Iglesia

Es poco lo que sabemos de la iniciación catequética de T respecto del dato “Iglesia”. No olvidemos que en la ascendencia de familia había una rama de judeoconversos. Era quizás un factor determinante para una específica toma de conciencia de lo cristiano y eclesial. En sus escritos, nunca alude ella a ese filón familiar. Imposible que, de niña, entre los seis y los ocho años no intuyese los sinsabores causados por el pleito de hidalguía, cuando éste trasladó en parte las pesquisas a Ávila, casi en el umbral de la casa paterna. De la organización religiosa del arraigado judaísmo español es prácticamente nada lo que se trasluce en los escritos y gestos de T. Ni alusión alguna a la sinagoga, ni al osario judío sobre que está construido el monasterio de la Encarnación (las religiosas son sabedoras de ello), ni a posibles tradiciones familiares de nostalgia judaica, fuera de las recurrentes en la Biblia. (’ Tipología bíblica, simbología bíblica). En Teresa la Iglesia es una realidad (social y cultural) envolvente. Es un presupuesto de su experiencia y de su pensamiento religioso. Como mujer cristiana y castellana de su tiempo, la pertenencia a la Iglesia es incuestionable, tanto familiar como psicológicamente.

Con todo, en los años adultos, sobrevendrán dos hechos que la obligarán a concienciarse y tomar posiciones definidas y personalizadas. Será, por un lado, lo singular de su experiencia mística, experiencia acontecida en su interior, pero salpicada de implicaciones exteriores: Teresa es una mística, consciente de serlo en la institución eclesial. Por otro lado, su actitud de fundadora atípica la obliga a inscribir su actividad en el tejido oficial de las estructuras vigentes y de los cánones. Esas dos componentes harán que en ella tenga el estudioso de hoy –creyente o no– un caso singular de relación entre “mística y religión” o, como dicen otros, entre lo esotérico y lo exotérico de la vivencia religiosa. Lo expondremos en cuatro apartados: 1) su inmersión en la Iglesia de su tiempo; 2) su acción de fundadora en ese marco eclesial; 3) sus reacciones en los momentos de roce o de conflicto; 4) su comprensión del misterio de la Iglesia desde la fe y la experiencia mística.

1) Inmersión en aquella Iglesia

Hija de su tiempo y de su tierra, Teresa comparte la situación dramática de la Iglesia del XVI. Había nacido en 1515 (a media distancia entre el Concilio de Letrán y la declaración de Lutero), y actúa íntegramente en el posconcilio (1562-1582, año de su muerte). En ella repercuten dos acontecimientos fuertes: la quiebra de la unidad cristiana en Europa, con el séquito imparable de guerras de religión; y el inmenso horizonte nuevo de los mundos americanos, abiertos paradójicamente a la conquista y a la fe crisiana. Imposible menudear aquí en la documentación de ambos acontecimientos. Nos interesa sólo constatar su impacto en Teresa, que no sólo es consciente de ellos, sino que los incorpora a sus motivaciones existenciales más profundas.

De los acontecimientos europeos le llegan abundantes noticias por cauces diversos: por las circulares enviadas desde Madrid a los obispos y a los monasterios, informándolos e implicándolos; por los reportajes llegados a Castilla desde Trento; y directamente por el conducto de sus amigos jesuitas en contacto permanente con Roma y con los acontecimientos centroeuropeos. Es cierto que T calibra frecuentemente los sucesos desde el denominador popular de la “herejía” y del “sectarismo” (“cuánto iba en crecimiento esta desventurada secta”: C 1,2). Pero a la vez es especialmente sensible al fenómeno de las guerras: “los daños de Francia”, “a fuerza de armas” (C 1,2; 3,1). De suerte que al escribir el Camino de Perfección, para sus monjas, y definirles el motivo radical de su vida contemplativa, incorpora a ésta, como factor esencial, esa situación de Europa (“de Francia”, escribe ella) y de la Iglesia.

Del otro gran acontecimiento, el alumbramiento del nuevo mundo, basta tener en cuenta que ella ve cómo todos sus hermanos se desplazan a América, atraídos por aquel talismán. En su óptica unilateralmente religiosa, comienza interpretando esa marcha como opción religiosa y heroica. Incluso llega a creer que su hermano Rodrigo ha muerto mártir de la religión en las pampas del cono sur. Hasta que llega al Carmelo de San José de Ávila un fogoso secuaz de las tesis del Padre B. de las Casas, el famoso franciscano Alonso de Maldonado, y le hace leer en términos más veristas aquella inmensa situación, con su imbricación de conquista y evÁngelización. “Yo quedé tan lastimada…, que no cabía en mí” (F 1,7). Es el momento en que reacciona: “clamaba al Señor…” (ib) y llega a escribir a su hermano preferido, Lorenzo, invitándolo a regresar (“que nos juntemos entrambos”), asegurándole que “esos indios no me cuestan poco”, y llegando a escribir una de sus palabras más duras: “no sé muchas veces qué decir, sino que somos peores que bestias…” (cta 24,13: fechada el 17.1.1570).

En todo caso, Europa y América han dilatado el espacio visual y la implicación eclesial de T. Parece, de hecho, mucho menos implicada, psicológica y socialmente, en el inveterado contraste de “cristiandad y morisma” (Europa>Africa), que otrora había diseñado los confines de su mundo infantil. Lamentará, sí, la tragedia del rey portugués en Marruecos (“mucho me ha lastimado la muerte de tan católico rey…”: 258,2). Pero no parece que tenga en ella eco alguno la confrontación de Lepanto (1571), a pesar de su admiración por el papa san Pío V. En síntesis, la presencia y consciencia de T respecto de Europa y de América, con sus respectivos problemas eclesiales, está muy por encima de la sensibilidad media de una mujer culta de su tiempo.

2) Acción y estructuras

No era fácil a una mujer claustral del siglo XVI hacerse cargo de las cosas, los sucesos y las personas que integraban la andadura de aquella Iglesia. Con todo, los conocimientos eclesiásticos de T rebasan la media común. Aunque sea en superficie, es posible esbozar un balance global.

Teresa conoce de cerca el estamento clerical: párrocos, capellanes, beneficiados. Extiende su conocimiento a numerosos sectores de la vida religiosa, monasterios femeninos de Ávila, Salamanca, Alba, Madrid, Alcalá, Burgos…; a religiosos dominicos, jesuitas, franciscanos, agustinos, carmelitas…, con sus concurrencias, competencias y emulaciones. En el balance sumario que hace apresuradamente en 1576, en la Relación 4ª, pasan por su memoria diez letrados, otros tantos espirituales, y una terna de figuras de excepción. En un plano más elevado del escalafón clerical, T entabla relaciones personales con varios obispos: de Ávila, de Segovia, de Sevilla, de Osma, de Burgos y otros más. Conoce la situación dramática de la sede primacial de Toledo durante la prisión de Carranza. Conoce la maraña del Consejo de Ordenes y las implicaciones de la política (la Corte) en lo religioso. Ella misma se enreda en la maraña de visitadores apostólicos enviados por Roma. Si no personalmente, sí conoce de hecho la talla de los nuncios pontificios, y en algún caso tiembla ante su posible abuso de poder. Teresa conoce bien a su diócesis de Ávila, y mejor todavía a su obispo don Álvaro. Y por mediación de éste entabla relaciones con un prohombre de su tiempo, el Patriarca de Valencia san Juan de Ribera. Es posible que haya enviado alguna de sus cartas al Papa san Pío V. Pero conoce también las lacras del estamento eclesiástico, con rentas y riquezas, con derechos y tributos, prebendas y sinecuras. Con riqueza en los altos cargos, y miseria e ignorancia en los ínfimos. Ella misma chocó con el muro de la burocracia cuando tuvo que bregar por obtener licencias de Roma para erigir su primer Carmelo; hasta que, por fin, interviene nada menos que la Virgen María, apuntándole un camino expedito para conseguirlas: “…que enviase a Roma por cierta vía, que también me dijo

, que nunca acabábamos de negociarlo, y vino muy bien [la licencia]” (V 33,16). Chocará de nuevo con la inercia del suplente de Carranza en la diócesis de Toledo: “díjele que era recia cosa que hubiese mujeres que querían vivir en tanto rigor y perfección y encerramiento, y que los que no pasaban nada de esto, sino que se estaban en regalos, quisiesen estorbar[lo]… Estas y otras hartas cosas le dije, con una determinación grande…” (F 15,5) ¿Compartió ella el miedo a la Inquisición? No parece que lo haya padecido en su propia persona o por su caso personal, a pesar de “que andaban los tiempos recios” (V 33,5, probable alusión al reciente auto de fe de Valladolid, 1559), pero ciertamente hubo de soportarla en el propio ambiente y por casos muy cercanos y personas afectas. En sus escritos no se mencionan ni autos de fe ni hogueras ni torturas. Hay alusiones a los episodios de Valladolid y de Sevilla, y a los casos sonados de mujeres pseudomísticas: “Yo, como en estos tiempos ha­bían acaecido grandes ilusiones en mujeres y engaños que las había hecho el demonio, comencé a temer…” (V 23,2).

En cambio, T tiene relaciones firmes y constantes con los grandes adalides de la reforma pre y postridentina en España: es amiga de fray Pedro de Alcántara. Admiradora de san Juan de Ávila, discípula de los grandes maestros dominicos, gran admiradora y seguidora de la primera generación de jesuitas y del propio “Padre Ignacio”, a quien no llegó a conocer; en cambio sí trató con uno de sus sucesores, san Francisco de Borja. Es entusiasta del espíritu misionero que apunta en todas las direcciones: Africa, América, Asia… Es además buen testigo de la religiosidad popular, que ha despertado a la lectura de libros espirituales en romance; también ella comparte las formas humildes de piedad, procesiones a los santuarios de Ávila, Extremadura, Andalucía, Burgos… En el orden cultural, está en contacto con los mejores letrados del momento, profesores de Salamanca, Ávila, Valladolid, Segovia, Alcalá, Toledo. Está atenta y receptiva respecto de los libros recién salidos de las prensas españolas, desde los de literatura devota –Osuna, Granada, Alcántara–-, hasta los grandes infolios de la patrística que van trasladándose a romance castellano: san Agustín, san Jerónimo, san Gregorio, las ‘Vitas Patrum’…

Todo ello le permitía estar presente a la Iglesia institucional de su tiempo, compartiendo bienes y achaques.

3) La hora del contraste y la reacción

Los flancos de confrontación de T con aquella Iglesia fueron fundamentalmente tres: A) su obra de fundadora, B) su obra escrita, C) su experiencia mística.

A) Su actividad de fundadora. – Para aquella mentalidad postridentina era normal que “una mujer –claustral– inquieta y andariega” cual era Teresa proyectase cierta imagen de exotismo, fuera de ley. De hecho, T misma hubo de vencer resistencias y repugnancias propias para entrar en acción. Y bien pronto entró en conflicto con alguno de sus provinciales, y sucesivamente con el superior general de la Orden, con más de un obispo, y con alguno de los nuncios papales (cf mi estudio Santa Teresa y la Iglesia, que citaré luego). En la conciencia personal de Teresa hay momentos de titubeo: ¿estará en regla ella, mujer y claustral, contraviniendo las disposiciones de san Pablo, los decretos de Trento y los pareceres de tantos letrados suspicaces? (R 19). Titubeo que le queda disuelto desde lo hondo de su experiencia mística. Ello explica que poco después, en carta a Rubeo, su P. general, ante las prohibiciones y posibles censuras canónicas que le han llegado del Capítulo General de la Orden, escriba: “Por acá nunca se ha entendido ni se entiende que el Concilio ni ‘motu proprio’ quita a los prelados que puedan mandar que vayan las monjas [viajen] a cosas para bien de la Orden… [yo] jamás iba a ninguna parte a fundar… sin mandamiento por escrito o licencia del prelado” (cta 102,15). Y, en último término, tras momentos de titubeo respecto a posibles imposiciones abusivas del nuncio papal adverso, Felipe Sega, su consigna definitiva será obedecerle y someterse a él en todo: eso, después de los temores más que fundados de que uno de sus afectos, J. Gracián, fuese a ponerse sin cautelas en manos del nuncio papal. Se lo escribe a uno de los empleados regios: “Mire mucho que cuando [Gra­cián] se ponga en poder del nuncio, que haya seguridad, porque veo que van muchas cosas más de hecho que de derecho” (cta 255,1: el propio Gracián sabía que Sega, desde su llegada a Madrid, había ejercido poderes de señor “de horca y cuchillo”). Eran achaques del momento. Lo que en definitiva resulta evidente es que la fundadora “atípica” que es Teresa, nunca actúa por libre. Es una subalterna. Ha recibido de lo alto su carisma de fundadora, pero lo ejerce dentro de la estructura eclesial, ateniéndose al juego de poderes y de cánones.

B) Sus escritos. – Teresa escribe todas sus obras después del famoso Indice valdesiano de 1559; es por tanto normal que las someta, una a una al control de teólogos y censores, que ella entiende ser representantes de la Iglesia oficial. Baste enumerar los episodios más relevantes:

a) Desde que escribe el Libro de la Vida, la autora ha decidido someterlo al censor de turno, García de Toledo y al “Maestro” Juan de Ávila para que lo revisen, y lo aprueben o “lo quemen”. Ob­tenida la aprobación de ambos (la del Maestro Ávila en 1568), todavía el libro es denunciado a la Inquisición (1575) y detenido por ésta hasta después de muerta la Santa, a pesar de la aprobación de un nuevo censor, el P. Domingo Báñez (1575). A la autora el hecho le duele, pero acata. ’ Libro de la Vida.

b) Redacta dos veces el Camino de Perfección, evidentemente porque la redacción primera no obtuvo la aprobación del censor-revisor, quien de nuevo pondrá reparos a la redacción segunda. Cuando, por fin, T decide la impresión de la obra, le antepone una ‘protestación’ de sumisión a la autoridad de la Iglesia. Protestación que de hecho precederá al prólogo del libro: “En todo lo que dixere me sujeto a lo que tiene la madre santa Iglesia romana…” (edición de Evora, 1583). Lo cual no impedirá que el Camino tenga todavía sus tropiezos con la Inquisición de Lisboa. ’ Camino de Perfección.

c) En los escritos posteriores (Fun­daciones y Moradas) esa expresa atestación de sumisión a la autoridad de la Iglesia la incluirá ya en el prólogo de los mismos, reiterada incluso en el epílogo de las Moradas (“en todo me sujeto a lo que tiene la santa Iglesia Católica romana…”: epíl. 4).

d) El caso más drástico ocurrirá con el opúsculo de los Conceptos, especie de elevaciones sobre versos selectos del bíblico Cantar de los Cantares. Muy probablemente lo escribe T entre 1571 y 1572, cuando ya el tema de los Cantares se ha vuelto candente en el ambiente literario español. En 1572, fray Luis de León ingresaba en la cárcel de Valladolid a causa, en buena parte, de su traducción castellana del poema bíblico. Y probablemente ese año uno de los teólogos asesores de T le asegura ser poco correcto que una mujer comente el poema, y ella, sin más, arroja al fuego el manuscrito de su comentario.

e) Forman parte de este mismo contexto conflictivo las dos Relaciones escritas en Sevilla (1576). Teresa las extiende, muy probablemente, requerida por uno o dos de los consultores de la Inquisición hispalense. Escribe, por tanto, “obedeciendo” (R 4,20; 5,1) y aportando materiales de discernimiento a los empleados de la Inquisición, pero lo hace con absoluta libertad literaria, de fondo y de forma.

Este manojo de episodios tienen claro sentido histórico: la autoridad eclesiástica interviene e incluso interpela y controla a la escritora; la escritora que es T no cuestiona, se somete inequívocamente a la autoridad constituida. En su doble mentalidad de escritora y de mística, ella tiene la franca convicción de actuar dentro del marco eclesial. Si en el plano literario es normal preguntarle a T si tiene o no “voluntad de estilo”, en el plano doctrinal es claro que ella, sí, tiene “voluntad de Iglesia”.

C) Más delicado y sutil es el problema místico. Desde nuestra problemática de hoy, lo plantearíamos así: ¿es posible que la mística experiencia de Dios y de lo divino haya de someterse a la supervisión externa de una institución religiosa? Pues bien, el hecho flagrante es que en T irrumpió una fuerte e incontenible experiencia de Dios. Y que desde el primer momento esa experiencia desbordó los límites del “mistes” que era Teresa en persona. Y que la experiencia misma requirió impelentemente, como factor endógeno, el refrendo de la comunidad eclesial. De ahí que el testimonio más denso de su experiencia mística, contenido en el Libro de la Vida, esté expresamente escrito para el teólogo censor, en frecuente diálogo con él.

Será ahí donde por primera vez T llegue a la clara conciencia de que el carisma místico no se discierne a sí mismo, sino que necesita el discernimiento comunitario, porque en definitiva el carisma va destinado, a través del carismático, al grupo del que es solidario. De ahí su fuerte toma de posiciones la primera vez que en el libro se plantea el problema del discernimiento: la experiencia mística le hace “que entienda ella de sí que por un punto de ella [de la fe de la Iglesia] moriría mil muertes. Y con este amor a la fe… siempre procura ir conforme a lo que tiene la Iglesia, preguntando a unos y a otros, como quien tiene ya hecho asiento fuerte en estas verdades, que no la moverían cuantas revelaciones pueda imaginar –aunque viese abiertos los cielos– un punto de lo que tiene la Iglesia” (V 25,12: sigue una amplia exposición).

De nuevo expondrá sus criterios de discernimiento en una de las Relaciones, escrita (dos veces) para la Inquisición hispalense, la que lleva el n. 4. En ella se plantea formalmente el problema de la relación entre carisma e institución. Su pensamiento de fondo es la negación de la contraposición. La afirmación de la integración de ambos extremos. Pero con la firme convicción de que el carisma místico acontece en la institución eclesial. Y por tanto, en ella se integra para ser recibido, pero sin imponerse, sino subordinándose al gran carisma de la comunidad eclesial.

4) Teresa ante el “misterio” de la Iglesia

El profano o el no creyente prefiere entender el hecho ‘Iglesia’ como mera institución humana, cultural y religiosa. Al teólogo, en cambio, le interesa interrogar al místico si él percibe en esa misma institución histórica o en el engranaje de sus estructuras alguno de los contenidos mistéricos que de ella afirma san Pablo y que subsiguientemente afirma la Iglesia de sí misma. En el caso de T esa pregunta reviste interés especial por tratarse de una mística exenta de presupuestos teológicos o sistemáticos.

Lo primero que constata el lector del Camino de Perfección es la inclusión de Cristo Jesús en la Iglesia histórica, es decir, en el aquí y ahora de la misma. Concretamente, en la Iglesia que sufre y se bate con el acontecer histórico. El lacerante dolor de T por lo que ocurre en la Iglesia de su tiempo (divisiones, guerras, polémica ideológica, apostasías) tiene por referente a Jesús, que en la cruz de ahora vuelve a sufrir: “¡Qué es esto ahora de los cristianos! ¿Siempre han de ser [ellos]… los que os fatiguen?” (C 1,3). Es decir, en la Iglesia histórica está misteriosa y realmente implicado el Cristo glorioso e impasible, que en ella vuelve a ser vulnerable y pasible, paciente de hecho.

Para T la Iglesia es “santa”, pero a la vez afectada de “grandes males” y en sí misma depositaria de los sacramentos, que “no sobresanan” los propios males sino que los eliminan: ella acude a los sacramentos con “fe viva, porque aquí le queda [fe y experiencia] de ver la virtud que Dios en ellos puso; el alabaros porque dejasteis tal medicina y ungüento para nuestras llagas, que no las sobresanan sino que del todo las quitan” (V 19,5).

