Recreación

La recreación es una de las iniciativas de la Santa al idear el estilo de vida comunitaria de los nuevos Carmelos. Prueba de que ese aspecto humanístico forma parte importante de su ideal de vida religiosa, es su empeño por inculcarlo a fray Juan de la Cruz para que lo implante en Duruelo para la Comunidad de Descalzos.

La Santa lo codificará expresamente en las Constitu­ciones: “Salidas de comer, podrá la madre Priora dispensar que todas juntas puedan hablar en lo que más gusto les diere…” (c 9,6). “Después de completas y oración… pueda dispensar la madre (priora) que hablen juntas las hermanas… y el tiempo sea como le pareciere a la madre Priora” (c 9,8). “El Señor dará gracia a una para que den recreación a las otras: fundadas en esto, todo es tiempo bien gastado” (c 9,7). Es decir, la jornada de la comunidad carmelita estará marcada por dos tiempos de expansión (conversación y comunicación comunitaria), uno al final de la mañana y otro al final de la tarde, lo mismo que tendrá por la mañana y por la tarde sendas horas de oración. La novedad y audacia de esta iniciativa de la Santa consiste en que por introducirla en la jornada carmelitana, ha tenido que contravenir a lo prescrito en la Regla del Carmen, que no sólo imponía silencio durante toda la jornada, sino que prescribía “silencio mayor” (“silencio de Regla”, se lo llamaba) a partir de completas hasta dicha prima del día siguiente. Teresa en cambio introduce el segundo tiempo de recreación “después de completas y oración”, retrasando el silencio mayor a las ocho de la tarde: “En dando las ocho, en invierno y en verano, se taña a silencio” (c 2,5). Poco antes había prescrito: “Las Completas se digan en verano a las seis, y en invierno a las cinco” (n. 4).

Ya en vida de la Fundadora, esa decisión fue cuestionada por los legisladores oficiales. Las Constituciones de Alcalá (1581) volverán por los fueros de la Regla en contra del parecer de la Santa: “El silencio se guarde desde dichas completas hasta otro día que salgan de prima. Esto se guarde con mucho cuidado” (c 10,1). Y ya antes: “Adviértase que después de dichas completas se ha de tener silencio, conforme a la Regla” (c 5,8).

Una vez impreso ese texto en letra de molde, cuando la Madre Fundadora se vio con tal regresión categóricamente sancionada por la nueva ley, hizo presente su punto de vista, consultando a letrados y al propio Provincial Gracián, y de acuerdo con ellos decidió mantener la costumbre establecida por ella: “Las completas y recreación se hace como suele… A nuestro Padre (Gracián) no le ha parecido mal” (cta 412,14, a María de san José).

Con todo, la norma de las Constituciones de Alcalá se impuso en contra de lo decidido por la Santa. Todavía en vida de fray Juan de la Cruz (1588), al reeditarse las Constituciones de Alcalá, fue ése uno de los puntos nuevamente retocados y agravados. En lugar del pasaje antes citado (c 5,8), se lee: ”Pues según la Regla, las Religiosas han de guardar silencio desde Completas hasta otro día dicha Prima, ordenamos que las Completas se digan en todo tiempo después de cenar o colación: porque, dichas Completas, se guarde silencio como lo manda la Regla y Constitución”. Introducido por decreto del Nuncio César Speciano (13 oct. 1588) cf MHCT. t. 3, p. 350 (c 5,8, p. 95).

El pequeño percance legislativo quizás revista poca importancia. Lo que sí importa es el sentido de fondo que tiene, en clave humanística, esa innovación teresiana: la introducción de dos tiempos de recreación en el ritmo de la vida comunitaria.

Ya antes, la Santa había tenido que reaccionar con vivacidad frente a las limitaciones impuestas al horario de recreación por uno de los Visitadores de sus Carmelos, el P. Juan de Jesús Roca. Apenas la Santa tiene conocimiento de las actas firmadas por el Visitador, escribe al P. Gracián: “Si no han de tener comunión los días que comulgan, y dicen misa cada día, luego no tendrán recreación nunca. Y si los sacerdotes no guardan eso, ¿para qué lo han de guardar los otros pobres?” (cta 150,1).

Más allá de lo normativo, es interesante el aspecto positivo o recreativo de la vida religiosa. Para las recreaciones comunitarias se componen coplas y cantarcillos. Se disfruta especialmente de la presencia de las niñas que han entrado a formar parte de dos o tres comunidades: “ellas son toda nuestra recrea­ción”. Es singular el caso de ”Bela”, Isabel Gracián, que tan rápidamente se ha apropiado el recurso a las coplas y cantarcillos:

“La Madre fundadora
viene a la recreación
bailemos y cantemos
y hagamos son” (cta 169,1).

En los viajes y caminos, hay tiempo de oración y de recreación. A la Santa le encanta la naturaleza: los ríos, los paisajes, las peripecias. Una vez pasados los contratiempos, se los celebra comunitariamente.

T. Álvarez

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Reforma / reformar

Teresa vive gran parte de su vida en tiempo de reforma, bien sea dentro de la Iglesia, bien dentro de la propia familia religiosa, el Carmen. El concilio de Trento (1545-1563) afrontó en diversas sesiones esa tarea. En su sesión 25 (3-4.12.1563) trató por extenso la reforma de los religiosos y de las monjas (“de regularibus et monialibus”), decreto que será la pauta de fondo a que se atenga el General Carmelita Juan Bautista Rossi (Rubeo) en su gobierno de la Orden (1564-1578). Para implantar esa misma reforma en el Carmelo español, nombrará Pío V visitadores dominicos (26.8.1569), uno de los cuales, Pedro Fernández, desempeñará funciones de gobierno respecto de la madre Teresa y la nombrará priora de la Encarnación de Ávila (1571-1574).

La iniciativa de ésta en la fundación de nuevos Carmelos surgirá en fecha anterior al decreto tridentino. Anterior también a las actuaciones reformistas de Rubeo y del Visitador dominico. Surgirá con motivaciones y espíritu diverso del que inspiró las normas jurídicas del Concilio.

Es cierto que también ella hablará de reforma, reformar, reformaciones, reformadores. Pero nunca a propósito de la obra iniciada por ella dentro del Carmelo. Ninguno de esos vocablos –tan indicativos del aire de época– aparece en los escritos mayores de T: ni en Vida, ni en Camino, Moradas, Fundaciones. Aparecerán en escritos tardíos. A excepción de una alusión incidental en la brevísima Relación 50, comparecerán únicamente en el epistolario de Teresa. Y los motivará el hecho singular del nombramiento de Gracián como visitador y reformador de la provincia carmelita de Andalucía (“pro reformatione fratrum Ordinis Carmelitani in provincia Bethica”: MHCT 1,195). Nombramiento hecho por el nuncio papal N. Ormaneto el 22 de septiembre de 1574. Sólo a partir de esta fecha y aludiendo a la actividad derivada de tal designación entrará el tema “reforma/s” en el vocabulario y en las catego­rías mentales de Teresa.

Hablará de ello por primera vez en 1575, en carta al General de la Orden, P. Rubeo (cta 83, 6.8.9), mientras ella está en Sevilla, donde Gracián actúa de “reformador”, y consiguientemente T y sus monjas se ven implicadas en “estas reformas”, por ejemplo en la de las carmelitas de Paterna, en la que ella misma teme verse enredada (R 50: finales de 1575), como ya antes se había visto precisada a intervenir en el monasterio de la Encarnación de Ávila (1571-1574), donde se propuso promover la vida espiritual (y material) de la comunidad. Pero tampoco en este caso había hablado de “reforma”. Ni después de esa experiencia pensó que su obra fuese una reforma homologable con las que estaban en curso.

Ni en las Constituciones de sus monjas (publicadas en Salamanca 1581), ni en el autógrafo del Modo de visitar los conventos se designará al grupo de Carmelos teresianos como “reforma”, en contraste con el léxico entonces corriente. Otro tanto ocurre en los textos coetáneos o inmediatamente posteriores, cuando aludan a T y a su obra. A ella la llamarán fundadora, no “reformadora”. Así en 1581, la carta-prólogo de las Constituciones va dirigida “A la muy religiosa Madre Teresa de Jesús, fundadora de los monasterios de carmelitas descalzas”. Denominación que se repetirá al pie de los primeros grabados de su imagen en 1588 (edición de sus Obras), y en 1590 (en su primera biografía). Al frente de la edición príncipe de sus escritos, fray Luis de León los titula: “Los libros de la Madre Teresa de Jesús, fundadora de los monasterios de monjas y frailes descalzos…” (Samalanca 1588). Lo mismo rezará la portada de su primera biografía por F. de Ribera: “La vida de la Madre Teresa de Jesús, fundadora de las descalzas y descalzos carmelitas” (Salamanca 1590).

La designación “Reforma teresiana” y similares es de fecha posterior a la Santa y a esas ediciones. La consagró definitivamente a mediados del siglo XVII el historiador oficial de la familia teresiana, Francisco de Santa María (Pulgar), con su obra: “Reforma de los descalzos de nuestra Señora del Carmen… hecha por santa Teresa de Jesús” (Madrid 1644). Su predecesor, Jerónimo de san José (Ezquerra) había titulado su obra, con más acierto: “Historia del Carmen descalzo” (Madrid 1637). Con todo, para esas fechas ya había cundido el nominativo de “Reforma”, para designar la familia religiosa de la Santa. Fundadora.

T. Álvarez

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Regla del Carmen

La Regla del Carmen es un brevísimo código estatutario que desde los orígenes de la Orden carmelita inspiró y codificó la vida de los ermitaños del Monte Carmelo (Israel) y de sus sucesores. Data de la primera década del siglo XIII y fue escrita por el Patriarca latino de Jerusalén, Alberto Avogadro a petición de los mencionados ermitaños, y posteriormente aprobada (1247) por el Papa Inocencio IV.

Entre las lecturas de T, ningún otro texto, a excepción de la Biblia, ejerció sobre ella influencia tan profunda y determinante. Ninguno fue leído y releído con tanto interés.

De joven, T hizo su profesión religiosa “según la Regla del Carmen”. No poseemos la fórmula documental de su emisión de votos, pero con toda seguridad respondía al viejo formulario, según el cual cada profesa prometía obediencia al General de la Orden y a la priora del monasterio y a sus sucesoras “según la Regla de la dicha Orden, hasta la muerte” (Profesión). Así, en 1537. De nuevo la tomará como fundamental norma de vida al fundar el Carmelo de San José (1562). Y hará otro tanto en 1571, al renovar su profesión, “según la primera Regla”, por orden del Visitador Pedro Fernández. (Para una adecuada exposición del tema, remito a los artículos de “Estudios Teresianos”, que citaré abajo).

1. La opción por la Regla del Carmelo

Ya en 1560, al surgir el proyecto de fundar un nuevo monasterio “a la manera de las descalzas”, Teresa basó su decisión en el reclamo de fidelidad a la Regla profesada por ella: “Pensaba qué podría hacer por Dios. Y pensé que lo primero era seguir el llamamiento que Su Majestad me había hecho a religión, guardando mi Regla con la mayor perfección que pudiese” (V 32,9). Sobre esa base formula la petición de fundación enviada a Roma a finales de 1561 (MHCT 1, 4-8), y teniendo por base la Regla le llegarán las concesiones romanas (ib p. 9 y ss), a partir de febrero de 1562.

Entre tanto, estando ese año en Toledo, el encuentro con la beata andaluza María de Jesús, la afianza en esa decisión y ahonda su conocimiento personal del texto de la Regla: “hasta que yo la hablé [a María de Jesús], no había venido a mi noticia que nuestra Regla, antes que se relajase, mandaba no se tuviese propio…” De ahí la sucesiva opción de T por la radical pobreza evangélica: “…como ya yo sabía era Regla y veía ser más perfección, no podía persuadirme a tener renta…” (V 35,2-3).

De hecho, cuando por fin ha logrado fundar el Carmelo de San José, escribe: “Guardamos la Regla de nuestra Señora del Carmen, y cumplida ésta sin relajación…” (V 36,26).

2. La Regla en otros escritos de la Santa

Apenas terminado el Libro de la Vida, T redacta el Camino de Perfección, y le antepone el título-dedicatoria: “Avisos y consejos… a las hermanas… de la Regla primera de nuestra Señora del Carmen”. El proyecto inicial del libro fue comentar de cerca la Regla y las Constituciones de la casa (CE 6,1). Luego, la exposición desbordó ese esquema por demasiado estrecho y procedió con absoluta libertad desde la experiencia de la autora (cf el prólogo del libro). Pero reiteradamente volverá a reclamar la atención de las lectoras sobre lo que ella cree sustancial en la Regla del Carmelo: el lema de oración continua, la pobreza de las hermanas, la soledad y el silencio (C 3,5; 4,2; 4,9; 21,10…)

En las Constituciones de la nueva casa, retornará el reclamo de esos temas sustanciales, más la sensibilidad por el trabajo personal, la atenión a las necedidades de las hermanas, la corrección fraterna…, hasta concluir que en las nuevas Constituciones “casi todo va ordenado conforme a nuestra Regla” (9,14; cf 2,8; 4,1; 7,1; 9,1; 10,2; 11,1…).

3. Edición de la Regla en castellano

Probablemente la Santa había tenido sus dificultades para obtener un texto de la Regla en lengua romance, ya que a ella no le era posible la lectura del original latino. Por eso, ya al difundir en sus Carmelos el texto manuscrito de las Constituciones, les antepuso el de la Regla en versión castellana. (Nótese que en las llamadas Constituciones de la Encarnación no precedía dicho texto de la Regla, ni en el manuscrito de Sevilla (BMC 9, 481ss.), ni en el ms. de Osuna.)

Cuando, tras el capítulo de Alcalá en 1581, urge ella a Gracián la pronta edición de las Constituciones teresianas revisadas en la asamblea capitular, éstas aparecen precedidas del texto castellano de la Regla. De hecho, el opúsculo editado por Gracián ese mismo año en Salamanca lleva por título: “Regla primitiva y Constituciones de las monjas descalzas de la Orden de nuestra Señora la Virgen María del Monte Carmelo”. Y a continuación de la “epístola dedicatoria”, el nuevo código legislativo comienza: “Síguese la Regla primitiva de San Alberto…” (p. 1), con el texto articulado en 16 apartados de fácil lectura, y ratificado al principio y al final por la firma de los consejeros de Gracián y entre ellos por fray Juan de la Cruz (pp. 2 y 69). El texto castellano de la Regla ocupa las pp. 4-16. ¿Sería ésa la primera edición castellana de la Regla del Carmen? De momento no conocemos ediciones anteriores.

Bibl. – Reproducción facsimilar de la ed. princeps de la “Regla primitiva y Constituciones” de Salamanca 1581, en Burgos, ed. Monte Carmelo, 1985; T. Álvarez, Santa Teresa ante la Regla del Carmelo. En “Estudios teresianos” I (Burgos 1995) pp. 168-192; Id, Santa Teresa y la Regla del Carmelo: nuevos textos de la Regla anteriores a la Santa. Ib pp. 207-268; M. Herráiz, La Regla interpretada por Santa Teresa, en «La Regla del Carmelo», Roma 2000, pp. 45-58.

T. Álvarez

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Reino de los cielos

«El Reino de los cielos ha sido inaugurado en la tierra por Cristo. ‘Se manifiesta a los hombres en las palabras, en las obras y en la presencia de Cristo’ (LG 5). La Iglesia es el germen y el comienzo de este Reino» (CEC 567).

