Felicidad

Sólo tres veces emplea Juan de la Cruz en sus escritos la palabra “felicidad”. Queda en parte compensada esta penuria verbal con otras voces equivalentes, como “dicha” y “dichoso”, “deleite”, “solaz”, etc. que comparecen con un centenar de frecuencias. Lo importante es que la realidad y el significado de la auténtica felicidad estén sumamente presentes en su vida y en su obra. También aquí surge el contraste entre lo que parece y lo que es Juan: infeliz y feliz. A la postre, prevalece la felicidad real sobre la aparente infelicidad. Se le podría definir ambivalente como pobre-rico, desgraciado-afortunado, perseguido-amado, atormentado-dichoso.

I. Hombre feliz

J. de la Cruz cifró la más alta y pura esencia de la felicidad en el amor. Desde esta suprema perspectiva fue un hombre feliz, porque amó mucho y fue amado sincera y tiernamente. Aunque pobres, se amaron en su pequeña y reducida familia, su madre y su hermano, permaneciendo fieles, comunicativos y afectuosos, unidos a pesar de las distancias; incluso los llevará a sus conventos para que ayuden a los frailes con su trabajo. Su madre recibirá sepultura en el Carmelo teresiano de  Medina del Campo, y a su hermano  Francisco, pobre y analfabeto, lo presentará fray Juan a los señores de  Granada como “la joya que más apreciaba él en el mundo”.

Amó y fue amado fray Juan por los religiosos, que le elegían y reelegían para superior de las casas, y leían y copiaban sus escritos, que gracias a ellos han llegado en varios códices hasta nosotros. Fue amado sobre todo por las religiosas, que no se cansaban de escucharle, oyendo con embeleso sus enseñanzas y poniéndose bajo su dirección espiritual. Con tan experto guía hacían grandes progresos en el camino de la perfección. Esto hacía crecer en todos sus dirigidos y dirigidas la estima y el afecto hacia un hombre “tan celestial y divino” en expresión de  S. Teresa. Nos han llegado muy pocas cartas de fray Juan de la Cruz, solamente 34. Pero en ese corto epistolario se echa bien de ver la delicadeza, el cariño y el amor que encerraba este hombre en su corazón.

Le resta aún a fray Juan otra dimensión de la felicidad: la que se deriva del amor divino. Desde este plano espiritual, su ventura no conoció término ni límite. Estudió y columbró la verdadera sustancia de la felicidad posible, la expuso con profunda reflexión en sus libros, iluminó las mentes con su irradiación y la cantó con arcangélica melodía. Él no habló de felicidades terrenas, sino de la felicidad eterna (CB 38,1) y de la felicidad infinita (Po I, 1). Percibió para sí y brindó para los demás la felicidad como un indecible aquello que no se puede decir con nombre sobre la tierra. Y murió fray Juan de felicidad un día en  Úbeda, porque murió de amor.

II. A la felicidad por la santidad

J. de la Cruz no concibió ni para sí ni para los otros la verdadera felicidad si no era como fruto espontáneo de la santidad. Él así la buscó y la halló y la poseyó y la gozó. Tampoco fue a la santidad exclusivamente como tal santidad, sino como una vivencia y exigencia del amor. Su programa era amar a Dios como Dios debe y quiere ser amado, sin trabas y hasta las últimas consecuencias, hasta alcanzar la unión plena con él. Eso es la santidad para fray Juan, y eso es lo que confiere en este mundo la dichosa ventura de la única felicidad. Él la logró para sí; la procuró para sus hijos espirituales; y la consignó por escrito para las futuras generaciones. Porque todos estamos llamados a la santidad como estamos predestinados a la felicidad, una felicidad de enamorados a lo divino.

III. Doctor y poeta de la felicidad

J. de la Cruz es doctor de la Iglesia por sus escritos. En ellos trata de llevar a las almas a la perfecta  unión con Dios, esa unión en la que esas almas encontrarán cuanto desean, cuanto quieren, cuanto aman. Es decir, hallarán todo cuanto buscan y necesitan para ser felices del todo y para siempre. En este sentido desarrolla el Santo su teoría por elevación. Para esto el experto guía procura, primero, quitar los impedimentos, las imperfecciones, las aficiones, lo que es  negación de Dios; segundo, llenar al alma de perfecciones y virtudes, asemejándola en entendimiento y voluntad a Dios para alcanzar la unión con El, queriendo lo que Dios quiere y amando lo que Dios ama.

Para estimular al alma a este alto y feliz estado de la eterna e infinita ventura fray Juan le va mostrando por piezas todas las muchas bellezas y gozos que trae para el hombre la posesión de Dios, y aquí es un derroche de dones, consuelos, gozos, recreaciones, gustos, deleites y maravillas que no puede haberlas juntas en ninguna otra parte ni es capaz de imaginar el más encandilado soñador.

Ofrecemos a continuación un muestrario del vocabulario sanjuanista con referencia directa a la felicidad. Para no empedrar este texto de incontables citas y números de la Llama de amor viva las englobamos todas por el orden de las respectivas estrofas:

Estrofa 1ª: “Ríos de gloria, copiosidad del deleite, torrente de tu deleite, que a vida eterna sabe, jocunda y festivalmente, abrazo abisal de su dulzura, muerte muy suave y muy dulce”.

Estrofa 2ª: “El deleite sobremanera, lo fino del deleite, hasta los últimos artejos de pies y manos, anda el alma como de fiesta, divinos modos de deleite, no es increíble que así sea”. “La delicadez del deleite que se siente es imposible decirse; no hay vocablos para declarar cosas tan subidas de Dios como en estas almas pasan”.

Estrofa 3ª: “Un paraíso de regadío divino, abismo de deleites, delectación grande, su sed es infinita, deleite y hartura de Dios”.

Estrofa 4ª: “Fuerte deleite, totalmente indecible, cuán dichosa es esta alma”.

El mismo procedimiento seguimos para las citas del Cántico espiritual, que agrupamos por el orden de cada una de las canciones: “Deleite escondido en  Dios escondido, Cristo, infinito deleite (Can 1), prado de deleites (4), el más subido deleite, muy mayor deleite (14), gozo en flor (16), deleitoso jardín (17), un mar de deleite, suave sueño de amor, novedades de deleites, en todo deleite se deleita, dichosa vida, música subidísima que embebe y suspende (20-21), felicísimo estado, el alma hecha Dios, son dioses (22), lecho de deleites, flores de felicidad (24), divina  embriaguez (25), divina bebida (26), no hay afición de madre comparable, deleites de amor, derretirse de amor (27), solaz y deleite, vino sabroso de amor (30), apacentado sabrosa y divinamente (34), sabroso asiento de amor (35), sabor inefable (37), “aquello” que me diste (38), profundo deleite indecible, sabor de canto eterno en esta vida, “no hay que tener por imposible” (39).

IV. Dichosa vida

El depositario y beneficiario de todos estos bienes y consuelos e indecibles delicias para J. de la Cruz es un ser enteramente feliz y así lo define como al hombre más dichoso de la tierra en un anticipado paraíso de gloria. Exclama el extático Juan: “¡Dichosa vida y dichoso estado y dichosa alma que a él llega! donde todo le es sustancia de amor y regalo y deleite de  desposorio” (CB 20-21,5).

Todo esto se explica si se tiene en cuenta lo que afirma este doctor de la Iglesia acerca de la condición divina de estas almas llegadas a la perfección, a saber: “Las almas, los mismos bienes poseen por participación que Dios por naturaleza; por lo cual verdaderamente son dioses por participación, iguales compañeros suyos de Dios” (CB 39, 6). En otro lugar pondera el Santo: “Viviendo el alma aquí vida tan feliz y gloriosa, como es vida de Dios, considere cada uno, si pudiere, qué vida tan sabrosa será ésta que vive” (CB 22, 6). J. de la Cruz, este santo, esencialmente feliz, brinda felicidad a los mortales; este doctor señala el camino que conduce al paraíso y este poeta dice su canción de la alegría a cuantos quieran avanzar a su vera.

BIBL. — ISMAEL BENGOECHEA, La felicidad en San Juan de la Cruz, Sevilla, Miriam, 1988.

Ismael Bengoechea

Fe teologal

I. Noción y aspectos de la fe

La fe teologal es un don gratuito, que ayuda al hombre en el conocimiento de la realidad divina, la  Trinidad y toda la economía salvífica. Juan de la Cruz, como creyente que ha experimentado las gracias místicas, es consciente de la importancia de la fe y de la necesidad de tenerla viva y operante para poder llegar a la experiencia de la unión. “Dios es la sustancia de la fe y el concepto de ella” (CB 1,10). Por tanto, “la fe es el secreto y el misterio” (ib.). Al hablar del “abismo de la fe” (S 2,4,1) en el pensamiento sanjuanista lo primero que sale al paso es la presencia de dos sentidos básicos de la fe: uno amplio y otro más restringido.

En una acepción amplia y genérica, y en perspectiva personal o subjetiva, la fe se equipara, en ocasiones, a la  “noche espiritual” (S 2,1,3) y a la “negación de todas las potencias y  gustos y apetitos espirituales” (S 2,1,2). En este sentido, la fe es comprensiva de las tres virtudes teologales. Habitualmente, sin embargo, la fe tiene en los escritos sanjuanistas un significado más estricto: “Hábito del alma cierto y oscuro … porque hace creer verdades reveladas por el mismo Dios” (S 2,3,1). En esta definición, tomada en sus elementos esenciales de la teología escolástica, se contienen los dos aspectos fundamentales de la fe: en cuanto acto (“fides qua creditur”) y en cuanto contenido (“fides quae creditur”).

El contenido hace referencia a las “verdades reveladas por el mismo Dios” a la  Iglesia (S 2,27,4; cf. S 2,27,1; 2,27,2; 2,27,6; 2,22,3) y sintetizadas en la “enseñanza de  Cristo hombre” (S 2,22,7). Tales verdades “exceden todo juicio y razón, aunque no son contra ella” (S 2,22,13). La causa hay que buscarla en el hecho de no ser “del mismo hombre sino de boca de Dios” (S 2,22,3) de donde proceden esas verdades, permaneciendo incapaz el hombre en su condición natural de aprehenderlas exhaustivamente con el entendimiento.

Sin duda, la afirmación más interesante de la doctrina sanjuanista, en este punto, se refiere a la centralidad de Cristo como  Palabra única y definitiva de Dios, en la cual se agota toda la revelación. “En darnos como nos dio a su Hijo, que es una Palabra suya, que no tiene otra, todo nos lo habló junto y de una vez en esta sola Palabra y no tiene más que hablar” (S 2,22,3; 2,22,4-5). Dios ha quedado mudo después de la Encarnación del Hijo, pues “acabando de hablar toda la fe en Cristo, no hay más fe que revelar ni la habrá jamás” (S 2,22,7). Las consecuencias son manifiestas: toda verdad revelada adquiere su pleno significado en Cristo, Palabra de  Dios, revelado en la plenitud de los tiempos; la Palabra definitiva de Dios no es una verdad sobre “algo” sino sobre “alguien” pudiendo decirse que la Palabra definitiva no es la verdad sobre Cristo sino el mismo Cristo. El mismo Dios en Cristo se entrega sobrenaturalmente al hombre cuando se revela (S 2,3,5).

En el segundo aspecto, la fe como acto-hábito, hace referencia a su dimensión subjetiva: el creer. Supone e implica un “consentimiento del alma de lo que entra por el oído” (S 2,3,3). En el campo religioso significa una acción voluntariamente humana, del entendimiento y de la voluntad, por la que se acoge y acepta lo revelado por Dios. Y aunque expresamente no se diga, puede considerarse como el auténtico fundamento de tal asentimiento a la autoridad de Dios. En consecuencia el asentimiento al contenido de la fe, a la palabra y a las verdades que exceden todo entendimiento, debe otorgarse sin haber aprehendido con claridad lo revelado (S 2,27,5). J. de la Cruz no ofrece un análisis pormenorizado de la fe como acto. Lo presupone, limitándose a presentar aquellos datos que le interesan para la comprensión del dinamismo de la fe en la vida teologal.

II. Dinamismo de la fe

La función de la fe en el proceso hacia la unión con Dios puede sintetizarse en las siguientes palabras de la Subida 2,23,4: “Desembarazar el entendimiento encaminándole y enderezándole … en la noche espiritual de la fe a la unión con Dios” (S 2.23,4). En esta afirmación encontramos los elementos necesarios para comprender el dinamismo de la fe en el sistema teologal sanjuanístico: la  “divina unión” como único fin hacia el que se encamina el alma; la “noche espiritual de la fe” como medio y ámbito esencial para alcanzar la unión; el “entendimiento” como potencia sobre la fe que ejerce una doble misión: “desembarazar” y “encaminar”.

1. PURIFICACIÓN POR LA FE. De lo dicho anteriormente se desprende la incapacidad del entendimiento humano para llegar por sus propias fuerzas naturales a la unión. Así lo afirma explícitamente J. de la Cruz: “Es imposible que el entendimiento pueda dar en Dios por medio de las criaturas … por cuanto no hay proporción de semejanza” (S 2,8,3), y “todo lo que pueda entender el entendimiento es muy disímil … a Dios” (S 2,8,5). El fundamento hay que buscarlo en la imposibilidad natural del entendimiento para entender aquellas cosas que no se reciben por los sentidos corporales y en la incapacidad de recibir en esta vida una noticia clara de Dios (S 2,8,4). La consecuencia clara es que “el entendimiento se ha de cegar a todas las sendas que él pueda alcanzar para unirse con Dios” (S 2,8,6), y “quedar limpio y vacío de todo lo que puede caer en el sentido, y desnudo y desocupado de todo lo que pueda caer en claridad en él” (S 2,9,1). Es la fe la encargada de realizar este vacío intelectual y llenar del entendimiento con Dios mediante el asentimiento a las verdades reveladas.

El entendimiento, “que es el candelero donde se asienta esta candela de la fe” (S 2,16,15), es purificado por ella. El proceder natural del entendimiento necesita ser purificado a través de un proceso de negación, realizado por la mutua colaboración entre el hombre (“despojarse de lo que no es Dios”) y Dios (que “asiste al hombre en este despojamiento”) a través de la fe. De esta forma se lleva a cabo el “pasar al no saber” de que habla en S 2,4,4

La labor de la fe en esa purificación radical del entendimiento, tiene gran riqueza terminológica en la pluma del Santo: “desnudar” (S 2,4,2), “angostar” (S 2,7,2), “vaciar” (S 2,6,1), “desapropiar” (S 2,7,3), “desembarazar” (S 2,7,3), “aniquilar” (S 2,7,4), “enajenar” (S 2,7,7), “desasir” (S 2,5,4), “morir a la naturaleza” (S 2,7,7). Negación por la que se priva al entendimiento de su luz y de todos los objetos visibles gracias a esa luz, quedando dicha potencia a oscuras y sin nada (S 1,3,1). Expresiones gráficas para expresar la negación radical operada por la fe en las aprehensiones del entendimiento: de lo mundano, pero también de lo procedente de Dios.

En relación a las  noticias naturales o sobrenaturales provenientes de Dios, la recomendación es tajante: “En éstas el alma hallará su propiedad y asimiento y embarazo, como en las cosas del mundo, si no las sabe renunciar como a ellas” (S 2,16,4). Por tanto, “sólo ha de poner los ojos en aquel buen espíritu que causan, procurando conservarle en obrar y poner en ejercicio lo que es de servicio de Dios ordenadamente, sin advertencia de aquellas representaciones ni de querer gusto sensible” (S 2,17,9). Negación donde no basta el número de privaciones sino la desnudez del gusto y apetito en ellas, pues es la estimación de la voluntad (S 2,7,6; S 1,3,4) y la motivación teologal (“despojarse por Dios” S 2,5,7.8) la que determina la calidad de la  negación. En este sentido, lo nuclear no es tanto lo que se niega como la actitud y motivación del sujeto que niega. Mientras no exista voluntad y apetito de las cosas, éstas no dañan al alma (S 1,3,4; 1,13,4).

2. LA OSCURIDAD DE LA FE. Para hacer fácil y perseverante esta actitud de negación radical es necesario un amor grande a Dios y a Cristo. De lo contrario, no “tendrá ánimo para quedar a oscuras de todas las cosas, privándose del apetito de todas ellas” (S 1,14,2). La negación produce una profunda “noche oscura” en el alma. El entendimiento se ve sumido en oscuras tinieblas al verse privado de su goce natural y del descanso en lo conocido de acuerdo con su capacidad natural. Se queda “a oscuras y sin nada” (S 1,3,1). Una oscuridad más densa de la existente en la noche del sentido, debido a la mayor interioridad de la noche al verse privada de la “luz racional” (S 2,2,2), invade el alma. Nos encontramos en la “media noche” sanjuanista (S 1,2,5) donde es preferible hablar de “oscuridad” –en la cual no se ve nada– en lugar de “noche oscura” –en la que todavía queda alguna luz– (S 2,1,3).

Pero la oscuridad de la fe llena al mismo tiempo que vacía; a medida que aleja de lo caduco acerca a Dios: “El entendimiento ciego y a oscuras en fe sólo … debajo de esta tiniebla se junta con Dios el entendimiento, y debajo de ella está Dios escondido” (S 2,9,1). El vaciamiento del entendimiento no es un fin en sí mismo, sino que viene determinado por el deseo de unirse a Dios. Así lo exige la relación intrínseca entre el vacío de aprehensiones cognoscitivas desordenadas y la presencia de una “luz serena y limpia” (S 2,15,3), “pura y sencilla” (S 2,15,4) a través de la cual se comunica pasiva y sobrenaturalmente Dios (S 2,15,2). A facilitar la acogida de esta luz divina van dirigidos los esfuerzos purificadores de la fe, constituida en “el próximo y proporcionado medio para que el alma se una con Dios (S 2,9,1).

Ello es posible por la semejanza esencial existente entre la fe y Dios, hasta poder afirmarse “que no hay otra diferencia sino ser visto Dios y creído” (ib.). Así como “Dios es infinito, así ella nos lo propone infinito, y así como es Trino y Uno, nos lo propone Trino y Uno; y así como es tiniebla para el entendimiento, así ella también ciega y deslumbra nuestro entendimiento” (Ib.). En el acto de fe, Dios interviene sobrenaturalmente no sólo ayudando a asentir sino también “ilustrando el alma sobrenaturalmente con su divina luz” (S 2,2,1). Como estas ilustraciones divinas “son sobre toda luz natural y exceden todo humano conocimiento sin ninguna proporción” (S 2,3,1; 2,4,2), el entendimiento no puede poner activamente su habilidad natural pues modificaría tales ilustraciones haciéndolas muy naturales y erróneas (S 2,29,7). La única actitud correcta para J. de la Cruz “es arrimarse a la fe oscura, tomándola por guía y luz y no hacerlo a ninguna cosa de las que se entiende y siente” (S 2,4,2).

La fe en cuanto dispone para la unión con Dios también produce oscuridad en el alma, cuando llega a ser “ilustrada” por la contemplación divina. En este caso es por exceso de luz. Al ser tan excesiva para el entendimiento le oprime y le vence sumiéndole en “oscura tiniebla” (S 2,3,1). De modo semejante a como el sol vence nuestra vista porque su luz es muy desproporcionada a ella (ib.), la luz de la fe ciega el entendimiento incapaz de “comprehender las verdades ocultas de Dios que hay en sus dichos” (S 2,20,5). En virtud de la relación entre la fe como luz y la ceguera del entendimiento se puede afirmar que “cuanto las cosas de Dios son en sí más altas y más claras, son para nosotros más ignotas y oscuras” (S 2,8,6) e inversamente, cuanto más oscurece la fe al alma “más luz le da de sí, porque cegando la da luz” (S 2,3,4).

3. LA FE ILUSTRADÍSIMA. Para que estas “tinieblas en que estaba Dios encubierto” (S 2,9,3; 2,9,2) dejen paso a la luz plenamente visible es necesario la consumación de la vida mortal. Entonces “parecerá la  gloria y la luz de la Divinidad que en sí contenía” la fe (S 2,9,3). En la medida en que el alma acoge la luz contenida en la fe se realiza la unión con Dios debido a que “esa divina luz … es principio de la perfecta unión” (S 2,2,1), “luz de la divina unión” (S 1,4,2) y “luz, que es la unión de amor, aunque a oscuras en fe” (S 2,9,4). Desde el punto de vista cognoscitivo, la unión con Dios se caracteriza por la enseñanza sobrenatural y secreta de Dios al alma (S 2,29,7). Enseñanza, que excede todo conocimiento y, por tanto, imposible de “entender razonablemente” por un hombre que no sea espiritual (S 2,19,11); es decir, iluminado por el  Espíritu Santo en fe (S 2,29,6).

