Lazarillo «mozo de ciego»: guía espiritual

El símil del lazarillo tiene notable alcance pedagógico en los escritos sanjuanistas. Sus connotaciones inmediatas son variadas y hasta contrastantes, por lo menos en apariencia. Lo que no puede compaginar el lenguaje técnico y directo, lo resuelve sin dificultad el figurado. Esa es su gran virtualidad; esa su enorme capacidad pedagógica. Sin necesidad de explicar la oposición entre buenos y malos lazarillos, es factible presentar una tipología muy variada para describir apoyos y guías en el camino espiritual.

Niño aún, presenció Juan de Yepes muchas veces la misma escena. Por las callejuelas de Fontiveros, Gálvez, Arévalo, Medina del Campo vio caminar cansinamente a un menesteroso acompañado de un muchacho. Quizás se detuvieron alguna vez al umbral del propio domicilio pidiendo «una limosna por amor de Dios». En algún otro caso escuchó conmovido el romance cantado por el «mozo», acompañado a la guitarra o vihuela por el pobre ciego. Uno de tantos espectáculos ofrecidos por la miseria social en aquel momento. También prueba clara de solidaridad humana y de caridad cristiana frente a la desgracia y la pobreza.

La escena de la infancia se repitió reiteradamente ante la mirada atenta de fray Juan a lo largo y ancho de su vida. La tenía bien grabada en su fantasía. Le recordaba bastante la penuria y las estrecheces de sus años juveniles. Revivió con fuerza en su mente cuando se puso a enseñar los caminos del espíritu.

El ciego guiado y acompañado del «mozo» se convirtió así en uno de los símiles favoritos de su pluma al tratar de «guiar a las almas». La realidad social del pobre ciego, acompañado del joven que le guía y ayuda, se había popularizado enormemente por los años en que Juan aprendía las primeras letras. Una pluma anónima había pintado magistralmente a la pareja «ciego-mozo». Desde entonces el acompañante se llamará Lazarillo y se convertirá en el prototipo de la picaresca. A partir de esas fechas –por el 1554– el «mozo de ciego» quedará bautizado para siempre en la lengua española con el nombre de «lazarillo».

Antes y después de la célebre novela, al conductor del ciego solía llamársele «mozo de ciego», en el sentido de un oficio o menester bien conocido y definido, a la manera que había «mozo de espuela», «mozo de cordel», «mozo de paja y cebada» y tantos otros. En el bautismo y transformación en «lazarillo», a pluma del ingenioso autor anónimo, suele verse reminiscencia de la narración evangélica del pobre Lázaro contrapuesto al rico Epulón (Lc 16, 2325). Estar hecho «un lázaro» se hizo equivalente de pobre, andrajoso y abandonado. La desinencia diminutiva del célebre protagonista de la novela picaresca alude a la condición joven, casi niño, del «mozo de ciego». Imita otras parecidas, como «Carilla», «Gomecillo», etcétera.

Mientras el «lazarillo» clásico de la picaresca encarnaba la figura del guía astuto y malicioso, lleno de ingenio y capaz de engañar, el oficio de ayudar y conducir al ciego solía acompañarse con el gesto de caridad y fidelidad. El pícaro era y ha sido secularmente más bien la excepción; la postura obligada por imperiosa necesidad o por irreflexión juvenil.

En la versión corriente y en el contexto social no siempre el acompañante se identificaba con el jovenzuelo; a lo sumo, éste era acompañante de oficio, como «mozo de ciego». De forma aislada y esporádica, sin calidad de servicio permanente para la mendicidad, cualquiera podía guiar al ciego; entonces como hoy.

Prescindiendo de connotaciones sociales, está claro que de siempre se tenía en mente otra referencia bíblica mucho más próxima al ciego y a su guía que la del «pobre Lázaro». El texto del Evangelio no podía pasar desapercibido para nadie que contemplase un traspiés del ciego. «¿Puede un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán ambos en la fosa?». La versión de Lucas, en el contexto del sermón del monte, tiene alcance de máxima. Sin llegar a tanto, el sentido en Mateo es fundamentalmente idéntico (Lc 6, 39; Mt 15, 14; cf. S 1, 8, 3; 2, 18, 2; Ll 3, 39).

JC no hace otra cosa que trasladar al ámbito espiritual una experiencia social verificada en la vida ordinaria. Naturalmente, de ahí arranca cuando asume el símil del «lazarillo». Para él, como para cualquier maestro espiritual, la traslación de sentido se apoya en el texto evangélico. Las aplicaciones concretas derivan, no obstante, de la observación personal. Del encuentro tantas veces acontecido con el «mozo de ciego», con el «lazarillo».

1. Resonancia evangélica

El sentido inmediato atribuido al texto evangélico alude a la existencia de maestros incompetentes e incapacitados que pretenden orientar a los demás careciendo de doctrina, rectitud o autoridad moral. Letrados, fariseos y arrogantes de cualquier especie. Frente a ellos, Jesús se autoproclama indirectamente «maestro» auténtico. Lo son también quienes autorizan con la conducta lo que enseñan de palabra y quienes penetran el sentido genuino de la «ley y los profetas». Estos son guías seguros para los demás.

Resulta sorprendente la identidad de postura entre fray Juan y Jesús. El humilde frailecillo se arroga una autoridad moral que contrasta con su temperamento recatado y comedido. Cuando se enfrenta a los directores espirituales incompetentes adopta un tono imperativo y autoritario y en primera persona, con el uso explícito del “yo”. Les increpa sin miedo a la réplica o desmentido. Está seguro de que nadie se le va a encarar y preguntar por sus credenciales de maestro consumado. Parece calcar la actitud de Jesús cuando preguntaba a los letrados: «¿Puede un ciego guiar a otro?». Basta repasar los textos más significativos de la Subida y de la Llama para comprobar la autoridad con que fray Juan denuncia a los «ciegos que quieren guiar a otros ciegos»; son los malos lazarillos.

Concluye su varapalo a los maestros espirituales incompetentes con estas palabras dirigidas a quienes se oponen al seguimiento auténtico de Cristo: «Como ellos no entran por la puerta estrecha de la vida, tampoco dejan entrar a los otros. A los cuales amenaza nuestro Salvador por san Lucas diciendo: “¡Ay de vosotros que tomasteis la llave de la ciencia, y no entráis vosotros ni dejáis entrar a los demás!”. Porque éstos, a la verdad, están puestos en la tranca y tropiezo de la puerta del cielo, impidiendo que no entren los que les piden consejo; sabiendo que les tiene Dios mandado, no sólo que los dejen y ayuden a entrar, sino que aún los compelan a entrar, diciendo por san Lucas: “Porfía, hazlos entrar para que se llene mi casa de convidados”» (14,24); ellos, por el contrario, están compeliendo que no entren.

De esta manera, el maestro puede como un ciego “estorbar la vida del alma, que es el Espíritu Santo, lo cual acaece en los maestros espirituales de muchas maneras, que aquí queda dicho, unos sabiendo, otros no sabiendo. Mas los unos y los otros no quedarán sin castigo, porque, teniéndolo por oficio, están obligados a saber y mirar lo que hacen” (Ll 3, 62-63, S, pról, 3-4).

2. Guías peligrosos: malos «lazarillos»

Apoyado en el texto bíblico, propone dos tipologías de guías incompetentes y peligrosos. No se trata de ayudantes ocasionales, que pueden llevar inesperadamente a la hoya. Es cuestión de oficio, de maestros con obligación de realizar correcta y competentemente su cometido. No es forzoso que lleguen a la picaresca del «lazarillo» para extraviar a las almas. No hace falta para que se les califique y condene como «ciegos que guían a otros ciegos». Las dos aplicaciones sanjuanistas del guía desaconsejable tienen muy poco en común fuera del peligro a que exponen.

Directores ineptos

Por lo general, JC se encara con guías inadecuados o incompetentes cuando roza temas muy suyos, como la contemplación, el recogimiento, la noche oscura, la noticia amorosa y otros. Aprovecha entonces la ocasión para alargar sus recriminaciones a los incautos directores espirituales, cualquiera que sea el momento en que actúan.

Arranca de principios tan palmarios como estos: «Cual fuere el maestro, tal será el discípulo, y cual el padre, tal el hijo». De ahí que a quien pretende «ir adelante en el recogimiento y perfección», le conviene grandemente «mirar en cuyas manos se pone».

No es tan sencillo como se piensa, porque «para este camino, a lo menos para lo más subido de él, y aún para lo mediano, apenas se hallará un guía cabal según todas las partes que ha menester» (Ll 3, 30).

El que abunden los directores no quiere decir que sean «cabales» y desempeñen con acierto su oficio. Un poco pesimista, JC asegura que «muchos maestros espirituales hacen mucho daño a muchas almas; porque, no entendiendo ellos las vías y propiedades del espíritu, de ordinario hacen perder a las almas» las unciones del Espíritu Santo, que es el auténtico guía (Ll 3,42).

Llega hasta cierto rigorismo en las exigencias postuladas. Entre los males producidos por el atrevimiento de guías ineptos recuerda el atasco en la meditación, por no entender ellos las finezas y quilates de la contemplación y los sutiles matices de la misma.

«Con ser este daño más grave y grande que se puede encarecer, es tan común y frecuente –asegura– que apenas se hallará un maestro espiritual que no le haga en las almas que comienza Dios a recoger en contemplación». Sucede que está ya el alma «serena, pacífica» en la noticia amorosa con Dios, y «vendrá un maestro espiritual que no sabe sino martillar y macear con las potencias como el herrero, y, porque él no enseña más que aquello y no sabe más que meditar, dirá: «andá, dejaos de esos reposos, que es ociosidad y perder tiempo, sino tomá y meditá y haced actos interiores, porque es menester que hagáis de vuestra parte lo que en vos es, que esotro son alumbramientos y cosas de bausanes». En lugar de caminar y llegar al término, lo que hacen es retroceder, «volver atrás» al pobre ciego espiritual (Ll 3, 43; cf. S 2, 13-14; N 1, 9-10).

Desentendiéndose momentáneamente del necesitado, arremete contra esos «mozos de ciego» desaprensivos.

«Si no saben guiar a las almas – increpa – déjenlas y no las perturben». No olviden que el «principal agente y guía y movedor de las almas en este negocio no son ellos sino el Espíritu Santo, que nunca pierde cuidado de ellas, y que ellos sólo son instrumentos para enderezarlas en la perfección por la fe y ley de Dios, según el espíritu que Dios va dando a cada una» (Ll 3, 46).

Es punto fundamental que define, sin confusión posible, buenos y malos guías. Por eso insiste el Santo: «Conténtense los que las guían en disponerlas para esto (la comunicación divina) según la perfección evangélica, que es la desnudez y vacío del sentido y espíritu, y no quieran pasar adelante en edificar, que ese es oficio del Padre de las lumbres, de donde desciende toda dádiva buena y don perfecto» (Ll 3, 4749).

Ignorancia y falta de experiencia son las razones fundamentales del mal comportamiento. Se atreven muchos maestros a imponer a todas las almas métodos y caminos inadecuados, por el simple hecho de que ellos no conocen otros. No quedan justificados. Al contrario, cometen desacato a las almas e injuria a Dios, por ello no quedarán impunes, se atreve a pronosticar fray Juan. «No saben éstos qué cosa es espíritu; hacen a Dios grande injuria y desacato metiendo su tosca mano donde Dios obra» (Ll 3, 54).

Ni siquiera les justifican la buena intención ni el celo sincero. No son motivos suficientes para obrar con temeridad. Prosigue fray Juan cerrando escapatorias de exculpación: «Pero éstos por ventura yerran por buen celo, porque no llega a más su saber. Pero no por eso quedan excusados en los consejos que temerariamente dan sin entender primero el camino y espíritu que lleva el alma, y, no entendiéndola, en entremeter su tosca mano en cosa que no entienden, no dejándola a quien la entienda. Que no es cosa de pequeño peso y culpa hacer a un alma perder inestimables bienes, y a veces dejarla muy bien estragada por su temerario consejo» (Ll 3, 56).

La conclusión tajante que saca fray Juan de sus observaciones y consideraciones no puede ser más nítida: «Deben, pues, los maestros espirituales dar libertad a las almas, y están obligados. a mostrarles buen rostro cuando ellas quisieren buscar mejoría, porque no saben ellos por dónde querrá Dios aprovechar a cualquier alma, mayormente cuando ya gusta de su doctrina, que es señal que no la aprovecha, porque o la lleva Dios adelante por otro camino que el maestro la lleva, o el maestro espiritual ha mudado estilo, o los dichos maestros se lo han de aconsejar; y lo demás nace de necia soberbia y presunción o de alguna otra pretensión» (Ll 3, 61).

Todo esto es materia de consideración suscitada en la pluma sanjuanista por la figura del «mozo de ciego», que no sabe cumplir con responsabilidad su cometido. Los maestros espirituales ignorantes o atrevidos son ciegos que guían a ciegos con riesgo de llevarles a la fosa. Cada uno en particular ejerce de «lazarillo» y tiene su modo y su estilo.

Maestros con mal estilo

Nada mejor para juzgar del buen o mal proceder en la dirección de las almas que tener criterios seguros sobre las normas queridas por Dios para el crecimiento espiritual. JC las ha sintetizado con su proverbial competencia. Arranca de este fundamento: «Para mover Dios al alma y levantarla del fin y extremo de su bajeza al otro fin y extremo de su alteza en su divina unión, halo de hacer ordenada y suavemente y al modo de la misma alma». Eso se llama «el estilo que Dios tiene en comunicar al alma los bienes espirituales».

Ese estilo divino se acomoda a estos criterios básicos: sigue el orden establecido en la creación, según san Pablo (Rom 13,1); dispone todas las cosas con suavidad, según Sabiduría (8.1), y «mueve todas las cosas al modo de ellas», en consonancia con adagio teológico. Dado que Dios es el «principal agente y guía», los secundarios o por él designados deben acomodarse a su «estilo» (S 2, 17, 2; Ll 3, 29; 3, 44. 46, etc.).

Por desgracia no siempre es así. Abundan maestros y directores espirituales que siguen otro estilo, de manera especial cuando han de habérselas con almas favorecidas de visiones o gracias especiales. En lugar de llevarlas por el camino de la fe, por donde irían seguras, las empujan por sendas peligrosas. Son también «ciegos que guían con riesgo a otros ciegos».

Pecan habitualmente de credulidad y necesitan alguien que les oriente a ellos. JC se alarga en esa materia es «por la poca discreción que ha echado de ver en algunos maestros espirituales». En su vida se han cruzado muchos «credulones» de esta catadura. Cayeron con frecuencia en las tretas o «picaresca» de beatas y alumbrados.

El afán o gusto por cosas maravillosas y singulares confunde fácilmente. Sucede, a veces ahora, lo que era frecuente en la época sanjuanista: «Asegurándose –los maestros espirituales– acerca de las dichas aprehensiones sobrenaturales, por entender que son buenas y de parte de Dios, vinieron los unos y los otros a errar mucho y hallarse muy cortos, cumpliéndose en ellos la sentencia de Nuestro Salvador, que dice: “Si caecus caeco ducatum praestet, ambo in foveam cadunt”; que quiere decir: Si un ciego guiare a otro ciego, entrambos caen en la fosa. Y no dice que ”caerán” sino que “caen”, porque no es menester esperar que haya caída de error para que caigan; porque sólo el atreverse a gobernarse el uno por el otro ya es yerro, y así ya sólo en eso caen cuanto a lo menos y primero, porque hay algunos que llevan tal modo y estilo con las almas que tienen las tales cosas, que las hacen errar, o las embarazan con ellas, o no las llevan por camino de humildad, y las dan mano a que pongan los ojos en alguna manera en ellas: que es causa de quedar sin verdadero espíritu de fe, y no las edifican en la fe, poniéndose a hacer mucho lenguaje de aquellas cosas» (S 2, 18, 2).

Es un modo perjudicial de «engolosinar» a las almas, que produce muchos daños espirituales, según demuestra a continuación el Santo. Pero lo que le interesa destacar en el caso es «ese estilo que llevan algunos confesores con las almas, en que no las instruyen bien». Confiesa ser «cosa dificultosa dar a entender cómo se engendra el espíritu conforme al de su padre espiritual oculta y secretamente» (S 2, 18, 3).

Analiza en detalle dos tipologías del mal estilo: en primer lugar, se coloca «al padre espiritual inclinado a espíritu de revelaciones»; luego, «sin hilar tan delgado», el confesor –inclinado o no a eso– pero que «no tiene recato» y en lugar de «desembarazar al alma y desnudar el apetito de su discípulo en estas cosas, antes se pone a platicar de ello con él». Para ambos casos es idéntico el diagnóstico sanjuanista; en ambas formas de actuar se «podrá hacer harto daño». Todos, guías y ciegos –maestros y discípulos–, corren grave riesgo de caer en la fosa (Ib. nn.6-8).

La referencia bíblica que apunta a la eventualidad de esa caída se presta favorablemente a la extensión plural del «mozo de ciego», tal como en la aplicación sanjuanista a los confesores, maestros y directores espirituales. En tales casos se diluye bastante la figura alegórico-simbólica del «lazarillo». Resulta mucho más plástica y evocadora cuando se proyecta como persona o individuo concreto.

El demonio y la propia presunción

En algunos lugares de las páginas sanjuanísticas la figura del guía de ciego resulta marginal o de simple aplicación; en otros es ejemplificación directa y muy gráfica. Relacionada además con puntos esenciales de la propia síntesis. A la primera categoría pertenecen dos adaptaciones del símil. Prolongan doctrinalmente las consideraciones sobre los «directores» espirituales presentados como «guías ciegos». «Los ciegos que podrían sacar al alma del camino son tres, conviene a saber: el maestro espiritual, el demonio y ella misma». El primero es el que queda estudiado en la forma plural de «maestros espirituales» con mal estilo.

El demonio irrumpe siempre en los escritos sanjuanistas como engañador. Es enemigo más difícil de identificar precisamente por su astucia. «Sus ardides -repite fray Juan- son muy dificultosos de descubrir». Está claro que no guía nunca hacia la dirección correcta; lleva siempre por mal camino buscando intencionadamente la caída en la fosa. Es por fuerza representación del «lazarillo» peligroso, del guía a evitar.

Recuerda a propósito de esta condición diabólica: «El segundo ciego, que dijimos, podría empachar al alma en este género de recogimiento es el demonio que quiere que, como él es ciego, también el alma lo sea». Actúa por envidia y pesar, procurando «poner cataratas y nieblas» a fin de extraviar. Produce «gravísimos daños, haciendo al alma perder grandes riquezas». Con «un poquito de cebo, como al pez», la saca del «golfo de las aguas sencillas del espíritu». Naturalmente, la consideración de «ciego» es atribuida al demonio desde el enfoque concreto aquí perseguido por el Santo. Describe con insólita agudeza la sagacidad con que sabe insinuarse incluso en almas muy aventajadas. No insiste, por eso, en la aplicación del «mozo de ciego» (Ll 3, 63-65).

Resulta igualmente marginal y acomodaticia la consideración del alma como «lazarillo». Ella es más bien el «ciego» a quien debe guiarse y ayudarse. Únicamente en cuanto es capaz de engañarse y desorientarse puede aplicársele el símil del «lazarillo». Es lo que hace en el mismo marco del demonio JC.

