símbolos es una necesidad expresiva frente a la inefabilidad de la experiencia religiosa profunda. Basta un elemental sondeo del Libro de la Vida, para sorprenderla forcejeando por decir, sin ser capaz de decir: “yo no lo sé decir” (12,5); “hartos años estuve… que aunque me lo daba Dios, palabra no sabía decir para darlo a entender” (12,6); ya la primera gracia mística es “mucho más de lo que yo podré decir” (15,5); “yo no lo sé más decir…” (18,2); “yo no podré decir cómo es” (20,8); “mirad que no es cifra lo que digo, de lo que se puede decir…; no puedo decir lo que siento” (27,12). Y hablando ya simbólicamente de la gracia del dardo: “no se puede encarecer ni decir el modo con que llaga Dios el alma” (29,10). Es precisamente esa impotencia expresiva, o la precariedad sémica de los vocablos profanos lo que le hace recurrir a la mediación simbólica. Hasta “decir disparates” (18,3), que equivaldrían a “los dislates” de que habla el autor del Cántico espiritual (prólogo 2) en su similar recurso a “las figuras, comparaciones y semejanzas” con que entreteje el “lenguaje simbólico” de su libro.

Teresa misma, a la vez que afirma la necesidad de ese recurso, advierte reiteradamente sus límites e insuficiencia. Así, por ejemplo, en las moradas séptimas, luego de haber recurrido a varias expresiones simbólicas, para expresar las “experiencias en lo hondo del espíritu”, concluye: “riéndome estoy de estas comparaciones, que no me contentan, mas no sé otras” (M 7,2,11). Lo mismo, al finalizar el tema del “vuelo de espíritu”: recurre extrañamente a las imágenes del ebrio (“anda el alma como uno que ha bebido mucho”) o del melancólico (“que del todo no ha perdido el seso”), e inmediatamente advierte: “harto groseras comparaciones son éstas para tan preciosa causa, mas no alcanza otras mi ingenio” (M 6,6,13). La misma actitud paradójica se repite ante el símbolo maravilloso del Cantar de los Cantares, o símbolo esponsal: por un lado, es símbolo sumo; por otro, “grosera comparación”: “Aunque sea grosera comparación, yo no hallo otra que más pueda dar a entender lo que pretendo, que el sacramento del matrimonio” (M 5,4,3). O bien, en un pasaje puramente narrativo y confidencial, habla de la “herida” producida “como si una saeta la metiesen por el corazón”, y pasa a precisar: “este dolor no es en el sentido, ni tampoco es llaga material, sino en lo interior del alma, sin que parezca dolor corporal; sino que, como no se puede dar a entender sino por comparaciones, pónense estas groseras, que para lo que ello es lo son, mas no sé yo decirlo de otra suerte. Por eso, no son estas cosas para escribir ni decir, porque es imposible entenderlo sino quien lo ha experimentado” (R 5,17).

2. Más que de símbolos puros, hablamos aquí de “lenguaje simbólico”. La Santa no conoce ni utiliza los vocablos “símbolo”, “simbolizar”, ni “alegoría” o “alegorizar”, a pesar de haberlos visto aplicados por el autor de los Morales, en su comentario al emblemático libro de Job. Ella prefiere los términos “comparar, comparaciones”. De hecho, sus símbolos no se gestan directamente, como los de fray Juan de la Cruz, vertidos en un poema, sino casi siempre al término de un esfuerzo de elocución o de simple redacción. Como es sabido, T distingue tres momentos en el proceso elocutivo místico: recepción de una gracia (experimentar), entenderla (discernirla), y expresarla (comunicarla). Son, según ella, las tres mercedes que se imbrican en una experiencia mística comunicable (V 17,5). Desglosables la una de la otra. Ella ha estado años recibiendo la primera, sin discernirla ni poder comunicarla.

Pues bien, el recurso al símbolo se gesta entre el segundo y el tercer tiempo, es decir, a partir de la experiencia pura, en el esfuerzo de comprensión y en el conato de expresión y comunicación verbal. De suerte que las “comparaciones” de que brotan los “símbolos” culminan el esfuerzo de verbalización de la experiencia religiosa, y se incorporan al tejido del magisterio teresiano, tanto en las narraciones del hecho experimentado, como en las exposiciones doctrinales.