Respecto a la gradualidad de esta “iluminación” del hombre, cabe indicar que la perfección en la unión se logra en esta vida (cada hombre según su capacidad) cuando cesan todos los apetitos y el alma se encuentre sosegada y acallada (S 1,5,6). Entonces “el alma, ya sencilla y pura se transforma en la sencilla y pura sabiduría, que es el Hijo de Dios” (S 2,15,4). En el camino de las almas al sumo conocimiento propio de la unión, la pedagogía divina tiene para cada alma un designio peculiar. Sin embargo, suele comenzar comunicando lo espiritual desde las cosas exteriores “según la pequeñez y poca capacidad del alma, para que mediante la corteza de aquellas cosas sensibles, que de suyo son buenas, vaya el espíritu haciendo actos particulares y recibiendo tantos bocados de comunicación espiritual y llegue a la actual sustancia de espíritu, que es ajena de todo sentido, al cual … no puede llegar el alma sino muy poco a poco, a su modo … Cuando llegare perfectamente al trato con Dios de espíritu necesariamente ha de haber evacuado todo lo que acerca de Dios podía caer en el sentido” (S 2,17,5) y toda inteligencia clara y particular aunque fuese muy espiritual (S 2,15,3; 2,16,15). Debe tenerse presente el hecho de que “cuanto más se aniquilare por Dios … tanto más se une a Dios” (S 2,7,11) y mayor es la luz participada por el hombre en la fe. “El no ir adelante es volver atrás, y el no ir ganando es ir perdiendo” (S 1,11,5).

Cuando el alma llega a este estado de “caminar en oscura y pura fe” (N 2,2,5), se encuentra con la promesa del Esposo: “Yo te desposaré … conmigo por fe” (ib.), consumando el hecho de “salir de sí misma” (N 2,4,1), “por una escala muy secreta, que ninguno de casa la sabía” (N 2,15,1) y llevando “una túnica interior de una blancura tan levantada, que disgrega la vista de todo entendimiento” (N 2,21,3) para “conseguir la gracia de la unión del Amado” (N 2,21,4). El alma, pues, no podía ponerse mejor vestido, ya que así vestida “no ve ni atina el demonio a empecerla” (N 2,21,3) y, a la vez, “es imposible dejar de agradar” a Dios (N 2,21,4). Y este disfraz blanco es el que dispone al alma “para unirla con la Sabiduría divina” (N 2,21,11) y para “entender admirables cosas de gracia y misericordia … en las obras de tu Encarnación” (CB 5,7). Llegada el alma al “matrimonio espiritual”, donde es “confirmada en gracia” (CB 22,3), y donde posee “la pureza y entereza de su fe” (CB 31,3), se siente ya tan iluminada que le parece entrever la presencia del mismo Dios. Son visos de gloria; apenas falta romper la tenue tela de la vida mortal para que la plena claridad de la visión sustituya a la fe. La situación queda descrita por el Santo así: “Esta es la gran satisfacción y contento del alma, ver que da Dios más que ella en sí es y vale, con aquella misma luz divina y calor divino que se lo da; lo cual en la otra vida es por medio de la lumbre de gloria, y en ésta por medio de la fe ilustradísima” (LlB, 3,80).

4. FE-CARIDAD. La amplitud e insistencia sobre la virtud de la fe no impide a J. de la Cruz reiterar la íntima relación con la  caridad. No sólo no se excluyen, sino que se recalca la mutua influencia como esencial en el dinamismo teologal. Por una parte, “cuanto más pura y esmerada está el alma en fe, más tiene de caridad infusa de Dios”; por otra parte, “cuanta más caridad tiene tanto más la alumbra y comunica los dones el Espíritu Santo” (S 2,29,6). La función de la caridad en la unión del alma con Dios por la fe es verdaderamente trascendental. Viene a ser el “alma” del proceso de vaciamiento y oscuridad. El amor impulsa a creer “en lo que no se ve, ni siente ni puede ver ni sentir en esta vida que es Dios” (S 2,24,9) de tal modo que “el entendimiento … oscuro ha de ir por amor en fe” (S 2,29,6). Cuanta mayor sea la oscuridad a que se ve sometida el alma mayor importancia tiene que “ande el alma inflamada con ansias de amor de Dios muy puro” (S 2,24,8).

El carácter informador y director de la caridad (S 1,2,3) sobre la vida de fe, lleva a J. de la Cruz a destacar la primacía del amor en la recepción de comunicaciones espirituales. En esos momentos es necesario ponerse “la voluntad con amor a Dios” (S 2,29,7), sin aplicar el entendimiento a lo que se comunica, y “fundar la voluntad en fortaleza de amor humilde” (S 2,29,9). La primacía del amor sobre las otras dos virtudes teologales no significa separación o autonomía entre ellas. A lo largo del itinerario espiritual la fe y el amor son “los dos mozos de ciego” que han de guiar al alma “por donde no sabe, allá a lo escondido de Dios” (CB 1,11). En último término hay que reconocer con el Santo que todo se reduce a la caridad, hasta la misma fe, ya que Dios se comunica como amor incluso a través de las verdades de la fe. No se comunica “sino por el amor del conocimiento” (CB 13,11).

BIBL. — AMATUS VAN DE H. FAMILIE, “La fe ‘Ilustradísima’”, en EphCarm 9 (1958) 412-422; Id. “Foi et contemplation”, ib. 13 (1962) 224-256; BALDOMERO J. DUQUE, “Sobre el tema de la fe: diálogo con san Juan de la Cruz”, en Teología Espiritual 2 (1958) 469-477; ALAIN DELAYE, La foi selon Jean de la Croix, La Plese, Angers 1975; M. LABOURDETTE, “La foi théologale et la connaissance mystique d’après la Subida-Noche”, en Revue Thomiste 42 (1936-1937) 16-57, 191-229; KAROL WOJTYLA, La fe según san Juan de la Cruz, BAC, Madrid 1979; ANTONIO BARUFFO, “La fede in S. Giovanni della Croce”, en Rassegna di Teologia 32 (1991) 389-409; JOSÉ DAMIÁN GAITÁN, “Conocimiento de Dios y sabiduría de la fe en san Juan de la Cruz”, en el vol. Experiencia y pensamiento en san Juan de la Cruz (Madrid 1990) 251-269; JUAN PABLO II, San Juan de la Cruz, maestro en la fe, Roma-Madrid, 1991.

Aniano Álvarez-Suárez

Fantasía

I. Naturaleza y funciones

En los escritos de san Juan de la Cruz, los dos vocablos “fantasía e imaginación” tienen acepción técnica. Forman parte del sistema psicológico del Santo, quien a su vez los recibe de la filosofía (y psicología) tomista entonces en boga. Son términos afines, pero no sinónimos. Corresponden a dos sentidos interiores, intermedios entre los sentidos exteriores (vista, oído etc.) y las potencias superiores, especialmente entendimiento y memoria. “Sentido corporal interior, que es la imaginación y fantasía”, escribe él (S 2,12,2). Aunque marginales en la doctrina de fray Juan, al lector le será indispensable tener en cuenta el puesto que ocupan en el esquema psicológico manejado por él, para captar el sentido de su pensamiento, especialmente en el plano místico.

Si bien definidos como dos sentidos diferentes, el Santo hablará siempre de ellos como de una unidad. Entre ambos existe una diferencia sutil: imaginación y fantasía “ordenadamente se sirven el uno al otro: porque el uno (la imaginación) discurre imaginando, y el otro (la fantasía) forma la imaginación o lo imaginado fantaseando” (S 2,12,3). Lo cual no impedirá que él mismo escriba que “se puede imaginar con la fantasía” (ib. 4,4.). Y que “el sentido de la fantasía, junto con la memoria, es como un archivo y receptáculo del entendimiento, en que se reciben todas las formas e imágenes inteligibles” (Ib. 16,2: esa idea de la fantasía “archivo y receptáculo” se repite en LlB 3,69).

En el engranaje del mecanismo noético, la fantasía suministra “al entendimiento que llaman los filósofos activo” (CB 39,12) las especies que deberán ser depuradas y espiritualizadas para ser trasmitidas al “entendimiento que llaman los filósofos pasivo o posible” (CB 14,14), el cual, recibiéndolas, llevará a término el proceso cognoscitivo. (Esa reiterada alusión a los filósofos indica el origen de tal nomenclatura.) A esas especies que pasan de la fantasía al entendimiento, fray Juan las llama “fantasmas”, vocablo que él utiliza en esta sola acepción técnica, nunca en nuestra habitual acepción de hoy (Ib. y S 2,1,2; 2,3,2; LlB 2,34, etc.).

En el característico lenguaje simbólico del Santo, fantasía e imaginación quedan figuradas por las “ninfas” y los “arrabales” (CB 18,4.7), o por las “aves ligeras” con su molesto revoloteo (CB 20,5), o por “el platero” y las “lañas de plata” que él fabrica (S 2,8,5), o bien “como si fuese un espejo (que) tiene en sí [las formas de las cosas], habiéndolas recibido por vía de los cinco sentidos” (S 2,16,2). Todo ello en contraposición al “agua pura” que simboliza al entendimiento (CB 36,9), y que fluye en la porción superior del espíritu humano.

II. Actuación en el desarrollo espiritual

a. En los comienzos de la vida espiritual, es normal y aún necesario el recurso a la imaginación. A ella están vinculados la meditación y el discurso, porque “el estado y ejercicio de principiantes es de meditación y hacer actos y ejercicios discursivos con la imaginación” (LlB 3,32). El Santo se atiene al axioma teológico según el cual  Dios, en su relación con el  hombre, se abaja y adopta la condición de éste. Todo lo va disponiendo “suaviter” (S 2,17,2): “los teólogos dicen que Dios mueve todas las cosas al modo de ellas” (ib.). Y por eso, al principiante lo irá atrayendo a lo puro espiritual desde su normal arrimo a lo sensorial y desde el obligado recurso a la mediación de los sentidos, exteriores e interiores. Pero ha de llegar un momento en que el “aprovechado” (“aprovechante”, dice el Santo: S 2,15) suelte amarras: supere el recurso a la meditación con todo lo que ésta supone, e ingrese en el reposo del  recogimiento o de la  “advertencia amorosa” (S 2,12,8; 2 5,5), dejando de lado el normal recurso a la  meditación e imaginación. Lo cual no quiere decir que en más de una ocasión no haya de regresar a ellas (Ib. c. 15).

En la base de toda esa doctrina está el postulado teológico del Santo, según el cual nada de lo contenido en formas o especies o imágenes limitadas es medio proporcionado para la unión del alma con Dios. De suerte que, en las etapas superiores del proceso espiritual, “cuanto más se arrimare (el alma) a la imaginación, más se aleja de Dios y en más peligro va, pues que Dios, siendo como es incogitable, no cabe en la imaginación” (LlB 3,52). La indicación de “zona de peligro”, se debe a que de esa franja del espíritu se sirve más y mejor el demonio para hacer trampantojos al alma (N 2,2,3).

Por todo ello, en un determinado punto del proceso, suavemente se va imponiendo el despegue interior de las mediaciones imaginarias y discursivas, para ceder el paso a la acción de Dios en la  contemplación unitiva.

b. En la cumbre de la perfección. Según eso, ¿fenecen la imaginación y la fantasía en esas altas zonas de la  unión mística? Desde luego no será ni el místico ni el poeta fray Juan, quien condene a la atrofia definitiva a esos dos “sentidos interiores”. La aportación de ambos ¿no está sumamente presente en su poema cimero y postrero, la “Llama de amor viva”? De momento, baste recorrer los hitos más destacados de esa etapa final.

Dentro de la  experiencia mística inicial, es normal que Dios gratifique al místico con infusiones que afecten precisamente a los sentidos interiores, imaginación y fantasía. De hecho será en la esfera de éstas donde tendrán lugar las llamadas “visiones imaginarias”, auténticas gracias místicas, si bien sólo germinales: “debajo de este nombre de visiones imaginarias queremos entender todas las cosas que debajo de imagen… sobrenaturalmente se pueden representar a la imaginación…” (S 2,16,2). Aunque “sobrenaturales”, esas experiencias serán materiales de valor efímero: el Santo tendrá que escribir todo un capítulo de la Subida (2,17) para justificar su presencia en el plan pedagógico del Señor.

Más adelante, esa porción interior del hombre tendrá que ser sometida al crisol de la noche”. En la noche, no sólo quedarán embridadas esas “caballerías” casi indómitas, o esas “aves ligeras” de revoloteo turbulento, que son la fantasía e imaginación (N 1,8,3), sino que se las someterá al nuevo escalafón del dinamismo interior, en que prevalecerán las fuerzas superiores del espíritu, y aun éstas entrarán en la pasividad de la experiencia mística. Es el momento en que fantasía e imaginación, nota el Santo, quedan “a oscuras”; “tan a oscuras, que no saben donde ir con el sentido de la imaginación y el discurso, porque no pueden dar un paso en meditar como antes solían… y déjalas tan a secas…” (N 1,8,3). De suerte que, ahora sí, “cuanto más (el alma) se arrimare a la imaginación, más se aleja de Dios” (LlB 3,52). Y a la inversa, el alma se allegará a Dios “tanto más cuanto más se enajenare de todas formas e imágenes y figuras imaginarias” (S 3,13,1).

Por fin, en el estado de unión se creará, para la fantasía, una situación nueva y definitiva: en la relación del hombre con Dios, la fantasía “cesa” su mediación. “Todas las imaginaciones se han de venir a vaciar del alma, quedándose a oscuras según este sentido, para llegar a la divina unión” (S 2,12,3). De suerte que en el trance de la “unión mística”, la imaginación queda “perdida”, “suspensa”, “en grande olvido”, “sin acuerdo de nada” (S 3,4,6). Poéticamente, en el Cántico es el Esposo quien conjura a “las digresiones de la fantasía e imaginativa que cesen”, y en adelante no osen tocar el muro tras el cual la esposa duerme segura (CA 29,1: cf. CB 20,4).

En definitiva, no es que imaginación y fantasía hayan fenecido en sus funciones psicológicas habituales, sino que han quedado remodeladas y equilibradamente insertas en el concierto de las actividades anímicas. Pero sí han quedado excluidas del banquete de la contemplación mística unitiva, reservado a estratos superiores del espíritu.

Es cierto que el esquema y las categorías psicológicas que sirven de soporte a la enseñanza espiritual del Santo no coinciden ni son fácilmente reducibles a las categorías de la psicología moderna. Lo cual, sin embargo, no impide que sean comprensibles al lector de hoy, incluso al no especialista.

BIBL. — JUAN JOSÉ DE LA INMACULADA, La psicología de san Juan de la Cruz. Santiago de Chile 1944; VICTORINO CAPÁNAGA, San Juan de la Cruz. Valor psicológico de su doctrina, Madrid 1950; EULOGIO PACHO, “Antropología sanjuanista”, en ES II, 43-86; ANDRÉ BORD, Mémoire et espérance chez Jean de la Croix, París 1971; id. “Fantasia, memoria y esperanza”, en SJC 13, 1997, pp. 301-308.

Tomás Álvarez

Experiencia mística

I. Los términos

Experiencia. Juan de la Cruz usa el término experiencia, básicamente, en la acepción actual. La contrapone a lo que se sabe por ciencia (LB 1,15; 3,30), y puede ser propia y ajena. La propia es la “experiencia que por mí haya pasado”, y la ajena es “lo que en otras personas espirituales haya conocido o de ellas oído” (CB pról 4). Al conocimiento directo de lo sucedido en otras personas llama expresamente experiencia (S 3, 14, 6).

Utiliza también en la misma acepción la forma verbal “experimentar”. Por ejemplo: “Esto creo no lo acabará bien de entender el que no lo hubiere experimentado; pero el alma que lo experimenta, como ve que se le queda por entender aquello de que altamente siente, llámalo un no sé qué” (CB 7,10). A la misma realidad se pueden referir, según los contextos, otros verbos, en especial el “ver” y aún más el “sentir”, además de algunos nombres, como sentimiento, comunicación, toque, noticia, etc.

Es conocida en la historia de la filosofía la reflexión crítica sobre la experiencia, sobre su naturaleza originaria o derivada, sobre el proceso de su constitución, y por tanto, sobre su valor como fuente del saber. Aquí nos atenemos al uso del autor, uso en el que JC se refiere a realidades que puede englobar en el término experiencia (u otros del mismo campo semántico), es decir, realidades que se presentan con un carácter de inmediatez semejante a la que designa el uso corriente del término.

Místico/mística. JC emplea la forma adjetival: teología mística, sabiduría mística, inteligencia mística, tres expresiones sinónimas. Se trata de la “contemplación por la que el entendimiento tiene más alta noticia de Dios” (2 S 8,6). Es “noche” y “contemplación infusa”, porque es “una influencia de Dios en el alma” (N 2,5,1), una “inteligencia mística y confusa o oscura” (S 2, 24,4), o “ciencia secreta de Dios, que llaman los espirituales contemplación” (CB 27,5). La siguiente frase resume la unidad de los aspectos: “Llámala noche porque la contemplación es oscura, que por eso la llama por otro nombre mística teología, que quiere decir sabiduría de Dios secreta o escondida” (CB 39,12).

No es cuestión, en estas expresiones, y en el uso concreto del adjetivo “místico”, de una ciencia como tratado teológico, sino de un conocimiento experiencial y de una vivencia de amor. Porque la sabiduría mística “es por amor” (CB pról 2), y “nunca da Dios sabiduría mística sin amor, pues el mismo amor la infunde” (N 2,12,2). Por ello, JC trata de expresar esta realidad con dobles términos: “mística y amorosa teología” (N 2,12,5), “esta teología mística y amor secreto” (N 2, 20,6).

Experiencia mística. Esta expresión no se encuentra en JC, pero ya las meras referencias de los apartados anteriores manifiestan que él se refiere a lo que generalmente se entiende por ella. Por método, hemos recordado los términos (separados) “experiencia” y “mística” de sus escritos, pero, obviamente, la realidad de la experiencia mística no depende de estos. Se podría intentar definir lo que hoy en general, y con cierta amplitud, se entiende por esta expresión, o exponer las diferentes nociones, antes de abordar a san Juan de la Cruz. Pero para nosotros la noción general está dada anteriormente, y dejamos abierta la noción más precisa de JC al resultado de las enseñanzas de sus escritos.

II. Enseñanza de JC sobre la realidad de la experiencia mística

JC no busca la experiencia como tal, e incluso la renuncia a la experiencia, debidamente entendida, puede ser una de las características de su itinerario. Busca a Dios por la unión de amor. Su mirada y su esfuerzo no se dirigen a la subjetividad, sino al objeto de conocimiento y amor. Pero de hecho su enseñanza comporta, en el proceso y en el término del itinerario, una experiencia cualificada, intensa, por lo que con razón se ha convertido esa experiencia en objeto de estudio y se ha recurrido a su magisterio y testimonio en la historia de la teología espiritual y del pensamiento.

1. TRASCENDENCIA. En la concepción de JC (para no prejuzgar aquí la experiencia, objeto de estudio) la trascendencia divina tiene un relieve decisivo, como han visto sus estudiosos: “Nunca se dirá bastante hasta qué punto la trascendencia de Dios era, para san Juan de la Cruz, no sólo el objeto de su contemplación por excelencia, sino también el alma de toda su enseñanza y la explicación última de sus exigencias en el orden de la ascesis” (LUCIEN-MARIE DE SAINT-JOSEPH, Transcendance et immanence d´après Saint Jean de la Croix, 269). “Creo que al doctor místico se le puede llamar con verdad el hombre de la trascendencia”, porque toda su planificación del campo doctrinal está elaborada a base de la trascendencia (JOSÉ VICENTE RODRÍGUEZ, San Juan de la Cruz, Profeta enamorado de Dios y Maestro, 258).

Para JC, las criaturas, así terrenas como celestiales, y todas las noticias distintas, naturales y sobrenaturales, por altas que sean en esta vida “ninguna comparación ni proporción tiene con el ser de Dios” (S 3,12,1). En esta vida “lo más alto que se puede sentir y gustar, etc., de Dios, dista en infinita manera de Dios y del poseerle puramente” (S 2,4,4). El comentario a la primera canción del CB es criterio permanente de comprensión, porque precede precisamente a Cántico, donde se hablará de altas comunicaciones y noticias: “Nunca te quieras satisfacer en lo que entendieres de Dios, sino en lo que no entendieres de él, y nunca pares en amar y deleitarte en eso que entendieres o sintieres de Dios, sino ama y deléitate en lo que no puedes entender y sentir de él” (CB 1,12; cf S 2,24,9).

