Cantar de los Cantares

Poema bíblico que contiene una colección de cantos de amor. De autor anónimo. Supuestamente atribuido a Salomón. Así lo cree también Teresa, que los titula “Cantares de Salomón” (prólogo de Conc., 1), o simplemente “los Cantares” (R 24,1; 44,2; V 27,10; E 16,2), o “Cán­ticos” (Conc 1,3.6; 3,14; 6,8). Libro de transmisión bíblica singular, pues ha provocado una doble actitud en su lectura: por un lado, recelo y gran reserva; por otro, encanto y admiración. Esta segunda actitud prevalece en los místicos. También en Teresa, que sin embargo es a la vez testigo de la actitud primera, agravada en su tiempo no sólo por el dramático episodio de fray Luis y su traducción de los Cantares al castellano, sino por la oposición de ciertos teólogos a que la Biblia fuese leída por mujeres.

En ese contexto histórico es sorprendente la postura de T frente al poema. Será éste el único libro bíblico expresamente comentado por ella. Durante varios años –la fase de su ferviente exaltación mística: período extático–, la lectura de los Cantares es su refugio y consuelo, “habiéndome a mí el Señor, de algunos años acá, dado un regalo grande cada vez que oigo o leo algunas palabras de los Cantares…” (Conc. pról. 1). Reiterado más expresamente, aunque en anonimato: “Sé de alguna persona que estuvo hartos años con muchos temores, y no hubo cosa que la haya asegurado, sino que fue el Señor servido que oyese algunas cosas de los Cánticos, y en ellas entendió ir bien guiada su alma” (1,6).

Frecuentemente ha pedido ella a los teólogos la explicación profunda del texto, “rogándoles yo que me declaren lo que quiere decir el Espíritu Santo y el verdadero sentido de ellos (de los Cánticos)…” (1,8). No es improbable que haya poseído y leído la traducción manuscrita de los Cantares por fray Luis, traducción destinada por esos años (1561…) a otra monja, D.ª Isabel de Osorio, y difundida largamente en Castilla y Portugal, e incluso en América, hasta que el traductor fray Luis cae en la cárcel inquisitorial de Valladolid (1572).

Sería no mucho antes de esa fecha cuando la Madre Teresa se decidió a glosar “para las monjas” de sus Carmelos (Conc. Pról. 1) algunos versos del libro bíblico: “para consolación de las Hermanas (carmelitas) que el Señor lleva por este camino, y aun para la mía” (ib 2). Una vez escritas sus “meditaciones” sobre versos selectos del Cantar, sometió sus cuartillas a la aprobación de dos teólogos dominicos, implicados al menos uno de ellos en el episodio de fray Luis de León, cuya primera proposición delatada sonaba que “el Cantar de los Cantares es un poema amoroso a la hija de Faraón, y enseñar lo contrario es fútil”, y la proposición segunda: que “el Cantar se puede leer y explicar en lengua vernácula”. El teólogo primero, Diego de Yanguas, fue de parecer negativo respecto del escrito teresiano: “por parecerle que no era justo que mujer escribiese sobre la Escritura, se lo dijo, y ella fue tan pronta en la obediencia…, que lo quemó al punto” (BMC 18, 320). En cambio, el otro consultor, Domingo Báñez, más prestigioso y más metido en la polémica de la versión castellana de los Cantares, fue de parecer positivo. Pero tardío. Cuando ya el original teresiano había sucumbido al fuego, escribió él de propia mano en una de las copias salvadas de las llamas: “Visto he con atención estos cuatro cuadernillos, que entre todos tienen ocho pliegos y medio, y no he hallado cosa que sea mala doctrina, sino antes buena y provechosa. En el colegio de San Gregorio de Valladolid, 10 de junio de 1575. Fr. Domingo Bañes”. (Códice de Alba: BMC 4, 268).

Esta toma de posiciones por parte del famoso teólogo dominico reviste importancia especial por varios motivos: porque en su autoridad se habían apoyado las dos proposiciones antes citadas sobre los Cantares y su traducción vernácula; porque en la fecha de su firma a favor de la autora, está en su trance crucial el proceso de fray Luis, preso en la misma ciudad de Valladolid donde Báñez imparte su aprobación; y porque, igualmente por esas fechas, el teólogo dominico tiene en sus manos el autógrafo teresiano del “Libro de la Vida”, ya denunciado a la Inquisición.

Cuando en 1588 fray Luis edite por vez primera las Obras de la Madre Teresa, omitirá este comentario a los Cantares, y evita así nuevas tribulaciones al escrito y probablemente también al editor.

La lectura teresiana del poema bíblico

La Santa afronta la tarea de glosa con absoluta espontaneidad. Se propone escribir lo que el texto bíblico le sugiere a ella. Sabe que el poema tiene otro tipo de lectura, literal y teológica, en la que deben empeñarse los letrados, responsables de la palabra de Dios: ellos “lo han de trabajar” (Conc 1, 2). Pero esa lectura-estudio no excluye, según ella, la lectura libre, desde la vida misma: “lo que pretendo es, que así como yo me regalo en lo que el Señor me da a entender cuando algo de ellos (de los Cantares) oigo, decíroslo por ventura os consolará como a mí” (Conc 1, 8). Ni quedan excluidas de esta lectura las mujeres, pues “no hemos de quedar las mujeres tan fuera de gozar las riquezas del Señor. De disputarlas…, esto sí” (1, 8). Teresa está convencida de que el poema tiene “palabras heridoras” (3, 14), capaces de transir a lectores y lectoras altamente enamorados. Llega a pensar que ciertas palabras de los Cantares no se las podrá apropiar el lector sino desde un alto grado de enamoramiento: que no se puede decir “béseme con beso de su boca” sino desde los aledaños del éxtasis: “estas palabras dícelas el amor… Estas palabras verdaderamente pondrían temor en sí, si estuviese en sí quien las dice, tomada sola la letra; mas a quien vuestro amor, Señor, ha sacado de sí, bien perdonaréis diga eso y más, aunque sea atrevimiento” (1, 12). He aquí un espécimen de ese tipo de lectura:

“¡Oh Señor del cielo y de la tierra! ¡Que es posible que aun estando en esta vida mortal se pueda gozar de Vos con tan particular amistad! ¡Y que tan a las claras lo diga el Espíritu Santo en estas palabras, y que aún no lo queremos entender! ¡Qué son los regalos con que tratáis con las almas en estos Cánticos! ¡Qué requiebros, qué suavidades!, que había de bastar una palabra de éstas a deshacernos en Vos…” (3,14).

Por lo general, T prefiere dar al poema valor de simbolismo nupcial entre Dios y el hombre. Más que la tradicional versión esponsal cristológica y eclesial (amor entre Cristo y la Iglesia), ella se inclina por el simbolismo interpersonal: Dios y el alma, o Cristo y ella. Pero dando por supuesta la apertura del símbolo a otros sectores.

Desde el punto de vista literal o textual, no sabemos cuántos y cuáles versos del Cántico glosó Teresa, a causa de las mutilaciones y lagunas con que nos ha llegado su comentario. De hecho, en lo que nos queda de su escrito aparecen glosados los versos siguientes:

– “Béseme con beso de su boca…” (Cánt 1, 1: Conc 1,1).
– “Más valen tus pechos que el vino, que dan de sí fragancia de buenos olores” (Cánt 1, 1-2: Conc 4, 1).
– “Sentéme a la sombra del que deseaba, y su fruto es dulce para mi garganta” (Cánt 2, 3: Conc 5,1).
– “Metióme el Rey en la bodega del vino y ordenó en mí la caridad” (Cánt 2, 4: Conc 6, 1).
– “Sostenedme con flores y acompañadme con manzanas, porque desfallezco de mal de amores” (Cánt 2, 5: Conc 7, 1).
– Implícita alusión al texto de la vulgata “lectulus noster floridus” (Cánt 1, 15: Conc 2, 5. – Fray Luis había traducido: nuestro lecho está florido». En la glosa de T cita libremente: “¡Oh, que es hacer la cama Su Majestad de rosas y flores para Sí en el alma”.

– “Yo a mi Amado, y mi Amado a mí”: Cánt 6, 2; 2, 16: Conc 4, 8.
– “Mantiénela con manzanas”: Cánt 2,5: Conc 5, 5.
– “Toda eres hermosa, amiga mía”: Cánt 4, 7: Conc 6,9.
– “Quién es ésta que ha quedado como el sol”: Cánt 6, 9: Conc 6, 11.
– “Debajo del árbol manzano te resucité”: Cánt 8, 5: Conc 7,8.

El poema bíblico en los restantes escritos de la Santa

Como es sabido, el Cantar de los Cantares ha tenido su mejor eco y prolongación poética en el Cántico espiritual de san Juan de la Cruz. También en T ha tenido repercusión poética. En el breve poemario de la Santa hay dos piezas inspiradas en el Cantar.

Una de ellas glosa el verso “mi Amado para mí” (Cánt 6, 2), y lo incorpora al estribillo de cada estrofa: “Ya toda me entregué y di / y de tal suerte he trocado / que mi Amado es para mí / y yo para mi Amado”. A este lema inicial siguen dos octavillas en las que reaparecen sendos motivos poéticos del Cantar: la caza de amor (“Cuando el dulce cazador / me tiró y dejó rendida…”), y “la herida con la flecha enherbolada de amor”, que hace recordar las “palabras heridoras” de los Conceptos (cf E 16, 2).

El poema segundo no tiene tan estrecha vinculación con el Cantar. Reproduce el “coloquio amoroso” de los dos amantes, y pretende la igualdad de amor entre ambos: “Si el amor que me tenéis, / Dios mío, es como el que os tengo…”

Más allá de los poemas, la imaginería y el simbolismo del libro bíblico están presentes en casi todos los escritos teresianos, a partir de Vida. a) La mutua mirada: “… sin ver nosotros cómo, de en hito en hito se miran estos dos amantes, como lo dice el Esposo a la Esposa en los Cantares: a lo que creo, lo he oído que es así” (V 27, 10, con referencia a Cánt 4, 9 y 6,4: “con una sola de tus miradas me has enamorado”, que fray Luis había traducido: “robaste mi corazón con uno solo de los tus ojos”). – b) Ese momento simbólico de la mirada recíproca lo recordará a sus lectoras del Camino (26, 3): “No os pido más de que lo miréis…, pues nunca, hijas, quita vuestro Esposo los ojos de vosotras… No está aguardando otra cosa, como dice a la Esposa, sino que le miremos”. – c) Reaparecerá varias veces en las Exclamaciones, donde evocará al menos dos versos no mencionados en los Conceptos: el conjuro de las hijas de Jerusalén que vagan por calles y plazas (Cánt 3, 2: Excl 16, 3), y la Exclamación final, en que se apropia el verso “fuerte es como la muerte el amor, y duro como el infierno” (Cánt 8, 6), glosado así: “¡Oh, quién se viese ya muerto de sus manos y arrojado en este divino infierno, de donde ya no se esperase poder salir, o por mejor decir, no se temiese verse fuera!” (E 17, 3).

Con todo, el más decisivo influjo del Cantar bíblico en la espiritualidad teresiana acontece en las Moradas, no ya por la evocación de versos sueltos (cf M 5,1,12; 5,2,12; 6, 4,10; 6,7, 9; 7,3,13), sino porque sólo en este libro la autora lleva a pleno desarrollo el símbolo nupcial heredado del Cantar, y que le sirve para estructurar la sección mística del Castillo. Será aquí, en las Moradas, donde mejor articule en torno al símbolo nupcial los otros simbolismos de losCantares: el vino, la bodega, la borrachez de amor, la flecha, la herida, el fuego… y el sello, que en los Cantares es impresión de la faz de la esposa en el brazo o en el corazón del amado (8,6), y que en el Castillo es profunda impresión del rostro del Amado en la cera del alma (M 5,2,12).

En uno de sus poemas festivos (“En la cruz está la vida…”), T identifica la cruz del Señor con “el árbol deseado” de la Esposa de los Cantares (2,3):

“Es la cruz el árbol verde
y deseado
de la esposa, que a su sombra
se ha sentado
para gozar de su Amado,
el Rey del cielo,
y ella sola es el camino
para el cielo”,

identifica de nuevo a la cruz con la palma preciosa de los Cantares:

“De la cruz dice la Esposa
a su Querido
que es una palma preciosa
donde ha subido
y su fruto le ha sabido
a Dios del cielo…” (Po 19).

BIBL. – A. M. Pelletier, Lecture du Cantique des Cantiques, Roma 1989, 370-378.

T. Álvarez

Todos los derechos: Diccionario Teresiano, Gpo.Ed.FONTE

Camino espiritual

Camino es una imagen de lo espiritual ampliamente difundida en casi todas las religiones. Para T es imagen de origen bíblico. Le sirve para expresar la vida espiritual y su proceso de desarrollo en el tiempo (antes de la eternidad). La vida es camino: “via vitae”, repetirá la Biblia (Prov 6,25; 10,11; 15,10; y salmospassim). Jesús es “el camino” (Jn 14, 6). Él es el camino que conduce al Padre (Jn 14,9: ambos textos, citados en M 6,7,6). Caminar es seguir a Jesús. “Por el camino (de la cruz) que fue Cristo han de ir los que le siguen” (V 11,5). Teresa no sólo ha reiterado la alusión a esos pasajes evangélicos, sino que ha aceptado la imagen del camino para titular uno de sus libros, el Camino de perfección. (Poco antes había leído el precioso opúsculo titulado “Via spiritus o camino de la perfección del alma”, de Bernabé de Palma). En dos de sus poemas ha celebrado el caminar juntos: “Caminemos para el cielo / monjas del Carmelo” (Po 10 y 20). Según ella, todos caminamos hacia “la fuente de agua viva” que prometió Jesús a la Samaritana” (C 19,2; 20,1…).

La lectura de libros espirituales puso a T en contacto con la tradición, que desde los Padres de la Iglesia trasmitía diversos parámetros o esquemas para describir el desarrollo de la vida espiritual en el cristiano. Recordemos los más comunes: el crecimiento del alma, el itinerario del caminante, y la subida o escalada de lo alto.

a) Ante todo, el crecimiento en Cristo, de acuerdo con la idea de san Pablo: “crezcamos en Él” (Ef 4,15), hasta llegar a la plenitud de su estatura (ib 4,13; Col1,19). Teresa utilizará repetidas veces esa imagen y el consiguiente esquema. Recurre a la imagen del “niño que aún mama” (C 31,9), y que crece pero aún no soporta el peso de la vida (F 18,10; M 4,3,10; Conc 3,5). Así, en Vida 15,12: “En esta vida que vivimos no crece el alma como el cuerpo, aunque decimos que sí, y de verdad crece. Mas un niño, después que crece y echa gran cuerpo y ya le tiene de hombre, no torna a descrecer y a tener pequeño cuerpo. Acá (en la vida espiritual) quiere el Señor que sí, a lo que yo he visto por mí, que no lo sé por más”. “No hay alma, en este camino, tan gigante, que no haya menester muchas veces tornar a ser niño y a mamar, y esto jamás se olvide, quizás lo diré más veces porque importa mucho” (V 13, 15): claro eco de las palabras de Jesús: “si no os hiciereis como niños, no entraréis en el reino” (Mt 18,3). – Con todo, en T no encontramos desarrollada sistemáticamente esa imagen del crecimiento o de “las tres edades de la vida espiritual”.

b) Otra imagen tradicional es la del itinerario o camino por etapas, señalizado en lo que se ha llamado “las tres vías”: vía purgativa, vía iluminativa y vía unitiva. Teresa no sólo leyó sino que oyó con toda seguridad esa teoría de boca de sus letrados asesores. (Itinerario era el título del libro del franciscano su coetáneo F. de Evia. Más conocidos, los clásicos itinerarios de san Buenaventura: Itinerarium mentis in Deum, Itinerarium mentis in seipsam o el De triplici via, etc.). Pero no parece haberla asimilado ni incorporado a su esquema de la vida espiritual. Sólo recuerda una vez las dos etapas primeras, purgativa e iluminativa, pero en forma titubeante: “…después de muchos años que haya ido por la vida (!) purgativa, y aprovechando por la iluminativa. No sé yo bien por qué dicen ‘iluminativa’; entiendo que de los que van aprovechando” (V 22,1). Es decir, que ella en el fondo equipara la imagen de las tres vías (o “vidas”) con la de los tres estados, de “principiantes, aprovechados y perfectos”. “Los que van aprovechando” serían los de la vía iluminativa. Ella, que tanta importancia dará al tema de la unión, nunca mencionará la “vía unitiva”. Ninguno de los dos esquemas, ni el de las tres vías ni el de los tres estados, pasarán a su típica visión de la vida espiritual. En lugar de la trilogía “principiantes-aprovechados-perfectos”, ella preferirá hablar de “primeros y medianos y postreros” (V 11,5). En su esquema personal subsistirán sobre todo los dos extremos: “los principios” de la vida espiritual (V 11), y “los perfectos / la perfección”: “¿Qué pensáis que es su voluntad (de Cristo)? Que seamos del todo perfectas… para ser unos con Él y con el Padre” (M 5,3,7).

c) En la tradición espiritual existía también la imagen (y el esquema) de la subida y de las escalas para ascender al término de la vida espiritual, que es el cielo. Ejemplo clásico, la Scala paradisi de san J. Clímaco. Imagen explotada en el ámbito teresiano por su director san Juan de la Cruz, que poco después la plasmará en el dibujo del “monte” y la desarrollará en la “Subida del Monte Carmelo”. En momentos críticos, T se había servido de otro libro basado en esa misma imagen, la “Subida del Monte Sión”, de Bernardino de Laredo (V 23,12). Ella misma hablará incidentalmente de “subido estado”, “subido camino”, “subido amor de Dios”, etc. (V 7,13; 22,18; 38,11). Sin ulterior desarrollo. En cambio, desechará el lenguaje y la técnica espiritual de subir o levantar la mente a la esfera de la experiencia mística: “el daño que es querer subir el espíritu… a cosas sobrenaturales” (título del c. 12 de Vida). “Es lenguaje de espíritu”, dirá ella (V 12,5), es decir, teoría de espirituales, pero falsa. Lo repetirá en el famoso c. 22 del libro. – T recordará también la simbólica “escala de Jacob” (Gén 28,12), pero sin incorporarla al esquema de la vida espiritual (M 6,4,6).

