Determinación

Determinarse se define como tomar resolución. Para Juan de la Cruz la veracidad, la firmeza y la eficacia son la médula de toda determinación (CB 1,13,14; 2,5; 3,1; 29,5,7-8; S 1,13,7; S2,29,9; N 2,11,4; 13,9). El Santo emplea varios sinónimos de determinación, como fortaleza del alma, osadía, ánimo; brío y valor, en algunas ocasiones; también expresiones como ‘de veras’, ‘de corazón’, ‘estar entera’, ‘entrar en lo vivo’, ‘hacerse fuerza’, ‘enderezar la voluntad’, etc. El vocablo ‘propósito’ tiene escasa presencia en sus escritos. En ocasiones, también la antinomia ‘todo/ nada’, significa decisión que se ha de tomar para cumplir la obra querida por Dios, como en el diseño del Monte de perfección.

En el mismo arranque de Cántico el Santo advierte que las canciones llevan un orden lógico “desde que un alma comienza a servir a Dios” (CB, argumento 1). Pero advierte que son muchas las indecisiones del alma hasta iniciarse con empeño en el camino de Dios, pues, “ordinariamente anda variando en las obras y propósitos, dejando unas y tomando otras, comenzando y dejando sin acabar nada; porque, como obra por el gusto, y éste es variable, y en unos naturales mucho más que en otros, acabándose éste, es acabado el obrar y el propósito, aunque sea cosa importante” (S 3,29,2). Todas las fuerzas y raíces del alma se le han ido en el gozo sensible. “Para comenzar a ir a Dios, se ha de quemar y purificar todo lo que es criatura con el fuego del amor de Dios” (S 1, 2,2). Es el planteamiento de las noches.

I. Exigencia ineludible y punto de arranque

Condición inexcusable para recorrer la senda de la perfección es la decisión firme: “Aunque el camino es llano y suave para los hombres de buena voluntad, el que camina caminará poco y con trabajo si no tiene buenos pies y ánimo y porfía animosa en eso mismo” (Av 3). Viene a la mente el pensamiento teresiano reclamando “una muy determinada determinación” (C 21,2) si se quiere asumir seriamente el camino de la perfección evangélica. Con otras expresiones cabales el Santo afirma lo mismo. “Para buscar a Dios se requiere un corazón desnudo y fuerte … libertad y fortaleza” (CB 3,5). Lamenta que haya “tan pocos que lleguen a tan alto estado de perfección de unión de Dios”, y no porque no sea voluntad divina que todos sean perfectos, sino por falta de determinación y propósito firme. Son flacos y no son fieles en aquello poco con que Dios empieza a desbastar y labrar (LlB 2,27). Son considerados como “aquellos que se les acaba la vida en mudanzas de estados y modos de vivir … y nunca se han hecho fuerza para llegar al  recogimiento espiritual por la negación de su voluntad y sujeción en sufrirse en desacomodamientos” (S 3,41,2). Estos tales son los que “llaman al Esposo Amado, y no es Amado de veras, porque no tienen entero con él su corazón; y así su petición no es en la presencia de Dios de tanto valor” (CB 1,13).

El alma muestra señales inequívocas de verdadero propósito “si con ninguna cosa menos que [Dios] se contenta … pues, aunque todas juntas las posea”, no estará contenta, antes cuantas más tuviere estará menos satisfecha” (CB 1,14), porque “la sensualidad con tantas ansias de apetitos es movida y atraída a las cosas sensitivas, que si la parte espiritual no está inflamada con otras ansias mayores de lo que es espiritual, no podrá vencer el yugo natural … ni tendrá ánimo para se quedar a oscuras de todas las cosas, privándose del apetito de todas ellas” (S 1,14,2).

Es preciso someter la parte sensible del hombre de modo que sea gobernada por la espiritual. Para conseguirlo es “menester otra inflamación mayor de otro amor mejor, que es el de su Esposo, para que teniendo su gusto y fuerza en éste, tuviese valor y constancia para fácilmente negar todos los otros” (S 1,14,2). Para ir adentrándose en el camino de Dios se requiere que el alma rompa las dificultades y eche “por tierra con la fuerza y determinación del espíritu todos los apetitos sensuales y afecciones naturales; porque, en tanto que los hubiera en el alma, de tal manera está el espíritu impedido debajo de ellas, que no puede pasar a verdadera vida y deleite espiritual” (CB 3,10). Para buscar a Dios e ir adelante conviene tener valor, ánimo y fortaleza para contrarrestar los contentos humanos, las ardides del demonio y repugnancias del natural, según se describe en el Cántico (CB 3).

En el ámbito espiritual la verdadera determinación no es otra cosa que abrazar decididamente y de veras la cruz de Cristo. Cualquier otra postura es dudosa o sospechosa. Lo afirma con decisión el Santo: “De donde nuestro Señor por san Mateo (11,30) dijo: Mi yugo es suave y mi carga ligera, la cual es la cruz. Porque, si el hombre se determina a sujetarse a llevar esta cruz, que es un determinarse de veras a querer hallar y llevar trabajo en todas las

cosas por Dios, en todos ellos hallará grande alivio y suavidad para [andar] este camino, así desnudo de todo, sin querer nada. Empero, si pretende algo, ahora de Dios, ahora de otra cosa, con propiedad alguna, no va desnudo ni negado en todo; y así, ni cabrá ni podrá subir por esta senda angosta hacia arriba” (S 2,7,7; 2,29).

II. Compromiso de todo el ser

Determinarse es medio para alcanzar el objetivo espiritual y la resolución ha de abarcar a la totalidad del ser. Todo cuanto es y tiene el hombre ha de ser encaminado a Dios, y nada se ha de excluir de ese amor supremo al que se subordina todo el obrar. En definitiva, se trata de tener en cuenta y cumplir muy de veras el primer precepto que enuncia en el Dt. 6,5. Cuando  Dios recoge para sí todas las fuerzas, potencias y  apetitos del alma, ya espirituales, ya sensitivos, entonces el  alma se hace fuerte y firme (N 2,11,4). Irán apareciendo las pruebas de la noche, pero “crécele en esta noche seca el cuidado de Dios y las ansias por servirle” (N 1,13,13). El Santo aclarará: “La fortaleza del alma consiste en sus potencias, pasiones y apetitos, todo lo cual es gobernado por la voluntad; pues cuando estas potencias … endereza en Dios la voluntad y las desvía de todo lo que no es Dios, entonces guarda la fortaleza del alma para Dios, y así viene a amar a Dios de toda su fortaleza … Cuanto más se gozare el alma en otra cosa que en Dios, tanto menos fuertemente se empleará su gozo en Dios” (S 3,16,2; N 2,11,3).

Así, pues, todas las energías han de orientarse a Dios, de veras, con fortaleza, con firmeza, ayudadas del impulso de la  gracia. El alma así armonizada, tiende hacia Dios y puede llamarle Amado, “cuando ella está entera con él, no teniendo su corazón asido a alguna cosa fuera de él; y así, de ordinario, trae su pensamiento en él … porque de Dios no se alcanza nada si no es por amor” (CB 1,13).

La verdadera determinación de poner toda la capacidad en el servicio de Dios, no puede reducirse a propósitos ligeros y sin consistencia, como sucede con frecuencia a los principiantes que, “presumiendo, suelen proponer mucho y hacen muy poco” (N 1,2,3). La imperfección no se cura más que con propósitos serios y deseos firmes. Denunciando el Santo la tendencia de los principiantes a los propósitos fáciles escribe: “Hay otros que, cuando se ven imperfectos, con impaciencia no humilde se aíran contra sí mismos; acerca de lo cual tienen tanta impaciencia, que querrían ser santos en un día. De estos hay muchos que proponen mucho y hacen grandes propósitos, y como no son humildes ni desconfían de sí, cuantos más propósitos hacen, tanto más caen y tanto más se enojan, no teniendo paciencia para esperar a que se lo dé Dios cuando él fuere servido” (N 1,5,3). Quienes multiplican los propósitos sin nunca decidirse de veras andan como probando la paciencia de Dios: “Aunque algunos tienen tanta paciencia en esto del querer aprovechar, que no querría Dios ver en ellos tanta” (N 1,5,3).

III. Proceso ininterrumpido de reafirmación

No obstante, los verdaderos propósitos, el espiritual encontrará dificultades por parte del mundo, enemigo del hombre, hasta el punto de que le será óbice para poder comenzar el camino de la perfección (CB 3,7). Llegado el momento de salir en busca de la perfección con verdadero deseo y gran amor, “no quiere dejar de hacer alguna diligencia de las que de su parte puede; porque el alma que de veras a Dios ama, no empereza hacer cuanto puede por hallar al Hijo de Dios, su Amado” (CB 3,1). Mostrará su diligencia y que no hay negligencia, si las abraza de corazón y procura allanar la voluntad en las normas propuestas en la Subida (1,13). Este capítulo es a manera de programa que el espiritual ha de llevar a cabo. Allí dice el Santo que “si de corazón las obra, muy en breve vendrá a hallar en ellas gran deleite y consuelo, obrando ordenada y discretamente”. (S 1,13,7; N 2,13,9). De esta manera “aprenden a no hacer caso sino en fundar la voluntad en fortaleza de amor humilde, y obrar de veras y padecer imitando al Hijo de Dios en su vida y mortificaciones; que éste es el camino para venir a todo bien espiritual, y no muchos discursos interiores” (S 2,29,9). Se lamenta el Santo ante la falta de decisión de muchos espirituales: “Es lástima ver algunas almas como ricas naos cargadas de riquezas y obras y ejercicios espirituales, y virtudes, y mercedes que Dios las hace, y por no tener ánimo para acabar con algún gustillo, o asimiento, o afición –que todo es uno– nunca van adelante, ni llegan al puerto de la perfección” (S 1,11,4; S 3,20,1-2).

En un momento del  camino espiritual, cuando el alma está en grado de cantar el verso: «Si por ventura vierdes Aquel que yo más quiero”, es verdad que “no se le pone nada por delante que la acobarde de hacer y padecer por él cualquier cosa de su servicio. Y cuando el alma también puede con verdad decir lo que en el verso siguiente aquí dice, es señal que le ama sobre todas las cosas” (CB 2,5). Toda la fuerza de su voluntad la emplea en servicio del amor de Dios (CB 27,2; 20,3). Necesita “adquirir las virtudes con fuerza” (S 3,41,1). Es el momento de la noche del sentido. Mas, cuando el apetito de lo sensible se va purificando, “siente la fortaleza y brío para obrar en la sustancia que le da el manjar interior, el cual manjar es principio de oscura y seca contemplación para el sentido … que da al alma inclinación y gana de estarse a solas y en quietud” (N 1,9,6).

Hay que anotar con el Santo que “esta tan perfecta osadía y determinación en las obras, pocos espirituales la alcanzan; porque, aunque algunos tratan y usan este trato, y aun se tienen algunos por los de muy allá, nunca se acaban de perder en algunos puntos, o de mundo o de naturaleza, para hacer las obras perfectas y desnudas por Cristo, no mirando a lo que dirán o qué parecerá … teniendo respeto a cosas, no viven en Cristo de veras” (CB 29,7). A las reprensiones que a estas almas hacen los mundanos, siempre pendientes de los que de verdad quieren entregarse al servicio de Dios, ellas, dando la cara con osadía a cuanto el mundo quiere imponer, les dirá que todo lo tiene en poco, porque es mucho más vivo el amor de Dios (CB 29,5).

En la etapa del aprovechamiento espiritual “el alma también se ha de andar con advertencia amorosa a Dios, sin especificar actos, habiéndose … pasivamente, sin hacer de suyo diligencias, con la determinación y advertencia amorosa, simple y sencilla, como quien abre los ojos con advertencia de amor” (LlB 3,33). Determinarse constantemente hacia la virtud, hacia la oración no se excluye del camino de los aprovechados.

Las consecuencias del determinarse por las obras a seguir las huellas que el amor impone, aunque comporten trabajos y padecimientos, son claras. El alma, ante todo, “queda tan animada y con tanto brío para padecer muchas cosas por Dios, que le es particular pasión ver que no padece mucho” (S 2,26,7). Luego cae en la cuenta de que “Dios estimó su amor viéndole solo … le amó viéndole fuerte … Y así, es como si dijera: amástele viéndole fuerte sin pusilanimidad ni temor, y solo sin otro amor” (CB 31,5; 22,7). Otro fruto es que todas las virtudes, una por una y todas juntas, son osadas y fuertes, de modo que los enemigos no osen ni se detengan (CB 21,4). Sin embargo, y aunque “según la fuerza de su operación e inclinación habrá llegado al último y más profundo centro suyo en Dios, que será cuando con todas sus fuerzas entienda, ame y goce a Dios, … por cuanto todavía tiene movimiento y fuerza para más, no está satisfecha” (LlB 1,12). El alma ha alcanzado su cima a la espera de que se rompa la tela del dulce encuentro (LlB 1). Ve entonces el fruto de su determinación de seguir a Cristo.

Antonio Mingo

Desposorio espiritual

Como todos los místicos de su tiempo, J. de la Cruz se apropia del simbolismo nupcial para describir la relación amorosa entre Dios y las almas. Ese simbolismo tradicional arranca del Cantar de los Cantares, según la interpretación iniciada por Orígenes y culminada por san Bernardo. El desposorio/noviazgo y el matrimonio son los momentos clave del proceso de enamoramiento entre el  esposo y la esposa, el amado y la amada. Conociendo la trama de los escritos sanjuanistas se explica por qué el simbolismo nupcial aparece sólo en el Cántico y en la Llama, mientras está ausente en la Subida y en la Noche; en ésta aparece el término desposorio incidentalmente dos veces. Consideración aparte merecen las poesías.

I. Polisemia del término

Para comprender adecuadamente el pensamiento sanjuanista es conveniente tener en cuenta el sentido ambiguo de algunas expresiones en español, como sucede con el término básico “esposo”, entendido unas veces como “prometido” y otras como “casado”, “cónyuge”. Es el caso, por ejemplo, de la estrofa que comienza “allí me dio su pecho” (CA 18/ CB 28). Lo mismo sucede con “desposorio”, equivaliendo unas veces a noviazgo o esponsales, y otras, a matrimonio o consorcio (en sentido bíblico).

Ejemplo elocuente de la interferencia lexical entre desposorio-matrimonio se halla al final de la Noche oscura. Ultimada la fase catártica, es decir, “estando ya mi casa sosegada”, se produce perfecta armonía entre las distintas “porciones” del  hombre, “conforme al estado de la inocencia que había en Adán” (N 2,24,2). Todo está dispuesto para la “divina  unión de amor”, según “sufre esta condición de vida”. De esta divina unión se dice que “es el divino desposorio entre el alma y el Hijo de Dios” (N 2,14,3).

Si se repasa con atención el contexto en que aparece esta frase, resulta claro que “desposorio” aquí no equivale al estado anterior al matrimonio espiritual y disposición para el mismo. La pureza total conseguida por el alma a través de la  mortificación y de la noche oscura es propia del matrimonio. Basta comparar lo dicho en este capítulo con lo que escribe el Santo en el CB (14-15,30). Coinciden perfectamente menos en una cosa: en la última obra se define como “matrimonio espiritual”, mientras en el texto de la Noche la misma situación se llama “desposorio”. Por tanto, el “nuevo manto que pretendía del desposorio” tiene que entenderse como del “matrimonio” (N 2,24,4). Al igual que en otros casos, “desposorio” se entiende en el sentido de “bodas”, o celebración del matrimonio.