Se ha señalado que la interpretación de la trascendencia en JC ha tendido con parcialidad al aspecto negativo y doloroso de aquella, a la lejanía y ausencia de Dios, sin integrarla con la cercanía y la infinitud del amor de Dios (FEDERICO RUIZ, Místico y Maestro, 118 y 120). Es evidente que el objetivo de JC no es el disertar sobre la trascendencia divina (de la que habla con otros términos), sino la unión por la fe y el amor (CB 1,11), como muestra toda la obra. Pero esa trascendencia de lo divino no sólo no se puede atenuar, sino que ella es la condición esencial de cuanto JC enseña y testimonia sobre la unión y la transformación. Ella hace, para JC, que Dios sea Dios, pues evidentemente JC no la entiende de modo abstracto, sino como la trascendencia amante. Pero, viceversa, que el amor de que se habla sea divino depende de la percepción de la trascendencia. No es una preocupación metafísica (aunque hay una intuición y una mente metafísica), sino práctica, espiritual: buscar a Dios, encontrarse con él por el amor. Dios “es incomprehensible y sobre todo; y, por eso, nos conviene ir a él por negación de todo” (S 2, 24,9).

Esto plantea el problema de la inefabilidad. Si Dios está siempre más allá de toda imagen y de toda proposición clara, parece imposible decir algo de él. JC, justamente en relación a la trascendencia de Dios, afirma una y otra vez este carácter de indecibilidad de la realidad mística: “Y ¿quién podrá manifestar con palabras lo que las hace sentir? Y ¿quién, finalmente, lo que las hace desear? Cierto, nadie lo puede; cierto, ni ellas mismas por quien pasa lo pueden” (CB pról.) La razón radica en la inefabilidad de Dios mismo: “Dios, a quien va el entendimiento, excede al entendimiento, y así es incomprehensible e inaccesible al entendimiento” (LB 3,48). Por ello, cuanto más se acerca a Dios la conciencia, más inefable es lo que tiene lugar: “Lo que Dios comunica al alma en esta estrecha junta, totalmente es indecible y no se puede decir nada, así como del mismo Dios no se puede decir algo que sea como él” (CB 26,4). Pero ni la incomprensibilidad ni la inefabilidad son absolutas, pues en ese caso la mudez total sería lo que correspondería. San Juan de la Cruz no se refiere a esta negación absoluta, por más agudo que sea su sentido de la trascendencia divina. Porque ha tenido alguna comprensión de lo divino, habla de su incomprensibilidad. Y tampoco se limita a señalar la incomprensibilidad, sino que, supuesta ésta, y dentro de ella siempre, habla de Dios y del encuentro con él; por medio de un lenguaje analógico y metafórico, donde, abandonando la mudez, dirige el espíritu hacia lo que es infinitamente “disímil”. Esto, sin embargo, no en un sentido puramente negativo, sino finalmente más bien positivo: el “algo” de la comprensión y del lenguaje humanos se niega en cuanto en la trascendencia divina se realiza incomparable e infinitamente: “Esta es la causa por que con figuras, comparaciones y semejanzas, antes rebosan algo de lo que sienten y de la abundancia del espíritu vierten secretos misterios, que con razones lo declaran” (CB pról. 2).

La dificultad de la comunicación no afecta sólo al encuentro con Dios, sino también al proceso, al menos a momentos del proceso que, para JC, pertenecen al encuentro muy especial que consideran sus obras: “Son tantas y tan profundas las tinieblas y trabajos, así espirituales como temporales, por que ordinariamente suelen pasar las dichosas almas para poder llegar a este alto estado de perfección, que ni basta ciencia humana para lo saber entender, ni experiencia para lo saber decir; porque sólo el que por ello pasa sabrá sentir, mas no decir” (S pról).

2. EXPERIENCIAS DE LA PRESENCIA DIVINA. Las palabras del párrafo precedente anuncian las noches del sentido y del espíritu, en las que JC trata de comunicar, de alguna forma, la experiencia de una ausencia de Dios. Ahí se presenta una realidad decisiva para JC (y para toda teología). Sin embargo, el carácter divino de esta ausencia no puede consistir en la mera negatividad, sino que tiene que darse un positivo. De hecho, JC presenta esas noches como proceso de un encuentro desde donde se ilumina la naturaleza y el sentido de aquéllas. Por ello, nosotros hemos de buscar su testimonio sobre la experiencia mística ante todo en estos momentos positivos.

Noticias. No obstante, la trascendencia inefable, hay una “presencia” (término de JC) de Dios, del todo especial, en forma de “noticia” o de “inteligencia”. Para nuestro objeto distinguimos en JC tres clases de noticias: a) Noticias de cualquier proveniencia referidas a criaturas, y las referidas a Dios, claras y distintas, ninguna de las cuales pueden ser medio próximo de unión, según se expresa (S 2,3,4; 8,5); no comunican aquel encuentro con Dios al cual se refiere el autor. b) Noticias sobrenaturales claras acerca de Dios, que, en cuanto visión esencial de Dios, no son propias de esta vida, porque por sí mismas implican la muerte (S 2,8,4).

c) Las noticias comprendidas dentro de aquella “noticia o advertencia amorosa en general de Dios” (S 2,14,6). Esta es la noción primordial de su concepción del encuentro con Dios y, por ello, a esta noción reduce la fe (S 2,24,4) y lo que llama la contemplación (S 2,10,4; 14,6; N 1,10,6). A estas “noticias” nos referimos.

Para JC, fuera de la visión esencial de Dios (propia de la gloria), estas noticias, que son una realización de la contemplación, y de la fe, constituyen una forma suprema de encuentro con Dios en la tierra. Aunque, en el proceso, ese encuentro con Dios tiene un aspecto purificativo esencial, que produce la “terrible” noche del sentido y la “horrenda” del espíritu, una vez alcanzada aquella purificación, el “deleite” que causan en el alma estas noticias “no hay cosa a qué comparar, ni vocablos ni términos con qué le poder decir, porque son noticias del mismo Dios y deleite del mismo Dios” (S 2,26,3). Comunican directamente (“derechamente”) a Dios, “sintiendo altísimamente de algún atributo de Dios, ahora de su omnipotencia, ahora de su fortaleza, ahora de su bondad y dulzura, etc.” (ib.). Por ello, continúa el autor, son del todo inefables y apenas se pueden decir de ellas algunos términos generales. Sólo las puede experimentar el que llega a la unión, “porque ellas mismas son la misma unión” (S 2,26,5), y así son inconfundibles, porque “saben a esencia divina y vida eterna” (ib.).

Sentimientos. Otro término que emplea para acercarse a la expresión de la experiencia mística es “sentimiento” (y el verbo sentir). Como es el caso de otras palabras, ésta tiene también diferentes significados para el autor. Por una parte, la unión espiritual no consiste “en recreaciones y gustos y sentimientos” (S 2,32,2), y para que la voluntad pueda llegar a “sentir y gustar por unión de amor esta divina afección y deleite” es necesario que antes sea “purgada y aniquilada en todas sus afecciones y sentimientos” (N 2,9,3). Pedagógicamente, para dirigir desde el principio la mente hacia lo esencial y hacer ver el sentido de todo, afirma de modo resuelto que el amor y el gozo uno los tiene que fundar “en lo que no ve ni siente ni puede ver y sentir en esta vida, que es Dios, el cual es incomprehensible y sobre todo” (S 2,24,9).

Sin embargo, recurre precisamente a los “sentimientos espirituales” y al “sentir” para sugerir aquella suma realidad que tiene lugar. No puede haber en esta vida una visión clara de las realidades espirituales, pero éstas se pueden “sentir en la sustancia del alma con suavísimos toques y juntas, lo cual pertenece a los sentimientos espirituales” (S 2,24,4). A éstos, continúa escribiendo, se dirige su intención, “que es a la divina junta y unión del alma con la Sustancia divina” (ib; cf S 3,14,2). Se trata de un “subidísimo sentir de Dios y sabrosísimo en el entendimiento” (S 2,32,3). El sentimiento y el sentir son términos que se escogen, en este contexto, para contraponerlos a la percepción clara y distinta en esta vida y a la visión beatífica. Es la percepción propia de la “noticia amorosa y oscura”, en la que tiene lugar el encuentro en esta vida (S 2,24,4), “en cierto sentimiento y barrunto de Dios” (N 2,11,1). Por lo que el autor no sabe exactamente a qué facultad adjudicar estos sentimientos, pues, aunque “en cuanto son sentimientos solamente, no pertenecen al entendimiento, sino a la voluntad” (S 2,32,3), los trata también como “aprehensiones del entendimiento” (S 2,23,1-3). Es decir, hay un aspecto afectivo que, en cuanto consciente, pertenece a la facultad cognoscitiva, pero, además, se da una vivencia para la que no es apropiado el término “ver” (que denota una percepción clara), sino el de “sentir”.

Toque. Relacionado con éste, ha aparecido el término “toque”. Tratando de las “noticias divinas”, afirma que “consiste el tenerlas en cierto toque que se hace del alma en la Divinidad, y así el mismo Dios es el que allí es sentido y gustado” (S 2,26,5). Alguna vez emplea la expresión “contacto de ella en la divinidad”, sin intervención de sentidos y accidentes, “por cuanto es toque de sustancias desnudas, es a saber, del alma y divinidad” (CB 19,4). No hay una visión esencial de Dios, pero se da un toque o contacto en la divinidad, de sustancia a sustancia (como de una forma o de otra afirma). Por una parte, se mantiene el carácter directo del encuentro, tanto por la imagen del toque o del contacto, como por el empleo del término “sustancia”. Pero, por otra, se sugiere la oscuridad y también la total novedad, frente a todas las percepciones de esta vida.

Sustancia (sustancial, sustancialmente) es una de las palabras preferidas del autor. Tiene a veces sentido ontológico (sustancias corpóreas e incorpóreas), pero casi siempre entraña realmente un sentido dinámico y existencial, aun en los textos en que distingue entre sustancia del alma y facultades (por ejemplo, S 2,32,3; CB 26,11). En los textos paralelos a los citados aquí arriba significa la inmediatez, radicalidad y totalidad insondables de la realidad dada. A este mismo centro dinámico del alma (su más profunda capacidad de persona, es decir, de conciencia amante) apuntan otras expresiones como el toque “de la Divinidad en el alma” (LB 2,8), “toque de noticia suma de la Divinidad” (CB 7,4), y “toque de amor” (CB 25,6).

Esta última imagen es la más cercana a la “unión” con Dios por amor, que es la fórmula general que utiliza el autor para expresar el fin y la realidad última que se pretende: “divina junta y unión del alma con la Sustancia divina” (S 2,24,4). Es decir, no menos que con Dios mismo, no sólo de alguna forma en las mediaciones, como hasta ahora.

Pero el contenido propio de esa expresión, oscuramente dado a la conciencia y simbólicamente sugerido, se encuentra diseminado en todo el Cántico y en Llama, y también en Noche y en Subida. Por ejemplo: el alma “queda esclarecida y transformada en Dios, y le comunica Dios su ser sobrenatural de tal manera, que parece el mismo Dios y tiene lo que tiene el mismo Dios” (S 2,5,7). “Y el alma más parece Dios que alma, y aun es Dios por participación” (ib).

Expresión semejante es la de la “transformación de amor” o “transformación en Dios” (y otras variantes), donde se expresa la idea de la presencia, hasta la deificación por participación, con términos de la tradición, ante los que el autor no retrocede. En esta estrecha junta “el mismo Dios es el que se le comunica con admirable gloria de transformación de ella en él, estando ambos en uno” (CB 26,4).

Apenas es posible recoger las imágenes y las expresiones metafóricas empleadas en su obra para transmitir la realidad de que se trata. Por ello, nos hemos fijado en los términos analizados como los que más expresivamente parecen acercarse al contenido que intenta manifestar. Permanece la particular oscuridad de la que habla en todas partes: la “abisal y oscura inteligencia divina” (CB 14-15,22). Pero, como sugieren los términos y expresiones que hemos subrayado, se experimenta una presencia, en forma de “sentimiento y barrunto de Dios” (N 2 11,1), de “asomadas de gloria y amor” (LB 1,28), de “un vivo viso e imagen de aquella perfección” (del amor glorioso) (CB 38,4). Puede llegar un momento en que la noche no es tan oscura, sino entre dos luces, en que “esta soledad y sosiego divino, ni con tanta claridad es informada de la luz divina ni deja de participar algo de ella” (CB 14-15,23).

El autor precisa, y es necesario recordarlo sobre todo al leer Cántico y Llama, que no se trata de ver a Dios “esencial y claramente”, “que no es sino una fuerte y copiosa comunicación y vislumbre de lo que él es en sí” (CB 14,5), y las más altas comunicaciones “son como unas muy desviadas asomadas” (CB 13,10). Emplea frecuentemente binomios: noticias y sentimientos, toques y recuerdos, toques y sentimientos, noticias y toques. Cada binomio y todos juntos intentan sugerir una conciencia unitaria profunda, que el autor discierne ser la unión de amor o la transformación por amor.

Es conveniente resaltar la experiencia de la libertad en esta nueva conciencia, con expresiones que atestiguan la novedad y la excepcionalidad: “libertad de la divina unión” (S 1,11,4), “claridad, libertad de espíritu y sencillez” (S 2,16,11), “en libertad y tiniebla de la fe” (S 2,19,11), “conocerá cómo la vida del espíritu es verdadera libertad” (N 2,14,3), “siente nueva primavera en libertad y anchura y alegría de espíritu” (CB 36,1). Donde la libertad es clara y sencilla (unificada), y se asocia con la tiniebla de la fe, y sobre todo, con la unión con Dios.

La libertad de que se trata tiene que ver con la anchura y la alegría de espíritu. Otros textos (en realidad es el tono de casi todo el Cántico y la Llama) destacan la alegría en la fase positiva de la experiencia mística. El alma anda como de fiesta, con “un júbilo de Dios grande, como un cantar nuevo, siempre nuevo, envuelto en alegría y amor, en conocimiento de su feliz estado” (LB 2,26). Y “en todas las cosas halla noticia de Dios gozosa y gustosa, casta, pura, espiritual, alegre y amorosa” (S 3,26,6).

JC, que lleva su lógica de la negación y superación a todas las realidades naturales y sobrenaturales (por cuanto no son Dios ni medio próximo de unión con él), parece cambiar de criterio cuando llegan estas realidades específicas que hemos analizado: “Y en éstas no digo que se haya negativamente, como en las demás aprehensiones, porque ellas son parte de la unión” (S 2,26,10), “háyase humilde y resignadamente” (ib, 9). No se puede decir que se haya llegado al término, y, por tanto, desde este punto de vista, continúan teniendo vigencia las consignas de JC sobre la superación, en cuanto nada de lo que se experimenta ahí es Dios visto clara y esencialmente. Esas vivencias, en todo caso, deben lanzar al infinito que se anuncia (comunicándose) en ellas. Son término en un sentido relativo, en cuanto es posible en esta vida, pero esta realidad, para Juan de la Cruz, remite esencialmente a su plenitud, a la visión beatífica. Esto explica que, por una parte, la actitud ante esas comunicaciones no sea negativa, y que, por otra, tampoco se impulse una actitud positiva, sino resignada. No cede el movimiento del trascender.

III. Tipología experiencial

Los escritos de JC no son meras construcciones místicas, tal vez sobre lejanas confidencias, sino que, en general, pretenden entregar una experiencia. Quieren, ciertamente, exponer una doctrina, y es manifiesta la construcción doctrinal con conceptos y categorías heredadas de la tradición cultural. Se puede también discutir sobre la incidencia de una lógica teológica en aspectos de su exposición. Pero, en conjunto, JC apela con seguridad a la experiencia, que trata de fundar y explicar, ayudándose de la “ciencia”, con la palabra de la Escritura.

¿De qué experiencia se trata? Hablamos de diversas experiencias: experiencia de las realidades físicas, experiencia psíquica, experiencia ética, estética, religiosa. En comparación, por ejemplo, con la experiencia del mundo físico, ¿en qué sentido se da aquí una experiencia? De este mundo físico derivan, en efecto, imágenes como la luz, el ver, el contacto. Se da una vivencia, nueva, y para expresarla se emplean imágenes visuales, auditivas y táctiles. En esta vivencia se produce amor, libertad, alegría, humildad, sencillez, fortaleza. Se abre una conciencia y un estado de amor desde el que se vive la realidad entera: “Mi Amado las montañas, / los valles solitarios nemorosos…” (CB 14, y comentario n.5 ), “Míos son los cielos y mía es la tierra…” (Av 26).

Sin embargo, JC no habla sólo del mundo nuevo de la transformación de la persona, sino de la transformación por la unión amorosa con Dios. De esto se trata, y sin esto, por hermosos y reales que sean los frutos personales de la transformación, para JC, aquel trascender sin tregua sería vano, en definitiva. Toda su obra gira en torno a un encuentro con la realidad objetiva, que se experimenta como luz y amor personal, es decir como la suprema subjetividad comunicada que transforma en sí la subjetividad humana. De esto habla JC como fe. Pero preguntamos si también habla de ello como experiencia, y en qué sentido y hasta qué punto. Puesto que es el objeto el que determina la experiencia, a él tenemos que aplicar nuestra atención.

IV. Lo “divino” en esa experiencia

El lenguaje puede remitir a una experiencia que se supone compartida. Sin embargo, la experiencia mística no es compartida, de la misma forma, como advierte el propio testigo. El compartir hace posible que se convenga en unos signos que remiten a la experiencia compartida. Dependemos, por tanto, de lo que él nos indica, y, en ello, tratamos de atisbar lo que en su barrunto se le daba.

Por una parte, según JC se dan “unas muy desviadas asomadas” de Dios, que, por otra, son unas vivencias muy intensas, como muestran las referencias señaladas (pero la obra entera en su conjunto). Esas experiencias intensas, en cuanto tales, no se puede decir sean unos lejanos visos. Son tenues vislumbres respecto a la visión clara de la divinidad, pero no en sí mismos. Parece, por tanto, que metodológicamente hay que comenzar distinguiendo entre la experiencia de la transformación o de la unión de amor y la experiencia de Dios. Ciertamente, la persona experimenta que es amada y acogida y transformada y que ella misma se ha convertido en un amor transparente y radical (ser amada y amar como único acto de experiencia).

Surgen inevitablemente algunos interrogantes. Además de la experiencia de la transformación, ¿el místico experimenta realmente a Dios, o la supuesta experiencia divina es la misma vivencia de la transformación de amor? ¿Qué hace que la transformación de amor sea divina? Es legítima la pregunta, puesto que el místico advierte que no se trata de ver a Dios “esencial y claramente”, mientras que la transformación de la conciencia es tal que parece “el alma Dios, y Dios el alma” (CB 31,1).

Se podría responder que la transformación es divina en cuanto efecto divino. O incluso se podría decir que JC toma al alma “divinizada” por el Dios experimentado. Sin embargo, JC habla (parece pretendiendo expresarse distintamente) de una comunicación directa (“el mismo Dios”), si bien no clara. La transformación es un efecto, pero, según el autor, de una comunicación sustancial de Dios. No sólo se experimenta la transformación de amor, sino el toque en la divinidad, o esa transformación (que es de luz y amor) se experimenta como toque en la divinidad, o como sentir al mismo Dios.

Siempre se puede inquirir si tenemos aquí una afirmación directamente ontológica, o si lo que JC en verdad pretendía era una pedagogía espiritual: es decir, de acuerdo con esto, en los actos mencionados de un “sentir” puro acerca de Dios (como conocimiento) y del “puro amor” (CB 29,2) ya no hay nada imperfecto que negar o purificar, si bien esos actos tampoco son el término, y se dirigen más allá de sí mismos al Dios esencialmente escondido. Lo que habría en ellos de divino experiencial (en la intención de JC, o, en todo caso, objetivamente) sería su propia pureza en relación al Dios de la fe, pero no el mismo Dios experimentado.