Es normal que, en su exposición del camino espiritual, T no haya adoptado ninguno de esos esquemas. Le hubieran resultado artificiosos y probablemente hubieran coartado su espontaneidad y creatividad. Ella ofreció su propia visión de la vida espiritual y el consiguiente proceso de desarrollo, en el Castillo Interior, último de sus libros doctrinales. Utilizó en él ideas e imágenes ya esbozadas en escritos anteriores (V 40, y C 28). Base de esa síntesis teresiana es, ante todo, la propia experiencia: a sus 62 años cumplidos, tiene ella una visión complexiva de lo que es el camino espiritual, oteándolo desde la “atalaya” (es imagen suya) de lo vivido. Esa experiencia la condensa en un símbolo, el “castillo interior”: la vida espiritual es “como” la progresiva inmersión en la interioridad de un castillo. Ambas cosas –experiencia y símbolo básico– se apoyan en una selección de textos bíblicos que permiten a T marcar el paso del proceso, etapa tras etapa o morada tras morada, desde la palabra de Dios. Los textos más importantes los formula al plantear y al terminar el camino: M 1,1,1; y M 7,1,6; 7,2,5.

Punto de partida del camino o de todo el proceso espiritual es el alma humana, su estructura y gran capacidad, su vocación de trascendencia. Punto de arribo y término del proceso es la unión personal y total a Dios, a su voluntad, a su amor, a su gracia en plenitud. En las etapas finales del Castillo, prevalecerá el simbolismo esponsal –de origen bíblico–, para poner de relieve que la vida espiritual no implica, ni sólo ni principalmente, un desarrollo de carácter ético (perfección) ni de tipo evolutivo unipersonal (semibiológico), sino relacional e interpersonal (simbiótico), en cruce de amores y de vidas entre Dios y el hombre: la unión. Plena pero provisoria en esta vida, definitiva en la otra.

El camino mismo es ideado por T como en dos vertientes. Desde el punto de partida, el camino es visto como un proceso de interiorización, que despierte en el hombre sus más recónditas potencialidades. Desde el punto de vista terminal, es visto como un proceso de acercamiento a Dios: inmersión en la voluntad divina hasta la unión de espíritu con Él. “Lo dice san Pablo: ‘El que se arrima y allega a Dios, hácese un espíritu con El’…” (M 7,2,5). El hombre se trasciende a sí mismo en Dios. Ambos procesos –interiorizante y trascendente– implican la revinculación a todo lo creado, especialmente a los hermanos, por amor y por servicio. El amor al prójimo es medio indispensable para la unión a Dios. El servicio es exigencia ineludible de la unión a Él y de la configuración a Cristo.

En la descripción analítica del proceso espiritual, T lo ha jalonado en siete etapas, denominadas “siete moradas”, representativas de las innumerables moradas (situaciones variantes) que se suceden en la vida de cada uno. Una perspectiva más profunda divide todo el proceso de la vida espiritual en dos tiempos, ascético el uno, místico el otro. Corresponden a las dos componentes –inicial y terminal– del camino: por parte del hombre, lucha ascética en las tres moradas primeras. Por parte de Dios, la gracia y la iniciativa divinas: tres moradas finales. Y para subrayar la fusión de esas dos componentes, T intercala entre las dos ternas el estadio de las moradas cuartas, apoyadas en la imagen de las dos fuentes, exterior y lejana la una, interior y profunda la otra.

Dada la peculiar experiencia vivida por T, en esa síntesis se concede relieve especial a la componente mística, en cuanto experiencia del misterio de Dios en la vida del hombre. Esta preferencia de lo místico se debe, en ella, a dos motivos: que las formas fuertes de la experiencia mística expresan mejor el misterio de la gracia y su riqueza; y que en ellas aparece más patente el aspecto escatológico de la vida sobrenatural: continuidad de la vida presente y la celeste; y anticipo, a modo de preludio, de la vida celeste en las experiencias cristológicas, eclesiales y trinitarias del místico. Aspecto especialmente subrayado en las moradas sextas y sétimas. En los poemas, que quizás reflejen mejor el pensamiento profundo de T, se insiste en la esencial precariedad de la vida presente, en la única posibilidad de plenitud en la vida futura, en la función positiva e introductora de la muerte, en la implicación de nuestra vida en la Vida: “Aquella vida de arriba, / que es la vida verdadera, / hasta que esta vida muera, / no se goza estando viva: / muerte, no me seas esquiva, / viva muriendo primero…” (Po 1,8).

Es posible sorprender a T en uno de sus momentos de habla a Dios, para tener un flash de la riqueza de contenidos de “vida-camino”. Es el comienzo de los soliloquios llamados por fray Luis de León Exclamaciones: “Oh vida, vida, ¿cómo puedes sustentarte estando ausente de la Vida?… ¡Oh Señor, que vuestros caminos son suaves! Mas ¿quién caminará sin temor? Temo estar sin serviros, y cuando os voy a servir no hallo cosa que me satisfaga para pagar algo de lo que debo. Parece que me querría emplear toda en esto, y cuando bien considero mi miseria veo que no puedo hacer nada que sea bueno si no me lo dais Vos” (E 1,1).

BIBL. – E. Pacho, La iluminación divina y el itinerario espiritual según Santa Teresa de Jesús, en «MteCarm» 78 (1970), 365-376; T. Álvarez, Itinerario espiritual, en «Estudios Teresianos» I, 34-45.

T. Álvarez

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Sacerdote

1. En la biografía de Teresa, los sacerdotes –seculares o religiosos– desempeñan un papel importante. En su familia era sacerdote uno de los tíos maternos, pero nunca es mencionado por la Santa. En el entramado de la vida familiar, no sabemos de sacerdotes que tuviesen especial trato con don Alonso o con doña Beatriz. Igualmente, en la biografía de T niña y adolescente, los sacerdotes comparecerán en función del sacramento de la penitencia, entonces frecuente. Pero innominados. No afloran ni los nombres ni los servicios de los respectivos párrocos de Ávila (San Juan) o de Gotarrendura.

Más tarde, cuando T es ya monja, intervienen en su biografía numerosos sacerdotes de gran calidad, y alguno que otro menos recomendable. El primero que comparece en la autobiografía de la Santa –en anonimato, como casi todos los personajes del libro– es el cura de Becedas, cuyo perfil traza ella en el capítulo 5º y al que logró reincorporar a una santa vida sacerdotal. Sería algo así como su primera conquista espiritual, cuando T contaba apenas 24 años. Pero el episodio dista mucho de revestir la importancia que tendría, siglos después, para Teresa de Lisieux la conversión de su “primer hijo” espiritual, el asesino Pranzini.

En los comienzos de su vida mística, hacia los 40 de edad, T tiene la suerte de conocer de cerca y someter sus problemas de espíritu a un sacerdote ejemplar, el abulense Gaspar Daza, persona “de bondad y buena vida…, hombre tan santo…” (V 23,6.8), “espejo de todo el lugar” (32,18). Daza era efectivamente un hombre de calidad. A él se debía en gran parte el movimiento de renovación espiritual de la ciudad (cf Bilinkoff, Ávila de Santa Teresa…, c. 4). Daza tuvo la modestia y el buen sentido de no responsabilizarse de la dirección espiritual de T. Será él probablemente quien le aconseje recurrir a los jesuitas de la ciudad, más acreditados en el discernimiento de espíritu. Pero él seguirá fiel a la madre Teresa hasta el fin. Incluso decidirá ser enterrado cerca del que sería presunto sepulcro de ella y de Lorenzo de Cepeda, en la iglesita de San José.

Al lado de Daza, la Santa entabla relaciones de asesoramiento espiritual con el “Caballero santo”, Francisco de Salcedo, entonces casado y más tarde sacerdote, cuya trayectoria espiritual, contrapunteada de altibajos, seguirá de cerca ella hasta el fin de su vida.

Entre los pocos sacerdotes seculares que desfilan por el Libro de la Vida, comparecen en los últimos capítulos otros dos de signo contrastante: el inquisidor Francisco de Soto y Salazar, a cuyo dictamen somete la Santa sus experiencias místicas y el cual, a su vez, se atreve a pedirle que ella consulte a Dios si le convendría “tomar un obispado” (V 40,16; R 4,3); y el caso del sacerdote embrollado en grave situación moral, al que T logra atraer a una total mejora de conducta (V 31,7-8). En esos mismos capítulos se cierra el cuadro con la figura sombría de un sacerdote sacrílego, místicamente intuido por T (38,23).

Ultimo sacerdote secular mencionado en Vida será “el Maestro”, san Juan de Ávila. Teresa desea que el destinatario primero del escrito, el dominico García de Toledo, envíe a este hombre de Dios el autógrafo de la obra, para recabar su dictamen acerca de la misma (epíl. n. 2). Lo logrará tres años más tarde. Poco antes de morir, el santo apóstol de Andalucía le escribe dos cartas decisivas. Todavía en 1576, Teresa lo recordará con gratitud y veneración (R 4,6).

Ni en el Camino ni en las Moradas se hará mención de otros sacerdotes. En cambio, comparecerán numerosos en las Fundaciones y en el Epistolario. Baste recordar los más destacados: a) ante todo, Julián de Ávila, “muy siervo de Dios, y desasido de todas las cosas del mundo, y de mucha oración” (F 3,2), que la acompañará como capellán de viajes y fundaciones, y que será permanentemente capellán de San José de Ávila. – b) Otros capellanes de sus Carmelos, incluso a veces problemáticos, será por ejemplo el difícil Garciálvarez, de Sevilla, o Gaspar de Villanueva, en Malagón. – c) En la fundación de Toledo, Teresa afrontará personalmente al gobernador eclesiástico que, en ausencia forzada del arzobispo Carranza, era don Gómez Tello de Girón (F 15,5). – d) En la fundación de Segovia, es famoso el encuentro de T con el joven canónigo Juan de Orozco Covarrubias, futuro obispo de Guadix, en conflicto con el Provisor de la diócesis, “que no consintió decir más misa y quería llevar preso” a fray Juan de la Cruz (F 21,5). – e) En la de Palencia, a figuras sacerdotales de calidad: Jerónimo Reinoso y Martín Alonso de Salinas (F 29). – f) En Burgos, al famoso Provisor que asesora al Arzobispo en contra de la Fundadora (F 31,42) – g) Y por fin, en los últimos pliegos de su Epistolario, ya a finales de su vida, a A. Velázquez, Pedro Manso, Sancho Dávila, los tres futuros obispos…

Al lado de esta calificada y variada galería de sacerdotes seculares, habría que enumerar la mucho más numerosa de sacerdotes religiosos: carmelitas, dominicos, franciscanos, jesuitas, agustinos, cartujos, jerónimos… En resumen, en las dos décadas últimas de su vida Teresa tuvo ante sí una espaciosa escala del mundillo clerical. Con una gama de sacer­dotes suficientemente representativa de ese estamento de la iglesia española. Más algún caso excepcional de sacerdotes extranjeros (don Teutonio…). Lo cual le permitió ser buena conocedora del sacerdocio y de su posible espiritualidad.

2. Su idea del sacerdote y de la espiritualidad sacerdotal. – Es normal que T comparta, desde su infancia y juventud, la idea que del sacerdote se tiene en su tiempo y en su ciudad de Ávila. Es posible que hasta ella llegasen, aunque tarde, las ideas debatidas en el Concilio de Trento, e incluso las difundidas por su admirado “Maestro”, san Juan de Ávila. En los escritos teresianos no quedan alusiones a esas posibles fuentes.

Para ella, el sacerdote no sólo es un “consagrado”, con poderes espirituales recibidos en el sacramento del Orden, sino que lo ve integrado en un estamento social que lo coloca por encima del vulgo y de la nobleza. Situación de “clase social” aparte, especialmente apreciable en Ávila, donde los sacerdotes –canónigos, beneficiados, curas, capellanes de ermitas o de monasterios, etc.– eran numerosos, con poderes efectivos a través del cabildo catedralicio, y con presencia e influjo en el Concejo de la ciudad.

En el aspecto estrictamente religioso, ya en sus años jóvenes desde antes de hacerse religiosa, T tuvo la ocasión de leer una especie de compendio calificado de “espiritualidad sacerdotal” en las Cartas de san Jerónimo. Libro decisivo en la historia de su vocación (V 3,7). En la versión castellana que ella manejó (versión de Juan de Molina, probablemente en su edición de Sevilla, 1532), el traductor había organizado el epistolario del Santo estridonense en varias secciones, bajo epígrafes indicativos: “cartas del estado eremítico” (dirigidas a los monjes), “cartas del estado virginal” (dirigidas a las religiosas), etc., y ahí una extensa sección de cartas a los sacerdotes: “Libro 2º, trata del estado eclesiástico, assí de los perlados e pastores de la yglesia, como de los otros sacerdotes inferiores destos…”. No es inverosímil que alguna de las tesis doctrinales de la Santa acerca de la santidad sacerdotal, tengan su fuente inmediata en el ideario del Santo ermitaño de Belén, o en el famoso texto de san Agustín sobre los Pastores, incluido en esa misma sección del epistolario jeronimiano.

De hecho, la idea que ella tiene del sacerdote implica unas cuantas connotaciones que definen el perfil espiritual de éste: el sacerdote, según ella, debe ser hombre de letras; responsable de la palabra de Dios, en la Sagrada Escritura; responsable, en cierto modo, de las almas confiadas a su cuidado; sobre todo, responsable de la Eucaristía. Especialmente llamado a la Santidad. Escribirá ella tras una de sus experiencias místicas: “Entendí bien cuán más obligados están los sacerdotes a ser buenos que otros, y cuán recia cosa es tomar este Santísimo Sacramento indignamente…” (V 38,23). El es también un creyente particularmente vinculado a la Iglesia. En la mente de T, la Iglesia misma es vista con sumo realismo, no sólo como misterio de identificación con Cristo Señor (C 1,2), sino como militancia terrena del Pueblo de Dios, en vista del Reino. En esa militancia, T atribuye al sacerdote responsabilidades especiales de ejemplaridad y liderazgo. En la imagen plástica del “castillito” con que ella simboliza a la Iglesia de su tiempo crispada de tensiones y herida de defecciones (“deshechas las iglesias, perdidos tantos sacerdotes, quitados los sacramentos”: C 35,3), ellos –los sacerdotes– son “los capitanes”: Cristo es “el capitán del amor”, los fieles son los soldados de Cristo, sus abanderadas (“alféreces”) las contemplativas en oración, “capitanes” indispensables los sacerdotes: “¡buenos quedarían los soldados sin capitanes! … Porque, a no ser esto así (de no ser ellos santos), ni merecen nombre de capitanes, ni permita el Señor salgan de sus celdas, que más daño harán que provecho” (C 3,3).