«El tercer ciego –además del maestro espiritual y del demonio– es la misma alma, la cual, no entendiéndose, ella misma se perturba y se hace daño». Eso suele suceder cuando Dios interviene secretamente y la quiere llevar por caminos a ella desconocidos y extraños, como el vacío, la soledad, la contemplación. Dios «porfía por tenerla callada y quieta», mientras ella se empeña en trabajar con la imaginación y el discurso. Quiere sustituir a Dios y obrar por sí misma; con lo que avanza poco. Resulta la otra escena tan típicamente sanjuanista: la del niño o muchacho que, queriéndole llevar su madre en brazos, él va gritando y pateando por irse por su pie.

La conclusión es siempre la misma: «Déjese el alma en las manos de Dios y no se ponga en sus propias manos ni en las de estos otros dos ciegos –maestro y demonio– que, como esto sea y ella no ponga las potencias en algo, segura irá» (Ll 3, 67). Como decir: el único guía seguro, el «lazarillo fiel», es únicamente Dios.

El «ciego apetito»

Es natural al hombre guiarse por el gusto que encuentra en las cosas o por la razón que dirige los actos. Obrar de otro modo resulta irracional o insensato. Es uno de los criterios de actuación divina el respetar las leyes de la naturaleza, según recuerda fray Juan (S 2, 17, 2).

Situándose en otro plano, el de la vida espiritual orientada a la santidad, resulta que ni el gusto ni la razón son «guías» convenientes. De no contar con otros, se corre el riesgo grave del despiste. Existe conexión natural entre apetito o apego sensible, y orientación racional. También es claro, en la visión sanjuanista, que con frecuencia el gusto o apetito sensible se sobrepone a la razón y la doblega. Ahí está el peligro más serio.

Sólo la fe revela a Dios, vivo y verdadero, como es. Por lo mismo, sólo la luz de la fe puede guiar con seguridad hasta su posesión plena. Pero la fe coloca al hombre en el plano sobrenatural y le proporciona la capacidad que no tiene a nivel puramente natural. Para llegar a la unión con Dios es necesario contar con medios adecuados y proporcionados. No existen en el orden estrictamente natural.

Arrancando de estas consideraciones, JC denuncia la incapacidad radical del gusto o apetito para hacer de «guía» en el camino que lleva a Dios. Razona su postura de la manera siguiente. Cuando las potencias del hombre se dejan dominar por la tendencia del sentido y del apetito no pueden recibir la iluminación divina. Están como el aire oscurecido por «vapores que no dejan lucir el sol»; como «el espejo tomado del paño”; como «el agua envuelta en cieno”. En semejante situación, asegura fray Juan: «Ni el entendimiento tiene capacidad para recibir la ilustración de la sabiduría de Dios, como tampoco tiene el aire tenebroso para recibir la del sol, ni la voluntad tiene habilidad para abrazar en sí a Dios en puro amor, como tampoco la tiene el espejo que está tomado del vaho para representar claro en sí el rostro presente, y menos la tiene la memoria que está ofuscada con las tinieblas del apetito para informarse con serenidad de la imagen de Dios, como tampoco el agua turbia puede mostrar claro el rostro del que se mira” (S 1, 8, 2).

La ejemplificación le sirve al Santo para demostrar que los apetitos «oscurecen y ciegan al alma». No debe olvidarse, para seguir su argumentación, la óptica desde la que habla de «apegos y apetitos». Fiel a la misma, puede certificar que el «apetito» es mal guía, un «mozo de ciego» que aparta del camino en lugar de conducir por él con seguridad.

«Ciega y oscurece el apetito al alma, porque el apetito en cuanto apetito, ciego es; porque, de suyo, ningún entendimiento tiene en sí, porque la razón es siempre su mozo de ciego. De aquí es que todas las veces que el alma se guía por su apetito, se ciega, pues es guiarse el que ve por el que no ve, lo cual es como ser entrambos ciegos. Y lo que de ahí se sigue es lo que dice Nuestro Señor por san Mateo: “Si caecus caeco ducatum praestet, ambo in foveam cadunt” (Mt 15,14); si el ciego guía al ciego, entrambos caerán en la hoya”.

Símil, contenido y aplicación se completan con otras figuras simpáticas muy frecuentadas por la pluma sanjuanista y teresiana. De poco le sirve a la mariposilla el tener ojos; «el apetito de la hermosura de la luz la lleva encandilada a la hoguera». Quien se deja guiar por el «mozo del apetito» es «como el pez encandilado, para que no vea los daños que los pescadores le aparejan», y concluye fray Juan: «Eso hace el apetito en el alma, que enciende la concupiscencia y encandila al entendimiento de manera que no pueda ver la luz».

Se detiene con cierta morosidad barroca a justificar su razonamiento para que no quede duda alguna: «La causa del encandilamiento es que, como –el apetito– pone otra luz diferente delante de la vista, ciégase la potencia visiva en aquella que está entrepuesta y no ve la otra; y como el apetito se le pone al alma tan cerca, que está en la misma alma, tropieza en esta luz primera y cébase en ella, y así no la deja ver su luz de claro entendimiento, ni la verá hasta que se quite de enmedio el encandilamiento del apetito» (Ib. n. 3).

Conocido el papel fundamental de esta doctrina en la síntesis sanjuanista, el recuerdo del «lazarillo», figurando el apetito desordenado, adquiere resonancia pedagógica muy evocadora. Ayuda a recordar la enseñanza capital del Santo a este propósito: si los espirituales tuviesen cuidado de poner la mitad de su trabajo de ascesis en negar los apetitos «aprovecharían más en un mes que por todos los demás ejercicios en muchos años» (Ib. n. 24).

3. «Mozos de ciego» de plena confianza

La vertiente positiva del «mozo de ciego» en la referencia bíblica (insinuada por oposición a quien puede conducir a la fosa) está más destacada en la semántica del «lazarillo». El pícaro de Tormes es excepción; hasta cierto punto, deformación profesional. Lo corriente es considerar al «mozo de ciego» como apoyo seguro, guía competente y ayuda en la necesidad. La situación precaria y compadecida del ciego lleva a la visión risueña del «lazarillo».

Así prefiere verlo también JC sus escritos, como lo contempló con sus ojos en muchas ocasiones. Nada extraño, por lo mismo, que para él quien mejor queda figurado en el símil del lazarillo es Dios.

Tan natural es considerar a Dios como guía infalible y absolutamente seguro, que no se necesita buscarle figuraciones. Basta pensar en su bondad y en su omnipotencia para reconocerle como «principal guía, agente y movedor de las almas». Él es el principal, lo que supone reconocer otros secundarios. Son los maestros espirituales. Son pocos los guías «cabales según todas las partes», según ha hecho ver fray Juan. También se dan algunos excelentes. A sí mismo se considera de ese número.

Dios, «primero y principal guía»

La aplicación a Dios del símil «lazarillo» está íntimamente vinculada en la referencia pedagógica, en el contenido doctrinal y en la misma figuración literaria a otras comparaciones de inconfundible sabor sanjuanista, como es el caso de Dios-madre tierna que lleva en brazos al  niño tierno o le aveza a caminar por su pie. No hace al caso aquí un recuento de símiles afines. Basta ceñirse al que se recuerda en estas páginas.

Está claro también que la insistente atribución a Dios del papel de «guía y agente» no formula de manera explícita la analogía con el «lazarillo». Las más de las veces está apenas insinuada de manera velada (Ll 3, 47). No debe olvidarse tampoco que la atribución se refiere unas veces a Dios en general y otras de manera particular y concreta a las personas de la Trinidad. No se recuerda, con todo, texto alguno en que se proponga para el Hijo o el Espíritu Santo la figura del «lazarillo»-«mozo de ciego» (Ll 2, 1).

Está reservada para Dios en general, o Dios-Padre. Aparece el símil en dos textos paralelos, notablemente distanciados redaccionalmente, como Noche y Llama. El paralelismo afecta al argumento doctrinal allí desarrollado. Se trata de confrontar la situación del alma cuando camina a Dios por la meditación y cuando Dios la lleva por la contemplación o «noticia amorosa». La postura del Santo es idéntica en esos textos y en otros muy próximos, pero establece comparación explícita con el «mozo de ciego» únicamente en los dos lugares, que se señalan a continuación.

En la Llama introduce el símil precisamente para contraponer el modo divino de llevar a las almas y el de los «tres ciegos» que pueden extraviarlas –maestros espirituales, demonio y la misma alma. Introduce el tema con la siguiente aclaración: «Advirtiendo, pues, el alma que en este negocio es Dios el principal agente y mozo de ciego que la ha de guiar por la mano a donde ella no sabría ir, que es a las cosas sobrenaturales (que no puede su entendimiento ni voluntad ni memoria saber cómo son) todo su principal cuidado ha de ser mirar que no ponga obstáculo al que la guía según el camino que Dios le tiene ordenado en perfección de la ley de Dios y la fe… Y este impedimento le puede venir si se deja guiar y llevar de otro ciego…, conviene a saber, el maestro espiritual, el demonio y la misma alma» (Ll 3, 29).

Suele suceder que no siempre se percibe con claridad la acción divina o se la supone tan cómoda y sencilla que elimina todo esfuerzo. Dios conduce por camino seguro, pero a «oscuras» de lo que es la luz de la razón natural. Exige disposiciones que son exigencias penosas.

La intervención de Dios se produce cuando ha caído sobre el alma «una espesa y pesada nube, que la tiene angustiada y ajenada». No se debe a culpas o infidelidades; al contrario, el alma ya ha conseguido dominar los apetitos y dominado las afecciones y movimientos que la ataban al sentido. Cuanto «va más a oscuras y vacía de sus operaciones naturales, va más segura», aunque no vea cómo.

En esa situación, contradictoria en apariencia, es cuando llega el «mozo de ciego» para guiarla «a oscuras y segura». «En el tiempo de las tinieblas si el alma mira en ello, muy bien echará de ver cuán poco se le divierte el apetito, y las potencias a cosas inútiles y dañosas, y cuán segura está de vanagloria, soberbia y presunción vana y falso gozo, y de otras muchas cosas. Luego bien se sigue que, por ir a oscuras, no sólo no va perdida, sino muy ganada, pues aquí va ganando virtudes» (N 2, 16, 3).

Oscurecido el apetito, secas y apretadas las aficiones, inhabilitadas las potencias para cualquier ejercicio interior, el desconcierto parece inevitable. JC avisa a quien se halla en tal coyuntura espiritual: «No te penes por eso, antes tenlo por buena dicha». Es que «Dios tomando la mano tuya, te guía a oscuras como a ciego, a donde y por donde tú no sabes, ni jamás con tus ojos y pies, por bien que anduvieran, atinaras a caminar». Al ciego se le ha confiado a un «lazarillo» experto que no puede fallar (Ib. n. 7).

Desde esta perspectiva, se impone la conclusión de fray Juan: «Cuando el alma va aprovechando más, va a oscuras y no sabiendo». Es ciego dócil el que avanza rápidamente porque se deja llevar sin resistencia. Para caminar a prisa y seguro es necesario que el «lazarillo» sea diligente y atento, pero también el «ciego» cumpla su papel con docilidad y confianza. Repetirá JC que el «ciego para que sea buen ciego ha de ir a oscuras». En el fondo, todo se resuelve con la certeza de quien se pone totalmente confiado en las manos de Dios, porque «siendo Dios el maestro y guía de este ciego del alma, bien puede ella, ya que le ha venido a entender, como aquí decimos, con verdad alegrarse y decir: “a oscuras y en segura”». Efectivamente, el símil del lazarillo cuadra a la perfección para entender el sentido profundo encerrado en el magnífico verso de la Noche oscura. (Ib. n. 8).

La fe, «lazarillo» seguro

La referencia figurativa del símil «lazarillo» al demonio, al director espiritual y al alma, en cuanto personificaciones directas, resulta relativamente simple, con aproximación a la alegoría. En el caso de Dios, aunque también de índole personal, se hace en una trama figurativa que se inserta de manera bastante inmediata en el símbolo básico de la «noche oscura».

Dios se presenta como «mozo de ciego», produciendo ceguera y oscuridad en la capacidad natural, precisamente a través de una luz cegadora: la contemplación que se resuelve en «noche oscura». En la misma línea se coloca la aplicación figurativa a «razón-apetito», pero en sentido inverso al caso de Dios, por cuanto el «apetito de por sí es ciego». Las referencias personificadas resultan «mozos de ciego», mientras el «apetito» es el ciego. Se vincula al símbolo de la «noche oscura», en cuanto necesita oscurecerse y cegarse para poder ser guiado convenientemente.

En idéntica óptica se sitúa la figuración de la fe como «lazarillo». Al igual que el «apetito-razón» se considera capacidad, fuerza propia de la persona, no la persona en sí misma. Por otra parte, se coloca en íntima conexión con la «oscuridad» o la «noche. Sin duda alguna, es la figuración más original y de contenido más denso dentro de la tipología del «mozo de ciego». Supera literariamente el alegorismo para insertarse en el simbolismo.

La centralidad de la fe en la síntesis sanjuanista es bien conocida. Asociarla al símil del lazarillo equivale a extender considerablemente el alcance de esta figura, en apariencia tan banal. No hace al caso alargar aquí las consideraciones relativas al problema de la fe. Bastará insinuar la representación ofrecida por medio del símil estudiado.

Se enmarca fácilmente en la visión sanjuanista de la unión como meta de la vida cristiana. Para llegar a ese término no existe otro camino seguro que el de la fe. Conduce con seguridad al término del viaje, aunque parezca que se avanza a oscuras. Comparada la fe con la luz de la razón natural, parece «media noche». En presencia de la fe, asegura fray Juan, la luz de la inteligencia natural «está ciega». La fe deja al hombre a oscuras «porque priva de la luz racional, o, por mejor decir, la ciega» (S 2, 2,2).

Hablar de la fe en tales condiciones, como de «mozo de ciego», parece un contrasentido. Es indiferente que literaria y lingüísticamente se considere una antítesis, una paradoja o incluso un oxímoron. A nivel conceptual quedan superadas esas figuras de lenguaje. JC no se cansa de repetir que para llegar a la unión divina «el entendimiento ha de ser ciego y a oscuras en fe, solo». En consecuencia, puede «caminar por la oscuridad de la fe, tomándola por guía de ciego» (S 2, 1, 2).

Son conocidos los razonamientos sanjuanistas para demostrar que la fe es «noche oscura» para el alma, pese a ser luz. Manifiesta verdades que no tienen proporción con el entendimiento humano y superan su capacidad y luz natural. Resulta entonces que, por su exceso, la luz de la fe produce tiniebla y ciega, a manera del sol, respecto a cualquier otra luz.

Desde esta perspectiva, la luz cegadora de la fe «cuanto más la oscurece al almamás luz la da de sí, porque cegando la da luz». Dándose perfecta cuenta de la aparente incongruencia, concluye su razonamiento: «Admirable cosa es que, siendo tenebrosa … con su tiniebla alumbra y da luz a la tiniebla del alma» (S 2, 3, 5).

Por esta inversión de términos resulta que quien parece «ciego (la fe) se convierte en guía de mozo y, a la inversa, el alma-luz de la razón, de guía se vuelve ciego». De esta manera cobra sentido el símil del lazarillo aplicado a la fe. Para «ser bien guiada el alma a Dios por fe» insiste JC debe de «estar a oscuras». A buen lazarillo, buen ciego.

Bien asentado que la fe es luz para el camino y, por lo mismo guía seguro, lazarillo fiel, al Santo le urge dejar bien claro la necesidad de dejarse guiar, no oponiendo resistencia con agarrarse a otra luz-guía. Eso es ser buen ciego.

Si quiere avanzar el alma, debe desechar otras luces y quedarse a «oscuras, así como el ciego, arrimándose a la fe oscura, tomándola por guía y luz, y no arrimándose a otra cosa de las que entiende, gusta y siente e imagina. Porque todo aquello es tiniebla, que la hará errar; y la fe es sobre todo aquel entender y gustar y sentir e imaginar. Y si en esto no se ciega, quedándose a oscuras totalmente, no viene a lo que es más, que es a lo que enseña la fe» (S 2, 4, 3).

Remata sus consideraciones con el recurso directo al lazarillo, cuya función se corresponde figurativamente con la de la fe. Merece la pena leer íntegro el texto: «El ciego, si no es buen ciego, no se deja guiar del mozo de ciego, sino que, por un poco que ve, piensa que por cualquier parte que ve, por allí es mejor ir, porque no ve otras mejores; y así puede hacer errar al que le guía y ve más que él, porque, en fin, puede mandar más que el mozo de ciego. Y así, el alma, si estriba en algún saber suyo o gustar o saber de Dios, como quiera que ello, aunque más sea, sea muy poco y disímil de lo que es Dios para ir por este camino, fácilmente yerra o se detiene, por no se querer quedar bien ciega en fe, que es su verdadero guía» (S 2, 4, 3).

En ningún otro lugar llega la pluma sanjuanista a pintar con tal realismo la figura del ciego recalcitrante frente a su lazarillo. El primero abusa de su autoridad moral para imponer caminos peligrosos, sin dejarse convencer del «mozo» con ojos claros. Seguramente que presenció en más de una ocasión el animado discutir y porfiar de la clásica pareja. Acaso a ningún contemporáneo se le ocurrió trasladar la escena al ámbito de la vida espiritual. Menos aún servirse de ella para simbolizar la relación entre razonamiento humano y luz de la fe. Se necesitaba la penetración sanjuanista en los recónditos senos del espíritu para llegar a esa genial transmutación.

Nadie ignora la importancia concedida a la vida teologal en el magisterio sanjuanista. También es de sobra conocido que la aportación más original en esa parcela se refiere a la fe. Es el gran maestro de la fe. De ahí la porfía por estudiar ese capítulo de su espiritualidad.

No podía ser menos. Hablar de la fe implicaba necesariamente conectar con las otras virtudes teologales. La estructura fundamental de la Subida del Monte Carmelo gira en torno a la correlación virtudes y potencias del alma. La extensión y originalidad concedida a la fe no supone desviación alguna en el enfoque teologal sanjuanista. Es simple acentuación en consonancia con exigencias prácticas de su pedagogía.

Para él, como para cualquier cristiano, la caridad es el centro radical de convergencia y el motor de todo el organismo espiritual. Aunque de manera incidental también la caridad se coloca en la óptica figurativa del «lazarillo». Y lo hace en compañía de la fe, pero no con la relación «ciego»-«mozo». Ambas virtudes ejercen la función de guía, por ello, de «lazarillos».

Nada mejor para rematar las diversas facetas sugeridas por el clásico símil que la página referida a la fe y. a la caridad. Reitera desde otra perspectiva la exigencia de caminar a Dios «a oscuras», no confundiéndole a él con realidades criadas.

«Dicho queda, ¡oh alma!, el modo que te conviene tener para hallar el Esposo en tu escondrijo. Pero, si lo quieres volver a oír, oye una palabra llena de sustancia y verdad inaccesible: es buscarle en fe y en amor, sin querer satisfacerte de cosa, ni entenderla más de lo que debes saber; que esos dos son los mozos del ciego que te guiarán por donde no sabes, allá a lo escondido de Dios. Porque la fe, que es el secreto que habemos dicho, son los pies con que el alma va a Dios, y el amor es la guía que la encamina; y andando ella tratando y manoseando estos misterios y secretos de fe, merecerá que el amor la descubra lo que en sí encierra la fe… en esta vida por gracia especial, en divina unión con Dios, y en la otra, por gloria esencial» (CB 1, 11; cf. S 2, 4, 2-3).

