Reino de los cielos

«El Reino de los cielos ha sido inaugurado en la tierra por Cristo. ‘Se manifiesta a los hombres en las palabras, en las obras y en la presencia de Cristo’ (LG 5). La Iglesia es el germen y el comienzo de este Reino» (CEC 567).

Otro de los términos usados por Santa Teresa de Jesús para designar las realidades últimas, paralelo al de «cielo» y «gloria», es el término «Reino» (78 veces), que aparece en el centro de la predicación de Jesús, según los Sinópticos. Con ello se quiere significar la irrupción de los tiempos escatológicos en la historia: «El tiempo se ha cumplido» (Mc 1,5). «El reino de los cielos ha llegado» (Mt 4,17). «Esta Escritura, que acabáis de oír, se ha cumplido» (Lc 4,21). El Reino es ya una realidad presente, aunque pendiente de su realización futura, que pide esfuerzo y lucha hasta su instauración plena, que será la intervención definitiva de Dios al final de los tiempos.

Podemos decir que estos tres significados, sin necesidad de forzarlos, se hallan presentes en la espiritualidad teresiana. Siguiendo la evolución cronológica de sus tres obras mayores, el Reino aparece dentro de una perspectiva futura, que polariza su vivencia, como meta de su peregrinación terrena (Vida); aparece también como realidad presente y como posesión íntima, en la que basa su pedagogía a la oración (Camino); y, en fin, es objeto de lucha por conquistarlo y defenderlo, tal como explica el símbolo guerrero del Castillo interior (Moradas).

1. El Reino, realidad futura

Como realidad escatológico-futura, el Reino (lo mismo que el cielo y la gloria) aparece en el horizonte de sus deseos, desde el principio de su andadura, puestos «los ojos en el verdadero y perpetudo reino que pretendemos ganar» (V 15,11). Uno de los puntos culminantes de esta andadura es la gracia que recibe como coronación de su oración de unión, paralela a la gracia –ya relatada– de su visión del cielo.

La Santa explica cómo, en una especie de arrobamiento o levantamiento de espíritu:

«Coge el Señor el alma, a manera que las nubes cogen los vapores de la tierra, y levántala toda de ella y sube la nube al cielo y llévala consigo, y comiénzala a mostrar cosas del reino que le tiene aparejado» (V 20,2).

Esta gracia la experimenta, ante todo, como un poder irresistible de Dios, semejante al poder del Reino, como fuerza salvadora que irrumpe en la historia por medio de Jesús:

«Viene un ímpetu tan acelerado y fuerte, que veis y sentís levantarse esta nube o esta águila caudalosa y cogeros con sus alas» (V 20,3). «Aprovecha poco cuando el Señor quiere, que no hay poder contra su poder» (V 20,6).

Pero, sobre todo, deja en ella unos efectos admirables: «Deja un desasimiento extraño», que «hácese una extrañeza nueva para con las cosas de la tierra, que es muy penosa la vida» (V 20,8); la muestra «la razón que tiene de fatigarse de estar ausente de bien que en sí tiene todos los bienes» (V 20,9); como san Pablo está crucificado al mundo (Gál 6,14), así ella se siente «como crucificada entre el cielo y la tierra» (V 20,11) y crece el «ansia de ver a Dios» (V 20,13).

2. La lucha por el el Reino

La Santa describe esta transformación radical, similar a la producida por el poder del Reino en aquellos que lo acogen, como fuente de arrojo y de valentía para luchar por la causa de Jesús:

«Aquí es la pena de haber de tornar a vivir. Aquí le nacieron las alas para bien volar. Ya se le ha caído el pelo malo. Aquí se levanta ya del todo la bandera por Cristo, que no parece otra cosa sino que este alcaide de esta fortaleza se sube o le suben a la torre más alta a levantar la bandera por Dios. Mira a los de abajo como quien está en salvo. Ya no teme los peligros, antes los desea, como quien por cierta manera se le da allí seguridad de la victoria. Vese aquí muy claro en lo poco que todo lo de acá se ha de estimar y lo nonada que es. Quien está de lo alto, alcanza muchas cosas. Ya no quiere querer, ni tener libre albedrío no querría, y así lo suplica al Señor. Dale las llaves de su voluntad» (V 20,22).

Esta transformación es, igualmente, fuente de señorío y de libertad (V 20,23), que la lleva a denunciar la mentira del mundo, su culto engañoso de la honra (V 20,26), y a proclamar la verdad del Evangelio, basada en la bienaventuranza del reino:

«¡Bienaventurada alma que la trae el Señor a entender verdades! ¡Oh, qué estado éste para los reyes! ¡Cómo les valdría mucho más procurarle, que no gran señorío! ¡Qué rectitud habría en el reino! ¡Qué de males se excusarían y habrían excusado! Aquí no se teme perder vida ni honra por amor de Dios. ¡Qué gran bien éste para quien está más obligado a mirar la honra del Señor, que todos los que son menos, pues han de ser los reyes a quien sigan! Por un punto de aumento en la fe y de haber dado luz en algo a los herejes, perdería mil reinos, y con razón. Otro ganar es. Un reino que no se acaba. Que con sola una gota que gusta un alma de esta agua de él, parece asco todo lo de acá. Pues cuando fuere estar engolfada en todo ¿qué será?» (V 21,1).