Otro de los términos usados por Santa Teresa de Jesús para designar las realidades últimas, paralelo al de «cielo» y «gloria», es el término «Reino» (78 veces), que aparece en el centro de la predicación de Jesús, según los Sinópticos. Con ello se quiere significar la irrupción de los tiempos escatológicos en la historia: «El tiempo se ha cumplido» (Mc 1,5). «El reino de los cielos ha llegado» (Mt 4,17). «Esta Escritura, que acabáis de oír, se ha cumplido» (Lc 4,21). El Reino es ya una realidad presente, aunque pendiente de su realización futura, que pide esfuerzo y lucha hasta su instauración plena, que será la intervención definitiva de Dios al final de los tiempos.

Podemos decir que estos tres significados, sin necesidad de forzarlos, se hallan presentes en la espiritualidad teresiana. Siguiendo la evolución cronológica de sus tres obras mayores, el Reino aparece dentro de una perspectiva futura, que polariza su vivencia, como meta de su peregrinación terrena (Vida); aparece también como realidad presente y como posesión íntima, en la que basa su pedagogía a la oración (Camino); y, en fin, es objeto de lucha por conquistarlo y defenderlo, tal como explica el símbolo guerrero del Castillo interior (Moradas).

1. El Reino, realidad futura

Como realidad escatológico-futura, el Reino (lo mismo que el cielo y la gloria) aparece en el horizonte de sus deseos, desde el principio de su andadura, puestos «los ojos en el verdadero y perpetudo reino que pretendemos ganar» (V 15,11). Uno de los puntos culminantes de esta andadura es la gracia que recibe como coronación de su oración de unión, paralela a la gracia –ya relatada– de su visión del cielo.

La Santa explica cómo, en una especie de arrobamiento o levantamiento de espíritu:

«Coge el Señor el alma, a manera que las nubes cogen los vapores de la tierra, y levántala toda de ella y sube la nube al cielo y llévala consigo, y comiénzala a mostrar cosas del reino que le tiene aparejado» (V 20,2).

Esta gracia la experimenta, ante todo, como un poder irresistible de Dios, semejante al poder del Reino, como fuerza salvadora que irrumpe en la historia por medio de Jesús:

«Viene un ímpetu tan acelerado y fuerte, que veis y sentís levantarse esta nube o esta águila caudalosa y cogeros con sus alas» (V 20,3). «Aprovecha poco cuando el Señor quiere, que no hay poder contra su poder» (V 20,6).

Pero, sobre todo, deja en ella unos efectos admirables: «Deja un desasimiento extraño», que «hácese una extrañeza nueva para con las cosas de la tierra, que es muy penosa la vida» (V 20,8); la muestra «la razón que tiene de fatigarse de estar ausente de bien que en sí tiene todos los bienes» (V 20,9); como san Pablo está crucificado al mundo (Gál 6,14), así ella se siente «como crucificada entre el cielo y la tierra» (V 20,11) y crece el «ansia de ver a Dios» (V 20,13).

2. La lucha por el el Reino

La Santa describe esta transformación radical, similar a la producida por el poder del Reino en aquellos que lo acogen, como fuente de arrojo y de valentía para luchar por la causa de Jesús:

«Aquí es la pena de haber de tornar a vivir. Aquí le nacieron las alas para bien volar. Ya se le ha caído el pelo malo. Aquí se levanta ya del todo la bandera por Cristo, que no parece otra cosa sino que este alcaide de esta fortaleza se sube o le suben a la torre más alta a levantar la bandera por Dios. Mira a los de abajo como quien está en salvo. Ya no teme los peligros, antes los desea, como quien por cierta manera se le da allí seguridad de la victoria. Vese aquí muy claro en lo poco que todo lo de acá se ha de estimar y lo nonada que es. Quien está de lo alto, alcanza muchas cosas. Ya no quiere querer, ni tener libre albedrío no querría, y así lo suplica al Señor. Dale las llaves de su voluntad» (V 20,22).

Esta transformación es, igualmente, fuente de señorío y de libertad (V 20,23), que la lleva a denunciar la mentira del mundo, su culto engañoso de la honra (V 20,26), y a proclamar la verdad del Evangelio, basada en la bienaventuranza del reino:

«¡Bienaventurada alma que la trae el Señor a entender verdades! ¡Oh, qué estado éste para los reyes! ¡Cómo les valdría mucho más procurarle, que no gran señorío! ¡Qué rectitud habría en el reino! ¡Qué de males se excusarían y habrían excusado! Aquí no se teme perder vida ni honra por amor de Dios. ¡Qué gran bien éste para quien está más obligado a mirar la honra del Señor, que todos los que son menos, pues han de ser los reyes a quien sigan! Por un punto de aumento en la fe y de haber dado luz en algo a los herejes, perdería mil reinos, y con razón. Otro ganar es. Un reino que no se acaba. Que con sola una gota que gusta un alma de esta agua de él, parece asco todo lo de acá. Pues cuando fuere estar engolfada en todo ¿qué será?» (V 21,1).

Teresa de Jesús quisiera «dar voces para dar a entender qué engañados están» (V 20,25). Y «tuviera en poco la vida por dar a entender una sola verdad de éstas» (V 21,2). Por eso no duda en entregarla de lleno:

«Aquí está mi vida, aquí está mi honra y mi voluntad; todo os lo he dado, vuestra soy, disponed de mí conforme a la vuestra. Bien veo yo, mi Señor, lo poco que puedo; mas llegada a Vos, subida en esta atalaya adonde se ven verdades, no os apartando de mí, todo lo podré; que si os apartáis, por poco que sea, iré adonde estaba, que era al infierno» (V 21,5).

3. El Reino, realidad presente

A tenor de lo dicho, la experiencia mística del reino que tiene Teresa de Jesús, no la arranca de la realidad histórica, sino que la hace tomar nueva conciencia de ella. Descubre sus verdaderas posibilidades de salvación, dadas por el reino de Dios, y lucha denodamente por su realización. Una vez más, se produce en ella un admirable trueque o «maravilloso intercambio»: del reino futuro al reino presente. Transportada por el espíritu al reino de los cielos, se siente llamada a implantarlo en la tierra. Descubierta su verdad, quiere comunicarla a los hombres. Degustados sus secretos, quiere compartirlos con los demás.

Esta interrelación entre el presente y el futuro del reino o entre el reino del cielo y el de la tierra, aparece más explícitamente a propósito de su glosa a la doble petición del Padrenuestro: «Sanctificetur nomen tuum, adveniat regnum tuum».

La Santa une las dos peticiones, pues para pedir que «sea santificado su nombre», Dios tiene que concedernos primero «su reino del cielo». Sólo, si Dios nos concede su reino, podremos alabar y santificar su nombre en la tierra:

«Mas como vio Su Majestad que no podíamos santificar ni alabar ni engrandecer ni glorificar este nombre santo del Padre Eterno conforme a lo poquito que podemos nosotros, de manera que se hiciese como es razón, si no nos proveía Su Majestad con darnos acá su reino, y así lo puso el buen Jesús lo uno cabe lo otro» (C 30,4).

El don del reino es una de las gracias que Dios concede, según la Santa, en el marco de la oración contemplativa, que se aprende en «la compañía del Maestro», que nos enseñó esta oración, cuando dijo: «Santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu reino». «Comienza el Señor… a dar a entender que oye nuestra petición y comienza ya a darnos su reino aquí, para que de veras le alabemos y santifiquemos su nombre y procuremos lo hagan todos» (C 31,1).

¿Cómo es este reino que el Señor comienza a darnos acá? Teresa, tomando como paradigma el reino del cielo, destaca estos rasgos:

«El gran bien que me parece a mí hay en el reino del cielo, con otros muchos, es ya no tener cuenta con cosa de la tierra, sino un sosiego y gloria en sí mismos, un alegrarse que se alegren todos, una paz perpetua, una satisfacción grande en sí mismos, que les viene de ver que todos santifican y alaban al Señor y bendicen su nombre y no le ofende nadie. Todos le aman, y la misma alma no entiende en otra cosa sino en amarle, ni puede dejarle de amar, porque le conoce. Y así le amaríamos acá, aunque no en esta perfección, ni en un ser; mas muy de otra manera le amaríamos de lo que le amamos, si le conociésemos» (C 30,5).

Finalmente, hay que destacar la alegoría del Castillo Interior, que es a la par un castillo de orfebrería y un castillo de guerra. En su centro está la cámara o palacio del Rey (M 1,2,2 y 14). «Una estancia adonde sólo Su Majestad mora» (M 7,1,3). El encuentro con él en el matrimonio místico (séptimas moradas), que es la realización plena del reino en nuestra condición terrena, no es para regalarse sino «para que nazcan obras» e «imitar a su Hijo en el mucho padecer» (M 7,4,4 y 6). Es la lucha por el reino, que Teresa encomienda a sus hijas en los primeros compases del Camino de Perfección:

«Todas ocupadas en oración por los que son defensores de la Iglesia y predicadores y letrados que la defienden» (C 1,2). «Lo que hemos de pedir a Dios es que en este castillo que hay ya de buenos cristianos, no se nos vaya ya ninguno con los contrarios, y a los capitanes de este castillo o ciudad, los haga muy aventajados en el camino del Señor, que son los predicadores y teólogos» (C 3,2).

Ciro García

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Religiosidad popular

1. Planteamiento

a) El tema: Teresa de Jesús y la religiosidad popular puede estudiarse desde diversos puntos de vista. Ella vivió y fue protagonista de formas, manifestaciones y prácticas de religiosidad popular = r. p., heredadas de los siglos precedentes. Fomentó y garantizó con su conducta algunas prácticas características, y las recomendó en sus libros y en su epistolario. Quiso también corregir algunos defectos o abusos, de lo que ella calificó como devociones a bobas (V 13,16).

Por otra parte Teresa de Jesús vivió y enseñó una espiritualidad elitista, centrada en la práctica de la oración mental, y es testigo cualificado de una elevada experiencia mística. Lo «elitista» y lo «popular» presentan en ella una perfecta simbiosis, operada por el amor incondicional a Dios, y por un conocimiento sapiencial de lo sagrado y de la misma vida del espíritu.

Dada la complejidad que presenta este tema en su doble vertiente: r. p. por una parte, y testimonio de Teresa de Jesús, por otra, conviene hacer un planteamiento correcto y adecuada del mismo, y marcar con precisión los objetivos de nuestra exposición.

b) La biografía teresiana registra múltiples datos y momentos especiales, que manifiestan al vivo el sentido profundo de la devoción y la religiosidad de la Santa reformadora. Ella es, por una parte, testimonio vivo de una r. p., vivida en el seno de su familia, y mamada con su primera educación social y religiosa. Por otra parte, a lo largo de su vida maduró y enriqueció esa religiosidad tradicional con nuevas aportaciones, al hilo de su progreso espiritual y de sus vivencias místicas más elevadas.

Su figura nos interesa aquí como testigo cualificado de una r. p. en línea de continuidad con el pasado; pero, también, como Santa y Doctora de la Iglesia, que supo construir sobre ese fundamento común el edificio luminoso de la más alta espiritualidad: las siete Moradas de su Castillo Interior. En ella se funden r. p. y la más alta espiritualidad.

2. Religiosidad popular

a) En estas últimas décadas se ha incrementado notablemente la bibliografía sobre la r. p., que se ha estudiado en todas sus líneas y derivaciones, y desde todos sus ángulos. Han visto la luz largas listas, o catálogos de libros y artículos científicos de carácter doctrinal, histórico, pastoral… que analizan el tema en sus variadas perspectivas.

Los estudiosos encuentran dificultades a la hora de describir, y más aún de definir la r. p. o de fijar sus notas características y diferenciales. Algunos autores adoptan en su análisis un procedimiento histórico, más que doctrinal. Pero, en más o en menos todos coinciden en señalar unas mismas características fundamentales.

b) Al margen de consideraciones que no son de este lugar, entiendo aquí la r. p. como un fenómeno que forma parte del mismo ser eclesial. Los sujetos y protagonistas de esta religiosidad constituyen, y han constituido lo que se llama hoy el Catolicismo popular, que se ha manifestado de una forma bastante uniforme a lo largo de todos los tiempos.

Religiosidad popular –como escribí en otra ocasión– es la forma de manifestar el pueblo cristiano sus creencias y sus vivencias de lo sagrado, en expresiones concretas y conexas con la cultura y la idiosincrasia de cada época y cada etnia, a pesar de la inculturación religiosa. Vivencia del pueblo, masa organizada que subsiste en los individuos particulares, que actúan en virtud de unos mismos principios: una misma fe y un mismo amor sobrenatural.

La r. p. está lejos de los conceptualismos y de las especulaciones teológicas. Utiliza lo concreto, y prefiere la mediación de los ritos y de las ceremonias, de los símbolos y los gestos cultuales. Las imágenes y los iconos de lo sagrado cobran aquí una importancia capital, lo mismo que las fiestas y las celebraciones litúrgicas.

Los misterios de la vida de Jesús –lejanos en el tiempo– se hacen cercanos en las representaciones plásticas –a veces al vivo–, de modo particular en el ciclo de Navidad y en el de la Pasión. Podemos decir que existía un modo popular de organizar las celebraciones festivas. Incluso, una idea, o concepto popular de Cristo, un poco distinto del concepto de los teólogos (cf Guerrero, A., «El Cristo popular», Nuevo Mundo (Caracas) 26 (1990) 213.306).

3. Religiosidad popular en la España del s. XVI

a) Nuestro objetivo concreto es analizar los rasgos, o destellos de r. p. que irradia la imagen de Teresa de Jesús, o que afloran en las páginas de sus libros. Se trata de una constatación, más que de un análisis. Nos interesa, por tanto, conocer el ambiente y las expresiones de la religiosidad vivida en el tiempo y el lugar en que se desarrolla la vida y la actividad de Teresa; con qué formas, o en qué prácticas se expresaba entonces el sentimiento religioso del pueblo.

La expresión oficial de la r. p. ha sido siempre en la Iglesia la liturgia, estructurada inicialmente a partir del siglo III, con relación a algunos tiempos especiales. En la Edad Media se configuró una r. p. no oficial, como complemento y prolongación de aquella liturgia, que por sus textos y el uso exclusivo de la lengua latina en todos sus actos, no satisfacía las legítimas aspiraciones del pueblo fiel, para expresar el dinamismo de su fe y de su devoción (cf Rosmini, A., Delle cinque piaghe della Santa Chiesa, Brescia, 1971, 18 y 21).

De ahí nacieron, por inspiración también de algunas situaciones de carácter social, los santuarios y las ermitas, como réplica a las iglesias parroquiales; los festejos y los «gozos» en honor del Santo Patrón o de la Virgen Abogada, como prolongación de las fiestas litúrgicas; incluso las asociaciones y las cofradías cultuales y de asistencia, como otras formas de practicar las obras de misericordia. Expresiones todas de la más pura r. p.

b) El siglo XVI heredó éstas y otras formas de r. p., y las universalizó y las potenció. Entre las formas más arraigadas destacan la devoción a Jesucristo, a la Virgen María y a los Santos, representados en iconos e imágenes, en pasos de Semana Santa … en los que la belleza y el sentimiento religioso rivalizan con la fuerza de la piedad y la devoción.

Este es el corazón de la r. p., que late todavía hoy lleno de vitalidad. G. de Rosa afirmaba en 1980: “En la religión popular, Jesucristo juntamente con la Virgen María y los Santos ocupan un lugar destacado, lo mismo que los actos de culto y de devoción, que se practican en su honor” (G. de Rosa, «EvÁngelizzare»…., 547).