Ambas virtudes guían segura al alma y pueden simbolizarse en el lazarillo. Están en perfecto paralelismo. Si se trata de establecer graduación o jerarquía para determinar preeminencia, Juan es bien explícito: la fe baja a la categoría de «pies del alma». El guía, el lazarillo indefectible, es la caridad. Esto si se atiende al contenido. Desde el prisma figurativo resulta mejor caracterizada en el lazarillo la fe que la caridad.

Es lo que ha hecho JC con el «mozo de ciego». Bajo ese símil recuerda la trama fundamental del itinerario que conduce a la unión divina. Es una senda de negación y purificación en «noche oscura». Dios es el único que conduce por ella con absoluta seguridad. Se sirve, no obstante, de mediaciones; pone a disposición del hombre «mozos de ciego», lazarillos para que le guíen con fidelidad. Algunos cumplen a la perfección su cometido, como la fe y la caridad; otros no siempre aciertan, aunque de por sí deberían esmerarse, como los confesores, directores y maestros espirituales; de algunos lazarillos jamás conviene fiarse; inevitablemente llevarán a la fosa; tales: el apetito sensual, el demonio y la propia presunción. JC se produce en materia con tal aplomo y desenfado que, sin confesarlo de palabra, se tiene por «lazarillo» seguro y competente.

BIBL. – E. PACHO, “Símiles de la pedagogía sanjuanista: el lazarillo “mozo de ciego”, en MteCarm 98 (1990) 527.

E. Pacho

Jornalero Mercenario

No deja de sorprender un vocablo de tan recio sabor social en la pluma de fray Juan. Lo coloca al lado de otros de idéntico campo semántico, como mercenario, criado, doméstico, siervo, esclavo. Choca con la imagen, tan arraigada, que contempla a fray Juan como un santo celestial y divino, aislado de su entorno social, evadido de la realidad circundante; poco menos que insensible a la situación que le rodeaba en su Castilla natal o en su Andalucía de adopción. Se trata de un tópico difundido y acogido entre quienes no han frecuentado asiduamente y con los ojos abiertos los escritos del maestro espiritual.

Es potente y variada en éstos la resonancia del mundo ambiental, aunque no entra en su proyecto pedagógico describir situaciones sociales concretas; menos aún, proponer soluciones para remediar defectos y carencias de las mismas. Lo que él persigue es enseñar los caminos del espíritu iluminando puntos poco claros y poco conocidos. Cuando juzga necesario o conveniente ilustrar su pensamiento con referencias concretas al contexto ambiental en que se mueve, lo hace sin escrúpulos ni melindres, aunque las ejemplificaciones pongan en evidencia realidades sociales para él desagradables, e incluso de malos recuerdos. No es algo excepcional esta referencia. Bastará recordar la del  “lazarillo”

El mundo del trabajo

La iniciación infantil en algunos menesteres manuales, como el de tejedor, dejó huella profunda y duradera en la mente de JC. En sus años maduros evocará aquellos recuerdos, trayendo complacido a su pluma «los diversos oficios», siempre a servicio del magisterio espiritual. Asegura que, como en las artes y oficios se va progresando poco a poco, otro tanto sucede en la vida del espíritu (N 2, 16, 8). Tan contraproducente es en este campo, como en el del trabajo y del arte, que quien no domina más que un oficio se empeñe en ejercer varios, cosa frecuente en directores y maestros espirituales (Ll 3, 62-634). Títulos, estados y oficios se ordenan, por lo mismo, a un trabajo concreto, por lo que contribuyen al ordenamiento de la sociedad y a su desarrollo. Las categorías sociales se establecen precisamente por trabajos y oficios diversificados. Entre ellos, hay también clases y grados, como son las «mayorías» y los oficios o profesiones humildes (S 1, 4, 6; 3, 18).

A cada uno le incumbe un trabajo específico, según su oficio, o, lo que es lo mismo, cada persona emplea sus capacidades y su quehacer en un trabajo correspondiente a un oficio. Hay uno que es, o debe de ser, común a todos los que buscan a Dios: el amarle sobre todas las cosas. No tener otro oficio ni otro ejercicio, es la prueba o demostración de que ninguna otra actividad aparta de él. En esta perspectiva se coloca JC al hablar del trabajo y de los oficios (CB 2).

El trabajo es ley de vida, pero no siempre está en función de un título u oficio. Se realiza normalmente como medio de ganarse la existencia por cuenta propia o a cargo de otros, como el tejedor, el «oficial de hierro» o el gañán, trabajos recordados explícitamente por JC (S 1, 7, 1; 2, 8,5; CB 32, 2). En cualquier caso, el trabajo exige fatiga y esfuerzo, por lo que resulta penoso. Se aprecia su condición, normalmente desagradable, por la holganza y el descanso, siempre apetecibles Las observaciones de JC sobre estos componentes y estos aspectos del trabajo son agudas y oportunas, aunque se hacen en una óptica espiritual.

Ese enfoque general, siempre presente, no es impedimento para comprobar cómo el autor conoce y aplica con precisión otro factor vinculado al trabajo y a sus diferentes categorías. Aunque JC intercambia con frecuencia el trabajo del esclavo, del siervo y del criado, matiza oportunamente lo que es específico de cada uno de estos títulos y estados. El aspecto que aquí interesa es el que afecta a la recompensa o paga por el trabajo. A este respecto, se comprueba una clara distinción entre dos categorías de trabajadores y su aplicación a la pedagogía espiritual: una hace referencia a situaciones o estados permanentes, como en el caso del esclavo, del siervo y del criado; otra considera más directamente el trabajo en su dimensión de fatiga y recompensa o salario, como en el caso del mercenario y del jornalero.

Un siervo «tirano»: el apetito

Por una de tantas antítesis, típicas del lenguaje sanjuanista, el apego o apetito ejerce unas veces como esclavo o siervo, y otras, como déspota o tirano. En el léxico del autor se usan como afines los términos «esclavo», «siervo» y «criado», lo que no impide un empleo riguroso, que define con precisión el significado de cada uno de ellos. El «esclavo», lo mismo que el «cautivo», se distingue por su situación de total dependencia respecto al dueño o señor, o por la carencia de libertad para decidir de su trabajo y de su vida. JC conoce esa situación o estado permanente por referencias bíblicas y también por constataciones ambientales. Las primeras proceden todas del A. T. y aluden tanto a la esclavitud personal como a la colectiva del Pueblo elegido (cf. citas bíblicas en S 1, 4, 6; CB 18, 1-2). A partir de esas dos fuentes, se establece contraposición entre el hijo, «libre», y el esclavo-cautivo, «sujeto» a su dueño o señor.

Arrancando de esa situación real, que comporta trabajo y fatiga sin salario alguno, el Santo realiza dos aplicaciones espirituales. La primera insiste en la pérdida de libertad y dominio o señorío. Son valores estimados por el mundo y dignos de aprecio. Es más, se cuentan entre los grandes bienes de que puede disfrutar el hombre. Por otra parte, «todo el señorío y libertad del mundo comparado con la libertad y señorío del espíritu de Dios, es suma servidumbre, y angustia y cautiverio». En esa dialéctica se sitúa la primera aplicación del símil sanjuanista.

Nada mejor que leer sus propias palabras: «El alma que se enamora de mayorías, o de otros tales oficios, y de las libertades de su apetito, delante de Dios es tenido y tratado, no como hijo, sino como bajo esclavo y cautivo, por no haber querido él tomar su santa doctrina, en que nos enseña que el que quisiere ser mayor, sea menor, y el que quisiere ser menor sea el mayor. Y, por tanto, no podrá el alma llegar a la real libertad del espíritu, que se alcanza en la divina unión, porque la servidumbre ninguna parte puede tener con la libertad, la cual no puede morar en el corazón sujeto a quereres, porque éste es corazón de esclavo, sino en el libre, porque es corazón de hijo» (S 2, 4,6).

La pérdida de libertad puede llegar a tanto que se inviertan los papeles: que el sentido y el apetito se levanten contra el espíritu y logren dominarle tiránicamente. Es la segunda aplicación propuesta bajo ese símil por JC. Su razonamiento arranca de otra figura familiar a su pluma, aunque de ascendencia platónica. El alma se halla como si fuera un gran señor en una cárcel: la del cuerpo. A veces su situación es semejante a la del señor «sujeto a mil miserias y que le tienen confiscados sus reinos, e impedido todo su señorío y riquezas, y no se le da de su hacienda sino muy por tasa la comida». Prolongando la alegoría, añade el texto sanjuanista que es fácil comprender lo que sentiría quien se encontrase en tal situación: «Cada uno lo echará bien de ver, mayormente aun los domésticos de su casa no le estando bien sujetos, sino que a cada ocasión sus siervos y esclavos, sin algún respeto, se enderezarán contra él, hasta querer cogerle el bocado del plato».

Esta descripción tan gráfica le sirve al gran Maestro espiritual para recordar que, en ciertos momentos, relativamente avanzados de la vida espiritual, «cuando Dios hace merced al alma de darle a gustar algún bocado de sus bienes y riquezas, que le tiene aparejadas, luego se levanta en la parte sensitiva un mal siervo de apetito, ahora un esclavo de desordenado movimiento, ahora otras rebeliones de esta parte inferior, a impedirle este bien». La sensualidad se vuelve un «rey tirano». En semejante lance, «se siente el alma estar como en tierra de enemigos y tiranizada entre extraños y como muerta entre muertos». Le faltó poco para escribir: «esclava en tierra de moros». Desde esta perspectiva, los afectos y apetitos desordenados, en lugar de «esclavizar» al alma, la tiranizan (CB 18, 1-2; cf. S 1, 4, 6).

Se trata, al fin, de idéntica realidad espiritual, formulada con doble presentación del mismo símil. Éste se prolonga o completa con la figura del criado, socialmente diferente del siervo y del esclavo. JC trató personalmente con algunos criados. Dos de ellos, a servicio de don Francisco, le llevaron cartas hasta Granada para la dirigida Ana de Peñalosa. Otro le trajo un pliego de cartas de ésta hasta la Peñuela (Ct 28 y 31). La figura y la posición del criado le era familiar desde la infancia y le acompañó a lo largo de la existencia. Le sirve de comparación para explicar cómo el apegarse a comunicaciones imaginarias sobrenaturales lleva el peligro de «juzgar de Dios baja e impropiamente».

Lo ilustra con el siguiente texto: «Pongamos una baja comparación: claro está que cuanto más uno pusiese los ojos en los criados del rey y más reparase en ellos, menos caso hacía del rey y en tanto menos le estimaba; porque, aunque el aprecio no esté formal y distintamente en el entendimiento, estálo en la obra, pues cuanto más pone en los criados, tanto más quita de su señor; y entonces no juzgaba éste del rey muy altamente, pues los criados le parecen algo delante del rey, su señor. Así acaece al alma para con su Dios cuando hace caso de las dichas criaturas» (S 3, 12, 2).

Como tantas otras, la figura del siervo-esclavo tiene también en la pluma sanjuanista aplicación de sentido antitético respecto a la precedente. Si el «siervo apetito» puede volverse tirano dominador, también puede suceder que el Omnipotente se convierta en siervo de la criatura, a quien ama con «afición de madre». El amor de Dios llega a tanto cuando da en regalar a un alma. Como pasmado ante esa realidad, escribe fray Juan: «Llega a tanto la ternura y la verdad de amor con que el inmenso Padre regala y engrandece a esta humilde y amorosa alma –¡oh cosa maravillosa y digna de todo pavor y admiración! –, que se sujeta a ella verdaderamente para la, engrandecer, como si él fuese su siervo y ella fuese su señor. Y está tan solícito en la regalar, como si él fuese su esclavo y ella fuese su Dios. ¡Tan profunda es la humildad y dulzura de Dios!» (CB 27, 1, sigue cita de Lc 12, 37).

El jornalero y el «reposo cumplido»

Frente a la polisemia semántica y la plurivalencia figurativa de los vocablos precedentes, JC reserva un significado específico y unitario para otras dos tipologías del trabajo, reduciendo a sinonimia los términos «mercenario» y «jornalero». La raíz inspiradora del primero le viene de la Biblia, mientras el segundo arranca de la constatación sociológica de su entorno existencial. No estará demás advertir que se trata de vocablos excepcionales en su pluma y que aparecen en los mismos lugares, como versión o comentario del texto bíblico de Job 7, 2-4. Es más, “jornalero” resulta un hápax riguroso, con la particularidad de introducirse en la segunda redacción del Cántico espiritual, en sustitución del «mercenario», usado en la primera redacción de esa obra. Emparentado etimológicamente con “jornal” y “jornada”, había adquirido carta de ciudadanía en las letras castellanas antes de fray Juan, por lo que sorprende su ausencia en otros escritos suyos fuera de este lugar único (CB 9, 7; CA 9, 6). Identificando jornalero con mercenario, da a entender que atribuye a este vocablo el significado de trabajador estipendiado, preferentemente del campo. Parece excluirse el empleo como soldado que sirve a un país extranjero. No encaja ese sentido en la aplicación espiritual buscada por el Maestro.

Es idéntica en los dos textos en los que fray Juan asume el símil del mercenario-jornalero. Las modificaciones introducidas en el CB no son de tal alcance que obliguen a contar tres presencias. Se reducen a dos: la del Cántico y la de la Noche.

Se introduce en la primera obra al hablar de la situación del alma que ha vivido con intensidad la presencia del Esposo Cristo, pero inesperadamente ha constatado que se le ha ido, ha desaparecido de su vista. Le busca y desea con amor apasionado e impaciente, pero se prolonga la espera de su nueva aparición. Siente que el Amado le ha robado el corazón, pero no acaba de retenerlo, dejándola herida y penando por su nueva presencia. Manifiesta de mil maneras el ansia por el deseado encuentro, de modo que pueda hallar «reposo cumplido» en él. Aunque se trata de «una inflamación de amor» producida por el Amado, el alma no puede menos de exigir la paga o salario de su correspondencia al amor.

Lo razona de esta manera JC: «No puede dejar de desear el alma enamorada la paga y salario de su amor, por el cual salario sirve al Amado, porque, de otra manera, no sería verdadero amor, el cual salario y paga no es otra cosa, ni el alma puede querer otra cosasino más amor hasta llegar a estar en perfección de amor, el cual no se paga sino de sí mismo». Piensa el Santo que ilustra bien esa actitud un paso de Job (7, 2), citado a continuación y traducido así en la segunda escritura del Cántico: «Así como el siervo desea la sombra, y como el jornalero espera el fin de su obra, así yo tuve vacíos los meses, y conté las noches trabajosas para mí. Si durmiere, diré: ¿cuándo llegará el día, en que me levantaré? Y luego volveré otra vez a esperar la tarde y seré lleno de dolores hasta las tinieblas de la noche».

En la aplicación del texto bíblico a su propósito establece claras diferencias entre las diversas clases de trabajadores. El siervo fatigado del calor o del estío desea la sombra, el mercenario espera el fin de su obra. Ambas cosas convienen a la situación del alma apasionada con amor impaciente, pero lo más propio y específico es la segunda, ya que no ansía otro galardón. Comenta literalmente el Santo: «Donde es de notar que no dijo el profeta Job que el mercenario esperaba el fin de su trabajo sino el fin de su obra, para dar a entender lo que vamos diciendo, es a saber: que el alma que ama no espera el fin de su trabajo, sino el fin de su obra; porque su obra es amar, que es la perfección y cumplimiento de amar a Dios, el cual hasta que se cumpla, siempre está de la figura que en la dicha autoridad le pinta Job». Remata sus consideraciones con esta especie de conclusión práctica: «En lo dicho queda dado a entender cómo el que ama a Dios no ha de pretender ni esperar otro galardón de sus servicios sino la perfección de amar a Dios» (CA 9, 6).

Puede extrañar a primera vista la presencia del mismo texto bíblico cuando se habla de los aprietos y sufrimientos del alma metida en la purificación de la «noche oscura». La aparente oposición a la situación descrita en el Cántico llevaría a pensar que la referencia a Job se presta en la pluma del Santo a las más variadas acomodaciones. Lo cierto es que en este caso se ofrece una aplicación sustancialmente idéntica. Basta leer atentamente el comentario al verso «con ansias en amores inflamada», en el segundo libro de la Noche oscura, para comprobar que dibuja una situación espiritual coincidente en las líneas generales con la descrita en las estrofas 6-10 del Cántico. En ambos lugares se trata del alma enamorada, dominada por el amor impaciente o por las ansias de la inflamación amorosa. Idéntica la doctrina en ambos textos e idéntica la doctrina sanjuanista.

Sólo cambia el enfoque o perspectiva. En el Cántico se insiste en el aspecto gozoso, aludiendo marginalmente a la vertiente angustiosa o penosa; en la Noche se invierten los términos: lo que interesa es describir la dimensión catártica o purificadora de las ansias amorosas. Es un aspecto fácil de detectar en la cita de Job; por ello le sirve a fray Juan para ilustrar su pensamiento sobre la «inflamación de amor». En la traducción vuelven los vocablos típicos del «siervo» y del «mercenario», coincidiendo casi a la letra con la versión del Cántico, salvo la ausencia del «jornalero», por la razón expuesta.

Después de explicar cómo las ansias amorosas pueden ser causa de padecer y sufrir, concluye fray Juan sus reflexiones así: «De donde el ansia y pena de esta alma en esta inflamación de amor es mayor, por cuanto es multiplicada de dos partes: lo uno, de parte de las tinieblas espirituales en que se ve, que con sus dudas y recelos la afligen; lo otro, de parte del amor de Dios, que la inflama y estimula, que con su herida amorosa ya maravillosamente la atemoriza» (N 2, 11).

Galardón único

Como siempre, aspectos diversos y expresiones diferentes de la realidad espiritual terminan por encajar perfectamente en la lógica del pensamiento sanjuanista. Sería conveniente una lectura reposada del comentario al penúltimo verso de la segunda estrofa de la Llama de amor viva para constatar la síntesis armoniosa de las dos propuestas sobre el amor impaciente o la inflamación en ansias amorosas. Todo queda perfectamente integrado a partir de lo que se afirma sobre el único «galardón» propio del amar: la perfección del amor. Razona, en consecuencia, fray Juan: confesar el alma que, llegada a la unión transformante con Dios, se siente pagada de toda deuda (“toda deuda paga»), es lo mismo que decir que «siente la retribución de todos los trabajos que ha pasado para venir a este estado; en el cual no solamente se siente pagada y satisfecha, pero con grande exceso premiada» (Ll 2, 23).

En la explicación del cambio, del paso del amor impaciente al sosegado y cumplido (el cumplimiento de amar), entra la dinámica, expresada sanjuanísticamente en la dialéctica del vaciar y poseer o llenar, del más puro padecer para más alto sentir, amar y gozar. Las deudas de que el alma se siente pagada son las «tribulaciones y trabajos» pasados para purificarse y alcanzar la plenitud del amor. «De manera –apunta fray Juan– que no hubo tribulación, ni tentación, ni penitencia, ni otro cualquier trabajo que haya pasado, a que no corresponda ciento por tanto de consuelo y deleite en esta vida, de manera que pueda muy bien decir el alma: ‘y toda deuda paga’» (Ll 2, 24).

Nada queda sin paga, recompensa y galardón. Cuando el alma canta ese verso tiene experiencia de que Dios «muy bien la ha respondido a los trabajos interiores y exteriores con bienes divinos del alma y del cuerpo, sin haber trabajo que no tenga su correspondencia de grande galardón» Ll 2, 32; cf. Sal. 70, 20-21).

Lo que JC ha querido enseñar con el símil del trabajo y del jornalero es que de Dios no se ha de pretender ni esperar «otro galardón de los servicios sino la perfección de amar». Por ese jornal hay que trabajar, ésa es la paga por la que se le ha de servir; porque al fin el examen, la cuenta, será sobre el amor.