Teresa de Jesús quisiera «dar voces para dar a entender qué engañados están» (V 20,25). Y «tuviera en poco la vida por dar a entender una sola verdad de éstas» (V 21,2). Por eso no duda en entregarla de lleno:

«Aquí está mi vida, aquí está mi honra y mi voluntad; todo os lo he dado, vuestra soy, disponed de mí conforme a la vuestra. Bien veo yo, mi Señor, lo poco que puedo; mas llegada a Vos, subida en esta atalaya adonde se ven verdades, no os apartando de mí, todo lo podré; que si os apartáis, por poco que sea, iré adonde estaba, que era al infierno» (V 21,5).

3. El Reino, realidad presente

A tenor de lo dicho, la experiencia mística del reino que tiene Teresa de Jesús, no la arranca de la realidad histórica, sino que la hace tomar nueva conciencia de ella. Descubre sus verdaderas posibilidades de salvación, dadas por el reino de Dios, y lucha denodamente por su realización. Una vez más, se produce en ella un admirable trueque o «maravilloso intercambio»: del reino futuro al reino presente. Transportada por el espíritu al reino de los cielos, se siente llamada a implantarlo en la tierra. Descubierta su verdad, quiere comunicarla a los hombres. Degustados sus secretos, quiere compartirlos con los demás.

Esta interrelación entre el presente y el futuro del reino o entre el reino del cielo y el de la tierra, aparece más explícitamente a propósito de su glosa a la doble petición del Padrenuestro: «Sanctificetur nomen tuum, adveniat regnum tuum».

La Santa une las dos peticiones, pues para pedir que «sea santificado su nombre», Dios tiene que concedernos primero «su reino del cielo». Sólo, si Dios nos concede su reino, podremos alabar y santificar su nombre en la tierra:

«Mas como vio Su Majestad que no podíamos santificar ni alabar ni engrandecer ni glorificar este nombre santo del Padre Eterno conforme a lo poquito que podemos nosotros, de manera que se hiciese como es razón, si no nos proveía Su Majestad con darnos acá su reino, y así lo puso el buen Jesús lo uno cabe lo otro» (C 30,4).

El don del reino es una de las gracias que Dios concede, según la Santa, en el marco de la oración contemplativa, que se aprende en «la compañía del Maestro», que nos enseñó esta oración, cuando dijo: «Santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu reino». «Comienza el Señor… a dar a entender que oye nuestra petición y comienza ya a darnos su reino aquí, para que de veras le alabemos y santifiquemos su nombre y procuremos lo hagan todos» (C 31,1).

¿Cómo es este reino que el Señor comienza a darnos acá? Teresa, tomando como paradigma el reino del cielo, destaca estos rasgos:

«El gran bien que me parece a mí hay en el reino del cielo, con otros muchos, es ya no tener cuenta con cosa de la tierra, sino un sosiego y gloria en sí mismos, un alegrarse que se alegren todos, una paz perpetua, una satisfacción grande en sí mismos, que les viene de ver que todos santifican y alaban al Señor y bendicen su nombre y no le ofende nadie. Todos le aman, y la misma alma no entiende en otra cosa sino en amarle, ni puede dejarle de amar, porque le conoce. Y así le amaríamos acá, aunque no en esta perfección, ni en un ser; mas muy de otra manera le amaríamos de lo que le amamos, si le conociésemos» (C 30,5).

Finalmente, hay que destacar la alegoría del Castillo Interior, que es a la par un castillo de orfebrería y un castillo de guerra. En su centro está la cámara o palacio del Rey (M 1,2,2 y 14). «Una estancia adonde sólo Su Majestad mora» (M 7,1,3). El encuentro con él en el matrimonio místico (séptimas moradas), que es la realización plena del reino en nuestra condición terrena, no es para regalarse sino «para que nazcan obras» e «imitar a su Hijo en el mucho padecer» (M 7,4,4 y 6). Es la lucha por el reino, que Teresa encomienda a sus hijas en los primeros compases del Camino de Perfección:

«Todas ocupadas en oración por los que son defensores de la Iglesia y predicadores y letrados que la defienden» (C 1,2). «Lo que hemos de pedir a Dios es que en este castillo que hay ya de buenos cristianos, no se nos vaya ya ninguno con los contrarios, y a los capitanes de este castillo o ciudad, los haga muy aventajados en el camino del Señor, que son los predicadores y teólogos» (C 3,2).

Ciro García

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