Junto con esto se difunde el culto a la Eucaristía, como réplica a las doctrinas luteranas; a la Santa Cruz y a las reliquias. Se generaliza la piadosa práctica del Via Crucis, que al paso del tiempo evoluciona hasta tomar la forma actual. Son frecuentes las procesiones penitenciales, cultuales y de rogativas, y las de exaltación de los Santos, lo mismo que las peregrinaciones y las romerías a ermitas y santuarios famosos.

La devoción en esta época, como siempre, comprendía el amor, la veneración y la imitación de los Santos y de la Virgen María, como actos interiores de culto; y también la celebración de sus fiestas y la veneración y el culto tributado a sus imágenes.

A este propósito dice De la Rosa: “Hay que poner de relieve que en la religiosidad popular el culto de María y de los Santos tiene un carácter festivo. Se les honra haciendo fiestas en su honor” (G. de Rosa, «Evangelizzare»…, 548). Pancheri insiste en esta idea clave y fundamental: “La fiesta, con sus celebraciones rituales simbólicas, llenas de colorido y fantasías, es el momento típico y sumamente expresivo de la religiosidad popular” (F. S. Pancheri, 86).

c) En el terreno de las creencias el homo religiosus del siglo XVI, protagonista de la r. p., vive intensamente, con amor y temor su vinculación con Dios, con Jesucristo Redentor, con la Virgen María, los Santos y la Iglesia. Vive en un ambiente de «sacralización».

Este sujeto de la r. p, vivía inmerso en la realidad de Dios, que daba sentido a su misma vida. Interpretaba en sentido de providencia la pobreza, el trabajo y la enfermedad…, dominado por los misterios de la escatología, por el «maravillosismo», y por un espíritu de «localismo», o de sacralización del espacio y del tiempo. Hasta los Santos, san Juan de la Cruz, por ejemplo, son deudores a las influencias del ambiente. El entusiasmo incluso que todos sentían por la práctica de la oración mental es un tema que pertenece a este capítulo, porque en esa época, como dice M. Bataillon, “todo el pueblo se precipitaba en la oración”.

Hay que añadir aquí un capítulo sobre los milagros de carácter físico y moral, como integrantes de la r. p. La «miIagrería» estaba como profesionalizada. Y los videntes, curanderos y taumaturgos eran unos profesionales más, en aquella sociedad cargada de conductas extrañas y sorprendentes.

Añadamos también, como contrapunto al «maravillosismo» religioso el tema del «demonismo». La figura del demonio, su presencia y su influencia en la vida espiritual, en particular en las personas que se dedicaban a la práctica de la oración mental, es una nota distintiva del siglo XVI español, tanto que la actitud de muchas personas en este contexto rayaba en lo morboso.

A este propósito escribía D. Chicarro en la Introducción al libro de la Vida de santa Teresa (1979): “Es un rasgo de la época. La figura del demonio, como personificación del mal, que engaña a las almas, ocupa un lugar relevante en los escritos de espiritualidad del siglo XVI. Su figura estaba rodeada de sugestión y de misterio, que llegaba a lo morboso, por lo incomprensible. Nadie veía raro en la España del XVI los frecuentes casos de posesión diabólica, y estudiaban con detalle las relaciones entre magia y profecía, sólo por considerar que el demonio era el agente impulsor. Teresa de Jesús, hija del ambiente –nadie lo ignora– fue víctima de bastantes de estas actitudes y convicciones” (pp.87-88).

d) La época del «maravillosismo» es al mismo tiempo la de las prácticas penitenciales y de la exaltación de los Santos; de procesiones y peregrinaciones a santuarios y a otros lugares de especial significación. Las celebraciones de las grandes solemnidades litúrgicas incluían la predicación de sermones prolijos y de relumbrón, que los fieles escuchaban atentos y devotamente, y que cumplían una función catequética y de instrucción religiosa.

4. Teresa de Jesús, testigo de r. p.

Sobre esta falsilla, que hemos dibujado, podemos situar en línea las diversas y más importantes manifestaciones de r. p., que nos ofrece Teresa de Jesús. Haremos una selección de los datos más significativos, agrupados bajo títulos generales.

En el terreno de las creencias, T vive motivada por los grandes principios de la vida cristiana, que determinan su modo de pensar, de sentir y de actuar frente a Dios y a Jesucristo, frente a lo «sacro» en general, y frente a las cosas terrenas. En estos principios se funda la valoración que ella hace de todo cuando existe y de su propia existencia.

Teresa de Jesús se mueve en ese clima de r. p., que no reduce la actividad, ni el trabajo material, sino que lo estimula y lo acentúa, con el deseo de conseguir lo que es definitivo: la vida eterna. Su preocupación dominante desde niña fue vivir en esa verdad: “Estaba tan puesta en ganar bienes eternos, dice, que por cualquier medio me determinara a ganarlos” (V 5,2; cf V 1, 4).

Los conocimientos que T tenía de Dios, de Jesucristo, de la Iglesia y, en general, de las realidades sobrenaturales, hasta una edad madura, hacia los 40 años, por ejemplo, no eran muy profundos ni ilustrados, sin restar ningún valor a sus comportamientos. Dice de sí misma, que no conocía bien cómo estaba Dios presente en todas las cosas, por esencia, presencia y potencia, hasta que no recibió una merced especial del Señor (M 5,1,10; V 18,16). Esto mismo le hacía estar abierta a recibir y aceptar con facilidad lo «maravilloso» y a ser proclive a la «milagrería», aunque aconseje que no debemos pedir a Dios que realice sin más milagros (cta 174,2). Ella estaba persuadida de que la fundación de algunos de sus conventos se había realizado con algún milagro (F 14,10; R 9).

La actitud que T mantuvo frente al demonio y cuanto dice sobre él, sobre su influencia y apariciones… lleva el signo de la más pura r. p. de su tiempo. Su modo de pensar y de actuar en parte difiere del de san Juan de la Cruz. Su actitud y las descripciones que hace de algunos fenómenos demoníacos obedecen al parecer a ideas obsesivas y rayan en lo morboso. Por lo mismo, Teresa de Jesús es testigo singular del ambiente de la época.

El demonio es para santa Teresa la personificación del mal, de todo el mal. Todo lo malo que le sucede personalmente a ella, o a la Reforma de la Orden, o a sus amigos y colaboradores, o a las comunidades reformadas, es obra del demonio. Su protagonismo para lo malo, de manera particular en las almas de oración, está al mismo nivel que el de Dios, de quien proceden todos los bienes (V 8 y 11, y passim).

Santa Teresa fue testigo de muchas apariciones e insidias del demonio. Describe con precisión su «abominable figura» (V 38,23; 31,2,4-5), «con cuernos» (V 38,23), y el contexto, o escenario de sus acciones diabólicas, con imágenes y terminología del tiempo: hedor, olor a piedra azufre (V 31,6), llamas del infierno, tridente en sus manos. Como era frecuente en autores espirituales y en personas dedicadas a la oración, también T traduce las sugestiones diabólicas en visiones corporales, insistentes y agobiantes. Ella lo veía en circunstancias inverosímiles y en los momentos menos indicados, como un negrillo abominable (V 31,4-5); se le ponía sobre el breviario abierto, para impedirle el rezo del oficio divino (V 31,10). En una ocasión presenció una contienda de demonios con ángeles (V 31,11), y los vio en otras actitudes y circunstancias (V 38,4, y 39,24-25).

Santa Teresa habla en más de una ocasión de la posesión diabólica, o del señorío que tiene el demonio sobre algunas almas (V 5,4-5; 38,23-25), y de los hechizos diabólicos, como reminiscencias y eco de la literatura religiosa de la época. La página sobre el cura de Becedas rezuma sabor de un relato de pura r. p. (cf M. Lepée, «Sainte Thérèse de Jesus et le Démon», EtCarm, Satan (1948), 98-103).

En el terreno devocional son innumerables los datos y argumentos que manifiestan la actitud de Teresa de Jesús, como expresión de r. p. Su devoción tuvo estos puntos de referencia más intensos e importantes: Jesucristo en los misterios de la infancia, de la Pasión y muerte, y de la Eucaristía; la Virgen María y san José; los Santos en general, y las reliquias. Todo esto pertenece a la expresión más pura de la r. p.

Por otra parte, las formas y el estilo de vivir su devoción, hacen de T una testigo y un testimonio cualificado de la religiosidad del pueblo. Su devoción no se reducía a rezos y recitación de oraciones vocales, a obsequios espirituales, a fórmulas de alabanza y gestos de imitación. Integró también la celebración de las fiestas y la veneración de las imágenes llevadas en ocasiones en procesión. Era el modo de vivir entonces la auténtica r. p., como hemos visto más arriba.

a) Todos los tratadistas consideran el culto y la devoción a Jesucristo como el centro de la r. p. En la vida y en la espiritualidad de Teresa de Jesús. El ocupa el lugar más íntimo. El centró todas sus aspiraciones. Toda su vida fue muy “devota de Cristo” (V 22, 4). Celebraba con solemnidad y con gran alegría los misterios de su infancia: el nacimiento y la presentación en el templo. Se ha hecho clásico el estilo teresiano de vivir esos misterios. En la misma línea celebraba los misterios de la pasión de Jesús, asociada a su dolor y a los desgarros que sufrió su humanidad sacratísima.

Al margen de conceptualismos y especulaciones sobre su divinidad, ella consideraba fundamentalmente a Jesucristo como un amigo fiel (V 22,10; 37,5), con el que trataba con gran familiaridad y confianza. A Teresa de Jesús le gustaba meditar los misterios de la Pasión del Señor. Le causaba gran efecto la oración del huerto (V 9, 3-4; cf V. 3,1; 10,2; 13,13; 23,17; 24,3; C 26,5). Le gustaba también con preferencia meditar y representarse la escena del Cristo atado a la columna (V 13,12-22; C 26,5), y era muy devota de una imagen de este misterio, que se veneraba en una ermita. Ante otra imagen de un Cristo muy llagado tuvo lugar en un día de la Cuaresma su conversión definitiva al Señor (V 9,1). De aquí procede su devoción a la Santa Cruz, a la que hizo un bello poema.

La devoción que profesó a la Samaritana se debe a la cercanía y a la relación que tuvo con Jesús, como lo recuerda la escena junto al pozo de Jacob (Jn 4,7). Desde niña había contemplado esta escena en un cuadro que se veneraba en casa de sus padres.

La devoción de T a la Eucaristía es proverbial, y demuestra también su r. p. La comunión era para ella el momento más importante del día. Por otra parte, todo su deseo era glorificar a Cristo Sacramentado y extender su culto. Esto la animó a fundar sus conventos, para que hubiera una iglesia más, en la que se rindiese culto a Jesús Eucaristía, oculto en el sagrario: “Para mí es grandísimo consuelo ver una iglesia más donde haya Santísimo Sacramento” (F 3, 9).

b) La devoción de T a la Virgen María, a su esposo san José y a los Santos presenta las rasgos más característicos de la r. p. Con relación a la Virgen María resaltan las actitudes de súplica, de confianza y amor filial. La invoca como mediadora y protectora; y la amaba e imitaba como Madre espiritual. Desde niña Teresa de Cepeda fue educada por su madre en esta devoción, que practicó durante toda su vida. Como rasgo típico, a Ella acudió con la ingenuidad de una niña angustiada, cuando quedó huerfana de madre, ‘suplicándola con lágrimas que hiciese Ella las veces de una madre’ (V 1,7).

Profesó grande devoción a algunas imagenes de María, ante las que protagonizó algunos gestos significativos. Cuando fue nombrada priora del monasterio de la Encarnación de Ávila colocó una imagen de la Virgen en la silla prioral del coro (R 25). Envió una imagen devota a la fundación del convento de Caravaca. A la fundación de Villanueva de la Jara llevó la imagen de la Virgen, conocida como La Paloma. En la sala de la recreación del primer monasterio reformado, el de San José de Ávila, colocó la piadosa imagen de Nuestra Señora Hilandera. En sus viajes portaba cruces, imágenes, agua bendita y otros objetos religiosos. Muchas veces llevaba como compañera una imagen de Nuestra Señora de la Consolación.

Algo parecido podemos decir de la celebración de las fiestas. Le gustaba participar en las celebraciones de los grandes misterios del calendario litúrgico. Más de una vez asistió en la iglesia del convento de los Dominicos de Ávila, escuchando el sermón de circunstancias. Así lo hizo en la fiesta de la Asunción de 1561. Ella instituyó también para su Reforma la celebración solemne de la fiesta de la Presentación de la Virgen (R 60,2).

En esta misma línea debemos interpretar su devoción a san José, y a algunos Santos, Los capítulos 4-6 del libro de su Vida –sobre todo este último– son un claro exponente de r. p. en el terreno de los sentimientos y creencias religiosas, y en el de las devociones.

Su devoción popular alcanza su mayor expresividad con relación al Patriarca san José. La joven Teresa –apenas tenía cumpidos 25 años– a los pocos meses de haber abrazado la vida religiosa cayó gravemente enferma. Su enfermedad era un misterio. Se ensayaron en ella numerosos fármacos y curas; pero, nada consiguió remediar su situación. Estuvo a la muerte. Viendo que todas las medicinas naturales resultaban ineficaces para curar las dolencias que venía padeciendo, acudió al Patriarca san José, que de manera milagrosa remedió todos sus males. Una página del cap. VI de su autobiografía nos da a conocer sus sentimientos, y revela el ambiente de su fe y de su devoción, en el contexto de la r. p. (V 6,6.7).

En el mismo contexto hay que interpretar su devoción a algunos Santos, a los que acudía para que la librasen del demonio, en particular a san Miguel (V 22,4). Profesaba gran devoción a santa Clara (V 33,13) y al Rey David, cuya fiesta figuraba en el calendario litúrgico carmelitano (F 29,11). Era devota también de san Martín de Tours (cta 201), y de los santos Elías y Eliseo (cf M 6,7,8; F 27,17).

La sacralización del tiempo y del espacio es otra de las notas características de la r. p. desde la Edad Media, que se acentuó en la época de Teresa de Jesús. A este concepto responden la institución y celebración de fiestas, los rezos, etc., así como la construcción de monasterios, iglesias, santuarios, ermitas, capillas, oratorios, y las peregrinaciones y romerías…

Santa Teresa de Jesús –como hemos visto– era amiga de celebrar las fiestas de Jesucristo y de la Virgen María, de san José y otros Santos; las fiestas de Navidad y del Corpus Christi (V 30,11); la fiesta del Nombre de Jesús (cta 172,14) y del Espíritu Santo (V 38,9-11; F 24,12).

a) Era muy aficionada a rezar oraciones vocales, costumbre que había heredado de su madre (V 1,1; 3,2). Incluso se apartaba con frecuencia “a soledad a rezar” (V 7,2). Con este espíritu cumplía con la obligación de recitar el Oficio divino: maitines, prima, vísperas y completas…

b) En forma parecida trabajó con celo incansable por la sacralización del espacio, o del suelo. La fundación de conventos reformados, que la ocupó de lleno durante más de veinte años –los últimos de su vida– obedeció en gran parte a su deseo, que era una aspiración eficaz, de abrir nuevas iglesias, donde haya Santísimo Sacramento (F 3,10). Esto era para ella de grandísimo consuelo y satisfacción.

Ante este acuciente deseo, no dejó de hacer una fundación por trabajos y contratiempos que surgieran, con tal de que en aquella casa se alabase a Dios, y hubiera un sagrario más con el Santísimo Sacramento (cf F 18,5). Por esto, sentía dolor por haber realizado la fundación en Salamanca, y no haber puesto el Santísimo (F 19,6): “Aunque no sea sino haber otra iglesia adonde está el Santísimo Sacramento más, es mucho” (F 29, 27).