Apenas podemos avanzar más, porque el místico no puede mostrarnos su experiencia. Pero no se ha de perder de vista el realismo y la seguridad de las expresiones de JC, quien en este caso habría podido, dentro de su teología, hacer la distinción entre la pureza de la fe y del amor, y la experiencia Dios (lo mismo que también entre efecto y causa). En segundo lugar, hay que observar que las afirmaciones positivas sobre las experiencias de Dios cobran especial valor en el contexto de las negaciones, es decir, en la afirmación de la trascendencia. En esta vida, “lo más alto que se puede sentir y gustar, etc., dista en infinita manera de Dios y del poseerle puramente” (S2 4,4), por lo que su amor se ha de fundar en lo que ni se siente ni se puede sentir (S2 24,9). Si uno “sintiere gran comunicación o sentimiento o noticia espiritual, no por eso se ha de persuadir a que aquello que siente es poseer o ver clara y esencialmente a Dios, o que aquello sea tener más a Dios o estar más en Dios, aunque más ello sea” (CB 1,4).

Esta trascendencia (inmediatamente, práctico-espiritual) constituye una garantía de la naturaleza propia de las experiencias que se afirman, “comunicación esencial de la Divinidad sin otro algún medio en el alma, por cierto contacto de ella en la Divinidad” (CB 19,4). El hecho de que en el momento mismo en que se hacen aquellas afirmaciones se advierta que nada de eso es esencialmente Dios, a quien siempre hay que buscarle más allá, y, en este sentido al menos, siempre “nos conviene ir a él por negación de todo” (S 2,24,9), indica que aquellas se hacen con lucidez, que se quiere atestiguar lo que es dado, y que esto dado se expresa diciendo “el mismo Dios es el que allí es sentido”.

Queda siempre en suspenso qué son propiamente esos “visos entreoscuros” de Dios mismo (CB 11,4), y cómo se sostienen juntos “el mismo Dios” (S 2,26,5) y “no es aquello esencialmente Dios, ni tiene que ver con él” (CB 1,3). Juan de la Cruz los mantiene juntos, y parece que los tiene que mantener, porque la verdad del primero se constituye en esa tensión con el segundo.

V. Experiencia mística personal de Juan de la Cruz

JC apela, explícitamente, a la experiencia ajena, a la que ha tenido acceso en calidad de confesor y director espiritual. Así, puede decir que “lo probamos cada día por experiencia, viendo en las almas humildes por quien pasan estas cosas” (S 2,22,16). Aún más directamente le afecta este texto: “Porque, para guiar al espíritu, aunque el fundamento es el saber y la discreción, si no hay experiencia de lo que es puro y verdadero espíritu, no atinará a encaminar al alma a él” (LB 3,30).

JC de la Cruz tuvo en concreto la profunda y continuada experiencia de las vivencias místicas de santa Teresa de Jesús, de la que fue confesor y director espiritual en Ávila. Y rinde homenaje a su obra escrita diciendo que “la bienaventurada Teresa de Jesús, nuestra madre, dejó escritas de estas cosas de espíritu admirablemente, las cuales espero en Dios saldrán presto impresas a luz” (CB 13,7).

En el prólogo del Cántico habla en general que no piensa “afirmar cosa de lo mío, fiándome de experiencia que por mí haya pasado” (CB pról. 4). Se refiere a la experiencia en sí mismo, pues la distingue de la que “en otras personas espirituales “haya conocido o de ellas oído”. Añade a continuación que piensa aprovecharse de lo uno y de lo otro. La negativa inicial, por tanto, parece referirse a la fundamentación de la doctrina mística en la sola experiencia.

No es posible responder con seguridad a la pregunta sobre si JC ha experimentado en sí mismo todo el itinerario perfilado de alguna forma en sus obras. No se puede rechazar de antemano, por ejemplo, la idea de que su intuición y pureza teológicas y su potencia literaria (y contando con la experiencia de santa Teresa) hayan podido crear el mundo de la Llama. Esta pregunta se refiere sobre todo a sus grandes obras en prosa, no tanto a los poemas, que en su vaguedad presentan menos problema. Las obras en prosa son, teológicamente, las más atrevidas (y, en momentos, no menos poéticas y deslumbrantes), y llegan a intentos de descripción de la relación divina aparentemente fuera de mesura, en un hombre tan incondicional de la verdad.

Seguramente, hay que reconocerle la experiencia de las fases negativas de la ausencia de Dios (noche pasiva del espíritu). El verismo con que la describe, la naturalidad con que presenta su necesidad, la convicción con que anima al lector a entrar en ella, nos indican que no habla de oídas, sino de dentro, y de un dentro recordado y superado, al menos en sus fases más agudas. Esto, ya por la forma descriptiva misma donde la mirada agradecida canta los frutos de la noche, y por la serenidad que envuelve el presente y el recuerdo del pasado.

También hay que reconocerle aquella realidad que llama oscura y amorosa contemplación, omnipresente en sus escritos, con la que explica la fe, y en la que, según su enseñanza, tienen lugar las vivencias que nosotros hemos señalado como las expresiones más auténticas de su mística. Hay maestros espirituales, lamenta JC, que no entienden a las personas que se encuentran caminando en la realidad de la contemplación, “por no haber ellos llegado a ella, ni sabido qué cosa es salir de discursos de meditación” (LB 3,27). La pureza, la simplicidad y el silencio (espiritual) que caracterizan esa atención amorosa a Dios brotan espontáneamente de su pluma, como algo vivido y familiar, no sólo como una exigencia y una tarea, sino como realidad presente de su propio interior. Y sobre todo la experiencia abisal: “abisal y oscura inteligencia divina” (CB 14,24), “deseo abisal por la unión con Dios” (CB 17,1); el poner “los ojos en el abismo de la fe” (S 2,18,2), abismo “donde todo lo demás se absorbe” (S 3,7,2). Esta ilimitada apertura del “sentir” altamente a Dios y del amor es en verdad algo propio de san Juan de la Cruz.

Con respecto a si en esa contemplación se han dado en JC aquellas cimas (del punto de vista de la experiencia al menos) del sentir al mismo Dios, del toque en la divinidad etc., creo que no puede haber respuesta segura, pues el mismo autor no lo atestigua. El realismo con que intenta sugerirlas, como si fueran una vivencia total que le embargara sin que la pudiera entender él mismo, de modo que la inefabilidad fuera suya, y no sólo de las personas que se la hubieran confiado, inclina a pensar que efectivamente JC ha participado de alguna forma de esas experiencias. Su confidencia de que “el alma muy pobre anda” (carta 28, agosto de 1591), en todo caso, no se opondría a esta apreciación, pues aquellas experiencias místicas no tienen por qué ser permanentes o transformar la psicología hasta el punto de hacer imposible la experiencia de la pobreza y del decaimiento psicoespiritual.

VI. Experiencia mística y fe

JC, lo mismo que ha sido llamado el doctor de las nadas, o doctor del amor, puede llamarse “maestro en la fe” (JUAN PABLO II, Maestro en la fe, AAS 83 (1991) 561-575). En efecto, las nadas, que, inmediatamente, presentan un aspecto ascético de purificación, son consecuencia del abismo de la fe total, la cual es la forma en que se recibe la trascendencia en la historia. Son parte de la noche, que es la noche de la fe.

Constituyen la percepción negativa de un proceso donde la fe, realizada, entrega la persona a la trascendencia. Y la contemplación, palabra global y preñante de significados, es también la fe total desarrollada en cierta manera, hasta el punto de que JC puede describir de la misma forma la contemplación y la fe, “esta noticia oscura y amorosa, que es la fe” (S 2,24,4).

Ahora bien, JC somete todo conocimiento claro y distinto a la oscuridad de la fe, a aquella continua superación de todo, a aquel nunca detenido vuelo a la trascendencia, escondida en el “íntimo ser” de la persona. Pero, por otra parte, llega un momento en que el Amado “a la misma alma en esta perfección no le está secreto, la cual siente en sí este íntimo abrazo” (LB 4,14), de modo que la noche no es “como oscura noche, sino como la noche junto ya a los levantes de la aurora” (CB 14-15,23). Parecería, según esto, que la experiencia mística, en esta forma atestiguada por Juan de la Cruz, mitiga la noche de la fe, es decir, la fe misma en cuanto oscura, en cuanto es “el secreto y el misterio” (CB 1,10). En oposición a su concepción general, por la que “no son cosas que al entendimiento se le descubren, porque, si se le descubriesen, no sería fe” (S 2,6,2).

Esta aparente contradicción muestra que Juan de la Cruz quiere mantener las dos realidades, no sólo por su concepción de la fe, sino porque se las da la experiencia. La fe en cuanto apertura a la trascendencia en la historia, y, por ello, en la oscuridad, no disminuye; crece. Pero la noche de la fe no es un espacio externo uniforme, como, para JC, muestra la experiencia. Sobre todo, por el amor, la persona puede tener esos vislumbres: “merecerá que el amor la descubra lo que en sí encierra la fe” (CB 1,11).

De la misma forma, JC insiste en el carácter general de la fe y de la contemplación, y también de la experiencia mística, que en cuanto tal excluye lo “claro y distinto”. Por el contrario, la fe cristiana ofrece unos contenidos determinados, a los que JC se refiere explícitamente. ¿Cómo concuerda aquella experiencia con estos contenidos objetivos que el Santo no sólo admite, sino que convierte expresamente en materia de contemplación (mirada general, oscura, amorosa)? La misma pregunta se puede hacer sobre la vida sacramental y eclesial, o sobre las relaciones de justicia y fraternidad en la sociedad, en el sentido de que aquí no aparecen expresamente asumidos en la experiencia mística, ni en el conjunto de su itinerario doctrinal.

Estas dificultades surgen de una comprensión abstracta de sus escritos. Hay que reconocer que el autor da pie a ellas, por la extrema concentración con que aborda las cuestiones. Pero si se entienden en concreto, es decir, desde la existencia cristiana del Santo (desde su pensamiento existencial), obviamente sus obras suponen y se enraízan en toda la vida cristiana. Y abrazando en su fe todo ese universo cristiano y humano, busca su transparencia y verdad (pureza, desnudez, pobreza), para convertirlo en “fe y amor” (CB 1,11). Esta es la “sustancia” de toda religión, sin la que esta degenera en simple creencia y rito.

Caso especial presenta la figura de Cristo. Está claro que la teología de JC es cristológica: la encarnación del Verbo, la redención, la vida de Cristo, su enseñanza y ejemplo, su pasión y muerte, su presencia viva y amante en el fiel, en la Iglesia, el envío de su Espíritu. Habla desde la asimilación de los textos del NT. Desde ellos ha configurado la centralidad de Cristo para su relación con Dios. Acabando Dios Padre “de hablar toda la fe en Cristo, no hay más fe que revelar ni la habrá jamás”. De modo que “en todo nos habemos de guiar por la ley de Cristo-hombre y de su Iglesia” (S 2,22,7). En Jesucristo le ha dado Dios todo lo que quiere (Dichos 26). La visión cristológica abraza al mundo entero: “Y así, en este levantamiento de la encarnación de su Hijo y de la gloria de su resurrección según la carne, no solamente hermoseó el Padre las criaturas en parte, mas podremos decir que del todo las dejó vestidas de hermosura y dignidad” (CB 5,4).

Pero supuesto esto, siempre se puede preguntar por la presencia de Cristo en la experiencia mística como tal, en aquel sentir y toque de la divinidad, que está más allá de todo saber y sentir. En esta pregunta se distingue la enseñanza de JC y también su piedad cristiana normal, y la experiencia mística misma, donde podría parecer que desaparece la humanidad del Señor. En efecto, a veces se refiere al Verbo Hijo de Dios (LB 2,17-20). Sin embargo, en el Cántico se va a tratar de las “canciones de amor entre la esposa y el Esposo Cristo”. Para la conciencia de san Juan de la Cruz es imposible separar su vivencia de la divinidad de la del “dulcísimo Jesús” (CB 40,7), en el que tiene todo lo que quiere, cuya “viva imagen busca dentro de sí, que es Cristo crucificado” (S 3,35,5). Si se ha de hacer la mencionada separación, habrá de ser más allá de su conciencia, pues en ésta Dios es siempre y eternamente el Dios de Cristo.

Cosa distinta es que la divinidad, cualificada por el misterio de Cristo en la experiencia mística que testifica JC, no presente ninguna exclusividad, sino que sugiera una infinitud de amor y comprensión, que invita, abarca y penetra lo más auténtico de todas las religiones y de todas las conciencias. Pero esto no se opone a la presencia del misterio de Cristo, cuando se ha captado su sustancia de “fe y amor”. Porque de esto se trata en su trascender. De modo que el Dios infinitamente trascendente e incomprensible es el infinitamente concreto en Cristo crucificado. Cristo es la forma concreta de la incomprensibilidad del amor de Dios. Si hay una superación de imágenes respecto a Cristo, no es hacia una divinidad sin Cristo, sino hacia el Cristo vivido “en fe y amor”, es decir, en lo que es él lo más propiamente. Si se ha experimentado a Cristo como la revelación del amor de Dios, se han pasado todas las fronteras de separación y de exclusividad, porque se ha entrado en la “sustancia” de amor.

VII. La experiencia mística y el “camino llano”

JC observa que “no a todos los que se ejercitan de propósito en el camino del espíritu lleva Dios a contemplación, ni aun a la mitad; el porqué él lo sabe” (N 1,9,9), y, por tanto, tampoco a la experiencia mística de unión y transformación presentada por él. Conviene advertir que la concepción de la unión íntima con Dios es independiente de la experiencia mística, tal como la hemos entendido aquí. Razonando la necesidad de la negación de uno mismo, propone el paradigma de Cristo en su pasión y muerte, “aniquilado y resuelto, así como en nada”, en lo que “hizo la mayor obra que en toda su vida”, y concluye para el fiel: “cuando viniere a quedar resuelto en nada, que será la suma humildad, quedará hecha la unión espiritual entre el alma y Dios” (S 2,7,11). Remacha que la unión no consiste en gustos y sentimientos espirituales, sino “en una viva muerte de cruz sensitiva y espiritual” (ib).

Lo que importa aquí es notar que esta unión no supone la experiencia mística que hemos visto más arriba. La suma humildad no parece una mera condición, que espere la unión futura que manifiestan las experiencias místicas, sino que en ella misma tiene lugar la unión. En esta línea, es firme la convicción de JC, porque “todas las visiones y revelaciones y sentimientos del cielo y cuanto más ellos quisieren pensar, no valen tanto como el menor acto de humildad, la cual tiene los efectos de la caridad, que no estima sus cosas ni las procura, sino de los demás” (S 3,9,4). Esta humildad positiva está lejos de los meros sentimientos de la baja autoestima, de la depresión y de la destrucción de la persona, pues tiene “los efectos de la caridad”: establece a la persona en la paz y la fortaleza y la abre a los demás. Una humildad misteriosa, como otras realidades que se esconden bajo términos que se usan como sobreentendidos.

En una carta extraordinaria afronta JC esta cuestión espiritual de vida cristiana de modo directo y sencillo, sin recursos a razonamientos teológicos. Es la carta 19 de las ediciones actuales.

La destinataria anda en “tinieblas y vacíos de pobreza espiritual”. El autor le responde en este tono: “¿Qué piensa que es servir a Dios, sino no hacer males, guardando sus mandamientos, y andar en sus cosas como pudiéremos? Como esto haya, ¿qué necesidad hay de otras aprehensiones ni otras luces ni jugos de acá o de allá, en que ordinariamente nunca faltan tropiezos y peligros al alma, que con sus entenderes y apetitos se engaña y se embelesa y sus mismas potencias la hacen errar? […] Y como no se yerre, ¿qué hay que acertar sino ir por el camino llano de la ley de Dios y de la Iglesia, y sólo vivir en fe oscura y verdadera, y esperanza cierta y caridad entera, y esperar allá nuestros bienes, viviendo acá como peregrinos, pobres, desterrados, huérfanos, secos, sin camino y sin nada, esperándolo allá todo? Alégrese y fíese de Dios” […].

Con anterioridad a esta carta (octubre de 1589) el autor había escrito ya sus obras. Pero aquí, en concreto, no entra en perspectiva la experiencia mística cualificada. Se acentúan las tres actitudes cristianas (virtudes teologales), actuadas en el modo del camino llano. La negación de las “aprehensiones” y la valoración de la humildad en su lugar está de acuerdo con su doctrina de siempre (S3,9,3 y 4). En la carta que comentamos es notable el hecho de que no se proponga en el horizonte la posibilidad de una unión gloriosa, sino que termine en el camino llano, incluso “sin camino y sin nada” (palabras finales de unos párrafos propios de san Juan de la Cruz cual ninguno). Se podría observar que el autor condesciende y se acomoda al nivel de la destinataria, por pedagogía espiritual (para que aquella no ambicionara erróneamente una unión excepcional imaginaria). Sin embargo, tenemos que esta carta, donde no se cuenta con lo extraordinario en ningún sentido, concuerda con los textos sobre la humildad, con los textos negativos acerca de los fenómenos extraordinarios, y con los que exigen la sola y pura búsqueda de Dios.

Por otra parte, ni aun por pedagogía podría JC recortar y falsear su pensamiento. Es decir, esta carta representa en pocas palabras la quintaesencia de la enseñanza de san Juan de la Cruz, el camino llano, universal y decisivo, de la fe, la esperanza y la caridad, de los peregrinos y pobres. Una mística de la no-mística en san Juan de la Cruz. No se niega nunca la inexorabilidad del trascender (las noches), ni la intensidad que se despliega en las descripciones místicas. Pero están condensadas en esas tres actitudes cristianas, y, aparentemente, disueltas y desaparecidas en el camino de todos.

Nos encontramos con este contraste entre las descripciones simbólicas más gloriosas de la unión y de la transformación (hasta parecer increíbles, como teme algunas veces él), y el camino sobrio y ordinario de la vida cristiana. Las vivencias místicas más auténticas, en cuanto experiencias, no son en definitiva necesarias. Están ahí en su obra, porque son posibles, como le muestra una experiencia particular, y hacen vislumbrar el destino final y el esplendor oculto del amor de Dios. Lo que importa decisivamente para san Juan de la Cruz se apunta en el camino esbozado por la carta 19 (12.10.1589).

Conclusiones

JC es un testigo de una vivencia divina especial, tanto más atendible en cuanto la supera siempre, percibiendo que no es esencialmente Dios, y enseñando que, si no se la experimenta, no se está por ello más lejos del amor divino. Esta conciencia mística cualificada es una gracia, pero no necesaria y universal, ni el término ideal del camino cristiano sin más. Nuestra concepción de la relación con Dios se resiste a lo que pueda parecer externo y arbitrario, aun en nombre de la libertad divina, pues lo percibimos como antropomórfico y no congruente con la trascendencia amorosa precisamente.

Puede aceptarse que la aventura mística de JC en el fondo es tan humana como divina. Está en el hombre, es su realización y no acontece sin que el hombre camine. El camino, en una formulación negativa, es un dejarse a sí mismo, llamado también humildad, en cuanto que, aun dirigiéndose a su propio futuro, se dirige a una realidad absolutamente nueva.

La negación (“no es esto”) es el camino de la trascendencia, lo mismo que en la metafísica. En la mística, sin embargo, es un trascender de amor, una superación existencial y práctica de todo (de todo lo que no es transparencia de amor). La unión, y su conciencia mística, no es resultado de un camino y de un esfuerzo (donde se encontraría con uno mismo mejorado, como fruto de su habilidad y rectitud), sino que aquel dejarse y caminar negativo se identifica o funde con un “dado”, un don, una comunión. La negatividad de JC afirma a la par la trascendencia objetiva y el carácter gracioso del encuentro.

La insistencia en la negación, como camino del hombre (negación que hay que entender de modo integrador para que se comprenda en su propia verdad), indica que la mística, y, más radicalmente, la realidad oculta como misterio, no es algo ajeno y exterior al hombre, sino aquello a que más íntimamente está destinado, y que consiste en un encuentro con el que siempre está en el centro del hombre. La destinación lo es como libertad, y el encuentro es gratuito o gracioso por serlo con la absoluta trascendencia amorosa.

El místico es una de las formas de la manifestación de esta realidad. La revela en la medida en que él mismo se ha convertido en amor. Pues la trascendencia de que se trata en la mística es trascendencia de amor y, por ello, comprende toda la realidad. En un único amor abraza a Dios y a la humanidad. La separación entre ambos significaría que no es auténtica la supuesta vivencia mística.

Cuando, a través del místico, queremos posesionarnos de la certeza de lo divino, apretamos una imagen, una idea, no su realidad mística, donde él ha dejado atrás todo. Y en ese (misterioso) dejar todo, que es un trascender de amor (y, por ello, realmente positivo), sucede en todo caso lo que queremos apresar.