Corazón de la Iglesia es la Eucaristía. Teresa está convencida de que en los avatares de la historia –como en los vaivenes de la barca de Genesaret– la Iglesia corre el riesgo de hundirse y perecer (C 35,5), pero si algo la salva es tener en sí misma por prenda a Cristo en la Eucaristía. Ahí surge una de las más patéticas oraciones de T: “Padre Eterno…, mirad que aún está en el mundo vuestro Hijo… Suplicaros que no esté con nosotros no os lo osamos pedir: ¿qué sería de nosotros?, que si algo os aplaca es tener acá tal prenda” (C 35,4). Es decir, para T, en los bienes y en los males, el misterio de la Iglesia reside en la presencia de Cristo en ella. Presencia que tiene su centro axial en la Eucaristía.

Bibl. – R. Blázquez Pérez, La Iglesia en la experiencia mística y en la historia de santa Teresa, en “Actas del Congreso Internacional Teresiano”. II (Salamanca 1983) 899-926; T. Álvarez, Santa Teresa y la Iglesia: sentirse hija de la Iglesia, en “Estudios Teresianos”, III (Burgos 1996) pp. 211-286.

T. Álvarez

Todos los derechos: Diccionario Teresiano, Gpo.Ed.FONTE

Humildad

Se ha dicho que humildad es uno de los términos más ambiguos del lenguaje espiritual y religioso, porque se presta a muchos equívocos. Para santa Teresa «humildad es andar en verdad» (M 6,10,7).

1. Qué es «andar en verdad»

La definición teresiana de la humildad es fruto de una gracia mística. La cuenta en Vida. Luego la presentará en Moradas, atenuando los colores místicos. En ambos relatos aparece la Verdad de Dios y nuestra verdad. «Andar» en ellas es humildad.

a) Vida: «Quedóme una verdad de esta divina Verdad que se me representó …, porque da noticia de Su majestad y poder de una manera que no se puede decir … Quedóme muy gran gana de no hablar sino cosas muy verdaderas… No vi nada, mas entendí el gran bien que hay en no hacer caso de cosa que no sea para llegarnos más a Dios, y así entendí qué cosa es andar un alma en verdad delante de la misma Verdad. Esto que entendí es darme el Señor a entender que es la misma Verdad» (V 40,3).

b) Moradas: «Una vez estaba yo considerando por qué razón era nuestro Señor tan amigo de esta virtud de la humildad y púsoseme delante… esto: que es porque Dios es suma Verdad y la humildad es andar en verdad» (M 6,10,7). En el contexto de Moradas se recoge la experiencia de Vida y detectamos dos «verdades»: la verdad fontal que es Dios y la verdad creatural que somos nosotros.

Verdad fontal: «Dios es la suma Verdad». Entenderlo ha sido uno de los regalos secretos dados por Dios a Teresa en su desposorio espiritual: «Se le descubre cómo en Dios se ven todas las cosas y las tiene todas en sí mismo… y muy claro dado a entender que El solo es verdad…, verdad que no puede faltar» (M 6,10,2.5).

Verdad creatural: en su doble vertiente de participada y propia. La verdad participada es todo bien que existe en nosotros: la creación misma con toda su hermosura y armonía admirables, la maravilla del ser humano con su bondad y saber. Nuestra verdad propia es «no tener cosa buena de nosotros, sino la miseria y ser nada; y quien esto no entiende, anda en mentira» (M 6,10,7).

«Andar en verdad» es, pues, una actitud, que explicitará Teresa con lógica segura: «estudiemos siempre mucho de andar en esta verdad… delante de Dios y de las gentes de cuantas maneras pudiéremos, …en nuestras obras dando a Dios lo que es suyo y a nosotros lo que es nuestro, y procurando sacar en todo la verdad» (M 6,10,6).

2. Propiedades

El concepto teresiano de humildad se hace más evidente, teniendo en cuenta sus propiedades y connotaciones. Haga­mos una lista: a) reconocer los dones que de Dios recibimos; entre ellos destaca la existencia, su conservación, la encarnación del Hijo, la oración/amistad con Dios, donde él lo hace todo «y nosotros casi nonada»; (V 10,4.5; 20,7; 21,11); b) aceptar nuestra pobreza congénita, que «da pena ver lo que somos» e «imprímese mucha humildad» (V 10,4; 20,7; 30,9); c) caminar «por el valle de la humildad», pues «camino real» es abandonar todo y gozar de la felicidad de poseer a Dios, único bien (V 35, 13); sin humildad el amor cristiano dejaría de serlo, pues entre las tres virtudes principales («amor unas con otras», «desasimiento de todo lo criado» y «verdadera humildad»), la humildad «es la principal y las abraza todas» (C 4,4); d) imitar al Señor, teniéndose, «en poco y perseguido y condenado sin culpa, aun en cosas graves» (C 15,2; M 1,2,11); e) descuidarse de títulos y honores, que hasta nos pueden hacer antípaticos (C 36,5); f) practicarla para crecer en el propio conocimiento y curar nuestras heridas (M 1,2,9.11; M 3,2,6); g) amar los caminos de Dios en nuestra vida (C 17,6; M 3,2,8.10); h) no fiar de sí «es un género de humildad» (V 7,22) i) obedecer es crecer en humildad (F pr. 1).

3. Humildad y oración

La oración, como relación de amistad íntima con Dios, está en la base de todos los escritos teresianos. Oración como amor y humildad como verdad se piden mutuamente.

a) Actitud y fruto. La humildad nacerá en el camino orante como actitud y fruto. Será una exigencia del amor orante y un fruto de su experiencia. Nacerá del encuentro con Dios, sea normal o místico.

Teresa colocará en la base de la humildad el propio conocimiento. Pero, en su consecución, no quiere arrinconar al orante en la negatividad propia; prefiere que se confronte con Dios: «Jamás nos acabamos de conocer, si no procuramos conocer a Dios; mirando su grandeza, acudamos a nuestra bajeza y mirando su limpieza veremos nuestra suciedad; considerando su humildad veremos cuán lejos estamos de ser humildes». (M 1,2,9; 2,8).

Pero siempre será Cristo el maestro. También del propio conocimiento humilde. El hará que no nos acomplejemos ante nuestra pobreza espiritual, sino que nos inunde de paz interior el descubrimiento de nuestra verdad: «Pongamos los ojos en Cristo nuestro bien, y allí deprenderemos la verdadera humildad,… y ennoblecerse ha el entendimiento…, y no hará el propio conocimiento ratero y cobarde» (M 1, 2,11).

Pero no siempre serán nuestras consideraciones las que nos hagan ver nuestro interior. Dios tiene también otras sendas misteriosas para hacer crecer la humildad en el orante. Se trata de una humildad «no adquirida por el entendimiento, sino con una clara verdad que comprende en un momento lo que en mucho tiempo no pudiera alcanzar, trabajando la imaginación, de lo muy nonada que somos y lo muy mucho que es Dios» (C 32,13; F 21,6).

b) En los primeros pasos. Teresa, partiendo de la propia experiencia orante, va a dar consejos al lector que quiere emprender la aventura de la vida de amor con Dios. Su pensamiento podría resumirse en una palabra: humildad. Y aquí, humildad es dejar hacer a Dios. «Este edificio todo va fundado en humildad; mientras más llegados a Dios más adelante ha de ir esta virtud» (V 12,4). Todo es cuestión de amor. Pero «no está el amor de Dios en tener lágrimas, ni estos gustos y ternura que por la mayor parte los deseamos y consolamos con ellos; sino en servir con justicia y fortaleza de alma y humildad» (V 11,13). Todo un programa gozoso y perseverante, en actitud humilde.

Pero humildad no es apocamiento. Sino entusiasmo confiado, a pesar de los fracasos. «Conviene mucho no apocar los deseos … Quiere Su Majestad y es amigo de almas animosas, como vayan con humildad y ninguna confianza de sí» (V 13,2). Hay que evitar todo engaño, «haciendo que nos parezca soberbia» «y entender mal de la humildad» (V 13,4).

Humildad tampoco es cara triste: «Pues procúrese a los principios andar con alegría y libertad; que hay algunas personas que parece se les ha de ir la devoción si se descuidan un poco. Bien es andar con temor de sí para no se fiar poco ni mucho de ponerse en ocasión…; mientras vivimos, aun por humildad, es bien conocer nuestra miserable naturaleza» (V 13,1). «Siempre la humildad delante para entender que no han de venir estas fuerzas de las nuestras» (V 13,3).

c) Espera humilde. Comparando los inicios orantes con el trabajo de sacar el agua de un pozo, Teresa va analizando las dificultades de ese ejercicio. Habrá momentos en que no hay agua: resultará difícil concentrarse; parecerá que toda va perdido; se tendrá la sensación de volver atrás; «todo parece está seco y que no ha de haber agua para sustentarle, ni parece hubo jamás en el alma cosa de virtud». Resultado: «Gánase aquí mucha humildad; tornan de nuevo a crecer las flores» (V 14, 9). Ante una actitud paciente y humilde Dios, «sin agua sustenta las flores y hace crecer las virtudes» (V 11,9).

A las personas que quieren un camino orante lleno de rosas, Teresa les recordará la necesidad de la humildad en la prueba del amor para dejar actuar a Dios; pedirle «mercedes» será falta de humildad (V 9,9).

d) Estadios superiores. Después de describir las dificultades del primer grado de oración, Teresa entra a describir los estadios superiores. En todos ellos la humildad seguirá teniendo un papel central; «que jamás por encumbrada que esté le cumple otra cosa ni podrá aunque quiera: que la humildad siempre labra como la abeja en la colmena la miel» (M 1,2,8). Con ella se podrán discernir los fenómenos místicos. Su presencia es garantía; su ausencia es falsedad (V 15,10).

En la oración de quietud entiende «que vale más un poco de estudio de humildad, y un acto de ella, que toda la ciencia del mundo» (V 15, 9).10). En los grados siguientes, los fenómenos místicos verdaderos dejarán «muy mayor la humildad y más profunda…, porque ve más claro que poco ni mucho hizo» (V 17,3). En ellos el orante nada hace «para sacar humildad y confusión; porque el mismo Señor la da de manera bien diferente de la que nosotros podemos ganar con nuestras consideracioncillas» (V 15,14).

Después de la visión de Cristo, de «esta sacratísima Humanidad junto con la Divinidad», Teresa escribe: «aquí es la verdadera humildad que deja en el alma ver su miseria, que no la puede ignorar» (V 28,9). Teresa polemiza con los que decían que, en los estadios místicos superiores, hay que prescindir de Cristo Hombre, como todo lo que es material: «Es engaño…, humildad tan solapada y escondida, que no se siente» (V 22, 3.5).

e) Gratuidad. Leyendo los textos teresianos, se puede llegar a una conclusión básica de nuestra existencia: en nosotros todo es recibido, todo es gratuidad. Y humildad es vivir esa gratuidad. Para llegar a esta conclusión hay dos caminos: la propia convicción y la experiencia mística de Dios. En ésta se ve claro «que estas mercedes son dadas de El, y que de nosotros no podemos en nada, nada, e imprímese mucha humildad» (V 20,7).

Teresa menciona especialmente la gratuidad en los «arrobamientos» y «raptos», con los que «crece el amor y humildad en el alma», pues es tanto «lo que el Señor la da aquí, que no hay diligencia nuestra que a esto llegue» (V 21,8).

La razón natural y la experiencia mística muestran el contraste infinito entre Dios y la creatura. «Así acaece muy muchas veces quedarse así ciega del todo, absorta, espantada, desvanecida de tantas grandezas como ve. Aquí se gana la verdadera humildad». El creyente reconoce al dador de «todo el bien que tiene», «no puede ignorarlo; porque lo ve a vista de ojos», los tiene «abiertos para entender verdades» (V 20.29).

La conciencia de gratuidad es el termómetro de la humildad. Esta es la consigna de Teresa: «¡Humildad, humildad!… Y lo primero en que veréis si la tenéis es en no pensar que merecéis estas mercedes y gustos del Señor ni los habéis de tener en vuestra vida» (M 4,2,9). El saber que todo es don genera en nosotros deseos de «amar a Dios sin interés», pues es «un poco de poca humildad pensar que con nuestros servicios miserables se ha de alcanzar cosa tan grande» (M 4,2,9).

4. Un Dios humilde

El primer humilde es Dios. Hasta aquí le ha traído a Teresa la experiencia orante. El «gran Emperador, Majestad, Señor, Rey», es al mismo tiempo amor humilde y servicial, salido a nuestro encuentro: «En todo se puede tratar y hablar con Vos, como quisiéramos, perdido el primer espanto y temor de ver Vuestra Majestad» (V 15,8; 37,6).

En la oración «pensada» del «Padre nuestro», Teresa aconseja: «Representad al mismo Señor junto con vos y mirad con qué amor y humildad os está enseñando» (C 26,1; 42,6). Es «la humildad del buen Jesús», vestido de nuestra tierra y lanzado a vivir nuestra existencia; pero ruega al mismo Jesús que no obligue al «Eterno Padre» a ser tan humildad, haciéndole tratarnos como Padre amantísimo (C 27,3; 33,2.5).

El desposorio espiritual es un acto de humildad de Dios: «¡Bendita sea su misericordia, que tanto se quiere humillar!» El «nunca se cansa de humillarse por nosotros» (M 5,4,3; F 3,13).

5. Humildad falsa

El tema de la falsa humildad tendrá un doble matiz: llamar humildad a lo que es soberbia, y llamar humildad a lo que es cobardía o encogimiento. Teresa quiere prevenir de ambos peligros al buscador de Dios.

a) Soberbia humilde. En medio del problema afectivo de su juventud, Teresa decidió evitar el encuentro con el Dios amigo, sintiéndose indigna de «amistad estrecha con quien trataba enemistad tan pública» (V 19,10). Así abandonó «aquel camino», cayendo en el «terrible engaño» de «temer de la oración», «debajo de parecer humildad» (V 7,1). «¡Qué humildad tan soberbia inventaba en mí el demonio!» (V 19,10.11.15). De esa experiencia propia Teresa sacará muchas enseñanzas. He aquí una: «Pues guardaos también, hijas, de unas humildades que pone el demonio con gran inquietud de la gravedad de nuestros pecados, que suele apretar aquí de muchas maneras, hasta apartarse de las comuniones y de tener oración particular» (C 39,1).

b) Pusilanimidad. Teresa se sentía temerosa de caer en falta de humildad, a propósito de sus progresos en la vida de oración y de los fenómenos místicos. Por otra parte, tenía sus dudas sobre su autenticidad: «Parecíame que a todos los traía engañados» (V 31,16). Sus directores espirituales la sacarán de dudas. Así aconsejará más tarde: «No cure de unas humildades que hay, de que pienso tratar, que les parece humildad no entender que el Señor les va dando dones» (V 10,4); «porque si no conocemos que recibimos, no despertamos a amar…, que mientras más vemos estamos ricos, sobre conocer somos pobres, más aprovechamiento nos viene, y aún más verdadera humildad. Lo demás es acobardar el ánimo» (V 10,4). Será «temor y no humildad, sino pusilanimidad» (V 31,17).

Por otra parte, Teresa se sentía serena ante las habladurías y críticas de todo género, a causa de esos fenómenos y del tema de la fundación del monasterio de San José de Ávila. Luego entendió «no era buena humildad» (V 31,14). También, en un principio, le parecía falta de humildad pensar que entendía algunos estados de oración descritos en los libros, porque los había experimentado (V 30,17).

Será aleccionadora la conclusión teresiana: «Todos estos temorcillos y penas y sombra de humildad entiendo yo ahora era harta imperfección y de no estar mortificada; porque un alma dejada en las manos de Dios, no se le da más que digan bien que mal, si ella entiende bien entendido –como el Señor quiere hacerle merced que lo entienda– que no tiene nada de sí» (V 31,16).

c) En los estadios místicos. En el nivel místico, ella admitirá la existencia de falsos fenómenos, con sus secuelas de «falsa humildad». En su descripción, Teresa hará un precioso análisis de la falsa y verdadera humildad.

Falsa humildad «mística»: «Vese claro en la inquietud y desasosiego con que comienza, y el alboroto que da en el alma…, la sequedad y mala disposición para oración ni para ningún bien…; todo parece lo pone Dios a fuego y a sangre. Represéntale la justicia, y aunque tiene fe que hay misericordia…, es de manera que no me consuela, antes cuando mira tanta misericordia le ayuda a mayor tormento, porque me parece estaba obligada a más» (V 30,9).

Humildad infusa por Dios: «La humildad verdadera (aunque se conoce el alma por ruin y da pena ver lo que somos y pensamos grandes encarecimientos de nuestra maldad, tan grandes como los dichos y se sienten con verdad), no viene con alboroto, ni desasosiega el alma ni la oscurece ni da sequedad; antes la regala, y es todo al revés: con quietud, con suavidad, con luz; … Por otra parte, la ensancha su misericordia; tiene luz para confundirse a sí y alaba a Su Majestad porque tanto la sufrió» (V 30,9).

Años después, al hablar de la oración a sus primitivas monjas, escribirá con lógica contundente: «Se deje de unos encogimientos que tienen algunas personas y piensan es humildad. Sí, que no está la humildad en que si el rey os hace una merced no la toméis, sino tomarla y entender cuán sobrada os viene y holgaros con ella. ¡Donosa humildad, que me tenga yo al Emperador del cielo y de la tierra en mi casa, que se viene a ella por hacerme merced y por holgarse conmigo, y que por humildad no le quiera responder ni estarme con El, ni tomar lo que me da, sino que le deje solo!» (C 28,3).

BIBL. – M. Herráiz, La humildad es andar en verdad, en «A zaga de tu huella», Burgos, 2001, pp. 249-267; A. Beaudoin, L’humilité chez Sainte Thérèse d’Ávila, en «VieThér.» 7 (1967), 137-144.

F. Malax

Todos los derechos: Diccionario Teresiano, Gpo.Ed.FONTE

Hombre

La antropología teresiana precisa por su hondura, amplitud y originalidad de una reducción un tanto violenta a esquema, pero orientativa de la investigación personal. 1. Anatomía del alma. 2. Antropología teológica asumida por T. 3. Antropología mística, y 4. Simbólica básica del hombre según T.

1. Anatomía del alma

Un primer acercamiento exige el estudio arquitectónico del hombre o de la nomenclatura y de los diversos instrumentos de análisis que usa la autora para testificar su experiencia y trasladarnos su idea del hombre, su modo de realidad y posibles relaciones. La anatomía y la geometría del espíritu según santa Teresa se describe en planta y alzado del alma o de la persona. Natural, naturaleza, carne y espíritu, cuerpo y alma, exterior e interior, alto y bajo, centro y periferia, superficie y hondón son pares que le sirven de polos sobre los que hacer girar y crecer su «sistema» de observaciones que atribuye a una u otra esfera de lo humano. Su instrumental conceptual y su utillaje teórico son sencillos y dependientes de su nivel cultural y de su aceptación, no sin incomodidad a veces, de la panoplia que le ofrecen sus fuentes y «lecturas».