Esta ambigüedad léxica se prolonga a lo largo del Cántico espiritual, pese a ser la obra que desarrolla en su integridad las etapas del simbolismo nupcial, apoyada muy de cerca en el Cantar de los Cantares. Es bien sabido que la clave diferencial de las dos redacciones del escrito radica precisamente en la configuración textual del desposorio y del matrimonio. No atañe, en realidad, al léxico en sí mismo, sino a la ordenación de las estrofas (con relativos comentarios) propias de cada uno de los dos estadios y a determinadas aclaraciones relativas a las diferencias de ambos. Conviene tener presentes estos datos para seguir el pensamiento sanjuanista, que halla su definitiva formulación al respecto en el CB.

En las dos redacciones se afirma con claridad que la celebración del “desposorio” se inicia en la canción que comienza “Apártalos, Amado” (CA 12/CB 13) y se prolonga en las siguientes. La celebración del “matrimonio” se coloca poéticamente “en la interior bodega” y “en el ameno huerto deseado” (17 y 27 de CA / y 26 y 22 de CB). Antes de comentar esas estrofas emplea el Santo los términos en cuestión sin aplicación directa al simbolismo nupcial. Quienes están ya fortalecidos en el amor divino no temen morir, sino al contrario, lo desean ardientemente, por la siguiente razón: “No le puede ser al alma que ama amarga la muerte, pues en ella halla todas las dulzuras y deleites de amor. No le puede ser triste su memoria … Tiénela por amiga y esposa, y con su memoria se goza como en el día de su desposorio y bodas, y más desea aquel día y aquella hora en que ha de venir la muerte que los reyes de la tierra desearon los reinos y principados” (CB 11,10). La identificación de “desposorio y bodas” con un día determinado parece aludir claramente al “matrimonio” no a su promesa, el desposorio.

Otro tanto sucede en la estrofa siguiente, cuando afirma que el alma, ansiando vivamente la unión con Dios, no halla “medio ni remedio alguno en todas las criaturas”, por lo que se vuelve a la fe, porque no hay otro medio “por donde se venga a la verdadera unión y desposorio espiritual con Dios” (CB 12,2). La explicación que sigue y la cita de Oseas (2,20) atestiguan que también aquí “desposorio” se toma en sentido genérico o bíblico, pero indicando claramente lo que en el simbolismo nupcial J. de la Cruz considera “matrimonio espiritual”.

Donde la interferencia o intercambio de ambos sentidos alcanza mayor ambigüedad es en la declaración de la canción que comienza “Allí me dio su pecho” (CB 27, v.1º). El adverbio “allí” remite a la “interior bodega” de la estrofa precedente. En ella se describe con toda clase de detalles la celebración del “matrimonio espiritual, como el más estrecho grado de amor en que el alma puede situarse en esta vida”. Es el estado descrito con perfecta coherencia doctrinal en las estrofas anteriores y en las siguientes. El comentario al verso “allí le prometí de ser su esposa” (27, 5º) tropezaba con una dificultad manifiesta: lo que se había realizado ya, el matrimonio, podía interpretarse ahora como promesa o esponsales. Así lo entiende de hecho la “declaración” sumaria: “En esta canción cuenta la esposa la entrega que hubo de ambas partes en este espiritual desposorio … de ella y de Dios” (CB 27,2).

Desconcierta al lector que se diga aquí “este desposorio”, cuando la entrega aludida ha sido, sin lugar a dudas, la del matrimonio, es decir, la “junta y comunicación de la interior bodega”. Lo confirma la explicación del verso perturbador “allí le prometí de ser su esposa”. Se le atribuye un contenido propio y peculiar del “matrimonio”: “Así como la desposada no pone en otro su amor ni su cuidado ni su obra fuera de su Esposo, así el alma en este estado no tiene ya afectos de voluntad … ni obra alguna que todo no sea inclinado a Dios” (CB 27, 7). Esposo y desposada están por “cónyuges”, esposos-casados. Esto no impide que líneas más adelante vuelva al equívoco del “desposorio”, escribiendo que “el alma que ha llegado a este estado de desposorio espiritual no sabe otra cosa sino amar y andar siempre en deleites de amor con el Esposo” (ib. 8).

El análisis textual autoriza a distinguir en la pluma sanjuanista por lo menos tres sentidos en el uso de “desposorio”, a saber: el consorcio-comunicación de Dios con las criaturas, unión amorosa entre Dios-Cristo y las almas en general, estado espiritual específico, anterior al matrimonio espiritual.

II. Desposorio de Dios con la creación y la humanidad

El amor-comunión de vida en la  Trinidad y su expansión en la creación hace de hilo conductor a lo largo de los “Romances”. A partir del 3º, la “creación” entera se presenta como la esposa que Dios Padre ha querido dar al Verbo, su Hijo. No es posible reproducir aquí los magníficos versos en que se canta ese único y admirable desposorio; son de lectura obligada en este punto. Sirven de pauta algunos tan explícitos como los siguientes: “Una esposa que te ame, / mi Hijo, darte quería … / Mucho lo agradezco, Padre, / el Hijo respondía: / a la esposa que me dieres” (n. 3º). “El mundo criado había / palacio para la esposa / hecho en gran sabiduría / … porque conozca la esposa / el Esposo que tenía” (n. 4º).

Prosigue describiendo la  creación: “La angélica jerarquía y la natura humana”, aunque diferentes en el ser y en dignidad, “todos son un cuerpo / de la esposa que decía; / que el amor de un mismo Esposo / una esposa los hacía” (ib.). A partir de estos versos se produce una identificación de la esposa con la creación y con la Iglesia: “Todos son un cuerpo”. En esa asimilación creación/Iglesia, distingue los bienaventurados (“los de arriba”), que poseen la alegría del esposo, y “los de abajo”, que viven en esperanza “de la fe que les infundía” (ib.), y que tras la Encarnación-redención “se gozarán juntos/ en eterna melodía”; / “porque él era la cabeza / de la esposa que tenía, / a la cual todos los miembros / de los justos juntaría, / que son cuerpo de la esposa”.

Después de cantar la larga espera del Redentor (n. 5º-6º) describe así la ratificación del desposorio en la Encarnación (n. 7º): “Ya el tiempo era llegado / en que hacerse convenía / el rescate de la esposa, / que en duro yugo servía … / Ya ves, Hijo, que a tu esposa / a tu imagen hecho había… / Iré a buscar a mi esposa / y sobre mí tomaría / sus fatigas y trabajos, / en que tanto padecía; / y porque ella vida tenga, / yo por ella moriría, / y sacándola del lago / a ti la volvería” (n. 7º).

El nacimiento de Cristo (n. 9º) se presenta como el abrazo del esposo y la esposa: “Ya que era llegado el tiempo/ en que de nacer había, / así como desposado / de su tálamo salía / abrazado con su esposa, / que en sus brazos traía… / Los hombres decían cantares, / los ángeles melodía, / festejando el desposorio / que entre tales dos había. / Pero Dios en el pesebre / allí lloraba y gemía, / que eran joyas que la esposa / al desposorio traía” (nº. 9).

La aplicación más explícita y concreta del simbolismo nupcial a la Iglesia aparece en el Cántico espiritual. Después de haber explicado el verso “haremos las guirnaldas” ( 3º de canción 30) como una guirnalda de virtudes para ofrecer al esposo Cristo, J. de la Cruz propone otra interpretación: “Este versillo se entiende harto propiamente de la Iglesia y de Cristo, en la cual la Iglesia, Esposa suya…”. Las “guirnaldas” pasan a ser “las santas almas engendradas por Cristo en la Iglesia”, y cada una de ellas “es como una guirnalda arreada de flores de virtudes y dones, y todas ellas juntas son una guirnalda para la cabeza del Esposo Cristo” (CB 30,7).

Con esta misma idea de Cristo cabeza y esposo de la Iglesia y, a la vez, de cada alma remata el CB: “Todas estas perfecciones y disposiciones antepone la Esposa a su Amado, el Hijo de Dios, con deseo de ser por él trasladada del matrimonio espiritual, a que Dios la ha querido llegar en esta Iglesia militante, al glorioso matrimonio de la triunfante, al cual sea servido llevar a todos los que invocan su nombre dulcísimo Jesús, Esposo de las almas” (CB 40,7).

II. Desposorio por gracia

Íntimamente vinculados al desposorio universal de Dios con la creación y la humanidad están las otras dos formas fundamentales consideradas por J. de la Cruz. La primera es aplicación concreta a cada alma de ese desposorio de Cristo con la humanidad en su encarnación y redención (CB 5,4; 23 entera).

Cristo, comunicando al alma su gracia, se desposa con ella, al hacerla partícipe de su propia vida y consorte de la divinidad, según la conocida doctrina del N.T. Como la naturaleza fue estragada debajo del árbol del paraíso, así Cristo en la Cruz la restauró de tal forma que quedó reparada. En el árbol de la  Cruz fue “donde el Hijo de Dios redimió y, por consiguiente, desposó consigo la naturaleza humana, y consiguientemente con cada alma, dándola la gracia y prendas para ello en la Cruz” (CB 23,3).

La aplicación de la gracia redentora es, pues, desposorio de Cristo con cada alma en el momento del bautismo: “Es desposorio que se hizo de una vez, dando Dios al alma la primera gracia, lo cual se hace en el bautismo con cada alma” (ib. 6). Todo comienza, según J. de la Cruz, con la mirada graciosa de Dios, ya “que mirar Dios es amar” (CB 31,5, 32,3-4). El Esposo divino “inclinándose al alma con misericordia imprime e infunde en ella su amor y gracia, con que la hermosea y levanta tanto, que la hace consorte de la misma Divinidad” (2 Pe 1,4: CB 32,4).

Las relaciones interpersonales hacen que en el simbolismo esponsal o nupcial la correspondencia de los protagonistas sea distinta de la anterior: el esposo es siempre Cristo, pero la esposa es el alma. Se trata naturalmente de una figura de lenguaje (sinécdoque) tomando la parte (alma) por el todo (la persona). J. de la Cruz mantiene siempre esta equivalencia hablando indistintamente del “alma esposa”, de la “esposa”, del “alma”.

III. Desposorio “por vía de perfección”

El propio Santo formula así la diferencia respecto a los anteriores: “Este desposorio que se hizo en la Cruz no es del que ahora vamos hablando; porque aquél es desposorio que se hizo de una vez, dando Dios al alma la primera gracia … mas éste es por vía de perfección, que no se hace sino muy poco a poco por sus términos, que, aunque todo es uno, la diferencia es que uno se hace al paso del alma, y así va poco a poco; y el otro, al paso de Dios, y así hácese de una vez” (CB 23,6).

Poco a poco y al paso del alma quiere decir que el “desposorio por gracia” va desarrollándose progresivamente hasta que llega a su perfección última en el matrimonio espiritual. Estadio previo y de preparación es el llamado con su nombre específico “desposorio”. La configuración adecuada de ambos –matrimonio y desposorio– fue lo que llevó al autor a recomponer el Cántico espiritual. Consiguió su intento reorganizando las estrofas del poema primitivo y sus respectivos comentarios (CA).

ENCLAVE DEL DESPOSORIO. En esa primera redacción ya había diseñado el proceso de enamoramiento espiritual en correspondencia a las estrofas del poema. Comprendía los pasos siguientes: ejercicio de virtudes, mortificación y meditación; penas y estrechos de amor; “grandes comunicaciones y muchas visitas del Amado”, hasta entregarse a él “por unión de amor en desposorio espiritual, en que como ya desposada, ha recibido del Esposo grandes dones y joyas”; matrimonio espiritual “entre la dicha alma y el Hijo de Dios, Esposo suyo, el cual es mucho más que el desposorio, porque es transformación total en el Amado” (CA 27,2; cf. CB 22,3). La comparación o confrontación de ambos –desposorio y matrimonio– ayuda a definir las características de cada uno de ellos. Es el método seguido además por el Santo. No interesa, con todo, analizar aquí lo propio del matrimonio, sino en cuanto sirve para el desposorio.

Es sabido que el desarrollo doctrinal y la descripción de ambos estadios en el CA no es tan clara y lineal como se anuncia en el esquema recordado (CA 27,2). Al componer la Llama el Santo trató de esclarecer algunos detalles de su pensamiento. Mantiene explícitamente la precedencia cronológica del desposorio y la supremacía del matrimonio, pero recortando notablemente lo dicho sobre el primero en el CA respecto a la situación de “paz y tranquilidad imperturbables”. Empalmando con lo escrito en la Noche (2,24,24,3-4), reitera que no es posible llegar a la perfecta unión de amor, propia del matrimonio espiritual, si no se realiza previamente la total “purgación de entrambas partes”, sensitiva y espiritual (LlA 1,15-21; 2,21-22; 3,24), cosa no bien explicitada en el CA.

Una advertencia introducida de intento aporta la aclaración decisiva para relacionar convenientemente el binomio “desposorio-matrimonio” y situarlos en su justo puesto dentro del proceso espiritual: “En esta cuestión viene bien notar la diferencia que hay en tener a Dios por gracia en sí solamente, y tenerle también por unión: que lo uno es bien quererse y lo otro es también comunicarse, que esta es tanta la diferencia como hay entre el desposorio y el matrimonio” (LlA 3,23 / LlB 3,24). Parece claro que la unión, como estado, se limita aquí al matrimonio, por lo que el desposorio se colocaría en la fase iluminativa.

Tal es la afirmación explícita y reiterada en el CB, posterior a LlA (y en este texto idéntica a LlB). En el argumento con que se abre la segunda redacción del Cántico se dice que las canciones centrales “tratan de los  aprovechados, donde se hace el desposorio espiritual, y ésta es la vía iluminativa” (n. 2). La vía unitiva “es de los perfectos, donde se hace el matrimonio espiritual. La cual vía unitiva y de perfectos se sigue a la vía iluminativa” (ib). La equiparación aprovechados-vía iluminativa-desposorio no puede ser más clara, en consonancia con la Llama.

Inesperadamente sale al paso una dificultad textual. Al distribuir la secuencia estrófica (CB 22, 3) en correspondencia con el símbolo nupcial, el CB altera ligeramente el texto del CA estableciendo esta clasificación: el desposorio se realiza a la altura de la canción 13 (12 en CA) y a partir de entonces “va por la vía unitiva, en que recibe muchas y grandes comunicaciones y visitas y dones y joyas del Esposo, bien así como desposada”, hasta que en la canción 22 se efectúa el matrimonio espiritual (CB 22,3). Concuerda con los demás textos la descripción del estado peculiar de desposorio; se aparta de ellos al colocarlo en la “vía unitiva”.

La diferencia no parece ir más allá de la expresión. Probablemente “vía unitiva” indica estado de unión imperfecta; en las clasificaciones del propio Santo (S 2,5): unión transitoria (S 2,5) y no actual (según CB 26, 11). Si se toman en sentido estricto las tres vías o estados (CB argumento) resulta claro y seguro que el Santo coloca el desposorio en la etapa de aprovechados o vía iluminativa. Desde luego, con notable elasticidad, ya que no existen según él límites rígidos. Los requisitos exigidos para el matrimonio espiritual demuestran, sin duda alguna, que el desposorio no cuadra en la vía unitiva, en cuanto unión-comunión perfecta con Dios.

DICHOSO ESTADO DEL DESPOSORIO. La primera descripción del desposorio ofrecida por J. de la Cruz peca de optimista y risueña, por lo que va recortándose poco a poco a lo largo del mismo CA. Comienza por describir el feliz día del desposorio: “Al principio que se hace esto, que es la primera vez, comunica Dios al alma grandes cosas de sí, hermoseándola de grandeza y majestad … bien así como a desposada en el día de su desposorio. Y en este dichoso día, no solamente se le acaban al alma sus ansias vehementes y querellas de amor que antes tenía, mas quedando adornada de los bienes que digo, comiénzale un estado de paz y deleite y suavidad de amor”. En tal estado todo es “ejercicio de dulce y pacífico amor” (CA 13-14,1 /CB 14-15,2).