En esta misma línea podemos interpretar esa auto-confesión que hizo la Santa: “Me veían… amiga de hacer pintar su imagen (de Dios) en muchas partes, y de tener oratorio y procurar en él cosas que hiciesen devoción” (V 7,2).

Teresa de Jesús es un testimonio cualificado también a favor de otros datos y aspectos característicos de la r. p. Peregrinó, siendo joven, al Santuario de Nuestra Señora de Guadalupe (Cáceres). Creó en algunos monasterios reformados algunas ermitas, y era muy aficionada a retirarse a ellas en soledad para orar mejor (cf V 1,5; 39,3; F 1,7; 39,3; Cons IX, 15). Era devota de tener reliquias de Santos, y en ocasiones envió algunas a otros monasterios, y a religiosas y familiares (cta 2,13; 24,14).

Tenía mucha devoción a Cristo crucificado; y le gustaba tomar en su mano una cruz, porque le parecía que por este medio Dios le daba ánimo para vencer a todos los demonios (V 25,19; 29,4; 30, 1). En Burgos fue a visitar a un Cristo crucificado, que se veneraba precisamente en la capilla del Santo Cristo de la magnífica catedral gótica (F 31,18).

7. Conclusión

A la vista de los datos y testimonios biográficos de Santa Teresa de Jesús, y de sus enseñanzas –sólo hemos aportado aquí unos apuntes indicativos– podemos concluir en forma parecida a como lo hicimos en 1981. La personalidad de T es fruto de sus profundas vivencias espirituales, que tuvieron su origen en distintas corrientes de pensamiento; fruto a su vez de una labor consciente y responsable, continuada y perseverante sobre sí misma, mantenida por la Madre Teresa con “determinada determinación” (C 21,2).

Esta labor transformó el estilo y las formas de la religiosidad popular inicial en la joven Teresa con una disponibilidad abierta a experimentar los más altos fenómenos del misticismo. Religiosidad popular y mística constituyen en ella una unidad maravillosa, que irradia desde el vértice de su personalidad indefinible. Por esto, su testimonio en este campo, está matizado por unas características de singularidad.

La r. p. fue tan connatural en la Madre Teresa –como escribí en 1981– como su mismo estilo literario. No hay en ella nada de artificio. Se educó en ella; se abrió a la vida estimulada y sostenida por el calor de su ambiente. A lo largo de los años pudo mantener sin mayor dificultad todos sus postulados fundamentales, y fomentar sus prácticas más características, vitalizadas con el carisma de su alta espiritualidad. Ayudada por el conocimiento sapiencial, que ella adquirió en la práctica de la oración mental, supo discernir la auténtica piedad popular de las devociones a bobas, y utilizar sus valores positivos para manifestar su profundo e incondicional amor a Jesucristo y a los Santos.

Esto ha hecho que la madre Teresa de Jesús, maestra y líder de una espiritualidad cualificada, culta y elitista, sea al mismo tiempo uno de los testimonios más autorizados en la práctica de la r. p. Ella fue el fundamento y el soporte, el clima y la atmósfera en la que floreció y llegó a su más alta expresión su doctrina y su experiencia espiritual.

BIBL. – Estrada, J. A., La transformación de la religiosidad popular, Sígueme, Salamanca 1986, 136; Guijarro Álvarez, I. – Morata Barros, J., «Bibliografía sobre religiosidad popular», Comunidades: Religiosidad popular 81 (1994) 1-39; Llamas, E. «Santa Teresa de Jesús y la religiosidad popular» RevEspir 159-160 (1981) 215-252; Maldonado, L., Religiosidad popular. Nostalgia de lo mágico, Cristiandad, Madrid 1976; Id., Introducción a la religiosidad popular, Sal Terrae, Santander 1985, 227; de Pablo Maroto, D., «San Juan de la Cruz, testigo de la religiosidad popular, Salmant. 38 (1991) 65-88; Pancheri, F. S., «La religiosità popolare» Il Santo 20 (1980) 55-93; de Rosa, G., «Evangelizzare la religione popolare» La CivCat (1980) IV, 540-551 (cf Ib 437- 451).

E. Llamas

Todos los derechos: Diccionario Teresiano, Gpo.Ed.FONTE

Rosario

Uno de los recuerdos de infancia de T es el rezo del rosario. Es también uno de los rasgos de la piedad mariana de su madre, D.ª Beatriz: “Procuraba soledad para rezar mis devociones, que eran hartas, en especial el rosario, de que mi madre era muy devota, y así nos hacía serlo” (V 1,6). Práctica que durará toda la vida de T, incluso su período místico. En el nuevo Carmelo de San José, será uno de los ejercicios de oración vocal, similar al rezo de las Horas litúrgicas, que sirva para entrenar en la oración mental a las jóvenes novicias. En el capítulo del Camino dedicado a “declarar qué es oración mental”, inculca a las lectoras: “¿Quién puede decir es mal si comenzamos a rezar las Horas o el rosario, que comience a pensar con quién va a hablar y quién es el que habla, para ver cómo le ha de tratar? Pues yo os digo, hermanas, que si lo mucho que hay que hacer en entender estos dos puntos se hiciese bien, que primero que comencéis la oración vocal que vais a rezar, ocupéis harto tiempo en la mental” (C 22,3: el tono polémico del pasaje va dirigido contra los teólogos coetáneos que defendían el valor de la oración de solas palabras).

En la vida mística de la Santa hay al menos dos episodios vinculados al rosario: uno de ellos presenta a T refugiándose en ese rezo mariano, en momentos de cansancio o enfermedad: “Estando una noche tan mala, que quería excusarme de tener oración, tomé un rosario por ocuparme vocalmente, procurando no recoger el entendimiento… Estuve así bien poco, y vínome un arrobamiento con tanto ímpetu que no hubo poder resistir…” (V 38,1).

El otro episodio se refiere al rosario material que la Santa tiene en las manos. Ocurre en el período de grandes desasosiegos, por temor a injerencias del demonio en su vida mística: “Una vez, teniendo yo la cruz en la mano, que la traía en un rosario, me la tomó con la suya (el Señor), y cuando me la tornó a dar, era de cuatro piedras grandes muy más preciosas que diamantes, sin comparación, porque no la hay casi a lo que se ve sobrenatural… Tenía las cinco llagas de muy linda hechura. Díjome que así la vería de aquí adelante, y así me acaecía, que no veía la madera de que era, sino las piedras. Mas no lo veía nadie sino yo” (V 29,7). – Refiriendo este episodio, comenta su primer biógrafo, F. de Ribera: “Así aconteció a santa Catalina de Sena…, que le metió el Señor en el dedo un anillo de oro y perlas, y se le quedó en el dedo, pero sola ella le veía y no las demás” (Vida de la Madre Teresa…, parte I, c. 13, p. 86). Al margen de ese pasaje de Ribera, anotó Gracián: “Esta cruz vino a mi poder en un rosario que yo tenía, y después la di a las monjas” (cf Glanes…, p. 18-19).

T. Álvarez

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Daño/s

Este sustantivo, contrapuesto a  “provecho/s”, tiene interés particular en el vocabulario sanjuanista. Ambos sirven para valorar los efectos producidos en el alma por las realidades que afectan al hombre en su dimensión espiritual. Según la actitud adoptada frente a las cosas, buenas en sí en cuanto procedentes de Dios, recoge el hombre provechos o daños. Todo lo criado y todo don divino es un bien en sí, pero puede volverse negativo según el uso y estimación de la persona. Es un principio fundamental en la pedagogía sanjuanista: las cosas de este  mundo “no ocupan al alma ni la dañan, pues no entran en ellas, sino la voluntad y apetito de ellas que moran en ella” (S 1,34,4).

Al hablar de “daños y provechos” se coloca, por tanto, en el plano moral y espiritual. Toda la enseñanza de la Subida gira en torno a la dialéctica bienes-provechos o daños, cosa que apenas tiene presencia explícita en las otras obras, aunque está de hecho presente. La alternativa provechos-daños se resuelve siempre a nivel de  apetitos. Si estos están purificados o reordenados, según su original orientación a  Dios, bien único y supremo, todo redunda en provecho (CB 28-29); si, en cambio, prevalece su tendencia o inclinación “sensual” causan daños y estragos incluso en el uso de cosas espirituales y sobrenaturales. De ahí la insistencia sanjuanista en depurar “todos los apetitos por mínimos que sean” (S 1,11); porque cualquiera de ellos es suficiente para producir daños irreparables en el camino de la santidad (S 1,12).

Tratando de sintetizar la interminable casuística o fenomenología, J. de la Cruz reduce los “daños” o inconvenientes a dos categorías fundamentales: daños privativos y daños positivos. Los primeros “privan del espíritu de Dios”; los segundos, “cansan, atormentan, oscurecen, ensucian, enflaquecen y llagan al alma” (S 1,6,1). La fundamentación procede del principio de contrariedad invocado a este propósito por el Santo: “Afición de Dios y afición de criatura son contrarios; y así, no caben en una voluntad afición de criatura y afición de Dios” (S 1,6,1; cf. 1,4,2-3). Tan ardua es la labor de armonizar ambas aficiones, que J. de la Cruz no duda en afirmar: “Más hace Dios en limpiar y purgar un alma de estas contrariedades, que en criarla de nonada; porque estas contrariedades de afectos y apetitos contrarios más opuestas y resistentes son a Dios que la nada, porque ésta no existe” (S 1,6,4).

Una vez descritos en general los daños positivos (S 1,6-10) del apetito desordenado, J. de la Cruz analiza detalladamente las diversas realidades a que puede vincularse, siguiendo los esquemas desarrollados a lo largo de la Subida, según cada una de las tres potencias del alma (2,10; 3,2; 3,16). La exposición del Santo adquiere especial relieve y claridad al tratar de las cosas en que puede gozarse la voluntad. Mientras en las otras dos potencias sirven de referencia sus respectivas “aprehensiones o noticias”, en el caso de la voluntad (a través del gozo) se habla de “bienes”. Según el Santo, seis géneros de cosas o bienes pueden producir gozo: temporales, naturales, sensuales, morales, sobrenaturales y espirituales. Uno por uno va examinándolos para poner “la voluntad en razón, para que no embarazada con ellos deje de poner la fuerza de su gozo en Dios” (S 3,17,2).

En desarrollo simétrico analiza primero los daños que se siguen de poner el gozo en cada uno de los géneros; luego los provechos que se alcanzan en apartar el gozo de los mismos. En esta dialéctica “daños-provechos” se enfoca toda la doctrina propuesta en la Subida como purificación o noche activa del  espíritu. En la Llama se contempla en otra perspectiva: considerando el origen de los “gravísimos daños” que puede padecer el alma, no sólo por su propia condición (LlB 3,66), sino también por indiscreción de directores espirituales incompetentes (LlB 3,27-56) y por engaño y cebo del demonio (LlB 3,64). Sea cual fuere la fuente originaria del apego desordenado, siempre lleva consigo “daños” al alma. J. de la Cruz no concede excepción alguna.

Eulogio Pacho

Cuevas

Tiene presencia muy reducida en las páginas sanjuanistas, pero ofrece la particularidad de convertirse en un símbolo espiritual para designar las virtudes. En este sentido aparece únicamente en el Cántico espiritual, ya que la única vez que emplea la palabra en Subida (3,42,2) se toma en sentido real de celda o  caverna.

Cuando las virtudes alcanzan su grado de madurez en el estado de unión con Dios guardan al alma de todo peligro, como hacen las cuevas de los leones. Explica así J. de la Cruz la transposición metafórica: “Las cuevas de los leones están muy seguras y amparadas de todos los animales; porque temiendo ellos la fortaleza y osadía del león que está dentro, no sólo no se atreven a entrar, mas ni aun junto ella osan parar. Así cada una de las virtudes cuando ya las posee el alma en perfección, es como una cueva de leones para ella, en la cual mora y asiste el esposo Cristo, unido con el alma en aquella virtud y en cada una de las demás virtudes como fuerte león” (CB 24,49).

Invirtiendo los elementos y miembros de la atrevida metáfora el alma se vuelve fuerte león en su cueva, de manera que protegida por las “cuevas-virtudes” nadie la puede molestar, ni siquiera el demonio. Por eso puede completar el simbolismo del “lecho florido” del alma afirmando que está “enlazado de cuevas de leones”, es decir, de “cuevas de virtudes”. Cuando el alma llega a la perfección, “de tal manera están travadas entre sí las virtudes y unidas y fortalecidas entre sí unas con otras, y ajustadas en una acabada perfección del alma, sustentándose unas con otras, que no queda parte abierta ni flaca, no sólo para que el demonio pueda entrar, pero ni aún para que ninguna cosa del mundo, alta ni baja, la pueda inquietar ni molestar ni mover” (CB 24,5).

Eulogio Pacho

Creación

Los términos “creación”, “creador”, “criar”, “cosas criadas”, “criaturas”, aparecen en los escritos de Juan de la Cruz unas 500 veces. En sentido equivalente usa también con frecuencia el término  “mundo”, que aparece en él unas 200 veces. Este simple dato estadístico da una idea de la densidad del tema. Aunque el vocablo más empleado sea el de “criatura” (273 veces), damos preferencia al de “creación”, que engloba todos los demás y es el marco teológico del pensamiento sanjuanista. El Santo no habla de la creación como tema, sino como experiencia.

Toda su relación con ella y con las criaturas está mediada por esa experiencia, que convierte a la creación en una realidad viva y llena de sentido. La ve ante todo como obra de  Dios y rastro de su  hermosura. La contempla también como el marco de las relaciones humanas, fuente de profundas vivencias: unas de  gozo, otras de dolor. Pero entre ellas destaca la experiencia de esclavitud y de alienación, a que se ve sometido el hombre por las criaturas, o mejor por su apego a ellas. Por eso el Doctor místico asume la tarea de liberarlo de este apego, para que alcance el señorío sobre todas las cosas y llegue a la plena relación con Dios su creador. Alcanzada esta meta, se produce un reencuentro con la creación, que se convierte en servicio al  hombre, al ofrecerle lo más íntimo de su ser y el sentido pleno de su existencia.

I. “Palacio para la esposa”: Dios al encuentro de la criatura

La primera perspectiva sanjuanista de la creación es la que aparece en los Romances de la creación. Esta es descrita como “palacio para la esposa”, que el Padre quiere dar a su Hijo. Una esposa que sea su compañía y comparta el amor del Padre y del Hijo: “Una esposa que te ame, / mi Hijo, darte quería, / que por tu amor merezca / tener nuestra compañía” (Po 9,75-80). Esta esposa es el hombre, llamado a compartir los bienes divinos en un admirable trueque. El Padre quiere que el hombre participe del bien del Hijo y el Hijo quiere dar al hombre el bien del Padre (ib. 85-90).

Tiene así lugar la creación en el tiempo, en relación con el Verbo, que dignificará a la “esposa” con su encarnación. Aparece de este modo el cristocentrismo de la creación, propio de San Pablo (Col 1,15-20), en el que se inspira también el Cántico espiritual (CB 5,1). La creación en el tiempo es evocada en el diálogo que el Padre mantiene con el Hijo como un “hágase”: “Hágase, pues –dijo el Padre– / que tu amor lo merecía; / y en este dicho que dijo, / el mundo criado había / palacio para la esposa / hecho en gran sabiduría” (Po 9,100105).