Explorar el vocabulario psicológico y alcanzar sus nociones vagas y genéricas de filosofía es sólo un primer paso. Básicamente se compone de elementos simples: sentidos externos e internos, potencias (111 v. + 9 en singular), capacidades, facultades; entendimiento, intelecto, inteligencia, mente (2 v); mental, siempre adjetivando a oración (65 v.), imaginación, memoria, fantasía; voluntad, corazón, pasiones (12 v.), apetitos, deseos y deseo (categoría central para D. Vasse), sentimientos, deleite y dolor, gusto, tacto, oído, olfato (nunca así, ver olor y ‘olores’), vista (ojos), etc. Su correspondiente dinámica de sensación, percepción y «teoría del conocimiento» subyacente nos ofrecería, en un primer paso obligado, la «fisiología» rudimentaria del alma según santa T Pero este planteamiento no daría sino una imagen plana del hombre, la común al tiempo y la vulgarizada de la cultura popular de entonces en que T bebe. A lo más nos acercaría a la literatura y a la jerga espiritual o «de los espirituales» de entonces. Ciertamente T ha aprovechado su “propio trabajo imaginativo” sobre la sensación material para su exploración interior y para su pedagogía oral y escrita. Pero no es lo mental, ni la voluntad o el deseo lo determinante del h. en Teresa; sus potencias psíquicas son aun «el natural».

De esta exploración “anatómica” del alma no obtendríamos más que el clásico esquema: 1. vida sensible: ámbito de la afectividad: 1.1.1 concupiscible (deseo, gozo, amor… etc.); 1.1.2 irascible (audacia, temor, dolor…); ámbito del conocimiento: 1.2.1 sentidos externos (vista, oído, tacto…). 1.2.2 sentidos internos (sentido común, imaginación, memoria sensitiva, fantasía, estimativa…). 2. vida espiritual: 2.1 afectividad: 2.1.1 voluntad y 2 conocimiento, 2.2.1 inteligencia.

2. Antropología teológica

Sobre ellos habría después que trazar el plano de la antropología teológica o del hombre nuevo en Cristo, que vive por el bautismo. Este plano es un plan, es decir tiene forma histórica y presentación de relato, aunque con consecuencias sistemáticas. Se compone de las siguientes fases: La misericordia original, el pecado y sus consecuencias y la reiterada llamada a la comunión de alianza esponsal.

La terminología teológica está presente y activa: Gracia habitual («particionera de su divina naturaleza»: E 17,5) y actual (dones, mercedes, regalos, beneficios); auxilio particular o general (V 14,6; M 3,1,2; 5,2,3), pecado y perdón (R 66; V 20,28; M 3,1,3) son conceptos bien asimilados y usados con precisión técnica por T. Virtudes teologales y hábitos morales, mérito merecimiento» (M 7,3,14; R 6,1) son nociones teresianas que transportan su idea de la vida teologal o relacional del hombre en Cristo. Se completa con nociones como inhabitación y presencia, sacramentos, dones del Espíritu, carismas, incorporación mística y eclesialidad de su concepto del hombre. Su peculiar modo de enfocar la dialéctica natural-sobrenatural también merece atención.

Si hacemos esa investigación afirmaríamos y comprobaríamos su visión existencial, dinámica y personalista de la vida del hombre «en» o bajo la gracia.

El hombre es objeto de observación minuciosa, con curiosidad femenina e introspección continua e intensa. T llega a lo profundo de «sí misma» para saber su verdad y la verdad del hombre; ha practicado el socrático «conócete a ti mismo»; pero con T. Álvarez podemos afirmar que «T poseía una noticia precaria de lo que es el alma: noción vaga o genérica de su espiritualidad, de sus potencias, de su profundidad. De aspectos más delicados y complejos sus conocimientos eran mucho más precarios. Así, de su misteriosa estructura espiritual, de sus relaciones ontológicas con la divinidad (Dios presente e inmanente) de su riquísima potencialidad y virtualidad frente a lo sobrenatural.» Siguiendo al mismo autor (EstTer III, 117) podemos resumir la contemplación o experiencia mística del hombre (alma) según T en estos aspectos:

T descubre al hombre colmado de valores y belleza. En M1, 2 se dedica a este encarecimiento. El hombre vale por su alma ante todo; ella da valor al cuerpo y a las cosas (R 54; cta a Gracián 13.12.76; C 28,9-12; V 40,56 y M2,2), pero es primero el alma en el orden del valor. Porque es imagen de Dios en su ser natural (M 1,1,1; R 54).

Teresa ha explorado la propia alma, el ser del hombre en fin, guiada y en diálogo con la fe y con el Cristo que la habla místicamente: distinción de alma y potencias, entre entendimiento y fantasía; la independencia de las potencias espirituales, las diversas moradas como formas de actuación más intensa de lo humano; el centro del alma desde donde Dios activa el nuevo ser del hombre.

El descubrimiento del manantial de lo sobrenatural en el hombre, la alegoría de los pilones que se ensanchan, (M 7,2,6; 1,2; R 61), la visión del hombre en gracia y en pecado (M 1,2,3.5; 7,1,3; R 24; V 40, 5), la percepción «mística» de la división entre alma y espíritu (R 29,1; R 61; M6,5,9; M 7, tít. 1.10-11; 2,3; 2,10), la revelación de la múltiple y mutua presencia de Dios al h. (por esencia, presencia y potencia), la inmanencia, inmensidad y continencia de Dios (M 6,3,2-3; V 40,9-10, R 61, 45 y 18; V 10,1), la inhabitación experimentada y conceptualizada R 6,9; R 16; M 6,1,6-7, todos estos «misterios del hombre» han sido explorados con la ayuda de su percepción mística. Al fin para T el hombre es el campo de observación de la obra de Dios en el mundo.

3. Antropología mística

Dentro de esta imagen teológica del hombre hemos de explorar la antropología mística y su despliegue previo en fase ascética, donde la antropología teresiana, como todas se vuelve propuesta ética, estética y pedagógica.

Propone primero como medios de hominización: conocimiento propio, desasimiento, oración vocal y mental, disciplina, ejercicios de actitudes, «virtudes» sociales, ante todo. Educación y aprendizaje que imponen rupturas necesarias para hacer al h. unificado y «armonizado»: recogimiento, quietud, cautelas, mediaciones sacramentales, diálogos o discernimientos y fuertes determinaciones indispensables.

Ya en la fase mística analiza la realización del hombre en comunión con Dios: éxtasis, trance, arrobamiento, nuevos sentidos espirituales y potencias (ver, oír, gustar, oler, sentir) e. d. visiones, hablas, sentimientos, toques, vuelos, heridas y virtudes infusas, dones y carismas, con apropiación de una nueva habilidad estética: «gozo», «regalo», «deleite» y «contento», «pena»; y con descubrimeinto de nuevas «regiones» de lo humano: abismo, hondón del alma (M 7,1,7; 6,11,2; 7,3,14; 4,2,6; 7,2,3), centro (M 7,2,3.10; 6,4,6-8), entrañas del alma (M 6,2,4.6-8), los tuétanos (M5,1,6; Conc 4,2); la «cámara real» (M 6,4,8; 7,2,9), la morada del centro, «el aposento de cielo empíreo que debemos tener en lo interior» (M 6,4,8; cf 7.2,9), «lo superior de la voluntad» (R 29,1), «el tabernáculo de Dios» (M 7,3,13).

Es este punto de la contemplación infusa del misterio del h. lo que añade valor filosófico, teológico y eclesial a su mensaje antropológico. Sin este plano nada de lo teresiano se explica ni justifica.

Pero aun después de describir así al hombre desde su meta y cumbre, mucho de la idea del hombre específicamente teresiana quedaría fuera. Su presentación es existencial, es decir, no conceptual sino narrativa y simbólica. Se despliega en estas fases.

El hombre ha nacido de la misericordia y ésta le envuelve, pero está situado en campo de nadie, en el pecado y en la gracia, afectado de carne («ruindad» «miseria»), infectado de mundo y de pecado social («honra» y «codicia»), hecho de tiempo y herido de muerte. Pero a su vez puede vivir todas estas determinaciones existenciales y trascendentales, bajo el efecto de una determinación existencial más poderosa: el encuentro con Cristo. La condición religada, corporal y mundanal, cultural y social, espiritual y personal, temporal y mortal del h., ha sido padecida y resuelta por Teresa en su propio drama vital. Su mejor obra ha sido construir su persona en estas condiciones humanas convertida a Cristo de modo singular. Vivir humana y femeninamente con tal grandeza y verdad, aventurando todo por su amor y su proyecto de vida.

Después, en sus escritos, T observa y analiza estas condiciones trascendentales del hombre en su plano prioritariamente religioso, con su genio y sensibilidad afectados por la condición femenina, familiar, aurisecular, cristiana y carmelita. Analizar la vivencia de la labilidad humana («ruindad», «majestad» y «señorío») del tiempo («todo se pasa», «para siempre, siempre»), de la escisión que nos habita y deshace en tensión (deseos y alcances), de la muerte con su riesgo y ventura (V 38,5; M 7,3,7, Vivo sin vivir en mí; V 29,8; R 1,3, etc.), de la condición espiritual en fin del h., vale decir, abierta a la trascendencia. Atender al modo peculiar que T ofrece de este análisis existencial sería completar más ajustadamente la presentación teresiana de lo humano.

4. La simbólica teresiana

Importa y se impone, pues, todavía otro acceso al mensaje de T sobre le hombre.

Ni la terminología filosófica ni la arquitectura o topografía del espíritu dan idea cabal de lo que Teresa sabe de la persona humana. Hay que intentar un acercamiento más original, profundo y personal a través de la rica simbólica en la que se vierten y subrayan sus genuinas intuiciones sobre las notas características del «hombre».

No importa ahora mucho precisar el indefinible concepto de símbolo. Basta juntar las fuerzas simbólicas congregadas por la autora alrededor de varias imágenes y creaciones poéticas que viven o subyacen en muchos soportes textuales: símiles, alegorías, imágenes y metáforas. Excluir algunos símbolos más comunes (el Viaje, la Batalla, el Héroe) puede ser peligroso, pero es preferible elegir los más suyos para percibir lo original de su análisis en este campo.

Las imágenes son dinámicas, como la presentación teresiana de la persona humana. No es sistemático ni orgánico su mensaje. No hay que decirlo. Dinámicas quiere decir que en ellas no hay sólo un valor descriptivo, objetivo o referencial, sino que apelan y afectan al lector en zonas hondas y extensas de su afectividad y voluntad. De hecho toda imagen trata de imponer o proponer por su misma presentación un comportamiento, un compromiso, un camino. No tienen valor objetivo ni solo estético o cosmético, sino que tienen valor de propuesta ética y religiosa. Indican y exigen al hombre entenderse como camino y en respuesta. Algunas son privilegiadas por la autora:

1. El hombre es un jardín (V 11-21) con fuente y pozo, un huerto y paraíso que ha de cultivarse; campo a la intemperie abierto a la lluvia y con una fuente alumbrada en su profundidad. Lo más propiamente humano es ser campo de posibilidades necesitadas de forzado trabajo, aunque a cielo abierto, pues, bajo la gracia, es fértil y feliz, si acoge esas posibilidades y las transfigura por su cooperación interior y su compromiso moral. La semilla bautismal se ha de acoger y explotar. Ha de fecundar todas las relaciones. Entre éstas la determinante, el agua de la vida, es la relación con el Dios Personal; ésta funda las demás relaciones. “Cultivo” en T equivale a disposición para recibir por uno u otro medio el don personal de la amistad: esfuerzo humano en diverso grado de cooperación. H. es un ser con dos fuentes en su vida, una lejana y otra interior (M 4) que al golpe de aquella puede manar y rebosar. La vida del h. tiene al fin más de don que de conquista.

La alegoría de los cuatro modos de regar no deja de señalar, que en principio el hombre solo sabe de sí que desea, que tiene sed, pero ha de aprender a obedecer y recibir a quien le llama, ha de trabajar, «ahondar» para encontrar la fuente profunda e interior que le desbordará; ha de abrirse para que el diluvio le inunde. Eso es conversión: «estaba muy desconfiada de mí y ponía toda mi confianza en Dios».

2. El hombre es un castillo (Moradas, passim) de múltiples moradas, pero habitado por un Huésped misterioso y llamado a ser habitado y conquistado por su propio dueño. Es sagrado, pues se abre al abismo de Dios. El símbolo azuza y señala la pretensión infinita de ser este castillo interior capaz de Dios. El h. no está solo. «Veo secretos en nosotros mismos que me traen espantada muchas veces ¡Y cuántos más debe haber!” (M 4,2,5). «Jamás nos acabamos de conocer si no procuramos conocer a Dios» (M 1,2,9). En Dios puede el h. reconocer su identidad, el misterio de su libertad, la amplitud de su infinitud deseante. El original de su imagen derivada. Moradas, castillo y facetas del diamante hablan de pluralidad que, si eventualmente viven en guerra civil, progresivamente se unifican y armonizan. Siete moradas son «siete fases del proceso espiritual, pero a la vez siete estratos del espíritu» (T. Álvarez). La claridad del diamante y del espejo (V 40,5) hablan del misterio de la conciencia trasparente y claro reflejo del mundo, de sí mismo y donde se puede «ver» y encontrar la huella valiosa, reciente y bellísima de la diamantina imagen impresa de Dios. La imagen de Dios es un hombre: Jesucristo. Proyecto absoluto del hombre. En el símbolo del Castillo hay una propuesta por la que T enseña al h. no solo a entenderse, sino a enfrentarse con los pavoroso fantasmas de la interioridad y a enfrentar su manera de estar ante Dios acompañados de Cristo. Estar no sólo ante, sino con Dios, dialogar, entregarse a su fuerte atracción, caer en su centro de gravedad es llegar a la ultima morada del hombre inquieto.

3. El hombre es un camino (Camino de Perfección). No sólo tiene camino ante sus pies, sino que él mismo es para sí territorio a recorrer, conquistar y dominar para entregarlo. Ha de abandonarse a sí mismo y buscar. Ha de desasirse de lo poseído y trasladarse a lo no visto y sabido. Por eso no hay h. sin humildad. Sin despojo de lo conocido y abnegación de sí mismo y de sus apariencias y esclavizantes figuras sociales (honra y linaje). Eso es caminar. Se traslada, se transciende solo quien, conocida su menesterosa necesidad, sale de sí y camina hacia el encuentro. Recogerse, caminar hacia dentro, entrar para transcenderse, es la ley teresiana para la realización personal. Sólo sale quien se da. Humildad, desasimiento y amor componen las actitudes básicas del camino, del “homo viator” y del seguidor de Cristo. Ese «derroque» desarmado de la propia voluntad y pertenencia, esa libre dimisión de la propia existencia en Otro Amado y en su voluntad es lo que hace camino y constituye al hombre, esto le convierte en caminante, le yergue sobre el polvo horizontal y le libra de vivir sometido al fijo, ciego y certero instinto animal.

Este camino común de humanidad se prolonga en T en un camino místico hecho de transportes, traspasamientos y salidas de sí, de vacíos y soledades, de desasosiego y desazón, de ímpetus y fatigas, de penas y ansias que destierran y exilian al h., de arrebatos, arrobamientos y anhelos desalados… Camino vertical, vuelo sin fin.

4. El hombre es gusano y crisálida (M 5). El hombre ha de trasformarse. El símbolo marca la distancia entre lo natural dejado a su fluir espontáneo y el destino de gracia introducido por la novedad cristiana. Una «simiente como granos de pimienta». Marca la discontinuidad o continuidad insospechada y sorprendente entre ser hombre y ser hombre en Cristo hombre. Nadie diría que la “mariposica”, la “palomica blanca” es fruto de aquella simiente de aquel «gusano grande y feo» que se encerró en el «capuchillo muy apretado». La metamorfosis teresiana indica que la gracia obliga a cambios radicales. Cambio ontológico en el bautismo primero y operación existencial y vivencial paso a paso después en la vida espiritual. Se habla de muerte y destrucción total pues «el gusanillo pierde la vida en la demanda». Vida y muerte del hombre nuevo y viejo en Cristo, «esta casa donde ha de morir es Cristo». Dialéctica que viene marcada por el poder de la cruz y la necesidad de la muerte en Cristo para rehacer al h. en su integridad. Se habla aquí de la noche y de la total desfiguración que comporta el camino del hombre sujeto a dolor y muerte. El gusano tiene un proyecto genético, pero ha de ‘entrar’ y morir para alcanzar su fin. El hombre que consiente a la virtualidad de las realidades sobrenaturales se trasforma –no sin dolor– en lo que no parece posible alcanzar: mariposica con alas, con inocencia, belleza y libertad.

5. El hombre es una esposa y un amigo. (Conc et passim). Si no hay diálogo no hay hombre. Si no se da a la amistad y disfruta de intimidad, no hay crecimiento personal. El símbolo de la Esposa y el Amigo indican de su condición que el h. es alguien que recibe dignidad en y a través de la unión. La esposa es insuficiente por sí y en su soledad, reclama otra Presencia a su lado, esposa es un ser dimidiado, mitad de un todo que espera el completo en la unión. No hay hombre solo. Esposa o novia indica incompletez y apertura, ansiedad y esperanza, deseo y trascendencia. La nupcialidad es también otro trascendental del hombre. La misma componente transporta el símbolo de la amistad: entender e interpretar la aventura humana como historia y trato de amistad es entenderse ante Dios y ante los hombres en solidaridad radical. Revela el símbolo ante todo la ‘corameidad’ humana, el hombre “vive ante” otro, en fórmula teresiana, “cabe el Señor” y frente a quien responde en libertad y en dependencia. Esposa alude también a la pasión. El h. recibe más que tiene y obtiene más que alcanza, porque la gracia le precede y acompaña. El hombre, como la esposa, recibe en la comunión y da más de sí que lo que posee de suyo, es capaz de lo que no puede por sí. Es fecundado. Más que satisfacer, puede «satispadecer». La pasividad es fenómeno humano no sólo místico. Padecer es una posibilidad pasiva inconmensurable. El hombre vive cuidado por otro, encomendado, ofrecido a, entregado. Administra dones encargados. Su honor y estima los posee en precario.

5. La dinámica de lo humano

Teresa conoce al h. en sí misma y pasa de la ignorancia (pobre información filosófica) a la sabiduría sobre el h.; sabiduría recibida y aprehendida no sin sorpresa, «espanto» y lástima ante lo que el h. ignora de sí mismo. Ignora su linaje, patria, condición, sus posibles y derechos. Del h. sabe T lo que sabe de sí misma, pero no sólo lo enumera y cuenta, busca siempre la correspondencia con la revelación, busca que sea verdad, no arbitrario deliquio.

El hombre tiene dadas algunas condiciones y posibilidades inmensas, pero las ha roto y desastrado. Es libre, pero no se ha de inventar a sí mismo, está actuando en él el poder de una imagen y semejanza (en todos los hombres) o de una verdad (en bautizados): la Humanidad de Cristo. El h. no es su principio. «Cabe sí» lo tiene y «dentro de sí» se encuentra. Ha de trasformarse en Cristo para alcanzarse a sí mismo. No se conoce. No se domina, no se entrega. Ha de salir de sí. El éxtasis místico (M 6) no es sino un impulso para el éxtasis de amor eficaz (M 7). Deus facit, homo fit.

