Lazarillo «mozo de ciego»: guía espiritual

El símil del lazarillo tiene notable alcance pedagógico en los escritos sanjuanistas. Sus connotaciones inmediatas son variadas y hasta contrastantes, por lo menos en apariencia. Lo que no puede compaginar el lenguaje técnico y directo, lo resuelve sin dificultad el figurado. Esa es su gran virtualidad; esa su enorme capacidad pedagógica. Sin necesidad de explicar la oposición entre buenos y malos lazarillos, es factible presentar una tipología muy variada para describir apoyos y guías en el camino espiritual.

Niño aún, presenció Juan de Yepes muchas veces la misma escena. Por las callejuelas de Fontiveros, Gálvez, Arévalo, Medina del Campo vio caminar cansinamente a un menesteroso acompañado de un muchacho. Quizás se detuvieron alguna vez al umbral del propio domicilio pidiendo «una limosna por amor de Dios». En algún otro caso escuchó conmovido el romance cantado por el «mozo», acompañado a la guitarra o vihuela por el pobre ciego. Uno de tantos espectáculos ofrecidos por la miseria social en aquel momento. También prueba clara de solidaridad humana y de caridad cristiana frente a la desgracia y la pobreza.

La escena de la infancia se repitió reiteradamente ante la mirada atenta de fray Juan a lo largo y ancho de su vida. La tenía bien grabada en su fantasía. Le recordaba bastante la penuria y las estrecheces de sus años juveniles. Revivió con fuerza en su mente cuando se puso a enseñar los caminos del espíritu.

El ciego guiado y acompañado del «mozo» se convirtió así en uno de los símiles favoritos de su pluma al tratar de «guiar a las almas». La realidad social del pobre ciego, acompañado del joven que le guía y ayuda, se había popularizado enormemente por los años en que Juan aprendía las primeras letras. Una pluma anónima había pintado magistralmente a la pareja «ciego-mozo». Desde entonces el acompañante se llamará Lazarillo y se convertirá en el prototipo de la picaresca. A partir de esas fechas –por el 1554– el «mozo de ciego» quedará bautizado para siempre en la lengua española con el nombre de «lazarillo».

Antes y después de la célebre novela, al conductor del ciego solía llamársele «mozo de ciego», en el sentido de un oficio o menester bien conocido y definido, a la manera que había «mozo de espuela», «mozo de cordel», «mozo de paja y cebada» y tantos otros. En el bautismo y transformación en «lazarillo», a pluma del ingenioso autor anónimo, suele verse reminiscencia de la narración evangélica del pobre Lázaro contrapuesto al rico Epulón (Lc 16, 2325). Estar hecho «un lázaro» se hizo equivalente de pobre, andrajoso y abandonado. La desinencia diminutiva del célebre protagonista de la novela picaresca alude a la condición joven, casi niño, del «mozo de ciego». Imita otras parecidas, como «Carilla», «Gomecillo», etcétera.

Mientras el «lazarillo» clásico de la picaresca encarnaba la figura del guía astuto y malicioso, lleno de ingenio y capaz de engañar, el oficio de ayudar y conducir al ciego solía acompañarse con el gesto de caridad y fidelidad. El pícaro era y ha sido secularmente más bien la excepción; la postura obligada por imperiosa necesidad o por irreflexión juvenil.

En la versión corriente y en el contexto social no siempre el acompañante se identificaba con el jovenzuelo; a lo sumo, éste era acompañante de oficio, como «mozo de ciego». De forma aislada y esporádica, sin calidad de servicio permanente para la mendicidad, cualquiera podía guiar al ciego; entonces como hoy.

Prescindiendo de connotaciones sociales, está claro que de siempre se tenía en mente otra referencia bíblica mucho más próxima al ciego y a su guía que la del «pobre Lázaro». El texto del Evangelio no podía pasar desapercibido para nadie que contemplase un traspiés del ciego. «¿Puede un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán ambos en la fosa?». La versión de Lucas, en el contexto del sermón del monte, tiene alcance de máxima. Sin llegar a tanto, el sentido en Mateo es fundamentalmente idéntico (Lc 6, 39; Mt 15, 14; cf. S 1, 8, 3; 2, 18, 2; Ll 3, 39).

JC no hace otra cosa que trasladar al ámbito espiritual una experiencia social verificada en la vida ordinaria. Naturalmente, de ahí arranca cuando asume el símil del «lazarillo». Para él, como para cualquier maestro espiritual, la traslación de sentido se apoya en el texto evangélico. Las aplicaciones concretas derivan, no obstante, de la observación personal. Del encuentro tantas veces acontecido con el «mozo de ciego», con el «lazarillo».

1. Resonancia evangélica

El sentido inmediato atribuido al texto evangélico alude a la existencia de maestros incompetentes e incapacitados que pretenden orientar a los demás careciendo de doctrina, rectitud o autoridad moral. Letrados, fariseos y arrogantes de cualquier especie. Frente a ellos, Jesús se autoproclama indirectamente «maestro» auténtico. Lo son también quienes autorizan con la conducta lo que enseñan de palabra y quienes penetran el sentido genuino de la «ley y los profetas». Estos son guías seguros para los demás.