Como si se hubiese excedido, añade el Santo: “Es de notar que en estas canciones se contiene lo más que Dios suele comunicar a este tiempo a un alma … porque a unas almas se les da más, y a otras menos, y a unas en una manera y a otras en otra, aunque lo uno y lo otro puede ser en este estado del desposorio espiritual, más pónese aquí lo más que puede ser, porque en ello se comprende todo” (ib.). Quiere decirse que las situaciones pueden ser muy diversas y que los linderos entre desposorio y matrimonio no deben considerarse cerrados o infranqueables, sobre todo en lo que se refiere a las comunicaciones divinas.

Si esa paz y suavidad de amor, que se dice aquí “goza en la unión de desposorio”, fuese “lo más que puede ser”, contradeciría lo que el Santo afirma en otros lugares de la misma obra (CA 20. 25-26.29-31) y rechaza categóricamente en otros escritos. Apunta ya cierta corrección o mitigación al final de la misma estrofa (CA 13/ CB 14). Después de ilustrar con la autoridad de Job (4,12-15) ciertas turbaciones y penas, sobrevenidas después del feliz día del desposorio, añade: “Y no se ha de entender que siempre acaecen estas visitas con estos temores y detrimentos naturales, que, como queda dicho, es a los que comienzan a entrar en estado de iluminación y perfección y en este género de comunicación, porque en otros acaecen con gran suavidad” (ib.21). La matización afecta incluso al encuadramiento de estados y situaciones. En ningún otro lugar usa estas expresiones tan indefinidas: “comenzar a entrar en estado de iluminación y perfección”. Lo que sí queda claro es que las mismas gracias/visitas del Amado pueden ser muy diferentes y sin atenerse a clasificaciones teóricas.

Estas matizaciones un tanto veladas se complementan con las apuntadas al comparar explícitamente el desposorio y el  matrimonio (CA 27,2), pero en la primera redacción del Cántico no se formula nunca la diferencia fundamental; todo se reduce a mayor o menor nivel en la perfección del amor. Es en los escritos posteriores donde J. de la Cruz establece con claridad las fronteras entre los dos estadios del simbolismo nupcial. Es un punto en el que queda patente la evolución del pensamiento sanjuanista.

A los textos ya mencionados de la Noche hay que añadir otros explícitos y elocuentes: “Este es un alto estado de desposorio espiritual del alma con el Verbo, en el cual el Esposo la hace grandes mercedes y la visita amorosísimamente muchas veces, en que ella recibe grandes favores y deleites. Pero no tiene que ver con el matrimonio, porque todas son disposiciones para la unión del matrimonio; que, aunque es verdad que esto pasa en el alma que está purgadísima de toda afección a criatura (porque no se hace el desposorio espiritual, como decimos hasta esto), todavía ha menester el alma otras disposiciones positivas de Dios, de sus visitas y dones, en que la va más purificando y hermoseando y adelgazando para estar decentemente dispuesta para tan alta unión. Y en esto pasa tiempo, en unas más y en otras menos, porque lo va Dios haciendo al modo del alma” (LlA 3,25/LlB 3,25).

Es ésta una de las descripciones más precisas y completas del desposorio en comparación con el matrimonio espiritual. Son fundamentales los puntos siguientes: visitas frecuentes del Amado, disposiciones para el matrimonio, gran pureza de afectos y cierto tiempo. El superlativo “purgadísima” haría pensar en la superación de la fase catártica, exigida siempre por J. de la Cruz para la unión perfecta. Se apresura a declarar que aún así el alma “ha menester otras disposiciones”, disposiciones promovidas por Dios, como apunta en las páginas siguientes (LlA 3,25-26 id. LlB).

En otro momento el Santo se vio como forzado a clarificar las “disposiciones” por parte del alma y el grado de purificación propio del desposorio en comparación al matrimonio. Lo hace como toque de atención o advertencia para el lector. Al momento de reorganizar las estrofas y comentarios del CA, para reunir en sendos grupos las que describen el desposorio y el matrimonio, escribe: “Conviene aquí advertir que no porque habemos dicho que en aqueste estado de desposorio, aunque habemos dicho que el alma goza de toda tranquilidad, y que se le comunica todo lo más que puede ser en esta vida, entiéndese que la tranquilidad sólo es según la parte superior; porque la parte sensitiva, hasta el estado de matrimonio espiritual nunca acaba de perder sus resabios, ni sujetar del todo sus fuerzas … y que lo que se le comunica es lo más que se puede en razón de desposorio. Porque en el matrimonio espiritual hay grandes ventajas; porque en el desposorio, aunque en las visitas goza de tanto bien el alma Esposa como se ha dicho, todavía padece ausencias y perturbaciones y molestias de parte de la porción inferior y del demonio, todo lo cual cesa en el estado del matrimonio” (CB 14-15,30).

La advertencia era obligada, en parte, porque los comentarios que siguen (CB 16-21) examinan precisamente esas perturbaciones y molestias de la parte inferior. Cuando ésta queda del todo sujeta a la superior –el sentido al espíritu– se ha consumado la total purificación, se ha restablecido la perfecta armonía y todo el ser humano se orienta a Dios. Ahí radica la diferencia fundamental entre el desposorio y el matrimonio: el primero es todavía fase de catarsis y disposición. Por eso, lo coloca J. de la Cruz en la etapa de aprovechados o vía iluminativa, aunque existan visitas/situaciones de unión con el Amado.

En el contexto recordado de la Llama ya había apuntado con precisión el diferente grado de purificación entre desposorio y matrimonio, apelándose como siempre a las dos partes o porciones del ser humano: “Cuando el alma ha llegado a tanta pureza en sí y en sus potencias, que la voluntad está muy purgada de otros gustos y apetitos extraños, según la parte inferior y superior, y enteramente dado el sí acerca de todo esto a Dios, siendo ya la voluntad de Dios y del alma una en consentimiento pronto y libre, ha llegado a tener a Dios por gracia de voluntad, todo lo que puede por vía de voluntad y gracia. Y esto es haberle Dios dado en el sí de ella su verdadero sí y entero de su gracia” (LlA 3,24, id. LlB).

El sí del desposorio no implica armonía perfecta entre la parte inferior o sensual y la superior o espiritual. El sí del desposorio “está dado antes del matrimonio espiritual” (CB 20-21,2), ya que no se “viene a éste sin pasar primero por el desposorio espiritual y por el amor leal y común de desposados” (CB 22,5; 27,3.8.10). La relación entre ambos estados está bellamente descrita en el texto siguiente: “En el desposorio sólo hay un igualado sí y una sola voluntad de ambas partes y joyas y ornato de desposada, que se las da graciosamente el desposado; mas en el matrimonio hay también comunicación de personas y unión. Y en el desposorio, aunque algunas veces hay visitas del esposo a la esposa y las dádivas, como decimos, pero no hay unión de personas, que es el fin del desposorio” (LlA 3,23 / LlB 3,24).

La misma idea se lee casi a la letra en el CE: “A este huerto de llena transformación (el cual es ya gozo y deleite y gloria de matrimonio espiritual) no se viene sin pasar primero por el desposorio espiritual y por el amor leal y común de desposados; porque después de haber sido el alma algún tiempo esposa en entero y suave amor con el Hijo de Dios, después la llama Dios y la mete en este huerto florido suyo a consumar este estado felicísimo del matrimonio consigo” (CB 22,5/CA 27,4).

PRUEBAS DE FIDELIDAD. El sí dado a Dios en el desposorio está expuesto todavía a pruebas. Antes de que la unión de voluntades pase a comunión de personas tiene que afianzarse definitivamente. Durante ese tiempo Dios culmina la obra de preparación purificando hasta los últimos resabios de afectos incompatibles con su amor pleno. La catarsis perfecta se produce, según expresión del Santo, como “interpolaciones” o alternarse de visitas graciosas y de pruebas dolorosas. Basta comparar las descripciones del CE para comprobar que esas pruebas corresponden a las señaladas para la última fase de la “noche pasiva del espíritu”.

A lo largo del desposorio espiritual el alma se ve acometida por el demonio (CB 16,2-3) y por los apetitos sensitivos (canc. 16 íntegra); padece ausencias dolorosas, “muy aflictivas y algunas son de manera que no hay pena que se le compare” (CB 17,1). Experimenta sensaciones de encarcelamiento. Lo describe gráficamente el Santo así: “En este estado de desposorio espiritual, como el alma echa de ver sus excelencias y grandes riquezas, y que no las posee y goza como querría a causa de la morada en la carne, muchas veces padece mucho, mayormente cuando más se le aviva la noticia de esto. Porque echa de ver que ella está en el cuerpo como un gran señor en la cárcel, sujeto a mil miserias, y que le tienen confiscados sus reinos e impedido su señorío y riquezas, y no se le da de su hacienda sino muy por tasa la comida; en lo cual lo que podrá sentir, cada uno lo echará bien de ver, mayormente aún los domésticos de su casa no le estando bien sujetos, sino que a cada ocasión sus siervos y esclavos sin algún respeto se enderezan contra él, hasta querer cogerle el bocado del plato”. Una vez más reafirma que todo depende de la insubordinación de la parte sensitiva: “Pues que, cuando Dios hace merced al alma de darle a gustar algún bocado de los bienes y riquezas que le tiene aparejadas, luego se levanta en la parte sensitiva un mal siervo de apetito, ahora un esclavo de desordenado movimiento, ahora otras rebeliones de esta parte inferior, a impedirle este bien” (CB 18,1).

Cargando un tanto las tintas, afirma que en ocasiones “está tan hecha enemiga el alma, en este estado, de la parte inferior y de sus operaciones, que no querría la comunicase Dios nada de lo espiritual, cuando lo comunica a la parte superior, porque o ha de ser muy poco o no lo ha de poder sufrir por la flaqueza de su condición, sin que desfallezca el natural, y, por consiguiente, padezca y se aflija el espíritu” (CB 19,1). Esa flaqueza es la causa de que las gracias del desposorio, como éxtasis, raptos, etc. produzcan efectos somáticos dolorosos (CB 13-15; N 2,10-11) y tiendan a desaparecer en el matrimonio espiritual, una vez conseguida la perfecta armonía entre el sentido y el espíritu.

Para llegar a tanto, “no sólo le basta al alma estar limpia y purificada de todas las imperfecciones y rebeliones y hábitos imperfectos de la parte inferior … sino que también ha menester grande fortaleza y muy subido amor para tan fuerte y estrecho abrazo con Dios” (CB 20-21,1). Reiterando las ideas de siempre, concluye el Santo: “Es menester que ella el alma sea puerta para que entre el esposo, teniendo ella abierta la puerta de la voluntad para él por entero y verdadero amor, que es el sí del desposorio, que está dado antes del matrimonio espiritual” (ib. 2).

Al término de sus análisis, J. de la Cruz deja bien claro que el alto estado del desposorio, pese a la excelencia de las virtudes y a lo exquisito de las gracias con que Dios suele regalar a las almas, se caracteriza por pruebas catárticas que disponen a la unión definitiva del matrimonio espiritual. Resumen y conclusión del pensamiento sanjuanista es el texto siguiente: “En este tiempo, pues, de este desposorio y espera del matrimonio, en las unciones del Espíritu santo, cuando son más altos los ungüentos de disposiciones para la unión de Dios, suelen ser las ansias de las cavernas del alma extremadas y delicadas. Porque, como aquellos ungüentos son ya más próximamente dispositivos para la unión de Dios, porque son más allegados a Dios, y por eso saborean al alma y la engolosinan más delicadamente de Dios, es el deseo más delicado y profundo, porque el deseo de Dios es disposición para unirse con Dios” (LlB 3,26).

BIBL. — LAUREANO ZABALZA, El desposorio según san Juan de la Cruz, Burgos, El Monte Carmelo, 1964; FERNANDE PEPIN, Noces de feu. Le symbolisme nuptial du “Cántico espiritual” de saint Jean de la Croix à la lumière du “Canticum Canticorum”, Paris-Montreal, 1972; EULOGIO PACHO, “Del desposorio al matrimonio espiritual. “Interpolaciones de purificación”, en ES II, 173198.

Eulogio Pacho

Desnudez espiritual

En el vocabulario sanjuanista “desnudez” es una noción contigua a despojo, desasimiento, desapropiación y  negación, purgación o  purificación, vacío y pobreza de espíritu. Parecería a veces que es el primer analogado en relación con otros términos: “Llamamos a esta desnudez noche para el alma” (S 1,3,4). Más de treinta reenvíos a paralelos hacen las concordancias para completar el significado de desnudez con términos próximos o vagamente sinónimos. Se opone a apropiación y espíritu de asimiento, a apetito y apego, a interés y estimación y embarazo.

En su escala de valores ocupa un alto grado. Precede y es condición para cualquier otro logro en la vida espiritual y, por tanto, se presenta como preliminar en el proyecto espiritual, primera en la intención y última en la ejecución. No desaparece del todo de ninguna de las etapas. Acompaña al discípulo del Santo como alto ideal, como deseo de pureza y garantía de comunión con Dios. Siempre le recomienda esta actitud moral.

No tiene nunca sentido propio o recto, siempre la usa con valor derivado, aplicado a la vida moral o espiritual. Sin duda ya estaba formada como noción espiritual en el vocabulario teológico o ascético de su tiempo. San Juan de la Cruz la integra en su sistema de pensamiento y entre sus perennes consignas pedagógicas; logra que brille con nuevos significados al explotarla en nuevos contextos.

Aunque la noción es útil y válida en toda situación espiritual, predomina netamente en las etapas primeras del camino espiritual, así encuentra su lugar propio en los libros de la Subida. No es una meta en sí, pero incluso en las fases más altas ha de aplicarse esta actitud personal a todo tipo de experiencias y mediaciones en la relación con Dios.

I. Raíz bíblica

El origen radical de esta noción está en la Escritura. En el mundo paulino de las cartas de la cautividad especialmente. Las consignas “despojaos del hombre viejo y revestíos del hombre nuevo”. (Ef 4, 22-24 y su paralelo Col 3, 9-10, citado en N 2,3,3; 6,1; 9,4; CB 20,1; cf. Gál 3,16-17) son los textos donde J. de la Cruz ha meditado más frecuentemente el asunto; las exhortaciones a revestirse de las armas de la luz que se incluían en la Regla carmelitana (1 Tes 5, 8) o el himno de Fil 2, 7 que habla del despojo de Cristo y su vaciamiento también operan subrepticiamente en la conformación y uso sanjuanista de este concepto ascético-mistico.

Simbólicamente han reforzado el uso de esta noción textos como Ex 33,5 donde se habla de dejar el “traje festival” y vestir ropa de trabajo (Ct 5,7 y 3, 4; N 2, 24,3-4) donde se evoca la desnudez y despojo del manto de la esposa del Cantar, o Gén 35,2 que habla de mudar vestiduras (S 1, 5,7).

