Tomado de: LEON-DUFOUR. Xavier, Vocabulario de teología bíblica
Al mundo que pretende instaurar «una fraternidad
sin padre» revela la Biblia que Dios es esencialmente Padre. Partiendo de la
experiencia de los padres y de los esposos de la tierra, a los que la vida
familiar proporciona el medio de ejercer la autoridad y de realizarse en el
amor, y en contraste con la forma aberrante en que el paganismo transfería a
sus dioses estas realidades humanas, el AT revela el amor y la autoridad del
Dios vivo con las imágenes del padre y del esposo. El NT las reasume ambas,
pero «da cumplimiento» a la del Padre revelando la filiación única de Jesús y
la dimensión todavía insospechada que esta filiación procura a la paternidad de
Dios sobre todos los hombres.
I. LOS PADRES DE LA RAZA CARNAL
1. Amo y señor.
En el plano que podría llamarse horizontal, el
padre es el jefe indiscutido de la familia, al que la esposa reconoce como amo
(baal, Gen 20,3) y señor (adón, 18,12), del
que depende la educación de los muchachos (Eclo 30,1-13), la conclusión
de los matrimonios (Gen 24.2ss 28,1s), la libertad de las muchachas
Ex 21,7, y hasta (antiguamente) la vida de los hijos Gen 38,24
42,37; en él se encarna la familia entera, cuya unidad realiza (p.e. 32,11)
y que consiguientemente se llama beyt ab, «casa paterna» 34,19.
Por analogía, como la casa viene a designar un clan
(p.e. Zac 12,12ss), una fracción importante del pueblo (p.e. «la
casa de José») o incluso el pueblo entero («la casa de Israel»), resulta que la
autoridad del jefe de estos grupos se concibe a imagen de la del padre en la
familia (Jer 35,18). Con la monarquía, el rey es «el padre» de la
nación (Is 9,5),
así como Nabonido en Babilonia es calificado de «padre de la patria». El nombre
de padre se aplica también a los sacerdotes (Jue 17,10 18,19),
a los consejeros reales (Gen 45,8 Est 3,13f 8,12),
a los profetas (2Re 2,12) y a los sabios (Prov 1,8. Is 19,11),
por razón de su autoridad de educadores. Por su irradiación horizontal, los
«padres» de esta tierra preparaban a Israel a recibir como un pueblo único la
salud de Dios y a reconocer en Dios a su Padre.
2. Antepasado de un linaje.
En el plano vertical el padre es principio de una
descendencia y eslabón de un linaje. Procreando, él mismo se perpetúa (Gen 21,12
48,16), contribuye al mantenimiento de su raza, con la seguridad de que
el patrimonio familiar recaerá en herederos procedentes de él (15,2s);
si muere su hijo se le considera a él como castigado por Dios (Num 3,4
27,3s).
En el punto inicial del linaje, los antepasados son
los padres por excelencia, en los que está preformado el porvenir de la raza.
Así como en la maldición del hijo de Cam está incluida la subordinación de los
cananeos a los hijos de Sem, así la grandeza de Israel está contenida de
antemano en la elección y en la bendición de Abraham (Gen 9,20-27 12.2).
Las etapas de la vida de Abraham, de Isaac y de Jacob están jalonadas por la
promesa de una descendencia innumerable y de un país abundoso; en efecto, la
historia de Israel está escrita en filigrana en su historia, así como la de los
pueblos vecinos en las de Lot, de Ismael y de Esaú, excluidos de las promesas (Gen 19,30-38
21,12s 36,1). De la misma manera cada tribu hace remontar a su
antepasado epónimo la responsabilidad de su situación en la anfictionía (Gen 49,4).
Las genealogías, aun expresando con frecuencia otras relaciones diferentes, o
más complejas que la comunidad de sangre (Gen 10), sistematizan los
linajes paternos y subrayan así la importancia de los antepasados, cuyos actos
condicionaron el porvenir y los derechos de sus descendientes. Particularmente
las de las tradiciones sacerdotales (Gen 5,11) sitúan la sucesión
de las generaciones con referencia a la elección divina y a la salvación,
estableciendo cierta continuidad entre Adán mismo y los patriarcas.