El hombre ha de acometer con resolución y caminar con determinación hasta y para «allegarse a» quien le plenifica. Un hombre no le ha de abandonar: Jesús. Cristo de Dios cuya Humanidad Sacra­tísima es el medio indeclinable de toda humana realización. Esta confesión es el centro de la antropología de T, que en buena medida, es una cristología solapada en la autobiografía trasparente que urde en cada página. Pues no conoce otro modo de realización humana que el diálogo (de oración, amor y obras) con Dios en la intimidad y en la publicidad. Por mí y para mí Cristo vino, habló, nació, padeció, obedeció y murió: Este enfoque personalista es el primer factor personalizante que conoce T El h. para ella es alma. Vale decir: «una figura ejemplar de existencia…» una forma paradigmática de vivir la experiencia religiosa en un mundo que comienza a secularizarse. No busca enriquecer su personalidad ni necesita afirmarla por la autoestima. Su realización está en el encuentro, diálogo, amistad. En la relación de amor y apertura con Cristo hombre. Y en “acostumbrarse a enamorarse mucho de su sagrada Humanidad y traerle siempre consigo y hablar con El, pedirle para sus necesidades y quejársele de sus trabajos, alegrarse con El en sus contentos y no olvidarle por ellos, sin procurar oraciones compuestas, sino palabras conforme a sus deseos y necesidad” (V 12,2).

BIBL. – M. I. Alvira, Visión de l’homme selon Thérèse d’Ávila. Une philosophie de l’heroïsme, Paris, 1992; Antonella Roccetti, Antropología teresiana. Acercamiento humano a Teresa de Ávila, Oviedo, 1999.

G. Castro

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Gracia santificante

1. Terminología

La terminología teresiana sobre la gracia es muy rica y variada. No se limita al término «gracia», sino que comprende otros muchos. Destacan los siguientes: merced/es (bienes, beneficios, regalos), gracia/s, misericordia/s (bondad, perdón), favor/es, auxilio, natural-sobrenatural. El orden señalado es numérico; está en proporción a la frecuencia de su uso, de más a menos.

Gracias a la informatización (A. Fortes, Léxico de Santa Teresa, Burgos 1997), hoy podemos saber con exactitud el número de veces que emplea cada uno de los vocablos. Pero, teniendo en cuenta las distintas acepciones (no siempre teológicas) que les da, sólo podemos establecer el número aproximado. Los agrupamos en tres series por orden numérico: 1ª/ merced (426), mercedes (381), bienes (117), regalos (102), beneficios (8); 2ª/ gracia (412), gracias (79); 3ª/ misericordia (170), misericordias (17), bondad (107), perdón (7); 4ª/ favor (158), favores (13), auxilio (3); 5ª/ natural (157), sobrenatural (38), sobrenaturales (21).

Para una teología de la gracia en Santa Teresa es necesario el estudio de todos estos términos.

a. Descripción general

Si bien todos expresan la misma realidad central de la gracia divina, que es la comunicación personal de Dios que nos renueva interiormente, cada uno tiene una connotación particular:

– El término fundamental es «gracia», que para la Santa significa primordialmente la presencia sobrenatural de Dios en el alma («presencia por gracia»). Su descubrimiento marca los comienzos de su itinerario espiritual. Es el ámbito «sobrenatural» en el que se desarrolla toda su vida. Comprende también la transformación interior, que da lugar a una nueva vida («estado de gracia»).

– Los términos «merced» y «mercedes» de Dios, con sus equivalentes, «bienes», «regalos» y «beneficios», designan predominantemente la intervención personal de Dios en la vida de Teresa, con una triple serie de gracias: gracias de salvación, que la ponen en camino hacia Él; gracias de comunión, que recibe en su intensa vida de oración; gracias místicas, que experimenta en la cumbre de su vida espiritual.

– Los términos «misericordia», con sus equivalentes «bondad» y «perdón», dicen relación a la gracia de la conversión, al perdón de los pecados y a la confianza en el Señor. «La misericordia de Dios nunca falta a los que en él esperan» (M 6,1,13). En Teresa resplandece particularmente sobre el trasfondo de su ruindad.

– El término «favor» de Dios («favores» se usa pocas veces y en sentido diverso) responde a la idea de gracia como auxilio divino o ayuda interior para hacer el bien y progresar en el camino de la virtud y de la oración. Este no falta nunca en el camino ordinario. La Santa lo denomina auxilio general. Pero no basta en el camino contemplativo, sino que es necesaria una nueva merced divina o gracia sobrenatural, que la denomina auxilio particular.

– El término «natural», empleado casi siempre en sentido sustantivo, designa la debilidad de la condición humana o la flaqueza de nuestra naturaleza: «se va nuestro natural antes a lo peor que a lo mejor» (V 2,3). El remedio a esta situación es el «favor» de Dios, el auxilio de su gracia. «Sobrenatural» (en sentido adjetivo) lo usa ordinariamente para designar la oración contemplativa y la unión mística: «El alma no puede por sí llegar a este estado, porque es todo obra sobrenatural que el Señor obra en ella» (V 22,1).

b. Lectura teológica

De esta descripción general se desprenden algunos datos, que son básicos para la articulación de una teología teresiana de la gracia. Su concepción está lejos del hieratismo escolar. Para ella la gracia tiene siempre una connotación personal. No es un «aliquid in anima» o una realidad estática, sino una realidad eminentemente personal y dinámica. En otros términos, es una propiedad inseparable de la persona: tanto de la persona que comunica su gracia (Dios que se comunica = gracia increada), como de la persona que la recibe (el hombre transformado por esa comunicación = gracia creada).

Toda la vida de Teresa está envuelta en esta realidad personal de la gracia divina. Nada de ella se entiende, si no es dentro de este ámbito divino. Su vida no es otra cosa que una relación personal con Dios, vivida intensamente en su camino de oración, hasta la plena unión con El. Tanto su itinerario espiritual como los misterios de vida cristiana en los que se fundamenta, aparecen siempre tamizados por esta relación personal, que constituye su experiencia mística, factor determinante de su vida y de su doctrina.

Los términos descritos convergen todos en el mismo punto: la realidad personal de la acción y comunicación divina (la gracia), que va moldeando y transformando su existencia. Es una realidad omnipresente en su vida. De ella nos habla santa Teresa en todas sus páginas, con una reiteración que hoy puede resultarnos excesiva, pero que pone de manifiesto el ámbito sobrenatural y de gracia en que se mueve. La misma variedad de términos para describir esta realidad y la frecuencia de su uso lo confirman.

A este respecto, es importante destacar que, si bien los términos descritos aparecen abundantemente en todas sus obras, la mayor parte de ellos aparecen en su Autobiografía. Esto pone de manifiesto hasta qué punto Teresa de Jesús, al echar una mirada retrospectiva a su vida, la considera toda ella obra de la gracia y nos da su interpretación en clave soteriológica. Es un canto a las misericordias de Dios. Por eso, consideramos que esta clave es fundamental para comprender tanto su vida como su doctrina.

Es lo que intentamos hacer en los siguientes apartados, articulando los contenidos de los vocablos señalados en torno a estos puntos: la acción salvadora de Dios en su vida, el descubrimiento de la presencia divina, la transformación por la gracia o cristificación, el crecimiento en la vida de gracia, el sentido del sobrenatural.

2. La acción salvadora de Dios

Cuando Santa Teresa comienza el relato de su vida, una de sus primeras experiencias –evocada y descrita con fuertes trazos– es la intervención salvadora de Dios en ella, que se valió de todos los medios y la hizo grandes mercedes, para librarla del infierno, perdonar todas sus culpas y ponerla en camino de salvación.

a. Las «mercedes» de Dios y su «ruin vida»

Desde el principio, es consciente de «las mercedes que el Señor [le] ha hecho», frente a sus «grandes pecados y ruin vida» (V Intr. 1). Si bien el Señor le había dado abundantes «gracias de naturaleza», confiesa que de todas se comenzó «a ayudar para ofenderle» (V 1,8). Fue así «perdiendo las mercedes que el Señor le había hecho» (V 7, tít.).

Entre estas mercedes, destacan las que recibió en el período de su enfermedad en casa de su tío: «Comenzóme Su Majestad a hacer tantas mercedes en los principios, que al fin de este tiempo que estuve aquí (que era casi nueve meses en esta soledad…), comenzó el Señor a regalarme tanto…» (V 4,7).

Su entrada en religión había marcado el comienzo de estas mercedes: «Cómo la ayudó el Señor para forzarse a sí misma para tomar hábito» (V 4, tít.), y «las grandes mercedes que me comenzasteis a hacer» (V 4,4): «Muchas veces he pensado espantada de la gran bondad de Dios, y regaládose mi alma de ver su gran magnificencia y misericordia» (V 4,10).

Pero, pasados los primeros fervores religiosos, la Santa entra en un período oscuro, en una especie de atonía espiritual, de la que le costará salir, hasta que el Señor obra en ella la conversión.

En el fondo de esta crisis está la tensión entre su trato con Dios y su trato con el mundo. Reconoce la libertad que para esto se daba en el monasterio de la Encarnación, debido al poco «encerramiento», aunque a ella no la justifica:

«No estar en monasterio encerrado» y «la libertad que las que eran buenas podían tener con bondad…, para mí, que soy ruin, hubiérame cierto llevado al infierno, si con tantos remedios y medios el Señor con muy particulares mercedes suyas no me hubiera sacado de este peligro» (V 7,3).

Se comprende así su exclamación patética y llena de agradecimiento, parecida a la del apóstol san Pablo (Rom 7,24-25):

«¡Oh Señor de mi alma! ¡Cómo podré encarecer las mercedes que en estos años me hicisteis! ¡Y cómo en el tiempo que yo más os ofendía, en breve me disponíais con un grandísimo arrepentimiento para que gustase de vuestros regalos y mercedes!… Con regalos grandes castigábais mis delitos» (V 7,19).

b. Las «misericordias» divinas frente a sus «grandes culpas»

La toma de conciencia de las mercedes recibidas aviva en Teresa el sentido de sus culpas, a cuya luz replandece «la muchedumbre de las misericordias» de Dios. Hay dos hechos centrales, en torno a los cuales gira esta experiencia.

El primero es el sentimiento de la «gran dignidad» que el Señor le había hecho con la profesión religiosa (1537), tomándola como esposa, y lo mal que «había de usar de ella» –«casi veinte años que usé mal de esta merced»–. El balance final de estos años oscuros se cierra con un saldo a favor de la misericordia divina:

«Muchas veces me templa el sentimiento de mis grandes culpas el contento que me da que se entienda la muchedumbre de vuestras misericordias. ¿En quién, Señor, pueden así resplandecer como en mí, que tanto he oscurecido con mis malas obras las grandes mercedes que me comenzasteis a hacer?» (V 4,3-4).

El otro hecho central es el de su conversión (1554), que ella narra como el triunfo de la miseridordia divina sobre sus faltas. Por eso pone especial empeño en que éstas se conozcan: «para que se entienda mi maldad y la gran bondad de Dios y cuán merecido tenía el infierno por tan grande ingratitud» (V 7,9); «para que se vea la misericordia de Dios y mi ingratitud» (V 8,3).

Esta constatación de la actuación misericordiosa de Dios en su vida, pese a su resistencia interior, la eleva a categoría salvífica universal, válida para todos: «Pues si a cosa tan ruin como yo tanto tiempo sufrió el Señor…, ¿qué persona, por malo que sea, podrá temer?… Ni ¿quién podrá desconfiar, pues a mí tanto me sufrió?» (V 8,8).

Y llega a formular este principio soteriológico, realmente atrevido, que si no estuviese respaldado por la proclamación de Jesús en el Evangelio, sería provocativo: «Mientras mayor mal, más resplandece el gran bien de vuestras misericoridas. ¡Y con cuánta razón las puedo yo para siempre cantar!» (V 14,10).

Esta experiencia de la misericordia de Dios inspira su pedagogía sobre la oración, al glosar la última petición del Padrenuestro, previniendo contra algunas tentaciones: «Atajad el pensamiento de vuestra miseria lo más que pudiereis, y ponedle en la misericordia de Dios y en lo que nos ama y padeció por nosotros» (C 39,3).

En las Sextas Moradas, ante la experiencia purificadora del recuerdo de los pecados, exhorta vivamente a confiar en la misericordia de Dios, que «nunca falta a los que en él esperan» (M 6,1,13), y trata de transmitir seguridad: «No ande el alma espantada, sino confiada en la misericordia del Señor» (M 6,3,17).

3. Descubrimiento de la presencia divina en el alma

La acción salvadora de Dios, descrita como «mercedes» y actuaciones de su «misericordia», culmina en la presencia divina en el alma. Son distintas manifestaciones de la gracia, que actúa en la vida de Teresa. La primera es la gracia como auxilio divino (exterior e interior); la segunda, la gracia como perdón de los pecados; la tercera, la gracia como comunicación personal de Dios, que se hace presente en el alma.

a. Una presencia sobrenatural por gracia

Teresa de Jesús llega al descubrimiento de esta presencia divina, a través de una gracia mística, que le revela el sentido de la presencia de Dios por inmensidad en todas las cosas y su presencia por gracia en el justo.

Esta experiencia contemplativa aparece precedida por un proceso de interiorización y una serie de gracias de oración, que suscitan en ella el sentimiento de la presencia divina: «Acaecíame… venirme a deshora un sentimiento de la presencia de Dios que en ninguna manera podía dudar que estaba dentro de mí y yo toda engolfada en El» (V 10,1).

Sin embargo, nos confiesa que ella ignoraba al principio el sentido verdadero de esta presencia, hasta que Dios la introdujo en ella de lleno:

«Acaecióme a mí una ignorancia al principio, que no sabía que estaba Dios en todas las cosas. Y como me parecía estar tan presente, parecíame imposible. Dejar de creer que estaba allí no podía, por parecerme casi claro había entendido estar allí su misma presencia. Los que no tenían letras me decían que estaba sólo por gracia. Yo no lo podía creer; porque, como digo, parecíame estar presente, y así andaba con pena. Un gran letrado de la Orden del glorioso Santo Domingo me quitó de esta duda, que me dijo estar presente, y cómo se comunicaba con nosotros, que me consoló harto» (V 18,15 = M 5 1,10).

Los comentaristas teresianos se han preguntado si el contenido de la experiencia es una presencia natural (de inmensidad) o sobrenatural (de gracia). Tomás Álvarez dice que se trata de la especial presencia de Dios en ella, presencia sobrenatural, que la Santa percibe como distinta de la presencia divina natural de inmensidad (T. Álvarez, Estudios Teresianos, III, 123). Del mismo parecer es M. García Ordás, aunque advierte atinadamente que la Santa tiene una noción incompleta y pobre de la presencia sobrenatural por gracia. Piensa que es sólo intencional y afectiva. De ahí su dificultad. Su experiencia está pidiendo una presencia real de Dios en ella, que se comunica personalmente (M. García Ordás, La persona divina en la espiritualidad de Santa Teresa, Roma 1967, pp.68-69).

Este descubrimiento va seguido de otros dos, que son: la presencia de Cristo cabe sí (1560) y la presencia de la Trinidad por dentro, en el castillo del alma (1571). Estas tres experiencias marcan su itinerario espiritual.

b. Fundamento de su pedagogía sobre la oración y de la alegoría del Castillo Interior

La percepción de la presencia divina en el alma es el fundamento de su pedagogía sobre la oración, que consiste en educar para el descubrimiento de esa presencia, a través de un proceso de interiorización, que expone particularmente en Camino. Se puede decir que toda su exposición gira en torno a la convicción de la presencia de Dios que se comunica al alma. Para hablar con él, basta ponerse en su presencia (C 26,1); no es preciso «ir al cielo», ni «hablar a voces» (C 28,2).

«Está Su Majestad tan cerca de ella que ya no ha menester enviarle mensajeros, sino hablar ella misma con El, y no a voces, porque está ya tan cerca que en meneando los labios la entiende» (V 14,5).

Asimismo, la realidad de la presencia divina es el fundamento de Moradas, que concibe el alma como «un castillo todo de un diamante o muy claro cristal», con «muchas moradas», que «en el centro y mitad de todas éstas tiene la más principal, que es adonde pasan las cosas de mucho secreto entre Dios y el alma» (M 1, 1,1 y 3). A partir de esta descripción, propone la vida espiritual como un proceso de interiorización, que, a través de gracias místicas y de una lenta purificación, llega a la unión perfecta con El y capacita al alma para obrar apostólicamente con todas sus energías (M 7, 4,14).

4. Transformación por la gracia y vida nueva en Cristo

Teresa, al reanudar el relato de su autobiografía tras el breve paréntesis de los grados de oración, que sigue a su conversión, confiesa: «Es otro libro nuevo de aquí adelante, digo otra vida nueva. La de hasta aquí era mía; la que he vivido desde que comencé a declarar estas cosas de oración, es que vivía Dios en mí» (V 23,1).

a. «Otra vida nueva»: dimensión pascual

La novedad de esta vida es sencillamente la vida de gracia. La soteriología cristiana la describe como una transformación radical, que afecta al hombre en lo más íntimo de su ser, como un nuevo nacimiento (Jn 1,13; 3,3-7) o una nueva criatura en Cristo Jesús (Gál 6,15; 2Cor 5,17). La gracia, que nos viene por Cristo y nos configura con él, tiene un sentido esencialmente cristológico, que aparece particularmente acentuado por Teresa de Jesús.

Haciéndose eco de las palabras de san Pablo («Ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí»: Gál 2,20), escribe: «Que no vivo yo ya, sino que Vos Criador mío, vivís en mí» (V 6,8). En parecidos términos se expresa en una de las Relaciones, paralela al relato de Vida: «Viénenme días que me acuerdo infinitas veces de lo que dice San Pablo…, que ni me parece vivo yo, ni hablo ni tengo querer, sino que está en mí quien me gobierna y da fuerza» (R 3,10).

La vida nueva es la participación en el misterio pascual de Jesucristo. Teresa la explica con la imagen del gusano de seda, que muere y de él sale una palomica. De gusano «grande y feo» se transforma en «una mariposica blanca, muy graciosa» (M 5, 2,2). Esta metamorfosis es la imagen del misterio pascual, de muerte y resurrección, origen del hombre nuevo en Cristo, que se expresa en la dialéctica paulina del «morir» para «vivir». Es la expresión plástica del misterio pascual de muerte y vida del cristiano, que tiene lugar por la regeneración bautismal:

«Pues crecido este gusano…, comienza a labrar la seda y edificar la casa adonde ha de morir. Esta casa querría dar a entender aquí que es Cristo» (M 5, 2,4).

Así explica el sentido de las palabras del Apóstol a los colosenses (Col 3,3-4), que cita como colofón:

«En una parte me parece he leído u oído que nuestra vida está escondida en Cristo, o en Dios, que todo es uno, o que nuestra vida es Cristo» (Ib).

Así, dice ella, «sale una alma de aquí, de haber estado un poquito metida en la grandeza de Dios y tan junta con El» (M 5, 2, 7). Entiende «ya por experiencia cómo ayuda el Señor y transforma un alma, que no parece ella ni su figura» (M 5, 2,8).

La culminación de esta vida se describe en las Séptimas Moradas como un eco de las palabras de san Pablo, para quien «la vida es Cristo, y la muerte, una ganancia» (Fip 1,21), cuando afirma: «Así me parece puede decir aquí el alma, porque es adonde la mariposilla que hemos dicho, muere, y con grandísimo gozo, porque su vida es ya Cristo» (M 7, 2,5).

b. «Estado de gracia»: dimensión antropológica

La nueva vida en Cristo, dentro de la perspectiva antropológica cristiana, comprende el perdón de los pecados por la justificación del pecador y la santificación y renovación interior por la infusión de la gracia. Se denomina «estado de gracia» (M 1, 2,2). Santa Teresa lo contrapone al «estado de pecado», que describe en el capítulo segundo de las Primeras Moradas.