Relativamente pocas veces (Av, pról.; Ct. 16; S 1,6,1) se alude a Cristo desnudo, pero en ellas resuena el adagio medieval y patrístico, ‘nudus Christum nudum sequi’ (DS, “Nudité”, 509514). Sin embargo, en la exhortación evangélica a dejarlo todo y seguir a Cristo desnudamente se encuentra el genuino origen y el fundamento radical de las exigencias ascético espirituales que J. asocia a esta noción. Todo el cap. 7 de Subida 2 justifica y funda en  Cristo las exigencias de desnudez en su seguimiento. También en relación con la paradoja evangélica, el que quiera ganar su vida la perderá, introduce J. esta alusión que habla suficientemente de las motivaciones cristológicas de la desnudez sanjuanista: “Esta tan perfecta osadía y determinación en las obras, pocos espirituales la alcanzan; porque, aunque algunos tratan y usan este trato, y aun se tienen algunos por los de muy allá, nunca se acaban de perder en algunos puntos, o de mundo o de naturaleza, para hacer las obras perfectas y desnudas por Cristo, no mirando a lo que dirán o qué parecerá. Y así … todavía tienen vergüenza de confesar a Cristo por la obra delante de los hombres; teniendo respeto a cosas, no viven en Cristo de veras” (C 29, 8). Esta exigencia evangélica de fondo se expresa en sentencias estereotipadas y en formaciones léxicas muy variadas. Abundan ‘desnudez espiritual’, ‘desnudez de espíritu’, ‘desnudez y pobreza’, ‘desnudez y negación’, ‘obrar, andar en pureza y desnudez’, ‘llegar, pasar a desnudez’, ‘desnudamente’, ‘alma desnuda desasida y sola’, etc.

II. Experiencia personal

Juan de la Cruz antes de proponer tales exigencias como las que se nos imponen en sus obras ha vivido de ellas. Los escritos menores y poemas trasmiten la primera versión de esta noción teológico espiritual, la que estuvo en su práctica y en su enseñanza ordinaria. La descalcez, como vida y como estilo de vida cristiana elegido y recreado por Juan, como familia y movimiento en la iglesia (S, pról. 9) lleva en el nombre ya esta nota de despojo y de desnudez a que apunta el modo entero de vida. Desnudarse, simbólicamente descalzarse, apunta en dirección a la simplificación, al despojo y a la kénosis de quien se acerca al origen y a la humilde tierra, de quien se abaja a lo menor, desciende y se aproxima a lo pobre. En el orbe mental sanjuanista el gesto vital y ritual de la descalces indica la misma dirección que los símbolos y términos de la ‘desnudez espiritual’.

En el magisterio oral estaba activo este ideal; en el mismo umbral de su construcción en el Montecillo consta ya este punto de referencia: “En esta desnudez halla el espíritu su descanso, porque no comunicando nada, nada le fatiga hacia arriba, y nada le oprime hacia abajo, porque está en el centro de su humildad” (S 1,13). En toda la pieza está condensada la doctrina de la desnudez.

En el arranque de las Cautelas se dice: “El alma que quiere llegar en breve al santo recogimiento, silencio espiritual, desnudez y pobreza de espíritu, donde se alcanza … tiene necesidad de ejercitar los documentos siguientes” (Ca 1).

En los Dichos de luz y amor está en el pórtico donde dice claramente su propósito válido para toda su obra: “Lo que es seguir a Nuestro Señor Jesucristo, y hacerse semejante a él en la vida, condiciones y virtudes, y en la forma de la desnudez y pureza de su espíritu” (Av, pról.).

En el pórtico mismo de su proyecto teórico la desnudez ocupa un punto central en sus objetivos. Así en el rótulo de Subida: “Da avisos y doctrina para que sepan … quedar en la suma desnudez y libertad de espíritu, cual se requiere para la divina unión”. Desnudez es el tema de su obra o bien es la condición indispensable para lograr la unión con Dios en Cristo. Cuando trata de explicar el sentido de las canciones En una noche oscuradice que en ellas “canta el alma la dichosa ventura que tuvo en pasar por la oscura noche de la fe, en desnudez y purgación suya, a la unión del Amado”.

Igualmente, en el prólogo de Subida, pieza de extraordinaria importancia para fijar el tema central, los límites y la intención del autor, vuelve el tema: “Aquí no se escribirán cosas muy morales y sabrosas para todos los espíritus que gustan de ir por cosas dulces y sabrosas a Dios, sino doctrina sustancial y sólida, así para los unos como para los otros, si quisieren pasar a la desnudez de espíritu que aquí se escribe”. Este es el tema de su primera obra sintética y sistemática. También a sus primeros lectores les exige esta previa lealtad y comunión de ideales “como ya están bien desnudos de las cosas temporales de este siglo, entenderán mejor la doctrina de la desnudez del espíritu” (S pról. 8-9).

Para probar esta privilegiada posición de la doctrina de la desnudez bastará considerar que entra en varias definiciones sanjuanistas del amor. La resumida en el Aviso 35: “El amor no consiste en sentir grandes cosas, sino en tener grande desnudez y padecer por el Amado” es una buena muestra como esta más famosa y escueta: “Amar es obrar en despojarse y desnudarse por Dios de todo lo que no es Dios” (S 2,5,7). Los apotegmas sintetizan su ascética radical alrededor de este eje de la desnudez espiritual: “No andar buscando lo mejor de las cosas, sino lo peor, y traer desnudez y vacío y pobreza por Jesucristo de cuanto hay en el mundo” (Av 3).

III. Noción central y permanente

Conocida la centralidad de la noción importa averiguar su concepto, su modulación y versatilidad para estar activa y operativa en los diversos contextos y etapas de proceso espiritual. Unos breves avisos previos son necesarios para la recta comprensión de su propuesta: “No tratamos aquí del carecer de las cosas, porque eso no desnuda al alma si tiene apetito de ellas, sino de la desnudez del gusto y apetito de ellas, que es lo que deja al alma libre y vacía de ellas, aunque las tenga. Porque no ocupan al alma las cosas de este mundo ni la dañan, pues no entra en ellas, sino la voluntad y apetito de ellas que moran en ella” (S 1,11,1). Se trata de una actitud espiritual nacida de aquel paulino poseer como si no poseyera. Su proyecto no insiste en la oración, en prácticas, en ejercicios o en experiencias y métodos, es la desnudez espiritual lo que le preocupa, de lo demás, en su criterio, ya hay mucho escrito.

La perfección se corona con esta actitud clave sanjuanista. Las virtudes son imprescindibles, pero les hace falta un cierto estilo, robusto y libre, sobrio y sencillo. “Para buscar a Dios se requiere un corazón desnudo y fuerte, libre de todos los males y bienes que puramente no son Dios” (CB 3, 5). Sin esto no hay trabajo espiritual válido: “Mas hasta que cesen, no hay llegar, aunque más virtudes ejercite, porque le falta el conseguirlas en perfección, la cual consiste en tener el alma vacía y desnuda y purificada de todo apetito”. Si la unión es la meta que orienta y atrae al camino, la desnudez es la condición y el motor de avance. La condición para el progreso de todo camino espiritual.

“La disposición para esta unión no es sino la pureza y amor, que es desnudez y resignación perfecta de lo uno y de lo otro sólo por Dios” (S 2 5,8). Entra en la misma definición del amor y en el logro de su ejercicio. El  hombre por la desnudez se pone en condiciones de cumplir el precepto “que es amar sobre todas las cosas, lo cual no puede ser sin desnudez y vacío en todas ellas” (LlB 3, 51), pues “el amor no consiste en grandes cosas sino en tener grande desnudez y padecer por el Amado” (Av 114).

IV. Desarrollo en el proceso espiritual

Percibe el Santo la dificultad y tiene que dedicar un capítulo a justificar esta exigencia tan radical: “Porque parece cosa recia y muy dificultosa poder llegar el alma a tanta pureza y desnudez, que no tenga voluntad y afición a ninguna cosa” (S 1,11,1). La motivación para este camino tan recto está en el seguimiento de Cristo. “Lo cual es la cruz pura espiritual y desnudez de espíritu pobre de Cristo” (S 2,7,5).

Pero no se trata de una doctrina inicial que pueda ser superada después de los primeros pasos por más valientes y decididos que sean. En todo el camino ha de perseverar en esta actitud que se compone de osadía, determinación, valentía, libertad de espíritu, sobriedad, pureza y abnegación. Esta actitud que se identifica con la negación sanjuanista es de raigambre teologal, es decir la energía para el despojo es de origen divino, viene de la fe, la esperanza y el amor derramado en nuestros corazones. Ellas operan la desnudez y por tanto su avance pasa por la educación teologal del sentido (S 2,12,1), por la purificación activa del espíritu humano mediante la misma vida teologal (S 2,6,6). La desnudez es el fruto de la  fe en el entendimiento que se desnuda con la luz de la fe (S 2,24,8-9); en la voluntad que es desnudada por la  caridad (S 3,16,1) y la  memoria que se ha de vaciar y desnudar por la acción de la esperanza (S 3,3,6).

En toda experiencia sea ordinaria o extraordinaria, sea íntima o exterior, ha de encontrar el creyente el camino de tratar y “haberse” con ella desnudamente. En el campo de la religiosidad popular y litúrgica y en el ámbito de la oración ritual aplica el mismo criterio que a toda otra experiencia humana donde se ejercita o no la fe desnuda (S 3,40,1-2). Educación teologal en definitiva es afianzamiento de esta actitud moral frente a todo bien interior o exterior, frente a toda experiencia ordinaria o extraordinaria, frente a toda mediación privada o pública de la fe. “Ordinariamente ha menester el alma doctrina sobre las cosas que acaecen para encaminarla por aquella vía a la desnudez y pobreza espiritual que es la noche oscura” (S 2,22,17). Desnudarse en definitiva consiste en gobernarse no por las facultades naturales y humanas simplemente, sino potenciarlas y purificarlas por la vida teologal. “Han de saber los espirituales desnudarse y gobernarse según estas tres virtudes” (S 2,6,7).

a) En la noche oscura permanece el mismo proyecto de alcanzar la desnudez para el amor; cambia el contenido experiencial y doctrinal. Con la misma palabra se habla ahora de algo más radical y de otro origen, ahora el desnudamiento es divino y pasivo en su actuación. Lo llama ‘contemplación desnuda’. “Por tanto, para venir a ella [la unión], conviénele al alma entrar en la segunda noche del espíritu, donde desnudando al sentido y espíritu perfectamente de todas estas aprensiones y sabores, le han de hacer caminar en oscura y pura fe” (N 2,2,5). El simbolismo de la desnudez y el vocabulario perduran en la fase de la noche oscura, pues también para las experiencias de purificaciones pasivas es válido este principio espiritual. Porque en definitiva es a Dios a quien más le importa lograr esta desnudez o libertad del hombre para llevarlo a la comunión perfecta. “No pierda el cuidado de orar y espere en desnudez y vacío que no tardará su bien” (S 3,3,6). De hecho, la desnudez ahora tiene aquí otro sinónimo, la contemplación: “Entiendo ahora esta canción a propósito de la purgación contemplativa o desnudez y pobreza de espíritu (que todo aquí casi es una misma cosa)”, dice al iniciar el tercer comentario a la primera estrofa de “En una noche oscura” (N 2,4,1).

La obra de Dios en la primera y en la segunda noche se puede describir como desnudez o desnudamiento; pero el Santo prefiere hablar, con palabras fuertes y mayores, de desollar, pues, la acción divina afecta a lo más íntimo, no sólo al vestido. El vestido es algo externo al hombre y ligado a su función social y sus apariencias, por eso la noche no sólo desnuda hábitos capitales, desuella al hombre para que el alma “así vacía esté pobre de espíritu y desnuda del hombre viejo” (N 2,9,4). “Queriendo Dios desnudarlos de hecho de este hombre viejo y vestirlos del nuevo que según Dios es criado en la novedad del sentido … desnúdales las potencias y afecciones y sentidos así espirituales como sensitivos, así exteriores como interiores” (N 2,3,3).

Se nota en este período que la desnudez resulta insuficiente para encarecer esta iniciativa de Dios, aquí no se trata ya de revestir el alma de un hábito nuevo, adquirido por la práctica y la repetición, sino de un verdadero cambio interior de lo profundo del hombre, labor inaccesible al mismo hombre y por tanto pasiva obra de Dios; lo describe así: “Que como el divino embiste a fin de renovarla para hacerla divina, desnudándola de las afecciones habituales y propiedades del hombre viejo, en que ella está muy unida, conglutinada y conformada, de tal manera la destrica y descuece la sustancia espiritual, absorbiéndola en una profunda y honda tiniebla, que el alma se siente estar deshaciendo y derritiendo en la haz y vista de sus miserias con muerte de espíritu cruel; así como si, tragada de una bestia, en su vientre tenebroso se sintiese estar digiriendo, padeciendo estas angustias como Jonás (2, 1) en el vientre de aquella marina bestia. Porque en este sepulcro de oscura muerte la conviene estar para la espiritual resurrección que espera” (N 2,6,1).

Hay que observar en este dramático y vigoroso texto cómo verbos nuevos vienen a sustituir y encarecer la obra de la noche pasiva. Desnudar resultaría aquí tibio y lacio, insuficiente. El autor ha de hablar de destricar, descocer la sustancia, deshacer, derretir, padecer digestión de bestia marina o de sepulcro. Aquí el símbolo de la desnudez queda desvaído y palidece al dar cuenta de la experiencia vivida.

b) En las etapas posteriores de la unión trasformante o en las contemporáneas de desposorio con su abundancia de experiencias místicas extraordinarias la desnudez en J. de la Cruz suele calificar un tipo de comunicación extraordinaria de Dios más directa, inmediata e interior. Habla aquí de “inteligencia sustancial desnuda” (CB 39,12). Ya no se trata de un programa de ejercitación y de una agenda espiritual concreta y factible, sino de una descripción de lo recibido en pureza de fe, pasiva y gratuitamente con resignación de toda retribución (v. gr. en S 2,26, 8-9). El concepto de desnudez se aproxima aquí al de soledad, es decir, denota una especial comunicación de Dios sin accidentes, “boca a boca, esto es, esencia pura y desnuda de Dios … con esencia pura y desnuda del alma” (S 2,16, 9).

En el Cántico (ante todo en CB 14-15 aparece el adjetivo desnudo, aplicado a sustancia, esencia, fe, verdad; siempre se refiere a comunicaciones místicas sin participación de los sentidos, de alto valor para el autor; de este porte son los que llama toque de sustancias desnudas, el susurro (CB 1415,24), el beso (CB 22,8), do mana el agua pura o la noticia y sabiduría de Dios limpia y desnuda de accidentes y fantasías (CB 36,9). Esta desnudez alude al resultado logrado en la lucha activa y en el aguante pasivo de las etapas anteriores. El efecto de la purificación ha terminado en iluminación y amor puro que revisten de gloria y paz al alma desnuda. Es un concepto relativo, insuficiente por sí solo, necesita del complemento de la unión lograda mediante este ejercicio Desnudez, pues, es un concepto moral con que el autor apunta a la perfección (S 1,5,6) y es condición indispensable para la unión con Dios. Se define en negativo contraponiéndolo a los efectos de los apegos, los apetitos o el modo interesado y muy humano de trato con Dios sea en lo natural o en lo sobrenatural. Es al fin un don de Dios por el que la acción de la gracia bautismal en su desarrollo dinámico configura al creyente con Cristo pobre. Como la pobreza o la libertad de espíritu, la desnudez espiritual es la disposición obligada para recibir en gratuidad el don del amor de Dios y disponerse para abrir paso a la acción de Dios; “porque a Dios ¿quién le quitará que él no haga lo que quisiere en el alma resignada, aniquilada y desnuda?” (S 2, 4,2).

BIBL. — JOSÉ DAMIÁN GAITÁN, Negación y plenitud en San Juan de la Cruz, EDE, Madrid 1995; LUCIEN MARIE, “Ascèse de lumière”, en EtCarm 1948, 201-219; Id. Anéantisse-ment ou restauration?” EtCarm 1954, 194-212; B. RORDORF, “La ‘desnudez’ chez Saint Jean de la Croix”, Bulletin du Centre Protestant d’Etudes 38 (1986) 3-12; F. RUIZ SALVADOR, “Revisión de las purificaciones sanjuanistas”, en RevEsp 31 (1972) 257-298.