«A la tarde te examinarán en el amor». Y te pagarán por el amor.

E. Pacho

Ira

En tres de las obras sanjuanistas se hace alusión a la “ira” (S lib. 1,2 y 3; N 1 y CB 20 y 21). Y en las tres es tratada de forma diversa. En Subida alude a textos bíblicos que hablan de la “ira de Dios”. En Noche expone el alcance que tiene este  vicio capital en el  camino espiritual de los  principiantes. En Cántico cómo las “iras” pueden afectar al alma que ha alcanzado la paz interior, al encontrarse aún en un estado de  purificación. Para una visión más completa habría que tener también presentes las palabras “airar”, “enojar”, “indignar” y “patear”.

La ira de Dios. De las 10 veces que aparece esta palabra en Subida, 7 son citas de la Escritura alusivas a la “ira de Dios”, como si éste actuase al estilo del  hombre, movido por contratiempos o negativas humanas. Recuerda a  Dios recargando su enfado sobre los israelitas, por no aceptar el manjar que les ofrece, muy por encima del que ellos buscan (S 1,5,3; S 2,21,6); absorbiendo en ira los apetitos por el estrago que han hecho en el alma (S 1,8,5); recordando que es mejor la ira que la risa, cuando ésta lleva a olvidar a Dios, porque el hombre funda entonces su alegría en la vida que le va bien, siendo transitoria (S 3,18,5) o provocando la ira de Dios y no su misericordia (S 3,44,5).

La ira, vicio capital. Es al vicio que menos líneas dedica. Sólo el capítulo 5 del libro primero de la Noche, de apenas una página; pero lo suficiente como para pintar con detalle la imagen de quien se deja dominar por la ira en la vida espiritual. El cuadro que resulta es perfecto e inconfundible. La visión interior de la persona irascible queda reflejada con pocas pinceladas, precisas y seguras. Con tres posturas distintas de los principiantes en la vida espiritual.

a) Una primera característica que los distingue es por mostrarse desabridos, airados por cualquier cosilla, hasta el punto de no haber quien los sufra. Y esto tiene lugar, a veces, después de haber tenido “algún muy gustoso recogimiento sensible en la oración”, sólo porque se les acaba el gusto y el sabor (N 1,5,1). Esto produce a veces desgana, que es culpa, otras imperfección; de ésta tendrá el alma que purificarse en la  sequedad y aprieto de la  noche oscura. Obran como niños de pecho.

b) Otra pincelada es para los que se aíran contra los vicios ajenos, debido a celo; se sienten impelidos a reprender enojosamente, sintiéndose dueños de la virtud. Es entusiasmo “desasosegado” que quebranta la mansedumbre (N 1,5,2).

c) Pero como contraste están los que, al verse imperfectos, “con impaciencia no humilde se aíran contra sí mismos”. Quisieran ser un cuadro perfecto en virtudes, de colgar en la pared. “Ser santo en un día”. ¡A tanto llega su impaciencia! Todo porque sufren unas carencias: no son humildes, confían en sí, se enojan ante las caídas y además no tienen paciencia para esperar a que Dios les conceda, cuando lo crea conveniente, lo que andan buscando (N 1,5,3). Impaciencia en unos, pero en otros, “tanta paciencia en esto del querer aprovechar, que no querría Dios ver tanta en ellos” (ib.).

Impetu contra la paz. En las canciones 20 y 21 del Cántico se ofrece una visión distinta de la ira al comentar el verso “que cesen vuestras iras”. La define como “cierto ímpetu que perturba la paz”. El alma ya no se encuentra en el estado de los principiantes. Se da en ella una armonía, paz interior, pero necesitada aún de purificación. El alma no ha llegado todavía a la unión plena.

No está libre de obstáculos y dilaciones que tiene aún que superar. Puede ser atacada, perturbada desde fuera. Llama “iras” a las turbaciones y molestias de las afecciones y operaciones desordenadas” (n.17). Las compara a los leones (ib. n. 6). El Esposo los conjura y pone rienda a sus ímpetus y excesos de ira (ib. n. 7). Dios sale en su defensa, para que los efectos de la ira no toquen “el cerco de la paz y vallado de virtudes y perfecciones con que la misma alma está cercada y guardada” (ib. n. 18).

Evaristo Renedo

Inhabitación trinitaria

En el vocabulario sanjuanista está ausente el concepto de inhabitación; por el contrario, presencia, con su antónimo ausencia, forma uno de los binomios de importancia cardinal en el conjunto del pensamiento sanjuanista. El o la protagonista de sus obras –poemas y prosas– sufre y goza, sale y entra, vive y se desvive por la presencia y por la ausencia del Amado. Su eventual o velada presencia (revelación) y su permanente ausencia (transcendencia) constituyen la causa de todo el movimiento y el motivo declarado u oculto de todos los tránsitos, opciones, y comportamientos sentidos por el místico, explicados por el teólogo y recomendados por el maestro. La razón de la experiencia que se describe y la piedra angular de su expresión, tanto poética como teológica, es la presencia dada, pero incompleta, real, pero insatisfactoria.

Hacer que la presencia real se vuelva consciente, personal, libremente asumida y comprometida es su proyecto. La dialéctica presencia ausencia constituye la tensión fundamental de la obra sanjuanista. Atraviesa como armazón y como impulso vigoroso de su obra este deseo religioso (“con ansias en amores inflamada”) de la presencia de Dios; si este fervor por la presencia es visible ante todo en los poemas, no menos sucede con las técnicas para encauzarlo y darle éxito que propone. Toda búsqueda y toda pérdida, toda salida y entrada, toda aventura y desventura se miden y se motivan, se proponen, se realizan y se frustran en razón de la presencia lograda o de la ausencia sentida: todos los umbrales se trasponen buscando de noche o de día la desvelación de una presencia del Ausente.

I. Presencia de Dios en los ‘poemas’

Simbólicamente el tema se encarna y vitaliza mediante las imágenes, símbolos y alegorías de la morada ‘donde secretamente solo moras’, de ‘la interior bodega’, del ‘más profundo centro’, de ‘las profundas cavernas del sentido’, del ‘ameno huerto deseado’. Todas las tensiones bipolares que organizan la experiencia y el pensamiento sanjuanista: luz-oscuridad, alto-bajo, dentro-fuera, posesión-carencia, etc., recubren esta otra fundamental tensión presenciaausencia del Amado.

Poéticamente el tema de la presencia de Dios se va figurando mediante los diversos escenarios de encuentro y nueva búsqueda en que discurren las acciones del poema del Cántico o de la Noche. La acción de los poemas marca los grados de la presencia que se califica y perfecciona con los sucesivos cambios de escenario de la acción amorosa:

La interrogación inicial ¿A dónde te escondiste, amado? es contestada por diversas presencias que son reales aunque imperfectas hasta el fin. Siempre la dejan insatisfecha. Incluso en el fin del camino, el sosiego de su deseo es sólo relativo. Mas allá de todo umbral de esta vida queda remitida la satisfactoria presencia de Dios ausente. “Señor, Dios mío, no eres tú extraño a quien no se extraña contigo, ¿cómo dicen que te ausentas tú?”. El hombre se escapa de la presencia evidente de Dios. El se nos ha acercado de mil modos, pero el hombre ‘de su amor ha hecho ausencia y no quiere gozar la su presencia’ y vive olvidado, alienado y para tanta luz está ciego y para tan grandes voces sordo y se queda de tantos bienes hecho ignorante e indigno.

Cuando cae en la cuenta de esta presencia y aviva su memoria del origen y de su dignidad, por estar habitado por un misterio, inicia el camino de esta búsqueda de la presencia completa y desvelada.

a) Primer espacio de  búsqueda y presencia son ‘esos montes y riberas’, los bosques y los sotos en que dejó huella. ‘Decid si por vosotros ha pasado’. Pero ‘pasó con presura’ y ya no está. Decidle que adolezco peno y muero. Los signos de la presencia y del paso exacervan y afervoran el deseo. La dolencia de amor que no se cura sino con la presencia y la figura. Un primer encuentro místico tiene lugar en la cristalina fuente: la  fe hace ver, reflejada siquiera, la mirada del amado, los ojos deseados ya dibujados y presentes en el interior del hombre, imagen y semejanza de Dios, dibujo incompleto del Hijo futuro. La naturaleza y la experiencia son transfiguradas por la vida mística. Diversos escenarios quedan marcados por experiencias de presencia que son calificadas y subrayadas por la repetición del ‘allí’: la interior bodega, el ameno huerto deseado y la ya sucedida “debajo del manzano”. La presencia por amor de transformación se enmarca con diversos símbolos de la marcha mística: El ‘arca’, las ‘riberas verdes’ donde ha hallado al socio deseado, la soledad, do mana el agua pura. La presencia de inhabitación se hace matrimonial, perfectamente cercana, íntima. La relación pasa de ‘la visita’ al compromiso nupcial y ‘matrimonial’ como exigía la fe desde el inicio. Y aún se desea más: “entremos más adentro en la espesura’, … ‘y luego a las subidas cavernas de la piedra nos iremos’ ‘do mana el agua pura’: la presencia deseada y esperada en el cielo.

b) “En una noche oscura” es un poema que se despliega con la misma tensión de quien desea, alcanza y consuma una presencia: de la ‘casa sosegada’ donde se da la inicial presencia se marcha a oscuras y segura a un lugar ‘donde me esperaba quien yo bien me sabía en parte donde nadie parecía’. El presente-ausente mueve y atrae en la noche, y es hallado justamente mediante la noche, que no es solo espacio, sino mediador efectivo de la presencia. Por ella se alcanza la presencia más íntima: en mi pecho florido que entero para él solo se guardaba, … el rostro recliné sobre el amado…

c) La Llama de amor viva acontece como pasión en ‘el más profundo centro’, ‘en las profundas cavernas del sentido’ antes vacías y oscuras, ahora llenas de una presencia en mi seno de bien y gloria lleno donde secretamente solo moras. Todos los espacios de la intimidad señalan la indicación sanjuanista para marcar la dirección de la presencia. La fonte es el poema que se goza y canta la presencia de la  Trinidad, aunque de noche y escondida: bien sé yo do tiene su manida.

II. En su teología mística

A J. de la Cruz le importa más buscar y querellarse o disfrutar y encontrar que especular sobre la presencia de  Dios. Pero se ve obligado por su experiencia y por su sistema doctrinal a sintetizar teológicamente el tema de la presencia de Dios en  el hombre y a sistematizarlo sucintamente, definiendo, dividendo y aclarando algunas nociones necesarias para hacerse entender. Al menos por tres veces expresamente enfrenta de modo teórico el asunto tematizándolo primero como unión (S 2,5), abundando en el tema agustiniano del Dios íntimo y escondido (CB 1), y bajo la expresa mención de la presencia (CB 11).

De hecho, y vistas sus definiciones, en principio presencia es noción muy próxima a la de unión. Funciona en su sistema de pensamiento prácticamente como sinónimo, como noción auxiliar o complementaria. Al fin, todo el proyecto sanjuanista parte del dato dogmático de la unión del hombre con Dios. Unión que se interpreta simbólicamente con infinitas variaciones: morada, habitación, casa, (sosegada o no), posada, compañía-soledad, entrar-salir, noche y luz,  matrimonio, desposorio,  enfermedad y salud, etc.

Su preferencia se explica por cierta componente ‘personalista’ que añade la noción de ‘presencia’ a la de unión, categoría más filosófica o conceptual. Ha de completarse su exploración con los diversos adjetivos y figuras que la enriquecen: nupcial, amistosa, nocturna, transformante. No es presencia de mera asistencia o sostén, sino presencia afectiva que afecta y cambia al hombre.

Su proyecto se puede describir como un paso de la previa, pasiva y gratuita presencia de Dios al hombre a la presencia consciente, libre y comprometida del hombre ante Dios. Esto último le importa al místico; pero para que esto sea posible, es necesario antes aclarar el dato primordial:

1. PRESENCIA SUSTANCIAL O ESENCIAL. Muy claramente lo afirma el Santo siguiendo la teología del tiempo. Dios habita en el hombre como el Creador en la criatura, por esencia, presencia y potencia como aprendió a repetir  S. Teresa. “Tres maneras de presencias puede haber de Dios en el alma. La primera es esencial, y de esta manera no sólo está en las más buenas y santas almas, pero también en las malas y pecadoras y en todas las demás criaturas. Porque con esta presencia les da vida y ser, y si esta presencia esencial les faltase, todas se aniquilarían y dejarían de ser. Y ésta nunca falta en el alma” (CB 11,3). Es muy apreciada esta verdad y de gran aprovechamiento espiritual.

Varias veces encarece el Santo el gozo y las posibilidades que este dato de la fe ofrece al creyente: “Grande contento es para el alma entender que nunca Dios falta del alma, aunque esté en pecado mortal, cuánto menos de la que está en gracia” (CB 1,8). Y exhorta apasionadamente a vivir con toda conciencia y toda verdad esta primera y fundamental presencia o unión de Dios con el hombre: “¿Qué más quieres, ¡oh alma!, y qué más buscas fuera de ti, pues dentro de ti tienes tus riquezas, tus deleites, tu satisfacción, tu hartura y tu reino, que es tu Amado, a quien desea y busca tu alma? Gózate y alégrate en tu interior recogimiento con él, pues le tienes tan cerca. Ahí le desea, ahí le adora, y no le vayas a buscar fuera de ti, porque te distraerás y cansarás y no le hallarás ni gozarás más cierto, ni más presto, ni más cerca que dentro de ti” (ib.).

Bajo otra clave y en otro contexto se ofrece la misma y cierta doctrina: “Dios, en cualquiera alma, aunque sea la del mayor pecador del mundo, mora y asiste sustancialmente. Y esta manera de unión siempre está hecha entre Dios y las criaturas todas, en la cual les está conservando el ser que tienen; de manera que si de esta manera faltase, luego se aniquilarían y dejarían de ser” (S 2,5,5). Pero al hombre, que es criatura racional, no le basta este modo de presencia de Dios pues ha recibido otras presencias que le agudizan su deseo de comunión y diálogo.

2. PRESENCIA POR GRACIA. “La segunda [manera de] presencia es por  gracia, en la cual mora Dios en el alma agradado y satisfecho de ella. Y esta presencia no la tienen todas, porque las que caen en pecado (mortal) la pierden”.

Después de la primera gracia de la  creación Dios se dignó hacerse presente de modo humano y encarnado en la máxima gracia de Cristo. Esta es su presencia plena y definitiva. En la encarnación como se medita en los romances la presencia se hace duradera, completa: “Porque en todo semejante / él a ellos se haría, / y se vendría con ellos / y con ellos moraría. / Y que Dios sería hombre / y que el hombre Dios sería, / y trataría con ellos, / comería y bebería; / y que con ellos contino / él mismo se quedaría” (Romance 4º, vv. 135-144).

Esta gracia de su presencia encarnada se culmina “debajo del manzano, esto es, debajo del favor del árbol de la Cruz, … donde el Hijo de Dios redimió y, por consiguiente, desposó consigo la naturaleza humana, y consiguientemente a cada alma, dándola él gracia y prendas para ello en la Cruz. Este desposorio … que se hizo de una vez, dando Dios al alma la primera gracia, lo cual se hace en el bautismo con cada alma”. La presencia de Dios al hombre en Cristo es acogida libre y personalmente en el bautismo (CB 23, 3.6). Con escrúpulo teológico típicamente tridentino añade el Santo: “Y ésta (presencia por gracia) no puede el alma saber naturalmente si la tiene”, para huir de toda proximidad a las tesis calvinistas.

3. PRESENCIA DE AMOR. “La tercera es por afección espiritual, porque en muchas almas devotas suele Dios hacer algunas presencias espirituales de muchas maneras, con que las recrea, deleita y alegra” (CB 11,3). Esta presencia consciente, libre, personal es la que le importa sobremanera a J. de la Cruz. Más que la presencia de Dios, subraya la consecuencia y sus posibilidades enormes: la presencia del hombre a Dios. Que esa presencia semejante a la que sostiene el mundo o que su presencia sacramental, eclesial e histórica en  Cristo vivo, se haga, por el desarrollo bautismal, madura, rica, vital; que el hombre disfrute y goce de esta presencia, que se deje trasformar y afectar por ella, que consienta a sus consecuencias, al menos a las tolerables: Pero, así estas presencias espirituales como las demás, todas son encubiertas, porque no se muestra Dios en ellas como es, porque no lo sufre la condición de esta vida (ib.) Siempre se puede decir: Descubre tu presencia. “Y así, cuando hablamos de unión del alma con Dios, no hablamos de esta sustancial, que siempre está hecha, sino de la unión y transformación del alma con Dios, que no está siempre hecha, sino sólo cuando viene a haber semejanza de amor” (S 2,5,5).

Le importa desarrollar esta presencia, partiendo de la presencia esencial, sustancial o natural; le preocupa esta  sobrenatural, personal, teologal, filial o esponsal. Presencia de conocimiento, trato, amor y compromiso. De gozo y de dolor. “La cual es cuando las dos voluntades, conviene a saber, la del alma y la de Dios, están en uno conformes, no habiendo en la una cosa que repugne a la otra. Y así, cuando el alma quitare de sí totalmente lo que repugna y no conforma con la voluntad divina, quedará transformada en Dios por amor” (ib.).

Esta presencia en todos sus niveles (esencial, de gracia o teologal y mística) siempre es gratuita, es propiamente inaccesible para el hombre, Dios es siempre un Dios escondido: “Sólo hay una cosa, que, aunque está dentro de ti, está escondido. Pero gran cosa es saber el lugar donde está escondido para buscarle allí a lo cierto” (CB 1,7).

“Porque ni la alta comunicación ni presencia sensible es cierto testimonio de su graciosa presencia, ni la sequedad y carencia de todo eso en el alma lo es de su ausencia en ella” (CB 1, 8).

La presencia de amor, como obra de gracia y cooperación del hombre, es pasiva y activa, progresiva y educable. Comienza en el bautismo y se desarrolla tanto cuanto la medida de la gracia, hasta la estatura del hombre nuevo: “Mas ésta (presencia esponsal) es por vía de perfección, que no se hace sino muy poco a poco por sus términos, …se hace al paso del alma, y así va poco a poco” (CB 23,5). “De manera que el intento principal del alma no es sólo pedir la devoción afectiva y sensible, en que no hay certeza ni claridad de la posesión del Esposo en esta vida, sino principalmente la clara presencia y visión de su esencia en que desea estar certificada y satisfecha en la otra” (CB 1,3).

De esta certeza sale como necesaria la doctrina de la  noche oscura y la urgencia de afinar la luz de la  fe para descubrir la presencia ‘de quien yo bien me sabía, en parte donde nadie parecía’; de ahí la abnegación como búsqueda y recurso para la presencia, para acceder al Dios siempre presente y siempre ausente, de ahí la crítica de cualquier otra presencia sacramental, exterior o interior, afectiva o emocionante. Cualquier presencia o visita supuestamente superior a la que se ofrece en el amor y la fe y en la  esperanza cristiana. La primera estrofa del Cántico supone la obertura en que están dados juntos y resumidos todos estos temas acordados de modo que el conjunto del comentario solo desarrollará. “Lo que de Dios se puede gustar en esta vida es una gota” (CB 1,6). La Trinidad presente en el alma por la gracia bautismal (ib.) está en el hombre como en templo (CB 1,7) y si eso es así la dirección de la búsqueda cambia del exterior al interior, porque escondida es la presencia y a oscuras se ha de buscar, en fe y amor (ib).