Resulta sorprendente la identidad de postura entre fray Juan y Jesús. El humilde frailecillo se arroga una autoridad moral que contrasta con su temperamento recatado y comedido. Cuando se enfrenta a los directores espirituales incompetentes adopta un tono imperativo y autoritario y en primera persona, con el uso explícito del “yo”. Les increpa sin miedo a la réplica o desmentido. Está seguro de que nadie se le va a encarar y preguntar por sus credenciales de maestro consumado. Parece calcar la actitud de Jesús cuando preguntaba a los letrados: «¿Puede un ciego guiar a otro?». Basta repasar los textos más significativos de la Subida y de la Llama para comprobar la autoridad con que fray Juan denuncia a los «ciegos que quieren guiar a otros ciegos»; son los malos lazarillos.

Concluye su varapalo a los maestros espirituales incompetentes con estas palabras dirigidas a quienes se oponen al seguimiento auténtico de Cristo: «Como ellos no entran por la puerta estrecha de la vida, tampoco dejan entrar a los otros. A los cuales amenaza nuestro Salvador por san Lucas diciendo: “¡Ay de vosotros que tomasteis la llave de la ciencia, y no entráis vosotros ni dejáis entrar a los demás!”. Porque éstos, a la verdad, están puestos en la tranca y tropiezo de la puerta del cielo, impidiendo que no entren los que les piden consejo; sabiendo que les tiene Dios mandado, no sólo que los dejen y ayuden a entrar, sino que aún los compelan a entrar, diciendo por san Lucas: “Porfía, hazlos entrar para que se llene mi casa de convidados”» (14,24); ellos, por el contrario, están compeliendo que no entren.

De esta manera, el maestro puede como un ciego “estorbar la vida del alma, que es el Espíritu Santo, lo cual acaece en los maestros espirituales de muchas maneras, que aquí queda dicho, unos sabiendo, otros no sabiendo. Mas los unos y los otros no quedarán sin castigo, porque, teniéndolo por oficio, están obligados a saber y mirar lo que hacen” (Ll 3, 62-63, S, pról, 3-4).

2. Guías peligrosos: malos «lazarillos»

Apoyado en el texto bíblico, propone dos tipologías de guías incompetentes y peligrosos. No se trata de ayudantes ocasionales, que pueden llevar inesperadamente a la hoya. Es cuestión de oficio, de maestros con obligación de realizar correcta y competentemente su cometido. No es forzoso que lleguen a la picaresca del «lazarillo» para extraviar a las almas. No hace falta para que se les califique y condene como «ciegos que guían a otros ciegos». Las dos aplicaciones sanjuanistas del guía desaconsejable tienen muy poco en común fuera del peligro a que exponen.

Directores ineptos

Por lo general, JC se encara con guías inadecuados o incompetentes cuando roza temas muy suyos, como la contemplación, el recogimiento, la noche oscura, la noticia amorosa y otros. Aprovecha entonces la ocasión para alargar sus recriminaciones a los incautos directores espirituales, cualquiera que sea el momento en que actúan.

Arranca de principios tan palmarios como estos: «Cual fuere el maestro, tal será el discípulo, y cual el padre, tal el hijo». De ahí que a quien pretende «ir adelante en el recogimiento y perfección», le conviene grandemente «mirar en cuyas manos se pone».

No es tan sencillo como se piensa, porque «para este camino, a lo menos para lo más subido de él, y aún para lo mediano, apenas se hallará un guía cabal según todas las partes que ha menester» (Ll 3, 30).

El que abunden los directores no quiere decir que sean «cabales» y desempeñen con acierto su oficio. Un poco pesimista, JC asegura que «muchos maestros espirituales hacen mucho daño a muchas almas; porque, no entendiendo ellos las vías y propiedades del espíritu, de ordinario hacen perder a las almas» las unciones del Espíritu Santo, que es el auténtico guía (Ll 3,42).

Llega hasta cierto rigorismo en las exigencias postuladas. Entre los males producidos por el atrevimiento de guías ineptos recuerda el atasco en la meditación, por no entender ellos las finezas y quilates de la contemplación y los sutiles matices de la misma.

«Con ser este daño más grave y grande que se puede encarecer, es tan común y frecuente –asegura– que apenas se hallará un maestro espiritual que no le haga en las almas que comienza Dios a recoger en contemplación». Sucede que está ya el alma «serena, pacífica» en la noticia amorosa con Dios, y «vendrá un maestro espiritual que no sabe sino martillar y macear con las potencias como el herrero, y, porque él no enseña más que aquello y no sabe más que meditar, dirá: «andá, dejaos de esos reposos, que es ociosidad y perder tiempo, sino tomá y meditá y haced actos interiores, porque es menester que hagáis de vuestra parte lo que en vos es, que esotro son alumbramientos y cosas de bausanes». En lugar de caminar y llegar al término, lo que hacen es retroceder, «volver atrás» al pobre ciego espiritual (Ll 3, 43; cf. S 2, 13-14; N 1, 9-10).

Desentendiéndose momentáneamente del necesitado, arremete contra esos «mozos de ciego» desaprensivos.