El pecado destruye la imagen resplandeciente de Dios en el castillo interior del alma. Su alegoría del Castillo Interior, que quiere significar la presencia de Dios en su mismo centro, «adonde pasan las cosas de mucho secreto entre Dios y el alma» (M 1, 2,3), cae totalmente por tierra. Por eso se ve obligada a prevenir sobre las consecuencias del pecado mortal, antes de pasar adelante:

«No hay tinieblas más tenebrosas, ni cosa tan oscura y negra, que no lo esté mucho más. No queráis más saber de que, con estarse el mismo sol que le daba tanto resplandor y hermosura todavía en el centro de su alma, es como si allí no estuviese para participar de El… Ninguna cosa le aprovecha…; y todas las buenas obras son de ningún fruto para alcanzar gloria… En fin, el intento de quien hace un pecado mortal no es contentarle [a Dios], sino hacer placer al demonio, que como es las mismas tinieblas, así la pobre alma queda hecha una misma tiniebla» (M 1, 2,1).

Esta descripción plástica del pecado está reforzada por la visión que le mostró el Señor «cómo estaba el alma que está en gracia» y «cómo está el alma que está en pecado» (R 24). De esta experiencia brotó en ella el horror al pecado, el dolor por las almas que se pierden y el deseo de trabajar por su salvación. De ahí su grito patético: «¡Oh almas redimidas por la sangre de Jesucristo! ¡Entendeos y habed lástima de vosotras! ¿Cómo es posible que entendiendo esto no procuráis quitar esta pez de este cristal? Mirad que, si se os acaba la vida, jamás tornaréis a gozar de esta luz» (M 1, 2,4).

En las Moradas séptimas vuelve a hablar del pecado y del alma que no está en gracia, de su esclavitud y de su ceguera, pese a que el Señor está en ella dándole el ser:

«De la que no está en gracia, yo os lo confieso, y no por falta de Sol de Justicia, que está en ella dándole el ser; sino por no ser ella capaz de recibir la luz…; que estas desventuradas almas es así que están como en una cárcel oscura, atadas de pies y manos para hacer ningún bien que les aproveche para merecer, y ciegas y mudas» (M 7,1,3).

La gracia libera de este estado de alienación y de muerte. Si el pecado es esclavitud, oscuridad, noche, muerte, la gracia es libertad, luz, belleza, vida. La Santa explica esta realidad con diversas imágenes: agua, fuente, jardín, flores, brasero, perfumes…

Ante todo, la gracia es la fuente de agua clara, que fecunda su vida: «Porque así como de una fuente muy clara, lo son todos los arroyicos que salen de ella, como es un alma que está en gracia, que de aquí le viene ser sus obras tan agradables a los ojos de Dios y de los hombres, porque proceden de esa fuente de vida, adonde el alma está como un árbol plantado en ella» (M 1, 2,2).

El simbolismo del agua en la Santa es uno de los más ricos para explicar el misterio de la gracia. La gracia es la fuente de «agua viva» que salta hasta la vida eterna (Jn 4,15), de la que pide al Señor que le dé a beber (V 30,19; F 31,46; Conc 7). Los cuatro modos de regar el huerto, correspondientes a los cuatro grados de oración (V 11,7), presentan la gracia como el agua viva prometida por el Señor a la Samaritana (M 6,11,5).

Al principio, la corriente surge suavemente: «Es como unas fuentecicas que yo he visto manar, que nunca cesa de hacer movimiento la arena hacia arriba… Siempre está buyendo el amor y pensando qué hará» (V 30,19). Luego el surtidor se hace torrente, como dos pilones que se hinchen de agua de diferentes maneras (M 4,2,2-3) y colman al alma «con grandísima paz y quietud y suavidad» (M 4,2,4). El surtidor y el torrente se convierten en mar: «No parece sino que aquel pilar de agua…, aquí desató este gran Dios, que detiene los manantiales de las aguas y no deja salir la mar de sus términos, los manantiales por donde venía este pilar del agua» (M 6,5,3). Las olas se agrandan y mueven impetuosas la navecilla del alma. Dios ha terminado por absorberla en su océano (M 7,2,7; 3,15).

c. La gracia interior: dimensión experiencial

Abordamos aquí un problema delicado, pero fundamental en la teología de la gracia de Teresa de Jesús: su experiencia. «¿Existe en Sta. Teresa –se pregunta Tomás Álvarez– una experiencia directa y expresa de la gracia de la justificación?» (T. Álvarez, Estudios Teresianos, III, p. 157).

En su opinión, la Santa tiene una percepción clara de la gracia como realidad interior, que transforma el alma de raíz, desde los «tuétanos» (M 5,1,6; Conc 4,2), dejándola «sellada» (M 5,2,12) o «esculpida» (V 22,4; 40,5.10; M 7,2,8), «imprimiendo» su cuño en las potencias (V 27,5; 28,9), estampando en lo más hondo del alma la presencia de Dios (V 28,8; 38,17; M 5,1,5; 6,1,1), del mismo Dios Trino (R 6,9; 16; 47; M 7,1,6-7), los misterios de Cristo (V 13,13; M 6,7,9.11), su gloria y su belleza (V 37,4; M 6,9,3) y las «verdades» divinas (V 38,4.18; M 6,3,7; 6,4,6; 6,5,11; 6,10,2). Es la gracia, en fin, que la hace partícipe de la naturaleza divina (2Pe 1,4):

«Porque la gracia de Dios ha podido tanto que te ha hecho particionera de su divina naturaleza con tanta perfección que ya no puedas ni desees poder olvidarte del sumo bien ni dejar de gozarle junto con su amor» (E 17,5).

Tiene, asimismo, percepción directa del alma justa, que está en gracia en contraste con el alma en pecado (R 16,1; 24; 28). El alma en gracia está habitada por la Trinidad (R 6,9; 33,1). Pero esta comunicación no se produce cuando el alma está en pecado (R 57). Distingue, en fin, la belleza fundamental del alma en cuanto imagen de Dios y en cuanto dotada de nueva belleza sobrenatural (M 1,1,1; 7,1,1; 7,4,22; R 29,1.3; 54; M 5,2.2.7).

Llega también, según el P. Tomás Álvarez, a una percepción de la infusión de la gracia como «constante influjo sobrenatural» de Dios en el alma, que se hace particularmente fuerte a partir de la segunda agua (primeras experiencias místicas) y de las sextas moradas. He aquí un testimonio cualificado:

«Dásele ya un poco de noticia de los gustos de la gloria…, porque comienza Su Majestad a comunicarse a esta alma y quiere que sienta ella cómo se le comunica… Quiere Dios por su grandeza que entienda esta alma que está Su Majestad tan cerca de ella que ya no ha menester enviarle mensajeros, sino hablar ella misma con El, y no a voces, porque está ya tan cerca que en meneando los labios la entiende […] Quiere este Emperador y Señor nuestro que entendamos aquí que nos entiende, y lo que hace su presencia, y que quiere particularmente comenzar a obrar en el alma» (V 14,5-6).

Finalmente, se plantea el problema de la certeza de la gracia. El Concilio de Trento afirma que «nadie puede saber con certeza de fe, en la que es imposible el error, que ha conseguido la gracia» (DzS 1534). Si bien se rechaza un tipo de certeza estrictamente dicha, no se descarta una certeza moral, basada en determinados signos. Para Teresa de Jesús este signo es el amor de Dios: si estamos ciertos de tener ese amor, «lo estaremos de que estamos en gracia» (C 40,2). La teología actual habla de una certeza afectiva o experiencial, de carácter sobrenatural, que es a la que llega la Santa.

En los años de sus grandes crisis iniciales (1556-1560), Teresa se siente, a veces, afligida por no saber «si estaba en gracia» (V 34,10). Pero, superadas estas crisis, «la Santa –afirma Tomás Álvarez– llega a la certeza plena del contenido sobrenatural de sus altas experiencias, no sólo momentáneamente mientras está bajo la actual infusión mística, sino habitual y establemente. Por ese mismo camino llega a la certeza del propio estado de gracia. Pero esta seguridad titubea y quizá llega a disolverse frente a los embates de los teólogos que le oponen una decisión del Concilio de Trento, de eficacia fortísima en el ánimo de la Santa. De ahí sus dudas e incertidumbres acerca de la compatibilidad de las altas gracias místicas con el estado de pecado» (ib p. 158).

5. Crecimiento en la nueva vida

a. El dinamismo de la gracia

Teresa de Jesús no habla de la gracia en abstracto. A la luz de estas imágenes, aparece como algo vivo, lleno de frescor y de dinamismo interior, que vivifica, ilumina y recrea todo cuanto se deja alcanzar por su radio de acción. Es el dinamismo de la gracia, que marca el itinerario espiritual y que se caracteriza por la progresiva configuración con Cristo.

En este sentido, hay que destacar la fuerza renovadora del encuentro con Cristo y la exhortación a seguir renovándose. Como San Pablo, que a partir del nuevo ser en Cristo exhorta al cristiano a despojarse del hombre viejo y a revestirse del hombre nuevo (Col 2,11-12; 3,1-15), también la Santa exhorta a sus hijas al desasimiento de las cosas criadas por la oración y las obras de penitencia:

«¡Muera, muera este gusano, como lo hace en acabando de hacer para lo que fue criado!, y veréis cómo vemos a Dios y nos vemos tan metidas en su grandeza como lo está este gusanillo en este capucho» (M 5,2,6).

La imagen que mejor explica esta realidad cristiana es la del simbolismo nupcial, que tiene su fundamento en la misma realidad bautismal: «Nosotras estamos desposadas –dice a sus monjas– y todas las almas por el bautismo» (CE 38,1). A partir de aquí, comienza el camino hacia la unión bajo la marcha nupcial. El alma se identifica con la novia del Cantar, que es conducida solemnemente a la sala del festín. La gracia es su traje de bodas (M 5,1,12).

La imagen nupcial culmina en el matrimonio espiritual, descrito en las Sépti­mas Moradas:

«Esta alma que ya espiritualmente ha tomado por esposa, primero que se consuma el matrimonio espiritual métela en su morada, que es esta séptima; porque así como la tiene en el cielo, debe tener en el alma una estancia adonde sólo Su Majestad mora» (M 7,1,3).

A la luz de la imagen nupcial, alcanza su pleno desarrollo el simbolismo pascual del gusano de seda, transformado en «mariposilla» que se abrasa y consume en el sol que arde en el centro del alma. De gusano feo, que se arrastraba lleno de suciedad por el lodo, llegó a ser algo tan primoroso por «el calor del Espíritu Santo» y el auxilio de la gracia (M 5,2,3). El gusano se transforma en mariposa de lindos colores, que surca los aires y, al consumirse en la luz esplendorosa de Cristo, resucita en ave fénix (M 6,4,3): «Ahora, pues, decimos que esta mariposica ya murió, con grandísima alegría de haber hallado reposo, y que vive en ella Cristo» (M 7,3,1).

b. Colaboración con la gracia

La soteriología cristiana proclama la primacía absoluta de la gracia en orden a la salvación. Es la tesis paulina de la justificación por la fe, no por las obras de la ley (Rom 3,21-22; Gál 1,17). La experiencia teresiana de la gracia, que hemos descrito, es la mejor testificación de esta verdad soteriológica.

Pero Dios no nos trata como leños muertos, sino que pide una respuesta libre y decidida; una «determinada determinación» (C 21,2). La acción salvadora de Dios respeta nuestra libertad. «El que te creó sin ti, no te salvará sin ti. Te creó, pues, sin tú saberlo; pero sólo te salva con el consentimiento de tu voluntad» (San Agustín).

La afirmación de la primacía absoluta de la gracia y la necesidad de colaborar con ella generan una tensión, que cada uno ha de aprender a resolver en su vida cristiana y hacer su propia síntesis. Es la tensión entre fe y obras, de que habla el Apóstol, presente en toda la historia del cristianismo.

¿Cómo resuelve santa Teresa este problema? Su respuesta se inspira directamente en la soteriología paulina, que se funda en una experiencia del misterio de Cristo, como Mediador y Redentor: «Este Señor nuestro es por quien nos vienen todos los bienes» (V 22,7). Tiene, además, –como dice Tomás Álvarez– «nítida percepción de los méritos de Cristo, comunicados a su alma como dotación personal o como haberes sobrenaturales transferidos del Señor a ella» (T. Álvarez, Estudios Teresianos, III, p. 159) (cf R 51; M 6,5,6).

Este dato nos ofrece el primer elemento de la respuesta. Su vida de gracia es el permanente influjo de Cristo en ella, como «la cabeza en los miembros» (Ef 4,15) y como «la vid en los sarmientos» (Jn 15,5), tal como expone bellamente el c. 16 del Decreto sobre la justificación del Concilio de Trento (1547). Así lo experimenta ella de hecho.

A partir de esta experiencia soteriológica, llega la Santa a la síntesis de los dos elementos «fe y obras»: «[Sin mirar e imitar a Cristo] no sé cómo le podemos conocer ni hacer obras en su servicio; porque la fe sin ellas y sin ir llegadas al valor de los merecimientos de Jesucristo, bien nuestro, ¿qué valor pueden tener?» (M 2,5,6).

A la misma síntesis llega también a través del desarrollo de la alegoría del gusano de seda. Cristo es el capullo en que se sepulta y transforma el gusano; al mismo tiempo, esta transformación es el resultado del «trabajillo» de éste:

«No habremos acabado de hacer en esto todo lo que podemos, cuando este trabajillo, que no es nada, junte Dios con su grandeza y le dé tan gran valor que el mismo Señor sea el premio de esta obra. Y así como ha sido el que ha puesto la mayor costa, así quiere juntar nuestros trabajillos con los grandes que padeció Su Majestad y que todo sea una cosa» (M 5,2,5).

Viene a confirmar esta síntesis del binomio «fe y obras» el testimonio de una experiencia mística: «Estando yo una vez deseando de hacer algo en servicio de nuestro Señor, pensé qué apocadamente podía yo servirle, y dije entre mí: ¿Para qué Señor, queréis Vos mis obras? Díjome: ‘Para ver tu voluntad, hija’» (R 52).

c. «Con el favor de Dios»: La iniciativa divina

La colaboración con la gracia, expresada en el binomio «fe y obras», no hay que entenderla como una especie de sinergismo de la gracia y de las obras humanas, como si éstas se produjesen independientemente de aquélla, o como si la salvación fuese el resultado de la suma por igual de estas dos fuerzas: la de la gracia y la de las obras. Esta era la tesis del semipelagianismo, combatida en los primeros siglos del cristianismo y que ha reverdecido en la historia bajo determinadas formas de rigorismo y de vida cristiana. La afirmación correcta es que la misma colaboración humana de las obras está suscitada y mantenida por la gracia divina. La síntesis teresiana «fe y obras» así lo confirma admirablemente.

La gracia de Dios precede siempre el querer y el obrar del hombre y los acompaña: «Pues Dios es quien activa en vosotros el querer y la actividad para realizar su designio de amor» (Fip 2,13). Este es también el sentido de la oración litúrgica, que implora la gracia divina, en la que tienen su origen –como en su fuente– las obras buenas, para que las acompañe y lleve a término. Toda la vida cristiana es gracia, existencia regalada, alabanza a Dios.

Teresa de Jesús llega a una percepción clara de esta verdad soteriológica, expuesta bajo la fórmula «con el favor de Dios», que usa como acepción de gracia. Se repite como un ritornelo en todas sus páginas. Indica un conjunto de auxilios interiores y exteriores de la gracia para toda obra buena, que sólo puede hacerse con el favor de Dios, pues «sin éste ya se sabe no podemos tener un buen pensamiento» (V 11,9).

Invoca el favor de Dios, concretamente, en los comienzos de su vida espiritual, para «huir de las ocasiones» (V 4,9) y «apartarse de los peligros» (V 8,11). Es necesario para emprender el camino de la oración («sacar agua del pozo»: V 11,9) y tener ánimo para cosas grandes: «Es imposible conforme a nuestra naturaleza –a mi parecer– tener ánimo para cosas grandes quien no entiende está favorecido de Dios» (V 10,6; V 13,2). A «los que comienzan a ser siervos del amor» (V 11,1), «póneles tantos peligros y dificultades delante, que no es menester poco ánimo para no tornar atrás, sino muy mucho y mucho favor de Dios» (V 11,4).

Asimismo, es necesario el favor de Dios para progresar en la virtud (V 13,10; C 4,10), en el desprecio del mundo (V 13,4), en el desasimiento (V 21,8; C 15,7); para seguir el camino emprendido de oración (V 16,8), hasta llegar a beber el agua viva de la contemplación (C 16,6.8; C 19); para ser fiel a las mercedes recibidas (V 18,4); para perseverar en la gracia (V 31,19; 37,3; M 6,5,12; 8,6; 10,3); en fin, para ser santos:

«Dios nos libre, hermanas, cuando algo hiciéremos no perfecto decir: ‘no somos ángeles’, ‘no somos santas’. Mirad que, aunque no lo somos, es gran bien pensar, si nos esforzamos, lo podríamos ser, dándonos Dios la mano; y no hayáis miedo que quede por El, si no queda por nosotras. Y pues no venimos aquí a otra cosa, manos a labor, como dicen: no entendamos cosa en que se sirve más el Señor, que no presumamos salir con ella con su favor. Esta presunción querría yo en esta casa, que hace siempre crecer la humildad: tener una santa osadía, que Dios ayuda a los fuertes y no es aceptador de personas» (C 16,12).

En el último tramo del itinerario espiritual, el favor de Dios se intensifica y se convierte en auxilio especial, que se concreta en «favores» (M 6,3,17), «mercedes, «regalos», «bienes sobrenaturales»… Son gracias místicas, que caracterizan el estado de unión contemplativa y que no pueden alcanzarse con el sólo favor ordinario de Dios: «El alma no puede por sí llegar a este estado, porque es todo obra sobrenatural que el Señor obra en ella» (V 22,1). Se necesita una gracia o auxilio especial, que Teresa llama «sobrenatural» (Sobre­natural).

Concluyendo, queremos destacar la importancia de la gracia en la experiencia teresiana y en la soteriología cristiana. Teresa es un testimonio cualificado de la economía de la gracia dentro de la Iglesia. Ciertamente, no habla de ella como teólogo, aunque no desconoce las cuestiones más candentes de su tiempo. Habla desde la maravillosa experiencia, que Dios hizo con ella. Fue, ante todo, «un testigo excepcional de la realidad de los valores sobrenaturales existentes en el alma propia y en la de todo justificado» (T. Álvarez, Estudios Teresianos III, p. 170). Esta es su gran aportación a la soteriología cristiana, que ratifica al teólogo en la verdad de su reflexión y le infunde un nuevo aliento de vida.

BIBL. – T. Álvarez, Santa Teresa de Jesús contemplativa, en «Estudios Teresianos», III, pp. 154-163, («El misterio de la gracia»); F. Domínguez Reboiras, «El amor vivo de Dios». Apuntes para una teología de la gracia desde los escritos de Santa Teresa de Jesús», en «Compostellanum» 15 (1970), 5-59; S. Castro, La vida y la luz, la muerte y las tinieblas. Gracia y pecado, en «Temas Teresianos», Ávila 1987, pp. 147-154.

Ciro García

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Gozo/s

El «gozo» es un fruto del Espíritu Santo concedido al «hombre nuevo» en Cristo, –como contrapunto a las «apetencias de la carne»–. A quien se deja conducir por el mismo Espíritu (Gál 5,22). Sinónimo de alegría, deleite, consuelo, júbilo, etc., nos muestra en T las cotas más altas de su experiencia fruitiva en la inmersión mística trinitaria. El mensaje teresiano es un reflejo patente de ese «grito» (kraxein, que dice Pablo: Rom 8,16; Gál 4,6) con que el hijo de Dios «exclama», a una con el Espíritu de Cristo, ante el amor fontal del Padre.