3. Se ha dicho que en la simbología teresiana prevalece, como motivo, el agua, mientras que en la sanjuanista predomina el simbolismo del fuego. Quizás haya que caracterizar a aquélla, más bien como simbología femenina. En ella prevalece, es cierto, el agua en sus más variadas manifestaciones, pero abundan los símbolos maternales, como “el niño que aún mama, a los pechos de su madre”, los aromas y las flores, los símbolos caseros y los del amor, los “pucheros”, la posada o la morada, la música… Pero también abundan en las páginas de T las imágenes bélicas, como la lucha o la pelea (“encerradas peleamos”), las baterías, artillería, el capitán y los soldados, el alférez, la saeta, el dardo y el arcabuz, el ajedrez. Incluso la “corrida de toros” y el “cadahalso” o tablado desde donde se la contempla sin riesgo. No abundan en ella, como en san Juan de la Cruz, los símbolos cósmicos (la noche, los bosques, el monte, la llama…), si bien también T ha recurrido al simbolismo de la lluvia, las nubes, el sol, el cielo empíreo, el anochecer y amanecer, el mar y sus olas…

4. En la imaginería teresiana destacan, ante todo, los símbolos mayores, generalmente utilizados por T para elaborar un entramado doctrinal. Podemos enumerar los más importantes:

a) En Vida, el más elaborado es el símbolo del agua de regadío sobre el huerto del alma. Imagen que proviene a la par de su experiencia personal (V 14,9; cf 9,4; 10,9), y de sus lecturas (V 11,6). Ella la ha elaborado cuidadosamente, a base de las cuatro maneras de regar (pozo, noria, arroyo, lluvia: V 11,7), para simbolizar cuatro maneras de relación entre Dios y el alma, y varias situaciones del espíritu humano: huerto árido, flores, frutos, reparto de frutos a los demás. Y con ello, una síntesis elemental del desarrollo de la vida espiritual, ya sea a nivel autobiográfico (V 11,8), ya sea a nivel doctrinal.

b) El simbolismo del agua tendrá nuevas elaboraciones en los restantes libros doctrinales: fuente de agua viva con todos sus derivados (C 19,2… con expresa inspiración evangélica); agua de arcaduces y agua de pilón manantial, en el Castillo Interior (M 4,2,2…) para simbolizar el contraste entre el esfuerzo humano (ascesis: agua de arcaduces) y el don divino (lo místico: “pila que se hinche de agua”: ib). Con la explícita confesión de que “no me hallo cosa más a propósito para declarar algunas de espíritu que eso te agua” (ib). “Soy tan amiga de este elemento, que le he mirado con más advertencia que otras cosas” (ib). Volverá a aparecer el simbolismo del agua en las moradas sextas, 5,3: agua en su plenitud oceánica, pero con oleaje y riesgo de sumersión, como en el caso de la “nao” que llega al puerto, ya en las moradas séptimas (7,3,13-14). Agua y esponja, como alma inmersa en lo divino (R 45; cf al final de sus escritos: F 31,46). Un condensado de ese simbolismo lo sintetizó la Santa en la estampa que llevaba en su breviario y que representaba a la Samaritana al pie de Cristo sentado en el brocal del pozo de Sicar con un sencillo lema al pie: “Domine, da mihi aquam” (cf V 30,19).

c) Sin duda, el símbolo más elaborado por T es el del “castillo del alma”, base de todo el libro de las Moradas, e imagen de todo el proceso espiritual. Le sirve, ante todo, para diseñar la estructura del ser humano (cuerpo, alma, espíritu, centro del alma, relación del hombre con Dios trascendente e inmanente). Le sirve, a su vez, para glosar el texto evangélico de la “inhabitación” o de la morada de Dios en el alma y para expresar su propia experiencia trinitaria (M 7,1,6… y R 6,9). Con antecedentes en el Camino 28,9, siempre para expresar el misterio de la interioridad humana.

d) En las moradas quintas del Castillo Interior (c. 2), surge de improviso el símbolo del “gusano de seda” que se metamorfosea en mariposa. A lo largo de las tres moradas finales le servirá para desarrollar el proceso místico de la vida espiritual, desde el trabajo ascético precedente, a través de la unión con Cristo, hasta la plena transfiguración mística: fuego en que se abrasa la mariposa (M 7,2,5; 7,3,1).