Este “palacio de la esposa” está dividido en dos aposentos: ángeles y hombres. Estos están en desventaja con relación a aquéllos. Pero la situación queda compensada por una segunda iniciativa del esposo, “porque en todo semejante /él a ellos se haría / … y que Dios sería hombre, / y el hombre Dios sería” (ib. 135-140). En la perspectiva, pues, de la creación aparece no sólo el cristocentrismo sino también la vocación del hombre a la comunión con Dios, que es la raíz más honda de su dignidad, según el pensamiento cristiano.

Pero J. de la Cruz, enlazando con el pensamiento patrístico, contempla en la encarnación del Verbo la dignificación de toda la creación. Esta perspectiva la desarrolla más ampliamente en las primeras estrofas de Cántico: “Mil gracias derramando / pasó por estos sotos con presura, / y, yéndolos mirando, / con sola su figura, / vestidos los dejó de hermosura” (CB 5).

Estos versos, que cantan la belleza de la creación, son el eco poético del pensamiento de los Padres griegos acerca de la dignidad que la humanidad entera ha adquirido frente a Dios por la encarnación del Verbo. El Doctor místico lo expresa bellamente y con precisión teológica: “Dios crió todas las cosas con gran facilidad y brevedad y en ellas dejó algún rastro de quien él era, no sólo dándoles el ser de nada, mas aun dotándolas de innumerables gracias y virtudes, hermoseándolas con admirable orden y dependencia indeficiente que tienen unas de otras, y esto todo haciéndolo por la Sabiduría suya por quien las crió, que es el Verbo, su Unigénito Hijo” (CB 5,1).

Por eso las criaturas son reflejo de Dios, llevan la impronta de su ser, de manera que a través de ellas pueden rastrearse las huellas del creador: “Las criaturas son como un rastro del paso de Dios, por el cual se rastrea su grandeza, potencia y sabiduría y otras virtudes divinas” (CB 5,3). La creación es camino hacia Dios: “Por la consideración y conocimiento de las criaturas [llega el alma] al conocimiento de su Amado, Criador de ellas” (CB 4,1). Es el conocimiento que propone el Apóstol para llegar a través de “las cosas visibles creadas” a las “cosas invisibles” (Rom 1,20). Comenta el Santo: “Y así, el alma mucho se mueve al amor de su Amado Dios por la consideración de las criaturas, viendo que son cosas que por su propia mano fueron hechas” (CB 4,3).

J. de la Cruz, situándose en una perspectiva eminentemente paulina, contempla siempre la creación primera en relación con la segunda, esto es, con la nueva creación en Cristo, llevada a cabo por el misterio de la encarnación del Verbo. Califica esta segunda como “obra mayor”: “Las criaturas son las obras menores de Dios, que las hizo como de paso; porque las mayores, en que más se mostró y en que más él reparaba, eran las de la Encarnación del Verbo y misterios de la fe cristiana” (CB 5,3). Por eso les comunica no sólo el ser natural, sino también el ser sobrenatural: “Es, pues, de saber que con sola esta figura de su Hijo miró Dios todas las cosas, que fue darles el ser natural, comunicándoles muchas gracias y dones naturales, haciéndolas acabadas y perfectas, según dice en el Génesis (Gn 1,31) por estas palabras: ‘Miró Dios todas las cosas que había hecho, y eran mucho buenas’. El mirarlas mucho buenas era hacerlas mucho buenas en el Verbo, su Hijo. Y no solamente les comunicó el ser y gracias naturales mirándolas, como habemos dicho, mas también con sola esta figu ra de su Hijo las dejó vestidas de hermosura, comunicándoles el ser sobrenatural; lo cual fue cuando se hizo hombre, ensalzándole en hermosura de Dios, y, por consiguiente, a todas las criaturas en él, por haberse unido con la naturaleza de todas ellas en el hombre” (CB 5,4).

A la perspectiva paulina se añade también la joanea, que contempla simultáneamente unidos el misterio de la Encarnación y de la Crucifixión, como fuente de la dignificación de la creación. Es la conocida interpretación del evangelista san Juan sobre la crucifixión del Señor como su plena glorificación, de la que hace partícipe al hombre: “Por lo cual dijo el mismo Hijo de Dios (Jn 12, 32): ‘Si ego exaltatus a terra fuero, omnia traham ad me ipsum’, esto es: Si yo fuere ensalzado de la tierra, levantaré a mí todas las cosas. Y así, en este levantamiento de la Encarnación de su Hijo y de la gloria de su resurrección según la carne, no solamente hermoseó el Padre las criaturas en parte, mas podremos decir que del todo las dejó vestidas de hermosura y dignidad” (ib.).

En las últimas estrofas de Cántico y Llama el alma pide al que le fue dado como Esposo en la misma creación que le dé a conocer esta “hermosura y dignidad” de las criaturas; que le infunda la sabiduría de Dios “en sus criaturas y misteriosas obras” (CB 36,7), para comprender cómo “todas las cosas en él son vida, y en él viven y son y se mueven” (LlB 3,83). Pero esta revelación tiene lugar al término de un proceso de purificación y desprendimiento de las criaturas, que conduce a un reencuentro con la creación y a descubrir las fuentes mismas de su ser. Lo cual viene a confirmar hasta qué punto el tema sanjuanista de la creación está mediado por la experiencia religiosa. Esta experiencia supone, por una parte, la superación del antagonismo ontológico entre el ser infinito de Dios y el ser finito de las criaturas; por otra, el trascendimiento del concocimiento creatural sensitivo por el conocimiento espiritual y, definitivamente, místico. Será el tema del siguiente apartado.

II. La criatura al encuentro con Dios

El camino de encuentro de la criatura con Dios (el camino hacia la unión) pasa, paradójicamente, por el desprendimiento de las mismas criaturas. Es el planteamiento de base que hace J. de la Cruz en el libro primero de Subida: “Para comenzar a ir a Dios, se ha de quemar y purificar todo lo que es criatura” (S 1,2,2), “porque todas las cosas de la tierra y del cielo, comparadas con Dios, nada son” (S 1,4,3); y “todo el ser de las criaturas, comparado con el infinito [ser] de Dios, nada es”. Y lo mismo ocurre con su hermosura, con su gracia, con su bondad y demás atributos, “porque lo que no es no puede convenir con lo que es” (S 1,4,4).

El Santo ha cambiado totalmente la decoración del escenario, aunque éste continúe siendo el mismo: el escenario de la creación. Pero los personajes de la escena han variado sus papeles. Dios parece lejos de la criatura y ésta ha dejado de ser reflejo de Dios y la creación rastro de su grandeza. La distancia entre ellos es inmensa: “Por lo dicho se puede echar, en alguna manera, de ver la distancia que hay de todo lo que las criaturas son en sí a lo que Dios es en sí… La cual distancia, por echarla bien de ver san Agustín, decía hablando con Dios en los Soliloquios: ‘Miserable de mí, ¿cuándo podrá mi cortedad e imperfección convenir con tu rectitud? Tú verdaderamente eres bueno, y yo malo; tú piadoso y yo impío; tú santo, yo miserable; tú justo, yo injusto; tú luz, yo ciego; tú vida, yo muerte; tú medicina, yo enfermo; tú suma verdad, yo toda vanidad’” (S 1,5,1).

La distancia es infinita: “Porque ¿qué tiene que ver criatura con Criador, sensual con espiritual, visible con invisible, temporal con eterno?” (S 1,6,1). “La distancia que hay entre su divino ser y el de [las criaturas] es infinita” (S 2,8,3). “Todas las cosas criadas… no pueden tener alguna proporción con el ser de Dios” (S 2,12,4). “Porque las criaturas, ahora terrenas, ahora celestiales… ninguna comparación ni proporción tienen con el ser de Dios” (S 3,12,1). “Dios es de otro ser que sus criaturas, en que infinitamente dista de todas ellas” (S 3,12,2). Dios “no es semejante a ellas” (Av 1,25).

Y no solamente la distancia es infinita, sino que la criatura tiende a alejarse cada vez más, en la medida en que pone su afición en el ser de las cosas creadas: “Y, por tanto, el alma que en él pone su afición, delante de Dios también es nada, y menos que nada; porque… el amor hace igualdad y semejanza, y aun pone más bajo al que ama. Y, por tanto, en ninguna manera podrá esta alma unirse con el infinito ser de Dios, porque lo que no es no puede convenir con lo que es” (S 1,4,4). Y lo mismo ocurre con las demás aficiones a las cosas creadas: su hermosura, su bondad, su sabiduría, sus riquezas, porque “lo miserable y pobre sumamente dista de lo que es sumamente rico” (S 1,4,7).

Los testimonios del Santo abundan en este sentido, acentuando el drama de la escena. El decorado ha cambiado por completo. Parece haberse roto aquel idilio de la creación entre el Padre y el Hijo –cantado en los Romances–, que deciden venir al encuentro de la criatura para levantarla y hacerla partícipe de sus bienes divinos. La situación descrita ahora es muy distinta: “Ninguna criatura … puede servir de próximo medio para la divina unión con Dios” (S 2,8,tít). “Ninguna hay que próximamente junte con Dios ni tenga semejanza con su ser” (ib. 3). “No hay escalera con que el entendimiento pueda llegar a este alto Señor entre todas las cosas criadas” (ib. 7).

Dios parece inalcanzable y la criatura, sumida en la oscuridad, cada vez más lejos de él: “Porque todas las afecciones que tiene en las criaturas son delante de Dios puras tinieblas, de las cuales estando el alma vestida, no tiene capacidad para ser ilustrada y poseída de la pura y sencilla luz de Dios, si primero no las desecha de sí, porque no pueden convenir la luz con las tinieblas; porque, como dice san Juan (1,5): ‘Tenebrae eum non comprehenderunt’, esto es: Las tinieblas no pudieron recibir la luz” (S 1,4,1). La luz (Dios) y las tinieblas (las criaturas) son incompatibles: “Son contrarios y ninguna semejanza ni conveniencia tienen entre sí, según a los Corintios enseña san Pablo (2 Cor 6,14), diciendo: ‘Quae conventio lucis ad tenebras?’, es a saber: ¿Qué conveniencia se podrá dar entre la luz y las tinieblas?” (S 1,4,2).

Esta evocación de la lucha entre la luz y las tinieblas, de que hablan el prólogo de san Juan y la carta de san Pablo a los Corintios, acentúan el dramatismo de la escena, al mismo tiempo que ofrecen una explicación del drama: es el rechazo de Dios. “Vino a su casa –dice san Juan– y los suyos no lo recibieron” (Jn 1,11). Es la realidad del pecado la que produce ese distanciamiento y esa enclaustración de la criatura: “El alma, después del primer pecado original, verdaderamente está como cautiva en este cuerpo mortal, sujeta a las pasiones y apetitos naturales” (S 1,15,1). El alma que está en pecado está “ciega” y “en tinieblas” (LlB 3,70-71).

Pero esta situación se produce no sólo por el pecado, sino también por los  apetitos y afecciones de las criaturas: “De aquí es que en el alma no se puede asentar la luz de la divina unión si primero no se ahuyentan las afecciones de ella” (S 1,4,2). “El alma mediante el apetito se apacienta y ceba en todas las cosas” (S 1,3,1). “Los apetitos ciegan y oscurecen al alma” (S 1,8, tít). Por eso, la necesidad de “carecer el alma de todos los apetitos, por mínimos que sean” (S 1,11, tít). Todos los “apetitos voluntarios, ahora sean de pecado mortal, que son los más graves; ahora de pecado venial, que son menos graves; ahora sean solamente de imperfecciones, que son los menores, todos se han de vaciar y de todos ha el alma de carecer para venir a esta total unión, por mínimos que sean” (S 1,11,2). El Santo ilumina este principio con un ejemplo muy gráfico: “Porque eso me da que una ave esté asida a un hilo delgado que a uno grueso, porque, aunque sea delgado, tan asida se estará a él como al grueso, en tanto que no le quebrare para volar. Verdad es que el delgado es más fácil de quebrar; pero, por fácil que es, si no le quiebra, no volará. Y así es el alma que tiene asimiento en alguna cosa, que, aunque más virtud tenga, no llegará a la libertad de la divina unión” (ib. 4).

Es necesaria, pues, una profunda purgación y desnudez de todos los apetitos, a la cual no se llega sino por la noche del espíritu: “A este bien ninguno llega si no es por íntima purgación y  desnudez y escondrijo espiritual de todo lo que es criatura” (N 2,23,13). “No se puede venir a esta unión sin gran pureza, y esta pureza no se alcanza sin gran desnudez de toda cosa criada y viva mortificación” (N 2,24,4).

Esta  purgación por la noche del espíritu –“tempestuosa y horrenda noche” (N 2,7,3)– es el mejor reflejo del drama humano en relación con Dios. Pero en ella se apunta ya el camino de superación, su desenlace final. Está marcado también por el dramatismo; históricamente, dice relación al drama de la Cruz, en la que “fue redimida y reparada [la naturaleza humana]…, alzando las treguas que del pecado original había entre el hombre y Dios” (CB 23,2). Espiritualmente, significa la ruptura con el  pecado, como opción contraria a Dios, y la victoria sobre “la rudeza natural que todo hombre contrae por el pecado” (N 2,2,2). Es el camino de purificación de todos los  apetitos y de toda afición a las criaturas: “Se ha de desnudar el alma de toda criatura” (S 2,5,4); “de todo lo que es de parte de las criaturas ha de ir desembarazada” (S 2,7,4). Hasta alcanzar ese estado en el que “está el alma … en cierta manera como Adán en la inocencia …, que no entiende el mal ni cosa juzga mal…, habiéndole Dios raído los hábitos imperfectos y la ignorancia, en que cae el mal de pecado, con el hábito perfecto de la verdadera sabiduría” (CB 26,14).

Este camino pasa por la purificación de la  noche oscura, que es participación en el drama de la  cruz. Así interpreta  Edith Stein, en su Ciencia de la cruz, la experiencia de la noche sanjuanista, a la luz de la experiencia de la cruz del Señor. Esta ocupa un lugar central en la enseñanza del Doctor místico. Basta leer el capítulo séptimo del segundo libro de Subida.

Esta es la espina dorsal del sistema sanjuanista, como historia de salvación y camino hacia la unión. Comprende tres grandes momentos: 1º) La revelación de la hermosura de Dios, manifestada en los seres de la creación. 2º) La purificación de la criatura para percibir esta hermosura y acoger la invitación que el Padre hace en el Hijo a la comunión con él. 3º) El reencuentro con Dios y con la creación, salida de sus manos y llamada a volver a ellas. Será éste el tema del apartado siguiente.

Esta interpretación, que recoge sustancialmente el pensamiento sanjuanista sobre la creación, responde también a una de las corrientes de la teología actual, impulsada por Urs von Balthasar en su gran obra teológica, que arranca de la prioridad de la belleza. Forma una trilogía: Gloria o “Estética”, es la manifestación de Dios que se revela, la belleza del misterio; Teodramática, es la gloria ofrecida a la libertad del hombre como bien, por la que se establece un diálogo y un drama en el que se desarrolla la misión de cada hombre; y Teología, es la expresión de la verdad de lo que se manifiesta y se ofrece. También en la espiritualidad de J. de la Cruz cabe hablar de tres grandes etapas, según el ritmo interno de su pensamiento: Revelación de Dios a la criatura (misterio); diálogo de la criatura con Dios, expresado en la pasión por Dios o en el pati divina (teopatía); el conocimiento y la experiencia del misterio de Dios, revelado y padecido, y ahora expresado en su verdad plena (mística). Los artículos sobre teología, antropología y teología mística completan esta perspectiva.