III. En el proceso espiritual

Se trata de hacer del hecho básico de la presencia de Dios por creación, por esencia o por dependencia y contingencia del ser no necesario, un hecho de vida, de conciencia y de plenitud personal en la presencia personal y matrimonial, unión y presencia amorosa. Un hecho de creación (nivel metafísico o filosófico: el ser eterno presente en el ser finito, el ser necesario que posibilita (crea) al contingente. Un hecho de gracia y de historia “salutis” o dogmático: Dios presente en el hombre, “simul justus et pecator”, por la gracia que lo trasforma y lo justifica (nivel teológico o dogmático). Y un hecho místico o espiritual.

Esas presencias tienden a realizarse en la tercera: la presencia personal del hombre (alienado, exilado de su verdad y bien, ignorante de su destino y ventura) a Dios por el conocimiento y el amor (por la fe, la esperanza y la caridad), poderes (recibidos también) de presencia del hombre a su Dios. Ésta le importa ante todo desarrollar, enseñar. En su aspecto humano tiene grados y etapas de crecimiento: desde la conciencia religiosa común, pasando por varios modos de presencia cada vez más cercanos e íntimos, hasta la presencia de  unión transformante. “Dios en todas las almas mora secreto y encubierto en la sustancia de ellas, porque, si esto no fuese, no podrían ellas durar. Pero hay diferencia en este morar, y mucha, porque en unas mora solo y en otras no mora solo; en unas mora agradado, y en otras mora desagradado; en unas mora como en su casa, mandándolo y rigiéndolo todo, y en otras mora como extraño en casa ajena, donde no le dejan mandar nada ni hacer nada” (LlB 4,14).

El proceso espiritual sanjuanista enfoca sobre todo la presencia afectiva y mística de Dios ante el  hombre y el reflejo en la experiencia del hombre ‘coram Deo’. Pero las nociones clave son las otras: La presencia esencial del Dios en el hombre por cuanto es su creador y la presencia de la  Trinidad en el justo por la gracia bautismal de Cristo.

Pasar de una presencia inconsciente y natural a esta presencia personal y nupcial exige todo su conocido proceso de transformación. El dato primordial es que Dios se ha hecho presente en la creación, revelación, redención con su continua solicitud y sigue más presente que nunca (Av 1), pero el hombre de su amor ha hecho ausencia y no quiere gozar de su presencia, asistencia y compañía. Vive olvidado y enajenado a pesar del máximo reclamo de amor de la cruz y de la presencia y compañía de Dios en su dolor y con su muerte. Su presencia sigue clamando desde dentro o desde fuera.

IV. Grados y niveles

Hay muchos grados de presencia afectiva. El cenit de la presencia es la celeste, la visión cara a cara. Pero antes de alcanzar estado celeste el hombre ha de sufrir ausencias y disfrutar modos de presencias y grados, medidos, es decir, limitados y también potenciados, por su medida de fe, esperanza y amor; por su grado de crecimiento en la vida teologal, en fin.

En el comentario al verso: “la dolencia de amor no se cura sino con la presencia” dice el Santo: “La salud del alma es el amor de Dios, y así, cuando no tiene cumplido amor, no tiene cumplida salud … De manera que, cuando ningún grado de amor tiene el alma, está muerta; mas, cuando tiene algún grado de amor de Dios, por mínimo que sea, ya está viva, pero está muy debilitada y enferma por el poco amor que tiene; pero, cuanto más amor se le fuere aumentando, más salud tendrá y, cuando tuviere perfecto amor, será su salud cumplida” (CB 11,12).

La presencia cumplida se anticipa en las presencias ocasionales o visitas. El místico no solo desea visear o recibir visitas, quiere abrazar y permanecer, desfallece por la presencia total del Amado. Ya lo tiene y lo desea (LlB 3,22) pues desearlo es tenerlo. Aunque exija muerte por ver su hermosura, mil acervísimas muertes pasaría (CB 11 y 13). El itinerario del Cántico marca perfectamente las etapas de la búsqueda de presencia.

a) La presencia en la creación que explora y alcanza la  meditación es insuficiente: “Y, como ve que no hay cosa que pueda curar su dolencia sino la presencia y vista de su Amado, desconfiada de cualquier otro remedio, pídele en esta canción la entrega y posesión de su presencia, diciendo que no quiera de hoy más entretenerla con otras cualesquier noticias y comunicaciones suyas y rastros de su excelencia, porque éstas (más) le aumentan las ansias y el dolor que satisfacen a su voluntad y deseo; la cual voluntad no se contenta y satisface con menos que su vista y presencia; por tanto, que sea él servido de entregarse a ella ya de veras en acabado y perfecto amor. Y así, dice: ¡Ay, quién podrá sanarme!” (CB 6,6).

b) La contemplación inicial otorga un nuevo tipo de presencia en fe y en visión: es el tiempo del éxtasis y la visita o presencia extraordinaria: “Y así, a esta alma […] le hizo Dios alguna presencia de sí espiritual, en la cual le mostró algunos profundos visos de su divinidad y hermosura, con que la aumentó mucho más el deseo de verle y fervor … Y así, como el alma echó de ver y sintió por aquella presencia oscura aquel sumo bien y hermosura encubierta allí, muriendo en deseo por verla, dice la canción que se sigue: Descubre tu presencia” (CB 11,1). Habla J. en estas canciones de la riqueza de experiencias en que Dios se hace presente, a veces en paz o en turbación: “Y como el espíritu pasase en mi presencia (es a saber, haciendo pasar al mío de sus límites y vías naturales por el arrobamiento) encogiéronse las pieles de mis carnes, … que en este traspaso se queda helado y encogidas las carnes como muerto” (CB 13,19).

La ausencia como forma propia y genuina de la presencia de Dios. La noche oscura en cuanto experiencia y en cuanto doctrina es modo común y alta garantía de la presencia de Dios y sello de su autenticidad: “Si todas esas comunicaciones sensibles y espirituales faltaren, quedando ella en  sequedad, tiniebla y  desamparo, no por eso ha de pensar que la falta Dios” (CB 1,6). “Porque, como ella está con aquella gran fuerza de deseo abisal por la unión con Dios, cualquiera entretenimiento le es gravísimo y molesto… y violento … el carecer, aun por un momento, de tan preciosa presencia” (C 17,1).

c) Llega a ser plenitud de presencia en esta vida cuando en el hombre se despliega la vida teologal en vida trinitaria (CB 38 y 39 y LlB 3,78-85). Ya no sólo se habla de la inhabitación de Dios en el alma, sino de la presencia y operación del hombre en el seno de la Trinidad; no hay solo inhabitación de la Trinidad en el hombre sino perfecta filiación y aspiración del hombre en la familia de Dios (CB 39,3). Recuerda el Santo que tal dicha está al alcance de todos: “Para lo cual es de notar que el Verbo Hijo de Dios, juntamente con el Padre y el Espíritu Santo, esencial y presencialmente está escondido en el íntimo ser del alma; por tanto, el alma que le ha de hallar conviénele salir de todas las cosas según la afección y voluntad y entrarse en sumo recogimiento dentro de sí misma” (CB 1,3; cf. LlB 1,15 y pról. 2). Tal presencia reclama soledad, discreción, intimidad o lo que es lo mismo una nueva habilidad del hombre nacida del Espíritu derramado en el corazón.

Siempre ha sido así la presencia de Dios, ahora en la cumbre el místico lo descubre y lo disfruta: “Dios siempre se está así, como el alma lo echa de ver, moviendo, rigiendo y dando ser y virtud y gracias y dones a todas las criaturas, teniéndolas en sí virtual y presencial y sustancialmente, viendo el alma lo que Dios es en sí y lo que en sus criaturas en una sola vista” (LlB 4,7). El teólogo lo explica de este modo: “Y así, lo que yo entiendo cómo se haga este recuerdo y vista del alma es que, estando el alma en Dios sustancialmente, como lo está toda criatura, quítale de delante algunos de los muchos velos y cortinas que ella tiene antepuestos para poderle ver como él es, y entonces traslúcese y viséase algo entreoscuramente (porque no se quitan todos los velos) aquel rostro suyo lleno de gracias” ( Ll 4,7).

La presencia de Dios por amor se experimenta y se expresa del modo más alto en el libro de la Llama al comentar el verso “donde secretamente solo moras”. “Dice que en su seno mora secretamente, porque, … en el fondo de la sustancia del alma es hecho este dulce abrazo. El alma donde menos apetitos y gustos propios moran, es donde él más solo y más agradado y más como en casa propia mora, rigiéndola y gobernándola, y tanto más secreto mora, cuanto más solo. Y así, en esta alma, en que ya ningún apetito, ni otras imágenes y formas, ni afecciones de alguna cosa criada moran, secretísimamente mora el Amado con tanto más íntimo e interior y estrecho abrazo, cuanto ella, como decimos, está más pura y sola de otra cosa que Dios” (LlB 4,14).

De esta presencia se pasa a desear la presencia del cielo. No queda más que desear: “Que, por cuanto está cierto que Dios está siempre presente en el alma, a lo menos según la primera manera, no dice el alma que se haga presente a ella, sino que esta presencia encubierta que él hace en ella, ahora sea natural, ahora espiritual, ahora afectiva, que se la descubra y manifieste de manera que pueda verle en su divino ser y hermosura. Porque, así como con su presente ser da ser natural al alma y con su presente gracia la perfecciona, que también la glorifique con su manifiesta gloria … Y con esa codicia y entrañable apetito, no pudiendo más contenerse el alma, dice: Descubre tu presencia” (CB 11,14).  Divinización, don, gracia, filiación, participación, presencia, unión.

Gabriel Castro

Infierno

Juan de la Cruz usa la palabra infierno nueve veces; infernal, dos veces. Los predicadores de aquel entonces eran muy aficionados a hablar del infierno de los condenados y a atemorizar al auditorio. El Doctor místico se refiere a la distribución cósmica usada en la  Biblia y así habla de “las tres máquinas, celeste terrestre e infernal” (LlB 4,4). Ante las caudalosas corrientes de la fuente que es  Dios, dice que “infiernos, cielos riegan y las gentes” (La Fonte: versos 21-22). Citando el Cantar dirá: “Fuerte es la dilección como la muerte, y dura es su porfía como el infierno” (N 2,19,4; CB 12,9).

Para ponderar las  angustias del espíritu en la  noche oscura toma como término de comparación “los dolores del infierno” (N 2,6,2). Son, de hecho, tan tremendas las pruebas interiores que “le parece al alma que ve abierto el infierno y la perdición” (N 2,6,6). Hay que advertir que no siempre que, en estos casos, dice infierno se refiere al que conocemos como infierno de los condenados, sino al  Purgatorio (N 2,6,6).

La vez que más claramente habla del infierno no se sirve de esa palabra. Anda ponderando la capacidad infinita de las cavernas del sentido, es decir de las potencias del alma, y su sed, su hambre, “su deshacimiento y pena es muerte infinita”. Y precisa: “que, aunque no se padece tan intensamente como en la otra vida, pero padécese una viva imagen de aquella privación infinita, por estar el alma en cierta disposición para recibir su lleno” (LlB 2,22). Creo que la expresión “privación infinita” manifiesta claramente lo que entiende por infierno auténtico.

José Vicente Rodríguez

Imperfecciones

En el ámbito de la vida y de la teología espiritual, la “imperfección”, como la falta, indica algo negativo, en cuanto se contrapone al concepto de perfección. Implica la posible omisión de un bien que, en su contenido o en sus formas, podría ser mejor para alcanzar la perfección. Conviene recordar que Juan de la Cruz identifica  unión con perfección (S arg.) y en algún sentido, toda la situación anterior es imperfección, por cuanto denota una carencia. Desde este punto de vista puede afirmar el Santo que la unión se realizará “sin saber cómo … sin que haga falta” (S 3,2,11). En cuento la carencia puede achacarse a la persona, el Santo habla de la falta en sentido moral, es decir, comportamiento incorrecto y no conforme a lo que Dios quiere, por lo tanto, no conforme al amor verdadero. Intervienen entonces la conciencia y la voluntad; sin consentimiento no se da falta; todo depende de que el alma “advertidamente y conocidamente no consienta con la voluntad en imperfección, y venga a tener poder y libertad para poderlo hacer en advirtiendo” (S 1,11,3). Si el hombre “quisiese alguna imperfección que no quiere Dios, no estaría hecha una voluntad de Dios” (ib.). Quien tiene amor genuino no falta a Dios: “Los amigos viejos de Dios, por maravilla faltan a Dios, porque están ya sobre todo lo que les puede hacer faltar” (Av 6,8). En cambio, “al principio, cuando la unión se va haciendo, el alma no puede dejar de traer grande olvido acerca de todas las cosas … y así hace muchas faltas acerca del uso y trato exterior” (S 3,2,8).

El Señor invita constantemente al alma para entrar en comunión con él: “Allegarme he yo con silencio a ti y descubrirte he los pies porque tengas por bien de juntarme contigo en matrimonio a mí, y no holgaré hasta que me goce en tus brazos” (Av 2,45). Aunque el alma se esfuerce por responder positivamente al amor de Dios, no siempre acierta en la respuesta. De hecho, “las obras que aquí hace por Dios son muchas, y todas las conoce por faltas e imperfectas” (N 2,19,3). Con frecuencia, “el corazón del hombre se ase con flaqueza de afición a los bienes temporales y falta a Dios” (S 3,18,1).

Sabiendo que los espirituales, “como son movidos a estas cosas y  ejercicios espirituales por el consuelo y gusto que allí hallan … tienen muchas faltas e imperfecciones” (N 1,1,3). J. de la Cruz les invita a no pararse en ellas y a seguir adelante en el ejercicio del amor: “Aunque haga faltas en casa, pasar por ellas” (Ct a una Descalza, por Pentecostés de 1590). La pedagogía sanjuanista es sutil y realista a la vez. Recrimina a los espirituales que “tienen en poco sus faltas y otras veces se entristecen demasiado en verse caer en ellas” (N 1,2,5); a los escrupulosos les recuerda que lo importante no es “decir sus faltas y pecados, o que los entiendan” (N 1,2,7), cuanto “con blandura de espíritu y temor amoroso de Dios” (N 1,2,8) seguir esperando en el Señor y proclamar su misericordia. Y esto es necesario hacerlo siempre, en cualquier momento y circunstancia de la vida. Ya que éste es el modo para que “en esta sequedad del apetito se purgue el alma y ya no se enoje con alteración sobre las faltas propias contra sí, ni sobre las ajenas contra el prójimo” (N 1,13,7).

Ante las propias faltas, limitaciones e imperfecciones, J. de la Cruz enseña a vivir confiados a las imprevisibles, pero seguras, iniciativas del Espíritu Santo (S 2,1,5). Es verdad que “puede haber muchas virtudes con hartas imperfecciones” (S 3,22,2), razón por la cual “pone Dios en la noche oscura a los que quiere purificar de todas estas imperfecciones para llevarlos adelante” (N 1,2,8; 1,8,3). Entre las normas de comportamiento frente a las imperfecciones habituales el Santo apunta: “No ames a una persona más que a otra … y si esto no guardas, no sabrás … librarte de las imperfecciones que esto trae consigo” (Ca. 6); “no mirar imperfecciones ajenas, guardar silencio y continuo trato con Dios, desarraigarán grandes imperfecciones del alma y la harán señora de grandes virtudes” (Av 2,39). Si se vive así, “mirando sólo a Cristo” y “no imitando modelos de hombres”, “quedan muertos los apetitos imperfectos que le andaban quitando la vida espiritual” (LlB 2,31). Y ello, porque “todo se vuelve en amor y alabanzas, sin toque de presunción ni vanidad, no habiendo ya levadura de imperfección que corrompa la masa” (LlB 1,31). La lucha contra faltas e imperfecciones tiene su recompensa incluso en el plano humano: “El alma … purgada de las imperfecciones … siente nueva primavera en libertad” (CB 39,8), es decir, “la posesión de paz y tranquilidad” (CB 20,11).

Aniano Álvarez-Suárez

Iluminación

Aunque este término técnico de la  teología mística no reviste en J. de la Cruz la importancia que en otros autores ni entre los tratadistas escolásticos (cf. DS s.v.) no carece de interés. En el plano espiritual, el vocablo alude, más que a la acción de iluminar o esclarecer, al efecto o recepción de la luz interior, generalmente en la inteligencia. J. de la Cruz asume como punto de referencia un texto bíblico frecuentado por él, a saber: “La noche será mi iluminación en mis deleites” (Sal 138,11). Le sirve siempre para establecer conexión entre  noche, fe y contemplación. La primera interpretación del salmo suena así: “En los deleites de mi pura contemplación y unión con Dios, la noche de la fe será mi guía; en lo cual claramente da a entender que el alma ha de estar en tiniebla para tener luz para este camino” (S 2,3,6; cf. CB 39,13).

La iluminación se sitúa así en la conocida antítesis sanjuanista oscuridad-noche-fe, contemplación-luz. Dos son los aspectos más importantes del pensamiento sanjuanista sobre la iluminación: su presencia y función en las distintas etapas del proceso espiritual y su explicación doctrinal.

a) Acepciones y funciones. La más genérica y habitual identifica la iluminación con la luz del conocimiento proveniente de una gracia divina. En sentido activo coincide sustancialmente con comunicación divina recibida pasivamente por el  alma, lo mismo que el que tiene “los ojos abiertos, que pasivamente sin hacer él más que tenerlos abiertos, se le comunica la luz”. Es un conocimiento especial, de tipo intuitivo: “Este recibir la luz que sobrenaturalmente se le infunde, es entender pasivamente, pero dícese que no obra, no porque no entienda, sino porque entiende lo que no le cuesta su industria, sino sólo recibir lo que le dan, como acaece en las iluminaciones e ilustraciones o inspiraciones de Dios” (S 2,15,2).

Así entendida la iluminación coincide radicalmente con la  “teología mística” o “ciencia secreta” por la cual se adquiere un conocimiento de las verdades divinas “sobre la capacidad natural” (N 2,17,6-7). La iluminación puede considerarse también efecto de las visiones y revelaciones: “El efecto que hacen en el alma es quietud, iluminación, alegría a manera de gloria … humildad e inclinación o elevación del espíritu en Dios” (S 2,24,6).

Naturalmente, las iluminaciones divinas se ordenan y orientan a un mayor y mejor conocimiento de los misterios de Dios y, consiguientemente, al aumento de su amor. En esta línea no hay límites definitivos en esta vida, aunque en el estado de  unión transformante o  matrimonio espiritual parezca que no cabe ulterior desarrollo en este aspecto. Siempre existe capacidad para nuevas iluminaciones e ilustraciones: Aunque “en sabiduría no se le añade nada –al alma– no quita por eso que no pueda en este estado tener nuevas ilustraciones y transformaciones de nuevas noticias y luces divinas; antes son muy frecuentes las iluminaciones de nuevos misterios que al alma comunica Dios en la comunicación que siempre está hecha entre él y el alma” (CA 36,4, ausente en CB).

b) Iluminación, vía iluminativa. Coincide en este sentido con la etapa o período intermedio de la vida espiritual, colocado entre la  vía purgativa y la vía unitiva. Como si la “iluminación” fuese algo característico de la vía iluminativa. En más de una ocasión intercambia ambas expresiones: “A los que comienzan a entrar en estado de iluminación y perfección” (CB,14-15,21). No faltan textos en que el uso es ambiguo, como en el siguiente: “Según la proporción de la pureza será la ilustración, iluminación y unión del alma con Dios, en más o en menos” (S 2,5,8).