«Si no saben guiar a las almas – increpa – déjenlas y no las perturben». No olviden que el «principal agente y guía y movedor de las almas en este negocio no son ellos sino el Espíritu Santo, que nunca pierde cuidado de ellas, y que ellos sólo son instrumentos para enderezarlas en la perfección por la fe y ley de Dios, según el espíritu que Dios va dando a cada una» (Ll 3, 46).

Es punto fundamental que define, sin confusión posible, buenos y malos guías. Por eso insiste el Santo: «Conténtense los que las guían en disponerlas para esto (la comunicación divina) según la perfección evangélica, que es la desnudez y vacío del sentido y espíritu, y no quieran pasar adelante en edificar, que ese es oficio del Padre de las lumbres, de donde desciende toda dádiva buena y don perfecto» (Ll 3, 4749).

Ignorancia y falta de experiencia son las razones fundamentales del mal comportamiento. Se atreven muchos maestros a imponer a todas las almas métodos y caminos inadecuados, por el simple hecho de que ellos no conocen otros. No quedan justificados. Al contrario, cometen desacato a las almas e injuria a Dios, por ello no quedarán impunes, se atreve a pronosticar fray Juan. «No saben éstos qué cosa es espíritu; hacen a Dios grande injuria y desacato metiendo su tosca mano donde Dios obra» (Ll 3, 54).

Ni siquiera les justifican la buena intención ni el celo sincero. No son motivos suficientes para obrar con temeridad. Prosigue fray Juan cerrando escapatorias de exculpación: «Pero éstos por ventura yerran por buen celo, porque no llega a más su saber. Pero no por eso quedan excusados en los consejos que temerariamente dan sin entender primero el camino y espíritu que lleva el alma, y, no entendiéndola, en entremeter su tosca mano en cosa que no entienden, no dejándola a quien la entienda. Que no es cosa de pequeño peso y culpa hacer a un alma perder inestimables bienes, y a veces dejarla muy bien estragada por su temerario consejo» (Ll 3, 56).

La conclusión tajante que saca fray Juan de sus observaciones y consideraciones no puede ser más nítida: «Deben, pues, los maestros espirituales dar libertad a las almas, y están obligados. a mostrarles buen rostro cuando ellas quisieren buscar mejoría, porque no saben ellos por dónde querrá Dios aprovechar a cualquier alma, mayormente cuando ya gusta de su doctrina, que es señal que no la aprovecha, porque o la lleva Dios adelante por otro camino que el maestro la lleva, o el maestro espiritual ha mudado estilo, o los dichos maestros se lo han de aconsejar; y lo demás nace de necia soberbia y presunción o de alguna otra pretensión» (Ll 3, 61).

Todo esto es materia de consideración suscitada en la pluma sanjuanista por la figura del «mozo de ciego», que no sabe cumplir con responsabilidad su cometido. Los maestros espirituales ignorantes o atrevidos son ciegos que guían a ciegos con riesgo de llevarles a la fosa. Cada uno en particular ejerce de «lazarillo» y tiene su modo y su estilo.

Maestros con mal estilo

Nada mejor para juzgar del buen o mal proceder en la dirección de las almas que tener criterios seguros sobre las normas queridas por Dios para el crecimiento espiritual. JC las ha sintetizado con su proverbial competencia. Arranca de este fundamento: «Para mover Dios al alma y levantarla del fin y extremo de su bajeza al otro fin y extremo de su alteza en su divina unión, halo de hacer ordenada y suavemente y al modo de la misma alma». Eso se llama «el estilo que Dios tiene en comunicar al alma los bienes espirituales».

Ese estilo divino se acomoda a estos criterios básicos: sigue el orden establecido en la creación, según san Pablo (Rom 13,1); dispone todas las cosas con suavidad, según Sabiduría (8.1), y «mueve todas las cosas al modo de ellas», en consonancia con adagio teológico. Dado que Dios es el «principal agente y guía», los secundarios o por él designados deben acomodarse a su «estilo» (S 2, 17, 2; Ll 3, 29; 3, 44. 46, etc.).

Por desgracia no siempre es así. Abundan maestros y directores espirituales que siguen otro estilo, de manera especial cuando han de habérselas con almas favorecidas de visiones o gracias especiales. En lugar de llevarlas por el camino de la fe, por donde irían seguras, las empujan por sendas peligrosas. Son también «ciegos que guían con riesgo a otros ciegos».

Pecan habitualmente de credulidad y necesitan alguien que les oriente a ellos. JC se alarga en esa materia es «por la poca discreción que ha echado de ver en algunos maestros espirituales». En su vida se han cruzado muchos «credulones» de esta catadura. Cayeron con frecuencia en las tretas o «picaresca» de beatas y alumbrados.