En ese mismo contexto, T traza así los rasgos fisonómicos del sacerdote apóstol: “han de ser los que esfuercen a la gente flaca y pongan ánimo a los pequeños… Han de vivir entre los hombres y tratar con los hombres y estar en los palacios y aun hacerse algunas veces con ellos en lo exterior… (Han de) tratar con el mundo y vivir en el mundo y tratar negocios del mundo y hacerse, como he dicho, a la conversación del mundo, y ser en lo interior extraños al mundo y estar como quien está en destierro y, en fin, no ser hombres sino ángeles” (C 3,3). Ideas y consignas con secretas resonancias de la oración sacerdotal de Jesús. Teresa prosigue aún en el aspecto testifical: “no es ahora tiempo de ver imperfecciones en los que han de enseñar”. “Si en lo interior no están fortalecidos…, desasidos de las cosas que se acaban y asidos a las eternas”, será nula la eficacia de su palabra (C 3,4).

En el fondo, es evidente que la Santa exige calidad especial en el sacerdote. Está convencida de que “más hará uno perfecto que muchos que no lo sean” (ib 5). Lo había escrito ya en textos anteriores, hablando de “letrados” sacerdotes: “veo yo que haría más provecho una persona del todo perfecta, con hervor verdadero de amor de Dios, que muchas con tibieza” (R 3,7). Es decir, según ella, la santidad es un postulado primario del ser sacerdotal. En el plano de la acción, sin santidad interior, quedará diezmada la eficacia de la acción evangelizadora.

3. El sacerdote en la espiritualidad de Teresa. – El tema del sacerdocio bautismal del cristiano no está presente en la temática de Teresa. No fue su tiempo el más propenso a destacar esa faceta del misterio cristiano, ni en la catequesis ni en la teología coetánea ni en el magisterio oficial de la Iglesia.

Tanto menos está presente en sus escritos cualquier tipo de alusión a un posible sacerdocio ministerial de la mujer. Tampoco esa categoría temática está presente en el contexto doctrinal de T ni en su experiencia de vida cristiana, aun teniendo en cuenta que ella ha sentido vivamente la marginación de la mujer no sólo en la sociedad y en la cultura sino también en la iglesia.

En cambio, en su experiencia de oración es neta la vivencia de ese su sacerdocio bautismal. Tal como nos han llegado en sus escritos, sus “oraciones” asumen y expresan el carácter sacerdotal de la oración cristiana. En las páginas de Vida y en los soliloquios diseminados a lo largo del Camino, lo mismo que en las diecisiete Exclamaciones, es constante el tenor sacerdotal de las oraciones de Teresa. De contenido frecuentemente doxológico (alabanza, adoración, bendición); otras veces, de intercesión por la Iglesia desunida, o por los pueblos en guerra, o por las defecciones sacerdotales de la Europa de su tiempo. Casi siempre con patente nervadura cristológica. Son especialmente intensas las motivadas por la celebración del misterio eucarístico, en que T se une a Cristo sacerdote y desde El se eleva al Padre en súplica por la Iglesia (C 35,3-5).

Esa faceta de su experiencia personal, en Teresa se incorporó a su carisma de fundadora, carisma contemplativo que en su oración sacerdotal se vuelve esencialmente apostólico. De hecho, la oración y la vida contemplativa del grupo iniciado en San José no son concebidos en función meramente escatológica (“vacare soli Deo”), sino como servicio eclesial. La espiritualidad de la carmelita se definirá desde ahí, en calidad de comunidad orante dentro de la Iglesia y por ella: de suerte que “cuando vuestras oraciones y deseos y disciplinas y ayunos no se emplearen por esto que he dicho, pensad que no hacéis ni cumplís el fin para que aquí os juntó el Señor” (C 3,10).

Dentro de esa intencionalidad apostólica de la vida contemplativa, T propondrá como objetivo primario la oración por los sacerdotes, precisamente en atención a la alta misión que a ellos les corresponde en el tejido eclesial. También esta explicitación del carisma de grupo tiene neto arraigo en la experiencia de la Santa. Lo había escrito ella misma, en términos autobiográficos, ya antes de redactar Vida: “Deseo grandísimo, más que suelo, siento en mí, que tenga Dios personas que con todo desasimiento le sirvan y que en nada de lo de acá se detengan –como veo es todo burla–, en especial letrados; que como veo las grandes necesidades de la Iglesia, éstas me afligen tanto, que me parece cosa de burla tener por otra cosa pena, y así no hago sino encomendarlos a Dios; porque veo yo que haría más provecho una persona del todo perfecta, con hervor verdadero de amor de Dios, que muchas con tibieza” (R 3,7).

En fuerza de esa su particular evaluación de la eficacia apostólica vinculada a santidad personal, será esta última la que constituirá el objetivo preciso de la oración “por el sacerdote”. Se lo propondrá expresamente al grupo de contemplativas: “Para estas dos cosas os pido yo procuréis ser tales que merezcamos alcanzarlas de Dios: la una, que haya muchos de los muy muchos letrados y religiosos que hay, que tengan las partes que son menester para esto…, y a los que no están dispuestos, que los disponga el Señor: que más hará uno perfecto, que muchos que no lo estén. La otra, que después de puestos en esta pelea –que no es pequeña–, los tenga el Señor de su mano…” (C 3,5).

T. Álvarez

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Sacramentos

Los sacramentos, como es obvio, tienen una función especial en la vida de Teresa de Jesús, porque son para ella el vehículo de gracia y de perdón del Señor. Más que de una doctrina, nos habla de una práctica sacramental (Cons 10,1), fundada en la verdad de fe de su eficacia salvífica (CEC 1127ss). Su vida sacramental, como la vida de todo creyente, se centra en el sacramento de la penitencia (’ Penitencia) y de la Eucaristía (’ Eucaristía). Y es que para vivir un cristianismo consciente y responsable, es esencial la práctica habitual de estos dos sacramentos (CEC 1391ss y 1468ss).

Hay dos pasajes que destacan el valor salvífico de los sacramentos, como signos de de gracia. El binomio gracia y sacramentos aparece en estos pasajes como dato fundamental.

El primero se refiere a la reacción de un alma que, tras haber llegado a la unión mística (cuarta agua), ha tenido la desgracia de caer en pecado; encuentra en los sacramentos, gracias a «la virtud que Dios en ellos puso», la «medicina y ungüento» para sus llagas:

«¡Oh Jesús mío! ¡Qué es ver un alma que ha llegado aquí, caída en un pecado, cuando Vos por vuestra misericordia la tornáis a dar la mano y la levantáis! ¡Cómo conoce la multitud de vuestras grandezas y misericordias y su miseria! Aquí es el deshacerse de veras y conocer vuestras grandezas; aquí el no osar alzar los ojos; aquí es el levantarlos para conocer lo que os debe; aquí se hace devota de la Reina del Cielo para que os aplaque; aquí invoca los Santos que cayeron después de haberlos Vos llamado, para que la ayuden; aquí es el parecer que todo le viene ancho lo que le dais, porque ve no merece la tierra que pisa; el acudir a los Sacramentos; la fe viva que aquí le queda de ver la virtud que Dios en ellos puso; el alabaros porque dejasteis tal medicina y ungüento para nuestras llagas, que no las sobresanan, sino que del todo las quitan» (V 19,5).

El otro pasaje es el relativo al proceso pascual de transformación por la participación en la nueva vida de Cristo, que no puede darse sin la gracia sacramental o «los remedios» que el Señor ha dejado a su Iglesia:

«Entonces comienza a tener vida este gusano, cuando con el calor del Espíritu Santo se comienza a aprovechar del auxilio general… y cuando comienza a aprovecharse de los remedios que dejó en su Iglesia» (M 5,2,3).

Los sacramentos son la mejor defensa contra los ataques del demonio (M 5,4,7), la mayor fuente de gozo (F 16,4) y la garantía final de la salvación (F 16,7). No hay que concebirlos como algo desgajado de Cristo, sino como Cristo mismo que se comunica, nos muestra su amor y nos hace partícipes de su misterio redentor. Jesucristo «se comunica» por los sacramentos. Por eso la Santa se queja confiadamente al Señor, por la falta de respuesta de los cristianos: «¿Qué es esto ahora de los cristianos? ¿Siempre han de ser los que más os deben los que os fatiguen? ¿A los que mejores obras hacéis, a los que escogéis para vuestros amigos, entre los que andáis y os comunicáis por los sacramentos?» (C 1,3).

La misma queja, en súplica confiada, eleva al Padre Eterno, que ha consentido que su Hijo se quedase con nosotros en los sacramentos, que ahora «estos luteranos, deshechas las iglesias, perdidos tantos sacerdotes», tratan de quitarnos (C 35,3).

A la luz de estos textos, bien se puede decir –en línea con la mejor teología sacramental– que para santa Teresa los sacramentos son no sólo las formas sensibles de la gracia y del amor de Dios, sino también signos de Cristo –el sacramento original– a través de los cuales Jesucristo ha querido quedarse entre nosotros y hacerse presente en nuestras vidas.

Ciro García

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Santidad

La santidad es argumento importante en la teología espiritual y en la vida cristiana. Aunque santa Teresa no lo afronte formalmente en sus escritos, es tema y preocupación subyacente en todos ellos. Meta, según ella, de toda vida cristiana. Objetivo especialísimo del estilo de vida que propone a sus lectoras, las carmelitas. Aspiración permanente de T misma, que vive en tensión constante hacia esa cima que ella cree asequible, pero siempre inalcanzada, siempre más allá de la propia realidad. Alguna vez evaluará a las personas de su entorno a base del parámetro de la santidad, pues a su parecer la santidad personal es el destino proyectado por Dios para cada ser humano y, en definitiva, el más alto de los valores humanos.

Dada la tendencia de T al realismo y su menor propensión a la terminología abstracta, es normal que en su ideario aparezca la santidad más bien como exponente de los santos concretos, preconizados por la hagiografía y la liturgia. Ella conoce santos de carne y hueso, que viven a su lado, pero se refiere preferentemente a los del cielo. Son estos últimos los que le servirán de referente para fijar su canon íntimo de lo santo y elaborar su ideario acerca de la santidad, a partir del sumo santo, Cristo Jesús. De ahí su reiterado lema: “¡poned los ojos en el Crucificado!”, “¡los ojos en vuestro Esposo!” Él es “el dechado” de santidad.

Por ello en la presente síntesis recogeremos sólo dos puntos de su ideario: 1º, su concepto popular de la santidad encarnada en los santos; y 2º, su idea de santidad como fase terminal de la vida cristiana o como meta de la historia personal de salvación, preludio de la santidad celeste.

1. La santidad de los Santos

En una de sus confidencias epistolares, sorprendemos a T escribiendo a propósito de un personaje conocido suyo: “Yo le digo que no sé qué me diga, que no acabamos de ser santos en esta vida” (cta 138,3: a Gracián, del 31.10.1576). No es índice de desconfianza, sino simple evaluación relativa de la fiabilidad y relatividad de toda santidad humana acá en la tierra. Cuando a ella misma se atreven a calificarla de santa, se enoja en serio: “desatinos…, en diciendo que una es santa, lo ha de ser sin pies ni cabeza” (cta 320). “Pura farsa de santidad… esa torre de viento”, escribirá en otra ocasión (cta 88,12).

El calificativo “santo”, en sus múltiples variantes –santos/santas, santico/ santito, santísimo/sacratísimo– ocurre más de un millar de veces en los escritos teresianos (unas 1.090, según el Léxico de A. Fortes). Sólo en casos excepcionales lo utiliza para designar a alguno de sus coetáneos: “está preso aquel santico de fray Juan” (cta 238,6), “todos le tienen por santo…,y creo que no se lo levantan” (cta 226,10; 218,3), o bien entre sus amigas, la excepcional Maridíaz (cta 449,3). Pero en general, ella reserva ese atributo para los que han llegado a la estabilidad celeste. Tales, por ejemplo, ciertos personajes de la Biblia, o los canonizados, preferentemente los consignados en el breviario, incorporados a la oración de la Iglesia como modelos (“dechados”) e intercesores. No importa que algunos sean legendarios. Lo importante es encontrar en ellos auténticas estampas de santidad. El superlativo “santísimo” lo reserva para la Trinidad (“santísima Trinidad”), y para la Eucaristía (“Santísimo Sacramento”, y el similar “sacratísima Humanidad” de Jesús: V 28,9). También para la Virgen María: “santísima Virgen” (C 13,3); si bien más frecuentemente “sacratísima Virgen”. Ellos son, en realidad, los arquetipos y fuentes supremas de toda santidad humana. Dios, en definitiva, es “el santo de los santos” (C 29,4), con tácita referencia bíblica (Dan 9,24).

En sus primeras lecturas infantiles, a T le impresionaron, como era natural, los martirios de las santas: “como veía los martirios que por Dios las santas pasaban…” (V 1,4). “Dios lo puede todo, y así puede dar fortaleza a muchas niñas santas, y se la dio para pasar tantos tormentos” (Conc 3,5). Admiró luego la santidad de los “que se retiraban a los desiertos” (R 36; M 6,6,11), o a los anacoretas del Monte Carmelo (M 5,1,2). Con todo, sus preferencias las reservó para los santos “pecadores convertidos”, o como ella dice, los que habiendo sido pecadores, “se tornaron a Dios o a Cristo” (V pról. 1): “en los santos que, después de serlo

, el Señor tornó a Sí, hallaba yo mucho consuelo, pareciéndome en ellos había de hallar ayuda y que como los había el Señor perdonado, podía hacer a mí” (V 9,7). Con predilección por los ejemplares bíblicos, David, Pedro, Pablo, la Magdalena… y, entre los posteriores, san Agustín y san Jerónimo. Teresa destaca en ellos, no sólo el hecho de la conversión a Cristo como clave de su santidad, sino el amor de enamorados con que se adhirieron a El. Sin descartar la compatibilidad de “santidad y grandes tentaciones” y malos pensamientos (V 11,10). “Penitentes”, “enamorados” y “esforzados” serían las notas que sella­rían su santidad.

Hay todavía una categoría de santos que para ella es no sólo modélica, sino profundamente empatizante. Son los que ejercieron de apóstoles o de evÁngelizadores: “…me acaece que cuando en las vidas de los santos leemos que convirtieron almas, mucha más devoción me hace y más ternura y más envidia que todos los martirios que padecen, por ser ésta la inclinación que nuestro Señor me ha dado, pareciéndome que precia más un alma que por nuestra industria y oración le ganásemos, mediante su misericordia, que todos los servicios que le podemos hacer” (F 1,7). Por ello, Teresa se siente fascinada por “aquella hambre que tuvo nuestro padre Elías de la honra de su Dios, y tuvo Santo Domingo y San Francisco de allegar almas para que fuese alabado” (M 7,4,11). “Si miramos la multitud de almas que por medio de una trae Dios a Sí, es para alabarle mucho los millares que convertían los mártires: ¡una doncella como santa Úrsula!…” (M 5,4,6). Otras dos notas: “contemplativos” y “servidores”. Unidos a Dios o a Cristo, y tensos en el servicio de los hermanos.

A ella no le agrada la estampa, común en su tiempo, de la santidad adusta y hosca o poco simpática, tantas veces preconizada por la iconografía o por el santoral. Le desagradan los “santos encapotados” (M 5,3,11). Al contrario, su criterio de santidad es: “cuanto más santas, más conversables con sus hermanas” (C 41,7), de suerte que los otros “no se amedrenten de la virtud” (ib). Por eso, cuando trace de mano maestra la semblanza de un santo de carne y hueso, como fray Pedro de Alcántara, luego de subrayar la austeridad de vida de ese hombre que parecía “hecho de raíces de árboles”, precisará: “con toda esta santidad, era muy afable, aunque de pocas palabras, si no era con preguntarle. En éstas era muy sabroso, porque tenía muy lindo entendimiento” (V 27,18).

Teresa está convencida de que la santidad es perfectamente compatible con la vida común y corriente, con trabajos materiales, aparentemente vulgares. Se lo inculca a su hermano Lorenzo, anheloso de santidad, pero forzado a enredarse en cuidados de hacienda y dineros: “no dejaba de ser santo Jacob por entender en sus ganados, ni Abrahán, ni san Joaquín” (cta 172,11). A otro de sus colaboradores, el caballero Antonio Gaytán, le escribe con ocasión de sus segundas nupcias: “también hay en el [estado de matrimonio] santos, como en otros” (cta 386, 2).

De lo que ella está absolutamente convencida es de la presencia de la cruz en todo proceso de santidad. A sus predilectos la da el Señor, según la medida del amor que les tiene y que ellos le tienen (C 32,7). “Siempre hemos visto que los que más cercanos anduvieron a Cristo nuestro Señor fueron los de mayores trabajos: miremos los que pasó su gloriosa Madre y los gloriosos apóstoles…” (M 7,4,5).