Gabriel Castro

Desierto

No extraña nada encontrar un elogio del desierto en Juan de la Cruz. Se le identifica fácilmente con ese paradigma. Podemos partir de esa preferencia biográficamente bien comprobada: “Allí [en una carta anterior] decía cómo me había querido quedar en este desierto de  La Peñuela, seis leguas más acá de  Baeza, donde habrá nueve días que llegué. Y me hallo muy bien, gloria al Señor, y estoy bueno; que la anchura del desierto ayuda mucho al  alma y al cuerpo, aunque el alma muy pobre anda. Debe querer el Señor que el alma también tenga su desierto espiritual. Sea muy enhorabuena como él más fuere servido; que ya sabe Su Majestad lo que somos de nuestro. No sé lo que me durará… Sea lo que fuere, que en tanto, bien me hallo sin saber nada, y el ejercicio del desierto es admirable” (Ct. 28). Desierto físico y desierto espiritual se juntan en esta ultima vivencia de un valor que le acompañó siempre con su ambigüedad.

I. Programa e ideal de vida

El desierto ha sido en J. práctica, programa e ideal; fue parte de su agenda y estrategia de reforma. Parte sólo, pues otra parte es la presencia en la ciudad. Cuando en su obra reformadora, bajo el influjo ideal de los descalzos franciscanos, sobre todo, busca marcar su nuevo territorio, su política de fundaciones, de presencias y ausencias intentadas, evitadas o buscadas, será preferida, idealmente al menos, la huida al desierto, la fuga a las soledades. No es el desierto de los arenales y las dunas, no es la Cartuja lo que realizará efectivamente J. Su doctrina sobre el desierto es solo la espiritualización de la tensión eremítica que habita en todo carmelita y tira de él desde la Regla primitiva hacia los espacios de la soledad, el silencio y el vacare Deo. Hacia la única cosa necesaria (C 29,1). El grupo inicial con J. a la cabeza parte hacia el desierto con un fuerte componente contemplativo agregado por los ideales de  S. Teresa. Busca refugio y primera realización en  Duruelo; esta preferencia rural frente a lo urbano no es del todo desagradable a la Madre, pero ante todo por su valor apostólico más que por su nota eremítica. “Iban a predicar a muchos lugares que están por allí comarcanos sin ninguna doctrina, que por esto también me holgué se hiciese allí la casa” (F 14, 8). De hecho, en la vida de J. de la Cruz el impulso hacia el desierto físico es evidente.

Ya se ha observado cómo traza su recta línea vital y vocacional saltando en zigzag desde los espacios atareados y poblados de la ciudad al desierto, desde períodos de afanosa actividad pastoral, apostólica y científica hacia los espacios de la soledad y retiro más estricto. Entre estos dos polos de atracción marca su rumbo, la brújula lleva siempre el camino de su vocación descalza y contemplativa. De la posibilidad de hacer carrera humanística o eclesiástica en  Medina (ruido) al noviciado de los carmelitas (desierto y soledad); de los estudios salmantinos y sus posibles ascensos (ruido) a la soledad de Duruelo (desierto); de ahí a la populosa  Alcalá (ciudad), de allí a la Encarnación (ciudad), a la cárcel (desierto), al  Calvario (desierto) a  Baeza (ciudad), a  Granada (ciudad). Y de allí por fin a  Segovia (desierto-ciudad) y a La Peñuela último desierto, primera isla en que “se apareja ya para subir por el desierto de la muerte” (C 40, 2) hacia el paraíso más acompañado y poblado. Ubi Iesus ibi coelum. Los polos de atracción han mantenido su imán orientando a J. que ha trazado su rumbo, entre lo dado y lo creado por él, recto y fijo hacia lo absoluto, hacia el futuro.

II. Emblema de doctrina

Desierto es uno de los lemas de su doctrina, un emblema que condensa y simboliza un conjunto de ideales, aspiraciones y experiencias que superan la mera misantropía o el deseo de aislamiento y soledad que puede caber en el eremitismo. J. de la Cruz no es eremita. Su desierto como la noche, la  soledad, la  sequedad, la desnudez, la descalces, el vacío, la pobreza es un emblema místico de curso corriente en su época y en su doctrina. Lo recibe acuñado y lo usa con nuevos valores y más brillo gracias a sus propios y poéticos contextos.

De ser una experiencia que ha vivido y saboreado ha pasado a ser una clave en su experiencia vital y en su mensaje doctrinal. Lo que eran inicialmente vivencias, añoranzas y nostalgias de hombre ocupado y lleno de proyectos y tareas de gobierno vino a ser al fin un valor religioso que juega un importante papel en su aventura vital, poética y doctrinal de unión con Dios. No está lejos de la tradición el uso que hace de este símbolo religioso.

Naturalmente su germen está en el libro del Éxodo. Desde allí lo transporta a sus libros y doctrinas ya cargado de valencias y evocaciones religiosas. En varias ocasiones hace la referencia alegórica o relectura intimista y espiritual de la espiritualidad del Desierto. Entra sin ninguna violencia en su sistema y experiencia.

Su enseñanza y su crítica de las formas, mediaciones, espacios y gestos de la oración y la religiosidad popular llevan ya explícitamente este componente biográfico de sus preferencias y aprecio por el desierto como realidad física apta o adaptada a las necesidades de la comunión teologal que quiere enseñar; antes de ser una actitud moral que se puede ejercitar y practicar en todo lugar, el sujeto que busca la unión con Dios puede empezar trasladándose en busca de la belleza natural o mejor aún ir buscando el desierto en el desierto “pues así lo hacían los anacoretas y otros santos ermitaños que en los anchísimos y graciosísimos desiertos escogían el menor lugar que les podía bastar, edificando estrechísimas celdas y cuevas y encerrándose allí” (S 3,42,2).

Y en ancho desierto, estrecha  celda, Dios no está atado a lugar alguno, pero la  belleza, la  memoria de experiencias sentidas y de gracias recibidas en determinados sitios, la condición encarnada del hombre hace que nosotros necesitemos distinguir unos de otros y que por tanto nos podamos ayudar de los lugares retirados; pero es la voluntad la que hace desierto de todo lugar, de cualquier espacio lugar de comunión. Desde cualquier sitio se llega a la tierra santa del encuentro en espíritu y verdad (S 3,40,1; 42,3-5). Sin la voluntad educada e informada por el amor todo lugar es pagano; la voluntad es el poder que hace decente todo lugar corporal. Cualquier lugar vale: “No me da más esos desiertos que otros cualesquiera” (S 3 42,3) para el encuentro de fe y amor con el omnipresente amor y palabra de Dios.

Si algún espacio hubiese que privilegiar es el preferido por la práctica del Maestro de toda oración: “El escondrijo de nuestro retrete, donde sin bullicio y sin dar cuenta a nadie lo podemos hacer con más entero y puro corazón… o si no en los desiertos solitarios como él lo hacía y en el mejor y más quieto tiempo de la noche” (S 3,44,4).

III. Paradigma espiritual

Pero además y después de ser un ejercicio corporal de retraimiento o mental de recogimiento que hay que aprender, el desierto es un paradigma espiritual que resume perfectamente las etapas del proceso de crecimiento cristiano que J. de la Cruz describe: llamada de Dios, salida (éxodo) en búsqueda de la libertad (S 1), aprendizaje de la soledad como libertad del corazón y la mente (S 2-3), noche y desierto como prueba de resistencia y de fidelidad (N 1 y 2), como espacio de renovación de la alianza (CB 1-3) y lugar de purificación del amor para ser al fin también espacio de la soledad, del secreto y de la intimidad de los amantes (CB 13-22) y escondrijo de la exclusividad, la totalidad y la intimidad del amor místico (CB 23-40). En Llama (3,38) se hace una rápida lectura alegórica de toda la historia esquemática del Éxodo trasponiéndola a su propia aventura espiritual y a su experiencia mística en general. Las equivalencias que importan son el hijo de Dios, es el pueblo de Israel, es el alma que sale de la esclavitud (la etapa del sentido) y entra por el desierto en la tierra prometida. “Pon, recomienda al maestro, el alma en paz, sacándola y libertándola del yugo y servidumbre de la flaca operación de su capacidad, que es el cautiverio de Egipto, donde todo es poco más que juntar pajas para cocer tierra (Ex 1,14; 5,7-19), y guíala, ¡oh maestro espiritual!, a la tierra de promisión que mana leche y miel (Ex 3,8.17), y mira que para esa libertad y ociosidad santa de hijos de Dios llámala Dios al desierto, en el cual ande vestida de fiesta y con joyas de oro y plata ataviada (Ex 32,2-3), habiendo ya dejado a Egipto, dejándolos vacíos de sus riquezas, que es la parte sensitiva”. Para J. de la Cruz se puede decir que la tierra prometida es el desierto, esa es su patria y promesa, esa soledad y santa ociosidad es la contemplación, ese es su deseo y su meta; el valor máximo que orienta su camino.

En él –desierto y paraíso– se ahoga todo perseguidor, él es la libertad, ahí tiene su alimento verdadero: “Y no sólo eso, sino ahogados los gitanos en la mar (Ex 14,27-28) de la contemplación, donde el gitano del sentido, no hallando pie ni arrimo, se ahoga y deja libre al hijo de Dios, que es el espíritu salido de los límites angostos y servidumbre de la operación de los sentidos, que es su poco entender, su bajo sentir, su pobre amar y gustar, para que Dios le dé el suave maná… Pues, cuando el alma va llegando a este estado, procura desarrimarla de todas las codicias de jugos, sabores, gustos y meditaciones espirituales, y no la desquietes con cuidados y solicitud alguna de arriba y menos de abajo, poniéndola en toda enajenación y soledad posible; porque, cuanto más esto alcanzare, y cuanto más presto llegare a esta ociosa tranquilidad … Y un poquito de esto que Dios obra en el alma en este ocio santo y soledad es inestimable bien, a veces mucho más que el alma ni el que la trata pueden pensar. Y, aunque entonces no se echa tanto de ver, ello lucirá a su tiempo. A lo menos lo que de presente el alma podía alcanzar a sentir es un enajenamiento y extrañez, unas veces más que otras, acerca de todas las cosas, con inclinación a soledad y tedio de todas las criaturas del siglo, en respiro suave de amor y vida en el espíritu. En lo cual, todo lo que no es esta extrañez, se le hace desabrido; porque como dicen, gustado el espíritu, desabrida está la carne” (LlB 3, 38-39).

Este es el desierto sanjuanista, esta extrañez, esta comunicación al corazón, es decir, sin los intermedios mediadores y mediatizados del sentido y las capacidades humanas. El desierto es una posibilidad universal, de todo hombre, en todo tiempo y en todo lugar. No es un lugar, es una gracia desarrollada, es la posibilidad de vivir como hijos y en la intimidad de Dios.

Naturalmente el desierto es el espacio del amor puro sin arrimo de interés ni de otras ocupaciones; es el lugar de la  contemplación amorosa. La obra más importante, lo único necesario (CB 29,1) se posibilita con la salida al desierto. La obra que ejercita María holgando a los pies del Señor, la que recomienda el Señor a Marta (ib.), la que provoca el conjuro de la Esposa del Cantar para que la dejen disfrutar y fructificar en este ocio santo, la que llevó a Magdalena, la apasionada amante, primero a predicar y finalmente al desierto: “Porque es más precioso delante de Dios y del alma un poquito de este puro amor y más provecho hace a la Iglesia, aunque parece que no hace nada, que todas esas otras obras juntas. Que, por eso, María Magdalena, aunque con su predicación hacía gran provecho y le hiciera muy grande después, por el grande deseo que tenía de agradar a su Esposo y aprovechar a la Iglesia, se escondió en el desierto treinta años para entregarse de veras a este amor, pareciéndole que en todas maneras ganaría mucho más de esta manera, por lo mucho que aprovecha e importa a la Iglesia un poquito de este amor. De donde, cuando alguna alma tuviese algo de este grado de solitario amor”… (ib. 3). “Que al fin, para este fin de amor fuimos criados” (ib.). Por eso es valioso el desierto entendido como ejercicio espiritual de total consagración al amor de Dios, porque “habla Dios al corazón en esta soledad que dijo por Oseas (2,16) en suma paz y tranquilidad” (LlB 3,34). Esta es la patria del hombre, su tierra prometida: “Porque cumple en ella lo que prometió por Oseas (2,14), diciendo: “Yo la guiaré a la soledad y allí hablaré a su corazón. En lo cual da a entender que en la soledad se comunica y une él en el alma. Porque hablarle al corazón es satisfacerle el corazón, el cual no se satisface con menos que Dios” (CB 35,1). Este cuando llega a confirmarse en la quietud del único y solitario amor de Dios entonces llega al desierto. Esa es la alianza perfecta, allí es hijo y no esclavo, ahí está su libertad y corona.

Para alcanzarla como meta ha de preceder según J. el desierto pasivo como experiencia de extrañez de todo, de exilio y compañía, ha de haber andado largo tiempo por “tierra desierta seca y sin camino (Ps 63, 2-3: S 3,32,2 y N 1 12,6) que las sequedades y desarrimos de la parte sensitiva se entiende aquí por la tierra seca desierta y sin camino” (ib.). El desierto educa a la soledad y prepara con privaciones y abnegación la fecundidad de la intimidad y la unión de amor. “Estos que comienza a llevar Dios por estas soledades del desierto son semejantes a los hijos de Israel, que luego que en el desierto les comenzó a dar Dios el manjar del cielo … lloraban y gemían por las carnes entre los manjares del cielo” (Núm. 11,4-6: N 1,9,5). Desierto es pedagogía divina de adecuación y engolosinamiento de otros manjares que los que el hombre cultiva y alcanza por sí. Nuevo alimento y nuevo vestido exige el tránsito que J. de la Cruz experimenta y enseña en la noche, el otro nombre del desierto.

El desamparo del desierto exige nuevos vestidos, el conocimiento de sí y la verdad humilde. El desierto es el espacio del conocimiento propio y de la verdad desnuda. El hombre en el desierto está solo ante Dios solo. No hay máscaras en el desierto y se ve abocado a la verdad y en su impotencia ha de probar su humillación y preparar su receptividad. Escuela de verdades. Así aparece en toda la alegoría de Ex 33, 5 en N 1,12, 2 donde se lee un midrash místico que traspone el mandato de cambiar vestidos de fiesta por el de trabajo al plano espiritual y se interpreta como todo, como cobertura autorizada de la experiencia “de la seca y oscura noche de contemplación oscura y su efecto de producir conocimiento propio… de su miseria y bajeza” (N 1,12, 2). El desierto le pone al hombre el traje de trabajo, de sequedad y desamparo, le desnuda y reduce a su mera verdad, “que de suyo no hace nada ni puede nada” (ib.).

Todavía en la segunda noche, la horrible y espantable noche del espíritu, el desierto se evoca para afirmar la trascendencia santísima de Dios y la necesidad de transformación y refacción del hombre, pues sin esta transformación de la noche pasiva del espíritu “no puede llegar a gustar los deleites (maná o pan de los ángeles) del espíritu de libertad según la voluntad desea” (N 2, 9, 2). Pero la experiencia de la oscura contemplación llena el alma de un tan particular que ni se puede decir. Es secreto, como el camino sobre el mar, como la estancia en el desierto, soledad sin caminos, de modo que poderlo decir “ya no es en razón de pura contemplación, porque ésta es indecible y por eso se llama secreta”. El desierto místico es “un abismo secreto” (N 2,17,6) en el que el alma “echa de ver claro que está puesta alejadísima y remotísima de toda criatura; de suerte que le parece que le colocan en una profundísima y anchísima soledad donde no puede llegar alguna humana criatura, como en un inmenso desierto que por ninguna parte tiene fin, tanto más deleitoso, sabroso y amoroso, cuanto más profundo, ancho y solo” (ib.).