II. LOS PADRES DE LA RAZA ESPIRITUAL
Si los patriarcas son los padres por excelencia del
pueblo elegido, no lo son propiamente en razón de su paternidad física, sino a
causa de las promesas que, por encima de la raza, alcanzarán finalmente a los
que imiten su fe. Su paternidad «según la carne» Rom 4,1 no era
sino la condición provisional de una paternidad espiritual y universal, fundada
en la permanencia y en la coherencia del plan salvífico de un Dios
constantemente en acción desde la elección de Abraham hasta la glorificación de
Jesús (Ex 3,15 Act 3,13). Pablo fue el teólogo de esta
paternidad espiritual; pero la idea estaba preparada ya desde el AT.
1. Hacia una superación de la primacía de la raza.
El aspecto espiritual de la paternidad de los
antepasados adquiere una importancia creciente en el AT a medida que se va
profundizando la idea de solidaridad en el mal y en el bien. La ascendencia de
los «padres», que crece con cada generación, no comprende sólo a los
patriarcas, y ni siquiera sólo a los antepasados cuyo elogio se hace en el
siglo n (Eclo 44-50 1Mac 2.51-61); incluye también a
rebeldes, en cuya primera fila colocan algunos profetas al mismo Jacob, el
epónimo de la nación (Os 12,3ss Is 43,27). Ahora bien,
estos rebeldes comprometen a sus descendientes, estimados solidarios de su
desobediencia y de su castigo (Ex 20,5 Jer 32,18 Bar 3,4s
Lam 5,7 Is 65,6s Dan 9,16); por el hecho de
ser sus padres según la paternidad física se cree que lógicamente le hacen
heredar con una verdadera paternidad moral sus faltas o por lo menos los castigos
en que incurren. Jeremías 31,29s y Ezequiel 18 protestan contra
esta concepción automática de la retribución; cada uno es castigado a la medida
de su propio pecado.
A partir del exilio se insinúa un progreso similar
en cuanto a la solidaridad en la línea del bien. Nunca apareció Dios tan
claramente como el único Padre de su pueblo, como en el momento mismo en que
Abraham y Jacob, cuya herencia es ocupada por intrusos (Ez 33,24),
parecen olvidar a su posteridad (Is 63,16): es que en medio de la prueba
se forma un «Israel cualitativo», al que no pertenecen todos los descendientes
de Abraham según la carne, sino únicamente los que imitan su ansia de justicia
y su esperanza (Is 51,1ss). Por lo demás, la raza de Israel ¿no es
impura desde su origen, según el linaje tanto de los padres como de las madres
(Ez 16,3) El cronista mismo ¿no reconoce el parentesco de su pueblo
con clanes paganos (1Par 2,18-55) ¿No hay profetas que proclaman la
posibilidad de que los prosélitos se agreguen al pueblo de las promesas (Is 56,3-8
2Par 6,32s). A pesar de los arranques de nacionalismo, no está
lejos el tiempo en que la benéfica paternidad de Abraham y de los grandes
antepasados se actualice por la fe y no ya por la raza.
2. De la nación al universo.
A medida que la paternidad de los antepasados se va
concibiendo más espiritualmente, se hace también más universal. Esto se nota
claramente por lo que se refiere a Abraham. Según la tradición sacerdotal su
nombre significa «padre de una multitud», es decir, de una multitud de pueblos (Gen 17,5).
Asimismo la promesa de Gen 12,3: «Por ti se bendecirán todas las
naciones de la tierra» se convierte en la traducción griega en: «en ti serán
benditas…» (Eclo 44,21 Act 3,25 Gal 3,8).
Los LXX, en lugar de magnificar a la raza elegida, quieren insinuar la idea de
que todos los pueblos participarán un día de la bendición de Abraham.
Estas corrientes universalistas, todavía contrapesadas
con frecuencia por la tendencia inversa a hacer de la raza algo absoluto (Esd 9,2),
las llevan a término Juan Bautista y Jesús. «De estas piedras puede Dios
suscitar hijos de Abraham» Mt 3,9 p, afirma Juan. En cuanto a
Jesús mismo, si hay una filiación de Abraham que es indispensable para la
salvación, no está constituida por la pertenencia racial, sino por la penitencia
(Lc 19,9), por la imitación de las obras del patriarca, es decir,
de su fe (Jn 8,33.39s.)Y Cristo deja entender que Dios suscitará a
los padres, por el llamamiento de los paganos, una posteridad espiritual de
creyentes (Mt 8,11).