Finalmente, Juan de la Cruz, después de haber intentado describir el viaje dramático hasta la gloria entrevista del encuentro (las vivencias místicas cualificadas), se muestra como el que ha sido siempre en esa travesía, y reduce todo a la mayor sobriedad. No hacen falta ni aquel final en la tierra ni sus anticipaciones durante el recorrido. Basta el camino llano, andando como pudiéremos, pobres y desterrados, con las tres actitudes (o la única) de fe oscura y verdadera, esperanza cierta y amor entero. Este es su fuerte. Y era lo que más le interesaba, la “grave palabra” (N 1,13,3) que tenía que decir, para reconducir la vida espiritual a la pureza, sencillez y humilde fortaleza de esta actitud, y, así, para animar a la aceptación del camino llano o de la noche de la vida, donde tiene lugar aquel viaje. Por ello, en lo hondo de esa sobriedad y hasta desamparo, su mensaje irradia el “alégrese y fíese”.

BIBL. – JEAN BARUZI, Saint Jean de la Croix et le problème de l´expérience mystique, 2ª ed. Paris 1931; AA. VV., Chant nocturne. Saint Jean de la Croix, mystique et philosophie, Éditions Universitaires, Paris 1991: MAURICE BLONDEL, “Le problème de la Mystique”, 25-58; JACQUES PALIARD, “Quelques interprétations de l´expérience mystique”, 113-123; GASTON BERGER, “La vie mystique”, 137-149; AIMÉ FOREST, “La connaissance métaphysique”, 195-197; LUCIEN-MARIE DE SAINT-JOSEPH, “Transcendente et imanence d’après Saint Jean de la Croix”, en EtCarm 26 (1947) 265-289; FERNANDO URBINA, La persona humana en San Juan de la Cruz, Madrid 1956 (p.231s.); AUGUSTIN LÉONARD, “Expérience spirituelle”, DS IV-2, 2004-2025; JESÚS LÓPEZ-GAY, “Le phénomène mystique”, DS X, 1893-1902; PAUL AGASSE ET MICHEL SALES, “La vie mystique chrétienne”, ib. 1939-1984; TEÓFILO DE LA VIRGEN DEL CARMEN, “Experiencia de Dios y vida mística: el pensamiento de san Juan de la Cruz”, en EphCarm 13 (1962) 136-223; EULOGIO PACHO, “San Giovanni della Croce, mistico e teologo”, en Vita cristiana ed esperienza mistica, Teresianum, Roma 1982, 297-330; Id. “San Juan de la Cruz, místico de confluencias y de síntesis”, en Estudios Sanjuanistas, Editorial Monte Carmelo, Burgos 1997, II, 649-664; AMATUS DE SUTTER, “Mística”, en Diccionario de Espiritualidad, Herder, Barcelona 1983, II, 619-624; GIOVANNI MOIOLI, “Mística cristiana”, en Nuevo Diccionario de Espiritualidad, Ediciones Paulinas, Madrid 1983, 931-943; ERMANNO ANCILLI, “La Mistica: alla ricerca di una definizione”, en La Mistica. Fenomenologia e riflessione teologica, Roma 1984, I, 17-40; FEDERICO RUIZ, “San Giovanni della Croce” (ib), 547-597; Místico y Maestro. San Juan de la Cruz, Espiritualidad, Madrid 1986; J. VICENTE RODRÍGUEZ, San Juan de la Cruz, Profeta enamorado de Dios y Maestro, Madrid, 1987; SECUNDINO CASTRO, “Jesucristo en la mística de Teresa y Juan de la Cruz”, en Mistico e Profeta, Teresianum, Roma 1991, 179-210; CIRO GARCÍA, “San Juan de la Cruz entre la escolástica y la nueva teología”, en Dottore e Mistico, Teresianum, Roma 1992, 91-129; JUAN MARTÍN VELASCO, “Experiencia de Dios desde la situación y la conciencia de la ausencia”, Actas del Congreso Internacional Sanjuanista, Valladolid 1993, III, 214-247; IAIN MATTHEW, The impact of God, Soundings from St John of the Cross, London -Sydney-Auckland 1995; FEDERICO RUIZ, Místico y Maestro. San Juan de la Cruz, Madrid 1986; 2ª ed. 2006.

Luis Aróstegui

Exceso/s

Conviene registrar este vocablo del lenguaje sanjuanista, porque tiene en él un significado especial, además del corriente “abuso” o superación de límites (S 2,3,1; 3,16,5; N 2,7,2; CB 13,1; 19,2; 20,5.7; 26,13; LlB 2,23). En su significado general, “exceso” va normalmente acompañado de aquello que se considera excesivo, en especial la luz o la comunicación divina al alma. Cuando tal comunicación excede la  capacidad receptiva del sujeto-hombre, por falta de adaptación del sentido al espíritu, se produce un “exceso” sin más; algo que no necesita especificación, convirtiéndose así en la pluma sanjuanista en un fenómeno místico muy bien tipificado. El Santo lo identifica con el  arrobamiento, el rapto o el éxtasis (CB 13,2).

Las comunicaciones divinas en “semejantes excesos” permiten conocer al alma la verdad de la exclamación de san Francisco: “Dios mío, y todas las cosas” (CB 14-15,5). La identificación apuntada permite referirse a cualquiera de esas comunicaciones especiales como a “este exceso” (CB 14-15,24).

Quiere decir, que para J. de la Cruz el “exceso” por antonomasia se refiere a la fenomenología mística con repercusión somática, aunque toda merced divina por vía contemplativa es “excesiva”, respecto a la capacidad natural del hombre.

Eulogio Pacho

Evangelio

La espiritualidad de san Juan de la Cruz se inscribe en el momento histórico del llamado “evangelismo” español. Es como una vuelta a la pureza de la revelación divina personificada en  Cristo “como fuente de toda verdad salvífica y ley de comportamiento” (C. de Trento, ses. IV; Denz. 1501). Autores como Imbar de la Tour, M. Bataillon y M. Andrés han trazado las líneas más o menos rectas de este evangelismo-paulinismo del siglo XVI español. Lo cierto es que existió, y de ello son testigos varios maestros anteriores al Doctor místico (Luis de Granada, Juan de Ávila, etc.). Juan de la Cruz, sin quedar exento de influjos ambientales, busca directamente en el NT la forma de interpretar la  Escritura entera desde Cristo, revelación consumada del plan salvífico de Dios.

El núcleo de la “Buena noticia” sobre el misterio de la salvación lo contempla J. de la Cruz desde el plan eterno de Dios, al inspirarse en el prólogo del cuarto evangelio “In principio erat Verbum”. Aquí se alude a la “claridad” (=gloria) que Cristo dará a su  esposa, como participación de la que el Padre tiene en el Hijo Unigénito (Romance 3º). Gloria que es amor de “levantamiento” redentivo, y que a su vez implica el mismo amor del Padre al Hijo, la  inhabitación de los Tres en el alma agraciada, la deificación, el trato y morada de Cristo con los hombres y el anuncio de su consumación escatológica, “cuando se gozarán juntos en eterna melodía” (Romance 4º).

1. EL SEGUIMIENTO-IMITACIÓN DE CRISTO. El Doctor Místico recoge con tino las palabras que más le interesan de “el” Evangelio de Cristo. Sólo un par de veces habla de “su” evangelio refiriendo el pronombre a Dios (Av 4.6) o particularmente a san Pablo (S 2,22,13). Concebía, pues, la Escritura como una unidad culminada en las palabras y gestos de Jesús. Su recurso a los cuatro evangelistas es constante, especialmente al “seguimiento-abnegación” de Cristo en los sinópticos y a los contenidos mistéricos del cuarto evangelio en el prólogo, libro de los símbolos y en el cap. 17 de la oración sacerdotal (agua viva,  fe, templo nuevo-morada, idéntica comunión de amor trinitario, misiónacción del  Espíritu Santo, etc.).

Es lo que de otra forma denomina varias veces “ley o doctrina evangélica” (S 2,21,4; 22,3; LlB 3,59), equivalente a “perfección evangélica” (S 3,17,2; LlB 3,47), que es el  “camino de la vida eterna” (CB 25,4) y, al fin, disposición de “servir a  Dios” como Cristo le sirvió haciendo la “voluntad de su Padre” (S 3,17,2; S 1,13,4). La expresión “ley de gracia” implica la novedad cristiana (S 2,22, tít.), opuesta a la “ley vieja” que ni justificaba por las obras ni, según el parecer común sobre la progresiva revelación del más allá, abría tras la muerte las puertas del Sheol (CB 11,9).

En él radica la primera exigencia de la vida espiritual: “Traiga un ordinario apetito de imitar en todas sus cosas, conformándose con su vida, la cual debe considerar para saberla imitar y haberse en todas las cosas como se hubiera él” (S 1,13,3). Y de ello se ocupa ampliamente, “según el germano y espiritual sentido” de Mc 8,35-35, al declarar “tan admirable doctrina” como exige hacer propio el modelo de Cristo: “Si alguno quiere seguir mi camino, niéguese a sí mismo y tome su cruz y sígame” (S 2,7,4ss).

El “Evangelio” se toma como sinónimo implícito de toda la verdad revelada en el NT. Así entiende la predicación paulina como una parcela de la “buena noticia” (S 2,22,12), si bien deja constancia de que, aunque revelado directamente por Dios, de hecho, lo confrontó con la tradición apostólica para mayor seguridad de su predicación (ib. 13; S 2,14,7). La Verdad es no sólo palabra, sino que implica el gesto eficaz de la salvación actuante cuando ésta se acepta con fe (S 2,31,1).

2. LEY NUEVA Y LEY VIEJA. Por otra parte, y dentro del sentido unitario que da al NT, Juan de la Cruz contrapone la  “ley nueva” a la “ley vieja o de Moisés”. Ambas son “ley de Dios” y por ambas habla el Espíritu Santo (S pról. 2), pero de distinta forma: la primera es “ley de gracia”, o “evangélica” (S 2, 22, tít.; 2.3; CB 11,10); la segunda es la “ley de escritura” o “mosaica”, entregada por Dios en el Sinaí (S 2,22,3; S 3,42,5) y complementada por muy diversas entregas (“de muchos modos y de muchas maneras”: S 2,22,4). Jesús cumple, reinterpreta y supera la “ley vieja”, abriéndonos a la libertad de la fe y del amor (Ef 12; LlB 3,28-29.46). Ya no será lícito “agraviar” a Dios que nos tiene “ya habladas todas las cosas en mi Palabra, que es mi Hijo” (S 2,22,5). En él ya ha hablado, respondido y revelado todo el Padre, al dárnoslo “por hermano, compañero y maestro, precio y premio” (ib. 5).

Era ésta una distinción común dentro del lenguaje cultural cristiano; más en concreto derivada de la antinomia paulina “letra-espíritu” (1 Cor 2,14.15; 2 Cor 3,6: S 2,19,5.11; LlB 3,73-75), a su vez consecuencia de la antítesis “carneespíritu”.

Alude ya en sus Romances a esta contraposición entre la “esperanza larga” (Romance 5º) del pueblo antiguo que servía a Dios “debajo de aquella ley / que Moisés dado le había” (Romance 7º). La encarnación de Cristo será “el rescate de la esposa / que en duro yugo servía” (ib.). Esta contraposición se hace más explícita al ponerla en boca de Dios-Padre que reafirma la “totalidad” de su voluntad en la encarnaciónmuerte-resurrección de su Hijo, en quien nos ha “dicho” y “dado”  Todo: “Porque en darnos, como nos dio a su Hijo, que es una  Palabra suya, que no tiene otra, todo nos lo habló junto y de una vez en esta sola Palabra, y no tiene más que hablar” (S 2,22,3). Tal es la lección que recoge de la carta a los Hebreos (1,1-2), destacando por qué en la plenitud de la “ley nueva” ya no es preciso cuestionar ante Dios el verdadero camino de la perfección cristiana porque ya se ha renacido “en el  Espíritu Santo” y visto el “reino de Dios, que es el estado de perfección” (Jn 3,5: S 2,5,5).

Para seguir el nuevo camino es suficiente, por otra parte, conducirnos por la ley de la “razón y fe”, es decir, por la ley natural y las luces del Espíritu en conformidad con “la ley de Dios y de la Iglesia” (Ct 12) o del “Espíritu Santo y su Iglesia” (S 3,44,3). Ellos bastarán al cristiano, ya informado por el amor divino infundido en su corazón, para llegar a la cima del Monte de la comunión perfecta con Cristo (Romance 7º): “Ya por aquí no hay camino, porque para el justo no hay ley (1 Tm 1,9): él para sí es ley” (Rom 2,14: “Monte de perfección”).

A esta meta se encamina la  purificación, liberación, moción y enamoramiento que obra el Espíritu Santo en la  noche pasiva de la fe, en el  desposorio y matrimonio místicos del alma y en sus peticiones de la fruición eterna (N 1,13,11; N 2,4,2; CB 14,10; 17,2.4; 22,2; 31,1; 38,3; 39,3; LlB 1,19; etc.).  Cielo, Cristo, Escritura, Espíritu Santo, imitación, ley nueva/vieja, Pablo, Palabra, purificación, seguimiento.

BIBL. — JEAN VILNET, Bible et mystique chez Saint Jean de la Croix, Paiis, Desclée de Brouwer, 1949, p. 143-162; MIGUEL ÁNGEL DÍEZ, Pablo en Juan de la Cruz, Burgos 1990, p. 30-32; 93-115; 271-261.

Miguel Ángel Díez

Eucaristía

Dentro de la dinámica de la purificación del espíritu, necesaria e imprescindible para la  unión y que se ha de realizar por medio de la  fe, el Santo recomienda prestar atención a los diversos tipos de fenómenos místicos. Hay que desembarazarse de las aprehensiones del entendimiento que son puramente por vía espiritual y encaminarse por la vía de la fe. Por ello el alma ha de superar el mundo de las  visiones, de las revelaciones y de las locuciones porque pueden ser un peligro. Así, el Santo nos dice que conoció “una persona que teniendo estas locuciones sucesivas, entre algunas harto verdaderas y sustanciales que formaba del Santísimo Sacramento de la Eucaristía, había algunas que eran harto herejía” (S 2,29,4). Exige además desapegar el corazón de los bienes sensuales que causan la oscuridad de la razón, tibieza, tedio espiritual y otros muchos  daños como “indevoción acerca del uso de los sacramentos de la Penitencia y Eucaristía” (S 3,25,8).

Dentro de esta dinámica de  purificación, donde el Santo reclama una generosa catarsis de la que él llama “lujuria espiritual”. Si no se está atento a esa realidad, se puede encontrar con que “muchas veces acaece que en los mismos ejercicios espirituales, sin ser en manos de ellos, se levantan y acaecen en la sensualidad movimientos y actos torpes, y a veces, aun cuando el espíritu está en mucha  oración o ejercitando los Sacramentos de la Penitencia o Eucaristía” (N 1,4,1). El alma puede quedar sorprendida ante ciertos movimientos de esta clase. Ya está adelante en el caminar hacia Cristo y se ve de repente sorprendida al experimentar que, junto a la alegría y dicha que siente, por ejemplo, en la Comunión, la sensualidad “toma también el suyo (regalo) a su modo” (N 1,4,2).

La trayectoria de vida espiritual que propone Juan de la Cruz en la Llama, se va exponiendo por etapas: es el  Espíritu Santo quien hace plena la fidelidad del hombre y no sus propios esfuerzos; la “llama de amor viva” es el Espíritu Santo, es el mismo Espíritu quien suscita en el alma ansias de vida eterna, siempre que se trate de almas “purgadas y limpias, todas encendidas” para captar lo que está aconteciendo en la nueva situación, para aceptar esas palabras que son “espíritu y vida” y que sólo pueden ser oídas por las almas enamoradas y limpias. Las almas que no son de esta condición, las “que no tienen el paladar sano, sino que gustan otras cosas”, no pueden gustar el espíritu y vida que hay en ellas, sino que más bien las amarga, se “desabrían” a causa de su impureza “como fue cuando predicó (el Señor) aquella soberana y amorosa doctrina de la Sagrada Eucaristía, que muchos de ellos volvieron atrás” (Jn 6,60-61.67: LlB 1, 5-6).

Francisco Vega Santoveña

Esposa/o

Se trata, naturalmente, de un elemento clave en el simbolismo nupcial heredado por J. de la Cruz de la tradición espiritual, a partir de la relación amorosa entre el esposo y la esposa en el matrimonio cristiano. Trasladado al plano espiritual o místico, se establece la equiparación general siguiente: esposo = Dios/Cristo, esposa = el alma, el Amado y la amante. Esta primera y fundamental asimilación adopta luego abundantes variaciones expresivas, especialmente en lo que se refiere al Esposo Cristo. En la identificación esposa-alma hay que advertir el uso casi permanente de la sinécdoque: parte (alma) por el todo (persona). La impone el género de los amantes-esposos; el hombre no podría llamarse “esposa” del “Verbo Hijo de Dios”, fórmula reiterada por J. de la Cruz.

La implantación de estos vocablos en el simbolismo nupcial arranca, sin duda, del Cantar de los Cantares. El Santo en este caso no hace otra cosa que seguir la interpretación tradicional, inaugurada por Orígenes, que identifica los interlocutores del Canto sagrado en Cristo (esposo) y la Iglesia o el alma (esposa). Esa corriente exegética está a la base del Cántico espiritual y de las otras obras del autor. J. de la Cruz introduce habitualmente las citas del Cantar poniéndolas en boca del esposo (S 3,3,5, etc.) o de la esposa (S 2,14,11; 3,13,2; N 1, 9,7, etc.). Conviene analizar por separado ambos protagonistas.

1. LA ESPOSA. En la pluma sanjuanista además del significado corriente en las relaciones humanas, el término indica la persona relacionada amorosamente con Dios o con Cristo. No necesita ulterior especificación. Puede tener dos acepciones: el general (el alma) y la protagonista del Cantar de los Cantares, prototipo de cualquier otra esposa (S 3,13,5; N 1,9,7; 2,13,7; CB 1,5; 1,15; LlB 2,36; 3,50, etc.). Esta segunda es la acepción corriente, prácticamente única, en la Subida y en la Noche, aunque en este escrito se insinúa con frecuencia la aplicación al alma (cf. N 2,20,3; 2,23,5). Al margen de la vinculación al simbolismo nupcial, pero en relación al deseo amoroso del alma por unirse a Dios, aparece usado una vez el vocablo esposa. Cuando ansía de veras la presencia divina, “no puede ser al alma que ama amarga la muerte, pues en ella halla todas sus dulzuras y deleites de amor … Tiénela por amiga y esposa, y con su memoria se goza como en el día de su desposorio y bodas” (CB 11,10).

Tal como se anuncia en su epígrafe, el Cántico espiritual se define como “ejercicio de amor entre el alma y el esposo Cristo”. Su estructura dramática remeda la del Cantar sagrado concretando la identidad de los dos protagonistas: Cristo esposo y el alma esposa. Solamente se altera tal identidad cuando se menciona la “Esposa en los Cantares” al citar algún texto del texto bíblico. Aun en esos casos suele hacerse coincidir el “alma” o el “alma esposa” y la protagonista del libro sagrado: “Donde el alma siente de veras lo que la esposa dice en los Cantares” (CB 30,1, etc.). Abundan los textos de este tenor: “Esto que aquí llama el alma salir para ir a buscar el Amado, llama la Esposa en los Cantares levantar” (CB 1,21; 17,6.8; 20,3; 30,2.6.10; 31,1; 34,6, etc.).

Estos y otros muchos textos atestiguan la identificación corriente entre alma y esposa en general, cualquiera que sea el grado de amor. Equivale, pues, a “amante”, y su correlativo es el Amado, Dios o Cristo. Naturalmente, esta acepción genérica se vuelve más precisa, casi técnica, dentro del simbolismo nupcial, cuando el alma-esposa se sitúa en los dos estados superiores:  el desposorio y el matrimonio espiritual. Es frecuente encontrarse con aclaraciones de este tenor: “Por cuanto en la canción pasada ha dicho el alma, o por mejor decir, la esposa, que se dio toda al Esposo sin dejar nada para sí” (CB 28,2).