“Debe querer el Señor que el alma también tenga su desierto espiritual” (Ct. 28), dice Juan de sí mismo cuando próximo a la muerte experimente sequedad y desamparo. El desierto, en cuanto pena o dolor, es pedagogía divina, pero “el inmenso amor del Verbo Cristo no puede sufrir penas de su amante sin acudirle.

Acordádome he de ti apiadándome de tu adolescencia y ternura cuando me seguiste por el desierto, [que] hablando espiritualmente es el desarrimo que aquí interiormente trae el alma de toda criatura no parando ni quietándose en nada” (N 2, 19, 4). El desierto es una actitud moral de despego y de salto hacia Dios a través del desarrimo de toda criatura. Es una actitud que se debe traer interiormente y que Dios premia con su presencia. Presencia que a su vez desertiza el entorno de todo otro interés por realidades menores. A la vez condición y resultado del encuentro y de la unión, eso es el desierto espiritual. La noche, paisaje y territorio desértico por excelencia, tiene esta eficacia en su sequedad y desabrigo para ocasionar la luz de Dios.

Aun, acabada la purificación de esta vida, hay un desierto que atravesar: la muerte. Por dos veces J. de la Cruz evoca el poder de la muerte con esta imagen tan poderosa. La última prueba, quizá el último obstáculo para el alma, su último éxodo y su fuerte y su frontera que asaltar es el desierto, magnífico y escueto laberinto, que se interpone entre el deseo y la posesión definitiva. La estrofa final del Cántico es por excelencia un canto al cumplimiento del ya cristiano, un gozo sereno de la posesión y la visión, pero es también la estrofa del ansia de atravesar este amenazante y pavoroso desierto. Entonces es “cuando el alma ya está bien dispuesta y aparejada y fuerte, arrimada en su esposo (Cant. 8,5) para subir por el desierto de la muerte … con deseo que el esposo concluya ya este negocio … para moverle a la consumación” (CB 40, 1). La muerte es desierto fronterizo. Vuelve a su pluma la misma imagen para hablar de la plenitud y la valentía del alma ya rica y dispuesta a partir llena de riquezas que pide la muerte: “¡Acaba ya si quieres!” Hablando con la llama de amor viva, es decir, con el Espíritu Santo, dice que “de mí se puede decir ¿quién es ésta que sube del desierto abundante de deleites estribando sobre su amado acá y allá vertiendo amor? Pues esto es así, acaba ya si quieres, acaba de consumar conmigo perfectamente el matrimonio espiritual con tu beatifica vista” (LlB 1,26-27). El desierto último es la muerte, ese es el paso decisivo que deja ver la plenitud de un oasis esperado y una arcadia en que sólo hay un habitante (LlB 2,36). “Et in Arcadia dilectus meus et ego”.

Gabriel Castro

Desamparo

Tiene resonancia especial en el léxico sanjuanista para calificar con exactitud la situación propia de quien atraviesa las pruebas de la  noche oscura.

Puede servir de justificación lo que escribe a una religiosa: “En fin, es lima el desamparo, y para gran luz las tinieblas” (Ct a Catalina de Jesús: 6.7.1581). El desamparo se describe como abandono de parte de  Dios y de los hombres con la pena consiguiente, expresada en muchos sinónimos (cf. N 2,4,1; 2,6,4; 2,7,3; LlB 2,25, etc.). Puede tener motivaciones diferentes, pero en la visión sanjuanista el desamparo aparece como prueba querida por Dios para probar la fidelidad y efectuar la catarsis propia de la noche oscura.

J. de la Cruz describe la situación de desamparo como una de las pruebas más horrendas y tempestuosas de la “purgación y noche espiritual”. Sus rasgos peculiares son éstos: “No hallar consuelo ni arrimo en ninguna doctrina ni en maestro espiritual”; estar el alma “tan embebida e inmersa en aquel sentimiento de males en que ve tan claramente sus miserias”, que los demás intentan consolarla no sintiendo lo que ella siente, y “en vez de consuelo, antes recibe nuevo dolor, pareciéndole que no es aquel el remedio de su mal, y a la verdad así es. Porque hasta que el Señor acabe de purgarla de la manera que él quiere hacer, ningún medio ni remedio le sirve ni aprovecha para su dolor”. Se siente “como el que tienen aprisionado en una mazmorra atado de pies y manos, sin poderse mover ni ver, ni sentir algún favor de arriba ni de abajo” (N 2,7,3).

Reafirmando que sin trabajos y penas no es posible llegar a la verdadera  unión, J. de la Cruz pinta la imagen del desconsuelo con una serie de sinónimos o parónimos en la forma siguiente: Los trabajos que han de padecer los que aspiran a la perfección “son en tres maneras, conviene a saber: trabajos y desconsuelos, temores y tentaciones de parte del siglo, y esto de muchas maneras: tentaciones y sequedades y aflicciones de parte del sentido; tribulaciones, tinieblas y aprietos, desamparos, tentaciones y otros trabajos de parte del espíritu” (LlB 2,25).

La noche oscura se realiza precisamente como una salida en busca de Dios “en pobreza, desamparo y desarrimo de todas las aprensiones del alma”, esto es, en oscuridad del entendimiento y aprieto de la voluntad, en afición y angustia acerca de la memoria, “a oscuras en pura fe” (N 2,5,1). El desamparo de parte de las criaturas resulta particularmente penoso, en especial si se trata de personas amigas, pero es necesario para que en la soledad, sequedad y vacío se purifique totalmente el alma (N 2,6,3-4). La prueba puede afectar a todas las potencias y capacidades del hombre; llegar incluso a padecer “en la sustancia del alma desamparo y suma pobreza, seca y fría y a veces caliente, no hallando en nada alivio, ni un pensamiento que la consuele, ni aun poder levantar el corazón a Dios” (LlB 1,20). Paradigmas o tipos de la purificación a través del abandono y desamparo son para J. de la Cruz algunas figuras del A.T. en especial Job (N 2,7-8), Jeremías (N 1,7,2-3; LlB 1,21) y otros profetas. A ella aluden también, según su interpretación, muchos salmos.

No menciona el Santo curiosamente el paradigma supremo del abandono y desamparo, el de  Cristo en la  cruz, para ilustrar este punto importante de su doctrina. Se han propuesto muchas conjeturas para justificar este silencio. La explicación hay que buscarla, a lo que parece, en que el sentimiento de desamparo de Cristo en la cruz no tenía, ni podía tener, sentido catártico.

J. de la Cruz apela al ejemplo de Cristo y a sus sufrimientos, en cuanto es “camino” para todos. “Este camino –escribe– es morir a nuestra naturaleza en sensitivo y espiritual”; por eso añade: “Quiero dar a entender cómo sea esto a ejemplo de Cristo, porque él es nuestro ejemplo y luz” (S 2,7,9). Se explica así: “Cierto está que él murió a lo sensitivo, espiritualmente en su vida, y naturalmente en su muerte; porque, como él dijo (Mt 8,20), en la vida no tuvo dónde reclinar su cabeza, y en la muerte lo tuvo menos” (ib. 10).

Sobre el abandono supremo en la cruz escribe a continuación: “Cierto está que al punto de la muerte quedó también aniquilado en el alma sin consuelo y alivio alguno, dejándole el Padre así en íntima sequedad, según la parte inferior, por lo cual fue necesitado a clamar: ¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has desamparado? Lo cual fue el mayor desamparo sensitivamente que había tenido en su vida … Y esto fue al tiempo y punto que este Señor estuvo más aniquilado en todo, conviene a saber: acerca de la reputación de los hombres, porque, como lo veían morir, antes hacían burla de él que le estimaban en algo; y acerca de la naturaleza, pues en ella se aniquilaba muriendo; y acerca del amparo y consuelo espiritual del Padre, pues en aquel tiempo le desamparó porque puramente pagase la deuda y uniese así al hombre con Dios” (ib. n. 11). Continúa ilustrando cómo este desamparo y aniquilación de Cristo ha de ser modelo para “el buen espiritual”, que tiene necesidad de purificarse radicalmente, mientras Cristo sufrió el desamparo para “pagar la deuda” del hombre con Dios. Por eso es siempre “la puerta y el camino para unirse con Dios”.

Menciona J. de la Cruz otro “desamparo” de índole muy diversa. Tiene también un componente doloroso, pero no procede del sentimiento de la ausencia de Dios, sino, al contrario, de una irrupción imprevista de su presencia. Es tan fuerte y fuera de lo normal que produce en quien la recibe una sensación especial, como si se separasen el cuerpo y el espíritu, o como si éste volase “fuera de la carne”. Es una comunicación o visita del  Espíritu Santo con profundas repercusiones somáticas, porque el cuerpo no está aún convenientemente sujeto al espíritu. De ahí que ante la irrupción divina el alma “deja de sentir en el cuerpo y de tener en él sus acciones, porque las tiene en Dios”.

Es una extraña sensación, pero “no por eso se ha de entender que destituye y desampara el alma al cuerpo de la vida natural, sino que no tiene sus acciones en él”. Según J. de la Cruz, tal es la sintomatología típica del éxtasis, rapto y traspaso del espíritu (CB 13,6-7). Aunque en el Cántico coloca esta fenomenología en el estadio de aprovechados, destaca el aspecto positivo no el catártico, ya que no se trata propiamente del “desamparo”, sino de una sensación de violencia que repercute en la armonía de la persona.

Eulogio Pacho

Ansia/s espirituales

En el vocabulario sanjuanista este término, casi siempre en plural, tiene un significado concreto, casi técnico. Más que congoja o  angustia indica deseo ardiente, “amor impaciente”. Procede, según reiterada afirmación del Santo, de una “inflamación de amor”, como explica en el comentario al verso “con ansias en amores inflamada” de la Noche y en las doce primeras estrofas del Cántico. Naturalmente, a J. de la Cruz le interesa esta realidad sólo en su dimensión espiritual. En cierto sentido, el ansia está presente a lo largo de todo el proceso interior que lleva a la  unión con Dios, pero según los niveles o situaciones de éste tiene manifestaciones diferentes y recibe también valoración distinta (S 1,14,2-3).

a) En una primera etapa, correspondiente fundamentalmente a los principiantes y dominada por la actividad meditativa, suelen hacer presencia ciertas ansias o deseos más bien nocivos, ya que tienen como referente cosas sensibles o satisfacción de gustos vinculados al sentido. De hecho, “la sensualidad con tantas ansías de apetito es movida y atraída a las cosas sensitivas”, que necesita “ser inflamada de amor” para “salir de la noche oscura del sentido a la unión del Amado” (S1,14,2; cf. ib. 2,1-2). Las ansias “sensitivas” son, pues, imperfecciones y obstáculos para el verdadero progreso espiritual. Caen en el ámbito de las pasiones que deben dominarse.

Otra cosa es el ansia producida por el amor auténtico de Dios, aunque sea “impaciente”. Es en sí buena; incluso necesaria en determinadas fases de la vida espiritual, ya que pertenece al desarrollo normal de la misma, precisamente porque su motor es el amor. El razonamiento del Santo es terminante: “Verse ha si el corazón esta bien robado de Dios en una de dos cosas: en si trae ansias por Dios, y no gusta de otra cosa sino de él … La razón es porque el corazón no puede estar en paz y sosiego sin alguna posesión, y, cuando está bien aficionado, ya no tiene posesión de sí no de alguna cosa … y si tampoco posee cumplidamente lo que ama, no le puede faltar tanta fatiga cuanta es la falta hasta que lo posea y se satisfaga” (CB 9,6). El ansia de Dios queda así asentada en el dinamismo psicológico del amor, pero la “inflamación amorosa” de Dios es don gratuito suyo (N 2,11,2).

De ahí la insistencia sanjuanista en que las ansias espirituales constituyen estimulo decisivo para caminar sin desmayo en la búsqueda de Dios. Son además fruto de una inflamación amorosa que invade el alma y la pone en tensión permanente hasta que sacia sus deseos de posesión. Encuadrando en la síntesis general del sanjuanismo el momento y el contenido de esa “inflamación amorosa” aparece claro que corresponde al paso de la meditación a la  contemplación y del de principiantes al de aprovechados. En otra perspectiva, la inflamación amorosa con sus efectos, implica la  purificación fundamental del sentido, que comienza a verse orientado por el espíritu. Todo ello es consecuencia de la contemplación, noticia o  advertencia amorosa que asienta a Dios como el centro de la vida. El  alma que ha experimentado y gustado el deleite único de su amor, pero comprueba la distancia que le separa de él y de su posesión, se entrega decidida a su busca, “sale de sí, con ansias en amores inflamada”. Todo arranca de la gracia de Dios que se hace presente al alma, pero que no acaba de entregarse (N 1,2,5; 2,11,1-2; 2,12,5, etc.).

b) Las ansias de amor constituyen precisamente una de las características o son uno de los elementos representativos del periodo espiritual que precede a la unión transformante y que, en líneas generales, corresponde al desposorio espiritual. Para J. de la Cruz no se trata de un momento, de un tránsito repentino, sino de una etapa larga del proceso espiritual. Tampoco ha de entenderse como algo monolítico uniforme para todos. Las ansias amorosas crecen o decrecen en consonancia con las situaciones en que viene a encontrarse el alma durante el camino de la  purificación-unión. A las situaciones de paz y serenidad, se suceden los momentos de pena y angustia, en los que aumentan las ansias (N 1,2,5; 2,11 y 12; 2,13,5,8; CB 13,2). Se trata de lo que J. de la Cruz llama “interpolaciones”. Para él las “ansias amorosas” están vinculadas más bien al impulso del amor que a la prueba catártica: “Porque a veces crece mucho la inflamación de amor en el espíritu, son las ansias por Dios tan grandes en el alma, que parece se le secan los huesos en esta sed, y se marchita el natural, y se estraga su calor y fuerza por la viveza de la sed de amor, porque siente el alma que es viva esta sed de amor” (N 1,11,1).

A fin de cuentas, el sentimiento de las ansias amorosas y el desarrollo de la purificación corren parejas y se corresponden como movimientos de sístole y diástole. El crecimiento de ambas va en proporción inversa: cuanto más se adelgaza la purificación y decrecen las impurezas más aumentan las ansias de poseer enteramente a Dios, porque más crece la inflamación de su amor. Cuanto más va sintiéndose el ansia, “más se va viendo el alma aficionada e inflamada en amor de Dios” (N 1,11,1; cf. 1,13; 2,13).

c) Al término del proceso catártico, cuando se produce la “inflamación de amor”, ha conseguido la “conmutación de las renes” y la aniquilación de todo apetito o amor contrario a Dios; la paz y la serenidad invaden al alma que goza de la posesión del Amado. No desaparecen totalmente las ansias amorosas, sólo que modifican radicalmente su condición: en lugar de penosas y aflictivas se vuelven pacíficas; no son ansias y fatigas por la ausencia de Dios, sino gemido pacífico de la esperanza de lo que “aún le falta” (CB 1,14). “Porque vive en esperanza todavía, en que no puede dejar de sentir vacío, tiene tanto de gemido, aunque suave y regalado, cuanto le falta para la acabada posesión de la adopción de hijos de Dios, donde, consumándose su gloria, se quietará su apetito” (LlB 1,27).