3. De la predicación a la realidad vivida.
La vida de la Iglesia, dando una primera
realización al anuncio de Jesús, permite al doctor de los paganos (1Tim 2,7,)
aguijoneado por la crisis judaizante, profundizar los mismos temas. Es cierto
que para Pablo los miembros del «Israel según la carne» 1Cor 10,18,
«amados a causa de los padres» Rom 11,28, conservan, precisamente
en virtud de las promesas hechas a éstos (Act 13,17.32s) cierta
prioridad en el llamamiento a la salvación (Rom 1,16 Act 3,26),
aun cuando muchos se niegan a creer en el heredero por excelencia de las
promesas (Gal 3,16) haciéndose así esclavos como Ismael (Gal 4,25).
Pero dentro del «Israel de Dios» Gal 6,16 no hay diferencia entre
judíos y gentiles Ef 3,6: todos, circuncisos o no, «profesando la fe
de Abraham, padre de todos nosotros», vienen a ser hijos del patriarca y
beneficiarios de las bendiciones prometidas a su descendencia (Gal 3,7ss
Rom 4,11-18). En el bautismo nace una nueva raza espiritual de
hijos de Abraham según la promesa (Gal 3,27ss), raza cuyos primeros
representantes no tardarán en ser llamados también padres (2Pe 3,4).
III. PATERNIDAD DEL DIOS DE LOS PADRES
1. De los padres al Padre.
La espiritualización progresiva de la idea de
paternidad del hombre hizo posible la revelación de la de Dios. Si la
paternidad de los patriarcas parece inoperante durante el exilio, ofrece, en
cambio, la ocasión de encarecer la permanencia de la paternidad de Yahveh (Is 63,16):
pese al contraste, la paternidad puede por tanto atribuirse a la vez a los
antepasados y a Dios. Esto resulta también de la historia «sacerdotal»:
situando a Adán —creado a imagen de Dios (Gen 1,27) y engendrando
también a su imagen (5,1ss)— en lo más alto de la escala de las
generaciones, sugiere que el linaje de los ascendientes se remonta hasta Dios.
Lucas hará más tarde lo mismo Lc 3,23-38. Finalmente, para Pablo
Dios es el Padre supremo, al que toda patria (grupo procedente de un mismo
antepasado) debe su existencia y su valor (Ef 3,14s). Así, entre
los padres humanos y Dios existe una semejanza que permite aplicar a éste el
nombre de Padre; todavía más: sólo esta paternidad divina da a las paternidades
humanas su pleno significado en el pian de la salvación.
2. Trascendencia de la paternidad divina.
No es, sin embargo, un razonamiento de analogía lo
que condujo a Israel a llamar a Dios su Padre; fue una experiencia vivida, y
quizás una reacción contra la concepción de los pueblos vecinos.
Todas las naciones antiguas invocaban a su dios
como a su padre. Entre los semitas se remontaba muy lejos esta costumbre, y la
cualidad paterna incluía para ellos una función de protección y de señorío del
dios. En los textos de Ugarit (siglo xiv), El, dios supremo del panteón
cananeo, es llamado «rey padre Sunem»: con esto se expresa su dominio sobre los
dioses y sobre los hombres. Su mismo nombre de El, que es también el del
Dios de los patriarcas (Gen 46,3), parece haber designado
primitivamente al seih, o «jeque», y así marcaría su autoridad sobre lo
que a veces se llama su clan.
Según este primer valor pudo pasar a la Biblia la
idea de paternidad divina. Pero existía otro valor, desechado por el AT. En
efecto, el Él fenicio, comparado con un toro como el Min egipcio, fecundaba a
su esposa y engendraba a otros dioses. Baal, hijo de El, estaba especializado
en la fecundación de las parejas humanas, de los animales y de la tierra,
mediante la imitación ritual de su unión con su paredra. Ahora bien, Yahveh es,
en cambio, único; no tiene sexo, ni paredra, ni hijo en sentido carnal. Si los
poetas llaman a veces «hijos de Dios» a los ángeles (Dt 32,8 Sal 29,1
89,7 Job 1,6) a los príncipes y a los jueces (Sal 82,1.6),
lo hacen plagiando sus fuentes sirofenicias a fin de someter estas meras
criaturas a Dios, al que no se atribuye ninguna paternidad de orden físico. Si
Yahveh es procreador (Dt 32,6), lo es evidentemente en sentido
moral: no es el padre de los dioses y el esposo de una diosa, sino el
padre-esposo (Os, Jer) de su pueblo. Si es padre también en cuanto creador (Is 64,7
Mal 2,10 Gen 2,7 5,1ss), no lo es por medio de monstruosas
teogonías, como en los mitos babilónicos. Finalmente, el Dios que soberanamente
«llama al trigo» (Ez 36,29) no tiene nada de común con el Baal
fecundante ni con la magia de sus cultos eróticos, que horrorizan a los profetas;
ni tampoco pretende ser invocado como padre en la forma en que Baal lo es para
los suyos (Jer 2,27). Todo da la sensación de que los guías de
Israel querían purificar la noción de paternidad divina vigente entre sus
vecinos, de todas sus resonancias sexuales, para retener únicamente el aspecto
valedero de transposición a Dios de una terminología social concerniente a los
cabezas de familia y a los antepasados.