Es la situación descrita a partir de la estrofa 13/14 del CE. En cada caso concreto hay que verificar su significado concreto, ya que persiste cierta ambigüedad en el uso de esposa/o, lo mismo que en su correlativo  desposorio. Esposa indica unas veces la prometida, novia; otras, la casada, desposada, cónyuge. A este propósito es clave el diálogo iniciado en la estrofa señalada (en especial CB 13, 2.9) con el Esposo, que en adelante sustituye habitualmente al Amado de las canciones anteriores. Puntualiza con frecuencia quién de los dos –esposa, esposo– interviene en el diálogo poético y correlativa “declaración” en prosa (CB 18,3; 19,2; 22,4; 25,2; 27,3; 28,1.2; 30,2; 38,1; 39,15).

El principio de referencia es siempre el mismo, formulado más o menos así: “El alma que tiene perfecto amor se llama esposa del Hijo de Dios, lo cual significa igualdad con él, en la cual igualdad de amistad todas las cosas son comunes a entrambos” (CB 28,1).

En otra perspectiva, la humanidad entera es la esposa de Dios/Cristo (Romances, cf. desposorio), y de modo particular, en clave paulina, la Iglesia (CB 30,7; 40,7).

2. EL ESPOSO. Guarda naturalmente correlación con la esposa, pero en el caso presente tiene connotaciones específicas y exclusivas. Es único y el mismo para cada una de las almas. En las etapas anteriores al desposorio suele designarse como “amante” o “Amado”. En alguna ocasión se le llama “su Querido” (CB 35 entera). La condición de exclusividad obliga a anteponerle normalmente el artículo “el”: “el Amado, el Esposo, Su Querido” resultan sustancialmente sinónimos. A veces se superponen “Amado y Esposo” (CB 1,13; 12,7; S 2,1,2; N 2,13,7; 14,1, etc.), o el “querido Esposo” (CB 19,3; 35,2.6; Ll 3, v. 6º; 3,76.78.80). La identificación personal es siempre Dios-Cristo (a veces con la fórmula completa: “el esposo Cristo, CB 31,2).

La variedad de expresiones para designar al esposo del alma es muy nutrida: Verbo, esposo mío (CB 1,3), Verbo, esposo suyo (CB 1,5; 37,8), Verbo Esposo (CB 1,5), Verbo Hijo de Dios, su esposo (CB 1,2; 17,2.8), Esposo Amado (CB 1,9.13), Hijo de Dios, esposo del alma (CB 1,10; 3,3), Hijo de Dios su esposo (CB 1,10), su Esposo, el Verbo Hijo de Dios, (CB 11,12) el Esposo, Hijo de Dios (CB 24,3; 26,1), el Esposo Cristo (CB 3,5; 12,2; 20,2; 30,7; 24,4), Cristo su esposo (CB 12,3), Hijo de Dios al alma esposa (CB 20,4), el divino Esposo (CB 28,10), El Verbo Esposo (CB 35,6; LlB 4,3), el espíritu de su Esposo que es el Espíritu Santo (LlB 1,3), etc.

Eulogio Pacho

Esperanza teologal

La esperanza es, ante todo, un “don sobrenatural”, infundido por  Dios en la justificación, juntamente con la  fe y la caridad. “Por un bien tan grande mucho conviene sufrir”, escribe Juan de la Cruz (S 3,2,15). Es Dios mismo quien suscita en el hombre la tendencia activa y el deseo ardiente de tender a él, como la propia bienaventuranza: “Revolviendo estas cosas en mi corazón, viviré en esperanza de Dios” (LlB 3,21).

I. Concepto y funciones

El objeto de la esperanza es Dios mismo, supremo bien del hombre, por eso “la esperanza de Dios solo dispone puramente a la  memoria para unirla con Dios” (N 1,21,11). Aunque el hombre ya posee, por gracia, la comunión de vida con Dios, sin embargo, su plenitud es una realidad futura, objeto de esperanza. “Porque esperanza de cielo / tanto alcanza cuanto espera; / esperé solo este lance, / y en esperar no fui falto, / pues fue tan alto, tan alto, / que le di a la caza alcance (Po 6,4). Puesto que el objeto de la esperanza sólo se alcanza por gracia de Dios, el acto de esperanza incluye la confianza y seguridad en el auxilio divino, que nunca falta, pues está garantizado por las promesas de Dios en Cristo. Centro y fundamento de la esperanza es siempre Jesucristo, pues se apoya en las promesas divinas realizadas en Jesús, en las cuales están implicadas la misericordia, la fidelidad y el auxilio de Dios. La esperanza no ofrece certeza firme de la propia salvación, como lo hace la fe. Y ello, porque la salvación no depende sólo de las promesas de Dios, sino que depende también de la libre respuesta del hombre a la llamada divina. El temor y la incertidumbre, que de alguna manera acompañan a la esperanza, provienen de nuestra flaqueza. La certeza que nos ofrece la esperanza es una “convicción afectiva”, vivida en el amor intenso de Dios, revelado en  Cristo. A la plena esperanza cristiana sólo se accede por la fe. Por eso la fe es anticipo de esperanza. Es necesaria también una fuerte disposición de amor.

La esperanza, virtud plenamente teologal, es citada con menos frecuencia al desempeñar, según el Santo, una función subsidiaria de la fe y del amor. La esperanza ocupa un puesto entre la fe y la caridad. La existencia no ha de girar en torno a sus realizaciones, sino a lo que está por alcanzar. El futuro al que invita la esperanza, no es cosa hecha como las vivencias. Hay que abrirse a la insuficiencia. Por eso el vacío es su debilidad y, a la vez, su mayor fuerza. La esperanza inicial no es muy precisa en sus aspiraciones. Pues confunde fácilmente la unión de amor terrestre con la de la gloria dándose por satisfecha con la primera. Cuando la consigue ve que no bastaba, y se lanza a su propia meta, que es la unión con Dios. La esperanza quiere amar, poseer a Dios y sabe que esto sólo tendrá lugar al final de los tiempos. Por eso la esperanza no es evasión, sino que va por pasos, siendo, en definitiva, un don.

II. Peculiar enfoque sanjuanista

La primera observación obligada al hablar de la esperanza en J. de la Cruz, es que él habla de la esperanza desde el punto de vista de la mística. Para él, esta virtud representa un nuevo aspecto del encuentro total con Dios y del seguimiento incondicional de Cristo en  pobreza y desnudez. La originalidad, a la hora de tratar la esperanza, está en hacer confluir memoria y esperanza. De esta forma logra iluminar un sector amplio del dinamismo humano y de las funciones importantes y delicadas de la vida espiritual. Al separar la memoria del entendimiento y la esperanza de la caridad, forma un tercer bloque con unas funciones relevantes. Rompe, de esta forma, con la construcción tomista, en la que sólo hay dos bloques: fe, entendimiento y memoria, esperanza y caridad que radican en la voluntad. J. de la Cruz arranca la función rememorativa y la convierte en potencia especial a la que encomienda la esperanza. Con esta ruptura parece asociarse a la tradición agustiniana, que habla también de tres potencias. Aunque el verdadero motivo pudo ser pedagógico.

La esperanza tiene por enemigo la posesión. Lo ya poseído y, por lo tanto, alcanzado no tienes que esperarlo ni luchar para darle alcance. Por tanto, cuanto la memoria más se desposea de estas noticias sobrenaturales y de otras, más tiene de esperanza, pues es algo que no ha alcanzado todavía. “Y cuanto más de esperanza tiene, tanto más tiene de unión con Dios; porque acerca de Dios, cuanto más espera el alma, tanto más alcanza” (S 3,7). Sólo el que espera y se esfuerza por alcanzar a Dios lo alcanza si no se cansa en este empeño. Esta esperanza será fruto del desposeer, del quitar del alma lo que se cree poseído, ya que “cuando se hubiere desposeído perfectamente, perfectamente quedará con la posesión de Dios en unión divina” (ib.).

La educación de la memoria y, por tanto, su  purificación, está en el filtro teologal para asumir únicamente lo que lleva de fidelidad y esperanza unitivas frente a Dios, y para rechazar las pasiones que ocultan el verdadero valor salvífico de hechos y cosas, lo que les hace no ser recuerdos sentimentales, sino personales de comunión con Dios. No se trata de una esperanza pasional, sino teologal, que se construye con el paso del tiempo. El fin de la esperanza es la unión con Dios. Por ello, para llegar, en esperanza, a la unión con Dios es necesario negar todo aquello que impida esa unión. La raíz última y el secreto de la negación será Jesucristo crucificado (S 2,7,7).

III. Dinamismo catártico

Definida la noche como el “tránsito que hace el alma a la unión de Dios” (S 1,2,1), J. de la Cruz insiste en que solamente las virtudes teologales sirven de medio próximo para esa unión, purificando las potencias del alma. Para llegar a la unión ha de salir y carecer de los gustos de las cosas del mundo, lo cual es oscuridad para todos los sentidos del hombre. Dios es  noche oscura para el alma en esta vida, ya que nunca le alcanzará en ella. La finalidad de la noche es la de vaciar y hacer negar a las potencias su jurisdicción natural y sus operaciones para que sean llenadas de lo sobrenatural. Al trascender Dios las potencias, éstas no tienen capacidad para alcanzar a Dios, antes más bien estorban. J. de la Cruz saca la memoria de sus límites naturales para que pueda llegar a Dios que es incomprensible. Para ello la empareja con la esperanza.

La memoria juega papel importante en la actividad humana a través de las noticias o aprehensiones y sentimientos suscitados como recuerdos del pasado, que se hace presente gracias a esa capacidad de rememorarlo y revivirlo. Puesto que Dios no se puede captar como es ni por los sentidos ni por las potencias, la purificación de estas noticias es imprescindible si se quiere llegar a la unión con él. J. de la Cruz apela una vez más a su radicalidad. El primer paso que propone para la purificación de la memoria es que se vacíe, que pierda la aprehensión de esos objetos, que se olvide de todo como si no hubiese tenido esas aprehensiones. En definitiva, que se aniquile.

1. MEDIO Y CAMINO PARA LA UNIÓN. La razón de esta radicalidad es siempre la misma: la imposibilidad de llegar a la unión con Dios a través de objetos y formas naturales: “Dios no tiene forma ni imagen que pueda ser comprehendida de la memoria, de aquí es que, cuando está unida con Dios … se queda sin forma y sin figura, perdida la imaginación, embebida la memoria en un sumo bien, en grande olvido, sin recuerdo de nada” (S 3,2,4). Condición indispensable para que las cosas divinas toquen al alma es apartar la memoria de las noticias aprehensibles (S 3,2,4). Podría parecer que el Santo persigue la destrucción del uso natural, dejando que el hombre quede “como bestia”, “sin discurrir ni acordarse de las necesidades y operaciones naturales” (S 3,2,7). El proceso de “vaciamiento” de la memoria no es negativo en su resultado final: “Cuanto más va uniéndose la memoria con Dios, más va perfeccionando las noticias distintas hasta perderlas del todo, que es cuando en perfección llega al estado de unión” (S 3,2,8), ya que Dios no destruye la naturaleza, sino que busca perfeccionarla.

2. REENCUENTRO Y POTENCIACIÓN. La memoria cuanto más se acerca a Dios más perfecciona esas noticias, hasta perderlas en el estado de unión, en el que la memoria es absorbida en Dios (ib.). En el proceso de purificación, el alma encuentra dos dificultades, “que son sobre las fuerzas y  habilidad humana, que son: despedir lo natural con habilidad natural, que no puede ser, y tocar, y unirse a lo sobrenatural, que es mucho más dificultoso” (S 3,2,13). Por ello, ha de ser Dios quien haga posible esta unión. El alma sólo puede disponerse a esta unión de forma natural, aunque necesita también la ayuda que Dios le va dando. Cuanto más entre en la negación, más le dispone Dios para la unión, de forma pasiva. Una condición para alcanzar la purificación es la constancia, pues al principio no se siente provecho. No debe de cundir el desánimo, ya que “por un bien tan grande mucho conviene pasar y sufrir con paciencia y esperanza” (S 3,2,15). La regla práctica apuntada por el Santo para purificar la memoria suena así: “En todas las cosas que oyere, viere, oliere, gustare o tocare, no haga archivo de ellas en la memoria, sino que las deje luego olvidar” (S 3,2,14).

Superado el estadio de purificación, no desaparecen las operaciones de la memoria, aunque se haya perfeccionado la esperanza teologal. En el estado de unión se desarrollan las operaciones convenientes y necesarias, pero con mayor perfección. Al estar la memoria transformada en Dios, todas las operaciones que realiza no son naturales sino divinas, pues Dios es señor de ellas: “El mismo es el que las mueve y manda divinamente según su divino espíritu y voluntad” (S 3,2,8). Esto no quiere decir que las operaciones sean distintas, sino que son las que le conviene y son razonables. Es el espíritu de Dios el que las mueve y guía en el conocimiento; ya no es la persona la que actúa por la razón. Las personas, en este estado de unión, ya no actúan según su voluntad, es Dios mismo quien mueve sus potencias (S 3,2,9). El ejemplo más impactante es el de la Virgen, que siempre actuó movida por el  Espíritu Santo (S 3,2,10).

IV. Dificultades a superar

Varios son los  daños a los que estará sujeto quien, para llegar al encuentro con Dios, quisiere servirse de las  noticias, y discursos y recuerdos de la memoria. Daños que pueden provenir del mundo, del demonio y de la carne o apetitos, y que han de eliminarse gracias a la esperanza.

1. DEL MUNDO. Entre los males o daños provenientes del  mundo, J. de la Cruz apunta, a título de ejemplo: “Falsedades, imperfecciones, apetitos, juicios, perdimiento de tiempo y otras muchas cosas, que crían en el alma muchas impurezas” (S 3,3,2). Las noticias que ofrece el mundo son apariencias y, por eso, conducen a la falsedad. La solución mejor es olvidarlas, para librarse, a la vez, de la “vana esperanza y vano gozo, que producen” en el alma. A estas aficiones llega a llamarlas el Santo “buenos pecados veniales” (S 3,3,3), que pueden provenir incluso de discursos y noticias acerca de Dios. Producen también apetitos, que es desear aquellas noticias. A veces, estos apetitos son apariencias.

La única solución es hacer caso omiso de las noticias, pues de lo contrario se introducen en el alma imperfecciones que no se aprecian, pero que se van apagando poco a poco. Aunque puede pensarse que con el rechazo de las noticias se priva al alma de muchos buenos pensamientos provechosos de Dios, sin embargo, es más importante la pureza del alma, ya que de este modo no se pega ninguna afición: “Mejor es aprender a poner las potencias en silencio y callando, para que hable Dios” (S 3,3,4). Tampoco es conveniente pensar que el alma se distrae si no tiene la memoria en Dios (S.3,3,5), ya que si está recogida y cerrada a toda noticia, no puede tener distracciones, pues para estar distraída tiene que estar abierta. Por el contrario, si el alma está cerrada, Dios entrará en ella espiritualmente, como entró en el cenáculo después de resucitado (S 3,3,6). Ciertamente son necesarias la oración y la esperanza para llegar a Dios desde la desnudez. “No pierda el cuidado de orar y espere en desnudez y vacío, que no tardará su bien” (S 3,3,6).

2. DEL DEMONIO. Los daños u obstáculos provenientes del demonio los resume el Santo en la capacidad de añadir noticias que producen en el alma efectos malos, como son los vicios capitales: soberbia, avaricia, ira, envidia, etc. (S 3,4,1). El demonio suele asentar estas noticias en la fantasía, con lo cual engaña, al hacer que las cosas falsas aparezcan como verdaderas. También aquí la solución está en el vacío de la memoria, ya que “si se oscurece en todas ellas y se aniquila en olvido, cierra totalmente la puerta a este daño del demonio y se libra de todas estas cosas, que es gran bien” (S 3,4,1). Con este olvido se impide al demonio que actúe, pues “si la memoria se aniquila en ellas, el demonio no puede nada, porque nada halla donde asir, y sin nada, nada puede” (Ib.). Los daños que hace el demonio si no se purifica la memoria son los siguientes: tristezas, aflicciones y gozos vanos (S 3,4,2). Pero el mayor peligro es distraer al alma, impidiéndole el recogimiento, que es poner toda el alma en Dios, “lo cual, aunque no se siguiera tanto bien de este vacío como es ponerse en Dios, por sólo ser causa de librarse de muchas penas, aflicciones y tristezas, allende de las imperfecciones y pecados de que se libra, es gran bien” (ib.).

3. DE LOS APETITOS. Los daños provenientes de la  carne o apetito son más bien privativos, porque pueden vaciar al alma del bien espiritual, además de impedir el bien moral, que “consiste en la rienda de las pasiones y freno de los apetitos desordenados, de lo cual se sigue en el alma tranquilidad, paz, sosiego y virtudes morales” (S 3,5,1). El único medio para frenar las pasiones es el de olvidar las cosas de sí (S 3,5,1), ya que es de ellas de donde nacen las afecciones que generan los apetitos. Lo corrobora el Santo con una sentencia a modo de refrán: “lo que el ojo no ve, el corazón no lo desea” (ib.). Siempre que se piensa una cosa el alma queda alterada y produce los efectos de tristeza si es molesta, y de gozo si es agradable. Y esto es lo que provoca la turbación y, por tanto, la intranquilidad moral (S 3,5,2), que impiden el bien de las virtudes morales privando al alma del bien espiritual, ya que al no tener fundamento del bien moral por la turbación no es capaz del espiritual, que sólo se alcanza con el alma en paz (ib.). Por ello, si el alma quiere alcanzar a Dios, no se ha de emplear en cosas aprehensibles, como son las cosas de la memoria, pues no será posible que esté abierta y libre para lo que no se puede comprender, Dios. Razón por la cual ha de ir no comprendiendo (S 3,5,3).

V. Desarrollo espiritual

Lo mismo que las otras virtudes teologales, la esperanza presenta en su crecimiento progresivo aspectos y etapas diferenciadas, pero siempre complementarias. Siguiendo las pautas señaladas por J. de la Cruz pueden apuntarse estos pasos:

1. EN EL ÁMBITO SENSITIVO. “En todos los casos, por adversos que sean, antes nos habemos de alegrar que turbar, por no perder el mayor bien que toda la prosperidad, que es la tranquilidad del ánimo y paz en todas las cosas adversas y prósperas, llevándolas todas de una manera” (S 3,6,4). La purificación de las noticias del mundo trae consigo tranquilidad y paz de ánimo. El tener la conciencia y el alma puras (S 3,6,1), es causa de gozo y serenidad, y esto lleva a tener el alma en disposición para las virtudes (ib.). La purificación de la memoria hace que el alma se libre de las tentaciones del demonio, que le hacen caer en impurezas y pecados (S 3,6,2). Así, “quitados los pensamientos de en medio, no tiene el demonio con qué combatir al espíritu naturalmente” (ib.). Por medio de la purificación del apetito, el alma está dispuesta para que actúe el Espíritu Santo y sea él quien la mueva (S 3,6,3). Lo más importante que aquí consigue el alma es la paz, ya que “aunque otro provecho no se siguiese al hombre que las penas y turbaciones de que se libra por este olvido y vacío de memoria, era grande ganancia y bien para él” (ib.). El turbarse, pues, es una pérdida de tiempo, ya que no se saca ningún provecho con ello. Sólo con paz se podrá juzgar mejor las cosas y sólo así se podrá poner remedio (ib.).

2. EN EL NIVEL ESPIRITUAL. La obra purificadora de la esperanza va más allá de las recuerdos de cosas naturales; alcanza también a las “noticias sobrenaturales” (S 3,7,1). Pueden ser visiones, revelaciones, locuciones y sentimientos por vía sobrenatural (ib.). Es necesario también tener cuidado con estas noticias, pues en vez de ayudar a la unión con Dios pueden ser impedimento, al quedarse la memoria sólo con ellas y no llegar a Dios en esperanza. Cuando el alma se fija en ellas, menos capacidad y disposición tiene para abandonarse y entrar en el abismo de la fe (S 3,7,2). Ninguna noticia ni forma  sobrenatural que capte la memoria son Dios, pues trasciende a la memoria, y por eso hay que rechazarlo para poder llegar a Dios (ib.).

La reflexión de las noticias sobrenaturales puede impedir la unión con Dios, ya que se corre el riesgo de quedarse sólo con ellas. Ni las imágenes ni las noticias sobre Dios son Dios (S 3,8). Y ello podría llevar a juzgar a Dios bajamente; con lo cual, al sentir y estimar a Dios según nuestras aprehensiones, siendo Dios incomprensible, quedaría reducido a la medida de nuestra capacidad. El imperativo, pues, es claro: “Cuidar de buscar la desnudez y pobreza espiritual y sensitiva, que consiste en querer de veras carecer de todo arrimo consolatorio y aprehensivo, así interior como exterior” (S 3,13,1). De esta forma se obtendrá un provecho grande, como es el llegar al encuentro con Dios, el cual no tiene ni imagen, ni forma, ni figura. Y es que “bueno le es al alma no querer comprender nada, sino a Dios por fe en esperanza” (S 3.13,9).