Resulta clara la identificación cuando se empareja con el estado de  “aprovechados”, coincidente siempre con la vía iluminativa. Una vez sosegada y mortificada la sensualidad por medio de la “noche de la  purgación sensitiva”, sale el alma “a comenzar el camino y vía del espíritu, que es de los aprovechantes y aprovechados, que, por otro nombre, llaman vía iluminativa o de contemplación infusa” (N 1,14,1; cf. N pról.).

La coincidencia fundamental no es impedimento para que en algún caso considere la iluminación como algo peculiar dentro de la vía iluminativa. Ciertos temores del alma, ante la irrupción inesperada de lo divino en ella, son propios de “los que comienzan a entrar en estado de iluminación o perfección” (CB 14-15,21). De índole diferente son las penas dolorosas que afligen en determinados momentos a “las profundas cavernas del sentido”: intolerable sed, hambre y ansia del sentido espiritual. “Este tan grande sentimiento comúnmente acaece hacia los fines de la iluminación y purificación del alma, antes que llegue a unión, donde ya se satisfacen” (LlB 3,18).

c) Iluminación y purificación. Apunta en el texto anterior otro aspecto importante de la iluminación: es su papel o función en el proceso purificativo, no entendido éste como el primer período del itinerario espiritual, sino como proceso global de catarsis urgido por la unión con Dios. Puede llamarse también aspecto místico de la iluminación. Está implicado en el mismo toda la problemática de la  contemplación o teología mística en la doble función de purificar-oscureciendo e iluminar. Bien conocida la teoría sanjuanista, bastará recordar aquí estrictamente lo tocante a la iluminación, supuesta la doctrina relativa a la fe-noche-luz-contemplación.

El pensamiento del Santo está formulado en el texto siguiente: “La luz de Dios que al ángel ilumina, esclareciéndole y suavizándole en amor, por ser puro espíritu, dispuesto para la tal infusión, al hombre por ser impuro y flaco, naturalmente le ilumina … oscureciéndole, dándole pena y aprieto, como hace el sol al ojo legañoso y enfermo, y le enamora apasionada y aflictivamente hasta que este mismo fuego de amor le espiritualice y sutilice, purificándole hasta que con suavidad pueda recibir la unión de esta amada influencia a modo de los ángeles, y ya purgado” (N 2,12,4; cf N 2,8,4).

Es la versión de la idea tantas veces repetida de que la contemplación divina producen en el alma dos efectos principales: “Porque la dispone purgándola e iluminándola para la unión de amor de Dios” (N 2,5,1). Aunque ilumine puede llamarse “oscura”, no porque lo sea en sí misma, sino porque “la Sabiduría divina es noche y tiniebla”, y por la “bajeza e impureza” del alma (ib. n. 2).

Es digno de notar que J. de la Cruz explica la misteriosa iluminación divina asumiendo la teoría del Pseudo Dionisio  Areopagita, según la cual la luz divina llega al hombre a través de los ángeles y bienaventurados: “La misma Sabiduría amorosa purga e ilumina a las almas santas y a los ángeles” (N 2,12,3). Sólo existe una diferencia: “que allá se limpian con fuego, y acá se limpian e iluminan sólo con amor” (N 2,12,1). El proceso descendente de la divina iluminación se describe así: “La misma Sabiduría de Dios que pagó a los ángeles de sus ignorancias, haciéndoles saber, alumbrándolos de lo que no sabían” va “derivándose desde Dios por las jerarquías primeras hasta las postreras, y de ahí a los hombres … porque de ordinario las deriva por ellos, y ellos también de unos en otros sin alguna dilación, así como el rayo del sol comunicado de muchas vidrieras ordenadas entre sí” (N 2,12,3).

A tenor de esta teoría y del símil de la vidriera, “los espíritus superiores y los de abajo, cuanto más cercanos están a Dios, más purgados están y clarificados con más general purificación”; por consiguiente, “los postreros recibirán esta iluminación muy más tenue y remota”. Al hombre, “que está el postrero” se viene “derivando esta contemplación de Dios amorosa”, y la ha de recibir “a su modo, muy limitada y penosamente” (ib. n. 4).

La limitación y la pena son debidas a la situación del alma no suficientemente purificada, ya que la misma iluminación divina es más intensa y deleitosa cuando la catarsis es perfecta. Se produce a veces en el alma una “iluminación de gloria”, “que es cierta conversión espiritual a ella en que Dios la hace ver y gozar de por junto un abismo de deleites y riquezas que ha puesto en ella”. Algo parecido, dice el Santo, como cuando el sol “de lleno embiste en la mar, que esclarece hasta los profundos senos y cavernas y parecen las perlas y venas riquísimas de oros y otros minerales preciosos” (CB 2021,14). Si se tiene en cuenta la asimilación fundamental de la iluminación a la contemplación, resulta sencillo comprender la diferencia de efectos que la atribuye el Santo.

Eulogio Pacho

Huerto ameno

El topos de la lírica se traslada en la poesía sanjuanista al ámbito de la mística por una especie de contrafactum presente en la tradición exegética del Cantar de los Cantares. Se inserta así dentro del simbolismo nupcial, como sucede en J. de la Cruz. Arrancando del texto bíblico, el encuentro definitivo de los amantes, Dios-Cristo y el alma se produce en dos lugares simbólicos: en el “ameno huerto deseado” y en la “interior bodega”. En el del Cántico forman sendos bloques poéticos paralelos para cantar y describir la celebración del matrimonio espiritual. Cambian de lugar o colocación entre el CA y el CB. En la primera redacción está antes el ciclo poético de la  “interior bodega” (1719), luego el del “ameno huerto deseado” (27-28); en el CB se invierte el orden: el “ameno huerto” (22-23), la “interior bodega” (26-28). Conviene no olvidar que el simbolismo del “huerto”, ameno y florido, no es exclusivo de ese bloque poético. Aparece explícitamente en la estrofa que comienza “Detente cierzo muerto” (CA 26/CB 17), e implícitamente en otras. Comparando los diversos textos se comprueba una extraña ambivalencia en el sentido metafórico de este sintagma. No siempre resulta fácil establecer su equivalencia concreta. Dos son las más frecuentes y representativas.

a) Huerto: alma esposa. Es la equivalencia mejor definida y más reiterada. Arranca en J. de la Cruz del texto bíblico: “Mi hermana es huerto cerrado y fuente sellada” (Cant 4,12), citado explícitamente en varios lugares (S 3,3,5; CB 20,18). Para él, la identificación “hermana”-alma esposa resulta natural. Escribe al comentar el verso “aspira por mi huerto”: “El cual huerto es la misma alma … Aquí la llama también huerto, porque en ella están plantadas y nacen y crecen las flores de las perfecciones y virtudes” (CB 17,5). Es la idea desarrollada luego ampliamente (CB 24, 5-6).

El alma es, pues, un huerto florido de virtudes adquiridas e infusas que están en el alma “como flores en cogollo cerradas en el huerto, las cuales algunas veces es cosa admirable de ver abrirse todas, causándolo el  Espíritu Santo, y dar de sí admirable olor y fragancia en mucha variedad” (CB 24,6; cf. 17,5-6). La figura del alma, “huerto de flores-virtudes” se extiende en una amplia alegoría simbólica en la que el viento frío-cierzo (la  sequedad espiritual) “seca y marchita las flores y plantas”, las virtudes del  alma (CB 17,3); por ello ésta pide que corra el “aire apacible” –el austro– “que hace germinar las yerbas y plantas” (ib. 4), y que está simbolizado en el Espíritu Santo (ib. 6). Se cierra el comentario de la estrofa aduciendo en su confirmación el texto de Cant 6,1-2, donde el Amado desciende al huerto y se apacienta entre los lirios (CB 17,10).

Huerto: Cristo Esposo. Apoyándose en otro texto del mismo libro sagrado, J. de la Cruz invierte simbólicamente los términos. En lugar del alma  esposa, es Cristo Esposo el que se convierte en el “ameno huerto deseado”. Es el Esposo Cristo quien invita al alma esposa a entrar en el “lugar ameno” para celebrar las bodas: “Ven y entra en mi huerto, hermana mía, esposa, que ya he segado mi mirra con mis especias olorosas”. Y comenta el Santo: “Llámala hermana y esposa, porque ya lo era en el amor y entrega que había hecho de sí antes que llegase a este estado de matrimonio espiritual”, precisamente porque él le había comunicado los deleites y grandezas del mismo, es decir, “en sí mismo a ella; y por eso él es ameno y deseado huerto para ella” (CB 22,6).

La virtualidad del simbolismo nupcial permite esta transmutación de referencias, pero en el caso presente actúa además el contenido espiritual desvelado por el comentario sanjuanista. La igualdad de amor alcanzada en el matrimonio espiritual hace que todo sea común entre Dios y el alma, por eso pueden intercambiar sus papeles en el diálogo místico. La entrada en el “ameno huerto deseado” equivale a una total  transformación y  divinización del alma. Eso es el entrar en el huerto: “Transformado se ha en su Dios, que es el que aquí llama huerto ameno, por el deleitoso y suave asiento que halla el alma en él” (CB 22,5).

El contenido espiritual guardado en el “ameno huerto” está sintetizado así: “A este huerto de llena transformación, el cual es ya gozo y deleite y gloria de matrimonio espiritual, no se viene sin primero pasar por el desposorio espiritual y por el amor leal y común de desposados; porque después de haber sido el alma algún tiempo Esposa en entero y suave amor con el Hijo de Dios, después la llama Dios y la mete en este huerto florido suyo a consumar este estado felicísimo del matrimonio consigo, en que se hace tal junta de las dos naturalezas y tal comunicación de la divina a la humana, que, no mudando alguna de ellas su ser, cada una parece Dios, aunque en esta vida no puede ser perfectamente; aunque es sobre todo lo que se puede decir y pensar” (CB 22,5).

Basta una somera comparación con la estrofa 26 para comprobar que ésta es la misma realidad descrita bajo el símil de la  “interior bodega”, con cita explícita de Cant 2,4. Aunque la “bodega” se dice ser “el último y más estrecho grado de amor en que el alma puede situarse en esta vida”, tal grado de amor es el mismo amor de Dios, “lo cual es beber el alma de su Amado su mismo Amor, infundiéndoselo su Amado” (CB 26,7). Dios, esposo amado, es para el alma indistintamente “ameno huerto” e “interior bodega”.

Eulogio Pacho

Honra

El problema de la honra, tal como agobió a la sociedad y a los escritores coetáneos del Santo, no parece haber penetrado en el espacio existencial de fray Juan de la Cruz: ni en los pliegues de su psicología, ni en su ideario y magisterio espiritual. En cambio, es para él un dato importante la honra y gloria de Dios, que revierten en honra y gloria del hombre

a. En el frágil marco de su cuadro familiar, no parece que fray Juan haya tenido complejos en razón de la pobreza de su hermano  Francisco, ni por las estrecheces económicas de su madre. Ambos presentes y notoriamente queridos por aquél, incluso cuando pudo verse encumbrado a ciertos puestos de prestancia social, por ejemplo como superior de  Segovia. Ni parece que el desgarro familiar causado por el matrimonio, socialmente desigual, de sus padres haya inducido traumas o problemas en la textura anímica de fray Juan adulto. Tampoco resulta de su biografía que él haya intentado replegar y escudarse en los títulos más o menos blasonados de su ascendencia paterna.

Por otro lado, en la no muy numerosa galería de amigos, dirigidos y bienhechores suyos, comparecen indistintamente ricos y pobres, hidalgos y plebeyos. En contraste con el paisaje social de la  Madre Teresa, superpoblado de teólogos universitarios, de obispos, duques y damas de la nobleza hasta lo más encumbrado de las cortes de  Madrid y de  Lisboa, el hábitat de fray Juan es más sobrio y menos selecto, diríase más equilibrado en cuanto a integrantes sociológicos. Pero sin rastro, en todo ello, del asendereado problema de la honra.

b. En sus libros e ideario, es igualmente sobrio y aséptico el vocabulario concerniente a ese problema. No hay en él alusiones a la “limpieza de sangre”: fray Juan hablará de “limpieza del alma”, de “limpieza bautismal”, o de “la espiritual limpieza de alma y cuerpo” (S 3,23,4; cf. N 1,13,6). No hay alusiones al “linaje” o a la “nobleza”, dos vocablos ausentes de su léxico. Alguna, rara, mención de los “nobles” carece de referencia al correspondiente estamento social: se recuerda a “los nobles de Sión” (S 3,22,3), pero alegando el texto de Lm 4, 1-2; y en el prólogo de Llama se dirige a la “noble señora” destinataria del poema. En todos los casos, sin que pueda percibirse un eco o un tenue reflejo de la problemática sociológica ambiente.

Como es sabido, estrechamente vinculado al tema de la “limpieza de sangre” está el “problema judío”. En Cántico y en Llama hay sendas alusiones a ellos, a los judíos. En CB 18,4, glosando el verso “¡Oh ninfas de Judea…!”, escribe: “Judea llama a la parte inferior del alma, que es la sensitiva. Y llámala Judea, porque es flaca y carnal y de suyo ciega, como es la gente judaica”. Igualmente, en LlB 2,31, a propósito del verso “y toda deuda paga” en el contexto simbólico de la Reina Ester: “En lo cual no solamente queda pagada, mas aun quedan muertos los judíos sus enemigos, que son los apetitos imperfectos que la andaban quitando la vida espiritual, en que ya ella vive según sus potencias y  apetitos”. Con todo y aun teniendo en cuenta lo negativo del simbolismo utilizado por el Santo, ninguno de los dos pasajes parece tener nada que ver con el problema histórico vivido por aquella sociedad española.

c. En el ideario y magisterio del Santo, el concepto de “honra” sólo media docena de veces tiene referencia profana o histórica: “tantas honras perdidas…” (S 3,22,3; cf. ib. 28, 5; CB 34,5; Cuatro Avisos, 3). Prevalece, en absoluto, su acepción teológica: “honra de Dios”; y mística: honra de  Dios que revierte sobre el  hombre y se vuelve “honra y gloria del hombre”.

En el caso primero (acepción teológica) se trata de un “topos” bíblico y patrístico o litúrgico, expresado en el díptico “honra y gloria de Dios” sobre la base del texto paulino: “soli Deo honor et gloria in saecula saeculorum” (1 Tim. 1, 17; cf. Eccl 5, 15; Rom 16, 17 etc.), que el Santo utiliza para dar fin al comentario de la Llama e igualmente a la glosa del Cántico: “Al cual sea honra y gloria in saecula saeculorum. Amen” (LlB 4,17 y CB 40,7). “Honra y gloria”, porque él no utiliza el término “honor”. Para él, la honra y gloria de Dios es la finalidad suprema de toda existencia humana. Ya en el dibujo del “Monte Carmelo” había etiquetado la cima: “Sólo mora en este monte / la gloria y honra de Dios”. Por eso en la vida espiritual rige la consigna, tantas veces reiterada, de ordenarlo, gustarlo o gozarlo todo subordinándolo a ese objetivo final: “Procure en todas las cosas la mayor honra y gloria de Dios” (Grados de Perfección, 4). “De manera que el alma no se goce sino de lo que es puramente gloria y honra de Dios, ni tenga esperanza de otra cosa, ni se duela sino de lo que a esto tocare” (S 3,16,2; cf. ib 17,2). Lo mismo en el Cántico: “De aquí podrá bien conocer el alma si ama a Dios puramente o no; porque, si le ama, no tendrá corazón para sí propia ni para mirar su gusto y provecho, sino para honra y gloria de Dios, y darle a El gusto” (CB 9,5). Dará en ese sentido la versión de la promesa de Jesús en Mt 18, 20: “donde estuvieren dos o tres juntos para mirar lo que es más honra y gloria de mi nombre, yo estoy allí en medio de ellos” (S 2,22,11).

d. En el plano místico, no alega fray Juan el clásico texto de san Ireneo: “gloria hominis Deus” (Adversus Haereses, 3, 20). Pero será ésa una de las ideas de fondo de su doble glosa al Cántico y a la Llama. No sólo en la vida celeste, sino también aquí en la tierra, la gloria de Dios vierte gloria y honra sobre la vida del hombre. Será ése uno de los efectos inmediatos de la unión del alma a El. Ya en el  desposorio, “comunica Dios al alma grandes cosas de sí, hermoseándola… y vistiéndola de conocimiento y honra de Dios, bien así como a desposada en el día de su desposorio (CB 14,2). Y más adelante: “Mucho se agrada Dios en el alma a quien ha dado su gracia … y ella está con El engrandecida y honrada… Porque el alma que está subida en amor y honrada acerca de Dios, siempre va alcanzando más amor y honra de Dios…” (CA 24,5). Así también, desde las primeras líneas de Llama: “Sintiéndose ya el alma toda inflamada en la divina unión, y ya su paladar todo bañado en gloria y amor, y que hasta lo íntimo de su substancia está revertiendo no menos que ríos de gloria… Y aquella llama, cada vez que llamea, baña el alma en gloria y la refresca en temple de vida divina” (1,1.3). Pero aquí en la Llama el binomio “honra y gloria” se ha trocado ya en “amor y gloria” (ib. 1,28; 3,68).

Todos esos duplicados –“honra y gloria”, “amor y honra” (CA 24,5), o “gloria y amor” (Llama)– están indicando hasta qué punto lo divino se vuelve determinante de lo humano en el proceso de  transformación mística diseñado por el Santo.

Tomás Álvarez

Hombre

El hombre es una de las realidades más amplia y hondamente tratadas por J. de la Cruz. Igual que el hombre paulino (Rom 7,14ss), aparece como un ser concreto, histórico, con grandes aspiraciones y múltiples limitaciones. Responde a la descripción del Concilio Vaticano II: “A fuer de criatura, el hombre experimenta múltiples limitaciones; se siente, sin embargo, ilimitado en sus deseos y llamado a una vida superior” (GS 10). Es precisamente esa tensión interior y la llamada a la unión con Dios la que centra su mirada antropológica.

Contempla al hombre en su realidad más profunda y en su totalidad; no se detiene en aspectos periféricos, sino que va a lo hondo de su ser. Tampoco le interesa el hombre fraccionado o bajo aspectos parciales, sino en su integridad. Busca siempre el sentido último y global de su existencia. Esta se despliega en un arco maravilloso, que, desde su condición humana y finita, le abre al horizonte de la trascendencia y al encuentro definitivo con Dios. Este es el hombre concreto y existencial, sobrio y desprendido pero lleno de dignidad, en tensión antropológica, que fue J. de la Cruz y que él mismo describe en su itinerario espiritual como ser encarnado y trascendente, vocacionado teologalmente a la comunión con Dios, y también con vocación de servicio.

Esta condición humana, descrita en sus obras, antes que objeto de estudio es un proyecto existencial, que J. de la Cruz encarnó en su propia vida. No se puede comprender lo que dice sobre el hombre, sino a partir de lo que él fue como hombre, esto es, del proyecto de vida encarnado por él en su historia personal. Esto explica la articulación de nuestro estudio en dos partes. En la primera, recorriendo muy someramente las grandes etapas de su vida, tratamos de fijar sus coordenadas antropológicas fundamentales. En la segunda, siguiendo el proceso de maduración del hombre en camino hacia la meta, tratamos de descubrir los rasgos antropológicos esenciales del ser humano, retratado por J. de la Cruz en sus escritos.