3. Yahveh, padre de Israel.
En un principio la paternidad divina se concibe
sobre todo en una perspectiva colectiva e histórica: Dios se reveló como padre
de Israel en el éxodo, mostrándose su protector y su señor; la idea básica es
la de una soberanía benéfica que exige sumisión y confianza (Ex 4,22
Num 11,12 Dt 14,1 Is 1,2ss 30,1.9 Jer 3,14).
Oseas y Jeremías conservan la idea, pero la enriquecen subrayando la inmensa
ternura de Yahveh (Os 11,3s.8s Jer 3,19 31,20).
A partir del exilio, mientras se continúa explotando el mismo tema de la
paternidad de Dios fundada en la elección (Is 45,10s 63,16 64,7s
Tob 13,4 Mal 1,6 3,17), a la que el Cántico de
Moisés añade la idea de adopción (Dt 32,6.10.18), ciertos salmistas
(Sal 27,10 103,13) y ciertos sabios (Prov 3,12 Eclo 23,1-4
Sab 2,13-18 5,5) consideran también a cada justo como hijo
de Dios, es decir, objeto de su tierna protección. Aplicación individual que no
es en modo alguno una novedad, a juzgar por los viejos nombres teóforos: Eliab
Mi: Dios es Padre, Num 1,9, Abiram: Mi Padre es elevado,
Num 16,1 Abiezer: Mi Padre es socorro, Jos 17,2,
Abiyya Mi: Padre es Yahveh, 1Par 7,8, Abitub: Mi
Padre es bondad, 1Par 8,11.
4. Yahveh, padre del rey.
A partir de David la paternidad de Yahveh se
reivindica especialmente para el rey (2Sa 7,14s Sal 2,7
89,27s), por el que el favor divino alcanza a toda la nación que
representa. Todos los reyes del próximo Oriente antiguo eran considerados como
hijos adoptivos de su dios; y la palabra del Sal 2,7: «Tú eres mi
hijo» se halla literalmente en una fórmula de adopción babilónica. Pero fuera
de Israel las exigencias del rey son las más de las veces caprichos, como se ve
en el caso de Kemós según la estela de Mesa (2Re 3);
y en Egipto es padre en sentido carnal. Yahveh, por el contrario, es un Dios
que trasciende el orden carnal y sanciona la conducta moral de los reyes (2Sa 7,14).
Estos textos sobre la filiación real preparan la
filiación única de Jesús, en la medida en que a través de los reyes de Judá se
perfila ya el Mesías definitivo. Otra aproximación se dará después del exilio
mediante la puesta en escena de la sabiduría (Prov 8),
personificada como hija de Dios anterior a toda criatura, quizás incluso
verdadera persona que resumiría en sí misma la esperanza ligada desde la
profecía de Natán a la sucesión dinástica de David.
IV. JESÚS REVELA AL PADRE
Al acercarse la era cristiana tiene Israel plena
conciencia de que Dios es padre de su pueblo y de cada uno de sus fieles. La
apelación de Padre, desconocida por los apocalipsis y por los textos de Qumrán,
que se precaven quizá contra el uso que de ella hacía el helenismo, es
frecuente en los escritos rabínicos, donde se halla incluso literalmente la
fórmula «Padre nuestro que estás en los cielos» Mt 6,9.