Lo mismo sucede con las noticias espirituales, que son aquellas aprehensiones del entendimiento que no tienen ni imagen, ni forma corporal, pero que, al caer bajo la memoria espiritual, pueden ser recordadas, por el efecto que hicieron (S 2,26). También aquí “háyase humilde y resignadamente acerca de ellas, que Dios hará su obra cómo y cuando él quisiere” (S 2,26,9).

3. LA CIMA DE LA “ESPERANZA PACÍFICA”. El alma, sin embargo, para recorrer la aventura de la “salida” “por esta secreta y oscura noche”, va disfrazada “de esta librea de esperanza” (N 2,21,9), que es “una almilla de verde”, que “da al alma … animosidad y levantamiento a las cosas de la vida eterna” (N 2,21,6) y le permite “levantar los ojos sólo a mirar a Dios” (N 2,21,7). Y ello, porque la esperanza es como el “yelmo de salud”, que “todos los sentidos de la cabeza del alma cubre” (N 2,21,7), disponiendo “puramente a la memoria para unirla con Dios” (N 2,21,11). Y de este gesto del alma “se agrada tanto el Amado … que tanto alcanza de él cuanto ella de él espera” (N 2,21,8), consciente el alma de que “sin esta librea de la sola esperanza de Dios… no alcanzará nada, por cuanto la que mueve y vence es la esperanza porfiada” (ib.). “Esperanza porfiada” que se convierte, a la vez, en garantía “de tantos y tan aventajados bienes de Dios” (N 2,22,2).

Si a lo largo del peregrinar en el destierro el alma busca siempre a Dios “con ansias” y en deseo penoso, llega un momento en que la esperanza se vuelve espera confiada y pacífica. No desaparecerá nunca del horizonte de esta vida “que deje de tener dentro de sí gemido… en la esperanza de lo que le falta” (CB 1,14), pero al no tener “esperanza en otra cosa sino en Dios” (CB 28,4), “tiene tanto de gemido, aunque suave y regalado, cuanto le falta para la acabada posesión de la adopción de los hijos de Dios, donde consumándose su gloria, se quietará su apetito” (LlB 1,27). Se comprende así la exclamación “del morir por que no muere” (Po 5). El Santo sigue aconsejando: “Viva en fe y esperanza … que en esas tinieblas ampara Dios al alma” (Ct a una Carmelita, por Pentecostés de 1590).

BIBL. — EFRÉN DE LA MADRE DE DIOS, “La esperanza según san Juan de la Cruz”, en RevEsp 1 (1942) 255-281; ANDRÉ BORD, Mémoire et espérance chez Jean de la Croix, París 1971; AUGUSTO GUERRA, “Ventura y tormento de la esperanza”, en RevEsp 35 (1976) 401-430: P. LAÍN ENTRALGO, “La memoria y la esperanza: San Juan de la Cruz”, en el libro; La espera y la esperanza, 2ª ed. Madrid 1958; PIERRE D. ORNELLAS, “La pure et bienhereuse espérance en Jean de la Croix”, en AA.VV., Un saint, un maître, Ed. du Carmel, Venasque 1992.

Aniano Álvarez-Suárez

Escritura Sagrada

Hablar de la Sagrada Escritura en Juan de la Cruz es hablar de la raíz y la flor de su experiencia y doctrina. La Biblia ha penetrado en sus genes y en su sangre. No es un exégeta profesional, pero ha interpretado la Escritura y dado algunas lecciones especiales sobre ella. El sensus plenior de la Palabra de Dios da en sus libros uno de los mejores frutos literarios, teológicos y espirituales. Es un componente esencial de su mensaje. Está ligado a todas sus obras desde su concepción hasta su expresión. En su experiencia y en su expresión la Biblia es savia y sustancia.

I. Encuentro con la Sda. Escritura

La Biblia estaba en la atmósfera de su siglo y un poco en la sangre de su espíritu, es decir, disuelta en la lengua. Era el referente cultural más común, más extendido, más asimilado, más popular y más profundo. Así pues, hay una Biblia recibida por J. de la Cruz que es patrimonio común de sus contemporáneos. Hay algo propio, y esto nos importa aquí, en su manera de recibirla, asimilarla y trasmitirla.

En la infancia, la Biblia, mediante la liturgia, sermones, fiestas populares y relatos le impregna mente y fantasía con imágenes y figuras que disueltos en la cultura penetran en el fondo de su alma y la configuran como el primer componente cultural de su mundo de referencias. Alfabetizado por milagro y por fuerza de su voluntad, accede al catecismo y a los primeros medios de acopiar saberes sobre la Escritura. Su formación humanística está ya impregnada de saberes bíblicos. El testimonio de su maestro el  P. Juan Bonifacio sobre lo que “leía y comentaba” en sus clases de latinidad incluye pasajes de la Escritura y del Breviario.

El noviciado le pone en contacto obligado y ya de por vida le acompañará con otros cauces transmisores de contenidos bíblicos de primer orden: el Breviario y las lecturas espirituales. El Breviario pone en comunión con el salterio y con las lecturas de maitines que cíclica y constantemente ofrecen los primeros capítulos de algunos otros libros de la Escritura. La Regla de la Orden del Carmen le manda “permanecer en la celda o en sus cercanías meditando día y noche la Ley del Señor” y por tanto, desde ese momento la Palabra de Dios va a ser el guía y motor de su piedad, de todo su trato de intimidad y de su trabajo de perfección cristiana y religiosa. Aún antes de que empiece el contacto de estudioso con la Escritura, ésta va a ocupar un puesto especialísimo en su vivencia, de modo que viene a ser el soporte de toda su vida de oración. Los demás instrumentos de formación carmelitana, la Instructio primorum monachorum y el Speculum Ordinis sobre todo, estaban transidos de este mismo espíritu bíblico. La inspiración eliana de la Orden le ofrece otro punto de contacto privilegiado para referir expresamente conducta y pensamiento a la Escritura.

No es necesario abundar en cómo las referencias inspiradoras fundamentales y los modelos de referencia son bíblicos por ser cristianos, pero incluso, expresa y declaradamente, se comprueba que las formas mentales más primigenias en su espíritu y mentalidad tienen esta raíz. La memorización de largos pasajes de los evangelios, de los salmos y las epístolas de San Pablo no son raras ni inexplicables; era caso común; la lectura repetida y constante de la Escritura en la liturgia tanto en el altar como en el coro, en el refectorio y en la celda daba casi espontáneamente este fruto. Cuánto más con el añadido fervor y el interés comprobado de fray Juan. El rezo del oficio de la Virgen María que se leía casi a diario le familiarizó especialmente con el Cantar de los Cantares. Si bien una relectura tan personal y profunda no se explica por esta recepción pasiva y común. Ha habido otra lectura más aplicada y detenida que ésta litúrgica y devocional.

Ha tenido ocasión en  Salamanca asistiendo a clases de teología precisamente cuando la cuestión de la Escritura y su interpretación está llenando las mentes, cuando la teología positiva se está abriendo paso. Las conclusiones del estudio de Luis Enrique Rodríguez San Pedro Bezares sobre la base de los libros de matrícula y las visitas de cátedra no dejan lugar a dudas: J. de la Cruz ha asistido, sólo un año, es cierto, a clases de Sagrada Escritura en la Universidad de Salamanca y se puede conjeturar con fundamento sobre los comentarios y exégesis concretas que ha escuchado. “En el horario de invierno seguía a continuación de la cátedra de Prima (de Teología) la cátedra de Biblia Latina válida como la de Prima para probar curso. La regentaba como sustituto fijo, Gaspar Grajal … Visto lo cual podemos establecer las materias que bien pudo oír Fr. Juan en Biblia: Los Salmos del 50 al 73 y posteriores junto con los primeros capítulos del profeta Miqueas” (L. E. Rodríguez San Pedro Bezares, La formación universitaria de Juan de la Cruz, Junta de Castilla y León, 1992, p. 11-112).

Nos basta saber esto aquí: ciertamente ha asistido a la lectura da la Biblia científica en las clases de Salamanca; ha conocido los métodos y resultados de la exégesis en el punto en que estaba la mejor ciencia bíblica del momento. Pero no son las lecciones universitarias las únicas. Las lecciones de estudio propio han sido muy profundas a vista de los resultados. Participó en las aulas salmantinas cuando la cuestión bíblica estaba en su punto álgido. Sin duda la conoció y con su obra, sin polemizar, toma un cierto partido por los escrituristas frente a los escolásticos. En todo caso se pertrechó de los recursos suficientes para apropiarse de la Escritura e incorporar la “lectio divina” científica, teológica y “espiritualmente”, con respeto y creatividad, a su experiencia y a su transmisión del misterio de la fe. “Sea como fuere es maestro consumado en la técnica de la Biblia, aunque parezca un poco velada por la libertad de estilo” (Vilnet, p. 54). Se ha apropiado de los recursos “científicos” del tiempo. “En lo que fue más aventajado fue en teología positiva porque mostraba tener in promptu la Biblia, en que era su ordinario estudio y las exposiciones que daba sobre salmos y sobre otros lugares de ella, muchas se vio no podían ser parto propio sino luz del cielo” (BMC 23, 66). Ha conocido y quizá usado las silvas (especialmente la Sylva allegoriarum de Hieronimus Lauretus = Jerónimo Lloret OSB), catenas e isagoges que la ciencia del tiempo puso a su disposición. La teología, la filosofía y las humanidades con que se dotó le han bastado para una lectura creativa y contemplativa teológicamente fundada de la Sagrada Escritura.

En  Ávila, Alcalá y Baeza (BMC 24, 380) ha tenido contacto con los medios cultos donde se discuten modos de interpretación de algunos pasajes bíblicos. La biografía trasmite sus ocasiones y florecillas. Juan Evangelista testifica esto en parte sorprendente: “Pero ninguno de estos libros y de otras muchas cosas que escribió y de pláticas que hizo infinitas jamás le vide abrir libro ni lo tuvo en su celda fuera de una Biblia y un Flos Sanctorum…” (BMC 10, 341). Muchos prefieren por sintomático el caso de  Lisboa: los frailes yendo a ver a la Monja de las Llagas y él con la Biblia junto al mar; define la escena algo de su estilo (BMC 24, 342,381). “Cuando los caminos eran largos, caminaba en un machuelo con su albardilla y de ordinario iba sentado leyendo en la Biblia” (BMC 23, 59). “Lo más de los caminos gastaba en oración y cantar salmos que es lo que ordinario cantaba” (BMC 10, 341). “No vio, dice otro testigo, tuviese otras alhajas más que el breviario, rosario, disciplina, Biblia y su hábito” (BMC 23, 61). Procesos y testigos hablan de esta predilección por la Escritura que no necesitaba otra confirmación después de la frecuentación de sus escritos.

II. La Escritura en la obra

Las concordancias dan cuenta de las “recurrencias” de la Escritura. La estadística no añade nada a la comprobación personal de la abrumadora presencia que la más somera lectura puede percibir. Superior con exceso a cualquier otra citación de Padres, teólogos o autores profanos. Se puede decir que casi es la única fuente de autoridad que aduce y el principal lugar teológico de su doctrina. La Biblia viene a ser como el soporte sobre el que descansa todo el edificio místico y doctrinal. Ese cómputo no hace sino corroborar que componía sus libros con la Biblia abierta.

Introduce las citas con poca precisión o vagamente, pocas veces señala capítulo y ordinariamente hace hablar al autor: Moisés, el profeta, el Sabio o el Espíritu Santo, según las formas de aquel tiempo. Compone escenas con sinopsis de citas; otras veces acumula textos o reúne menciones que recuerda o cree recordar unidos. Otras veces es un largo tramo del texto bíblico el que se tiene presente y se cita como trasfondo permanente: CB 38 sobre Apoc 2-3; Ll3, 16 sobre Ez 1; Lm 3 en N2, 7; Ll 1, 21 y Ll 3, 38, relectura espiritual de Ex. Somete todas las citas a glosa que a veces se germina en una traducción ya orientada por el propósito o prejuicio del comentador, o teñida por la presión del contexto. Como se ha dicho, “más que citar incorpora. Pero de modo tal que la Biblia penetra su ideario, su léxico, su lenguaje poético, su imaginación, y se hace visible hasta en rasgos de su estilo con antinomias y paralelos, aforismos y sentencias. La forma preferida de su mensaje es el comentario o declaración. Esta forma es el verdadero molde de su mentalidad y de su expresión. Sus palabras son ante todo palabras sobre la Palabra. Había recibido una formación hecha de comentarios y por comentadores: de los filósofos, del maestro de las Sentencias, de la ‘Suma’ y ante todo de la Escritura. No es extraño que tome este módulo como recipiente de su mensaje. Incluso cuando comenta sus propios versos, está ciñéndose a este módulo de enseñanza aprendido y ejercitado en el comentario bíblico.

Es sabido que cita en latín y traduce la Vulgata en el primer Cántico y hasta el capítulo 28 del segundo libro de la Subida; abandona esa práctica, para citar traduciendo directamente a partir de ese punto, a la vista del público que tiene en mente. Solo ocasionalmente y para citaciones memorizadas vuelve a recurrir al latín. Como traductor se muestra a veces muy literal y otras veces excesivamente creativo, siempre feliz.

Las citas de la Escritura quedan incorporadas a su texto con su propio relieve y van subrayados por sus modos de enmarcarla y prolongarla, protocolos han llamado a estas fórmulas de introducción de texto y de glosa. Nunca pierde la conciencia de estar citando, pocas evocaciones de textos dejan dudas de su referencia, aunque no siempre esté explícita.

La Biblia, como todo lo suyo, ha estado antes en su magisterio oral que en su pluma. Los testimonios que le muestran en acto de comentar un verso o un paso de la Escritura son muchos. “Y en esto de hablar de Dios y exponer lugares de la Escritura asombraba, porque no le pidieran lugar que no lo dijera con muchas explicaciones; y en las recreaciones y algunas veces se gastaba la hora y mucho más en exponer lugares que le preguntaban” (BMC 10, 40). En determinadas páginas parece aún presente ese modo oral de comentar en diálogo con otra palabra y como en respuesta a una tácita o expresa pregunta por el sentido de tal o cual versículo. Los versículos de los Libros sagrados, al modo de los versos de sus poemas, funcionan como enigma que desencadena la pregunta y la respuesta. Muchos textos y algunas imágenes han desplegado una larga descendencia de materia y de sentidos.

III. Usos y fines

¿Hay intención de devolver a los fieles la Biblia de la que se ven privados en esos tiempos por la prohibición de las versiones romanceadas? Es posible, aunque indemostrable. La necesidad de un uso tan abundante y calificado de la Escritura le viene más bien de la necesidad de una coraza de defensa de su experiencia y de su doctrina.

En los prólogos, y también en algunos títulos de capítulo, da razón de sus fines, de sus propósitos y expectativas al invocar tan repetidamente la Sagrada Escritura. “Mas, no dejándome de ayudar en lo que pudiere de estas dos cosas, (ciencia y experiencia) aprovecharme he para todo lo que, con el favor divino, hubiere de decir –a lo menos para lo más importante y oscuro de entender– de la divina Escritura, por la cual guiándonos no podremos errar, pues que el que en ella habla es el  Espíritu Santo. Y si yo en algo errare, por no entender bien así lo que en ella como en lo que sin ella dijere, no es mi intención apartarme del sano sentido y doctrina de la santa Madre Iglesia Católica, porque en tal caso totalmente me sujeto y resigno no sólo a su mandato, sino a cualquiera que en mejor razón de ello juzgare” (S pról. 1). Desde el principio su mensaje completo “para todo lo que hubiere de decir” se atiene a la Escritura. Para autorizar su mensaje y para aclarar con ese saber común y eclesial lo que es oscuro y difícil para el autor mismo: “Y porque lo que dijere (lo cual quiero sujetar al mejor juicio y totalmente al de la santa Madre Iglesia) haga más fe, no pienso afirmar cosa de mío, fiándome de experiencia que por mí haya pasado, ni de lo que en otras personas espirituales haya conocido o de ellas oído (aunque de lo uno y de lo otro me pienso aprovechar), sin que con autoridades de la Escritura divina vaya confirmado y declarado, a lo menos, en lo que pareciere más dificultoso de entender”.

La Escritura está en relación con la experiencia, es el primer mapa y brújula con la que el místico interpreta y se orienta en el bosque de sentimientos y vivencias que trata de trasmitir. Para entenderse y hacerse aceptar “porque lo que dijere haga más fe” y para hacerse entender usará la Biblia. Lo mismo repite en el prólogo de la Llama de amor viva (pról. 1): “Y con este presupuesto, arrimándome a la Escritura divina, y como se lleve entendido que todo lo que se dijere es tanto menor de lo que allí hay, como lo es lo pintado que lo vivo, me atreveré a decir lo que supiere”. Al arrimo y amparo de la Escritura va a hacer su testimonio de que los bienes prometidos y revelados en ella se vivencian en todo tiempo (LlB 1, 15 y pról. 2) pues “no hay que maravillar… ni nos parecerá fuera de razón pues él lo dijo”. También esta función tiene la obra del Místico: testimoniar el cumplimiento perenne y actual de las promesas y palabras que son espíritu y vida (LlB 1,5-6).

Los prólogos, pues, dejan ya ver qué usos y finalidades se propone el autor al citar la Escritura: La invoca para sentar principios, para ilustrar doctrinas y apoyar argumentos y para autorizar su experiencia con el disfraz de los tipos de la Escritura. Uso argumentativo: prueba de autoridad de primer rango en el más amplio sentido. La palabra revelada se pone por encima de cualquier otro argumento o fuente de saber: la ciencia o la experiencia. Uso ilustrativo: a veces da la impresión de que su fuente está en su experiencia y después ha buscado imágenes o asociado textos que conectan con su pensamiento sólo por una libérrima asociación de ideas bastante arbitraria. Este uso acomodaticio y espiritual es el más corriente en la superficie. Uso típico’: como dice en el prólogo de la Subida: Encuentra en la materia una resistencia y una dificultad que sólo puede autorizar directamente en la Escritura. Su aportación tiene tal novedad y sus vivencias tal originalidad que le dispensa de buscar y le imposibilita para encontrar recursos o paralelos en los contemporáneos o en otros autores antiguos, medievales o modernos “a lo menos para lo más importante y oscuro de entender” (S pról. 1). Uso modélico: la Escritura además le proporciona cobertura para su modo concreto de transmisión mediante recursos simbólicos y lenguaje simbólico y alegórico: pues “las semejanzas, no leídas con la sencillez del espíritu de amor e inteligencia que ellas llevan, antes parecen dislates que dichos puestos en razón, según es de ver en los divinos Cantares de Salomón y en otros libros de la Escritura divina, donde, no pudiendo el Espíritu Santo dar a entender la abundancia de su sentido por términos vulgares y usados, habla misterios en extrañas figuras y semejanzas”. (CB, pról. 1). La Biblia le sirve de refugio para proteger bajo su autoridad no sólo las afirmaciones y principios doctrinales como primer lugar teológico, sino para autorizar y justificar ante los detractores eventuales o supuestos este tipo de lenguaje “místico” y simbólico. Al fin su manera es la misma que la Escritura Santa ha usado. El Cantar es su amparo y su desahogo: “pues de mí se puede decir lo que se cantó en los divinos Cantares” (LlB 1,26) o “y sintiéndolo así lo confiesa como la Esposa” (LlB 2,36).

Podemos así hablar de Escritura en la raíz (experiencias fundantes), Escritura en el tronco (argumentación teológica) y Escritura en las ramas y hojas (recursos expresivos) de su árbol doctrinal.

IV. Los sentidos de la Escritura

¿Qué valor atribuye J. a los textos que invoca? Tradicionalmente en la Escritura se han encontrado cuatro sentidos: es decir se ha leído en varios niveles de significación. J. de la Cruz se aviene a ese modo y mezcla sin rigor exegético, pero con resultados reconociblemente buenos estos diversos modos de darse y entenderse la Escritura: En sentido literal o propio, sea histórico, dogmático, moral o profético, el Santo usa ordinariamente el Nuevo testamento, ante todo. Lo llama “sentido germano y espiritual” (S 2,7,4). Literal es palabra que no entra en su vocabulario porque está contaminada por la oposición paulina letra espíritu, carne espíritu.