El afán o gusto por cosas maravillosas y singulares confunde fácilmente. Sucede, a veces ahora, lo que era frecuente en la época sanjuanista: «Asegurándose –los maestros espirituales– acerca de las dichas aprehensiones sobrenaturales, por entender que son buenas y de parte de Dios, vinieron los unos y los otros a errar mucho y hallarse muy cortos, cumpliéndose en ellos la sentencia de Nuestro Salvador, que dice: “Si caecus caeco ducatum praestet, ambo in foveam cadunt”; que quiere decir: Si un ciego guiare a otro ciego, entrambos caen en la fosa. Y no dice que ”caerán” sino que “caen”, porque no es menester esperar que haya caída de error para que caigan; porque sólo el atreverse a gobernarse el uno por el otro ya es yerro, y así ya sólo en eso caen cuanto a lo menos y primero, porque hay algunos que llevan tal modo y estilo con las almas que tienen las tales cosas, que las hacen errar, o las embarazan con ellas, o no las llevan por camino de humildad, y las dan mano a que pongan los ojos en alguna manera en ellas: que es causa de quedar sin verdadero espíritu de fe, y no las edifican en la fe, poniéndose a hacer mucho lenguaje de aquellas cosas» (S 2, 18, 2).

Es un modo perjudicial de «engolosinar» a las almas, que produce muchos daños espirituales, según demuestra a continuación el Santo. Pero lo que le interesa destacar en el caso es «ese estilo que llevan algunos confesores con las almas, en que no las instruyen bien». Confiesa ser «cosa dificultosa dar a entender cómo se engendra el espíritu conforme al de su padre espiritual oculta y secretamente» (S 2, 18, 3).

Analiza en detalle dos tipologías del mal estilo: en primer lugar, se coloca «al padre espiritual inclinado a espíritu de revelaciones»; luego, «sin hilar tan delgado», el confesor –inclinado o no a eso– pero que «no tiene recato» y en lugar de «desembarazar al alma y desnudar el apetito de su discípulo en estas cosas, antes se pone a platicar de ello con él». Para ambos casos es idéntico el diagnóstico sanjuanista; en ambas formas de actuar se «podrá hacer harto daño». Todos, guías y ciegos –maestros y discípulos–, corren grave riesgo de caer en la fosa (Ib. nn.6-8).

La referencia bíblica que apunta a la eventualidad de esa caída se presta favorablemente a la extensión plural del «mozo de ciego», tal como en la aplicación sanjuanista a los confesores, maestros y directores espirituales. En tales casos se diluye bastante la figura alegórico-simbólica del «lazarillo». Resulta mucho más plástica y evocadora cuando se proyecta como persona o individuo concreto.

El demonio y la propia presunción

En algunos lugares de las páginas sanjuanísticas la figura del guía de ciego resulta marginal o de simple aplicación; en otros es ejemplificación directa y muy gráfica. Relacionada además con puntos esenciales de la propia síntesis. A la primera categoría pertenecen dos adaptaciones del símil. Prolongan doctrinalmente las consideraciones sobre los «directores» espirituales presentados como «guías ciegos». «Los ciegos que podrían sacar al alma del camino son tres, conviene a saber: el maestro espiritual, el demonio y ella misma». El primero es el que queda estudiado en la forma plural de «maestros espirituales» con mal estilo.

El demonio irrumpe siempre en los escritos sanjuanistas como engañador. Es enemigo más difícil de identificar precisamente por su astucia. «Sus ardides -repite fray Juan- son muy dificultosos de descubrir». Está claro que no guía nunca hacia la dirección correcta; lleva siempre por mal camino buscando intencionadamente la caída en la fosa. Es por fuerza representación del «lazarillo» peligroso, del guía a evitar.

Recuerda a propósito de esta condición diabólica: «El segundo ciego, que dijimos, podría empachar al alma en este género de recogimiento es el demonio que quiere que, como él es ciego, también el alma lo sea». Actúa por envidia y pesar, procurando «poner cataratas y nieblas» a fin de extraviar. Produce «gravísimos daños, haciendo al alma perder grandes riquezas». Con «un poquito de cebo, como al pez», la saca del «golfo de las aguas sencillas del espíritu». Naturalmente, la consideración de «ciego» es atribuida al demonio desde el enfoque concreto aquí perseguido por el Santo. Describe con insólita agudeza la sagacidad con que sabe insinuarse incluso en almas muy aventajadas. No insiste, por eso, en la aplicación del «mozo de ciego» (Ll 3, 63-65).

Resulta igualmente marginal y acomodaticia la consideración del alma como «lazarillo». Ella es más bien el «ciego» a quien debe guiarse y ayudarse. Únicamente en cuanto es capaz de engañarse y desorientarse puede aplicársele el símil del «lazarillo». Es lo que hace en el mismo marco del demonio JC.

«El tercer ciego –además del maestro espiritual y del demonio– es la misma alma, la cual, no entendiéndose, ella misma se perturba y se hace daño». Eso suele suceder cuando Dios interviene secretamente y la quiere llevar por caminos a ella desconocidos y extraños, como el vacío, la soledad, la contemplación. Dios «porfía por tenerla callada y quieta», mientras ella se empeña en trabajar con la imaginación y el discurso. Quiere sustituir a Dios y obrar por sí misma; con lo que avanza poco. Resulta la otra escena tan típicamente sanjuanista: la del niño o muchacho que, queriéndole llevar su madre en brazos, él va gritando y pateando por irse por su pie.

La conclusión es siempre la misma: «Déjese el alma en las manos de Dios y no se ponga en sus propias manos ni en las de estos otros dos ciegos –maestro y demonio– que, como esto sea y ella no ponga las potencias en algo, segura irá» (Ll 3, 67). Como decir: el único guía seguro, el «lazarillo fiel», es únicamente Dios.