Jesús cumple o realiza lo mejor de la reflexión
judía acerca de la paternidad de Dios. Como el pobre del salmo, para quien la
comunidad de los «hombres de corazón puro», único verdadero Israel (Sal 73,1),
representa «la raza de los hijos de Dios» 73,15, Jesús piensa en una
comunidad (el orante debe decir «Padre nuestro», no «Padre mío») formada de los
«pequeñuelos» Mt 11,25 p a los que el Padre revela sus
secretos y cada uno de los cuales es personalmente hijo de Dios (Mt 6,4.6.18).
Si éste ligaba la paternidad de Dios a su cualidad de creador, no por eso
concluía todavía que Dios fuera padre de todos los hombres, y todos los hombres
hermanos (Is 64,7 Mal 2,10). Asimismo, si concebía que
la piedad divina se extendiera a «toda carne» Eclo 18,13, añadía
generalmente que sólo los hijos de Dios, es decir, los justos de Israel,
experimentan su efecto plenario (Sab 12,19-22 2Mac 6,13-16);
concretamente sólo a ellos aplicaba el tema deuteronómico (Dt 8,5) de
una «corrección de Yahveh» inspirada por el amor paterno (Prov 3,11s
Heb 12,5-13). Para Jesús, por el contrario, la comunidad de los
«pequeñuelos», limitada todavía a solos los judíos arrepentidos que hacen la
voluntad del Padre (Mt 21.31ss), comprenderá también a paganos (Mt 25,32ss),
que suplantarán a los «hijos del reino» Mt 8,12.
A este nuevo Israel, que de derecho está ya abierto
a todos, prodiga el Padre los bienes necesarios (Mt 6,26.32 7,11),
ante todo el Espíritu Santo (Lc 11,13), y manifiesta la inmensidad
de su ternura misericordiosa (Lc 15,11-32): no hay sino reconocer
humildemente esta única paternidad (Mt 23,9)y vivir como hijos que
oran a su padre (7,7-11), tienen confianza en él (6,25-34), se le
someten imitando su amor universal (5,44s), su propensión a perdonar (18,33
6,14s), su misericordia (Lc 6,36 Lev 19,2), su perfección
misma (Mt 5,48). Si este tema de la imitación del Padre no es nuevo
(así Lc 6,36 se halla también en un targurn), es nueva la
insistencia en su aplicación al perdón mutuo y al amor de los enemigos. Nunca
es Dios tanto nuestro Padre como cuando ama y perdona, y nosotros no somos
nunca tanto sus hijos como cuando obramos de la misma manera con todos nuestros
hermanos.
V. EL PADRE DE JESÚS
1. Por medio de Jesús se reveló Dios como Padre de
un Hijo único. Jesús hace comprender que Dios es su Padre en un sentido único,
por su manera de distinguir «mi Padre» (p.e. Mt 7,21 11,27 p
Lc 2,49 22,29) y «vuestro Padre» (p.e. Mt 5,45 6,1
7,11 Lc 12,32), de presentarse a veces como «el Hijo» Mc 13,32,
el Hijo muy amado, es decir, única (Mc 12,6 p 1,11 p
9,7 p), y sobre todo de expresar la conciencia de una unión tan
estrecha entre los dos, que él penetra en todos los secretos del Padre y es el
único que los puede revelar Mt 11,25ss. El alcance trascendente de
estas palabras «Padre» e «Hijo» que (al menos en la fórmula «Hijo de Dios», por
lo demás evitada por Jesús) no es evidente por sí misma y no era percibido por
los contemporáneos de Cristo (Lc 4,41), es confirmado por el del
título «Hijo del hombre» y por la reivindicación de una autoridad que rebasa la
autoridad creada. También por la oración de Jesús, que se dirige a su Padre
diciendo «Abba» (Mc 14,36), equivalente de nuestro «papá»;
familiaridad de la que no hay ejemplo antes de él y que manifiesta una
intimidad sin segunda.
2. Dios, en el acto eterno de su paternidad, se da
un igual. Los primeros teólogos explicitan lo que dicen los Sinópticos del
«Padre de nuestro Señor Jesucristo» (Rom 15,6 2Cor 1,3 11,31
Ef 1,3 1Pe 1.3). Con frecuencia hablan de él bajo su
nombre de Padre, y en él también piensan cuando dicen sencillamente o Theós
(p.e. 2Cor 13,13). Pablo trata de las relaciones del Padre y del
Hijo como protagonistas de la salvación. Sin embargo, cuando habla del «propio
Hijo de Dios» situándolo con referencia a los hijos adoptivos (Rom 8,1529.32)y
atribuye a «su Hijo muy amado» la obra misma creadora (Col 1,13.15ss),
esto supone que hay en Dios un misterio de paternidad trascendente y eterna.