III. El reencuentro con la creación

Purificado el corazón del hombre de la afición a las criaturas, queda con un gran señorío sobre todas ellas, no como esclavo sino como hijo. Dios ya no mora “en el corazón sujeto a quereres, porque éste es corazón de esclavo, sino en el libre, porque es corazón de hijo” (S 1,4,6). Tiene todas las cosas “en gran libertad” (S 3,20,3). Hablando “de los provechos que se siguen al alma en apartar el gozo de las cosas temporales”, señala la virtud de la liberalidad, la libertad de ánimo y el gozo: “Adquiere más gozo y recreación en las criaturas con el desapropio de ellas” (S 3,20,2). Asimismo, “adquiere, en el desasimiento de las cosas, más clara noticia de ellas para entender bien las verdades acerca de ellas, así natural como sobrenaturalmente” (ib. 2). Pero, sobre todo, “deja el corazón libre para Dios” (ib. 4), “para poder gozarse más a solas de criaturas con [él]” (S 3,39,3). Innumerables bienes, en fin, “se consigue en salir el alma según la afección y operación, por medio de esta noche, de todas las cosas criadas” (N 1,11,4).

Alcanzada la purificación de la afición a las criaturas, por medio de la noche, cambia el decorado de la escena: se produce un reencuentro con la creación. Las criaturas recuperan su papel de mediadoras entre el alma y Dios. El alma trata de descubrir entonces el rastro de la grandeza divina y se siente remitida por ellas a la misma presencia del Amado. En él encuentra, finalmente, lo que deseaba y la fuente de la perfecta armonía de todas las cosas criadas. Este es el proceso escénico narrado en Cántico y Llama.

Purificado el  gusto y deleite de las cosas, “en esta canción comienza a caminar por la consideración y conocimiento de las criaturas al conocimiento de su Amado, Criador de ellas. Porque, después del ejercicio del conocimiento propio, esta consideración de las criaturas es la primera por orden en este camino espiritual para ir conociendo a Dios, considerando su grandeza y excelencia por ellas, según aquello del Apóstol (Rom 1, 20), que dice: ‘Invisibilia enim ipsius a creatura mundi, per ea quae facta sunt, intellecta, conspiciuntur’, que es como si dijera: Las cosas invisibles de Dios, del alma son conocidas por las cosas visibles criadas e invisibles. Habla, pues, el alma en esta canción con las criaturas, preguntándoles por su Amado” (CB 4,1). Descubre en ellas el rastro de su presencia, concentrada en el hombre, “cuando [el Verbo] se hizo hombre, ensalzándole en hermosura de Dios, y, por consiguiente, a todas las criaturas en él, por haberse unido con la naturaleza de todas ellas en el hombre” (CB 5,4).

Por eso va preguntando a las criaturas –primero a las irracionales y después a las racionales– por el Amado: “Y porque por estas criaturas racionales más al vivo conoce a Dios el alma, ahora por la consideración de la excelencia que tienen sobre todas las cosas criadas, ahora por lo que ellas nos enseñan de Dios; las unas interiormente por secretas inspiraciones, como lo hacen los ángeles; las otras exteriormente por las verdades de las Escrituras, dice: ‘De ti me van mil gracias refiriendo’, esto es: danme a entender admirables cosas de gracia y misericordia tuya en las obras de tu Encarnación y verdades de fe que de ti me declaran; y siempre me van más refiriendo, porque cuanto más quisieren decir, más gracias podrán descubrir de ti. Y todos más me llagan” (CB 7,6-7). Y dice que se “quedan las criaturas balbuciendo, porque no lo acaban de dar a entender” (ib. 10).

Pero el camino hacia Dios a través de las criaturas corre el peligro de torcerse, por la tendencia a apegarse a ellas. Por eso J. de la Cruz vuelve a insistir en las exigencias de purificación. Es el proceso purificador de Cántico y Llama, que presenta perfiles menos dramáticos que los de Subida y Noche, por estar ya aquí el alma más puesta en amor de Dios. La primera exigencia para hallar al Esposo, es salir de las cosas según su afección: “Por tanto, el alma que le ha de hallar conviénele salir de todas las cosas según la afección y voluntad y entrarse en sumo recogimiento dentro de sí misma, siéndole todas las cosas como si no fuesen” (CB 1,6). Y así –le dice al alma– “convendrá que para que tú le halles, olvidadas todas las tuyas y alejándote de todas las criaturas, te escondas en tu retrete interior del espíritu” (CB 1,9).

Asimismo, es necesario dar muerte al hombre viejo, apegado a las criaturas: “Lo que aquí el alma llama muerte es todo el hombre viejo, que es el uso de las potencias, memoria, entendimiento y voluntad, ocupado y empleado en cosas del siglo, y los apetitos en gustos de criaturas” (LlB 2,29). De este modo, “vacío y purgado [el apetito espiritual] de toda criatura y afección de ella … está templado a lo divino” (LlB 3,18).

Alcanzada por fin la meta de la unión, llega al conocimiento de las cosas en Dios y a poseerlas todas en Él: “Lo que aquí siente el alma [no] es como ver las cosas en la luz o las criaturas en Dios, sino que aquella posesión siente serle todas las cosas Dios” (CB 14,5). Ya el alma “está perdida en todas las cosas, y sólo está ganada en amor, no empleando ya el espíritu en otra cosa” (CB 29,1). Entonces “ya no busca [a Dios] por consideraciones ni formas ni sentimientos ni otros modos algunos de criaturas ni sentido” (CB 29,11), pues “todas las criaturas… en él tienen su vida y raíz” (CB 39,11).

En este estado se produce la revelación de Dios y de las demás cosas en Dios. El Santo la llama noticia “matutina” y “vespertina”. La primera “es conocimiento en el Verbo divino”; la llama “hermosura de la Sabiduría divina”. La segunda “es sabiduría de Dios en sus criaturas y obras y ordenaciones admirables”; la llama “sabiduría menor, que es en sus criaturas y misteriosas obras; lo cual también es hermosura del Hijo de Dios, en que desea el alma ser ilustrada” (CB 36,6-7).

En Llama especifica más este conocimiento, llegando a decir que las conoce mejor en el ser de Dios que en ellas mismas: “Echa allí de ver el alma cómo todas las criaturas de arriba y abajo tienen su vida y duración en él … Y, aunque es verdad que echa allí de ver el alma que estas cosas son distintas de Dios, en cuanto tienen ser criado, y las ve allí con él con su fuerza, raíz y vigor, es tanto lo que conoce ser Dios en su ser con infinita eminencia todas estas cosas, que las conoce mejor en su ser que en ellas mismas. Y éste es el deleite grande de este recuerdo: conocer por Dios las criaturas, y no por las criaturas a Dios; que es conocer los efectos por su causa, y no la causa por los efectos, que es conocimiento trasero, y esotro es esencial” (LlB 4,5).

Así llega al descubrimiento de Dios como principio y raíz de todo movimiento: “Se le descubre con tanta novedad aquella divina vida y el ser y armonía de toda criatura en ella con sus movimientos en Dios parécele que Dios es el que se mueve y que tome la causa el nombre del efecto que hace … Y es no porque ella se mueva, sino porque es el principio y raíz de todo movimiento; permaneciendo en sí estable, como dice luego, todas las cosas innova” (LlB 4,6).

Pero Dios no aparece sólo como principio del movimiento, sino que comunica su presencia: “Dios siempre se está así como el alma lo echó de ver, moviendo, rigiendo y dando ser y virtud y gracias y dones a todas las criaturas, teniéndolas todas en sí virtual, presencial y sustancialmente, viendo el alma lo que Dios es en sí y lo que es en las criaturas en una sola vista, así como quien, abriéndole un palacio, ve en un acto la eminencia de la persona que está dentro, y ve juntamente lo que está haciendo” (LlB 4,7).

Este conocimiento de Dios y de todas las cosas en él aviva en el alma el deseo de la “beatífica transformación”. Comprende estos aspectos: “El primero dice que es la aspiración del Espíritu Santo de Dios a ella y de ella a Dios. El segundo, la jubilación a Dios en la fruición de Dios. El tercero, el conocimiento de las criaturas y de la ordenación de ellas. El cuarto, pura y clara contemplación de la esencia divina. El quinto, transformación total en el inmenso amor de Dios” (CB 39,2).

Conclusión. En el tema de la creación y de las criaturas está siempre presente, como tema de fondo, la relación del hombre con Dios, concebida ésta de una forma dinámica, a partir de las cosas creadas. Asimismo, está relacionado con el obrar natural y sobrenatural y con el proceso de purificación de la noche, en el que Dios hace sentir al hombre la desproporción absoluta de su ser. Guarda también relación con la teología mística y la unión con Dios, en la que el Dios excelso se hace cercano al hombre, se le comunica, y en él entra en comunión con la creación.

BIBL. — FRANCIS KELLY NEMECK Receptividad. De San Juan de la Cruz a Teilhard de Chardin, Madrid 1985, pp. 37-55; MIGUEL ANGEL DÍEZ, “Nueve Romances: Glosa bíblica”, en MteCarm 99 (1991) 477-555; XAVIER PIKAZA, El “Cántico espiritual” de san Juan de la Cruz. Poesía. Biblia. Teología, Madrid 1992, p. 95-183.

Ciro García

Contemplación

La  oración, porque relación interpersonal Dios-creyente, es esencial, intrínsecamente dinámica, proceso e historia. Un proceso y una historia en los que se revela cada vez más la verdad de cada uno de los protagonistas; y, ésta, al ser más personal en la relación, es más comunión, más “igualdad de amistad” (CB 28,1). En el lenguaje sanjuanista, la contemplación, forma de oración, abarca un largo período: el que va desde el final de la meditación, propia de los principiantes, hasta la terminación del proceso espiritual. Una larga jornada, un proceso con sus secuencias bien definidas, aun cuando hay un hilo conductor, también bien definido desde el principio. Hay que recorrer ese camino con detenimiento y ojo avizor para que no se nos escape ningún detalle, siempre iluminador, de este mosaico espiritual que ha creado el Doctor místico. Esto es más necesario si se tiene en cuenta que el Santo, no obstante, sus reiteradas promesas (S 2,14,6.14; 24,4), no nos ofrece nunca una exposición directa y sistemática de la contemplación, de la “contemplación oscura y general” (S 2,10,4), de la “noticia general, confusa, amorosa” (S 3,33,5).

I. Prenotandos

Juan de la Cruz se puso a escribir por motivos pastorales, catequéticos si se quiere. Sabía que hay “muchas almas” con “mucha necesidad” en este campo, y que, por otra parte, faltaban “guías idóneas y despiertas que las guíen hasta la cumbre” (S pról 3). Sabía igualmente que la contemplación inicial “es común y acaece a muchos” (N 1,8,1) “todos los más entran en ella” (ib. 4). Y, aunque diga que “se hallan más cosas escritas” (ib. 2), y que “no quiere gastar tiempo” en ella (ib. 5), nos ofrece unas preciosas enseñanzas. A veces parece que le descompone un tanto el panorama desolador que contempla, particularmente debido a la desafortunada actuación de los “acompañantes” que “crucifican” a quienes están en este trance (S pról. 5).

La necesidad pastoral de iluminar este campo de la vida espiritual se hace a sus ojos urgentísima, cuando el contemplativo progresa en el  camino de relación con  Dios y se encuentra en una densa, “horrenda y espantosa” noche purificadora, la del espíritu (N 1,8,2), antesala de la “noche serena” y del “ameno huerto deseado” (CB 22) de la comunión transformante. De esta etapa contemplativa hay “muy poco lenguaje”, “y aun de experiencia muy poco” (ib.). Manifiesta la urgencia de tratar de ésta, de la cual, dice, “tenemos grave palabra y doctrina” (N 1,13,3).

La contemplación es un término con “un valor paradigmático” (J. García, Los procesos del conocimiento en san Juan de la Cruz, Salamanca 1992, p. 141), “uno de los puntales del sistema místico de san Juan de la Cruz” (ib.), “la palabra con que interpreta la experiencia y la realidad de la noche”, el cambio en el camino espiritual, producido por una acción de Dios con unos efectos que estudiaremos.

El término está emparentado con la  “noche oscura”, con la  “mística teología”, y, por tanto, con las virtudes teologales que son la estructura básica del sistema espiritual sanjuanista; mejor, y antes, de la vida cristiana en sí misma. Todo esto irá siendo evocado a su tiempo.

II. Primera aproximación a la contemplación

Porque la contemplación cubre un largo espacio de tiempo, necesariamente es una realidad cambiante, viva. Ni es, ni significa en todo el trayecto espiritual lo mismo, ni será idéntica la experiencia del creyente, ni uno mismo el discernimiento ni el comportamiento que ha de tener el orante. Aunque, como acabo de decir, el hilo conductor, o los elementos esenciales aparecen en todas las etapas, sin embargo, hay matices que van apareciendo y que sólo se pueden captar en toda su entidad y significación si se sitúan en el momento preciso del proceso. Por eso, la aproximación a la contemplación tiene que ser gradual, progresiva, señalando qué es, cuál la experiencia, a qué atender en el discernimiento, y qué comportamiento requiere del orante. La adhesión a la traducción que va haciendo el Santo es metodológicamente necesaria para captar su pensamiento. Es lo que intento hacer.

En S2 introduce el discurso de la contemplación, advirtiendo al lector que habla de quienes “han comenzado a entrar en estado de contemplación” (6,8), a quienes “Dios ha hecho merced de poner en el estado de contemplación” (7,13). Llama a esta nueva forma de oración “noticia general” (14,6; 15, tít), “noticia amorosa” (13,7), “noticia sobrenatural” (15,1), “confusa, oscura y general… que es la contemplación que se da en fe” (10,4).

La contemplación es “vía del espíritu” (S 2,13,5; 14,1; LlB 3,44; N 1,9,9), “trato más espiritual” (S 2,17,7), “lenguaje de Dios al alma de puro espíritu a espíritu puro” (17,4). “La contemplación pura consiste en recibir” (LlB 3, 36). Así, reiteradamente, afirma el Santo la pasividad del orante, la acción de Dios que empieza a ser constatable, y el “dónde” de esa acción de Dios, o el modo de la misma: en el  espíritu y sin la  mediación del discurso o de la actividad natural de las potencias del alma. Aunque escriba J. que, como en todas las acciones de la persona muchos actos engendran hábito, y que así aquí “muchas de estas noticias amorosas … se hace hábito en ella”, inequívocamente la contemplación de la que habla es “sobrenatural”, pasiva.  Sobrenatural es “lo que se da al entendimiento sobre su capacidad y habilidad natural” (S 2,10,2) o “sin ministerio de los sentidos» (S 2,16,2). Escribe: “Dios comienza a poner en esta noticia sobrenatural» (S 2,15,1; 17,13; 14,2), “la contemplación y noticia” que decimos, es “de lo ya recibido y obrado” (2,14,7). Lo mismo apunta cuando identifica contemplación y teología mística: “Y de aquí es que la contemplación, por la cual el entendimiento tiene más alta noticia de Dios, llaman teología mística, que quiere decir sabiduría de Dios secreta” (S 2,8,6).

De ahí que diga el Doctor místico que “descansan las potencias y no obran activamente, sino pasivamente, recibiendo lo que Dios obra en ellas” (S 2,12,8), que las potencias “están actuadas” (2,14,26), que “el alma (está) empleada” (2,14,7). Por eso la experiencia del orante de “que no hace nada” (2,14,11.13; 2,15,5), y “que pierde el tiempo” (2,14,4). El maestro carmelita contesta que “cesa la obra de las potencias en actos particulares (2,12,6; 15,2); y explica que le parece al  alma “que no hace nada” porque “no obra con los sentidos y potencias” (2,14,11), esto es, “se pone en un acto general y puro” (2,12,6).