Recogiendo esa serie de rasgos, en el perfil de la santidad diseñado por Teresa destaca ante todo la iniciativa de Cristo en la atracción de la persona humana hacia El: sólo se es santo en la unión a El. En el amor cruzado entre ambos, hasta el martirio y la participación en su cruz: sufriendo, “así se hacen los santos”, escribe ella a María de san José (cta 357,10). Destaca luego ciertas virtudes, como el trabajo en el cumplimiento del deber, la afabilidad, el sacrificio, el celo apostólico –hambre de la gloria de Dios–, la prosecución de la misión evÁngelizadora en el servicio de los hermanos y en la salvación de las almas. “Mirar a las virtudes…: quien con más mortificación y humildad y limpieza de conciencia sirviere a nuestro Señor, ésa será la más santa” (M 6,8,10).

2. La santidad como término del proceso espiritual

La exposición doctrinal del argumento de la santidad cristiana la realizó T en las séptimas moradas del Castillo Interior. El enfoque mismo del libro se había propuesto presentar el itinerario de la vida cristiana en su pleno arco de desarrollo. En ese enfoque era normal que la postrera etapa del proceso se reservase para tratar de la santidad. Así ocurrirá de hecho. Los cuatro capítulos de las moradas séptimas serán un pequeño tratadillo “de la santidad” a que puede llegar el cristiano acá en la tierra.

Desde el latente filón autobiográfico del libro, T tendrá que presentar el grado de santidad a que el Señor ha elevado su persona. Lo insinúa ella, no sin cierto estremecimiento, en el umbral mismo de la exposición: “¡Oh gran Dios!, parece que tiembla una creatura tan miserable como yo de tratar en cosa tan ajena de lo que merezco entender… Porque me parece que han de pensar que yo lo sé por experiencia, y háceme grandísima vegüenza…” (M 7,1,2). “A otras personas” la llegada a la etapa final “será de otra forma; a ésta de quien hablamos…”, es decir, a T misma le ocurrió concretamente así… Con lo cual, T se ve forzada a reflejar limpiamente su caso personal, si bien se abstendrá de designarlo con el vocablo “santidad”.

Y dada la hondura inefable del hecho de la santidad cristiana, para explorarla T seguirá recurriendo a los símbolos utilizados a lo largo del libro, y que ahora alcanzan el tope de su valor semántico. a) Según el símbolo del castillo, la santidad se presenta como un hecho que afecta a lo más hondo de la persona (el “hondón” del espíritu), limpia e ilumina todo su ser y lo vincula a lo divino. Lo divino estaba y está presente en las capas más hondas de lo humano: en la última morada del castillo. – b) Según el símbolo de la metamorfosis (gusano de seda que se vuelve mariposa, y ave fénix que renace de sus cenizas), la santidad equivale al momento en que la “mariposica del alma” muere, abrasada en llamas y luz, y sobreviene la total superación del hombre viejo, para dar paso a la plenitud del hombre nuevo en Cristo: “es esto lo que dice san Pablo: el que se allega a Dios, hácese un espíritu con El” (7,2,5). La santidad es la vida del hombre “renacido” de sus cenizas, como la mítica ave fénix. – c) Pero el más expresivo y relevante es el símbolo nupcial, el más bíblico de los tres. Según él, la santidad equivale al “matrimonio espiritual” del alma con Dios, en total comunión de amor entre ambos: en unión plena y definitiva, con garantías de irreversibilidad, anticipo de la santidad celeste. Así, la santidad no resulta tanto del crecimiento de la persona humana, cuanto de la simbiosis de ella con la divina. Es un don de amor recibido, mucho más que el logro del propio esfuerzo. Más que perfección del santo es comunión con el Santo de los santos.

Más allá de esos símbolos, es importante el análisis doctrinal que T hace de la santidad en esta fase final del proceso. Ella tiene experiencia e ideas claras. Las estructura en cuatro capítulos, que responden progresivamente a nuestra pregunta: “¿qué es la santidad?” Los cuatro capítulos contienen cuatro respuestas progresivas, que reflejan limpiamente la idea que T tiene de lo que Pablo llamó “pléroma” del hombre nuevo en Cristo: plenitud de vida de la gracia. A saber:

c. 1º. La santidad es, ante todo, un hecho trinitario, en que al cristiano se le cumple la palabra evangélica “que dijo el Señor: que vendría El y el Padre y el Espíritu Santo a morar con el alma que le ama y guarda sus mandamientos”. De suerte que “cada día se espanta más esta alma, porque nunca más le parece se fueron de con ella

…, sino que están en lo interior de su alma, en lo muy muy interior…” (7,1,6-7). Santificación del hombre por inhabitación de la Trinidad en él. Es la Trinidad la que hace presente en el hombre la santidad de Dios.

c. 2º. La santidad es un hecho cristológico, consistente en la unión plena del cristiano con Cristo, de suerte que pueda decir con san Pablo: “mihi vivere Christus est, mori lucrum”: así me parece puede decir aquí el alma, porque es adonde la mariposilla que hemos dicho muere con grandísimo gozo, porque su vida es ya Cristo” (7,2,5). Y se le cumplen igualmente las palabras que Jesús dijo a sus discípulos, orando por ellos para que ‘fuesen una cosa con el Padre y con El, como Jesucristo nuestro Señor está en el Padre y el Padre en El’. ¡No sé qué mayor amor puede ser [haber] que éste!” (7,2,7). El amor es unitivo. Intensamente unitivo el de Cristo. La irrevocable unión de El con el Padre, es la mejor imagen de la estabilidad e irreversibilidad de la santidad plena del cristiano.

c. 3º. La santidad es un hecho humano, que lleva a plenitud la vida del hombre nuevo en Cristo, de suerte que también él, como san Pablo, pueda decir con disponibilidad absoluta: “¿Qué queréis, Señor, que haga?”, convencido de que el Señor le oye, “y de muchas maneras os enseña con qué le agradéis” (7,3,9). A nivel humano, la santidad es un valor que afecta al hombre entero en los planos psicológico, ético y teologal.

c. 4º. La santidad es, en definitiva, la plena configuración a Cristo, en el servicio de la Iglesia y de los hermanos, de suerte que realice el gesto simbólico de María que con sus cabellos unge los pies de Jesús (7,4,13), o que como Jesús mismo no sólo vive en servicio de los demás, sino que es también él “siervo de Yahvé”, y “esclavo de Dios, a quien señalado con su hierro, que es el de la cruz…, los pueda vender por esclavos de todo el mundo, como El lo fue: que no les hace ningún agravio ni pequeña merced” (7,4,8). En eso consistirá exactamente el “ser espirituales de veras”: ser santo.

Esas cuatro componentes de la santidad son sencillamente el desarrollo cimero de la gracia germinal otorgada al cristiano en el bautismo: inhabitación de la Trinidad, inserción en Cristo resucitado, nueva criatura, destino de servicio en el cuerpo místico de la Iglesia. Pleno desarrollo del misterio de la gracia.

En el plano antropológico (cap. 3º), la Santa se ha detenido a detallar las notas fisonómicas que caracterizan al cristiano que ha llegado a la plena configuración con Cristo en la etapa de la santidad. Baste enumerar las cuatro primeras de la serie (7,3,2 y ss):

– Su rasgo primero es “un olvido de sí, que verdaderamente parece ya no es, porque toda [el alma] está de tal manera que no se conoce, ni se acuerda que para ella ha de haber cielo ni vida ni honra, porque toda está empleada en la de Dios… Parece ya no es, ni querría ser en nada nada” (n. 2). Superación de todo egoísmo.

– El segundo, “un deseo de padecer grande, mas no de manera que la inquiete…”, para mejor compartir la pasión del Crucificado (n. 4).

– El tercero: “tienen también estas almas un gran gozo interior cuando son perseguidas, con mucha más paz.., y sin ninguna enemistad con los que las hacen mal o desean hacer”, en plenitud de amor fraterno (n. 5).

– Cuarto: “Lo que más me espanta de todo es que ya habéis visto los trabajos y aflicciones que han tenido [estas almas] por morirse para gozar de nuestro Señor. Ahora es tan grande el deseo que tienen de servirle… y de aprovechar a algún alma si pudiesen, que no sólo no desean morirse, mas vivir muchos años… por si pudiesen que fuese el Señor alabado por ellos, aunque fuese en cosa muy poca” (n. 6).

Equilibrio entre “parusía” y “diaconía”, como en la fase terminal de Pablo (Fip 1,21-26).

Ya al final del Camino de Perfección, hablando de la perfección del amor, había escrito ella: “Quienes de veras aman a Dios –los santos– todo lo bueno aman, todo lo bueno quieren, todo lo bueno favorecen, todo lo bueno loan, con los buenos se juntan siempre y los favorecen y defienden. No aman sino verdades y cosa que sea digna de amar” (C 40,3).

T. Álvarez

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Santos

En la tradición católica, Teresa es un testigo eximio de la veneración a los Santos. “Devoción y recurso a ellos” están incorporados a la experiencia del misterio de Cristo en la vida espiritual de la Santa. Sin discontinuidad. En sintonía con la toma de posiciones del magisterio eclesial ejercido por el Concilio Tridentino (sesión 25: “decretum de invocatione, veneratione… Sanctorum et sacris imaginibus”), en contraposición con ciertas tendencias iconoclastas de la época. Refiriéndose a estas últimas, Teresa llega a escribir a propósito de las imágenes: “Desventurados estos herejes, que han perdido por su culpa esta consolación, con otras” (C 34,11). Con un refrendo categórico desde lo hondo de su experiencia mística (R 30).

Dentro de ese clima eclesial y ya antes del Concilio de Trento, Teresa se inicia desde muy niña en esa práctica, merced a la lectura del “Flos sanctorum”: “juntábamonos (ella y Rodrigo) a leer vidas de santos” (V 1,4). Desde los “seis o siete años”, su madre doña Beatriz tuvo cuidado “de ponernos… en ser devotos de nuestra Señora y de algunos santos” (1,1). En la lectura del santoral, las figuras de los héroes de la santidad tienen para ella gran fuerza inductora. La impacta sobre todo el martirio de las mujeres niñas: “los martirios que por Dios las santas pasaban” (1,4). Impresión que perdurará toda su vida como antídoto contra la pusilanimidad: “Dios pudo dar fortaleza a muchas niñas santas, y se la dio para pasar tantos tormentos como pasaron por El” (Conc 3,5). Perdurará también toda su vida la afición a la lectura de las vidas de Santos (santoral y Padres del Yermo), aún cuando haya decaído su pasión por los libros (cf V 30,17; F 18,11; M 6,7,13; cta 128,4…).

Para ella, los santos son prolongación y eco de la santidad de Cristo Jesús. Por ese motivo frecuentemente los asocia a Él en la evocación (V. 31,12; M 2,11; 6, 7, 13…). A nivel doctrinal, Teresa cree ser una auténtica aberración no sólo la tesis que prescinde de la Humanidad de Jesús, sino la que excluye la veneración de sus santos (V 22,7.13). En lo hondo de las moradas místicas del Castillo llega a dedicar un capítulo al tema: “Dice cuán gran yerro es no ejercitarse, por muy espirituales que sean, en traer presente la Humanidad de nuestro Señor y Salvador Jesucristo… y su gloriosa Madre y Santos” (título del cap.7 de las moradas sextas).

En ese sentido, los santos son para ella “modelos” bajo el modelo absoluto que es Cristo Jesús: “hemos menester mirar a nuestro dechado Cristo, y aun a sus apóstoles y santos… Es muy buena compañía el buen Jesús y su sacratísima Madre…” (M 6,7,13). Teresa, como Pablo, emplea expresamente el término “imitar”, y “parecerse a…”: “Parezcámonos… en algo a la Virgen sacratísima” (C 13,3). “Imitadla y considerad qué tal debe ser la grandeza de esta Señora…” (M 3,1,3). Pero sobre todo se relaciona con ellos en la línea ascendente, de intercesión. Les hace “novenas”, y “toma a los santos devotos” (V 27, 1), lo mismo que a “san Miguel ángel, a quien por esto tomé nuevamente devoción”. Y “a otros santos importunaba mostrase el Señor la verdad, digo que lo acabasen con Su Majestad” (27,1). Teresa llega a vivir la experiencia profunda de la comunión de los santos, en su relación con los del cielo (V 39-40), hasta afirmar que en ciertos casos, “si ve a algunos santos los conoce como si los hubiera mucho tratado” (M 6,5,7).

Para su piedad privada, en la práctica cotidiana, Teresa dispone de una especie de iconostasio secreto, con la lista de los santos de su particular devoción. Lleva esa lista en una ficha dentro de su breviario. La transcribe su primer biógrafo el P. Francisco de Ribera (IV, 13, p. 425). En ella, aparte los varios grupos colectivos (los Patriarcas, los Ángeles, “todos los santos de nuestra Orden”, las diez mil mártires), los nombres citados ascienden a 32. Podemos agruparlos según las diversas motivaciones que inspiran la devoción de Teresa:

a) Ante todo, hay un grupo de santos bíblicos: primero de todos, san José, por quien Teresa siente admiración y devoción especiales (V 6,6). Del Antiguo Testamento, el santo Job (V 5,9), y el Rey David (“de este glorioso Rey soy yo muy devota y querría todos lo fuesen, en especial los que somos pecadores”: 16,3). Los Apóstoles, y entre ellos especialmente san Pedro y san Pablo (“eran estos gloriosos santos muy mis señores”: 29,5), san Juan Evangelista, san Bartolomé y san Andrés (a este último dedicó Teresa un hermoso poema: “Si el padecer con amor / puede dar tan gran deleite / ¡qué gozo nos dará el verte!”). San Juan Bautista, la Magdalena y san Esteban. Y por fin santa Ana.

b) Teresa se siente en especial empatía con los santos “convertidos”. Comienza evocándolos en el prólogo de Vida, y reiteradamente a lo largo del libro (9,7; 19,5…). Es copioso ese apartado en la ficha de su breviario, desde los pecadores bíblicos (David, la Magdalena, Pedro y Pablo), hasta san Agustín, san Jerónimo y santa María Egipciaca.

c) Además de las santas mujeres antes citadas, en la lista de Teresa figuran otras de sus predilectas: Clara de Asís, Catalina de Sena, Ursula, Isabel de Hungría, y Catalina Mártir, a quien ella dedicó también un poema: “Oh gran amadora / del Eterno Dios”.

d) Como carmelita, Teresa tiene devoción particular a “todos los Santos de nuestra Orden” (F 29,33), y entre ellos a “aquellos santos Padres nuestros del Monte Carmelo” de los orígenes de la Orden (M 5,1,2), y además a san Cirilo, san Ángelo y san Alberto de Sicilia. De este último hizo escribir una biografía devota, que luego quiso se publicara juntamente con el Camino de Perfección (Evora 1583). Aunque no figuran en el listado del breviario, también tuvo especial devoción a los dos santos bíblicos Elías (M 7,4,11) y Eliseo (Po 10).

e) Por fin y debido a motivos peculiares, figuran en el elenco los dos santos fundadores, Domingo de Guzmán y Francisco de Asís; un Padre del Desierto, san Hilarión, al que ella dedicó uno de sus poemas (“Hoy ha vencido un guerrero / al mundo y sus valedores…”); y fuera del listado, uno de los santos más populares de su tiempo, san Martín de Tours, a quien ella admira por émulo de san Pablo en la alternativa del deseo de la muerte y del servicio a los hermanos (cf C 19,4; M 6,6,6; E 15, 2, y R 7 y 35…).

BIBL. – F. de Ribera, La Vida de la Madre Teresa… (Salamanca 1590) IV, 13, pp. 425-427 y el “Rótulo” del Proceso de Canonización, art. 72, y las respuestas de los testigos a ese artículo BMC 20, p. L.

Tomás Álvarez

Todos los derechos: Diccionario Teresiano, Gpo.Ed.FONTE

Seguimiento de Cristo

El seguimiento-imitación de Cristo ocupa el centro de la vida teresiana. Nadie más que el Señor hace «cristiana» nuestra santidad. Sin El nada, con El todos los matices de una vida consagrada a Dios y a la Iglesia.

Cuando T repasa su «conversión» («acabar ya de en todo en todo apartarme del mundo»: V 32,8), toma la decisión sobre «lo primero» que tenía que hacer: «seguir el llamamiento que su Majestad me había hecho a religión» (ib 9). Es decir, se «determina» consciente y firmemente a ser perfecta religiosa consagrada: «Determiné hacer eso poquito que era en mí, que es seguir los consejos evangélicos con toda la perfección que yo pudiese, y procurar que estas poquitas que están aquí hiciesen lo mismo, confiada en la gran bondad de Dios que nunca falta de ayudar a quien por él se determina a dejarlo todo» (C 1,2). Hay un «llamamiento» y un «seguimiento» evangélicos, signos de la gran bondad divina, dirigidos a todos los creyentes.

Basta dejarnos llevar por la Santa en la explicación de su propia experiencia al respecto, riquísima en resonancias fundamentales para todo cristiano: vocación, seguimiento e imitación de Cristo. «Libro vivo» de experiencia, más que simple guión temático.