El «ciego apetito»

Es natural al hombre guiarse por el gusto que encuentra en las cosas o por la razón que dirige los actos. Obrar de otro modo resulta irracional o insensato. Es uno de los criterios de actuación divina el respetar las leyes de la naturaleza, según recuerda fray Juan (S 2, 17, 2).

Situándose en otro plano, el de la vida espiritual orientada a la santidad, resulta que ni el gusto ni la razón son «guías» convenientes. De no contar con otros, se corre el riesgo grave del despiste. Existe conexión natural entre apetito o apego sensible, y orientación racional. También es claro, en la visión sanjuanista, que con frecuencia el gusto o apetito sensible se sobrepone a la razón y la doblega. Ahí está el peligro más serio.

Sólo la fe revela a Dios, vivo y verdadero, como es. Por lo mismo, sólo la luz de la fe puede guiar con seguridad hasta su posesión plena. Pero la fe coloca al hombre en el plano sobrenatural y le proporciona la capacidad que no tiene a nivel puramente natural. Para llegar a la unión con Dios es necesario contar con medios adecuados y proporcionados. No existen en el orden estrictamente natural.

Arrancando de estas consideraciones, JC denuncia la incapacidad radical del gusto o apetito para hacer de «guía» en el camino que lleva a Dios. Razona su postura de la manera siguiente. Cuando las potencias del hombre se dejan dominar por la tendencia del sentido y del apetito no pueden recibir la iluminación divina. Están como el aire oscurecido por «vapores que no dejan lucir el sol»; como «el espejo tomado del paño”; como «el agua envuelta en cieno”. En semejante situación, asegura fray Juan: «Ni el entendimiento tiene capacidad para recibir la ilustración de la sabiduría de Dios, como tampoco tiene el aire tenebroso para recibir la del sol, ni la voluntad tiene habilidad para abrazar en sí a Dios en puro amor, como tampoco la tiene el espejo que está tomado del vaho para representar claro en sí el rostro presente, y menos la tiene la memoria que está ofuscada con las tinieblas del apetito para informarse con serenidad de la imagen de Dios, como tampoco el agua turbia puede mostrar claro el rostro del que se mira” (S 1, 8, 2).

La ejemplificación le sirve al Santo para demostrar que los apetitos «oscurecen y ciegan al alma». No debe olvidarse, para seguir su argumentación, la óptica desde la que habla de «apegos y apetitos». Fiel a la misma, puede certificar que el «apetito» es mal guía, un «mozo de ciego» que aparta del camino en lugar de conducir por él con seguridad.

«Ciega y oscurece el apetito al alma, porque el apetito en cuanto apetito, ciego es; porque, de suyo, ningún entendimiento tiene en sí, porque la razón es siempre su mozo de ciego. De aquí es que todas las veces que el alma se guía por su apetito, se ciega, pues es guiarse el que ve por el que no ve, lo cual es como ser entrambos ciegos. Y lo que de ahí se sigue es lo que dice Nuestro Señor por san Mateo: “Si caecus caeco ducatum praestet, ambo in foveam cadunt” (Mt 15,14); si el ciego guía al ciego, entrambos caerán en la hoya”.

Símil, contenido y aplicación se completan con otras figuras simpáticas muy frecuentadas por la pluma sanjuanista y teresiana. De poco le sirve a la mariposilla el tener ojos; «el apetito de la hermosura de la luz la lleva encandilada a la hoguera». Quien se deja guiar por el «mozo del apetito» es «como el pez encandilado, para que no vea los daños que los pescadores le aparejan», y concluye fray Juan: «Eso hace el apetito en el alma, que enciende la concupiscencia y encandila al entendimiento de manera que no pueda ver la luz».

Se detiene con cierta morosidad barroca a justificar su razonamiento para que no quede duda alguna: «La causa del encandilamiento es que, como –el apetito– pone otra luz diferente delante de la vista, ciégase la potencia visiva en aquella que está entrepuesta y no ve la otra; y como el apetito se le pone al alma tan cerca, que está en la misma alma, tropieza en esta luz primera y cébase en ella, y así no la deja ver su luz de claro entendimiento, ni la verá hasta que se quite de enmedio el encandilamiento del apetito» (Ib. n. 3).

Conocido el papel fundamental de esta doctrina en la síntesis sanjuanista, el recuerdo del «lazarillo», figurando el apetito desordenado, adquiere resonancia pedagógica muy evocadora. Ayuda a recordar la enseñanza capital del Santo a este propósito: si los espirituales tuviesen cuidado de poner la mitad de su trabajo de ascesis en negar los apetitos «aprovecharían más en un mes que por todos los demás ejercicios en muchos años» (Ib. n. 24).

3. «Mozos de ciego» de plena confianza

La vertiente positiva del «mozo de ciego» en la referencia bíblica (insinuada por oposición a quien puede conducir a la fosa) está más destacada en la semántica del «lazarillo». El pícaro de Tormes es excepción; hasta cierto punto, deformación profesional. Lo corriente es considerar al «mozo de ciego» como apoyo seguro, guía competente y ayuda en la necesidad. La situación precaria y compadecida del ciego lleva a la visión risueña del «lazarillo».