Será justamente en sus Exclamaciones donde T alcance los tonos más agudos de su gozo-deleite en el Espíritu. En cuanto nos sea posible, vamos a seguir este canto al «goce místico» de la Santa, desde su hontanar profundo hasta sus manifestaciones cristológicas y pneumáticas. Simple profecía reservada a quienes engolfados en estos misterios, poseen la pregustación «ya aquí» de los bienes divinos y su promesa eterna en la esperanza.

1. En los deleites del Dios-Padre

Por naturaleza y destino, por creación y adopción divinas, estamos destinados a ser felices y a gozar de la fruición expansiva de las Tres Personas eternamente felices: «Considera el gran deleite y gran amor que tiene el Padre en conocer al Hijo, y el Hijo en conocer a su Padre, y la inflamación con que el Espíritu Santo se junta con ellos… Estas soberanas Personas se conocen, éstas se aman y unas con otras se deleitan» (E 7,2). Pero Dios tiene también sus «deleites con los hijos de los hombres» (Prov 8,31) y T se pregunta extrañada: «¿Fáltaos, Señor, con quién os deleitéis, que buscáis un gusanillo tan de mal olor como yo?» (E 7,1). La respuesta del Padre confirma y explica este misterio de participación condescendiente: «Aquella voz que se oyó cuando el Bautismo, dice que os deleitáis con vuestro Hijo (Lc 3,22). ¿Pues hemos de ser todos iguales, Señor? ¡Oh, qué grandísima misericordia y qué favor tan sin poderlo nosotras merecer!» (ib).

T sabe bien hasta qué punto Jesús es portavoz de la voluntad gozosa del Padre: «No te inquietes por nada; goza del bien que te ha sido dado, que es muy grande: mi Padre se deleita contigo y el Espíritu Santo te ama» (R 13). Misterio de la inhabitación trinitaria, del «excesivo amor» de cada Persona divina que tiene «imprimidas» (R 16,2) y como «esculpidas» en su alma (R 47). Al presente no se agota el deleite de los Tres, pero estas gracias despiertan en ella el anhelo de la posesión definitiva: «Son unas grandezas, que de nuevo desea el alma salir de este embarazo que hace el cuerpo para no gozar de ellas» (R 47).

La enjundia del deleite no está en saber si se goza en el cuerpo o en el alma, sino la convicción de que «era el alma capaz de gozar mucho» aun siendo incapaz de disfrutar totalmente de la felicidad increada. En otra Relación intenta explicarnos simbólicamente esta experiencia del Dios trinitario: «Como cuando una esponja se incorpora y embebe el agua; así me parecía mi alma se enchía de aquella divinidad y, por cierta manera, gozaba en sí y tenía las tres Personas» (R 18). Expe­riencia de vida trinitaria, de efusión y comunión paterna con sumo gozo divino: «Parecíame que la Persona del Padre me llegaba a Sí y decía palabras muy agradables. Entre ellas me dijo, mostrándome lo que quería: ‘Yo te di a mi Hijo y al Espíritu Santo y a esta Virgen: ¿qué me puedes tú dar a Mí’?» (R 25,2). Coloquio paterno-filial.

2. El gozo con Cristo Esposo

Jesús es el enviado del Padre por quien «nos vienen todos los bienes» (V 22,7). De forma especial nos participa «su» gozo (Jn 15,11) hasta colmar nuestra capacidad asombrosa de ser felices (Jn 16,21-22). T no terminaría nunca de ponderar su vivencia fruitiva en comunión con su Esposo: el gozo de sentirse «rescatada», de hallar «el tesoso escondido» del Reino, de alegrarse en su Resurrec­ción pascual, de su presencia en la eucaristía y en la propia alma.

Cristo es quien la conduce hasta el Padre como «redimida» («Esta que me diste te doy»: R 15,3). Misterio insondable que la hace cantar: «vuestra soy, pues me redimisteis» (Po 2,3). Condensa así toda su experiencia del amor misericordioso con que Dios la «rodea» y «fuerza» para atraerla hacia Sí (V 8,12); los forcejeos del Amado que la gana hasta hacerle saborear el gozo del «agua viva»… Con una pedagogía acoplada a la necesidad humana («porque si no conocemos que recibimos no despertamos a amar»: V 10,4), el Señor la va granjeando con «gustos y regalos» (V 9,9), con detalles de consuelos que la convencen de que El «regálase allí, huélgase allí» (V 10,2). «Con regalos castigabais mis delitos», concluye Teresa en su repaso del enamoramiento (V 7,15).

Como expresión teresiana de este su deleite cristopático está el trasfondo de los misterios gozosos y gloriosos del Señor. Si es «esta Humanidad sacratísima, en quien su Majestad se deleita», por quien contentamos a Dios y de quien recibimos todo (V 22,6), cualquier empeño de gozo espiritual pasa por este «enamorarse mucho de su Sagrada Humanidad y… alegrarse con El de sus contentos y no olvidarle por ellos» (V 12,2).

En los momentos de «oración sabrosa» (V 22,4) el gozo del Espíritu se centra en la contemplación pascual del Señor. Nadie puede quitarle al alma «de estar con El después de resucitado» (V 22,6), saboreando cómo salió del sepulcro (V 26,4) y ponderando «el amor que el Señor nos tuvo y su resurrección», que es la que «nos mueve a gozo» (V 12,1).

Y en los estados supremos de esta relación, cuando ya el alma no se preocupa siquiera de «gozarme más, sino en hacer mi voluntad» (R 19), entonces siente la presencia silente y poderosa del «pax vobis» (Jn 20,19) en el mismo centro del alma, con un «grandísimo deleite… que no sé a qué lo comparar, sino que quiere el Señor manifestarle por aquel momento la gloria que hay en el cielo» (M 5,1,12; M 7,2,3). Saborea al mismo tiempo el gozo de la «joya dada» (V 10,5), el «gran tesoro» escondido (V 16,7), y la «gota de agua» que salta hasta la vida eterna (V 11,10-11). Y, como la mujer del Evangelio que halla la moneda perdida, «querría dar voces en alabanzas el alma», que «no cabe en sí» [con] «un desasosiego sabroso… Aquí querría el alma que todos la viesen y entendiesen su gloria para alabanzas de Dios y que la ayudasen a ella, y darles parte de su gozo porque no puede tanto gozar» (V 16,3).

3. El gozo en el Espíritu

La conversión y conformación a Cristo es para T la obra de filigrana del Espíritu Santo. Por ser «Dador de vida» a El le corresponde guiar la voluntad de «contentarle en todo al Señor» (V 24,5). La Santa no desea otra cosa. Por eso invoca al «Consolador» presente en ella y obtiene su primera gracia mística de conversión a Cristo. Así nos recuerda «la gran merced» recibida al paladear orante el Veni Creator en la Pascua de Pentecostés: «Habiendo estado un día mucho en oración y suplicando al Señor me ayudase a contentarle en todo, comencé el himno; y estándole diciendo, vínome un arrobamiento tan súbito que casi me sacó de mí… Entendí estas palabras: ‘Ya no quiero que tengas conversación con hombres sino con ángeles’…Y así me hizo temor, aunque por otra parte gran consuelo que, en quitándoseme el temor –que a mi parecer causó la novedad–, me quedó» (V 24,5).

De esta primera gracia pentecostal vuelve a dar fe T veinte años más tarde, cuando en Beas hace voto de obediencia al P. Gracián. Era otro segundo día de Pascua del Espíritu Santo. Sentía cierta reticencia para dar este paso, pero el Espíritu deshace sus dudas y la fortalece para lo más perfecto: «Ni sé si merecí, mas gran cosa me parecía había hecho por el Espíritu Santo, al menos todo lo que supe. Y así quedé con gran satisfacción y alegría y lo he estado después acá» (R 40,8).

El Espíritu Santo cumple su misión de ahijarnos del Padre y de corformarnos con Cristo «enamorando» y «encendiendo» el fuego en nuestros corazones. El es «el Medianero entre el alma y Dios, y el que la mueve con tan ardientes deseos que la hace encender en fuego soberano, que tan cerca está» (Con 5,5). Y al Espíritu atribuye el vínculo de amor que nos «ata» con la Trinidad: «Que, por desbaratado que ande el pensamiento, entre tal Padre y tal Hijo forzado ha de estar el Espíritu Santo que enamore vuestra voluntad y os la ate con grandísismo amor, ya que no basta para esto tan gran interés» (C 27,7).

Por su acción llega la inhabitación divina a su culmen de simbiosis mística (M 7,1,6), transformando con su fuego al gusano en «mariposica» de hombre nuevo: «Entonces comienza a tener vida este gusano, cuando con el calor del Espíritu Santo se comienza a aprovechar del auxilio general que a todos da Dios y cuando comienza a aprovecharse de los remedios que dejó en su Iglesia» (M 5,2,3).

4. Tonalidades del gozo espiritual

Todos los contenidos y formas de la fruición espiritual se inscriben en la vivencia teresiana, desde el inicio de su vida mística hasta su última expresión antes de morir: «Ya es llegada la hora de que salgamos de este destierro, y mi alma se goce contigo de lo que tanto he deseado» (Efrén-Otger, ST y su t., II/2, 803). No teoriza sobre matices filológicos si se detiene en conceptualizar sus goces íntimos. Se contenta con afirmar lo que «siente» su alma sin espejismos engañosos: «Que me favorezca –dice– su Majestad para entender por descanso lo que es descanso, y por deleite lo que es deleite. ¡Y una higa para todos los demonios!» (V 25,22).

Por complemento de cuanto es para ella la alegría, señalamos algunos matices expresivos de este gozo en el Espíritu.

– Gozo inseparable del amor: Como aval de autenticidad y de gratuidad inmerecida: «El corazón que mucho ama no admite consejo ni consuelo sino del mismo que le llagó» (E 16,1). No existe motivación humana para este contento difuso, puro don del Espíritu: «Conoce que goza de lo que ama y no sabe cómo goza: es don del Señor de ella y del cielo y, en fin, da como Quien es» (C 25,2). Por eso los contentos divinos borran otros apetitos, como el amor auténtico libera de falsos amores: «es posible pasar el alma enamorada por su Esposo todos esos regalos y desmayos y muertes y aflicciones y deleites y gozos con El, después que ha dejado todos los del mundo por su amor» (Conc 1,6).

– Gozo jubiloso en la oración: Aquí verifica T su vida y sus deseos de «contentar a Dios» (F 2,4) no sólo de palabra. En la oración halla el momento privilegiado para ejercitarse en «dar recreación a este Señor nuestro y así se venga muchas veces a este huerto [del alma] y a holgarse entre sus virtudes» (V 11,6). Y como «no es otra cosa el alma del justo sino un paraíso donde El dice tiene sus deleites» (M 1,1,1), en el trato de amistad realizado en el «cielo pequeño de nuestra alma» (C 28,5) «nunca falta consolación» (C 20 tít). Expresión máxima de este agrado a Dios es la «alabanza» y «glorificación de Dios: el hacer todo para gloria y bien de su Iglesia» (C 3,6). Toda oración culmina en la obligada doxología de su jubiloso «amén, amén» (V 19,15).

– Gozo contagioso: A pesar de ser el gozo espiritual una experiencia inefable e íntima, un «entrañarse con este sumo Bien» (E 17,11) en el más profundo silencio del alma con su Esposo (M 7,3,11), T insiste mucho en la condición incontenible, participativa y contagiosa del mismo. Su espíritu reedita la fiesta de la mujer que halló el «gran tesoro» (Lc 15,9=V 16,3.8) y la fiesta del Padre de las misericordias por el «hijo reencontrado y vuelto a casa» (Lc 15,22=M 6,6,10). Su alma «está que no cabe en sí, [con] desasosiego sabroso» que irrumpe en lírica poética de macarismos incontenibles: «Aquí querría el alma que todos viesen y entendiesen su gloria para alabanza de Dios, y que la ayudasen a ella y darles parte de su gozo porque no puede tanto gozar… Toda ella querría fuesen lenguas para alabar al Señor. Dice mil desatinos santos, atinando siempre a contentar a Quien la tiene así… ¡Bendito seáis por siempre, Señor! ¡Alaben os todas las cosas por siempre!» (V 16,3-4).

Todos los escritos de T están plagados de elevaciones similares, de exclamaciones jubilosas y agradecidas a Dios, pues, a pesar de todo, «hay quien ame a tu Dios como El merece» (E 7,2). «Todo su contento provoca alabanzas de Dios» (M 6.6.10). El alma es incapaz de «disimular» su alegría, «que este gozo la tiene olvidada de sí y de todas las cosas, que no advierte ni acierta a hablar sino en lo que procede de su gozo, que son alabanzas de Dios» (M 6,6,12). Es como una reedición del «magníficat» mariano (E 7) o del «cántico de las criaturas» del Poverello: «Es un gozo tan excesivo del alma, que no querría gozarle a solas sino decirlo a todos para que le ayudasen a alabar a nuestro Señor, que aquí va todo su movimiento. ¡Oh, qué de fiestas haría y qué de muestras, si pudiese, para que todos entendiesen su gozo! /…/ ¡Y ayúdennos todas las criaturas por los siglos de los siglos, amén, amén, amén!» (M 6,6,10.13).

– Profecía del gozo pleno: T, como todos los santos que han hecho escuela en la alegría cristiana (Ex. Ap. Gaudete, p. 36), mueve su vivencia y mensaje entre el gozne del gozo poco encarecido y nunca perfectamente poseído aquí. Para su mejor entendimiento distingue entre la «ordinaria alegría» (F 27,12), en que se manifiesta «el gozo interior» (F 12,1), y el gustar del «gozo del alma cuando está así» en la «paga de esta vida» (Conc 4,7-8). Pero por mucho que ésta se adelante y se pondere su semejanza con la plena posesión del Bien Amado (V 10,3), por más que se compare con el gozo de la gloria (C 40,9), estamos ante una vivencia precaria. Sólo «en alguna manera podemos gozar del cielo en la tierra» (M 5,1,2). Por eso la fruición del alma aquí no es más que un simple aperitivo de «los tesoros que se han de gozar sin fin» (M 6,4,10). «Entrañada» y «embebida», «engolfada y absorta» por el «rocío deleitoso» (Conc 5,4), T no deja de pensar en el éxodo definitivo hacia la «tierra propia» (C 40,8), en la entrada de la nueva «ciudad de Jerusalén» (F 4,4).

Mientras esto llega, la esperanza sostiene la «agonía» (V 16,1) y la impresión de que el cuerpo ya no aguanta tanto gozo (V 17,1). El gozo del Espíritu se disfruta al presente sólo «a tiempos» (M 6,1,2) y «a sorbos» (V 22,5;C 30,6). Hay un ansia, deseos y envidia irreprimibles de «gozar del todo a su Bien» (E 13,1;V 29,14). Es el impulso teologal de la «gran esperanza de ir a gozar perpetuamente» (C 30,6), el gemido del Espíritu que clama por la plena redención del hombre y que hace exclamar: «ansiosa de verte, deseo morir» (Po 7,1). Por eso invoca T su traspaso final: «no se goza estando viva: ¡muerte, no me seas esquiva!» (Po 1,7). Recuerda la alegría de los santos «cuando les dijeron ¡Vamos!» (V 27,l9; F 16,3) y anhela la «posada de para siempre, para sin fin» (C 22,1). Un fin que viene a rescatar «la verdad de cuando niña», aquel «para siempre, siempre, siempre» (V 1,4). Sólo en esta perspectiva gloriosa, el disfrute de Dios tiene su último sentido: «¡Oh, qué tarde se han encendido mis deseos…! Descansa mi alma considerando el gozo que tendrá, si por vuestra misericordia le fuere concedido gozar de Vos» (E 4,1). Desde ese entonces del Espíritu que dice «ven», T acuerda el cántico de las misericordias divinas (M 7,1,1;V 14,10) y exclama como esposa enamorada: «Te gozarás con tu Amado, con gozo y deleite que no puede tener fin» (E 15,3).

BIBL. – Díez, Miguel Ángel, La alegría cristiana y el gozo del Espíritu desde la experiencia teresiana, en «Vida Religiosa» 53 (1982) 301-310; Paul M. de la Croix, Aux sources bibliques de la joie, en EtCarm, Bruges 1949,11-20.

Miguel Ángel Díez

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Generosidad

Es uno de los rasgos característicos de la imagen de Dios en la teología de Teresa: uno de sus atributos fundamentales, su oblatividad, su propensión a dar, su misma condición de don para el hombre, en Cristo y en su Espíritu. El es un Dios “ganoso de hacer mucho por nosotros” (M 6,11,1; cf V 3,3). Es “amigo de dar” (M 5,1,5). El es un “Señor tan grande y tan ganoso de hacer mucho por nosotros” (C 6,12). “No está deseando otra cosa sino tener a quién dar” (M 6,4,12). “Para tomarnos cuenta no es nada menudo sino generoso” (C 23,3). “Siempre da Su Majestad ciento por uno” (cta 294,13). “No acabamos de creer que aun en esta vida da Dios ciento por uno” (V 22,15).

“¿Qué podemos hacer por un Dios tan generoso, que murió por nosotros?” (M 3,1,8). Precisamente esa su condición oblativa, manifestada en Cristo Jesús, imprime y motiva la misma condición en el cristiano. En él la generosidad es un derivado del amor. En los perfectos, un derivado del amor puro: “son estas personas que Dios llega a este estado, almas generosas, almas reales…” (C 6,4). Según el dicho de san Pablo, “estas tales almas son siempre aficionadas a dar, mucho más que a recibir” (C 6,7).

Por eso, Teresa no simpatiza con las personas “apretadas” de mano, cortas en dar y en darse, es decir, en hacer el don de sí a Dios. A sus discípulas del carmelo de San José les propone, como condición previa al camino de oración, el “darse todas al Todo, sin hacerse partes” (C 8,1). O bien, darle de una vez para siempre la joya de la propia voluntad, para poder rezar con verdad el “hágase tu voluntad” (C 32,7-8).

Ella misma comparte esa condición de generosidad magnánima. A los pobres, “si mirase a mi voluntad, les daría lo que traigo vestido” (R 2,4). Y de cara a Dios, quizás la expresión que mejor refleja la manera de ser de Teresa es: “Sea bendito por siempre, que tanto da, y tan poco le doy yo. Porque ¿qué hace, Señor mío, quien no se deshace toda por Vos?” (V 39,6).

T. Alvarez

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Filosofía

T tiene un alto concepto de la filosofía y de los filósofos (“cuántas cosas de éstas hacían los filósofos o, aunque no sea de éstas, de otras, de tener mucho saber”: M 5,3,7), si bien en su apreciación, lo mismo que en el escalafón de las cátedras universitarias de su tiempo, a la filosofía se antepone la teología. Humoriza ella: “los letrados deben de ir por sus letras –que esto no lo sé–, que el que ha llegado a leer teología no ha de bajar a leer filosofía, que es un punto de honra, que está en que ha de subir y no bajar” (C 36,4). A veces a la filosofía le atribuye las competencias de nuestra ciencia de hoy. Así, hablando de los “elementos”, frío y agua, escribe: “Mucho valiera aquí hablar con quien supiera filosofía, porque sabiendo las propiedades de las cosas, supiérame declarar…” (C 19,3). En su léxico abundan más los vocablos comunes como “letras” y “letrados” (“es gran cosa letras”: V 13,16), el “saber” y la “sabiduría”, sobre todo ésta última. En su concepto, “la sabiduría” es propia de Dios o de Cristo (“le llamaron loco, y era la misma sabiduría”: V 27,14; cf C 22,6). En el común de las gentes sencillas, la sabiduría de la vida está muy por encima de la ciencia de especialistas y filósofos: “…hace el Señor en esta ciencia a una vejecita más sabia, por ventura, que a él [al docto], aunque sea muy letrado…” (V 34,12).