1. Llamamiento de Jesús

La invitación a seguir a Jesús es para T un «llamamiento» divino de amor. Una palabra directa, dirigida por Dios en Cristo a quien está en actitud de escucharle, hasta que termine de hablarnos. Una bendición siempre actual, pues «la llamada de Dios es irrevocable»: «No deja de nos llamar nuestro Dios, y nos amar» (Rom 11,29 = Po 10,5). Una Palabra que se escucha con gozo en el corazón, como gracia inmerecida: «mi Padre se deleita contigo y el Espíritu Santo te ama» (R 13). Jesús nos mira por pura benevolencia, pues «no tenemos nada que no recibimos» (M 6,5,6 = 1Cor 4,7) y sólo podemos «presumir de su misericordia» (M 3,1,3).

a) «Mi llamamiento»: La percepción espiritual de que Dios se fije en nosotros como somos, la revive T en primera persona como impulsión misteriosa y singular del Espíritu (PC 1; ExAp.EvTest 3). «Vivo en el Señor, que me quiso para sí» (Po 1,2); «vuestra soy, pues me llamasteis» (Po 2,3). En los cc. 3-9 de Vida relata Teresa los altibajos de este «mi llamamiento» (V 35,4), los «tantos rodeos» con que Dios la cerca y atrae a estado tan seguro como es el religioso (V 4,3). Jesús quiere que dejemos atrás otras motivaciones indignas de él: interés, temor, seudoseguridades, todo lo que es «vanidad» (V 3,1-5).

La capacidad de seguir a Cristo, sin negar lo que hay de entrega libre humana, le viene al discípulo del mismo que le llama: «Si el Señor no me ayudara, no bastaran mis consideraciones para ir adelante…Me dio ánimo contra mí, de forma que lo puse por obra» (V 4,1). Es Jesús quien enamora el corazón de sus discípulos, quien se comunica hasta ganarlos: «Cuando su Majestad quiere no podemos sino andar siempre con El, como se ve claro por las maneras y modos con que su Majestad se nos comunica y nos muestra el amor que nos tiene» (M 6,7,1).

Si «Dios lo puede todo» (C 16,1) y «su querer es obrar» (C 22,7), «cuando el Señor quiere para sí un alma, tienen poca fuerza las criaturas para estorbarlo» (F 10,8). Como dice la Iglesia, «sólo el amor de Dios llama de forma decisiva» (ExAp. EvTest 13). Un amor gratuito que ella no puede menos de cantar: «sin tener que amar, amáis; engrandecéis nuestra nada» (Po 6,3).

b) Llamada eclesial: El alma de la Santa se remueve en emociones cuando narra la vocación de otros al seguimiento de Cristo (F 10,8-11). Depositaria de un carisma renovador, canta los acontecimientos de familia sintiéndose maternalmente afectada: tomas de hábito, profesiones, etc. Dos tercios de sus poemas se refieren a la vocación-respuesta que Dios va suscitando «en grupo» dentro del «pequeño colegio de Cristo» (CE 20,1), como llama a sus comunidades. Y pondera «la gran merced que el Señor ha hecho a las que trajo aquí» (C 8,2), o «escogido para aquí» (C 13,6), o «que aquí os juntó el Señor» (C 3,10). La llamada se pluraliza eclesialmente, es ya «nuestro llamamiento y a lo que estamos obligadas» (C 4,1). El mismo Señor «que me quiso para sí» (Po 1,2) le asegura de que «llamo en cualquier tiempo» (Po 8,6), y de que su invitación a seguirle hasta el final es correspondida por almas generosas que se entregan, ofrecen, imitan, sirven y se abrazan a la cruz del Maestro (VC 18).

Así se relacionan los aspectos «personales» y «eclesiales» de toda vocación. Dios llama normalmente «desde» la Iglesia (Cons 21) y eleva a cada discípulo a «signo» vivo de la santidad de la Esposa de Cristo (cf LG 31.44; PC 1;EvTes 3). Una llamada a «renovarse sin cesar» (LG 8.9), que T formula con el conocido «ir comenzando siempre de bien en mejor» (F 28,32) como si en cada uno se iniciara todo seguimiento de Cristo (F 27,11).

c) Fe y amor, bases del «seguimiento»: La Santa no distingue entre invitaciones («si quieres») e imperativos del Señor («ven y sígueme»). Recuerda desde joven lo fatal que es quedarse en meras posibilidades, perteneciendo al grupo de los «llamados» y «no escogidos» (Mt 20,16 = V 3,1; M 5,1,2). Sabe que la Palabra de Jesús no solo enseña con autoridad sino que llama con efectividad. Por eso ante «el mismo soy» (F 31,4) o «¿no sabes que soy poderoso?» (V 36,16) ella responde también con radical confianza: «Firmemente creo que podéis lo que queréis» (E 6,1).

Este rendimiento ante el poderío de quien habla mirando a los ojos es un acto de fe imprescindible. Sin timideces ni razonamientos humanos, como explica la Santa: «El que todo lo puede, quiere que entendamos se ha de hacer lo que quiere» (V 25,1). Si dice «ven», «ello se ha de cumplir, queramos o no» (C 32,5) porque «su querer es obrar» (C 16,10; 22,5).

No es determinismo sino confianza absoluta lo que destaca T cuando recuerda el pasaje evangélico del «mancebo» rico (Lc 18,22). Le faltó libertad para «determinarse» y que «del todo posea el Señor el alma»; y, a pesar de los preceptos cumplidos, no entendió el cariño con que Jesús le miraba y prefirió «irse triste» con sus riquezas, dando la espalda al Señor (M 3,1,6-7). La línea divisoria entre el sí y el no a Cristo discurre siempre sobre el carril de la absoluta fianza en Jesús, que puede pedirnos el obsequio total de nuestra libertad. De ahí que concluya la Santa: «Por su mandamiento venimos aquí; verdaderas son sus palabras: no pueden faltar» (C 2,2). Y así lo destaca en una de las expresiones más teológicas salidas de su pluma: «El amor de contentar a Dios y la fe hacen posible lo que por razón natural no lo es» (F 2,4).

El «amor de contentar a Dios» es la disposición básica del discípulo de Cristo, suscitada por el calado de su misma mirada «cariñosa» (Mc 10,21). El trueque de amores («es hermoso trueque dar nuestro amor por el suyo»: C 16,10) se debe a una gracia impulsiva del Espíritu: «cuando queréis podéis, y nunca dejáis de querer si os quieren» (V 25,17). Y es también el resultado demostrativo de esa iniciativa divina: «¿En qué te le puedo más mostrar que [en] querer para ti lo que quise para Mí?» (R 36). En efecto, sólo el amor que Dios nos tiene puede despertar el «amor de contentar a Dios» (F 2,4).

«Amor saca amor», sentencia la Santa (V 22,14). Y a vivir este amor, según el paradigma de Cristo, se ordenan todos los demás medios de santificación cristiana, pues ese amor es el «don principal y más necesario» (LG 42), la energía nueva que lleva todo a su perfección. Si la Iglesia «tiene por ley el nuevo mandato de amar como Cristo nos amó a nosotros» (LG 9), T no dejará de formular esa ley nueva casi con las mismas palabras del Aquinate (STh 2-2,184,3): «Entendamos, hijas mías, que la perfección verdadera es amor de Dios y del prójimo; y, mientras con más perfección guardáremos estos dos mandamientos, seremos más perfectas» (M 1,2,17). Esto equivale a «trabajar y determinarse y disponerse con cuantas diligencias pueda a hacer su voluntad conforme con la de Dios…, que en esto consiste la mayor perfección que se puede alcanzar en el camino espiritual» (M 2,1,8).

En consecuencia, la respuesta del llamado es un sí a Dios, un «fiat» como el de Cristo al Padre. Todo el mensaje teresiano pasa por el matiz de este «cumplir» con Dios, como el Señor, con una entrega total de sí mismos: «dar el corazón» (Po 1,2), «ofrecerse» y «rendirse» inmolada (Po 2 y 29), «ser-para mi Amado» (Po 3), etc. De este amar a Dios con todo el corazón hace la Santa una consigna programática en todos sus escritos. Botón de prueba de este «sólo Dios basta» son los versos del poema biográfico Dilectus meus mihi: «Yo toda me entregué y di, / y de tal suerte he trocado, / que es mi Amado para mí / y yo soy para mi Amado // Y mi alma quedó hecha / una con su Criador. / Ya yo no quiero otro amor / pues a mi Dios me he entregado» (P 3,1.3).

2. Seguimiento e imitación de Cristo

La formulación teresiana del «seguimiento-imitación» de Cristo es tan rica en resonancias que se impone matizar su experiencia-mensaje en varios moldes simbólicos. A partir de un enunciado común («Sigamos a Jesús, que es nuestro Camino y Luz»: Po 20,2), tres términos catalizan las innumerables sugerencias al propósito: –seguirle como «Camino», –imitarle como «Maestro y dechado», –servirle como «capitán del amor». Se trata de una misma realidad, presentada en círculos convergentes, desde la experiencia unitaria y espléndida de T. Nos limitaremos a dejarle hablar, declamar y arengar, pues los comentarios adicionales podrían mermar la frescura del ideal que la Santa nos brinda como «respuesta» al ya visto «llamamiento» del Señor.

a) Jesús mismo es el «camino de perfección» (V 15,13). No hay otra «puerta» ni otro «sendero» para vivir ese «no deja de nos amar, nuestro Dios, y nos llamar» (Po 10,5). De aquí ese grito programático y dinámico de la Santa: «Sigámosle sin recelo, monjas del Carmelo» (ib).

Sobre la base de que Jesús es «el Camino» («el mismo Señor dice que es camino»: Jn 14,6=M 6,7,6), Teresa reconstruye un recorrido vivencial. Más como quien revive la andadura que como quien programa un itinerario. Su rica sensibilidad y memoria infunden al término «camino» una carga de experiencia profunda, unos contenidos de vicisitudes rememoradas: el duro inicio, los esfuerzos iniciales de adaptación, las etapas con sus altibajos, los medios y las formas de caminar orando, el cansancio y los consuelos, las anécdotas y el proyecto esencial hasta la meta.Y en «este viaje» interior del alma (C 23,6) hay que poner la mirada en quien va adelante, Jesús, y hace compañía: «Por este camino que fue Cristo han de ir los que le siguen si no se quieren perder» (V 11,5). En él se reedita la travesía pascual del Señor, distintivo del peregrino en la fe, guía que marca el ritmo de marcha, seguridad hasta la meta de Jerusalén.

El único bastón permitido al discípulo es la cruz de cada día: «Si consideramos el camino que su Majestad tuvo en esta vida…, no habría cosa que más nos alegrase que el padecer, ni la debe haber más segura para asegurar vamos bien en el servicio de Dios» (cta 310,1, del 17.9.1579).

La conformidad del discípulo con el Jesús a quien sigue convierte en paradoja la «vía estrecha que lleva a la vida eterna» (V 35,13 = Mt 7,14) en «camino ancho, real y seguro» (ib; cf C 21,5). Porque este sendero «va por el valle de la humildad», en que ya no hay «miedo de perderse» para quien «ama la verdad» y se determina a «dejarlo todo por Vos», donde la «noche» se ilumina por «este Sol de justicia», lo «estrecho» se convierte en «ancho», lo «trabajoso» en «fácil», lo «imposible» en «posible… cuando le dais Vos, Señor, la mano» (V 35,13-14).

Este lirismo teresiano no cela los peligros, es verdad, pero la dificultad no es tanta como para pensar que se lleva una cruz sin promesa de victoria. Y el «no hayas miedo, hija, que Yo soy» (Mt 14,27; M 6,50; Lc 24,36; Jn 6,20, etc.) es el logos evangélico que más impresionó a la Santa, a juzgar por la docena larga de veces que lo repite entre sus vivencias más profundas, con otras expresiones equivalentes: «no tengas pena» (V 26,6; M 6,4,16), «¿de qué te afliges?» (R 27), «¿en qué dudas?» (F 31,49) «sosiégate» (R 60), «vete con ánimo» (V 35,8), «que no me fatigase» (V 33,3.8; etc.). Así, de la mano del Maestro que da tan animosas consignas, la Teresa-discípula se siente a gusto, acompañada de Jesús que «anda-con» (V 32,11) y «va-en-delantera» (Po 29,5) de su colegio apostólico.

La «santa andariega», que tanto sabía de arduos caminos, concluye el símbolo del camino-caminante con este consejo: «Andar con fortaleza caminos de puertos tan ásperos, como es el de esta vida, mas no para acobardarnos en andarle. Pues, en fin, yendo con humildad, mediante la misericordia de Dios hemos de llegar a aquella ciudad de Jerusalén, adonde todo se nos hará poco lo que se ha padecido» (F 4,4). Alude a la Jerusalén celeste, «meta», «premio» y «todo» (V 22,7) realizados ya en Jesús, «nuestra guía» y «glorioso vencimiento» (Po 29,3-4). Pero ya en este caminar temporal su misterio pascual es la referencia obligada para las dos actitudes básicas de la vida: la tristeza en el Huerto y la alegría del Resucitado (C 26,5). Y algo más, según ella: «mientras más adelante va un alma, más acompañada es de este buen Jesús» (M 6,8,1).

b) Imitando a «nuestro dechado y Maestro» (C 36,5). Fue san Pablo quien acentuó con el término «imitación» las actitudes inherentes del cristiano respecto a las del mismo Cristo (1Cor 11,1; Fip 2,5ss.). A cuantos siguen a Jesús no «según la carne sino según el espíritu» (cf Rom 8,9), Teresa les recomienda leer, entre otros «buenos libros para el mantenimiento del alma», el «Contemptus mundi» o «Imitación de Cristo-Kempis» (Cons 8). Su intención es que así conozcan mejor los sentimientos de Cristo y «procuren imitar a su Esposo, que dio su vida por nosotros» (Cons 28). Y la Iglesia, sin reducir este dinamismo a la vida religiosa –pues está claro en los Evangelios y Pablo que es propio de todo cristiano–, afirma que el que sigue los consejos evangélicos «imita más de cerca» al Señor (LG 44).

La Santa, al ceñirse ahora al hilo nocional de la «imitación» de Cristo, nos brinda muchos matices sugestivos y complementarios del «seguimiento» de Jesús. Lo hace al filo de dos términos complementarios: DECHADO y MAESTRO. El primero es de cuño teresiano, el segundo del común evangélico.

«El es el mejor dechado» (V 22,7): Apelativo intimista y muy femenino que captaban bien sus hijas habituadas al bastidor de bordar. Modelo del que se saca la copia «como quien tiene un dechado delante, que está sancando aquella labor» (V 14,8). Laborío artesanal, que pide atención y «recogimiento». Aplicado a la persona de Cristo, nos trae no sólo su imagen sino su misma presencia real: «quisiera yo siempre traer delante de los ojos su retrato e imagen, ya que no podía traerle esculpido en mi alma como yo quisiera» (V 22,4) –nos dice en este c. 22 de Vida, fuertemente cristocéntrico–.

El «retrato» de Jesús es una provocación de su presencia espiritual, de la proximidad del Amado. El Jesús «verdadero amigo» se deja sentir «cabe mí», está «tan cerca» que está «al lado», «mirándoos», «presente» (V 22,6-7): «Este Señor nuestro es por quien nos vienen todos los bienes. El lo enseñará [cómo caminar tras contemplarlo]; mirando su vida, es el mejor dechado ¿Qué más queremos de tan buen amigo al lado? ¡Bienaventurado quien de verdad le amare y siempre le trajere cabe sí!» (V 22,7). Así lo recomienda luego a sus hijas: «procurad traer una imagen o retrato de este Señor que sea a vuestro gusto; no para traerle en el seno y nunca le mirar, sino para hablar muchas veces con él, que él os dará qué le decir» (C 26,9; cf C 34,11, donde distingue entre «dibujo» y «presencia» real de Jesús en la Eucaristía).

La conformidad con el Jesús-Dechado es el fruto de la oración de recogimiento, que contempla a Cristo desde su cuna a su cruz (cf VC 23). No se pueden captar todos los matices de esta Imagen, «antes de que subiese al cielo» ni «después de resucitado», sin su amor atractivo que «esfuerza a unos», «anima a los otros» y que «no parece fue en su mano apartarse un momento de nosotros» (V 22,6). En ese entrecruce de miradas sostenidas va cuajando el bordado, que es la «escultura» en el alma de las huellas del Amado: «Es larga la vida y hay en ella muchos trabajos; y hemos menester mirar a nuestro dechado Cristo… para llevarlos a perfección» (M 6,7,13). Mirar para imitar.