Así prefiere verlo también JC sus escritos, como lo contempló con sus ojos en muchas ocasiones. Nada extraño, por lo mismo, que para él quien mejor queda figurado en el símil del lazarillo es Dios.

Tan natural es considerar a Dios como guía infalible y absolutamente seguro, que no se necesita buscarle figuraciones. Basta pensar en su bondad y en su omnipotencia para reconocerle como «principal guía, agente y movedor de las almas». Él es el principal, lo que supone reconocer otros secundarios. Son los maestros espirituales. Son pocos los guías «cabales según todas las partes», según ha hecho ver fray Juan. También se dan algunos excelentes. A sí mismo se considera de ese número.

Dios, «primero y principal guía»

La aplicación a Dios del símil «lazarillo» está íntimamente vinculada en la referencia pedagógica, en el contenido doctrinal y en la misma figuración literaria a otras comparaciones de inconfundible sabor sanjuanista, como es el caso de Dios-madre tierna que lleva en brazos al  niño tierno o le aveza a caminar por su pie. No hace al caso aquí un recuento de símiles afines. Basta ceñirse al que se recuerda en estas páginas.

Está claro también que la insistente atribución a Dios del papel de «guía y agente» no formula de manera explícita la analogía con el «lazarillo». Las más de las veces está apenas insinuada de manera velada (Ll 3, 47). No debe olvidarse tampoco que la atribución se refiere unas veces a Dios en general y otras de manera particular y concreta a las personas de la Trinidad. No se recuerda, con todo, texto alguno en que se proponga para el Hijo o el Espíritu Santo la figura del «lazarillo»-«mozo de ciego» (Ll 2, 1).

Está reservada para Dios en general, o Dios-Padre. Aparece el símil en dos textos paralelos, notablemente distanciados redaccionalmente, como Noche y Llama. El paralelismo afecta al argumento doctrinal allí desarrollado. Se trata de confrontar la situación del alma cuando camina a Dios por la meditación y cuando Dios la lleva por la contemplación o «noticia amorosa». La postura del Santo es idéntica en esos textos y en otros muy próximos, pero establece comparación explícita con el «mozo de ciego» únicamente en los dos lugares, que se señalan a continuación.

En la Llama introduce el símil precisamente para contraponer el modo divino de llevar a las almas y el de los «tres ciegos» que pueden extraviarlas –maestros espirituales, demonio y la misma alma. Introduce el tema con la siguiente aclaración: «Advirtiendo, pues, el alma que en este negocio es Dios el principal agente y mozo de ciego que la ha de guiar por la mano a donde ella no sabría ir, que es a las cosas sobrenaturales (que no puede su entendimiento ni voluntad ni memoria saber cómo son) todo su principal cuidado ha de ser mirar que no ponga obstáculo al que la guía según el camino que Dios le tiene ordenado en perfección de la ley de Dios y la fe… Y este impedimento le puede venir si se deja guiar y llevar de otro ciego…, conviene a saber, el maestro espiritual, el demonio y la misma alma» (Ll 3, 29).

Suele suceder que no siempre se percibe con claridad la acción divina o se la supone tan cómoda y sencilla que elimina todo esfuerzo. Dios conduce por camino seguro, pero a «oscuras» de lo que es la luz de la razón natural. Exige disposiciones que son exigencias penosas.

La intervención de Dios se produce cuando ha caído sobre el alma «una espesa y pesada nube, que la tiene angustiada y ajenada». No se debe a culpas o infidelidades; al contrario, el alma ya ha conseguido dominar los apetitos y dominado las afecciones y movimientos que la ataban al sentido. Cuanto «va más a oscuras y vacía de sus operaciones naturales, va más segura», aunque no vea cómo.

En esa situación, contradictoria en apariencia, es cuando llega el «mozo de ciego» para guiarla «a oscuras y segura». «En el tiempo de las tinieblas si el alma mira en ello, muy bien echará de ver cuán poco se le divierte el apetito, y las potencias a cosas inútiles y dañosas, y cuán segura está de vanagloria, soberbia y presunción vana y falso gozo, y de otras muchas cosas. Luego bien se sigue que, por ir a oscuras, no sólo no va perdida, sino muy ganada, pues aquí va ganando virtudes» (N 2, 16, 3).

Oscurecido el apetito, secas y apretadas las aficiones, inhabilitadas las potencias para cualquier ejercicio interior, el desconcierto parece inevitable. JC avisa a quien se halla en tal coyuntura espiritual: «No te penes por eso, antes tenlo por buena dicha». Es que «Dios tomando la mano tuya, te guía a oscuras como a ciego, a donde y por donde tú no sabes, ni jamás con tus ojos y pies, por bien que anduvieran, atinaras a caminar». Al ciego se le ha confiado a un «lazarillo» experto que no puede fallar (Ib. n. 7).