No analizamos aquí los diversos aspectos de filosofía y psicología implícitos en los escritos de T, en su interpretación del mundo, del alma humana, de la vida y de la sociedad, o de Dios. Quizá lo más relevante en ella es el gesto “filosófico” de fondo, que frecuentemente la pone en “admiración” o “asombro” o en su típica manera de “espantarse” ante lo profundo o ante lo incomprensible o ante lo que rebasa los límites de su saber y entender (“¡quién tuviera entendimiento y letras y nuevas palabras…!”, V 25,17), porque está convencida de que en cada cosa, incluso en las más pequeñas, hay grandes secretos: “creo que en cada cosita que Dios crió hay más de lo que se entiende, aunque sea una hormiguita” (M 4,2,2). Cf T. Álvarez, Admiración, estupor, espantar(se): gesto filosófico primordial en Teresa, en Estudios Teresianos. III, Burgos 1996, pp. 313-332.

T. Álvarez

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Fenómenos místicos

Reunimos bajo esta denominación una serie de manifestaciones accesorias de la vida mística teresiana, netamente distintas de la vida mística propiamente dicha, entendiendo por ésta el proceso de unión con Dios y su experiencia por parte del hombre. Lo místico es de por sí, como lo indica su nombre, misterioso y secreto, es decir, acontecido más allá del plano sensorial empírico, si bien dentro de la esfera conciencial de la persona. En cambio, el fenómeno o lo fenoménico, también en fuerza de su mismo nombre, es manifestación o lo manifestativo. Al unir esos dos extremos “fenómenos + místicos”, estamos hablando de las manifestaciones de lo “secreto” y profundo, que a veces acompañan a la vida mística y que a veces no sólo la manifiestan sino que la intensifican en el místico que las vive. Por su índole parapsicológica, es normal que frecuentemente provoquen serias sospechas por parte del psicólogo, y recelos de fraudulencia o falsificación en el teólogo. Sin embargo, es incontestable el hecho, no sólo por estar presente en la Biblia, sino por ser documentable en la historia de la más genuina espiritualidad, antigua y reciente.

En Teresa de Jesús distinguiremos dos aspectos: 1) el hecho mismo de los fenómenos místicos vividos y testificados por ella; 2) la valoración de los mismos por parte de la Santa.

1. Fenómenos místicos en la experiencia de T

Probablemente no le hubiera sido posible a la Santa contarnos el hecho fundamental de su vida mística, de no haber estado marcada ésta por toda una escala de fenómenos, que ella suele designar como “mercedes de Dios” y que por tanto los sitúa –como veremos luego– en el orden de la gracia o de las gracias místicas. Podemos enumerarlos, a ser posible con una sencilla clasificación:

En primer lugar, hay en su relato autobiográfico una serie de fenómenos fácilmente identificables con similares fenómenos bíblicos. Son, por ejemplo: – a) el rapto o arrobamiento o éxtasis (cf V 20), homologables por parte de ella con el “rapto” de san Pablo, “arrebatado al paraíso” (2 Cor 12, 4: V 38,1). Teresa los anota copiosamente, desde el primero que le acontece, referido en V 24,5; – b) las visiones de lo divino o las apariciones que en T nunca son corporales o sensoriales, y que igualmente son para ella homologables con similares visiones de san Pablo (2 Cor 15,8: V 27-28). En estos dos capítulos refiere sus primeras visiones de Cristo. Habían precedido otras, testificadas en V 7,6; – c) las hablas místicas, tan frecuentes en los libros proféticos y apocalípticos de la Biblia, y en el mismo Pablo (He 9,4-6: V 24,5…). Su primera percepción la consigna T en V 19,9; – d) las profecías de lo futuro o de lo lejano, igualmente testificadas en la Biblia, incluso en la historia de Pablo (He 9,12: V 25,2; 26,2); – e) las heridas místicas (R 5,15), y entre ellas la famosa “gracia del dardo” que le traspasa el corazón (V 29,13; M 6,2,2), con su conocida evocación del “vulnerasti cor meum” de los Cantares bíblicos; – f) finalmente, las revelaciones de lo divino o del plan salvífico, que en cierto modo forman el tejido del relato bíblico, comenzando por el misterio mismo de la Encarnación y su anuncio a la Virgen María o a san José (Lc 1,26…: V 21,12; 37,4…) y que abundan en los relatos de Teresa. Esas seis o siete especies de fenómenos son sumamente frecuentes en un estadio de la vida de Teresa de Jesús, dentro de su vida mística, y relatados sobre todo en sus escritos autobiográficos: Vida, Relaciones, y Libro de las Fundaciones. Baste recordar que el relato contenido en este último libro, tan realista, comienza con una palabra mística (pról. 2; y c.1,8), y concluye con la narración de la fundación de Burgos, salpicada de palabras interiores (31,4.11.26.36.49: capítulo redactado pocos meses antes de morir la autora). Para el estudio detallado del tema, remitimos a otras voces del presente Diccionario: apariciones, corazón, éxtasis, locuciones, profecías, visiones.

Hay, además, en los relatos teresianos otros fenómenos místicos de entidad menor, algunos con resonancia psico-somática; otros, de orden meramente psíquico. Enumeramos aquí los más relevantes: – a/ levitación, a manera de pérdida del peso específico del cuerpo: “veisos llevar y no sabéis dónde…: que me llevaba el alma y aun casi ordinario la cabeza tras ella… y algunas veces todo el cuerpo, hasta levantarle” (V 20,4, si bien el término culto “levitación” no es usado por T); – b) vuelo de espíritu, a veces identificado con el rapto (V 20,1), que ella describe como “un vuelo que da el espíritu para levantarse de todo lo criado, y de sí mismo primero” (ib 20,24; cf R 5,10; M 6,5, tít. y n.9); – c) júbilos, que “es, a mi parecer, una unión grande de las potencias… sin entender qué es lo que gozan y cómo lo gozan” (M 6,6,10): “gozo excesivo del alma” como el que “debía sentir san Francisco cuando le toparon los ladrones… y les dijo que era pregonero del gran Rey” (ib 11); – d) toques de amor, que hacen evocar la similar terminología de san Juan de la Cruz (“¡oh mano blanda, oh toque delicado!”), si bien con mucho menor relieve temático (M 7,3,9); – e) recogimiento infuso de toda la actividad intelectual e imaginativa (R 5, 3) y quietud amorosa de la voluntad, absorbida por el objeto amado (R 5, 4: M 4,1-2). No todas esas manifestaciones tienen igual importancia en los relatos o en la doctrina teresiana. Baste dejar constancia de ellas. En la biografía de T nos queda constancia documental, al menos en tres casos del fenómeno de bilocación. Ella no las menciona. No nos interesa aquí.

2. Evaluación doctrinal

Al escribir en 1573 su Libro de las Fundaciones, cuando ya la madre T era discípula de fray Juan de la Cruz desde hacía más de un año, perfila ella el balance de “algunas mercedes que el Señor hace a las monjas de estos monasterios” (título del c. 4º), y a la vez emite un juicio de valor sobre ciertas manifestaciones místicas, entre las cuales menciona los “arrobamientos” (=raptos), “visiones” y “revelaciones”. Y en el enjuiciamiento de ellos se expresa así: “bien entiendo que no está en esto la santidad ni es mi intención loarlas”, es decir, alabar a quienes lo reciben (F 4,8). Advierte a continuación la posibilidad de desvíos neuróticos y de falsificaciones fraudulentas (capítulos 5-7), para volver sobre el tema: “En lo que está la suma perfección, claro está que no es en regalos interiores ni en grandes arrobamientos ni en espíritu de profecía; sino en estar nuestra voluntad tan conforme con la de Dios, que ninguna cosa entendamos que quiere, que no la queramos con toda nuestra voluntad…” (ib 5,10).

Esa evaluación peyorativa de arrobamientos, visiones, etc. no permite sin embargo recapitular en su complejidad el pensamiento de T, tanto antes como después de esa fecha, que puntualiza, en cierto modo, su aprendizaje sanjuanista.

De hecho, en Vida (1566) es palmaria su idea de que ciertos fenómenos místicos mayores canalizan e intensifican la sustancia de la vida mística. En dos casos, al menos, es franca su valoración positiva: en los raptos o éxtasis, y en las heridas de amor. Según ella, los éxtasis nunca se reducen a la mera suspensión de ciertas funciones psico-físicas; sino que son en sí mismos, vectores de gracia, bien sea para un inefable conocimiento de las cosas divinas, o bien para un desasimiento liberador de ataduras terrenas desordenadas. Así es desde el primer éxtasis historiado por ella, cuyo contenido fueron las palabras de corte bíblico: “Ya no quiero que tengas conversación con hombres sino con ángeles” (V 24,5), éxtasis que reordenó toda su vida afectiva y apuró su relación con Cristo. Otro tanto vale para las heridas de amor, tipificadas en la “gracia del dardo”, cuyo contenido fue, en definitiva, la intensificación del amor teologal: “…creciendo en mí un amor tan grande de Dios, que no sabía [yo] quién me le ponía, porque era muy sobrenatural, ni yo le procuraba. Veíame morir con deseo de ver a Dios, y no sabía adónde había de buscar esta vida si no era con la muerte” (29,8).

Esa evaluación sustancialmente positiva de los mismos fenómenos místicos se reitera en el Castillo Interior. Esta vez, valoración extensiva al contenido de las “hablas” (M 6,3), de los éxtasis (ib 4), del vuelo de espíritu (ib 5-6), y de las visiones (ib 8-9). Ciertamente T tiene en la práctica una cierta alergia con fortísima resistencia a la externación de esos fenómenos (“dábame grandísima pena”: ib 20,5). Le da auténtica repugnancia el hecho de que puedan trascender al público (“de mejor gana me parece me determinaba a que me enterraran viva, que por esto” (V 31,12), hasta suplicar a Dios que la liberase de esa especie de teatralidad: “Supli­qué mucho al Señor que no quisiese ya darme más mercedes que tuviesen muestras exteriores” (ib 20,5). Pero nunca se pronuncia contra el contenido espiritual de esos fenómenos.

3. Evaluación posterior

Sí, es cierto que la teología espiritual de nuestro tiempo propende a devaluar los fenómenos místicos, incluidos los de T misma. Basta recordar los nombres de teólogos tan insignes como K. Rahner, U. von Balthasar, Gabriel de Sta. María Magdalena.

Sin embargo, en la mentalidad de los seguidores inmediatos de T, al menos dos de sus fenómenos místicos produjeron un impacto incalculable, debido en parte a la sensibilidad barroca del siglo XVII y finales del XVI: el éxtasis y la transverberación.

Así aparece en los primeros autores que escribieron sobre ella: fray Luis de León en la carta introductoria a las Obras de la Santa editadas por él, y mucho más el otro biblista, Francisco de Ribera, en su biografía de la Santa, especialmente a lo largo del libro IV. Ese aspecto llamativo de la vida mística de T pasa luego a los interrogatorios de su proceso de beatificación; el famoso “Rótulo”, preparado en Roma entre 1609 y 1610, le dedica una serie de números: 14. 15. 24. 81. 82. 84…

Ocurre otro tanto en el plano del arte y de la iconografía teresiana. Tanto sus éxtasis como su transverberación quedan consignados en todas las “Vite effigiate” de T. Y sobre todo, merecerán los honores de los grandes maestros del pincel y de la gubia a lo largo del siglo XVII: Velázquez y Rubens presentan a Teresa en éxtasis. L. Bernini esculpe en mármol la transverberación. Esta “gracia del dardo” tendrá incluso el honor de ser introducida en la liturgia carmelitana, que la celebra el 26 de agosto de cada año.

T. Álvarez

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Fe, Teología y espiritualidad de la

1. Premisas teológicas

Planteamientos teológicos subyacentes al pensamiento teresiano sobre la fe.

La fe tiene en santa Teresa, como en el lenguaje teológico y religioso, diversos significados. Expresa, ante todo, su fe en Dios, que aparece como fundamento de su vida espiritual; designa también la fe cristiana en su conjunto: revelación, Escritura, verdades de fe; más concretamente, significa la fe de la Iglesia, que ella vive en profunda comunión; finalmente, destaca su actitud pesonal de fe, como virtud teologal, vivida como relación y encuentro con Jesucristo y con las Personas divinas.

Los tres primeros significados corresponden a la realidad objetiva de la fe («fides quae») o conjunto de contenidos de la fe cristiana, que tienen su fuente en la revelación y en la tradición. El último responde a la realidad subjetiva de la fe («fides qua») o actitud personal de acogida y de adhesión a la verdad revelada.

El pensamiento de la Santa se enmarca en estas coordenadas generales de la fe cristiana, pero al mismo tiempo las desborda, por la carga experiencial, que tanto una como otra perspectiva tienen en ella. Esta característica hace de Teresa de Jesús un testigo cualificado de la fe cristiana. Y lo es, no sólo para los creyentes en su proceso de maduración de la fe, sino también para los que buscan a Dios.

La búsqueda de Dios: los primeros pasos de la fe

Precisamente la búsqueda y el deseo de Dios es el primer paso de la fe, desarrollado hoy por la teología y por la misma catequesis. Con ello se quiere expresar la correlación entre mensaje de la fe y sujeto humano, destacando, por una parte, la apertura del hombre a Dios y, por otra, la respuesta de Dios al hombre, que sale a su encuentro por medio de la revelación.

Es significativo, a este propósito, el planteamiento del Catecismo de la Iglesia Católica en los tres primeros capítulos de su exposición, que sirven de introducción a «La profesión de la fe cristiana». Comienza destacando el deseo de Dios: «El deseo de Dios está inscrito en el corazón del hombre, porque el hombre ha sido creado por Dios y para Dios; y Dios no cesa de atraer al hombre hacia sí, y sólo en Dios encontrará el hombre la verdad y la dicha que no cesa de buscar» (CEC 27).

Este planteamiento está en el origen de la comprensión antropológica que santa Teresa tiene del hombre, como ser abierto a lo absoluto y a lo trascendente, «capaz de Dios». Lo explica a través de la imagen del cristal, capaz de ser embestido por el sol. El ser humano está hecho «para participar de El», esto es, de Dios: pues es «tan capaz para gozar de Su Majestad, como el cristal para resplandecer en él el sol» (M 1,2,1).

A idéntica conclusión llega por el descubrimiento que hace de la interioridad de la persona humana. Esta adquiere su verdadero sentido en el encuentro con Dios dentro de sí misma (V 40,6; C 28,2; M 2,1,4). De ahí su consigna: «Buscar a Dios en lo interior» (M 4,3,3).

A esta consigna responde el «Vejamen», otro texto representativo de la experiencia de interioridad. Explica el sentido de las palabras, dichas por el Señor: «Búscate en mí». Según J. Martín Velasco, muestra «la correlación entre el descubrimiento del hombre y el descubrimiento de Dios» (J. Martín Velasco, en Actas, pp. 809-834).

2. Su arraigo en la fe

Revelación de Dios

La fe de Teresa está firmemente arraigada en la revelación y en la fe de la Iglesia. Es lo que le da seguridad y confianza. Si descubre a Dios en la interioridad, es porque éste se ha revelado y se ha comunicado previamente; pues El es el Dios «vivo y verdadero» (R 56), que se comunica y actúa en su vida, conforme a su plan revelador: «Al revelarse a sí mismo, Dios quiere hacer a los hombres capaces de responderle, de conocerle y de amarle más allá de lo que ellos serían capaces por sus propias fuerzas» (CEC 52).

Teresa de Jesús tiene una nítida percepción de esta comunicación de Dios, que la llena de estremecimiento: «¡Que queráis vos, Señor, estar así con nosotros…!» (V 14,10). «Trae consigo [esta comunicación] un particular conocimiento de Dios, y de esta compañía tan continua nace un amor ternísimo con Su Majestad y unos deseos aun mayores que los que quedan dichos de entregarse toda a su servicio» (M 6,8,4).

La experiencia teresiana de la revelación de Dios pone de relieve en primer término el sentido personal de la revelación cristiana, destacado por el Concilio Vaticano II: «Quiso Dios, con su bondad y sabiduría, revelarse a Sí mismo y manifestar el misterio de su voluntad… En esta revelación, Dios invisible, movido de amor, habla a los hombres como amigos, trata con ellos para invitarlos y recibirlos en su compañía» (DV 2).

Las verdades de la Escritura

Aunque Teresa llega a la percepción íntima de Dios a través de la experiencia, es plenamente consciente de que el camino de acceso principal es la Escritura. Su actitud es de total e ilimitada adhesión a la palabra revelada, criterio supremo de todas sus experiencias y revelaciones privadas: «Creo ser verdadera la revelación, como no vaya contra lo que está en la Sagrada Escritura o contra las leyes de la Iglesia que somos obligadas a hacer» (V 32,17). «Por cualquier verdad de la Sagrada Escritura me pondría yo a morir mil muertes» (V 33,5). «Ninguna [habla o revelación] que no vaya muy conforme a la Escritura hagáis más caso de ellas que si la oyeseis al mismo demonio» (M 6,3,4).

Es importante destacar cómo la inmensa mayoría de las hablas divinas están formuladas con palabras de la Escritura y cómo la escala de su proceso espiritual está sellada por experiencias de palabras bíblicas (cf T. Álvarez, Estudios Teresianos, III, pp. 134-142).

La fe de la Iglesia

Si firme es su aceptación de la palabra bíblica, no lo es menos su adhesión a la fe de la Iglesia, en cuya comunión quiere vivir y morir. Es la piedra de toque de la autenticidad de sus experiencias místicas. Son proverbiales sus confesiones de fe, sujetándose a «las verdades de nuestra fe católica» (V 10,6) y a «lo que tiene la santa Iglesia Católica Romana» (M pról. 3, concl. 4). «Bien cree lo que tiene la Iglesia» (V 30,12).

La Iglesia es el ámbito en que vive y madura su fe, en el que percibe la verdad de la Sda. Escritura y experimenta el misterio de Cristo: «Con este amor a la fe, que infunde luego Dios, que es una fe viva, fuerte, siempre procura ir conforme a lo que tiene la Iglesia, preguntando a unos y a otros, como quien tiene ya hecho asiento fuerte en estas verdades, que no la moverían cuantas revelaciones pueda imaginar –aunque viese abiertos los cielos– un punto de lo que tiene la Iglesia» (V 25,12).

Es también el mejor aval de la verdad de sus experiencias de oración, que somete al discernimiento de los confesores y de la jerarquía. Destaca el testimonio de la Relación 4, en la que hace un relato de su fe al Obispo de Salamanca e Inquisidor en Toledo, Francisco de Soto y Salazar: «El le dijo que todo esto no era cosa que tocaba a su oficio, porque todo lo que veía y entendía siempre la afirmaba más en la fe católica, que ella siempre estuvo y está firme y con grandísimos deseos de la honra de Dios y bien de las almas, que por una se dejara matar muchas veces» (R 4,6).