En Llama, último texto en que se ocupa J. de esta contemplación inicial, se explaya más sobre la dimensión pasiva de esta forma de oración y la experiencia que comporta en el orante, señalando también que se trata de un comienzo, de los primeros pasos de un camino que supone un corte, una superación de la manera anterior de relacionarse con Dios.

Atrás queda el ejercicio meditativo ya asentado en el orante, ya “habituado a las cosas del espíritu en alguna manera” (LlB 3,32). Ahora “comienza Dios … como dicen a destetar el alma y ponerla en estado de contemplación … y pasan su ejercicio al espíritu, obrándolo Dios en ellos así” (ib. y 43). “Es Dios el principal agente” (n. 29) o, simplemente, “sólo Dios es el agente” (n. 44), o “el artífice sobrenatural” (n. 47). En otras ocasiones atribuye al Espíritu Santo esta acción (n. 46). En todo caso la contemplación es “lenguaje de Dios” (n. 37), en el que “sobrenaturalmente” se le comunica (n. 34); “Dios lo hace en ella” (n. 46). Distingue: primero padeciendo, después en suavidad de amor (n. 34). Esto lo afrontará con más detenimiento en N 2 cuando hable de la  purificación pasiva del espíritu.

También aquí en Llama presenta esta acción de Dios como “noticia amorosa” (n. 32), “noticia sobrenatural amorosa”, o “noticia general oscura” (n. 49), “sin inteligencias distintas” (n. 48), “sin obrar nada con las potencias, esto es, acerca de actos particulares, no obrando activamente” (S 2,15,2). Frente a la manera “natural” de conocimiento que se da en la meditación, que produce “noticias distintas”, “particulares”, en la contemplación “le mudan el caudal al espíritu” (LlB 3, 32) con una “noticia general”, es decir, “sin su operación propia”, o sea, natural (n. 38), “sin operación del sentido”, discursiva, plural y sucesiva (n. 54); por lo tanto, “sin especificación de actos” (n. 33), “sin ninguna obra ni oficio suyo activo” (CB 39,12). “Contemplación oscura”, dirá no pocas veces. Así, por ejemplo, en Cántico: “Esta noche de la contemplación”, así introduce el sentido del verso “En la noche serena”. Y continúa: “Llámala noche porque la contemplación es oscura, que por eso la llama por otro nombre mística teología, que quiere decir sabiduría de Dios secreta o escondida, en la cual, sin ruido de palabras y sin ayuda de algún sentido corporal ni espiritual…, a oscuras de todo sentido y natural, enseña Dios ocultísima y secretísimamente al alma sin ella saber cómo; lo cual algunos espirituales llaman entender no entendiendo” (39,12).

Por esto, la contemplación inicial es “novedad insensible” y “no se echa de ver” (S 2,13,7; 14,8), y apenas se experimenta a los principios. Y surge la tentación de volver atrás. Aquí tiene su raíz la inefabilidad. Razona: “Porque, como aquella sabiduría interior… no entró al entendimiento envuelta ni paliada con alguna especie o imagen sujeta al sentido, de aquí es que el sentido e imaginativa, como no entró por ellas … no saben dar razón ni imaginarla para decir algo de ella” (N 2,17,3).

El discernimiento de este cambio en la relación con Dios es necesario, y tiene que ejercerse cuidadosa y atentamente. El Santo habla de “señales”. Y anota tres: lª, imposibilidad de meditar “ni gustar en ello como solía” (S 13,2; cf 14,1; N 1,9,8; LlB 3,32.36.53); 2ª, tampoco le atraen “otras cosas particulares” (ib. 13,3), “que son de mundo” (ib. 14,5; cf. 2-5; N 1,9,2); 3ª, “gusta de estarse a solas con atención amorosa a Dios” (ib. 13,4; cf 14, 6-8; N 1,9,6; LlB 3,43.53). Cuando vuelva sobre esto en el libro primero de Noche, añadirá que la persona inmersa en esta purificación –“oscura contemplación”– “ordinariamente trae la memoria en Dios con solicitud y cuidado penoso, pensando que no sirve a Dios” (N 1,9,3). Además de estas “señales”, que bien pueden llamarse psicológicas, y que más directamente se refieren al ejercicio del acto de oración, Juan insistirá, sobre todo, en el cambio moral que produce la contemplación, en “los inmensos bienes” que produce en el alma, y de los que hablaré más adelante.

El comportamiento es también capítulo muy atendido por el Santo. No podía ser de otro modo. El es un acompañante espiritual, un guía en los caminos de Dios. Por eso tenía que prestar la debida atención a la respuesta que el orante debe dar a esta acción de Dios en su interior, en su espíritu.

El discurso sobre la “noticia general amorosa” viene introducido por un principio que se desarrolla y explicita en los consejos de comportamiento que ofrece. Escribe: “Cuando un alma se pone más en espíritu, más cesa en obra de las potencias en actos particulares” (S 2,12,6). Tal vez más sencilla, porque más en consonancia con el pensamiento filosófico de occidente, convertido en sentido común, es la breve formulación que encontramos en Llama: “Conviene que el que recibe, se haya al modo de lo que recibe” (3,34).

En la aplicación de este principio el Santo abre dos direcciones: negativa y positiva, es decir, lo que ya no tiene que hacer la persona, y lo que sí debe hacer para adecuar su comportamiento a la gracia que Dios está obrando en ella. Una respuesta a Dios será buena si parte del conocimiento de la acción o gracia previa de Dios. Pues su voluntad, lo que él quiere, es que “respondamos” a la concreta gracia que él nos otorga. “Si no conocemos que recibimos”, escribe  Teresa de Jesús, “no (nos) despertaremos a amar” (V 10,4). No sólo, sino que nuestra respuesta no será la adecuada.

La palabra de Juan es inequívoca, segura y firme: el orante que experimenta esta contemplación inicial debe conducirse “por modo totalmente contrario” al que tenía cuando meditaba (LlB 3,33), “ha de mudar estilo y modo de oración” (n. 57). Apunta de nuevo la razón: pues “le mudan el caudal al espíritu” (n. 32).

Recordé con el Santo, al hablar de las “señales” que acompañan y revelan el paso a la contemplación, que el orante “no puede meditar ni discurrir…, ni gusta de ello como antes solía” (S 2,13,2). Su primer consejo, pues, para quien se encuentra en esta situación es que no medite, que no siga con el discurso meditativo (S 2,15,3), ni “se entremeta en formas, meditaciones e imaginaciones, o algún discurso” (n. 5), aunque piense, al “no saber el misterio de aquesta novedad” contemplativa, que “es estarse ocioso y no haciendo nada” (ib. 12,7).

Así pues, “si antes la daban materia para meditar y meditaba, que ahora antes se la quiten y no medite” (LlB 3,33). Choca con la experiencia de “no poder” y “no gustar” hacer lo que antes hacía con gusto y provecho. Por eso se le aumenta el malestar y la desazón. Y no sólo no consigue ya fruto alguno, sino que impide el que se le está dando. Explica el Santo: “En cierta manera se le ha dado al alma todo el bien espiritual que había de hallar en las cosas de Dios por vía de la meditación y discurso” (S 2,14,1; 12,6; LlB 3,33); ahora “ya los bienes no se los dan por el sentido como antes” (LlB 3,33). En este libro abunda en esta dirección: “no aten el sentido corporal ni espiritual a cosa particular interior o exterior” (LlB 3,46), “ni se emplee en inteligencias distintas” (n. 48). Se dirige directamente a estas personas: “¡Oh, pues, almas! Cuando Dios os va haciendo tan soberanas mercedes que os lleva por estado de soledad y recogimiento, apartándoos de vuestro trabajoso sentir, no os volváis al sentido. Dejad vuestras operaciones, que, si antes os ayudaban … ahora que os hace ya Dios merced de ser el obrero, os serán obstáculo grande y embarazo” (n. 65). Y a los acompañantes espirituales les dice que ayuden “procurando aniquilarla (al alma) acerca de sus operaciones y afecciones naturales, con las cuales ella no tiene habilidad ni fuerza para el edificio sobrenatural” (n. 47).

Apunta el Santo un hecho que no se puede olvidar y que abre dos convergentes líneas de comprensión: primero, que la persona humana es por constitución sensitiva-espiritual en su acceso a la verdad, por lo tanto progresiva; y, segundo, que Dios, activo en su relación con ella, se atiene a este modo de ser de la persona: “va Dios perfeccionando al hombre al modo del hombre” (S 2,17,4); “la lleva primero instruyendo por formas e imágenes y vías sensibles a su modo de entender, ahora naturales, ahora sobrenaturales, y por discursos, a ese sumo espíritu de Dios” (n. 3), “de grado en grado hasta lo más interior” (n. 4). Y concluye que “así, a la medida que va llegando más al espíritu acerca del trato con Dios, se va más desnudando y vaciando de las vías del sentido, que son las del discurso y meditación imaginaria. De donde, cuando llegare perfectamente al trato con Dios de espíritu, necesariamente ha de haber evacuado todo lo que acerca de Dios podía caer en sentido” (n. 5).

De ahí la crítica frecuente a quienes quieren relacionarse “siempre” con Dios a través de las “formas e imágenes discursivas” que son propias de la primera etapa espiritual, la meditativa. “No se estén siempre en ellos” –los medios remotos– (S 2,12,5), “pensando que siempre había de ser así” (n. 6); “si el alma se quisiese siempre asir a ellas” –las cosas del sentido– (S 2,17,6); o cuando se refiere a los espirituales que quieren que “siempre trabaje [el alma] y obre de manera que no dé lugar a que Dios obre” (LlB 3,55.58). Por eso el Santo insiste: “ha de mudar estilo” (n. 57).

Con más claridad e insistencia todavía se pronuncia sobre la actitud positiva que debe adoptar el orante, y en la que se le debe acompañar para que no decaiga, no obstante, la experiencia negativa, de inutilidad que le acompaña en los primeros compases de este cambio. Escribe: “desasiéndose de los modos y maneras” anteriores, “aprenda a estar con atención y advertencia amorosa a Dios” (S 2,12,8), a “andar sólo con advertencia amorosa” (LlB 3,33), “habiéndose pasivamente” (ib. y 34), “en soledad y ociosidad” (n. 46), “déjese en manos de Dios” (n. 67).

Aun cuando admite alguna excepción, por lo demás razonable. En el título del capítulo de S 2, l5 escribió: “cómo a los que comienzan a entrar en esta noticia general de contemplación les conviene a veces aprovecharse del discurso natural y obra de potencias naturales”. Y da la razón inmediatamente: “porque a los principios … ni está tan perfecto el hábito de ella [la contemplación] … ni, por consiguiente, están tan remotos de la meditación, que no puedan meditar y discurrir…” (n. 1). Y precisa que ha de meditar cuando el orante “eche de ver que no está el alma empleada en aquel sosiego y noticia” (ib.). Aunque “con suavidad de amor”, anota (ib. 12,8).

Porque la comunicación de Dios no es tan fuerte y continuada, y porque está muy próxima la meditación, en su último tramo muy gustosa, la tentación de volver atrás es fuerte y frecuente. Máxime si se tiene en cuenta otro dato aportado por el Santo: “cuando comienza este estado [de contemplación], casi no se echa de ver esta noticia amorosa” (S 2,13,7). Porque “a los principios suele ser esta noticia amorosa muy sutil y delicada y casi insensible” (ib.; cf. 14,8); y porque ha estado habituada “al ejercicio de la meditación” (ib. 13,7).

Asegura el Doctor místico, sin el más mínimo asomo de duda, que “cuanto más se fuere habituando el alma en dejarse sosegar, irá siempre creciendo en ella y sintiéndose más aquella amorosa noticia general de Dios” (ib.). Se entiende, así, el larguísimo paréntesis sobre “los ciegos que la podrían sacar del camino” de la contemplación, y que, según él son tres: “el maestro espiritual, y el demonio, y ella misma” (LlB 3,29). Prácticamente todo el paréntesis (LlB 3, 29-67) se lo lleva el maestro espiritual (30-62, dedicando al demonio tres números (63-65) y dos solamente al alma (66-67).

III. “Noche de contemplación”

Cualquier lector atento de los escritos sanjuanistas advierte pronto que el místico carmelita establece un cierto “paralelismo entre noche y contemplación”1. A la contemplación, como nota F. Ruiz, “son atribuidos los frutos de transformación operados y también los efectos dolorosos que se experimentan”. Aunque hay que tener en cuenta lo que añade un poco más abajo: “Con ser tan importante esta definición –de la contemplación– no hay que identificar contemplación con noche oscura, pues contemplación se da también en formas que no producen noche” (Obras de san Juan de la Cruz, Madrid 1988, p. 431). Los textos son, por su abundancia y claro pronunciamiento, extraordinariamente significativos. Ya en el prólogo de Subida se refiere en varios pasajes a “esta noche oscura” (3), “al altísimo camino de oscura contemplación” (4), “noche de contemplación” (5). Esta identificación de contemplación y noche aparece desde la primera página de los dos libros de Noche: “este salir de sí y de todas las cosas fue una noche oscura, que aquí entiende por la contemplación purgativa” (N 1, decl 1), “noche de contemplación purgativa” (ib. 2), “esta noche, que decimos ser la contemplación” (N 1, 8,1; N 2,25,2). En Cántico escribe: “Esta noche es la contemplación” (39,12), subrayando que es “oscura por ser contemplación” (ib.). La oscuridad es una nota íntimamente unida a contemplación, afectándola y calificándola intrínsecamente en un período del camino místico, aunque no es coextensiva con ella, pues, aparte de que el Santo habla de “contemplación unitiva” (N 2,23,14) y de la “suma contemplación” (S 2,4, tít.; CB 13,2), se refiere a la “contemplación ya clara y beatífica” (C 39,13) de los bienaventurados, y a tantos períodos en los que se experimenta luminosa y sabrosamente. La contemplación, la acción de Dios, es luz.

También cabe notar la reiterada aproximación, hasta la identificación, que establece entre contemplación y mística teología (cf. S 2,86; N 2,5,1; 12,5; 17,2; 20,6; CB 39,12), lo que, además de señalar el aspecto de oscuridad y purificación, abre y profundiza con más claridad el significado de la contemplación en la experiencia y en la palabra del Doctor místico, como vamos a ver a continuación. Aunque antes quiero dejar constancia también de la frecuente aproximación entre  fe y contemplación, tanto en su dimensión purificativa como unitiva, en su significación de “camino” y de culminación. Así escribe: “En deleites de mi pura contemplación y unión con Dios, la noche de la fe será mi guía” (S 2,3,6). Cuanto en el libro segundo de Subida dice de la fe, lo atribuye a la contemplación en los libros de Noche. Muy particularmente los efectos de purificación y unión de la noticia general amorosa, o ciencia amorosa, con las que presenta la fe y la contemplación.

“La contemplación infusa” (N 1,10,6), o “esta noche oscura es una influencia de Dios en el alma, que la purga de sus ignorancias e imperfecciones habituales, naturales y espirituales, que llaman los contemplativos contemplación infusa o mística teología, en que de secreto enseña Dios al alma y la instruye en perfección de amor, sin ella hacer nada ni entender cómo. Esta contemplación infusa, por cuanto es sabiduría de Dios amorosa, hace dos principales efectos en el alma, porque la dispone purgándola e iluminándola para la unión de amor con Dios” (N 2,5,1).