I. El hombre que fue Juan de la Cruz

Las biografías nos presentan a J. de la Cruz con su personalidad humana, rica y polivalente, dominada por el sentido de lo humano y de lo divino, armónicamente integrados. Son numerosos los testimonios que nos lo describen como hombre afable, sereno, delicado, solícito, agradecido… y enamorado de Dios. “Hombre celestial y divino”, como lo retrató  S. Teresa de Jesús. Esta sólo le trató durante quince años, de 1567 a 1582. No llegó a verle en la plenitud de su madurez humana y espiritual, que fueron los últimos diez años de su vida. Sin embargo, nos ha dejado un testimonio precioso, que le retrata en su personalidad más honda.

El P. Tomás Álvarez ha hecho un estudio del testimonio teresiano, que resulta imprescindible para el conocimiento de la figura del Santo. Recogemos aquí uno de sus párrafos: “En una especie de cinta corrida, la Madre Teresa lo va presentando como joven decidido y emprendedor, como director espiritual lleno del ‘espíritu de nuestro Señor’, como escritor primerizo, hombre fiel en la prueba, sin quiebras en la amistad, apto para el gobierno, de aguante en el sufrimiento y ‘con caudal para el martirio’; pero sobre todo como hombre de experiencia espiritual, ‘muy espiritual y de grandes experiencias y letras’, ‘hombre celestial y divino’, ‘harto santo’, ‘el santico de fray Juan’, ‘es una gran pieza’, ‘pocos como él’, etc.” (Tomás Álvarez, “La Madre Teresa habla de fray Juan de la Cruz”, en AA. VV., Experiencia y pensamiento en San Juan de la Cruz, Madrid 1990, 401-402).

Es un testimonio que refleja la madurez humana y espiritual de fray Juan. ¿Pero cómo se fue fraguando su personalidad? Destacamos, desde un punto de vista antropológico, tres aspectos: su condición pobre y humilde, que hace de él un “hombre sin atributos”; su descubrimiento de Dios como lo verdaderamente real, el único “atributo” del que puede alardear; su entrega incondicional al plan de Dios y al servicio del hombre, que hacen de su vida uno de los mayores “tributos” o canto al Espíritu y al mismo ser humano, en su más profunda identidad.

1. “EL HOMBRE SIN ATRIBUTOS”. La expresión es del escritor vallisoletano, José Jiménez Lozano, en su intervención en el Congreso Internacional Sanjuanista de 1991 (El hombre sin atributos, en Actas del Congreso II, 19-32).

Quiere destacar un dato real de la vida de fray Juan, aunque esté poco documentado y se encuentre en cierto sentido sublimado en sus biografías; es su condición real de pobre, de una familia que lucha por la supervivencia, en éxodo de  Fontiveros a  Arévalo, pasando por tierras toledanas, hasta recalar en  Medina del Campo. Es el camino de éxodo que trazará más tarde en la Subida del Monte Carmelo y en el poema de la Noche: “En una noche oscura…, salí sin ser notada estando ya mi casa sosegada”.

El “status” social de la familia de fray Juan es el de “pobre”, “pobre por Dios”, “pobres sin historia”, sin nombre y apellidos, que sólo figuraban en la inscripción del libro de bautizos o de matrimonios o de difuntos, pero cuya fe les revestía de una dignidad especial, esperando en último término sentarse junto a Agustín de Tagaste, Jerónimo o la misma Reina de los cielos.

Los padres de fray Juan, Gonzalo de Yepes y Catalina Álvarez, se instalaron “en los arrabales” de Fontiveros. Posteriormente, muerto el padre (1543), Catalina con sus hijos, se traslada a Fontiveros (1548). Aquí viven también en el barrio extramuros, donde habitan “gentes de oficios modestos y hortelanos cuyos hijos apadrinan los Yepes que también tienen un oficio semejante: burateros o tejedores, y la misma vida invisible”. Son las capas sociales más pobres, “los invisibles”, los que no tienen historia, los sin atributos.

José Jiménez Lozano quiere “enfatizar ese dato de la niñez y adolescencia de Juan de la Cruz en la pobreza, no sólo porque es de un grosor decisivo en la vida y el pensamiento del Santo, como muy bien vio Baruzi, sino para mostrar un atributo de esta pobreza que nos sitúa en su concreta realidad histórica: su mudejarismo” (ib. 23). Es sólo un dato antropológico y cultural que –según Jiménez Lozano– no se puede extrapolar, como pretenden Asín Palacios o Luce LópezBaralt, hasta el extremo de ver en él las influencias de su doctrina mística o de sus símbolos: “Mi propósito es a la vez más modesto y ambicioso: el de preguntarme por el perfil antropológico de Juan de la Cruz, un mudéjar o morisquillo no porque guste del agua, de la umbría y de la huerta, sea tan fácil de pisotear y muy moreno o haga oración sentado en el suelo sobre sus rodillas…, sino porque es un pobre: un hombre sin atributos e invisible. Tal es lo profundo y primigenio de su biografía, y eso es lo que seguirá estando en ella, en su doctrina mística, en su visión del mundo y en su actitud ética y estética” (ib. 25).

Coherente con esta actitud, cuando estudiaba y trabajaba en el Hospital de las Bubas de Medina, no aceptará la propuesta del administrador del hospital, que le ofrecía atributos y visibilidad para su vida, esto es, “hacer la carrera y conseguir la estabilidad económica y la respetabilidad social: un confortable ‘status’ y un nombre, y quizás, al final, los honores… Pero dio un ‘no’ por respuesta, y escogió el camino del escondimiento en una orden religiosa que, por otra parte, distaba de tener prestigio mundanal o religioso, en el otro mundo de la Iglesia” (ib. 26).

2. DIOS, LO “REAL ULTIMO”, SU ÚNICO “ATRIBUTO”. Dentro del Carmelo (de la Antigua Observancia), se le ofrece una segunda oportunidad de alcanzar los atributos del saber, cursando estudios en Salamanca. Aquí se fraguó su personalidad intelectual. Y de allí volvió convertido en el “Senequita” de S. Teresa, que no gustaba precisamente de semiletrados. La Santa quedó fascinada en su primer encuentro con él. Pero la época salmantina fue también la de mayor “mundanidad” en su vida, sobre todo en el ámbito cultural, que le tocaba más de cerca: “Todo ese universo salmantino con su ruido de luchas y sus encandilamientos para el corazón y el intelecto, y su dramatismo final, nos permiten medir de algún modo lo que para Juan de la Cruz fue aquella su travesía en el acopio de saber, que inevitablemente estuvo rodeada de mundo y de la relucencia de los atributos del mundo y del poder culturales” (ib. 27).

Baruzi habla de la experiencia de  Salamanca como una especie de conversión o descubrimiento del camino que le conducía más directamente a “no querer ser algo en nada” (S 1,13,6.11). Es en este capítulo del libro primero de Subida donde J. de la Cruz ha formulado de manera más vigorosa su doctrina de la desnudez y el desasimiento, imitando así a Jesucristo, “el cual en esta vida no tuvo otro gusto, ni le quiso, que ‘hacer la voluntad de su Padre’” (ib. 4). Y comenta: “En esta desnudez halla el espiritual su quietud y descanso, porque no codiciando nada, nada le fatiga hacia arriba y nada oprime hacia abajo, porque está en el centro de la humildad” (ib. 13).

Fue precisamente a la vuelta de Salamanca cuando le confiesa a la Madre Teresa su propósito de irse a la Cartuja; quería enterrar en ella todo ese mundo de la “frailería y estudio”; le parecía a él demasiada mundanidad, “demasiados atributos o promesa de ellos”. Le parecía también insuficiente el retiro y el desprendimiento que había encontrado en el Carmelo. Es entonces cuando Teresa de Jesús le presenta el proyecto de la Reforma entre los frailes.

En este desprendimiento del mundo y de sus atributos lo que guía a J. de la Cruz no es el rechazo del mundo en cuanto tal, sino la búsqueda de lo Único Absoluto, de lo Real Ultimo, del Solo Atributo de su vida: Dios. Esta es la meta que orienta sus pasos y el objetivo que se propone en todos sus escritos: la unión con Dios. Comenta a este propósito Jiménez Lozano: “La doctrina de la desposesión y el olvido, de la circuncisión y negación, no es en Juan de la Cruz una ascesis determinada por un ‘odium mundi’ u ‘odium carnis’, ni una doctrina nihilista. Es un colosal esfuerzo epistemológico o de conocimiento de lo real, en primer lugar, y luego, el establecimiento del hombre en esa realidad. Juan no niega ningún valor, ni odia al mundo, ni al hombre: dice simplemente que sin desposesión y olvido el hombre está lleno de atributos que son mancha, cadena, obstáculo e impedimento de abrirse a lo Real Ultimo y de conocer realmente en su realidad el mundo y toda aquella criatura que sólo el encuentro con ese Real Ultimo ilumina y muestra y entrega en su verdad” (ib. 29).

Embarcado en la Reforma teresiana ( Duruelo 1568), fray Juan continúa su camino de desposesión del mundo y de búsqueda de Dios; es el camino de la “nada” para llegar al “todo”, característico de su espiritualidad. Es el mismo camino que comienza a enseñar a los frailes en  Mancera, Pastrana, Alcalá y a las monjas en la Encarnación de  Ávila. Durante cinco años (15721567), a ruegos de la Madre Teresa, ejerce aquí su ministerio de confesor, hasta que el 2 de diciembre es apresado por los Calzados y conducido a  Toledo, donde permanecerá ocho meses en la cárcel conventual.

Aquí el desprendimiento de todos los atributos humanos es total. Su único atributo es Dios. Y Dios en la comunicación más íntima de su misterio, que ilumina la oscura noche de la cárcel toledana y llena de luz y colorido su vida. Así llegó fray Juan a descubrir la realidad más honda de su ser y a instalarse en ella; así surgió el poema más bello de la lírica española, que es un canto a la hermosura de Dios y de las criaturas: el poema del Cántico espiritual.

Es significativo el título con que Federico Ruiz describe este hecho central en la vida de J. de la Cruz: “Noche y aurora. Transfiguración en Toledo” (Dios habla en la noche, 157-188). Fue realmente una transformación maravillosa, una profunda vivencia mística y poética: “Por una extraña reacción, las privaciones del calabozo le provocan exuberancia mística y poética. Será por ley de compensación, o porque la desnudez de espíritu deja al descubierto los manantiales más hondos de energía interior” (ib. 171). A propósito del poema, comenta: “En condiciones de estrechez, oscuridad, parálisis, malos olores, ‘en una tumba’, ha compuesto el poema con mayor sensación de espacio ancho, paisaje, movimiento, perfume, de la poesía española” (ib. 172). Recoge también la interpretación que de la cárcel dio posteriormente el mismo fray Juan en tres planos: Generosidad divina: ‘Una sola merced de las que Dios allí me hizo no se puede pagar con muchos años de carcelilla’. Actitud personal: ‘No piense otra cosa sino que todo lo ordena Dios; y adonde no hay amor, ponga amor y sacará amor’. Responsables de los hechos: ‘Obraban así, porque pensaban que acertaban’” (ib. 174).

3. SU “CANTO” AL ESPÍRITU Y AL SER DEL HOMBRE. Su vivencia mística y poética en la cárcel toledana se traduce en un “canto” al Espíritu y al ser del hombre, que se prolongará en su intensa actividad y fecundo magisterio, ejercido durante los diez años que reside en Andalucía (1578-1588). La purificación interior de la noche tensó su espíritu y puso al descubierto los manantiales más hondos de su energía interior. Así interpretan los sanjuanistas la experiencia vivida por el Santo durante los nueve meses de prisión. El despojo allí sufrido es lo más parecido a esa “tempestuosa y horrenda noche” (N 2,7,3), descrita por él mismo en el segundo libro de la Noche y que va unida a la experiencia de unión con Dios. Según estos estudios, allí habría tenido lugar el matrimonio espiritual. De lo contrario, no se explicaría ni la resistencia de fray Juan ante las “horribles” pruebas físicas y morales, ni el sentido del poema del Cántico espiritual, ni el motivo de su huida de la cárcel en una noche de mediados de agosto de 1588.

El Santo había descubierto el rostro de Dios, que buscaba desde su tierna infancia; se había encontrado con la Realidad del misterio y no podía guardárselo para sí: tenía que comunicarlo a los demás. “Habiendo llegado al descubrimiento del rostro del Absoluto –dice Morel–, el místico descubre también con renovado vigor la tarea que le aguarda en el mundo, que es la de guiar a los otros seres para que despierten del sueño que les tiene cautivos y se abran a la Realidad” (Le sens de l’existence I, 110). Por eso dice él que no resulta temerario afirmar que la resolución de abandonar la cárcel obedecía en gran parte a “su deseo de ayudar a los otros” y también a la obra de la Reforma, que se siente amenazada.

El camino será el mismo que había seguido hasta aquí, iluminado ahora por la experiencia de noche y de unión. Será el camino hacia la cima del Monte Carmelo, el camino de las “nadas” para llegar al “Todo”, el descubrimiento de la Realidad Absoluta fundamento del ser, el camino hacia el encuentro con Dios en el matrimonio espiritual, donde Dios se comunica en el más puro espíritu: “Más propio y ordinario le es a Dios comunicarse al espíritu que al sentido” (S 2,11,2).

Enseñará también a sus discípulos a despojarse de todos los atributos humanos para revestirse de los atributos divinos: “porque, siendo él omnipotente, hácete bien y ámate con omnipotencia; y siendo sabio, sientes que te hace bien y ama con sabiduría; y siendo infinitamente bueno, sientes que te ama con bondad; y siendo santo, sientes que te ama y hace mercedes con santidad; y siendo él justo, sientes que te ama y hace mercedes justamente; siendo él misericordioso, piadoso y clemente, sientes su misericordia y piedad y clemencia; y siendo fuerte y subido y delicado ser, sientes que te ama fuerte, subida y delicadamente; y como sea limpio y puro, sientes que con pureza y limpieza te ama; y, como sea verdadero, sientes que te ama de veras; y como él sea liberal, conoces que te ama y hace mercedes con liberalidad sin algún interese, sólo por hacerte bien; y como él sea la virtud de la suma humildad, con suma bondad y con suma estimación te ama, e igualándote consigo, mostrándosete en estas vías de sus noticias alegremente, con este su rostro lleno de gracias y diciéndote en esta unión suya, no sin gran júbilo tuyo: Yo soy tuyo y para ti, y gusto de ser tal cual soy por ser tuyo y para darme a ti” (LlB 3,6).

La tarea de J. de la Cruz va a ser también de esclarecimiento en temas fundamentales de espiritualidad. La suya será una espiritualidad robusta, que haga frente a la espiritualidad practicada por muchos grupos de “espirituales”, de “beatas” y de “alumbramiento”. Eulogio Pacho, que ha estudiado el tema, dice que “la Subida quiso ser –y lo consiguió en parte– frente a la espiritualidad blandengue y facilona, lo que el Quijote frente a la novelería de caballerías” (E. Pacho, Escenario histórico de Juan de la Cruz: Su entorno religioso-cultural, 9-57). Frente a abusos y desviaciones que conducen fácilmente a la pereza espiritual, son elocuentes las páginas de sus obras (S 2,29; LlB 3,30.44-45); igualmente, en temas de religiosidad popular (S 3,43). Sus orientaciones pedagógicas tienden a eliminar abusos en las manifestaciones exteriores de piedad, haciendo una valoración justa y equilibrada de lo fundamental y de lo accesorio.

Finalmente, en la polémica sobre meditación y contemplación, entre vida activa y vida contemplativa, J. de la Cruz adoptará una postura clara a favor de la  contemplación, como camino para llegar al ser de Dios y al ser del hombre. Esta es la Realidad que él había descubierto y que quiere ayudar a descubrir a los demás. Pero su postura está lejos de caer en fáciles extremismos, como observa E. Pacho: “Si la contemplación no puede ser pretexto para la holgazanería espiritual, tampoco la actividad debe vaciar las reservas del espíritu. El secreto del equilibrio reside en la motivación decisiva que no es otra que el amor, según se afirmará tajante en el Cántico espiritual (29,1-3)” (ib. 55).

Este es, en definitiva, el mejor servicio y el mayor “tributo” que J. de la Cruz ha prestado al hombre. Le ha enseñado el camino para descubrir su propio ser, su verdadera identidad, descubriendo el ser de Dios actuando en él. Este camino pasa por la  noche oscura, esto es, por la desposesión interior. Así, en  desnudez espiritual, sin más arrimo, atributo o añadido, sin nada que le fatigue hacia arriba y nada que le oprima hacia abajo, se encuentra en “su más profundo  centro”.

II. El hombre descrito por Juan de la Cruz

Partiendo del hombre que fue J. de la Cruz, podemos ahora comprender mejor el hombre descrito por él en sus escritos. Los rasgos esenciales que le caracterizan son los mismos que él ha plasmado en su vida. Destaca el valor y la dignidad del ser humano, al que sacrifica todo lo que se opone a él y le impide alcanzar su verdadera identidad. Otro aspecto esencial es su proceso de maduración, que le introduce en la noche oscura del espíritu y le rehace interiormente. El fundamento, tanto de su dignidad como de su dinamismo interior, es su dimensión trascendente y teologal, que lo marca en lo más hondo de su ser. Destaca, finalmente, su vocación de servicio.

1. DIGNIDAD DEL SER HUMANO. La dignidad del hombre no consiste en tener sino en ser, como modernamente han subrayado todas las antropologías y repite también el mensaje cristiano. Hay que ayudar al hombre a ser él mismo, y a ser lo que está llamado a ser por vocación (Pablo VI, Juan Pablo II). Es el mensaje antropológico esencial de J. de la Cruz. El camino no son los “atributos humanos”, ni cualquier otro añadido externo, sino la penetración en el ser más íntimo del hombre, que viene dado por su misma razón.

Este es el sentido de algunos de los dichos o apotegmas de J. de la Cruz, que ponen de manifiesto su profunda sabiduría humana: “Un sólo pensamiento del hombre vale más que todo el mundo; por tanto, sólo Dios es digno de él” (Av 1,35). “Todo el mundo no es digno de un pensamiento del hombre, porque a sólo Dios se debe; y así, cualquier pensamiento que no se tenga en Dios, se le hurtamos” (Av 2,36). Esta alta valoración del pensamiento del hombre tiene su hontanar más hondo en Dios, que lo ha creado. La relación a Dios no disminuye el ser humano, sino que lo dignifica. Este planteamiento, que está en la base del pensamiento sanjuanista, significa la superación de la visión filosófica de los ateísmos modernos, que no han sabido resolver el eterno contencioso entre Dios y la razón humana, como pone de manifiesto la encíclica Fides et Ratio de Juan Pablo II. En este sentido hay que recordar aquí la obra filosófica de  Edith Stein, discípula de J. de la Cruz, que representa una de las síntesis mejor logradas entre  fe y razón, en diálogo con la filosofía contemporánea.

La relación a Dios no priva al hombre del recto uso de su razón, sino que le orienta en su ejercicio. El Santo, por muy alta que sea la comunicación divina, sale siempre por los fueros de la razón. Para obrar la virtud no hay que esperar al gusto: “Bástate la razón y entendimiento” (Av 1,37). “Entra en cuenta con tu razón para hacer lo que ella te dice en el camino de Dios” (Ib. 44). “El que obra razón es como el que come sustancia” (ib. 46). En nuestra cultura actual light se dice que es necesario recuperar el valor de la razón, así como su capacidad para buscar la verdad y encontrar el sentido último de las cosas (Fides et Ratio, 81).