En consonancia con estas enseñanzas sanjuanistas, las “ansias amorosas” constituyen un factor o elemento positivo de la vida espiritual. Al mismo tiempo, su presencia inquietante es prueba de que no se ha alcanzado la perfección. Ansias, fatigas, penas y deseos son realidades connaturales a la persona humana; en su dimensión espiritual son ambiguas; siempre que sean “ansias amorosas” de Dios llevan el aval de la autenticidad: de que Dios es la meta de la vida.

Eulogio Pacho

CUERPO Y ESPÍRITU

(antropología, alma, eucaristía). La Biblia no ha desarrollado una antropología dualista, separando el cuerpo del alma* o espíritu*, sino que concibe al ser humano (varón y mujer) como unidad personal. En ese sentido, el cuerpo no es algo que el hombre «tiene», sino el mismo ser del hombre en su dimensión cósmica (barro de la tierra). Hay un tipo de corporalidad que pasa y termina y que puede incluso vincularse con el pecado. Pero la corporalidad radical pertenece al ser del hombre: viene de Dios que ha modelado el cuerpo humano, forma parte de su historia* (de sus relaciones con los otros hombres) y queda asumida en la resurrección*. El Nuevo Testamento utiliza dos palabras para hablar de cuerpo.

Sarx es el cuerpo en su debilidad humana, cuerpo que está vinculado con la sangre y que es incapaz de conocer los misterios de Dios (Mt 16,17); sin embargo, en contra de las tendencias gnósticas, el cuerpo no es malo, sino que puede entenderse y se entiende como expresión de unidad interhumana (hombre y mujer forman una sarx: Mc 10,8). El mismo Logos de Dios se ha hecho sarx, encarnándose así en la debilidad de la vida humana (Jn 1,14), y, de esa forma, Jesús ha podido decir, por experiencia, que la sarx es débil (cf. Mc 14,28).

Soma es el hombre entero, en cuando distinto de cada uno de sus miembros tomados por aislado (cf. Mt 5,29-30). El soma es el hombre en su identidad, como distinto de las cosas que tiene, de los vestidos que se pone (cf. Mt 6,22-26). Especial importancia recibe el soma en dos contextos, vinculados entre sí, uno eucarístico y otro eclesial. Jesús dice ante el pan «esto es mi soma», en el sentido de corporalidad que se abre y se entrega a los demás, para compartirla con ellos (cf. Mc 14,22 par); éste es el soma que la mujer unge para la resurrección, apareciendo así como signo de la corporalidad pascual de Jesús y los cristianos (cf. Mc 14,8; Jn 20,14). El cuerpo de Jesús resucitado se expresa en la Iglesia, de tal forma que en ella hay muchos pero forman un solo cuerpo, que es el mismo Cristo (cf. Rom 12,5; 1 Cor 10,17; 12,2). La carta a los Efesios ha desarrollado este simbolismo, pero distinguiendo ya entre Cristo, que es la cabeza, y el cuerpo que es la Iglesia (Ef 4,15-16). En ese contexto se sitúa la gran formulación sobre la unidad teológica (divina y humana) de la Iglesia: «Esforzaos por guardar la unidad del Espíritu, en el vínculo de la paz. Hay un sólo cuerpo y un Espíritu, como es una la esperanza de vuestra vocación, a la que habéis sido llamados. Hay un Señor, una fe, un sólo bautismo. Hay un Dios que es Padre de todos» (Ef 4,3-6). La unidad de Dios Padre y la Unidad del Señor Jesús (expresada en fe y bautismo) se convierte por medio del Espíritu en unidad del cuerpo que es la Iglesia.

Cf. M. LEGIDO, La Iglesia del Señor. Un estudio de eclesiología paulina, Universidad Pontificia, Salamanca 1978; J. A. T. ROBINSON, El cuerpo. Estudio de teología paulina, Ariel, Barcelona 1968.

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CRUZ

1. Muerte de Jesús

(muerte, Jesús). El signo de la cruz constituye quizá la mayor aportación del cristianismo a la simbología de las religiones. Ciertamente, un tipo de cruz se ha utilizado desde hace mucho tiempo, como símbolo solar (cruces aspadas, lauburus) o como signo de todo el cosmos, especialmente en clave espacial (cuatro líneas abiertas a los cuatro puntos cardinales que se cruzan en un centro). Sin embargo, ninguno de esos elementos constituye el rasgo específico de la cruz cristiana, que ha empezado siendo un signo de tortura y un patíbulo donde Jesús ha muerto, en contra de las expectativas y esperanzas de sus seguidores. Pero esa cruz, con un hombre muerto en ella, siendo en principio el escándalo supremo de la fe, se ha interpretado después, partiendo de la pascua, como símbolo mesiánico y como principio de seguimiento cristiano.

El escándalo de la cruz ha sido formulado de manera clásica por Pablo: «Los judíos piden señales y los griegos buscan sabiduría, pero nosotros predicamos a Cristo crucificado, escándalo para los judíos y locura para los gentiles, en cambio, para los llamados, poder y sabiduría de Dios, porque lo insensato de Dios es más sabio que los hombres, y lo débil de Dios es más fuerte que los hombres» (1 Cor 1,2225). Más aún, Pablo sabe que, conforme a la Ley de Israel, la cruz es una maldición: «Maldito es aquel que ha sido colgado de un madero» (Gal 3,10, con cita de Dt 27,26). Los evangelios han escenificado esa maldición de la cruz en unos relatos de fuerte dramatismo. Los espectadores que pasan ante el Calvario se mofan de Jesús crucificado y, de un modo especial, lo hacen los sacerdotes y escribas, indicando con sus burlas que Dios ha rechazado a Jesús. La cruz no es para ellos un signo de presencia, sino de abandono de Dios: «¡Ay, tú que destruías el templo y lo reedificabas en tres días! ¡Sálvate a ti mismo, bajando de la cruz!… Y de manera semejante, los sumos sacerdotes, riéndose entre sí, con los escribas, decían: ¡A otros salvó y a sí mismo no puede salvarse! ¡El Mesías! ¡El rey de Israel! ¡Que baje ahora de la cruz, para que lo veamos y creamos! (Mc 15,2832). El mismo Jesús reconoce el escándalo y grita: «Eloí, Eloí, lemá sabactaní?, es decir: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mc 15,34), ratificando con su fracaso y soledad el escándalo de una vida humana sometida a la injusticia y sufrimiento.

Un escándalo anunciado: era necesario. Para aquellos que saben leer las Escrituras y la paradoja de la historia humana, la cruz se ha venido a presentar como signo supremo de solidaridad de Jesús con los pobres, llegando a ser de esa manera un símbolo mesiánico. Esto es lo que han descubierto y formulado los cristianos cuando han dicho que era necesario (dei): era necesario que el Hijo del Hombre padeciera (Mc 8,31 par), compartiendo así la suerte de los hombres y mujeres que buscan y fracasan, que sufren y no logran descubrir la verdad. Ellos, los dolientes de la tierra, los perdedores de la historia son ahora la comunidad de Jesús, forman su Iglesia. Ésta no es una necesidad ontológica, vinculada a los mitos del eterno retorno del sufrimiento, sino una necesidad histórica, que la Escritura había ido descubriendo y mostrando en algunos de sus textos más paradigmáticos (el siervo* sufriente del Segundo Isaías, el justo perseguido de Sab 2). Este descubrimiento de la necesidad del sufrimiento constituye la primera norma interpretativa cristiana del Antiguo Testamento, el principio hermenéutico supremo de la Iglesia (cf. Lc 24,26.44; Hch 1,16).

El Cristo crucificado. Los investigadores no han llegado todavía a un acuerdo total sobre la manera en que Jesús entendió su tarea mesiánica; pero es evidente que el letrero de la cruz: «Jesús nazareno, rey de los judíos» (cf. Mc 15,26 par) ha golpeado la conciencia de los cristianos, de manera que han querido destacar la verdad de ese letrero. Lo que Pilato había hecho escribir en son de burla y condena lo toman ellos como signo de la verdad de Dios. En esa línea se sitúan las más solemnes confesiones de Pablo, que entiende a Jesús crucificado como presencia y revelación suprema de Dios (cf. 1 Cor 1,13.22; Flp 2,8; 3,18). Lo que era escándalo insalvable se convierte así en principio de fe. La cruz es la señal más alta de la presencia de Dios.

Tomar la cruz. Desde aquí se puede dar un paso más y afirmar que el camino de la cruz constituye el signo distintivo de los creyentes. Así lo dice Pablo cuando afirma que sólo quiere conocer a Cristo y a Cristo crucificado (1 Cor 2,2), para añadir después que él mismo desea estar y está crucificado con Jesús (cf. Gal 2,20; 3,1). Desde aquí se entienden las palabras más novedosas de los sinópticos: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Todo el que quiera salvar su vida, la perderá; y todo el que pierda su vida por causa de mí y del evangelio, la salvará» (Mc 8,34-35). Rehacer el camino de la cruz de Jesús desde su mensaje de Reino, en clave de pascua; ésta es la novedad del cristianismo.

Cf. R. E. BROWN, La muerte del Mesías I, Verbo Divino, Estella 2005; H. SCHÜRMANN, ¿Cómo entendió y vivió Jesús su muerte?, Sígueme, Salamanca 1982; El destino de Jesús. Su vida y su muerte, Sígueme, Salamanca 2004.

2. Signo de Dios

(Dios, encarnación, pasión, resurrección). A partir de la experiencia cristiana primitiva, expresada por Pablo y los sinópticos, lo mismo que por el evangelio de Juan (cf. Jn 12,32), la cruz ha venido a presentarse como signo de Dios y de la salvación de los hombres.

Podemos presentar a Dios sin cruz, como una esfera, encerrado en su quietud eterna, sin dolores ni problemas, sin cambios ni muerte en el mundo. Notas suyas serían la inmutabilidad, autocontemplación y poderío: lo tiene todo y por tanto nada necesita. Frente a los restantes seres que ha creado, él se enclaustra inexorable en su propia perfección. Un Dios así, sin Cruz ni amor, es para muchos hombres y mujeres de este tiempo un enemigo. Pero el Dios de Jesucristo se introduce por la Cruz en nuestra historia y muere dentro de ella en favor de los humanos. Es un Dios de libertad, no es poder que goza obligando a que los otros le rindan reverencia, sino amor que se ofrece en gratuidad, abriendo así un espacio de vida compartida para todos.

Los cristianos confiesan que Dios se expresa (se realiza humanamente) en la historia salvadora de la Cruz de Cristo. Así entienden la Cruz como un momento integrante del proceso de amor, que brota del Padre, suscitando al Hijo como ser distinto de sí mismo y capaz de responderle. El mismo Padre se regala (se pierde) dando su vida a Jesucristo: no clausura para sí riqueza alguna, no conserva egoístamente nada, sino que entrega a Jesús todo lo que tiene para que él pueda realizarse li El Hijo Jesús, que ha recibido la vida del Padre, se la ofrece nuevamente, poniéndose en sus manos cuando entrega su vida por el Reino (en favor de los humanos). Entendida así, la Cruz, como expresión de entrega personal (poner la vida en manos del otro), pertenece a la esencia del amor, forma parte del misterio interno de Dios, entendido según Jn 17 y Mt 11,25-27 como amor del Hijo y del Padre. Dios es amor y no hay amor sin que el amante ofrezca su vida al amado, como el Padre que se entrega absolutamente al Hijo. No hay amor sin que el amado responda en acogimiento y confianza (Jesús se ofrece al Padre, poniéndose en sus manos). Esto es lo que aparece representado y realizado humanamente en la Cruz. Eso significa que la cruz pertenece al misterio de Dios. En ella se expresa el don del Padre que regala su vida al Hijo (poniéndose en sus manos) y el don del Hijo que responde, devolviéndole la vida.

Históricamente, Jesús ha expresado la cruz del amor divino en formas de dolor y muerte violenta. Ha querido vivir y ha vivido el amor divino (gratuidad, plena confianza) en medio del conflicto y egoísmo de la historia. Así ha entregado su vida en amor, dejándose matar por el Reino, en cruz que se vuelve asesinato. De esa forma ha expresado el amor pleno del Padre desde la conflictividad de una historia de violencia. Dios ha realizado su misterio de amor (Cruz pascual) dentro de una historia de violencia (Cruz de pecado). Humanamente mirada, la Cruz concreta de Jesús nace del pecado: él muere porque le han matado, como víctima de un asesinato donde se condensan todas las sangres de la historia (cf. Mt 23,35). De esa forma, en un plano histórico, la cruz es resultado de la lucha humana y expresión de la maldad más alta (pecado original) de la historia. Pero, mirada en otro plano, ella aparece como Cruz pascual: momento en que se expresa y culmina el amor de Dios dentro del mundo. Precisamente allí donde los hombres quieren imponerse por la fuerza, instaurando su violencia, revela Dios su amor y Jesús le responde en amor pleno, muriendo en favor de ellos. Ambas cruces (la del pecado y la de la pascua) son inseparables y forman la única Cruz del Hijo de Dios (del amor trinitario) dentro de la historia. Por ella ha expresado Jesús su amor mesiánico en clave de gratuidad (ha muerto por el Reino) y el Padre Dios le ha respondido de forma salvadora, acogiéndole en la muerte y resucitándole en su amor (Espíritu Santo), para bien de los hombres.

La necesidad de la cruz es necesidad de gracia y no de imposición o destino cósmico. Según eso, el dei (era necesario: cf. Mc 8,31 par; Lc 24,7.26) forma parte del misterio de la gracia de Dios que sólo puede relacionarse con los hombres en gesto de amor que se entrega y da vida. Mirada así, la cruz pertenece al tiempo primigenio de la realización de Dios que sólo existe amando de manera creadora. Por eso, la Cruz no es algo que Dios ponga a la fuerza sobre las espaldas de los otros, reservándose egoístamente un gozo sin Cruz, sino que ella constituye el centro y camino del misterio divino: sólo siendo Cruz en sí Dios puede ofrecerla a los humanos para que en ella culminen su existencia. Lo contrario podría ser sadismo. Por la Cruz, sabemos que el hombre sólo es dueño de sí mismo y creador de vida en la medida en que se entrega, como semilla de vida, en favor de los otros: «si el grano de trigo no muere…» (Jn 12,24). Sólo quien pierde su vida para bien de los demás la encuentra y recupera.