Desde esta perspectiva, se impone la conclusión de fray Juan: «Cuando el alma va aprovechando más, va a oscuras y no sabiendo». Es ciego dócil el que avanza rápidamente porque se deja llevar sin resistencia. Para caminar a prisa y seguro es necesario que el «lazarillo» sea diligente y atento, pero también el «ciego» cumpla su papel con docilidad y confianza. Repetirá JC que el «ciego para que sea buen ciego ha de ir a oscuras». En el fondo, todo se resuelve con la certeza de quien se pone totalmente confiado en las manos de Dios, porque «siendo Dios el maestro y guía de este ciego del alma, bien puede ella, ya que le ha venido a entender, como aquí decimos, con verdad alegrarse y decir: “a oscuras y en segura”». Efectivamente, el símil del lazarillo cuadra a la perfección para entender el sentido profundo encerrado en el magnífico verso de la Noche oscura. (Ib. n. 8).

La fe, «lazarillo» seguro

La referencia figurativa del símil «lazarillo» al demonio, al director espiritual y al alma, en cuanto personificaciones directas, resulta relativamente simple, con aproximación a la alegoría. En el caso de Dios, aunque también de índole personal, se hace en una trama figurativa que se inserta de manera bastante inmediata en el símbolo básico de la «noche oscura».

Dios se presenta como «mozo de ciego», produciendo ceguera y oscuridad en la capacidad natural, precisamente a través de una luz cegadora: la contemplación que se resuelve en «noche oscura». En la misma línea se coloca la aplicación figurativa a «razón-apetito», pero en sentido inverso al caso de Dios, por cuanto el «apetito de por sí es ciego». Las referencias personificadas resultan «mozos de ciego», mientras el «apetito» es el ciego. Se vincula al símbolo de la «noche oscura», en cuanto necesita oscurecerse y cegarse para poder ser guiado convenientemente.

En idéntica óptica se sitúa la figuración de la fe como «lazarillo». Al igual que el «apetito-razón» se considera capacidad, fuerza propia de la persona, no la persona en sí misma. Por otra parte, se coloca en íntima conexión con la «oscuridad» o la «noche. Sin duda alguna, es la figuración más original y de contenido más denso dentro de la tipología del «mozo de ciego». Supera literariamente el alegorismo para insertarse en el simbolismo.

La centralidad de la fe en la síntesis sanjuanista es bien conocida. Asociarla al símil del lazarillo equivale a extender considerablemente el alcance de esta figura, en apariencia tan banal. No hace al caso alargar aquí las consideraciones relativas al problema de la fe. Bastará insinuar la representación ofrecida por medio del símil estudiado.

Se enmarca fácilmente en la visión sanjuanista de la unión como meta de la vida cristiana. Para llegar a ese término no existe otro camino seguro que el de la fe. Conduce con seguridad al término del viaje, aunque parezca que se avanza a oscuras. Comparada la fe con la luz de la razón natural, parece «media noche». En presencia de la fe, asegura fray Juan, la luz de la inteligencia natural «está ciega». La fe deja al hombre a oscuras «porque priva de la luz racional, o, por mejor decir, la ciega» (S 2, 2,2).

Hablar de la fe en tales condiciones, como de «mozo de ciego», parece un contrasentido. Es indiferente que literaria y lingüísticamente se considere una antítesis, una paradoja o incluso un oxímoron. A nivel conceptual quedan superadas esas figuras de lenguaje. JC no se cansa de repetir que para llegar a la unión divina «el entendimiento ha de ser ciego y a oscuras en fe, solo». En consecuencia, puede «caminar por la oscuridad de la fe, tomándola por guía de ciego» (S 2, 1, 2).

Son conocidos los razonamientos sanjuanistas para demostrar que la fe es «noche oscura» para el alma, pese a ser luz. Manifiesta verdades que no tienen proporción con el entendimiento humano y superan su capacidad y luz natural. Resulta entonces que, por su exceso, la luz de la fe produce tiniebla y ciega, a manera del sol, respecto a cualquier otra luz.

Desde esta perspectiva, la luz cegadora de la fe «cuanto más la oscurece al almamás luz la da de sí, porque cegando la da luz». Dándose perfecta cuenta de la aparente incongruencia, concluye su razonamiento: «Admirable cosa es que, siendo tenebrosa … con su tiniebla alumbra y da luz a la tiniebla del alma» (S 2, 3, 5).

Por esta inversión de términos resulta que quien parece «ciego (la fe) se convierte en guía de mozo y, a la inversa, el alma-luz de la razón, de guía se vuelve ciego». De esta manera cobra sentido el símil del lazarillo aplicado a la fe. Para «ser bien guiada el alma a Dios por fe» insiste JC debe de «estar a oscuras». A buen lazarillo, buen ciego.

Bien asentado que la fe es luz para el camino y, por lo mismo guía seguro, lazarillo fiel, al Santo le urge dejar bien claro la necesidad de dejarse guiar, no oponiendo resistencia con agarrarse a otra luz-guía. Eso es ser buen ciego.

Si quiere avanzar el alma, debe desechar otras luces y quedarse a «oscuras, así como el ciego, arrimándose a la fe oscura, tomándola por guía y luz, y no arrimándose a otra cosa de las que entiende, gusta y siente e imagina. Porque todo aquello es tiniebla, que la hará errar; y la fe es sobre todo aquel entender y gustar y sentir e imaginar. Y si en esto no se ciega, quedándose a oscuras totalmente, no viene a lo que es más, que es a lo que enseña la fe» (S 2, 4, 3).