Juan va todavía más lejos. Nombra a Jesús el
unigénito, es decir, el Hijo único y muy amado (Jn 1,14.18 3,16.18
1Jn 4,9). Subraya el carácter único de la paternidad que
corresponde a esta filiación Jn 20,17, la unidad perfecta de las
voluntades (5,30)y de las actividades (5,17-20)del Padre y del
Hijo, manifestada por las obras milagrosas que el uno da al otro para realizar 5,36,
su mutua inmanencia (10,38 14,10s 17.21), su mutua
intimidad de conocimiento y de amor (5,20.23 10,15 14,31 17,24ss),
su mutua glorificación (12,28 13,31s 17,1.4s). Los judíos,
pasando del plano del obrar al plano del ser, comprenden las declaraciones de
Jesús como profesiones de igualdad con Dios (5,17s 10,33 19,7).
Y tienen razón: Dios es verdaderamente «el propio Padre» de Jesús; éste existía
ya anteriormente a Abraham (8,57s), «en el seno del Padre» (1,18 1Jn 1,1ss).
3. En su condición de encarnación el Hijo queda
sometido al Padre. Si la dignidad de Hijo hace de Jesús el igual de Dios, no por
eso pierde el Padre, según Cristo mismo (p.e. Mt 26,39 p 11,26s
24,36 p) y los autores del NT, sus prerrogativas paternas. A él es
a quien el kerigma primitivo (p.e. Act 2,24) y Pablo (p.e. 1Tes 1,10
2Cor 4,14) atribuyen la resurrección de Jesús. Él tiene la
iniciativa de la salvación: él es quien elige y llama al cristiano (p.e. 2Tes 2,13s)
o al Apóstol (p.e. Gal 1,15s); él es quien justifica (p.e. Rom 3,26.30
8,30). Jesús no es sino el mediador necesario: el Padre lo envía Gal 4,4
Rom 8,3, lo entrega Rom 8,32, le confía una obra a
realizar (p.e. Jn 17,4), palabras que decir 12,49, hombres
que salvar 6,39s. El Padre es fuente y fin de todas las cosas 1Cor 8,6;
así el Hijo, que no obra sino en dependencia de él (Jn 5,19 14,10
15,10), se someterá a él (1Cor 15,28) como a su cabeza (11,3)
al fin de los tiempos.
VI. EL PADRE DE LOS CRISTIANOS
Si los hombres tienen el poder de venir a ser hijos
de Dios (Jn 1,12), es que Jesús lo es por naturaleza. El Cristo de
los Sinópticos aporta las primeras luces sobre este punto al identificarse con
los suyos (p.e. Mt 18,5 25,40), diciéndose su hermano (28,10)
y una vez incluso designándose con ellos bajo la común apelación de «hijo» (17,26).
Pero la plena luz nos viene de Pablo. Según él, Dios nos libra de la esclavitud
y nos adopta como hijos (Gal 4,5ss Rom 8,14-17 Ef 1,5)
por la fe bautismal, que hace de nosotros un solo ser en Cristo (Gal 3,26ss),
y de Cristo un Hijo mayor, que comparte con sus hermanos la herencia paterna (Rom 8,17.29
Col 1,18). El Espíritu, por ser el agente interior de esta
adopción, es también su testigo; y testimonia en nosotros inspirando la oración
misma de Cristo, con el que nos conforma: Abha Gal 4,6 Rom (8,14ss.29).
Desde pascua la Iglesia, al recitar el «padrenuestro» expresa la conciencia de
ser amada por el amor mismo en que Dios envuelve a su Hijo único 1Jn 3,1;
y esto es lo que sin duda sugiere Lucas al hacernos decir: «¡Padre!» Lc 11,2,
como Cristo.
Nuestra vida filial, manifestada en la oración, se
expresa también por la caridad fraterna; en efecto, si amamos al Padre, no
podemos menos de amar también a todos sus hijos, nuestros hermanos: «Todo el
que ama al que ha engendrado ama también al que ha nacido de Él» 1Jn 5,1.