Su interpretación cristiana y contemplativa de la Palabra de Dios en sentido literal la lleva y eleva al ‘sensus plenior’. Es decir, hace de la Palabra algo vivo, eficaz y actual que se plenifica y “cumple” en su presente. En sus mensajes se desvela su valor de eterna y presente, precisamente por su capacidad de engendrar vida, de salvar, sanar y santificar al hombre. La Escritura la percibe San Juan como habitada por su Autor y en ella y mediante ella hace experiencia de santidad concreta actual y actualizable (S 2,19). En los capítulos 28, 29, 30 y 31 de S 2 tenemos ejemplo de una mística de la Palabra donde se relata la experiencia del “poder de su Palabra en el evangelio con que sanaba a los enfermos, resucitaba a los muertos, etc. … solamente con decirlo” (S 2,31,1).

Es sentido típico aquel en que la alegorización de personajes o sucesos del AT desempeña un papel de figura y anuncio de las realidades del Nuevo Testamento o de la Iglesia. Se puede decir que es el sentido alegórico en cuanto autorizado por la Tradición o por la propia Escritura que ha entendido así su mensaje como dado en figura y dado en realidad. San Pablo y san Juan, ante todo. J. de la Cruz usa de este modo abundantemente. Se puede decir que el uso de Cantar de los Cantares, el cual ya estaba colocado como clave interpretativa de la entera historia salutis, comprendida a su luz como historia de alianza matrimonial, pasa a San Juan de la Cruz como clave de comprensión de las relaciones del Dios-Esposo con el Hombre-Esposa.

De igual modo se puede llamar típico o analógico al sentido dado por el autor a la experiencia cristiana mística del alma esposa que está prefigurada en los “tipos” o figuras bíblicas. Ya no como figuras de hechos dogmáticos (Esposa-Iglesia, Amado esposo-Cristo) sino figuras arquetípicas que representan la experiencia del místico. Ocurre que se encuentra el autor con vivencias desprotegidas por su rareza. Busca tipos en los que proyectar y autorizar su vivencia, personajes a los que hacer portadores de sus sentimientos y situaciones. Parece a menudo que el autor, después de narrar o describir la “experiencia que por mí haya pasado, o que en otras personas espirituales haya conocido o de ellas oído” (CB pról. 4) más o menos raras y extraordinarias, buscar soporte para publicarlas y encuentra en personajes de la epopeya bíblica sus antecedentes más inmediatos, más conocidos y más autorizados: ¿Quién ha pasado por las penas de la  noche oscura? El Salmista, Jonás en el vientre del cetáceo, Jeremías en las Lamentaciones, Job, etc. ¿Quién ha pasado por los gozos místicos del  desposorio o por tal o cual gracia de revelación, locución, o sentimiento? La Esposa del Cantar, el Salmista, Moisés, la Virgen María, el Apóstol, etc.

El sentido alegórico, o simbólico, que consiste en servirse de un pasaje que no tiene ese concreto sentido literal para describir realidades o vivencias y doctrinas que en el autor original no tenían ese significado ni ese contexto, otorgándoles un valor acomodado a los intereses del comentador. Según su grado de desvío del sentido recto puede llegar a ser sentido acomodaticio, que no es sino mera adaptación arbitraria de un pasaje de la Escritura dislocado de su contexto y de su significación genuina, a los propósitos más peregrinos. Ambos sentidos son usados con complacencia e ingenuidad por San Juan de la Cruz. A veces en tal profusión que nos abruma y desconcierta. Pero hay que observar que este uso medieval de la Escritura, con frecuencia precisamente eso, que parece más arbitrario y regido por mera asociación de ideas, resulta que tiene detrás de sí una larga tradición patrística y medieval. La consulta de la mencionada Sylva allegoriarum convence de que no hay tanto de arbitrariedad como de consentimiento a un modo de interpretar muy común, más regular y tradicional de lo que pudiera sospecharse en algunos casos.

Ateniéndonos a su vocabulario habría que añadir aquí el sentido que J. de la Cruz llama espiritual o anagógico.

Sentido que encuentra tanto en los textos de la Escritura como en sus propios versos. Se puede decir que la “relectura espiritual” que propone el Santo es una mezcla de todos o algunos de esos sentidos tradicionales: “Enfoca siempre la Biblia desde un punto de vista eminentemente ‘espiritual’ de tal manera que metáforas y frases corrientes las ve saturadas de valor y de enseñanzas útiles en la vida de las almas. Con lo que descubre en el Antiguo Testamento bajo toscas apariencias una riquísima vida espiritual, una santidad que resplandece en los perfectos” (Vilnet, p. 88).

Concluimos con esta observación de M. A. Diez que es aplicable no solo al corpus paulino sino al uso de toda la Escritura: «Los diversos usos, que con legítima libertad pueda hacer San Juan de la Cruz de los lugares bíblicos, no coinciden necesariamente con los “sentidos bíblicos” propiamente dichos. Una cosa es la libertad literaria y acomodaticia, y otra la “actitud espiritual” para captar el sentido “literal”, “moral”, o “alegórico” de la Escritura. Su insistencia sobre la inteligencia “espiritual” no resta importancia a la “palabra humana”, en que Dios vuelca su Verdad, ni se opone directamente al “sentido literal” clásico: acentúa la transcendencia del Autor principal y de sus designios mesiánico-eclesiales, tomando como índice de ello la misma impericia de ciertos hagiógrafos y apuntando a un sentido profundo muy cercano al sensus plenior.» (Pablo en Juan de la Cruz, p. 66).

V. Principales meditaciones bíblicas de J. de la Cruz

El Cantar. En la órbita y bajo el esplendor de este libro se halla la entera producción poética del Santo, por tanto también el germen de su experiencia y de su doctrina; la verdadera raíz y primer fundamento de su experiencia mística. Antes de ser un recurso expresivo el Cantar bíblico ha sido un germen que se incuba en la cárcel y que se despliega en todas las obras mayores. No necesita comprobación. Así como el libro inspirado ocupa en el conjunto del Antiguo Testamento un lugar central, de modo que es la clave interpretativa de toda la historia de salvación como alianza esponsal entre Dios y su pueblo, así en la doctrina sanjuanista ésta es la clave bíblica primera de comprensión del misterio de la salvación en cuanto objetivamente contemplado (Romances) y en cuanto subjetiva y existencialmente realizado o doctrinalmente propuesto (Cántico). Dios es Esposo y la humanidad es Esposa. Bajo esta clave se describen los elementos de esta Historia primordial: unión esponsal es la meta, Esposo y Amado es el mediador Cristo, esponsal de disposición activa y pasiva, el camino, de amor es la salida; y todos los elementos figurativos del Cantar entrarán en la descripción de la búsqueda del Amado y en el trazado del camino de purificación y ornato de la desposada;  desposorio es la redención; (CB 23: “debajo del manzano”) y esponsal es la clave simbólica elegida y permanentemente preferida para describir experiencias místicas sea en los poemas sea en sus satélites en prosa.

La meditación del Cantar es más socorrida cuando se trata de describir la  unión de amor transformante (CE y Ll). “No ha interpretado el simbolismo del cantar con la exactitud con que lo haría la exégesis moderna… pero sí ha sabido captar la única y auténtica enseñanza contenida en el libro: el amor anticipado y gratuito de Dios” (Vilnet, p.105). Y la hondura y sacramentalidad del amor humano, máximo signo de lo divino sobre el mundo. “Estrictamente hablando San Juan de la Cruz ha construido una preciosa parábola de amor en la línea del Cantar de los cantares y a la luz de la palabra y la experiencia de Jesús, el Cristo. De esta forma el Cántico retorna a los principios de la Biblia; al lugar donde el lenguaje vuelve a ser originario, recreando la aventura de Jesús en clave de amor enamorado” (X. Pikaza, El ‘Cántico espiritual’ de San Juan de la Cruz. Poesía. Biblia. Teología, Madrid, Ed. Paulinas 1992, p. 182).

San Pablo. Del paulinismo de J. de la Cruz hay estudio bastante en la aportación de Miguel A. Diez. Sea en citas explícitas, sea alegando calladamente sus ideas y lenguaje asimilados previamente, San Pablo aparece como garante de la experiencia y la doctrina sanjuanistas. Especialmente ha asimilado estos núcleos de doctrina paulina: el modo alegórico de usar la Escritura, su teología sobre la Palabra de Dios (S 2,19-22); la palabra de Dios culminada en Cristo (Heb.) plenitud definitiva de la revelación (S 2,19-22); la economía de la perfección cristiana y el esquema teológico de la historia de la salvación (Romances); la dialéctica de la renovación cristiana expresada en las antítesis paulinas:  todo-nada, carne espíritu (subyacente al sentido espíritu; hombre viejo carnal, hombre nuevo espiritual; vida muerte (mortificación resurrección; luz tinieblas; sabiduría de Dios ciencia del mundo, etc.); la función primordial de las virtudes teologales; su valor estratégico en la lucha espiritual (S 2 y S 3); la preeminencia y excelencia de la caridad sobre toda vida carismática o sobre los dones místicos; la acción santificante del  Espíritu Santo; la índole escatológica de la consumación y de la victoria; la vivencia de la tensión del ya y el todavía no de la vida cristiana.

Todos son temas de probada raigambre paulina. Ha llevado el magisterio dogmático y parenético del Apóstol a su actualización y reformulación genuina y “plenior”; es decir, las realidades dogmáticas del Apóstol son descritas en el Doctor místico no en lo imprescindible sino en lo más: gracia, redención, divinización, triada teologal, hombre nuevo, vida en Cristo y según el Espíritu, el ser guiados por el Espíritu, la filiación divina. Todo es llevado a la consumación. De modo que la mística de san Juan de la Cruz puede ser definida como mística de la gracia común descrita por san Pablo.

San Juan. Del corpus joaneo se ha estudiado la dependencia en temas como la “unión del alma con Dios” que traduce la koinonía del evangelista (1 Jn); la centralidad del ágape, pues para ambos la vida moral y la ultima esencia del hombre y de Dios, de la entera realidad en último término, es el amor; el tema de la “hermosura” como traducción de la ‘gloria’ del Teólogo; la importancia de la inhabitación o morada de Dios Trinidad escondido en el hombre, arranque del C y raíz de libros enteros como la Llama de amor viva (CB 1 y Ll pról, 2 y 1l, 15); la teología simbólica y afectiva de ambos y la divinización: les dio poder de ser hijos de Dios. El Apocalipsis juega un papel determinante en las descripciones de la predestinación y de los bienes escatológicos que el Místico “prueba” como anticipo de la gloria. Especial papel por su relevancia doctrinal tienen las citas y su comentario de Jn 17, texto que sabemos recitaba de memoria y prefería en su magisterio oral (CB 36-39 y LlB 3, 77-85). Con el recurso a estos textos el teólogo Juan de la Cruz da fundamento a las más atrevidas afirmaciones y experiencias del Místico Juan de la Cruz.

El Éxodo. El estudio de F. Foresti ha rastreado y encontrado raíces bíblicas de libros como la Subida y la Noche más allá y por debajo de las citas explícitas o implícitas del Pentateuco; especialmente inspiradores son los preceptos del Éxodo sobre la prohibición de hacerse imágenes de Dios y el precepto apodíctico de adorar a un solo Dios. Todo el programa de liberación personal y el necesario paso por la noche y el desierto se leen cómodamente como reintrepertación del paradigma perenne del éxodo o del exilio y el camino hacia la tierra prometida. Como parte de la condescendencia y pedagogía que Dios usa con su pueblo y con cada hombre. Los salmos y profetas son el paradigma de la condescendencia y la educación de Israel que penetra el libro de la Noche oscura. David, Job, los Trenos de Jeremías y Jonás son los tipos portadores de la experiencia en este estadio. Sin embargo, son más las figuras personales que la obra escrita la que toma prestancia en el cuerpo sanjuanista.

VI. ‘Tratado’ sanjuanista de hermenéutica bíblica y de revelación (S 2, 19-22).

En estos capítulos del segundo libro de la Subida encontramos un verdadero tratado de revelación y de interpretación de la Escritura. Se trata la Escritura en cuanto revelación pública y en su relación con las revelaciones privadas. Se ventilan allí cuestiones de apariencia menor: la experiencia de la revelación privada y su valor frente a la revelación objetiva contenida en la Escritura. A propósito de este asunto muy de su época y circunstancia, se eleva como teólogo de la Palabra inspirada y pasa a establecer principios y normas de interpretación válidos para la recta comprensión del misterio de la Palabra viva y actuante. Habría que completarlo con lo dicho sobre los carismas proféticos en los capítulos 27-28 y 29 de ese mismo libro, con los principios declarados en los prólogos y con algunas piezas como LlB 1, 5-6 donde se habla de la Palabra de Dios como espíritu y vida.

Básicamente habría que extraer de allí esta sustancia tradicional, pero perfectamente asumida y aplicada por el Santo en lo referente al valor de palabra viva de Dios presente en la Escritura y actuando siempre en la Historia. Parte de su infalibilidad y su inerrancia, su inspiración y distingue su peculiar modo y grado de verdad.

Toda la Escritura es verdadera, pero toda su verdad está necesitada de interpretación, no cabe una lectura o comprensión fundamentalista de sus afirmaciones. “Se declara y prueba cómo, aunque las visiones y locuciones que son de parte de Dios son verdaderas, nos podemos engañar acerca de ellas. Pruébase con autoridades de la Escritura divina” (S 2,19, tit). Necesita la palabra de Dios del tiempo y del Espíritu para que la letra no mate. Es decir, la clave está en la lectura cristológica y “espiritual” o pneumatológica de sus verdades y “profecías”. Necesita la palabra el despliegue en la carne y en la historia para mostrar su verdad última; verdad que en cierto modo, aún es futura, todavía está por verse o por cumplirse; la palabra no está cerrada en la “letra”, está viva y dando de sí nuevos sentidos en cada situación. No se agota en ninguna época y en ninguna realización del presente o del pasado. La verdad definitiva de Cristo no quiere decir que se haya terminado de conocer su misterio “de donde se sigue que los santos doctores, aunque mucho dicen y más digan, nunca pueden acabar de declararlo por palabras” (CB, pról. 1). La palabra que “antes hablaba era prometiendo a Cristo; y las preguntas eran encaminadas a la petición y esperanza de Cristo” (S 2,22,5); habla de él y a él conduce; está por comprobar, pues “hay mucho que ahondar en Cristo” (CB 37,4).

Necesita la letra de la Escritura de la experiencia y de la continua comprensión o relectura eclesial o canónica. Y necesita de la asistencia del Espíritu para la comprensión de la palabra insondable de Dios “cuya sabiduría no entendieron hasta el tiempo que habían de predicarla, que fue cuando vino sobre ellos el Espíritu Santo, del cual había dicho Cristo que les declararía todas las cosas que él les había dicho en su vida” (S 2,20,3); se precisa igualmente que sea en la Iglesia donde se abra el sentido nuevo y pleno y donde se despliegue su verdad y firmeza, pues “no quiere Dios que ninguno a solas se crea para sí las cosas que tiene por de Dios ni se confirme y afirme en ellas sin la Iglesia y sus ministros” (S 2,22,11). El polo eclesial es fundamental para la interpretación de la Escritura. “Puesto que va creciendo en la comprensión de las cosas y de las palabras trasmitidas ya por la contemplación y el estudio de los creyentes, que las meditan en su corazón; ya por la percepción íntima que experimenta; ya por el anuncio de aquellos que con la sucesión del episcopado recibieron el carisma cierto de la verdad. Es decir, en el decurso de los siglos la Iglesia tiende constantemente a la plenitud de la verdad divina hasta que en ella se cumplan las palabras de Dios” (DV 8).

Entre la plenitud de los tiempos y la consumación de los tiempos la palabra de Dios y el Espíritu llenan la historia y la dirigen e iluminan, en “vías de carne y tiempo”, en modos y mediaciones sacramentales y encarnadas, “porque no hay poder comprehender las verdades ocultas de Dios que hay en sus dichos y multitud de sentidos. Él está sobre el cielo y habla en camino de eternidad; nosotros, ciegos, sobre la tierra, y no entendemos sino vías de carne y tiempo” (S 2,20,5). Las vías de carne y tiempo suponen riesgos para la interpretación, pero la hacen indispensable: “La causa de esto es porque, como Dios es inmenso y profundo, suele llevar en sus profecías, locuciones y revelaciones, otras vías, conceptos e inteligencias muy diferentes de aquel propósito y modo a que comúnmente se pueden entender de nosotros, siendo ellas tanto más verdaderas y ciertas cuanto a nosotros nos parece que no. Lo cual a cada paso vemos en la Sagrada Escritura; donde a muchos de los antiguos no les salían muchas profecías y locuciones de Dios como ellos esperaban, por entenderlas ellos a su modo, de otra manera, muy a la letra” (S 2,19,1). La hermenéutica es indispensable a pesar de su riesgo. La interpretación tiene tres agentes:

Iglesia, tiempo y carne, historia decimos hoy, y Espíritu Santo que actúa sobre la letra y sobre el creyente como Maestro y Enseñador de la fe (S 2,29,12); sin estos tres la Escritura quedaría muerta en una lectura “fundamentalista”, arbitraria, carnal, cuanto menos, otras supuestas revelaciones privadas: “De esta manera y de otras muchas acaece engañarse las almas acerca de las locuciones y revelaciones de parte de Dios, por tomar la inteligencia de ellas principal intento de Dios en aquellas cosas, es decir, y dar el espíritu que está allí encerrado, el cual es dificultoso de entender. Y éste es muy más abundante que la letra y muy extraordinario y fuera de los límites de ella. Y así, el que se atare a la letra, o locución, o forma, o figura aprehensible de la visión, no podrá dejar de errar mucho y hallarse después muy corto y confuso, por haber guiádose según el sentido en ellas y no dado lugar al espíritu en desnudez del sentido. Littera, enim, occidit, spiritus autem vivificat, como dice san Pablo (2 Cor 3,6), esto es: La letra mata y el espíritu da vida. Por lo cual se ha de renunciar la letra, en este caso, del sentido y quedarse a oscuras en fe, que es el espíritu, al cual no puede comprehender el sentido” (S 2,19,5).

Toda la Escritura está orientada a Cristo: Él es el punto de llegada y de partida, la clave de interpretación: Pero ya que está fundada la fe en Cristo y manifiesta la Ley evangélica en esta era de gracia, no hay para qué preguntarle de aquella manera, ni para qué él hable ya ni responda como entonces. Porque en darnos, como nos dio a su Hijo, que es una Palabra suya, que no tiene otra, todo nos lo habló junto y de una vez en esta sola Palabra, y no tiene más que hablar. (S2, 22,3). Que, si antes hablaba, era prometiendo a Cristo; y si me preguntaban, eran las (preguntas) encaminadas a la petición y esperanza de Cristo, en que habían de hallar todo bien, como ahora lo da a entender toda la doctrina de los evangelistas y apóstoles (ib. 6).

“Y así, en todo nos habemos de guiar por la ley de Cristo hombre y de su Iglesia y ministros, humana y visiblemente, y por esa vía remediar nuestras ignorancias y flaquezas espirituales; que para todo hallaremos abundante medicina por esta vía” (ib. 8). El tratado culmina en este capítulo magistral donde se contienen las más fuertes defensas de la preeminencia de Cristo y la necesidad de mediadores comunitarios, sacramentales y humanos, es decir, eclesiales para acceder ahora a su voluntad y palabra para nosotros con certeza. El sentido de la Escritura, en fin, es escatológico. No se ha de cumplir su verdad sino en el futuro, en el Cristo Total (F. Brändle, p. 40).

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“Donde no se sabe a Dios no se sabe nada”. De la Biblia como de toda mediación lo que le importa a San Juan de la Cruz es la presencia de quien en ella habla, interpela y se muestra. En la Escritura le importa la Palabra y en la Palabra el Hablante que se da, y al revelarse exige y produce fe; y busca a quien en la palabra promete y se promete y con esa promesa ha engendrado nuestra herida de esperanza y deseo; y en la Escritura en fin encuentra a Quien allí muestra su amor apasionado y espera nuestro correspondiente amor. Esta lectura de fe y amor teologal, esta lectura contemplativa es el enfoque propio de san Juan de la Cruz sobre la Biblia.  Desposorio, Elías, esposa/o, Evangelio, Pablo, Palabra.

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Gabriel Castro