Remata sus consideraciones con el recurso directo al lazarillo, cuya función se corresponde figurativamente con la de la fe. Merece la pena leer íntegro el texto: «El ciego, si no es buen ciego, no se deja guiar del mozo de ciego, sino que, por un poco que ve, piensa que por cualquier parte que ve, por allí es mejor ir, porque no ve otras mejores; y así puede hacer errar al que le guía y ve más que él, porque, en fin, puede mandar más que el mozo de ciego. Y así, el alma, si estriba en algún saber suyo o gustar o saber de Dios, como quiera que ello, aunque más sea, sea muy poco y disímil de lo que es Dios para ir por este camino, fácilmente yerra o se detiene, por no se querer quedar bien ciega en fe, que es su verdadero guía» (S 2, 4, 3).

En ningún otro lugar llega la pluma sanjuanista a pintar con tal realismo la figura del ciego recalcitrante frente a su lazarillo. El primero abusa de su autoridad moral para imponer caminos peligrosos, sin dejarse convencer del «mozo» con ojos claros. Seguramente que presenció en más de una ocasión el animado discutir y porfiar de la clásica pareja. Acaso a ningún contemporáneo se le ocurrió trasladar la escena al ámbito de la vida espiritual. Menos aún servirse de ella para simbolizar la relación entre razonamiento humano y luz de la fe. Se necesitaba la penetración sanjuanista en los recónditos senos del espíritu para llegar a esa genial transmutación.

Nadie ignora la importancia concedida a la vida teologal en el magisterio sanjuanista. También es de sobra conocido que la aportación más original en esa parcela se refiere a la fe. Es el gran maestro de la fe. De ahí la porfía por estudiar ese capítulo de su espiritualidad.

No podía ser menos. Hablar de la fe implicaba necesariamente conectar con las otras virtudes teologales. La estructura fundamental de la Subida del Monte Carmelo gira en torno a la correlación virtudes y potencias del alma. La extensión y originalidad concedida a la fe no supone desviación alguna en el enfoque teologal sanjuanista. Es simple acentuación en consonancia con exigencias prácticas de su pedagogía.

Para él, como para cualquier cristiano, la caridad es el centro radical de convergencia y el motor de todo el organismo espiritual. Aunque de manera incidental también la caridad se coloca en la óptica figurativa del «lazarillo». Y lo hace en compañía de la fe, pero no con la relación «ciego»-«mozo». Ambas virtudes ejercen la función de guía, por ello, de «lazarillos».

Nada mejor para rematar las diversas facetas sugeridas por el clásico símil que la página referida a la fe y. a la caridad. Reitera desde otra perspectiva la exigencia de caminar a Dios «a oscuras», no confundiéndole a él con realidades criadas.

«Dicho queda, ¡oh alma!, el modo que te conviene tener para hallar el Esposo en tu escondrijo. Pero, si lo quieres volver a oír, oye una palabra llena de sustancia y verdad inaccesible: es buscarle en fe y en amor, sin querer satisfacerte de cosa, ni entenderla más de lo que debes saber; que esos dos son los mozos del ciego que te guiarán por donde no sabes, allá a lo escondido de Dios. Porque la fe, que es el secreto que habemos dicho, son los pies con que el alma va a Dios, y el amor es la guía que la encamina; y andando ella tratando y manoseando estos misterios y secretos de fe, merecerá que el amor la descubra lo que en sí encierra la fe… en esta vida por gracia especial, en divina unión con Dios, y en la otra, por gloria esencial» (CB 1, 11; cf. S 2, 4, 2-3).

Ambas virtudes guían segura al alma y pueden simbolizarse en el lazarillo. Están en perfecto paralelismo. Si se trata de establecer graduación o jerarquía para determinar preeminencia, Juan es bien explícito: la fe baja a la categoría de «pies del alma». El guía, el lazarillo indefectible, es la caridad. Esto si se atiende al contenido. Desde el prisma figurativo resulta mejor caracterizada en el lazarillo la fe que la caridad.

Es lo que ha hecho JC con el «mozo de ciego». Bajo ese símil recuerda la trama fundamental del itinerario que conduce a la unión divina. Es una senda de negación y purificación en «noche oscura». Dios es el único que conduce por ella con absoluta seguridad. Se sirve, no obstante, de mediaciones; pone a disposición del hombre «mozos de ciego», lazarillos para que le guíen con fidelidad. Algunos cumplen a la perfección su cometido, como la fe y la caridad; otros no siempre aciertan, aunque de por sí deberían esmerarse, como los confesores, directores y maestros espirituales; de algunos lazarillos jamás conviene fiarse; inevitablemente llevarán a la fosa; tales: el apetito sensual, el demonio y la propia presunción. JC se produce en materia con tal aplomo y desenfado que, sin confesarlo de palabra, se tiene por «lazarillo» seguro y competente.

BIBL. – E. PACHO, “Símiles de la pedagogía sanjuanista: el lazarillo “mozo de ciego”, en MteCarm 98 (1990) 527.

E. Pacho