No hay que esperar de  Dios lo que la razón humana puede alcanzar por sí misma, porque lo que cabe “en razón y juicio humano” Dios no lo da por otro conducto (S 2,22,13). El  Espíritu Santo “se aparta de los pensamientos que son fuera de razón” (S 3,6,3) y también “de los pensamientos que no son de entendimiento, esto es, de la razón superior en orden a Dios” (S 3,23,4). Por eso para que la razón humana se ejerza correctamente, ha de “quitar el gozo de los bienes temporales”. Entonces “adquiere libertad de ánimo [y] claridad en la razón” (S 3,20,2). Lo mismo ocurre con el gozo en los bienes naturales: “Se embota mucho la razón y el sentido del espíritu… Y así, la razón y el juicio no quedan libres, sino anublados con aquella afección de gozo muy conjunto” (S 3,22,2). Y “cuando el alma entrare en la noche oscura, todos estos amores [el de la sensualidad y el del espíritu] pone en razón” (N 1,4,8). De ahí que la noche del espíritu ocupe en la antropología sanjuanista un lugar privilegiado.

2. REDESCUBRIMIENTO DEL ESPÍRITU. A tenor de lo expuesto en la primera parte, J. de la Cruz representó para la época moderna a partir del Renacimiento –caracterizado por una fuerte corriente humanista– una de las encarnaciones más paradigmáticas del espíritu humano, tanto por su vida como por sus escritos y la expresión estética de su poesía. La fuente de este redescubrimiento del espíritu fue su vivencia mística y poética en la prisión de  Toledo. Coincide –como ya hemos subrayado– con la experiencia descrita en la noche del espíritu. Dentro de esta perspectiva hay que interpretar la tensión entre el sentido y el espíritu, descrito en todas sus obras. Es un movimiento de desprendimiento y de unificación interior, al término del cual el sentido se halla enteramente compenetrado con el espíritu.

La realidad antropológica de esta contraposición es ante todo de índole filosófica (E. Pacho, Temas fundamentales, p. 150). Desde el punto de vista filosófico, la tensión entre sentido y espíritu es intrínseca a la constitución esencial del ser humano, en el que confluyen el mundo inferior y el mundo superior y divino. El hombre es un ser que participa de ambos mundos: del ser corporal de todos los seres creados y del ser espiritual del mundo de los espíritus, que tiene su fuente en Dios, como explica Edith Stein en su obra Ser finito y ser eterno. Aquí radica su función mediadora entre un mundo y otro, de manera que “puede hacer descender el espíritu hasta la naturaleza y elevar la naturaleza hasta el espíritu” (Urs von Balthasar). Pero esta mediación no se lleva a cabo sino en medio de un fuerte antagonismo o enfrentamiento entre el sentido y el espíritu. Aunque en realidad, como observa Urs von Balthasar, este antagonismo no es propiamente entre el cuerpo y el espíritu, que necesita una infraestructura psicosomática para su actividad, sino que “atraviesa por el centro del espíritu” (Teodramática 2, 334).

Es importante este dato, para comprender la antropología sanjuanista del espíritu. Así lo destaca Federico Ruiz en la introducción a su pensamiento: “La diferencia entre espíritu y sentido forma parte de la naturaleza. Con anterioridad al pecado. La dualidad es fuente de riqueza, pues engendra oposición; de ahí nace la resistencia, el esfuerzo, la tensión, el proceso. Este constituye la nota esencial de la naturaleza humana, que fue creada abierta, con posibilidad y obligación de hacerse. Se caracteriza por la ley del crecimiento” (F. Ruiz, Introducción, 305).

En un primer momento, dice Balthasar, “puede describirse tranquilamente el dualismo existente en el hombre como una característica de su dignidad: al ser el que va ascendiendo desde abajo para terminar superando todo lo inferior, es la corona y el soberano del cosmos, y esta supremacía –desde la perspectiva ‘precristiana’ e incluso cristiana– es idéntica a una afinidad con lo divino, con un origen e institución por parte de Dios” (Teodramática 2, 333-334).

Desde el punto de vista teológico, este antagonismo se radicaliza a causa de la realidad del pecado. Los sentidos, que de por sí viven aferrados al mundo material, tienden a hacerlo desordenadamente, generando una fuente de “afección” que frena el proceso de maduración e impide la unión con Dios. Lo explica admirablemente J. de la Cruz, a propósito de la lucha contra los  enemigos del alma (mundo, demonio y carne), que el alma ha de librar en su camino de búsqueda de Dios: “Dice también el alma que pasará las fronteras, por las cuales entiende… las repugnancias y rebeliones que naturalmente

la carne tiene contra el espíritu; la cual, como dice san Pablo (Gal 5,17): ‘Caro enim concupiscit adversus spiritum’, esto es: La carne codicia contra el espíritu, y se pone como en frontera resistiendo al camino espiritual. Y estas fronteras ha de pasar el alma, rompiendo las dificultades y echando por tierra con la fuerza y determinación del espíritu todos los apetitos sensuales y afecciones naturales; porque, en tanto que los hubiere en el alma, de tal manera está el espíritu impedido debajo de ellas, que no puede pasar a verdadera vida y deleite espiritual. Lo cual nos dio bien a entender san Pablo (Rom 8,13), diciendo: ‘Si spiritu facta carnis mortificaveritis, vivetis’, esto es: Si mortificáredes las inclinaciones de la carne y apetitos con el espíritu, viviréis” (CB 3,10). Este es el punto de partida del proceso de  purificación del espíritu, descrito en el segundo libro de Subida y Noche.

3. SER TRASCENDENTE Y TEOLOGAL. La idea de hombre, subyacente a la  antropología sanjuanista, está marcada conjuntamente por su dimensión trascendente y teologal. Ambas se realizan en una perspectiva sobrenatural. Por eso su concepción de la persona humana es inseparable de su idea de Dios. Esta, además, va indisolublemente unida a la comunicación sobrenatural divina. De ahí la siguiente descripción de la persona humana, que está en el fondo de su obra: “Es una realidad esencialmente trascendente al mundo y al modo ordinario de conocimiento. Esta realidad es el espíritu, es decir, las profundidades de la persona humana y su relación esencial con Dios, y es también la realidad sobrenatural” (F. Urbina, La persona humana, 17).

El ser trascendente del hombre aparece en relación con la trascendencia divina, afirmada por el Santo como principio estructurador de la Subida. Entre el ser de Dios y el ser de las criaturas hay una distancia infinita, que afecta a todos los órdenes: al del ser, al del conocimiento y al del afecto. Por tanto, el que pone su afición en lo creado, delante de Dios “es nada y menos que nada” (S 1,4,4; S 2,8,3). Ninguna cosa criada puede ser medio para la unión con Dios (S 1,4-5; 2,8). Por eso, para unirse con El hay que vaciarse de todo apego a las criaturas, esto es, hay que entrar en la noche. La noche es, pues, el paso necesario para llegar a la  unión con Dios (S 1,2,1). Es como el oscurecimiento sufrido por el hombre que acoge a Dios.

Ahondando en el principio de la trascendencia, que es una de las claves antropológicas de la noche, afirma la incompatibilidad entre la afección a las criaturas y la unión con Dios: “En el alma no se puede asentar la luz de la divina unión si primero no se ahuyentan las afecciones de ella” (S 1,4,2). Por tanto, el que quiere unirse enteramente con Dios tiene que renunciar a la afección a las criaturas. La razón última estriba en que dos contrarios no caben en un mismo sujeto; se repelen mutuamente como el todo y la nada, lo relativo y lo absoluto, lo perfecto y lo imperfecto.

El Santo hace suyo el principio filosófico de las formas que se comunican a la materia, confiriéndole su modo propio de ser. Si la forma es la de un ser creado, tendremos un ser humano. Pero si la forma es la del ser divino, tendremos un ser divino. El paso de una a otra es necesario para la transformación del ser. Esto se lleva a cabo ontológicamente por la infusión de la gracia divina, y existencialmente por la purificación de la noche. Esta es una de las claves de interpretación, avanzada ya por Baruzi y más tarde por Edith Stein.

Se inicia así el proceso de purificación, que afecta primero a “la parte sensitiva” del alma y después a la “parte espiritual” (S 1,1,2). De esta manera introduce el Doctor místico su concepción antropológica del ser humano, compuesto de cuerpo y alma, de sentido y espíritu, de porción inferior y superior, de parte sensual-sensitiva y parte racional-espiritual. Expresiones todas ellas equivalentes (E. Pacho, Antropología sanjuanista, 61).

Es una concepción que se inspira en la filosofía aristotélico-tomista y que, como todos los comentaristas han subrayado, acentúa la unidad del ser humano contra toda especie de dualismo o de monismo. El hombre es un espíritu corporeizado o un cuerpo espiritualizado. En virtud de esta unidad, existe una interdependencia entre la parte sensitiva y espiritual (E. Pacho, Temas, p.146).

El Santo habla de esta unidad del ser humano y de la interdependencia de sus componentes esenciales particularmente en Cántico y Llama, cuando el proceso espiritual ha alcanzado ya un nivel de maduración. En el libro de Subida y Noche prevalece, por el contrario, la tensión entre el sentido y el espíritu. De ahí el proceso descrito en estas obras como un movimiento de desprendimiento y de unificación interior, al término del cual el sentido se halla enteramente compenetrado con el espíritu.

Pero la meta no es la compenetración del sentido con el espíritu, sino del espíritu con Dios, que se da en la unión divina. Por eso la vocación teologal del hombre es complementaria de su vocación trascendental. Esta se realiza, en definitiva, en el encuentro personal con Dios, para el que ha sido creado. Según el Concilio Vaticano II, es “la razón más alta de la dignidad humana” (GS 19). Para J. de la Cruz el hombre es esencialmente relación con Dios, que adquiere su sentido pleno en la  divinización. Como dice Henri Sanson, su concepción del hombre está más emparentada con la de los Padres griegos que con la tomista: “Si es tomista en su concepción de las relaciones del alma y del cuerpo, no lo es en la de las relaciones del alma con Dios” (El espíritu humano, 136).

La patrística concibe al hombre siempre en orden a su comunión con Dios por la divinización. Este es su verdadero destino, el único existente en la actual economía salvífica, en el que el ser humano encuentra la raíz más profunda de su verdadera identidad. Esta es también la visión antropológica predominante en Cántico y Llama: la del ser deificado por la incorporación al misterio de Cristo y por la participación del misterio trinitario. Es la visión propia de la patrística, que se prolonga en la mística renana, en la que se inspira J. de la Cruz. El místico doctor pone especial énfasis en esta finalización trascendente y teologal del hombre, con expresiones e imágenes cargadas de profundo realismo, que son como una resonancia de la teología patrística sobre la divinización y el fin último del ser humano.

Sintetiza admirablemente su pensamiento en el comentario a las últimas estrofas de Cántico: “Al fin, para este fin de amor fuimos creados” (CB 29,3). Esto es lo que el alma “siempre natural y sobrenaturalmente apetece” (CB 38,3); “aquello para lo que Dios la predestinó” (CB 38,6). Dios mismo crea en el hombre la disposición para alcanzar la comunión plena con él, al crearlo a su imagen: “Y para que pudiese venir a esto la crió a su imagen y semejanza” (CB 39,4).

La tensión dinámica hacia Dios, por medio de Cristo, la desarrolla en Llama a través del símil de la piedra, que tiende siempre al centro de la tierra. Así explica la tendencia del hombre a Dios como su “más último y profundo centro” (LlB 1,11-12). Es un texto de gran riqueza y precisión teológica, que pone de manifiesto no sólo la ordenación intrínseca del hombre a Dios, como fin último, que lo determina desde lo más profundo de su ser, sino también el dinamismo progresivo de esta llamada a la comunión, hasta alcanzar su plenitud en la gloria.

4. SER HISTÓRICO, CON VOCACIÓN DE SERVICIO. La visión sanjuanista del hombre como ser trascendente y teologal, en tensión hacia la unión y el encuentro definitivo con Dios, parece no tener en cuenta su enraizamiento en la historia, esencial al ser humano y para la que existe hoy una especial sensibilidad. La definición que de él dio  Teresa de Jesús, como “hombre celestial y divino”, parece confirmar esta sospecha. Sin embargo, nadie ha sido reclamado con tanto ahínco por la Santa como J. de la Cruz para llevar a término su obra reformadora.

El mismo J. de la Cruz es consciente de esta responsabilidad histórica, cuando de forma inesperada planea su fuga de la cárcel de Toledo. Hay, además, otro dato importante, que se desprende del poema del Cántico espiritual, compuesto en sus primeras 31 estrofas durante los meses de prisión. Las últimas estrofas cantan el gozo de la unión con Dios, que el Santo prevé de forma inmediata. Cuando ya fuera de la prisión retoca el poema, añadiendo nuevas estrofas y cambiando el orden de algunas de ellas, el desenlace del poema ya no será la unión inmediata con Dios, sino la espera escatológica. Pero una espera que no aminora en él la responsabilidad histórica, sino que la intensifica. Son los años de mayor actividad apostólica y de más fecunda producción literaria.

Así vivió J. de la Cruz sus diez años de estancia en Andalucía, con una vocación de servicio, del que se benefician principalmente las religiosas y los religiosos carmelitas de Baeza, Beas, El Calvario, Granada y Úbeda. En sus escritos, además, revela una especial sensibilidad para captar los movimientos históricos de su tiempo. Aparece así su profundo enraizamiento en la historia, para la que su misma experiencia mística agudiza su sensibilidad.

Desde esta misma perspectiva se desprende la dimensión histórica del hombre, que describe en sus escritos. Se caracteriza por una visión unitaria de la historia, que viene dada por su ordenación intrínseca a Dios, como fuente y culminación de toda historia humana. Su visión histórica y cosmológica está mediada por su experiencia religiosa. La apertura extática a Dios se traduce en una apertura extática a la realidad creada, que le lleva a proclamar la “posesión” del mundo: “Míos son los cielos y mía es la tierra; mías son las gentes, los justos son míos y míos los pecadores; los ángeles son míos, y la Madre de Dios y todas las cosas son mías; y el mismo Dios es mío y para mí, porque Cristo es mío y todo para mí” (Av 1,27). Esta misma experiencia le lleva a ver a Dios en todas las cosas: “Mi Amado, las montañas…” (CB 14); y a su vez, a ver todas las cosas en Dios (LlB 4,5), en quien están presentes “virtual y presencial y substancialmente” (LlB 4, 7).

Esta concepción mística no es una perspectiva de la existencia al lado de la perspectiva física o temporal, sino que la engloba radicalmente y le da sentido, de manera que en ella se fundamenta la relación del hombre con el mundo. Esta alcanza precisamente su pleno sentido en la medida en que dice relación a Dios y le transparenta. Es la perspectiva bíblica y patrística del cosmos, que el Concilio Vaticano II ha recogido en su Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo (GS 36).

Otro tanto cabe decir respecto a la historia humana y la historia de salvación. J. de la Cruz contempla la historia humana toda ella como envuelta y penetrada por la historia de salvación, como un movimiento radical por el que la humanidad entra en comunión con Dios. Es la visión paulina de la recapitulación de todas las cosas en Cristo.

Este concepto de historia se toma en su significado pleno y universal. Abarca tanto lo sagrado como lo profano. En el pensamiento sanjuanista no cabe hablar de una historia humana al lado de una historia religiosa. Esta no solamente comprende toda otra perspectiva humana, sino que la fundamenta y motiva radicalmente.

Por eso, tampoco se puede interpretar la visión mística de la historia –referida a Dios y a su designio salvífico– como una evasión del compromiso histórico. Al contrario, la referencia a Dios, como ser supremo y fuente de salvación, transforma y mejora cualitativamente el compromiso histórico, cuya finalidad inmediata es la humanización del hombre, pero sin perder de vista su finalización a Dios, que unifica y da sentido a la tarea humana.

En este sentido, cabe destacar la postura de P. Tillich en contraposición a la de K. Barth sobre el valor del misticismo. La resume Colin P. Thompson en estos términos: “No lo considera la cumbre del apostolado cristiano, pero le atribuye una función teológica característica como aquello que impide al hombre elevar a su preocupación esencial otra cosa que no sea Dios… El misticismo conserva el misterio esencial y, al apuntar siempre hacia el infinito, impide al hombre que identifique lo finito con lo trascendental. Ciertamente corre el riesgo de considerar que la revelación no tiene que ver con la situación humana real, y de despojarla de su carácter concreto, pero a pesar de estas limitaciones reconocidas posee una clara función histórica y teológica” (El poeta y el místico. Un estudio sobre “El Cántico Espiritual” de San Juan de la Cruz, 221).

Insistiendo en esta función histórica y teológica de la experiencia mística, recogemos aquí una de las conclusiones a que llegábamos en un estudio más detallado sobre el tema: “Hacer historia, compartir la realidad histórica con los demás, no es sólo comprometerse en la lucha por un mundo más humano, más libre, más fraternal. Es también dar sentido a los esfuerzos y al trabajo de los hombres. Si el mundo tiene una dimensión trascendente y religiosa, hay que hablar del sentido religioso de la historia como algo intrínseco al compromiso histórico” (C. García, Juan de la Cruz y el misterio del hombre, 113).

Al concluir este tema del hombre, que ante todo fue J. de la Cruz y que después ha retratado en sus escritos, sólo queremos destacar la relación que existe entre su experiencia y su doctrina. Esto quiere decir que los escritos del Doctor místico son más autobiográficos de lo que aparecen. Significa también que el marco de su interpretación doctrinal es siempre su vida y su experiencia.

BIBL. — FERNANDO URBINA, La persona humana en san Juan de la Cruz, Madrid 1956; HENRI SANSON, El espíritu humano según san Juan de la Cruz, Madrid 1962; GEORGES MOREL, Le sens de l’existence selon S. Jean de la Croix, I, Paris 1960, pp. 98135; FEDERICO RUIZ, Introducción a San Juan de la Cruz, Madrid 1968, pp. 295-327; EULOGIO PACHO, San Juan de la Cruz: Temas fundamentales, vol. 1, Burgos 1984, pp. 123-155; Id., “Escenario histórico de Juan de la Cruz: Su entorno religioso-cultural”, en AA. VV. Poesía y teología en S. Juan de la Cruz, Burgos 1990, p. 9-57; Id., “Hagiografías y biografías de San Juan de la Cruz”, en Actas del Congreso Internacional Sanjuanista, II, Valladolid 1993, pp. 19-32; TEÓFANES EGIDO, “Contexto histórico de San Juan de la Cruz”, en AA. VV., Experiencia y pensamiento en San Juan de la Cruz, Madrid 1990, p. 335-377; CIRO GARCÍA, Juan de la Cruz y el misterio del hombre, Burgos 1990, p. 111135; AA. VV., Dios habla en la noche: Vida, palabra, ambiente de San Juan de la Cruz, Madrid 1990; ANTXON AMUNARRIZ, Dios en la Noche: Lectura de la Noche oscura de San Juan de la Cruz, Roma 1991; CARLO BERARDI, “Questo è l’uomo. Note di antropologia teologica secondo S. Giovanni della Croce”, en Quaderni Carmelitani 8 (1991) 119-130; ANA Mª LÓPEZ DÍAZ-OTAZU, “La dignidad de la persona humana en la doctrina de S. Juan de la Cruz”, en Studium Legionense 32 (1991) 203-220; JOSÉ JIMÉNEZ LOZANO, “El hombre sin atributos”, en Actas del Congreso Internacional Sanjuanista, II, Valladolid 1993, p. 19-32.

Ciro García