La Cruz, una experiencia trinitaria. Retablo de la Cartuja de Miraflores. El signo de la cruz ha sido interpretado de muchas formas a lo largo de la historia cristiana, como pone de relieve el modelo exegético de la Wirkungsgeschichte o historia del influjo del texto. Escogemos como ejemplo una representación clásica: el retablo mayor de la Cartuja de Miraflores, en Burgos, Castilla. Dentro del óvalo de la divinidad, el Padre y el Espíritu, revestidos de símbolos reales, sostienen la cruz. Por encima sobrevuela el pelícano de Dios, la vida como entrega de muerte y como nuevo nacimiento donde se supera la muerte. En la parte inferior aparecen, como entrando en el óvalo sagrado, la madre de Jesús y el discípulo querido, signo y compendio de la Iglesia. El óvalo de Dios es un mandala: el círculo de Dios, completo en sí, pero abriéndose por la cruz de Jesús hacia la Iglesia. Dios es amor en sí mismo, Padre, Hijo y Espíritu, un Dios a quien nadie ha visto, pero que se abre y manifiesta por Jesús crucificado, que brota de su mismo seno divino (cf. Jn 1,18). Como dice Pablo, los judíos quieren obras, señales poderosas del Dios creador; los griegos buscan sabiduría, conocimiento del misterio, pero «nosotros predicamos al Cristo crucificado, que es escándalo para los judíos, necedad para los griegos (los gentiles). Para nosotros, los elegidos, es Cristo fuerza de Dios y sabiduría de Dios. Porque lo necio de Dios es más sabio que los hombres y lo débil de Dios es más fuerte que los hombres» (1 Cor 1,23-25). Cristo crucificado es la sabiduría, justicia, santidad y redención de Dios (1 Cor 1,30). Pero hay algo más: el Dios de la Cruz de la Cartuja es un Dios que se hace presente como misterio trinitario. Comencemos por los dos extremos, donde están el Padre y el Espíritu, como contrapuestos, formando las dos alas de la divinidad, sosteniendo la cruz de Jesucristo. Ambos, unidos y distintos, Padre y Espíritu son los portadores del misterio. El Padre aparece con los rasgos de gran sacerdote del Antiguo Testamento que recibe la ofrenda de Jesús y le sostiene en el momento mismo de su muerte. El Espíritu presenta también rasgos personales y así forma la pareja o complemento de Dios Padre; lleva en su cabeza la corona imperial, como signo de plenitud, expresión del mundo nuevo que surge por la entrega de Jesús, el Cristo; por otra parte, él aparece como joven todavía no sexuado o, quizá mejor, como doncella, mostrándose así como rostro femenino y materno de Dios. Ciertamente, Dios desborda todas las figuras y representaciones sexuales de la tierra, pero puede presentarse como Padre masculino y como Espíritu femenino, que se reflejan de algún modo en las dos figuras inferiores del retablo, la madre de Jesús y el discípulo amado, que, como hemos dicho, penetran en el óvalo de la divinidad. Pero, dicho esto, debemos añadir que sólo podemos hablar del Padre y el Espíritu mirando al Hijo crucificado a quien ellos sostienen, como amor encarnado que se entrega por los hombres. Eso significa que sólo podemos comprender a Dios mirando hacia la cruz. Y sólo entenderemos la cruz si la miramos desde Dios. Teniendo eso en cuenta podemos volver hacia lo alto de la escena, donde vemos el pelícano de Dios. No es la paloma del Espíritu Santo, sino el ave de la divinidad total, que preside sobre el misterio, indicándonos sus rasgos primordiales. Conforme a una tradición antigua, el pelícano se hiere hasta morir, dando su sangre para que de esa forma puedan crecer y alimentarse los polluelos (hijo) con la vida de su madre. Así sucede en Dios: es la vida que se entrega hasta la muerte, haciendo posible el surgimiento y despliegue de la vida. Se entrega Dios por nosotros en Cristo, como pelícano de amor que muere para dar vida a los hombres. En este contexto, queremos recordar que en el Antiguo Testamento el pelícano era un ave impura (cf. Lv 11,18; Dt 14,17). Aquí aparece, en cambio, como signo de Dios.

Cf. M. KARRER, Jesucristo en el Nuevo Testamento, Sígueme, Salamanca 2002; J. MOLTMANN, El Dios crucificado, Sígueme, Salamanca 1975; X. PIKAZA, Éste es el Hombre. Cristología Bíblica, Sec. Trinitario, Salamanca 1997; H. U. von BALTHASAR, «El misterio pascual», MS III, 2,143-336.

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CREACIÓN

(sábado). Todo el mensaje de la Biblia está centrado en la experiencia de la acción creadora de Dios (que es dador de vida, antes que juez) y en la exigencia de la acción creadora del hombre, que es capaz de responderle, porque aparece como dueño de sí mismo y puede trazar el camino de su propia vida, haciéndose de esa manera a sí mismo. Este descubrimiento del carácter creador del hombre, cuya vida forma parte de la vida* y despliegue de Dios y no puede ponerse al servicio de ninguna otra verdad o realidad, constituye el punto de partida de la antropología bíblica. Eso significa que el futuro de los hombres no se cierra en el círculo del eterno* retorno de la vida, ni se encuentra fijado de antemano, sino que han de trazarlo los mismos hombres, al realizarse a sí mismos.

Génesis. En el fondo de esa visión está el testimonio de Dios creador: «En el principio creó Dios los cielos y la tierra. Y la tierra era un caos informe. Había tinieblas sobre la faz del océano, y el Espíritu de Dios se cernía sobre la faz de las aguas. Entonces dijo Dios: Sea la luz, y fue la luz…» (Gn 1,1-3). Frente al Dios creador aparece el caos informe, que podemos entender como nada. Decir que existe nada supone que ya es algo; eso significa que no tenemos más remedio que imaginarla y así la imaginamos como una confusión, como un vacío, como el oleaje loco de aguas que van y vienen.

De la nada. Todo el despliegue de la Biblia supone que ese caos (nada) no es un anti-Dios contra el que Dios tuviera que luchar para vencerle; es simplemente nada, aquello que no existe de forma organizada; no es materia (del latín mater, madre); no es un vientre fecundado, ni un huevo que pudiera dar a luz las nuevas creaturas. Pero sólo 2 Mac, empleando un lenguaje más cercano a la filosofía griega, ha podido decir que «Dios lo ha creado todo de la nada» (LXX: ouk ex ontôn; Vulg: ex nihilo). Pues bien, sobre ese caos sobrevuela Dios como «espíritu de vida», como aliento, respiración, vida que se expira e inspira, suscitando nueva vida. No había materia, ni huevo cósmico; sólo nada. Pero había Dios y Dios quería expresarse hacia fuera, fuera de sí mismo, haciendo que surgiera el cosmos… dentro de su mismo proceso de vida. Pues bien, la Biblia añade que ese Dios-Espíritu es, al mismo tiempo, Dios-Palabra que se puede decir, que va diciendo cada una de las cosas que son. Al emplear estas dos imágenes, tomadas de la vida humana (aliento, conversación), el Génesis supone que también los hombres somos creadores, de manera que podemos expresarnos hacia fuera, a través de ese Espíritu, a través de la Palabra.

Por la Sabiduría, por la Ley. La tradición sapiencial supone que Sophia de Dios (hokmah) es la mediadora de la creación y fundamento del sentido/realidad del mundo; por medio de ella ha creado Dios todas las cosas. Pues bien, elaborando un argumento que aparece ya apuntado en Eclo 24, la tradición judía afirmará que Dios ha creado todas las cosas a través de la Ley, es decir, por la Torah (Abot 3,14). Éste es un motivo que de alguna forma nos conduce al centro de las grandes religiones y culturas de la historia. Los chinos han interpretado el tao y los griegos al logos como mediador y centro de toda realidad. Buscan el fondo del ser: quieren descubrir el sentido de lo que existe. Pues bien, para los rabinos ese principio y sentido universal es la Torah: ella ofrece a los hombres el instrumento capaz de mantener en armonía la vida social, la estructura del mundo; ella es su tesoro, la gran joya donde encuentra su sentido y plenitud todo lo humano, ella es mediadora de la creación. (4) Por medio de Cristo. Siguiendo en esa línea, fundados en la experiencia pascual, los cristianos dirán que Dios lo ha creado todo por medio del Logos o palabra de Dios que es Cristo (Jn 1,1-3; Col 1,16; Heb 1,1-3). De esa forma asumen el tema judeohelenista de la creación por la Sabiduría o la Ley, pero le dan un sentido distinto: ellos afirman que Dios ha creado todas las cosas en referencia a un hombre, entendido como expresión definitiva de Dios y centro de universo, que recibe así un carácter «antrópico»: todo existe en referencia al hombre Cristo. Esta experiencia, en la que se vincula creación y redención, divinidad y encarnación, constituye la novedad mayor del cristianismo, que ha sido elaborada después por la teología, sobre todo a partir de la tradición alejandrina.

Cf. F. CASTEL, Comienzos. Gn 1–11, Materiales de Trabajo, Verbo Divino, Estella 1987; R. CROATTO, El hombre en el mundo. Creación y designio Estudio de Génesis 1:1–2:3, La Aurora, Buenos Aires 1974; Crear y amar en libertad. Estudio de Génesis 2:4–3:24, La Aurora, Buenos Aires 1986.

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COSMOS

(idolatría, sabiduría). El término cosmos no pertenece a la tradición bíblica, que habla más bien de «cielo y tierra», sino al mundo cultural griego, pero se ha introducido en la traducción griega de los LXX y, sobre todo, en los libros propios de esa edición bíblica (Eclo, Sab, 4 Mac, etc.). En el Nuevo Testamento aparece con cierta frecuencia (unas 200 veces), para indicar la totalidad del mundo. Sigue teniendo de fondo una experiencia de armonía y equilibrio, pero, en contra de lo que sucede en la cultura griega, el cosmos bíblico es finito, como indica con claridad meridiana la sentencia de Jesús: ¡Qué le vale al hombre ganar todo el cosmos si pierde su alma! (cf. Mc 8,36). Desde este contexto queremos evocar la condena de la adoración del cosmos y la visión del Cristo cósmico.

Libro de la Sabiduría. (1) Condena de la cosmolatría. La cosmolatría o adoración de los poderes cósmicos (interpretados con frecuencia como dioses) ha sido condenada de un modo especial por el libro de la Sabiduría: «Eran naturalmente vanos todos los hombres, que ignoraban a Dios y fueron incapaces de conocer al que Es partiendo de las cosas buenas que están a la vista, que no reconocieron al Artífice fijándose en sus obras, sino que tuvieron por dioses al fuego, al viento, al aire leve, a las órbitas astrales, al agua impetuosa, a las lumbreras celestes, regidoras del mundo. Si, fascinados por su hermosura, creyeron que esas obras eran dioses, sepan cuánto los aventaja su Dueño, pues las creó el autor de la belleza. Y si les asombró el poder y actividad de esas obras, mediten sobre el poder de quien las hizo, pues, por la magnitud y belleza de las criaturas, se descubre por analogía a aquel que les dio el ser» (Sab 13,1-5). El libro de la Sabiduría sabe, lo mismo que Gn 1, que todas las cosas son palabra y signo de Dios, y que el hombre, siendo más que un simple ser de mundo, no puede quedarse en las obras hechas por Dios, sino que, por ellas, se debe elevar hasta el Dios que las hizo. El mundo pertenece al nivel de las obras, es decir, de las cosas fabricadas. Dios, en cambio, es tekhnites o «técnico», hacedor de todas ellas (Sab 13,1.5), siendo por tanto «el que Es» (ton onta: Sab 13,1; cf. Ex 3,14). Por eso, la primera forma de idolatría consiste en adorar las cosas del mundo, como si fueran por sí mismas divinas.

Libro de la Sabiduría. (2) Actitudes ante el cosmos. En el fondo anterior podemos distinguir dos actitudes primordiales. (a) La religión helenista del entorno israelita concibe el mundo como theion, divino, hogar de existencia para el hombre, y en esa línea la religión viene a entenderse como equilibrio cósmico. No son necesarias más palabras que las del mundo. La piedad consiste en ajustarnos religiosamente al cosmos, sabiendo que formamos una parte de su todo. (b) En contra de eso, como buen israelita, el autor de Sab 13,1-9 confiesa que el mundo, cerrado en sí mismo, acaba esclavizando al hombre, si le impide elevarse a la trascendencia de Dios. De todas formas, el autor del libro «comprende» la equivocación de los cosmólatras: «A éstos poco se les puede echar en cara, pues tal vez andan extraviados, buscando a Dios y queriéndole encontrar… Pero ni siquiera éstos son perdonables, porque, si lograron conocer el cosmos, ¿cómo no han conocido primero al Señor (que lo gobierna)?» (Sab 13,6-9). Ésa es la reflexión admirada y sorprendida de un judío que contempla la cultura griega (tal como se ha desarrollado en Alejandría), cuyos filósofos y sabios han logrado descifrar de alguna forma la «ley del universo», abriendo un camino que la ciencia europea posterior (desde el siglo XVII) ha desarrollado, pero sin abrirse por ello a la Sabiduría superior de Dios. Aquellos que se quedan en el mundo y divinizan su belleza y sus contrastes, sus valores y sus sombras, permanecen ciegos: dejan de ver precisamente lo que más importa, el Dios que lo ha creado y el hombre que lo habita. Una antropología puramente cósmica resulta insuficiente para el autor del libro de la Sabiduría y para el conjunto de la Biblia.

Cristo cósmico. Conforme a la visión de Sab, el cosmos no puede ser divinizado ni adorado. Pero, en otra perspectiva, asumiendo y elaborando elementos del pensamiento judeohelenista, la carta a los Colosenses ha vinculado el Cosmos a Jesús, de manera que en él y por él puede ser adorado. «Cristo es la imagen del Dios invisible, el primogénito de toda creación, porque en él fueron creadas todas las cosas, las del cielo y las de la tierra, visibles e invisibles, tronos, dominaciones, principados, potestades; todo fue creado por medio de él y para él. Y él es antes que todas las cosas, y todas subsisten en él. Él es también la cabeza del cuerpo, de la Iglesia, y es el principio, el primogénito de entre los muertos, para que en todo tenga la preeminencia, porque al Padre agradó que en él habitara toda la plenitud, y por medio de él reconciliar consigo todas las cosas, así las que están en la tierra como las que están en los cielos, haciendo la paz mediante la sangre de su cruz» (Col 1,1520). Una vez que el Evangelio se ha entendido en el contexto de la sabiduría judeohelenista de su tiempo, resulta normal que Jesús aparezca como centro y sentido del cosmos. Se abre así un camino que puede conducir a los discursos gnósticos, alejándose de la carne e historia de Jesús. Pero éste es también un camino que puede y debe recorrerse según el Evangelio, desde el mismo mundo, entendido como signo de culminación y redención cristiana de todo lo que existe. Así lo han puesto de relieve las tres estrofas del himno citado. (a) Preexistencia (Col 1,15-16). El mismo Cristo, ser divino preexistente, es reflejo (imagen) de Dios y principio universal de una creación que consta de seres visibles e invisibles (angélicos). (b) Acción cósmica (1,17-18). El Cristo divino preexistente es mediador cósmico, centro estructurante y cabeza de todo lo que existe, de manera que el mundo aparece así fundado en lo divino. (c) Culminación (1,18b-20). Ese ser divino ha penetrado en el mundo, realizando su obra triunfadora, ha vencido a la muerte, ha logrado un poder universal de salvación no sólo sobre los hombres, sino sobre el mundo entero. En el fondo del himno de Colosenses parece hallarse un texto más antiguo que trataba probablemente de un ser divino entendido como cabeza (centro) del sôma o cuerpo cósmico, destacando así el carácter físico-ontológico de la salvación. Pero el autor de Col ha cristianizado su figura, de manera que sin negar su carácter cósmico, ha puesto de relieve su importancia redentora humana, como cabeza del cuerpo de la Iglesia. De esa forma rechaza un tipo de gnosis que convertiría a Cristo en un ser divino intemporal. Pero, al mismo tiempo, interpreta a Cristo como creador y redentor cósmico, principio, centro y culmen de la realidad. A través de Cristo, Dios no sólo se ha encarnado (haciéndose hombre), sino que se ha «cosmizado», haciéndose de alguna forma signo y salvación de todo el mundo, como habían puesto de relieve, con una filosofía neoplatónica, los grandes Padres de la iglesia alejandrina.

Cf. P. BONNARD, La Sagesse en personne annoncée et venue: Jésus Christ, LD 44, Cerf, París 1966, 69-79; M. HENGEL, Judentum and Hellenismus, SCM, Londres 1981; C. LARCHER, Le Livre de la Sagesse I-III, Gabalda, París 1985; T. OTERO LÁZARO, Col 1,15-20 en el contexto de la carta, Gregoriana, Roma 1999; E. SCHWEIZER, La carta a los Colosenses, Sígueme, Salamanca 1987; J. VÍLCHEZ, Sabiduría, Verbo Divino, Estella 1990.

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