La misma preocupación de fidelidad a la fe católica y para que ésta vaya en aumento, la guía en la fundación de sus monasterios: «Siempre jamás estaba sujeta y lo está a todo lo que tiene la santa fe católica, y toda su oración y de las casas que ha fundado, es porque vaya en aumento. Decía ella, que cuando alguna cosa de éstas la induciera contra lo que es fe católica y la ley de Dios, que no hubiera menester andar a buscar pruebas, que luego viera era demonio» (R 4,10).

La fe de la Iglesia le da seguridad y es la que, en definitiva, cuenta a la hora de la verdad suprema, cuando llega el momento de la muerte. En ella se funda su esperanza de salvación: «En fin, Señor, soy hija de la Iglesia».

3. El núcleo de la fe teresiana: el misterio salvífico

El núcleo del credo teresiano está formado primordialmente por hechos salvíficos. Lo mismo que el pequeño credo histórico salvífico del Deuteronomio (Dt 26,5-10) o el primer credo de la comunidad cristiana (1Cor 15,3-7) o el mismo «Símbolo de los Apóstoles». No son enunciados abstractos, sino confesiones históricas de la acción salvífica de Dios, llevadas a término por la redención de Jesucristo y el don del Espíritu Santo.

El amor del Padre

Santa Teresa de Jesús contempla el amor del Padre como la fuente de todo bien, que nos lo ha dado todo en su Hijo, como dice san Juan de la Cruz. Este hecho es la suprema revelación de Dios Padre, que nos ha entregado lo que El más ama: Jesucristo. Y pone de manifiesto las «entrañas tan amorosas» de Dios:

«¡Oh Padre Eterno!, no son de olvidar tantos azotes e injurias y tan gravísimos tormentos. Pues, Criador mío, ¿cómo pueden sufrir unas entrañas tan amorosas como las vuestras, que lo que se hizo con tan ardiente amor de vuestro Hijo y por más contentaros a Vos, que mandasteis nos amase, sea tenido en tan poco… el Santísimo Sacramento?» (CE 4,2).

«¡Oh Señor mío, cómo parecéis Padre de tal Hijo y cómo parece vuestro Hijo hijo de tal Padre! ¡Bendito seáis por siempre jamás! ¿No fuera al fin de la oración esta merced, Señor, tan grande? En comenzando, nos henchís las manos y hacéis tan gran merced que sería harto bien henchirse el entendimiento para ocupar de manera la voluntad que no pudiese hablar palabra» (CV 27,1).

«¡Oh Hijo de Dios y Señor mío!, ¿cómo dais tanto junto a la primera palabra? Ya que os humilláis a Vos con extremo tan grande en juntaros con nosotros al pedir y haceros hermano de cosa tan baja y miserable, ¿cómo nos dais en nombre de vuestro Padre todo lo que se puede dar, pues queréis que nos tenga por hijos, que vuestra palabra no puede faltar? Obli­gáisle a que la cumpla, que no es pequeña carga, pues en siendo Padre nos ha de sufrir por graves que sean las ofensas» (CV 27,2).

Una de las gracias místicas que recibe es el amor que le muestra la persona del Padre, al decirle: «Yo te di a mi Hijo y al Espíritu Santo y a esta Virgen. ¿Qué me puedes tú dar a mí?» (R 25,2).

La redención del Hijo

El proyecto de salvación de Dios ha quedado concentrado en Jesucristo, que es la revelación del Padre: «Por esta puerta hemos de entrar, si queremos nos muestre la soberana Majestad grandes secretos» (V 22,6). Es también el Mediador y Redentor. Así lo proclama la Santa, haciéndose eco de un pasaje de la carta a los Hebreos (Heb 2,10 y 2Pe 1,4): «Este Señor nuestro es por quien nos vienen todos los bienes» (V 22,7). Por eso, al final de uno de los capítulos dedicado a la humanidad de Jesús, convencida de «tan grandes bienes como están encerrados en los misterios de nuestro bien Jesucristo» (M 6, 7,12), concluye: «No quiero ningún bien, sino adquirido por quien nos vinieron todos los bienes» (M 6,7,15).

La profesión de fe de Teresa gira en torno al misterio redentor de Cristo, fuente de esperanza y de gozo: «Porque en pensar y escudriñar lo que el Señor pasó por nosotros, muévenos a compasión, y es sabrosa esta pena y las lágrimas que proceden de aquí. Y de pensar la gloria que esperamos y el amor que el Señor nos tuvo y su resurrección, muévenos a gozo» (V 12,1).

La salvación en la Iglesia

De la mano del misterio de Cristo, viene el misterio de la Iglesia, como medio de salvación. Teresa de Jesús siente una pena desgarradora por los males y desgarros de la Iglesia y por la perdición de las almas. Es una experiencia eclesiológica, que la Santa traslada al plano cristológico, señalando cuánto mayor será «el sentimiento de nuestro Señor Jesucristo»:

«Es así que muchas veces he considerado en esto [en las vehementes ansias de Cristo en la última cena], y sabiendo yo el tormento que pasa y ha pasado cierta alma que conozco, de ver ofender a nuestro Señor, tan insufridero que se quisiera mucho más morir que sufrirla, y pensando si una alma con tan poquísima caridad, comparada a la de Cristo, que se puede decir casi ninguna en esta comparación, sentía este tormento tan insufridero, ¿qué sería el sentimiento de nuestro Señor Jesucristo, y qué vida debía pasar, pues todas las cosas le eran presentes y estaba siempre viendo las grandes ofensas que se hacían a su Padre? Sin duda creo yo que fueron muy mayores que las de su sacratísima Pasión» (M 5,2,14).

El misterio trinitario

El amor del Padre, el misterio de Cristo y de su Iglesia desembocan en el de la Santísima Trinidad. Este representa la cumbre de la profesión de fe de la Madre Teresa. Por gracia especial, alcanza una comprensión del misterio, que no hay quien la mueva de esta fe. Estaría dispuesta a disputar con todos los teólogos la verdad de este misterio (V 27,9). Cuanto menos lo entiende más lo cree (R 33).

El pasaje central, en el que se condensa su experiencia trinitaria, es el de las séptimas moradas. En él destaca la diferencia entre oír, creer y entender las palabras reveladoras del misterio: «Se le muestra la Santísima Trinidad, todas tres Personas distintas… Entiende con grandísima verdad ser todas tres Personas una sustancia y un poder y un saber y un solo Dios; de manera que lo que tenemos por fe, allí lo entiende el alma, podemos decir, por vista… Aquí se le comunican todas tres Personas, y la hablan, y la dan a entender aquellas palabras que dice el Evangelio que dijo el Señor: que vendría El y el Padre y el Espíritu Santo a morar con el alma que le ama y guarda sus mandamientos. ¡Oh, válgame Dios! ¡Cuán diferente cosa es oír estas palabras y creerlas a entender por esta manera cuán verdaderas son!» (M 7,1,6-7).

4. El dinamismo teologal de la fe

Con esta expresión queremos referirnos a la fe como actitud personal de Teresa. Es la «fides qua» o virtud teologal, en la que se manifiesta tanto su arraigo en la fe como el núcleo de su credo. Es, en definitiva, su respuesta a la revelación de Dios, cerrando así el proceso iniciado en su búsqueda.

Respuesta a la revelación y sentido de la vida

La primera expresión del dinamismo teologal de la fe es su carácter de respuesta. Esta aparece, efectivamente, como la culminación de un proceso, que se inicia con la búsqueda del hombre («el hombre ‘capaz’ de Dios»), al que sigue la revelación de Dios («Dios al encuentro del hombre»), y que termina con «la respuesta del hombre a Dios», expresada en la obediencia de la fe (cf CEC, cc. 1-3).

Desde esta perspectiva, el Catecismo define la fe como «la respuesta del hombre a Dios que se revela y se entrega a él, dando al mismo tiempo una luz sobreabundante al hombre que busca el sentido de su vida» (CEC 26).

Teresa experimenta los primeros pasos de su fe precisamente como una luz, que viene a redimensionar toda su existencia: «[Tenía] una luz de parecerme todo de poca estima lo que se acaba y de mucho precio los bienes que se pueden ganar con ello, pues son eternos» (V 5,2; cf 21,7). Gracias a la luz de la fe, comprende «la vanidad del mundo» (Conc 4,3), y su vida adquiere un sentido trascendente, vivido en tensión hacia el encuentro con el Señor.

La respuesta de la fe es un don de Dios, regalo de su gracia: «No hay [razón] para que Dios nos haga tan gran merced, sino sola su bondad» (V 15,7). «Esto es cosa muy conocida, el conocimiento que da Dios para que conozcamos que ningún bien tenemos de nosotros, y mientras mayores mercedes, más» (V 15,14).

Quiere decir esto que la fe es una virtud sobrenatural infundida por Dios, como explica la teología y ratifica este texto del Concilio Vaticano II: «Para dar esta respuesta de la fe es necesaria la gracia de Dios, que se adelanta y nos ayuda, junto con el auxilio interior del Espíritu Santo, que mueve el corazón, lo dirije a Dios, abre los ojos del espíritu y concede ‘a todos gusto en aceptar y creer la verdad’» (DV 5).

La formación en la fe: verdades de fe

Uno de los requisitos intrínsecos a la virtud teologal de la fe es el conocimiento y la formación en esa misma fe. Santa Teresa lo siente como una exigencia radical, nada común en su época y menos entre mujeres. Ella quiere ir fundada siempre en la verdad: la verdad de las Escrituras, la verdad de lo que enseña la Iglesia. Por eso busca el asesoramiento de los teólogos y de los que tienen letras: «Siempre he procurado buscar quien me dé luz» (V 10,8).

Son muy conocidos los pasajes en que hace su apología de los letrados (V 13,17-21; 28,6; R 3,7; C 3,2; M 5,1,7) y el sentido que tienen las letras para la vida espiritual: «Espíritu que no vaya comenzado en verdad yo más le querría sin oración; y es gran cosa letras, porque éstas nos enseñan a los que poco sabemos y nos dan luz y, llegados a verdades de la Sagrada Escritura, hacemos lo que debemos: de devociones a bobas nos libre Dios» (V 13,16).

Llama la atención la preocupación de Teresa por su formación religiosa y la de sus hijas. No es algo coyuntural; responde a la naturaleza misma de la fe cristiana, tal como ella la percibe. Sus principios esenciales no brotan de las exigencias naturales, sino de la revelación divina positiva. Este carácter positivo de la fe impone un deber primario: enterarse de su contenido. Este conocimiento no puede ser sustituido por la sola buena intención.

En el cristianismo la recta comprensión de las verdades de fe es tan fundamental como la buena intención: «¡Si hubiese de decir los yerros que he visto suceder fiando en la buena intención!» (V 13,10). La falta de formación religiosa es la causa primordial de muchas incoherencias de la fe. Por eso la Santa, refiriéndose a esta ignorancia, dice que «de devociones a bobas nos libre Dios» (V 13,16). «Cuando digo ‘credo’, razón me parece será que entienda y sepa lo que creo» (C 24,2).

Dentro del cultivo y formación de la fe, que Teresa de Jesús busca por todos los medios, hay que señalar las «grandes verdades», que el Señor le revela a través de su experiencia mística. Desde que Jesús se convierte en su libro vivo (V 26,5), es Él quien la va amaestrando sobre las grandes verdades de su vida: Quiere «hacer Dios que entienda el alma lo que El quiere y grandes verdades y misterios» (V 27,6). «El Señor la da a entender secretos y grandezas suyas» (V 27,12). «Muestra Su Majestad estas verdades de manera, que quedan tan impresas que se ve claro no lo pudiéramos por nosotros de aquella manera en tan breve tiempo adquirir» (V 38,4). Una palabra de las que el Señor le dice, «trae consigo esculpida una verdad que no la podemos negar» (V 38,16). Y refiriéndose a la humildad dice: «Entendí qué cosa es andar un alma en verdad delante de la misma Verdad» (V 40,3).

La maduración en la fe: vida de fe

El dinamismo y crecimiento en la fe no se da sólo por el conocimiento de las verdades de fe, sino también –y muy particularmente– por una adhesión plena a Dios, en el encuentro personal con Él. Es un crecimiento no en extensión, por el que se llega a conocer un número cada vez mayor de verdades, sino en intensidad, por el que uno se adhiere más plena y profundamente al misterio personal de Dios.

Este crecimiento en la fe sigue normalmente un proceso de purificación, que aparece descrito en san Juan de la Cruz en su conocida «noche oscura» (la «noche de la fe»), pero que en santa Teresa está más difuminado. Y es que en ella la purificación de la fe va unida a la purificación de la oración, en la que se expresa y desarrolla la fe. Para Teresa de Jesús la fe es el encuentro personal con Dios, que se vive en y por medio de la oración. El proceso de maduración de la fe coincide con el proceso de maduración de la oración.

Esta vinculación entre fe y oración es intrínseca a su misma naturaleza. Se ora como se cree y se cree como se ora: «Lex orandi, lex credendi». La oración es expresión de fe. Así la presenta el Catecismo: «Este Misterio [el Misterio de la fe] exige que los fieles crean en él, lo celebren y vivan de él en una relación viviente y personal con Dios vivo y verdadero. Esta relación es la oración» (CEC 2558).

En Teresa de Jesús la relación entre fe y oración es consecuencia de su misma definición de la oración, como «trato de amistad» (V 8,5), esto es, como «relación viviente y personal con Dios vivo y verdadero». Es «trato de personas», mucho más y antes que «trato de negocios»; es fundamentalmente «estar con El». No es algo directamente funcional, sino una realidad primordialmente comunional. La expresión más fuerte de esta comunión para la Santa es el encuentro personal con Cristo y con el misterio trinitario.

Actitud teologal: «fe viva»

La fe engloba toda la vida de Teresa. Lo mismo que la oración, en la que se expresa. Y así como ésta no se da aislada de su quehacer ordinario, como un recoleto parque religioso, al margen de los acontecimientos, lo mismo la fe. La oración teresiana a Dios brota de la vida y retorna a la vida; es un continuo fluir entre Dios y la vida, la vida y Dios. La mejor expresión de esta interrelación es su insistencia en cómo «Marta y María han de andar juntas» (M 7,4,12).

Este ensamblaje entre fe y vida, entre oración y compromiso, aparece en ella como una actitud teologal, que la lleva a descubrir a Dios en todas las cosas y que se expresa en la oración contemplativa, centro de su pedagogía sobre la oración (Camino de Perfección, cc. 25-26 y 31-32). Es una mirada de fe y una entrega confiada a la voluntad amorosa del Padre.

Esta mirada de fe y de entrega confiada es la manifestación de la fe viva, de que habla san Pablo (Rom 1,5; Gál 5,6), fórmula que repite con distintas modulaciones Santa Teresa, como criterio supremo de comportamiento (cf Concordancias: Fe). Ese «avivar la fe» (V 27,17) o tener «fe viva» (V 19,5; 27,9; 42,2; C 34,6) es reconocer a Dios en todo y hacer su voluntad. A los que «no tienen fe viva» Dios no les habla (Conc 1,11). Y ocurre que cuando «está tan muerta la fe…, queremos más lo que vemos que lo que ella nos dice» (M 2,1,5).

La «fe viva» representa, en definitiva, una especie de connaturalidad o de enraizamiento del creyente en la fe, de modo análogo a como se está arraigados en los principios naturales. Significa la plena asimilación de los criterios de fe y de su escala de valores, de modo que no sean solamente objeto de conocimiento, sino de convencimiento que motiva hondamente la vida. Es la culminación del proceso de maduración de la fe.

BIBL. – Ana M.ª López, La experiencia de fe en Santa Teresa, en «Studium Legionense» 23 (1982), 9-52.

Ciro García

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Pentecostés

En la liturgia y en el léxico de T, Pentecostés es la fiesta del Espíritu Santo o la “Pascua del Espíritu Santo”. Recuérdese que en el léxico teresiano las Pascuas son tres: de Resurrección, de Pentecostés y de Navidad (para esta última, cf ctas 280,1; 418,3; 421,4…). La Santa celebra todos los años con especial intensidad esa fiesta del Espíritu Santo y su octava. En la agenda de su vida interior recurren tres acontecimientos fuertes relacionados con ella, a saber:

– La primera en Vida 38,9, “una víspera del Espíritu Santo”, estando ya en San José de Ávila (año impreciso) y leyendo “en un Cartujano esta fiesta”. El ‘Cartujano’ era la Vita Christi del cartujo Landulfo de Sajonia. Y la lectura de ‘esta fiesta’ era el capítulo 84 de la cuarta parte: “De la venida del Espíritu Sancto el día sancto de Pentecostés, segund que lo cuenta sant Lucas en el capítulo primero de los Actos de los Apóstoles”. La Santa precisa a continuación: “leyendo las señales que han de tener los que comienzan y aprovechan y los perfectos, para entender está con ellos el Espíritu Santo, leídos estos tres estados, parecióme, por la bondad de Dios, que no dejaba de estar conmigo a lo que yo podía entender”. Efectivamente, el texto del Cartujano comenzaba así el punto cuarto de ese capítulo: “que ninguno puede saber por cierta sciencia si el Espíritu Sancto está en él, mas que esto se puede saber por conjecturas y señales y que estas señales son doce”. Expone las tres señales que lo indicarán “a los principiantes”, otras tres a los “que van aprovechando”, y por fin tres a los perfectos. Interesa puntualizar estas tres últimas, que según el Cartujano son: “Cuanto a los perfectos, son otras tres señales, de las cuales se toma conjectura que el Espíritu Santo los tiene llenos de sí mesmo. La primera es la manifestación de la divina verdad…, que se le comunica en apartado como a familiar amigo. La segunda señal es no temer en esta vida cosa alguna, sino a solo Dios… La tercera señal es el deseo de salir desta vida, por manera que por la muy aquejosa vehemencia e muy extremado incendio del divino amor, desee el ánima de ser libre e suelta de la cárcel de su cuerpo e estar con Jesucristo: ca el Espíritu Santo levanta el espíritu racional a la cumbre de los deseos de las riquezas altas e perdurables…” Esas fueron las páginas que incentivaron a la lectora que era Teresa: “Diome un ímpetu grande, sin entender yo la ocasión. Parecía que el alma se me quería salir del cuerpo, porque no cabía en él ni se hallaba capaz de esperar tanto bien. Era ímpetu tan excesivo, que no me podía valer… Arriméme, que aún sentada no podía estar, porque la fuerza natural me faltaba toda. Estando en esto, veo sobre mi cabeza una paloma… Era grande más que paloma… Sosegóse el espíritu con tan buen huésped… Fue grandísima la gloria de este arrobamiento. Quedé lo más de la Pascua tan embobada y tonta, que no sabía qué me hacer… No oía ni veía, a manera de decir, con gran gozo interior” (V 38,9-11).

– La segunda, referida en la Relación 67, ocurrió muchos años más tarde (6.6.1579), “víspera de Pascua del Espíritu Santo”, estando en la misma ermita de Nazaret de San José de Ávila, “considerando una grandísima merced que nuestro Señor me había hecho en tal día como éste, veinte años había” (ciertamente no hacía tantos), tiene de nuevo una “suspensión” de espíritu, y en ella recibe los célebres “cuatro avisos a estos Padres descalzos”.

– En fecha intermedia entre esas dos gracias anteriores, le ocurre la tercera, durante su viaje de Beas a Sevilla. En un alto del camino, “segundo día de Pascua del Espíritu Santo”, tras oír misa en una ermita de Ecija, emite su voto de obedecer de por vida al P. Gracián, “por hacer servicio al Espíritu Santo”, y bien a pesar de la enorme resistencia que sentía interiormente. Era el 23 de mayo de 1575.

T. Álvarez

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