«Le está enseñando este divino Maestro» (C 25,2): Otro símbolo evangélico sobre el que T marca su huella tan femenina. Se trata no tanto de un aprendizaje doctrinal cuanto de enamorarse del «Maestro de la sabiduría» (C 21,4) y de «nuestro Enseñador Cristo» (C 10,3). A la plasticidad de la mirada (=dechado) se añade ahora la atención acústica del discípulo a los pies del Maestro.

La Santa halla el mejor tipo referencial de esta atención al Jesús que habla en la actitud de María Magdalena, de la que era «muy devota». La escena se presta a ello como semblanza de toda relación contemplativa e íntima con el Señor: «El Maestro está ahí y te llama» (Jn 11,28ss)… Y la discípula se postra «sin bullir ni menear» (V 17,4), «embebida» (ib 5) y «enferma de amor» (C 40,3). No hay que perderse ningún acento, pues a veces Jesús habla «sin ruido de palabras» (C 25,2). Está enseñando los «misterios del Reino» a «los suyos» y «nunca está tan lejos del discípulo que sea menester dar voces» (C 26,10).

El impacto amoroso es recíproco y correspondido por ambas partes: «Allegadas, pues, a este Maestro de la Sabiduría quizás os enseñe alguna consideración que os contente…, que el mismo maestro cuando enseña una cosa toma amor al discípulo y gusta de que le contente lo que le enseña y ayuda mucho a que lo aprenda; y así hará este Maestro celestial con nosotras» (C 21,4). El c. 26 de Camino es un ejemplo de mistagogía orante, aprendida y repetida por Teresa a los pies del Señor: «Juntaos cabe este buen Maestro, muy determinadas a aprender lo que os enseña; y su Majestad hará que no dejéis de salir buenas discípulas ni os dejará si no le dejáis. Mirad las palabras que dice aquella boca divina, que en la primera entenderéis luego el amor que os tiene: que no es pequeño bien y regalo del discípulo ver que su Maestro le ama» (C 26,10).

El «sígueme» del Maestro conduce al «venid y ved» dónde vive y cómo quiere morir de amor. Todas sus palabras se condensan en este propósito de redención amorosa, que suscita en T esta respuesta: «¡Oh Señor, Señor! ¿Sois Vos nuestro dechado y Maestro? Sí, por cierto. ¿Pues en qué estuvo vuestra honra, Honrador nuestro? ¿No la perdisteis por cierto en ser humillado hasta la muerte? No, Señor, sino que la ganasteis para todos» (C 36,5). Así, todo coloquio con Cristo es un mensaje de amor para el discípulo. La premonición del Tabor incluye seguir al Maestro hasta su anonadamiento en Jerusalén (cf R 36; VC 23).

De este rico arsenal teresiano, destacaríamos algunos matices que nos parecen más sobresalientes:

1. Renacidos como «imágenes del Hijo», «no nos puede su Majestad hacérnoslo mayor [regalo] que es darnos vida que sea imitando a la que vivió su Hijo tan Amado» (M 7,4,4). A este fin de «imitarle en el padecer», recalca ella, se ordenan todas las gracias y consuelos que Dios nos hace al presente.

2. Puesto que «todo nuestro bien y remedio es la Sacratísima Humanidad» (M 6,7,6), la imitación del Amado no debe salir nunca de esta «muy buena compañía» (M 6,7,título), so pena de «no acertar-errar» en el camino: «es gran cosa, mientras vivimos y somos humanos, traerle Humano» (V 22,9).

3. El estudio de la Humanidad de Cristo (V 29,1), desde su cuna a su cruz, de sus palabras y gestos, de su actitud humilde, pobre, paciente y mansa, etc., hay que hacerlo en oración, encuentro propicio en que «el Señor enseña a quien se quiere dar a ser enseñado de él» (C 9,3).

4. Hechos al trato solitario de amistad «con quien sabemos nos ama» (V 8,5) y nos da ejemplo en este «a solas» (C 24,4), «le miramos hombre y vémosle con flaquezas y trabajos» (V 22,10). Así nace el deseo de imitarle en su «vida trabajosísima» (Conc 7,8), y su muerte «muévenos a compasión» (V 12,1) al tiempo que nos «apareja» para todas las virtudes y mercedes que Dios nos tiene preparadas para esta contemplación (M 4,2,9; 6,1,7; Po 26,9: «y en su imitación mi holganza»).

5. Finalmente, la imitación de los sentimientos de Cristo es la ley de recompensa escatológica, proporcionada al grado de empatía o «com-pasión» con El: «quien más le imitare en esto… más gloria tendrá» (cta 367,1, del 13.1.1581). La ecuación entre «servirme-seguirme» y «el Padre le honrará» (Jn 12,26) radica en ese «amor con que hemos imitado la vida de nuestro buen Jesús» (F 14,5).

c) La doctrina teresiana sobre el «seguimiento-imitación» de Cristo incluye su mistagogía sobre el servicio al «Capitán del amor» (C 6,9). «Por ser cristianas debéis todo eso y mucho más, y os basta que seáis vasallas de Dios» (M 3,1,6) «y siempre hallarse indignos de llamarse sus siervos» (C 17,6). No basta «ser» siervos sino «hacerse» progresivamente tales: «¿Sabéis qué es ser espirituales de veras?: Hacerse esclavos de Dios, a quien, señalados con su hierro que es el de la cruz –porque ya ellos le han dado su libertad–, le pueda vender por esclavos de todo el mundo, como El lo fue» (M 7,4,8).

Esto nos llevaría a destacar cuanto la Santa afirma sobre la «renuncia propia» para «servirle de verdad» (V 25,11) mediante la «oración», la «mortificación», la «caridad fraterna» y la «abnegación evangélica». Que el seguimiento-imitación suponga estas formas de «llevar la cruz» es algo evidente. Como que la Santa quiere a los discípulos de Cristo «abanderados» y «peleones aguerridos», sin cobardías ni somnolencias, «pues Cristo va en delantera» (Po 29,4-5). Como el mismo Señor le dice a T.: «Gran cosa es seguirme desnudo de todo como Yo me puse en la cruz» (R 64). De ahí su convicción última: «Quien os sirviere hasta el fin, vivirá sin fin» (F 27,11).

BIBL. – Díez, Miguel Ángel, Vivir en obsequio de Cristo: sugerencias teresianas, en MteCarm. 88 (1980) 125-182.

Miguel Ángel Díez

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Seguridad

«Certeza» y «seguridad» fueron dos anhelos y a la vez dos problemas diversos e intensamente vividos por T. A causa, entre otros motivos, de los teólogos sus coetáneos. Se trataba, por un lado, de «la certeza de estar en gracia de Dios», sí o no. Y por otro, de «la seguridad de perseverancia final» o bien, de no pecar gravemente en lo futuro, sí o no. Ambos problemas tenían repercusión diversa en el ánimo de los teólogos, y en la vivencia espiritual de ella.

Para los teólogos asesores suyos, como para todo creyente católico, eran norma taxativa las dos o más declaraciones formales del reciente concilio de Trento, una sobre la no certeza de la gracia, a no ser por revelación especial; otra sobre la no seguridad absoluta de la propia perseverancia y subsiguiente salvación eterna. Ambos decretos habían sido formulados en la famosa sesión sexta («De iustificatione») del Concilio el año 1547 y parecían señalar una línea divisoria entre la fe católica y la discrepancia protestante. Lo cual hacía al tema sensibilísimo en el medio ambiente teresiano.

El Concilio había prescrito que «ninguno puede saber con certeza de fe –en la que no puede haber engaño– que ha conseguido la gracia de Dios» (sesión 6, c. 9). Y de nuevo: «Ninguno, mientras se mantiene en esta vida mortal, debe estar tan presuntuosamente persuadido del profundo misterio de la predestinación divina, que crea por cierto ser seguramente del número de los predestinados» (ib c. 12). Y más lacónicamente en el canon respectivo: «Si alguno dijere, con absoluta e infalible certidumbre, que ciertamente ha de tener hasta el fin el don de la perseverancia, a no saber esto por especial revelación, sea anatema» (ib canon 16).

De rebote, ambos decretos conciliares planteaban a T en el terreno práctico de la vida un doble problema serio, incluso angustioso: ¿Estaba ella cierta, sí o no, de que sus gracias místicas eran de Dios? Lo cual no sólo la forzaba al constante discernimiento entre el origen divino de su experiencia mística, y el posible origen diabólico de la misma, sino que además la enfrentaba con la disyuntiva de sus momentos de absoluta certeca psicológica («ya no podía dudar») y sus prolongadas situaciones de «temor y temblor» a que alude el Concilio. Vaivén anímico y doloroso entre certezas psicológicas e incertidumbres de fe.

La Santa da fe de su angustia reiteradamente. Alguna vez, en términos patéticos: «Acuérdome que me dio en aquellas horas de oración aquella noche un afligimiento grande de pensar si estaba en enemistad con Dios; y como no podía yo saber si estaba en gracia o no (no para que yo lo desease saber, mas deseábame morir por no me ver en vida adonde no estaba segura si estaba muerta, porque no podía haber muerte más recia para mí que pensar si tenía ofendido a Dios), y apretábame esta pena; suplicábale no lo permitiese, toda regalada y derretida en lágrimas. Entonces entendí que bien me podía consolar y estar cierta que estaba en gracia» (V 34 10). Texto que fray Luis, en su primera edición, se apresura a remediar: «…consolar y confiar que estaba en gracia» (ed. príncipe, p. 431).

Es evidente el control del centinela teólogo sobre la espontaneidad de la escritora mística. Esa pequeña escaramuza entre los dos se repite ante afirmaciones similares acerca de la certeza de lo sobrenatural. Teresa deja constancia de sus temores en una de sus Relaciones, que el mismo fray Luis tanscribe así, sin comentario alguno (las cursivas son mías): «Estando un día con temor de si estaba en gracia o no, me dijo [el Señor]: Hija, muy diferente es la luz de las tinieblas. Yo soy fiel. Nadie se perderá sin entenderlo. Engañarse ha quien se asegurare por regalos espirituales. La verdadera seguridad es el testimonio de la buena conciencia. Mas nadie piense que por sí puede estar en la luz, así como no podría hacer que no viniese la noche natural. Porque depende de mi gracia…» (ed. príncipe, p. 549. El pasaje editado por fray Luis no se salvará de las inmediatas acusaciones ante la inquisición. El teólogo delator se escandaliza de la afirmación «nadie se perderá sin entenderlo»).

Con todo, en el fondo, T está cierta de que el amor que se le infunde es «muy sobrenatural» (V 29,8). Y aunque tarde, llegará a su espíritu una dilatada y permanente paz.

Más complicado es el problema segundo, acerca de la perseverancia final. En T sobrevive una doble convicción. El Señor le ha dicho en un momento solemne que ya nadie será capaz de «quitarte de mí» (R 35), y a esa palabra de El queda vinculada la gracia del «matrimonio spiritual». Por otro lado, ella asegura que, mientras el llamado desposorio espiritual es todavía quebradizo y reversible, en el «matrimonio espiritual» (estado de las moradas séptimas), Dios y el alma ya «no se apartan, porque siempre queda el alma con su Dios en aquel centro… Como si cayendo el agua del cielo en un río o fuente, adonde queda hecho todo agua, que no podría ya dividir ni apartar cuál es el agua del río, o lo que cayó del cielo; o como si un arroyico pequeño entra en la mar, no habrá remedio de apartarse…» (M 7,2,4).

Y sin embargo, T es consciente de que hasta el fin de su vida terrena perdura ese riesgo fatal de «apartarse de Dios». He aquí su toma de posiciones, a raíz del texto anterior: «Parece que quiero decir que, llegando el alma a hacerla Dios esta merced, está segura de su salvación y de tornar a caer. No digo tal, y en cuantas partes tratare de esta manera, que parece está el alma en seguridad, se entienda mientras la divina Majestad la tuviere así de su mano y ella no le ofendiere. Al menos sé cierto que, aunque se ve en este estado y le ha durado años, que no se tiene por segura…» (M 7,2,9). Y de nuevo en el capítulo final del libro: «Estas almas… de pecados mortales –que ellas entiendan– están libres, aunque no seguras» (M 7,4,3), y esta vez fray Luis sí acotará el texto teresiano con una larga nota marginal, que empieza: «En estas palabras demuestra claramente la Santa Madre la verdad y limpieza de su doctrina acerca de la certidumbre de la gracia…» (edición de 1589, p. 184). Habían mediado ya delaciones contra las afirmaciones de la Santa, leídas en la edición precedente del mismo fray Luis.

En la última de sus Exclamaciones, de nuevo ora la Santa así: «¡Oh libre albedrío, tan esclavo de tu libertad, si no vives enclavado en el temor y amor de quien te crió! ¡Oh cuándo será aquel dichoso día que te has de ver ahogado en aquel mar infinito de la suma verdad, donde ya no serás libre para pecar ni lo querrás ser, porque estarás seguro de toda miseria, naturalizado con la vida de tu Dios!» (E 17,4).

T. Álvarez

Todos los derechos: Diccionario Teresiano, Gpo.Ed.FONTE

Sequedad/es

… en la vida espiritual

Sequedad, en la vida espiritual, es el estado de ánimo en que la propia pobreza reduce en extremo el flujo psicológico de nuestra relación con Dios. Esta pobreza espiritual tiene su manifestación más patente en los momentos de oración personal, bien sea como impotencia mental y afectiva en la meditación, bien como experiencia extrema de la propia precariedad en las altas formas de oración contemplativa. En los textos teresianos, la sequedad espiritual se contrapone frecuentemente a la ternura (V 4,2) o al don de lágrimas (V 11,9; 3,1), o a los consuelos, “contentos y gustos” espirituales (M 4,1). No es incompatible con el fervor o el amor (“fervor charitatis”); al contrario, fervor y amor hacen más dolorosos y purificadores los estados de sequedad espiritual. Más allá de los momentos de oración puede afectar a todo el espectro de la vida espiritual, bien sea en el principiante, bien en el místico. Aun sin llegar a la forma extrema de desolación, puede condicionar toda la gama de lo psicológico, lo teologal y lo apostólico. Así, en unos casos se tratará de una prueba pasajera. En otros, de una componente de toda la religiosidad de la persona. – Aquí resumiremos el pensamiento de la Santa en tres apartados: 1) ella misma pasó por la prueba de la aridez espiritual; 2) enseña al principiante cómo ha de comportarse en esos períodos; 3) aún a nivel místico, los trances –pasajeros o duraderos– de sequedad tienen función purificadora y madurativa.

1. La experiencia espiritual de Teresa misma. – No adoleció de sequedad ni de pobreza anímica la primera experiencia espiritual de Teresa niña. Ella y Rodrigo, leyendo “vidas de santos”, se sienten conmovidos hasta prolongar “mucho rato” o “muchos ratos” el eco de la lectura, dejándose invadir por el asombro (“espantábanos mucho”) y “gustando” a fondo de esa carga emotiva (V 1,4). El contrapunto de la sequedad sobreviene más tarde, al reanudar la práctica de la oración. Sufre ella una cierta atrofia emotiva y discursiva: “si veía a alguna tener lágrimas cuando rezaba…, habíala mucha envidia; porque era tan recio mi corazón en este caso, que, si leyera toda la Pasión, no llorara una lágrima. Esto me causaba pena” (V 3,1). Supera momentáneamente esa situación al comenzar su vida religiosa: “Mudó Dios la sequedad que tenía mi alma en grandísima ternura. Dábanme deleite todas las cosas de la religión…” (V 4,2). Pero esa ternura, incluso acompañada ya por el don de lágrimas (V 4,7) fue pasajera. La subsiguiente jornada de sequedad, especialmente en la oración, se prolongó al menos 18 años: “…dieciocho años pasé este trabajo, y en estos grandes sequedades, por no poder discurrir” (V 4,8: en la R 4,2, hablará de “22 años con grandes sequedades”). Ella misma describe con un par de pinceladas aquella su situación: “muy muchas veces, algunos años, tenía más cuenta con desear se acabase la hora que tenía por mí de estar (en oración), y escuchar cuándo daba el reloj, que no en otras cosas buenas; y hartas veces no sé qué penitencia grave se me pusiera delante que no la acometiera de mejor gana que recogerme a tener oración” (V 8,7).