Empiezo destacando las palabras en cursiva: “sabiduría de Dios amorosa”: “La teología mística, que es ciencia secreta de Dios, que llaman los espirituales contemplación, la cual es muy sabrosa, porque es ciencia por amor” (CB 27,5). Así también en N 2,12,4 donde afirma que “nunca da Dios sabiduría mística sin amor, pues el mismo amor la infunde”, que por eso se llama “sabiduría secreta, la cual… se comunica e infunde en el alma por amor, lo cual acaece secretamente a oscuras de la obra del entendimiento y de las demás potencias” (N 2,17,2).

Tenemos, pues, reafirmado y bien subrayado el elemento noético, cognoscitivo de la contemplación infusa. La contemplación “es noticia y amor divino junto, esto es, noticia amorosa” (LlB 3,32; N 2,12,4). “Hablando ahora algo más sustancialmente de esta escala de contemplación, diremos que la propiedad principal por qué aquí se llama escala es porque la contemplación es ciencia de amor … noticia infusa de amor” (N 2,18,5); por ella Dios “le comunica esta ciencia e inteligencia por amor” (CB 27,5). Muy frecuentemente escribe el Santo que Dios instruye al alma “en perfección de amor” (N 2,5,1), que la enseña “a amar pura y libremente sin interés” (CB 38,4). La contemplación –“abismo de sabiduría”–, mete al alma “en las venas de la ciencia de amor” (N 2,17,6). El amor es la causa de este conocimiento: “le va el amor enseñando lo que merece Dios” (N 2,19,3), “el amor es el maestro” de esta ciencia (CB 27,5). Esta ciencia “es sobrenatural” (CB 26,13.16). Y en ella “siempre puede entrar más adentro”, pues Dios es inmenso (CB 36,10; cf. Po 8).

La contemplación adentra en el conocimiento de Dios y de sí mismo. “Para conocer a Dios y a sí mismo, esta noche oscura es el medio”. Y añade a continuación “aunque no con la plenitud y abundancia que en la otra del espíritu, porque este conocimiento es como principio de la otra” (N 1,12,6). Conocimiento de la “grandeza y excelencia de Dios” (N 1,12,4), “de la excelencia de Dios en sí y en sus criaturas” (CB 15,26), “grandes y admirables novedades y noticias extrañas alejadas del conocimiento común que el alma ve en Dios” (ib. 8), “levantado (el entendimiento) con extraña novedad sobre todo natural entender a luz divina”, “es abismo de noticia de Dios la que posee” (CB 15,24).

Y, al mismo tiempo, conocimiento de sí. “De su miseria”, precisa el Santo refiriéndose a esta etapa purificadora de la “oscura contemplación” o “noche”. Conocimiento de su realidad moral, que subraya como experiencia fuerte, envolvente de este período del  camino espiritual. Con progresiva profundidad en la percepción y en la consiguiente experiencia dolorosa de su situación personal antes desconocida. Una experiencia que termina con un “antes” en el que tenía “tan poco conocida su bajeza y miseria” (N 1,6,4), o sólo tenía “cierta manera de conocimiento de su miseria” envuelta “de oculta estimación y satisfacción de sí mismo” (S 3,9,2).

Este “conocimiento de sí y de su miseria”, dice, ya desde el prólogo de Subida, que es “la mayor pena” que experimenta (5), al mismo tiempo que “el primer provecho” que “causa esta seca y oscura noche de contemplación” (N 1,12,2). Subraya que “sólo conoce su miseria y la tiene delante de sus ojos” (N 1,12,8; LlB 1,19.23; N 2,6,4; 7,3.7).

Matiza, marcando bien los tiempos y la intensidad de este conocimiento de la propia miseria, que “esta luz divina siempre es luz”, aunque no siempre la experimente así “luego que embiste en ella (el alma), como lo hace después”. Las tinieblas y males son del alma, no de la luz divina “que la alumbra para que lo vea”. “Pero con ella no puede ver el alma primero sino lo que tiene más cerca de sí, que son sus tinieblas o miserias”, que “antes no las veía, porque no daba en ella esta luz sobrenatural” (N 2,13,10; cf. 14,3; LlB1,23).

Siempre a la luz de los “dos contrarios”, afirmará que “conviene mucho y es necesario” que antes de gozar de las “grandezas de esta noche”, “la aniquile y deshaga primero en sus bajezas” (N 2,9,2.4); que “el mismo Dios que quiere entrar en el alma por unión y transformación de amor es el que antes está embistiendo en ella y purgándola” (LlB 1,25). Es una profunda inmersión “en el conocimiento de sus males y miserias” (N 2,5,5), en “las potencias del alma”, en lo profundo de su ser (LlB 1, 20). Bajo la potente luz de la contemplación el alma “se siente estar deshaciendo y derritiendo” (N 2,6,1). De ahí arranca el lacerante sentimiento que tienen “por qué ser aborrecidos y desechados de Dios con mucha razón para siempre” (N 2,7,7; 9,7).

Si el peso del propio conocimiento recae sobre el  pecado y miseria, no por eso J. de la Cruz deja de insinuar y dejar constancia de que “esta noche” es “encubridora de las esperanzas de la luz del día” (N 2,9,8) que si “oscurece al espíritu, es para ilustrarle y darle luz” (ib. tít), que si sufre es por la “flaqueza e imperfección que entonces tiene el alma, y disposiciones que en sí tienen, y contrarios para recibirlos” [los efectos positivos de la contemplación] (n. 11). Efectos que ya produce aunque todavía no los experimente quien padece esta infusión divina. A intervalos se tendrá la experiencia de “abundancia y bonanza”, auténtica “fiesta” de la comunión con Dios (N 2,18,3), pues el  Espíritu Santo “aspira” por el huerto del alma y hace que “corran sus olores” de las flores de las virtudes (CB 17,4-7), que preanuncia “la fiesta del Espíritu” (LlB 1,9) en la que “anda interior y exteriormente” el alma “en conocimiento de su feliz estado” (LlB 2,36; cf. CB 39,8-10).

La luz contemplativa da al alma un conocimiento “también de la grandeza y excelencia de Dios”, “le va … instruyendo en su divina sabiduría” (N 1,12,4) o, en general, como afirma igualmente el Santo en este texto, por la purificación “queda limpio y libre el entendimiento para conocer la verdad”. Purificada, la persona reconoce que Dios, mirándola, la ha hecho “agradable a sus ojos, y digna de ser vista” por él, y, también, que ella “mereció” “adorar lo que en ti vían”: “beneficios innumerables que de él había recibido”, y “a cada paso recibe” (CB 32,7-9). Mirada que lleva al alma a la profundidad de la visión de Dios desbordantemente gratuito, desmedido en sus dones, que contrasta más, si cabe, sobre el trasfondo de su pobreza ontológica y moral: ve “que de su parte ninguna razón hay ni la puede haber para que Dios la mirase y engrandeciese, sino sólo de parte de Dios, y ésta es su bella gracia y mera voluntad”. Por eso, se atribuye “a sí su miseria y al Amado todos los bienes que posee” (CB 33,2).

IV. Discernimiento

Justamente sobre esta línea del don de Dios que hace posible el amor a Dios y del centramiento en él que va operando la contemplación abundará J. de la Cruz para discernir la  “gracia” que es esta realidad y esta experiencia purificadora. Puede servirnos de guía la afirmación genérica que avanza apenas ha empezado a mostrar la situación moral de la persona que ha entrado en la primera noche purificadora, la del sentido. Escribe: “Cuando el alma entrare en la noche oscura, todos estos amores pone en razón” (N 1,4,8). En este amor que la contemplación purificadora “pone en razón” insiste el Santo para discernir la verdad y el alcance del cambio interior que empieza a producirse con la primera forma de purificación pasiva, la del “sentido”.

He recordado anteriormente que la contemplación, desde la inicial hasta su culminación, es una acción de Dios, contemplación “infusa”. Si es de Dios, y Dios es amor, tiene que ser comunicadora de bienes, del gran bien del amor de Dios que, por la respuesta fiel de la persona, se convertirá en amor a Dios. Y ya recordé también que en la contemplación “muda Dios los bienes y fuerza del sentido al espíritu” (N 1,9,4). Y que este cambio es “la causa de la sequedad” que experimenta quien padece esta acción de Dios (ib.). Una sequedad que, si proviene de Dios, “tiene consigo ordinaria solicitud con cuidado y pena … de que no sirve a Dios”. Añade a continuación una aclaración que resalta más la verdad de la nueva experiencia de sequedad: “Y ésta, aunque algunas veces sea ayudada de la melancolía u otro humor, como muchas veces lo es, no por eso deja de hacer su efecto purgativo del apetito … aunque la parte sensitiva está muy caída y floja y flaca para obrar por el poco gusto que halla, el espíritu, empero, está pronto y fuerte” (N 1,9,3). Vuelve sobre esto en los números siguientes reafirmando que “el espíritu que recibe el manjar anda fuerte y más alerto y solícito que antes” (4); “el espíritu … siente la fortaleza y brío para obrar en la sustancia que le da el manjar interior” (6). Es el efecto de la contemplación que, “habiendo purgado algo el sentido…, va ya encendiendo en el espíritu este amor divino” (ib. 11,2). La contemplación purgativa le afina el amor, se lo gratuiza, hace “al alma andar con pureza en el amor de Dios, pues ya no se mueve a obrar por el gusto y sabor de la obra … sino sólo por dar gusto a Dios (N 1,13,12.5). “Es tan grande el amor de estimación que tiene a Dios, aunque a oscuras sin sentirlo ella, que no sólo eso, sino que se holgaría de morir muchas veces por satisfacerle” (N 2,13,5).

Insiste en Subida, siempre con el mismo estribillo: “Sin saber el alma cómo ni de dónde le viene”, crece el amor, aquí, en este contexto, vinculado a la fe, y no a la contemplación como sucede en Noche: “Porque, aunque es verdad que la memoria de ellas (las gracias místicas) incita al alma a algún amor de Dios y contemplación, pero mucho más incita y levanta la pura fe y desnudez a oscuras de todo eso” (2,24,8). Se arraiga más la fe y, por tanto, el amor y la esperanza. Amor no percibido, pero real y más fuerte y limpio que antes: “Pero este amor algunas veces no lo comprende la persona ni lo siente, porque no tiene este amor su asiento en el sentido con ternura, sino en el alma con fortaleza y más ánimo y osadía que antes” (ib. 9; cf 26,7; 29,5-6). Un extraordinario y espléndido capítulo dedica a este amor, fruto de la contemplación, con el siguiente título: “Cómo el alma, por fruto de estos rigurosos aprietos, se halla con vehemente amor” (N 2,11). De este amor, o “inflamación de amor” dice que es “muy diferente” de la que se produjo en la contemplación inicial o noche pasiva del sentido (n. 1), “diferentísima” (ib. 13,4). Escribe que en “esta inflamación de amor en el espíritu…, Dios tiene recogidas todas las fuerzas, potencias y apetitos del alma, así espirituales como sensitivas … no desechando nada del hombre ni excluyendo cosa suya de este amor” (N 2, 11,4).

En general, el Santo habla de “innumerables bienes”, de “tantos bienes” (N 1,11,4), de “estos provechos … y otros innumerables” (ib. 13,10), de “sabrosos efectos” (N 2,13,1), de “bienes … inestimables” (LlB 3, 40.39.56). Tanto en N 1,11-13, como en N 2, 11-25 habla de los frutos y propiedades dichosas de la contemplación. Siempre guiado por un principio que enuncia así: en la medida que se opera la purificación de todos sus “miserias y males”, el contemplativo “tendrá ojos para que esta luz le muestre los bienes de la luz divina” (N 2,13,10).

V. Comportamiento

Frecuentemente J. de la Cruz dice que la entrada en la noche oscura de la contemplación comporta la experiencia de una “gran novedad” (N 1,8,3); y que esta “novedad del trueque”, unida al hábito gustoso de la forma oracional anterior (ib. 9,4), alimenta la tentación de volver atrás (ib. 10,2) pensando que “no hace nada” (Ib. 10,1) y que “pierde el tiempo” (n. 5).

Aparte cuanto he dicho más arriba sobre el comportamiento en el acto de la contemplación, aquí me limitaré a recordar la llamada del Santo a “perseverar con paciencia y humildad” (N 1,6,6; 10,3; 13,5), “con grande constancia y paciencia” (LlB 2,30), “con mayor constancia y fortaleza” para ir adelante no sucumbiendo ni hurtando el cuerpo “a los primeros trabajos y mortificaciones” (LlB 2,27). “Sufriendo con paciencia su purgación” que comporta la experiencia más humillante de impotencia para hacer nada, pues “ni puede levantar afecto ni mente a Dios, ni le puede rogar” (N 2,8,1), y la más sola soledad de todos: “ningún medio ni remedio le sirve ni aprovecha para su dolor” (N 2,7,3).

VI. Contemplación: encuentro interpersonal

La realidad se impone a las sospechas siempre amenazantes también en el campo de la contemplación. La realidad en la experiencia y palabra del Doctor místico es que la contemplación es un encuentro de personas, Dios y el creyente, y la sospecha recae sobre el posible platonismo que se cierne sobre la contemplación sanjuanista.

El Santo sentenció que la persona no ha de llevar “otro arrimo a la oración sino la fe y la esperanza y la caridad” (Av 118). Es la respuesta de quien sabe que la fe, don de Dios, “en sí encierra y encubre la figura y hermosura del Amado” (CB 12,1), o que “Dios es la sustancia de la fe” (CB 1,10). La oración es respuesta de comunión a quien en la fe se nos ofrece y nos llama a su compañía. En dos versos grávidos ha expresado J. su experiencia y comprensión de la contemplación. Concluye la sexta estrofa del poema de la Noche diciendo: “En mi pecho florido, /que entero para él solo se guardaba. Y en la décima del Cántico escribió con pasión de enamorado: “Y véante mis ojos, / pues eres lumbre dellos, / y sólo para ti quiero tenellos. A estos textos puede añadirse los versos y comentario de la canción 27 de Cántico, en donde habla de la entrega mutua, “él a ella … y ella a él, entregándose ya toda de hecho, sin ya reservar nada para sí ni para otro” (3).

La contemplación es concentración amorosa mutua, encuentro de dos que se buscan: “Si el alma busca a Dios mucho más la busca su Amado a ella” (LlB 3,28); comunión de vida, movimiento de la persona a la Persona. Dejó bien formulada esta realidad en la carta a una carmelita descalza: “La quiere el Señor, porque la quiere bien, bien sola, con gana de hacerle él toda compañía. Y será menester que advierta en poner ánimo en contentarse sólo con ella” (Ct a Leonor de san Gabriel: 8.7.1589).

BIBL. — ANTONIO QUERALT, “Meditazione e contemplazione: Ignazio di Loyola e Giovanni della Croce. Due pedagogie spirituali”, en AA. VV., Dottore mistico. San Giovanni della Croce. Simposio nel IV Centenario della sua morte, Roma, Teresianum, 1992, 235-281; JOAQUIN GARCIA PALACIOS, Los procesos de conocimiento en San Juan de la Cruz, Ed. Universidad Pontificia de Salamanca, Salamanca, 1992; MAXIMILIANO HERRAIZ, “Contemplazione, en Dizionario di Mistica, Libreria Editrice Vaticana, 1998, p. 345-348. Id. Espiritualidad y contemplación, SM, Madrid, 1994; Id. “La oración, experiencia teologal, en AA. VV. Experiencia y pensamiento en San Juan de la Cruz, EDE, Madrid 1990, p. 195-223.

Maximiliano Herráiz