e) Por fin, la Santa expone en toda una amplia escala de versiones el símbolo bíblico del Cantar de los Cantares, que ha sido para ella objeto de un largo proceso de elaboración: tenuemente insinuado en el Libro de la Vida (4,2; 36,29); mejor esbozado ya en el Camino de Perfección (13,2 y passim); de nuevo propuesto en los Conceptos, esta vez ya sobre la base explícita del Cantar bíblico (cap. 1); y finalmente introducido y reelaborado en el Castillo a partir de las moradas quintas (“ya tendréis oído muchas veces que se desposa Dios con las almas espiritualmente”: M 5,4,3). Teresa recurre al símbolo esponsal, ante todo, para expresar su propia experiencia, y luego para diagramar las fases postreras del proceso místico. Sin desligarse de la motivación bíblica del símbolo, T incorpora a él la liturgia del sacramento y el realismo de la vida social de su tiempo. De ésta toma los tres momentos del proceso: las vistas, el desposorio y el matrimonio. Las vistas, para ilustrar la fase del conocimiento inicial místico: moradas quintas; el desposorio, para exponer la entrega mutua de las voluntades entre el alma y el Señor; y el matrimonio espiritual, para simbolizar la unión plena entre Dios y el alma, punto cimero de la experiencia religiosa. Ya hemos notado que a este símbolo le concede T la suma aptitud para expresar la vida mística. Es muy posible que esa convicción derive de su lectura del Cantar de los Cantares: “De algunos años acá [el Señor] me ha dado un regalo grande cada vez que oigo o leo algunas palabras de los Cantares de Salomón, en tanto extremo que, sin entender la claridad del latín en romance, se recogía más y movía mi alma que los libros muy devotos que entiendo; y esto es casi ordinario…” (Conc pról.). Nótese que para la fecha en que desarrolla ese símbolo en el Castillo, T ha escuchado ampliamente a fray Juan de la Cruz en la Encarnación de Ávila.

5. Al lado de esos símbolos mayores, existe en los escritos de T una constelación de imaginería o de símbolos menores. También éstos son reveladores del pensamiento teresiano. Imposible catalogarlos aquí. Hay, ante todo, una larga serie de símbolos bíblicos (’ Simbología bíblica), que denotan la sensibilidad receptiva de T y su capacidad de ensamblaje de las imágenes clásicas en la imaginería original suya. Estas últimas podrían reunirse en tres apartados: a) imágenes bélicas, típicas del combate espiritual; b) símbolos tomados de la naturaleza, o bien símbolos íntimos y caseros; c) símbolos de extracción social.

La serie primera (a) caracteriza la ascesis o lucha espiritual: destaca entre esas imágenes, el juego de ajedrez (C 16), la propuesta del alférez, abanderado sin armas, como los verdaderos contemplativos (C 18,5), la bandera (“éstas han de ser nuestras banderas”, escribe al comienzo del Camino, 2,8), el rey y la corte (V 37,5-6), el dardo y las heridas místicas (V 29,13), la “saeta de fuego” y el ímpetu de los deseos (M 6,11,2), etc. El “escudo de la fe” de san Pablo (Ef 6,16), pasa a ser en ella el escudo interior “en que había de recibir los golpes de los muchos pensamientos” (V 4,9). En el breve poemario de T hay dos poemas de entonación bélica: en la profesión de una Hermana, “Todos los que militáis / debajo desta bandera / ya no durmáis no durmáis / pues que no hay paz en la tierra” (Po 29), y el dedicado a un soldado –cree ella– que se hace monje (san Hilarión): “Hoy ha vencido un guerrero / al mundo y sus valedores” (Po 22).