Según el cómputo de T, esos 18 ó 22 años de sequedad cesarían al comenzar ella la oración mística (V 10,1). Es decir, la habrían acompañado desde los 20 a los 40 años, aproximadamente. Pero aún posteriormente, ya en alta mar de oración contemplativa, testifica ella la existencia de intervalos de sequía mucho más penosa. Lo veremos enseguida, al hacer un balance sumario de su vida espiritual. Ello nos permitirá vislumbrar cómo la contraprueba de las sequedades sirvió para troquelar la vida espiritual de T

2. Consignas de ascesis en los trances de sequedad. – Al menos dos veces ha afrontado T expresamente el tema de las sequedades. En Vida 11, al educar al aprendiz de oración. Y en las Moradas terceras, cuyo capítulo 2º se titula: “…trata de las sequedades en la oración… y cómo es menester probarnos, y que prueba el Señor a los que están en estas moradas”. A ella no sólo le resulta normal la interferencia de las sequedades en los comienzos de la vida espiritual; sino que retiene absolutamente necesario prevenir al principiante acerca de ellas, informarlo sobre la normalidad de su presencia y darle unas consignas prácticas sobre el modo de conducirse, duren lo que duraren. Teresa ha introducido ya en su exposición el símil del pozo y el huerto. El huerto es el orante. El pozo y el agua son los recursos de oración. El agua de riego simboliza la fluidez y la ternura que matizan la oración del principiante. “Pues ¿qué hará aquí el que ve que en muchos días no hay sino sequedad y disgusto y dessabor y tan mala gana para venir a sacar el agua… y el gran trabajo que es echar muchas veces el caldero en el pozo y sacarle sin agua… Y muchas veces le acaecerá aun para esto no se le alzar los brazos ni podrá tener un buen pensamiento…” (V 11,10). La reiteración del “muchas veces” y “muchos días” debe insinuar al lector la absoluta normalidad de esa situación. A la pregunta inicial “Pues ¿qué hará…?”, responderá enseguida.

Antes, nos interesa conocer el diagnóstico de esa situación. ¿A qué se debe, o de dónde proceden esas sequedades, las de la oración o las de la vida? Para T es claro que en el fondo tienen su origen en el “trato con Dios”. Son providenciales, puras pruebas de Él, que no sólo purifica la actitud del hombre que intenta acercársele, sino que eleva a un plano de pureza y desinterés gratuito la relación humana con Él. Sí, para T es claro que en ocasiones nuestras sequedades pueden provenir de anomalías psíquicas o físicas –enfermedades y “melancolía”–: frecuentemente “vienen de indisposición corporal, que somos tan miserables, que participa esta encarceladita de esta pobre alma de las miserias del cuerpo” (V 11,15). Más frecuentemente las sequedades proceden de la secreta pretensión del orante, que quisiera quemar etapas, o bien imponer su propio ritmo al progreso de su relación con El, y “no pueden poner a paciencia que se les cierre la puerta para entrar a donde está nuestro Rey, por cuyos vasallos se tienen y lo son” (M 3,1,6). “Lo más ordinario vienen de aquí las grandes sequedades en la oración, aunque también hay otras causas. Y dejo (de lado) unos trabajos interiores, que tienen muchas almas buenas, (trabajos) intolerables y muy sin culpa suya… y de las que tienen melancolía y otras enfermedades” (ib). “Oh humildad, humildad! No sé qué tentación me tengo en este caso, que no puedo acabar de creer a quien tanto caso hace de estas sequedades, sino que es un poco de falta de ella…” (ib, 7).

Las pautas que da la Santa frente a esta prueba espiritual se hallan resumidas en el capítulo 11 de Vida: “Tengo para mí que quiere el Señor muchas veces al principio, y otras a la postre, estos tormentos y otras muchas tentaciones que se ofrecen, para probar a sus amadores y probar si podrán beber el cáliz, y ayudarle a llevar la cruz, antes que ponga en ellos grandes tesoros. Y para bien nuestro creo nos quiere Su Majestad llevar por aquí, para que entendamos bien lo poco que somos” (V 11,11). Por tanto, también las sequedades forman parte de la alta pedagogía del Señor en la concesión de sus gracias. “Determínese, aunque para toda la vida le dure esta sequedad, no dejar a Cristo caer con la cruz” (V 11,10), es decir, acepte las sequedades como un modo de compartir la cruz de Cristo: “ayúdele a llevarla, y piense que toda la vida vivió (Él) en ella” (ib). A causa de las sequedades, “no deje jamás la oración” (ib). No pierda la paz: “torno a avisar, que importa mucho que de sequedades ni de inquietud y distraimiento en los pensamientos, no se apriete ni se aflija, si quiere ganar libertad de espíritu y no andar siempre atribulado” (ib 17). Teresa extiende esas consignas a todo el camino espiritual: “Esto no lo digo tanto por los que comienzan…, sino por otros: que habrá muchos que lo ha que comenzaron y nunca acaban de acabar. Y creo es gran parte este no abrazar la cruz desde el principio, que andarán afligidos, pareciéndoles no hacen nada: en dejando de obrar el entendimiento no lo pueden sufrir, y por ventura entonces engorda la voluntad y toma fuerza, y no lo entienden ellos” (ib 15).

Cuando la Santa escribía esas consignas, conocía casos en que las sequedades se habían convertido en pequeños atolladeros o quizás en auténticas depresiones. A esas personas no duda en abrirles un horizonte de libertad. Llega a proponerles una opción extrema: dejar temporalmente la oración o mudar la hora de hacerla. “Que muden la hora de oración… Pasen como pudieren este destierro, que harta malaventura es para un alma que ama a Dios ver que vive en esta miseria y que no puede lo que quiere”. Obre “con discreción…: es bien ni siempre dejar la oración cuando hay gran distraimiento y turbación en el entendimiento, ni siempre atormentar el alma a lo que no puede” (V 11,15-16).

En el epistolario teresiano es posible espigar toda una serie de episodios pedagógicos, en que la Santa imparte consignas concretas a quienes sufren la prueba molesta de las sequedades. Elegimos tres casos sumamente dispares: a) a su hermano Lorenzo, que de pronto ha pasado de los fervores a las sequedades, le responde: “En forma había deseado (yo) estos días tuviese vuestra merced alguna sequedad, y así me holgué harto cuado vi su carta, aunque esa no se puede llamar sequedad. Crea que para muchas cosas (la sequedad) aprovecha mucho” (cta 185,5). b) A su sobrina Teresita, novicia en el Carmelo de San José de Ávila, probada con las primeras sequedades en la oración, le escribe T: “En lo que toca a las sequedades, paréceme que la trata ya nuestro Señor como a quien tiene por fuerte, pues la quiere probar para ver el amor que le tiene, si es tan bien en la sequedad como en los gustos: téngalo por merced de Dios muy grande. Ninguna pena le dé, que no está en eso la perfección sino en las virtudes. Cuando no pensare, tornará la devoción” (cta 351, 2). c) A otra de sus novicias, Leonor de la M., que ha iniciado la vida carmelita con un gesto quizás heroico, T le da esta lección: “En la (tentación) que trae de parecerle anda desaprovechada, ha de sacar grandísimo aprovechamiento; porque la lleva Dios como a quien tiene ya en su palacio… Hasta ahora puede ser que tuviese más ternuritas, como (=porque) la quería Dios ya desasir de todo, y era menester” (cta 449,2). Y le cuenta a continuación el episodio de las “sequedades” de Maridíaz, salpicadas de gracejo y sentido del humor.

3. Sequedades en la vida mística. – Dentro de la vida mística sitúa san Juan de la Cruz el estadio de la noche pasiva del espíritu. Santa Teresa, a su vez, es testigo explícito de que la vida mística, tal como ella la vive y la codifica doctrinalmente, no es un idilio sin fisuras. Tiene su flanco oscuro. No sólo a causa de la extraña revivencia mística de los pecados pasados, pero presentes y lacerantes en la memoria (M 6,7,1…; R 4,17). Sino por la interferencia de episodios o de periodos de sequedad, mucho más profundos y dolorosos que los sufridos en etapas anteriores del camino espiritual.

a) Los describe ella por primera vez al referir en Vida c. 30 su progreso en la experiencia mística. Ya los había anunciado al hablar de la eclosión beatificante de sus visiones cristológicas, como situaciones en que permite Dios “que padezca el alma una sequedad y soledad tan grande, que aun entonces de Dios parece se olvida” (28,9). A continuación describirá esa situación con pinceladas que reflejan al vivo la dolorosa experiencia de quien ha pasado por ese vacío de Dios: de Él le queda “sólo una memoria como de cosa que se ha soñado” (30,8). “Parecíame yo tan mala, que cuantos males y herejías se habían levantado me parecía eran por mis pecados” (ib). Ese oscurecimiento íntimo le dura a veces un solo día, pero “otras dúrame ocho y quince días, y aún tres semanas, y no sé si más, en especial las Semanas Santas, que solían ser mi regalo. Me acaece que coge de presto el entendimiento por cosas tan livianas a las veces, que otras me reiría yo de ellas, y hácele estar trabucado…, y el alma aherrojada allí, sin ser señora de sí ni poder pensar otra cosa más que disparates…” (30,11). Seguirá sobrecargando las tintas para describir esa situación espiritual de absoluta impotencia.

b) Más tarde, al codificar en “períodos” o “moradas” las etapas de la vida mística, T colocará esos intervalos de sequedad purificadora a la altura de las moradas sextas. No sólo al ingresar en ellas, sino también en el punto de paso a la etapa final de las moradas séptimas. “Vienen unas sequedades, que no parece que jamás se ha acordado de Dios ni se ha de acordar, y que como una persona de quien oyó decir desde lejos, (así) es cuando oye hablar de Su Majestad” (M 6,1,8: está aludiendo al trance anímico relatado en la Relación 15, “Pascua de Salamanca”, 1571). El paso a las sétimas moradas alzará por fin una barrera “casi” infran­quea­ble a la irrupción de las sequedades: en las moradas finales, ya no tiene “ni sequedades ni trabajos interiores, sino una memoria y ternura con nuestro Señor, que nunca querría sino estar dándole alabanzas; y cuando se descuida, el mismo Señor la despierta de la manera que queda dicho…” (M 7,3,8). Lo reitera: “En esta morada… casi nunca hay sequedad ni alborotos interiores de los que había en todas las otras a tiempos, sino que está el alma en quietud casi siempre” (ib 10). Los dos atenuantes “casi nunca” y “casi siempre” limitan la rotundidad de la afirmación anterior. De hecho, en relatos y confidencias posteriores, enmarcadas en su período de “matrimonio espiritual”, podemos sorprender a la Santa misma sufriendo más de una vez esa humillación de la propia sequía interior. Así, por ejemplo, al contar su viaje a la fundación de Segovia, en compañía de fray Juan de la Cruz, en 1574: “fui con harta calentura y hastío y males interiores, de sequedad y oscuridad en el alma grandísima…, que lo recio me duraría tres meses” (F 21,4). Nuevo paréntesis, con “ocho días” de sequedad, dos años después, como preparación a una improvisa andanada de arrobamientos que sobrevendrán enseguida (cta 177,4). Y seguirán salpicaduras más o menos intensas de sequedad hasta su postrer balance espiritual un año antes de morir (R 6,9).

c) En todo caso, la evaluación que hace ella de esos tránsitos espirituales del místico por baches de aridez queda siempre resumido en la alternancia de la pobreza humana frente a la gratuidad y abundancia de la gracia de Dios. Suma experiencia mística de la propia pobreza, como terreno propicio para acoger la semilla de las mercedes místicas. De suerte que en el plan de Dios, nunca las sequedades son pausas de rémora o números negativos en el balance espiritual. También ellas son materiales de construcción. Sirven para fundamentar en lo hondo la elevación hacia la altura.

T. Álvarez

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Simbología bíblica

Utilizamos el término “simbología” en su acepción más amplia, para seriar la tupida red de imágenes que T extrae de la Biblia, sea ella consciente o no de la cantera de origen. En su conjunto, variedad y magnitud reflejan bien el soporte bíblico de la experiencia y del ideario teresianos. Por su número y calidad forman una pequeña constelación equiparable a la serie de tipos bíblicos presentes en los escritos de la Santa. (Ver: Tipología Bíblica). De hecho ella, como gran parte de los maestros espirituales, está convencida de que las páginas de la Biblia contienen un ingente rimero alegórico de cosas y motivos sugeridores: “¡Oh Jesús, quién supiera las muchas cosas de la Escritura que debe haber para dar a entender esta paz del alma!” (M 7,3,13). Ese atisbo del simbolismo bíblico surge en las moradas finales del Castillo, después de haber evocado “el ósculo que pedía la esposa”, “las aguas que se dan a la cierva herida”, “el tabernáculo de Dios”, “la paloma que envió Noé”, “la oliva en señal de haber hallado tierra firme”, etc. Es probable que T se iniciase en ese modo de interpretar las imágenes bíblicas, leyendo Los Morales de san Gregorio, a partir del prólogo del libro.

En ese despliegue de imaginería bíblica a lo largo de los escritos teresianos, habría que distinguir el grupo selecto de imágenes mayores, más o menos elaboradas por la Santa, y por otra parte la serie de imágenes menores, más numerosas pero menos densas de contenido.

La serie primera gira en torno a los argumentos de mayor relieve en la exposición doctrinal de la Santa. Basta apuntar algunas:

– el alma: jardín o vergel (V 11,8; 14,1.9), paraíso donde Dios tiene sus deleites (M 1,1,1), árbol de vida, plantado en las corrientes de “las aguas de la vida que es Dios” (M 1,2,1), palacio de Dios, posada y morada, etc. – Motivos bíblicos patentes (cf más adelante los artículos respectivos).

– el amor: es fuego, centella encendida en el alma (V 15,4), “fuego en el alma” (V 32,2), “fuego fuerte, poderoso, no sujeto a los elementos” (C 19,3); es “saeta de fuego” (M 6,11,2), “dardo de oro” que penetra las entrañas (V 29,13), es “herida del corazón” (R 5,15), “herida sabrosísima” (M 6,2,2). Es “vino y borrachez” (C 18,2; Conc 4,3.4)… Imaginería que refleja de cerca dos motivos bíblicos bien perfilados: el pasaje profético de Trenos 1,13: “desde lo alto metió fuego en mis huesos”; y la clásica “herida del corazón” de los amantes de los Cantares (“vulnerasti cor meum”, 4 9).

– Jesucristo: es, ante todo, el Esposo, como en los Cantares y en las parábolas. Es Rey y Señor, Señor de señores, “Emperador de los emperadores” (CE 37,6)… El título de Rey es el de Jesús en la cruz (Jn 19,19) y en tantos pasajes bíblicos. “Rey de reyes…” (Ap 19,16). Camino y dechado. Esposo. A Teresa le impactó especialmente ese título leído del Esposo en los Cantares (1,3.11), y amorosamene glosado por ella en M 5,1,12; 5,2,12; y Conc 6).

– la iluminación interior, que es luz, sol, lámpara, centella, camino… El Espíritu Santo es aire, fuego, paloma; pasa como la saeta que atraviesa el aire… Con la subsiguiente serie de imágenes de la vida espiritual: agua, riego, lluvia del cielo, fuente viva, corriente de agua viva… Todas ellas de inspiración bíblica.

– la unión del alma a Dios tiene su mejor soporte en la imagen esponsal de los Cantares, elevada a símbolo supremo en las últimas moradas del Castillo Interior, ya desarrollada en los Conceptos y glosada en varios poemas.

Entre las imágenes menores no podía faltar la recuperación del llamado “bestiario bíblico”: el águila, la abeja y la araña, los cuatro animales, la cierva, el dragón, el león, la paloma, la víbora, la hormiga, la mariposa, el ave fénix, la oruga, el erizo, el gusano…, el pájaro solitario.

Aunque en apariencia esa imaginería bíblica coincida con la serie de tópoi o lugares comunes clásicos en la literatura espiritual, al pasar por la pluma de la Santa adquieren matices y valor originales. Con relativa importancia doctrinal en su conjunto. Y con empalme directo o indirecto en la Palabra bíblica.

Espigamos a continuación una serie de imágenes selectas, suficientes para ilustrar este aspecto del magisterio teresiano.

Abeja (miel / araña). – La abeja está presente con cierta sobriedad en la simbología mística de T. Ella ha observado y admirado: la abeja, la colmena y la miel, las flores, el vuelo, la labra de la miel. Abeja y araña pasan a ser símbolos de lo bueno y lo malo. “¿Quién lo pudiera creer… que un gusano [de seda] y una abeja sean tan diligentes en trabajar para nuestro provecho…?” (M 5,2,2). La abeja que labra la miel en lo secreto de la colmena simboliza la voluntad en la oración de quietud (V 15,6). Su ir y venir de las flores a la colmena, la relación entre la labor de la mente y la quietud del recogimiento interior (C 28,7). La abeja misma es la imagen de la humildad, “que siempre labra, como la abeja en la colmena, la miel” (M 1,2,8), y que es capaz de transformar defectos y miserias en bienes y virtudes: al contrario de “la araña, que todo lo que come convierte en ponzoña…, la abeja lo convierte en miel” (F 8,3). Lo repetirá, al glosar el escandalismo de quienes se molestan ante las imágenes y el léxico de los Cantares bíblicos: son “como las cosas ponzoñosas, que cuanto comen se vuelve en ponzoña: así nos acaece…” (Conc 1,3). – En el Vejamen (n. 8), T desea que a su hermano Lorenzo “se le pegue algo de estar junto a la miel”, y en este caso la miel es fray Juan de la Cruz con quien aquél ha comenzado a dirigirse espiritualmente (cf cta 177). – Las tres imágenes –abeja, araña, miel– son bíblicas, pero no es probable que en este caso el texto bíblico sea el inspirador de T.