La serie segunda (b) toma frecuentes símbolos de la naturaleza, como la contraposición de los elementos “agua-fuego” (C 19,3), la combinación “sol, nubes, vapores de agua” (V 20,2) o todo un complejo “bestiario simbólico”: los cuatro animales apocalípticos, la abeja y la araña, la hormiga y el león, la paloma y el águila, las musarañas y el miedo espantadizo infligido por los demonios (V 35,15) y toda una serie tomada de las aves: la “avecica que tiene pelo malo” (V 13,2), al alma “nácenle alas para bien volar” (V 20,22), o “querer volar antes que Dios les dé alas” (V 31,18), “con las mercedes de Dios vuelan como águilas” (V 39,12), Dios “no espera a que vuele el sapo por sí mismo” (V 22,13)… Ella utiliza imágenes íntimas o caseras, como las numerosas versiones del niño (C 31,9; V 29,9; 13,15; 15,12..), o las que identifican a la monja mediocre con la “malcasada” (C 11,3), o como la cera y el sello (M 5,2,12), “la olla que cuece demasiado” (V 29,9), que también “entre los pucheros anda el Señor ayudándoos en lo interior y exterior” (F 5,8). Entre las imágenes más recurridas, están las que se proponen reflejar la interioridad: el corazón, la herida interior, las entrañas, “los tuétanos…, que no sé cómo lo decir mejor” (M 5,1,6).

Por fin, el grupo tercero (c), de los símbolos sociales: el camarín de joyas (M 6,4,8), el emperador y el mendigo (Camino E 72,6: “vergüenza sería pedir a un gran emperador un maravedí”), el brasero y los perfumes (M 4,2,6)…

6. Notemos, por fin, los planos semiológicos más interesados en la emblemática teresiana. Obviamente, el segmento que más solicita la cobertura del lenguaje simbólico es el hecho espiritual, especialmente la experiencia mística. T necesita de símbolos para expresar su idea o su imagen de Dios o para configurar el papel que compete a éste en la vida del hombre. Baste transcribir uno de los primeros perfiles teológicos de Vida (4,10): “Muchas veces he pensado, espantada de la gran bondad de Dios, y regaládose mi alma de ver su gran magnificencia y misericordia…”, y sigue perfilando el rostro de un Dios “buen pagador”, “ocultador de nuestros pecados”, “dorador de nuestras culpas”, abrillantador de nuestras virtudes…

Igual floración de lenguaje simbólico para perfilar la imagen de Cristo: maestro, esposo, dechado, camino y vida, amigo verdadero, capitán del amor…

Es también notable la constancia con que T recurre a los símbolos para expresar su idea profunda del ser humano: en realidad todos los símbolos mayores reflejan su empeño secreto por decir lo que en su estima es el hombre; castillo de diamante, huerto de flores, gusano con vocación de vuelo y de mariposa; él es un posible esposo de Cristo o de Dios; es un paraíso de Dios, “paraíso adonde dice El tiene sus deleites” (M 1,1,1), árbol plantado junto a las corrientes de agua. Típicas sus pinceladas para pergeñar la semblanza de fray Pedro de Alcántara (“que no parecía sino hecho de raíces de árboles”: V 27,18), o de fray Juan de la Cruz: “Séneca” (cta 92,4). Todo ello, en contraste con la imagen que T tiene de sí misma: “una como yo”, “gusano que así se os atreve”, “gusanillo de mal olor”, hormiga que intenta hablar, “agua de tan mal pozo” (V 19,6). Imagen negativa, compensada en cierto modo con la que ella misma proyecta de sus carmelos y sus monjas: palomarcitos de la Virgen, “pensad es esta congregación la casa de santa Marta” (C 17,5), hijas de la Virgen, soldados abanderados de alférez, mariposas, palomas…: «harto más quiero que presuman de ser simples, que es muy de santas, que no tan retóricas…»” (cta 151,2). “Son espejos de España estas casas” (cta 162,6).

En un balance global de la simbología teresiana podríamos decir que en los escritos de la Santa prevalecen con mucho los símbolos bíblicos (’ Simbología bíblica y Tipos bíblicos), son numerosos los extraídos de su vida casera y cotidiana, bastantes los derivados de sus lecturas de autores espirituales, y muy pocos los derivados de sus lecturas o cultura profana, de las que apenas le quedan algunos tópicos, como el mito del canto de las sirenas (“serenas”, escribe ella: C 3,5), la revivencia del ave fénix (V 39,23; M 6,4,3), la triaca frente al tóxico (“tójico”) de los venenos (M 2,1,9; C 12,7; 41,4)…

T. Álvarez

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