Abismo. – Abismo y piélago son imágenes de origen bíblico. Abismo (sheol) es el lugar de los muertos (en el N.T., “hades y gehenna: Mt 16,18; 5,29), su hondura y oscuridad. Piélago, la inmensidad del océano (Jon 2,6). En T apenas conservan ese significado originario (E 12,1). Más frecuentemente los refiere a sí misma en sentido figurado y negativo, o a Dios en positivo. Siempre en textos emocionales. “Piélago de maldades que soy yo” (V 18,8). “Ha sido esta alma [yo] un abismo de mentiras y piélago de vanidades” (V 40,4), “siendo yo un piélago de pecados y maldades” (R 3,12). En cambio, Dios “es un piélago sin suelo de maravillas, una hermosura que contiene en sí todas las hermosuras” (C 22,6). En las Exclamaciones, “los abismos” son los infiernos, y el pecado es “guerra continua contra quien los puede hundir en los abismos en un momento” (E 12,1).

Agua. – Elemento con múltiples simbolismos en la Biblia, generalmente alusivos a la vida, al origen de la vida, al poder creador de Dios, a la saciedad de los deseos humanos… Para T, el agua es uno de los símbolos preferidos, no sólo porque “campo o agua, flores” (V 9, 5) la impactan y recogen, “le traen memoria del Creador” y le “sirven de libro”, sino porque le resulta fácil descubrir su simbolismo: “no hallo cosa mejor para declarar algunas de espíritu que esto de agua…; soy tan amiga de este elemento, que le he mirado con más advertencia que otras cosas, que en todas las que crió tan gran Dios… debe haber hartos secretos” (M 4,2,2).

De ahí que le sea tan espontáneo el empalme con el simbolismo bíblico del agua: –la Samaritana y la sed del agua viva (V 30,19; C 19,2; M 6,11,5); –Jesús que llama a todos a Sí para darles de beber (E 13); –la fuente de agua viva (C 28,5); –el agua de las lágrimas (V 10,3; 11,9; 19,2); –agua para la cierva sedienta (M 7,3,13); –el árbol de la vida plantado junto a las corrientes de las aguas (M 7,2,9); –los manantiales cósmicos y Dios que no deja salir al mar de sus términos (M 6,5,3); –el agua de la gracia (V 11,6-9; 14,2; 21,1…); –agua de las nubes del cielo (V 20,2-3; 22,2); –agua que mata el fuego (tácita alusión al verso de los Cantares, 8,7: “aquae multae…”: C 19).

Aguila (ave). – Imagen de probable inspiración bíblica, si bien de simbolismo literario universal. Mencionada siempre por T en sentido figurado, integra el grupo de ave, vuelo, alas, ave fénix, paloma, gallina… Teresa se inspira probablemente en Exodo 19,4 (“como un águila real, Dios llevará al pueblo de Israel sobre sus alas”), y en el Deuteronomio 32,11 (“como el águila incita a sus polluelos a volar, así El…”). Pero además ella se hace eco del simbolismo mitológico del águila, muy presente en la literatura de su tiempo, a la vez que filtrado en el lenguaje popular. De ahí el significado polivalente que el águila adquiere en sus escritos. En Vida simboliza a Dios, “águila caudalosa” que con gran ímpetu levanta sobre sus alas al alma, “a la manera que las nubes (‘o el sol’) cogen los vapores de la tierra y levántanla toda de ella” (V 20,2.3; y 20,22.28), de suerte que Dios es águila, nube y sol, figuras bíblicas las tres. Dios, como el águila, va capacitando los ojos del alma para mirar de hito en hito al sol (Dios, “sol de justicia”), eco de la leyenda mitológica de los ojos del águila, que no sólo mira al sol de hito en hito, sino que incita a sus polluelos a hacer lo mismo, y al que no resiste “los rayos vivos de su luz, lo arroja del nido como ajeno”. Sin aludir expresamente al pasaje del Deutero­nomio, T lo glosa hermosamente: “Algunas cosas que nos parecen imposibles, viéndolas en otros tan posibles y con la suavidad que las llevan, animan mucho y parece que con su vuelo nos atrevemos a volar, como hacen los hijos de las aves cuando se enseñan, que aunque no es de presto dar un gran vuelo, poco a poco imitan a sus padres. En gran manera aprovecha esto, yo lo sé” (M 3,2,12). Por fin, Dios otorga al alma vuelo de águila real (V 39,12), y él mismo es “águila caudalosa de la majestad de Dios” (E 14,4). Evocando el texto del salmo 102,5 (“Dios renovará tu juventud como la del águila”), la Santa unifica dos mitos, el del águila y el del ave fénix. (Ave fénix.)

En el Epistolario, “águila/s” es uno de los criptónimos utilizados por T en el carteo del año 1576 y ss. Con Gracián: águilas son las carmelitas descalzas (cartas 119 y 121: del 6.9.1576, y 9.9.1576); al menos en una ocasión designa a los descalzos: “Perucho… tiene un hermano que le han echado las aves nocturnas…, que quiere esté entre las águilas (los descalzos)” (cta 145, n. 3, a Gracián, del 4.11.1576).

Aire. – Imagen bíblica (pneuma) de amplio simbolismo (Espíritu Santo, alma o espíritu humano, vida), con gran influjo en la simbología de los místicos cristianos. Basta recordar a san Juan de la Cruz: “el aire de la almena” (Noche, estrofa 7), “el silbo de los aires amorosos” (Cántico, 14), “ven austro que recuerdas los amores” (ib 17), “el aspirar del aire” (ib 39), “en su aspirar sabroso” (Llama, 4). En cambio, su presencia es irrelevante en la imaginería teresiana, incluso en sus numerosas variantes léxicas (viento, soplo, aliento, huelgo, resollar, respiro…), rara vez empleadas con carga simbólica. Unicamente la imagen del “aire sosegado”, que aumenta el buen bogar de la nave, le sirve en ocasiones para subrayar la acción de la gracia o del Espíritu en la vida espiritual (V 30,19; C 28,5), en contraste con la insuficiencia del esfuerzo o del remar humano. – T conoce la teoría clásica de los “cuatro elementos” (agua/fuego, tierra/aire: cf C 19,3-5; M 4,2,2). A los tres primeros les concede más contenido simbólico que al “aire”.

Alas (alas de paloma / alas de águila). – Imagen de claro origen bíblico. T recurre a ella con expresa alusión al texto sagrado. Su impetuoso anhelo de Dios exige alas de paloma como las del Salmo 54,7. Se siente a sí misma con alma alada, lista para emprender el “vuelo del espíritu”. Dios es “águila caudal” que la acoge sobre sus alas para elevarla sobre todo lo creado (Ex 19,4; Deut 32,11; Sal 56,1…): imágenes que se hallan fundidas en el cap. 20 de Vida, uno de los más intensos del libro. He aquí los pasajes más expresivos: “Válgame Dios…, cómo se siente tenía razón [David] y la tendrán todos de pedir alas de paloma…” (n. 24). “Entiéndese claro un vuelo que da el espíritu para levantarse de todo lo criado y de sí mismo…; mas es vuelo suave, es vuelo deleitoso, vuelo sin ruido. ¡Qué señorío tiene un alma que el Señor llega aquí, que lo mire todo sin estar enredada en ello” (ib 24-25). “Aquí le nacieron [al alma] alas de paloma para volar; ya se le ha caído el pelo malo” (V 20, 22: la alusión al “pelo malo” prolonga la imagen del “pajarillo recién nacido” de capítulos anteriores: 13,2). También utiliza la imagen bíblica de Yawéh que cobija bajo sus alas o toma sobre ellas al pueblo de Israel (Sal 16,8; 35,8; E 19,4): “muchas veces… viene un ímpetu tan acelerado y fuerte, que veis y sentís levantarse esta nube o esta águila caudalosa y cogeros con sus alas” (V 20,3); cf otros textos en que utiliza la misma imagen con variantes: V 8,10; 18,14; 31,18; 38,10.12; C 28,2).

Ángel de luz. – Título que san Pablo da a “Satanás, que también se transfigura en ángel de luz” (2 Cor 11,14). En ese mismo sentido utiliza T la imagen para designar al demonio, disfrazado de “ángel bueno”, sobre todo en las Moradas: “Es mucho menester no descuidarnos para entender sus ardides y que no nos engañe, hecho ángel de luz” (M 1,2,15). Porque el demonio “sabe bien contrahacer el espíritu de luz” (M 6,3,16; cf M 5,1,1 y V 14,8). En todos esos pasajes, T se refiere a las posibles interferencias del demonio en los estados místicos.

Animales (los cuatro). – Los cuatro animales simbólicos de las visiones apocalípticas de Ezequiel (1,4 ss.) y de Juan en el Apocalipsis, identificados en la tradición literaria y pictórica con los cuatro evangelistas, aparecen también en una de las más fulgurantes visiones de T (V 39,22). En “un arrobamiento grande” se le abren los cielos, como a Ezequiel (Ez 1,2) y contempla el trono de Dios: “Vi abrir los cielos…, representóseme el trono… que he visto otras veces, y otro encima de él, adonde por una noticia que no sé decir… entendí estar la divinidad. Parecíame sostenerle unos animales; a mí me parece he oído una figura de estos animales. Pensé si eran los evangelistas. Mas cómo estaba el trono ni qué estaba en él, no lo vi, sino gran multitud de ángeles… La gloria que entonces en mí sentí no se puede escribir ni aun decir…” El relato prosigue, con otros datos sobre el cielo y la visión beatífica.

Árbol / manzano. – La imagen del árbol suministra a la Santa un triple motivo de simbolismo derivado de la Biblia: a) el árbol del Apocalipsis, plantado junto a las corrientes de las aguas, simboliza, para ella, al alma en gracia, pletórica de vida, en contraste con el alma en pecado (M 1,2,1): “que así como el árbol que está cabe las corrientes de las aguas está más fresco y da más fruto, ¿qué hay que maravillar de… esta alma…? (M 7,2,9). b) El árbol que ofrece sombra al profeta Jonás, y que luego es roído por la oruga, se torna símbolo de la vida desganada del espiritual cuyas virtudes son fácil presa del desánimo (V 31,21). c) El simbolismo más fuerte lo toma ella del manzano del Cantar de los Cantares, que también inspiró a san Juan de la Cruz. Para ella el manzano es símbolo del reposo místico, bajo la sombra del Espíritu, en la presencia gozosa del Amado. Se convierte así en símbolo complejo y completo de la vida mística, desarrollado en los capítulos 5-7 de los Conceptos y enriquecido con amplio cortejo de imaginería alegórica: sombra y descanso (Conc 5,7), rocío (5,4), frutos, flores y olores aromáticos (7,7). En última instancia, Teresa –lo mismo que más tarde hará fray Juan de la Cruz– condensa el simbolismo en la síntesis “manzano/cruz”: “Entiendo yo por el manzano el árbol de la cruz, porque dijo en otro cabo en los Cantares: debajo del manzano te resucité” (Conc 7,8). Fray Juan de la Cruz escribirá: “Debajo del manzano: esto es, debajo del árbol de la Cruz, que aquí es entendido por el manzano…” (Cántico 23,3: a continuación, alega –lo mismo que T– el verso “sub arbore malo suscitavi te”: Cantares 8, 5). En la misma línea alegórica compondrá T su poesía 19, dedicada al “árbol de la Cruz”, en una de cuyas estrofas canta: “Es la Cruz el árbol verde / y deseado / de la esposa, que a su sombra / se ha sentado / para gozar de su Amado / el Rey del cielo, / y ella sola es el camino / para el cielo”. – En el mimo poema se amplía el simbolismo “árbol/cruz”: la cruz es “palma preciosa / donde ha subido”; “es una oliva preciosa / la santa Cruz”; “la cruz es árbol de vida / y de consuelo”; es “camino deleitoso / para el cielo”. Es posible que en ese poema teresiano a la Cruz haya influido la liturgia del Viernes Santo con el precioso himno “Vexilla Regis prodeunt”, que proclama la Cruz como “arbor decora et fulgida”.

Armas. – El simbolismo de la milicia espiritual (“armas de justicia”, “armas de luz”, “armas no carnales”, “lucha con los poderes espirituales del mal”: Ef 6, 12.16.17…) llega a Teresa desde san Pablo, muy probablemente a través de la Regla carmelitana. En ella también es copioso el léxico combativo, siempre en acepción figurada y espiritual: armas, lucha, batería, artillería, banderas, castillo, guerra, capitanes, alférez, soldados, batalla, victoria. Suya es la consigna dada a las lectoras carmelitas: “encerradas, peleamos” (C 3,5). Aspecto combativo de la vida espiritual fuertemente presente en el Camino (cc. 1.3.16 etc.), y en las Moradas. Armas espirituales.

Aroma Olor.

Ave fénix. – El mito del ave fénix que cada cien años renace de las propias cenizas, tiene parcial acogida en el salmo 103, 5 (“como un águila se renovará tu juventud”; cf Is 40,31). T leyó probablemente el relato legendario en el Tercer Abecedario de F. de Osuna (tr. 16, c. 5), con su traslación a lo espiritual. Pudo verlo también en alguna glosa del salterio. El mito se había convertido ya en símbolo de la transformación del hombre viejo en hombre nuevo (Ef 4,24). Pero ella lo ha incorporado a su experiencia mística. Por eso aparece por primera vez en el relato de Vida. Para ella, la Eucaristía es el fuego que “consume el hombre viejo de faltas y tibieza y miseria, y a manera de cómo hace el ave fénix –según he leído– y de la misma ceniza, después que se quema, sale otra, así queda hecha otra el alma… No parece es la que antes, sino que comienza con nueva puridad…” Refrendado por la palabra interior: “Su Majestad… me dijo: ‘buena comparación has hecho, mira no se te olvide para procurar mejorarte siempre’…” (V 39, 23). – El simbolismo reaparecerá de nuevo en las Moradas: aquí es la palabra de Dios, surgida de lo interior del alma, la que hace crecer la centella que salta del “brasero encendido que es mi Dios”. El éxtasis es centella de fuego que, “abrasada toda ella, como un ave fénix, queda toda renovada” (M 6,4,3): pasaje que la autora retocó cuidadosamente y anotó al margen del autógrafo. Cuando lo escribe, ya ha podido escuchar las glosas de fray Juan de la Cruz, que también utiliza el simbolismo del fénix y lo consignará en el Cántico (1,17), si bien relacionándolo con el salmo 72,21-22.

Azufre. – Pertenece al léxico simbólico derivado de la Biblia. En general, los escritores sagrados lo mencionan como agente o como signo de los castigos divinos (Ap 9.17-18; 14,10; Sal 11,6; Gén 19,24, recordado por Lc 17,29). De ahí que en los escritos teresianos el olor de azufre se asocie a la presencia del diablo. Luego de referir una aparición diabólica, T anota cómo otras personas “bien de creer…, olieron un olor muy malo, como de piedra azufre. Yo no lo olí” (V 31,6). Única presencia de ese vocablo en los escritos teresianos.

Báculo. – Imagen frecuente en los libros del A.T., con múltiples significados: apoyo, autoridad, corrección, pastoreo… Según Covarrubias, “significa apoyo y descanso”, o bien ayuda para caminar y para vivir. “Báculo de nuestra vejez” (Tob 5,23; 10,4). T une esa imagen a otro símbolo bíblico: “columna”. Dios es para ella “columna y báculo que me ha de sustentar, para no dar gran caída” (V 19,10).

Banderas. – Enseña militar. Con clara función simbólica. Teresa acepta el simbolismo del lenguaje popular. Quizás conozca la versión ascética de san Ignacio en los Ejercicios espirituales, si bien nunca alude expresamente al tema de “las dos banderas”. En una de sus visiones místicas, relatadas al final de Vida, ve “a los de la Compañía… en el cielo, con banderas blancas” (38,15). Ella vive en su ciudad y en su familia intenso ambiente militar. Uno de sus hermanos, Lorenzo, es abanderado de las huestes que luchan contra Pizarro en la batalla de Iñaquitos. Por eso, en su pluma el simbolismo de la bandera adquiere gran realismo ascético-místico. Con significado polisémico. Y forma parte del grupo simbólico del “combate” (lucha, armas, alférez, capitán, soldados, castillo, batería, artillería…).

En Vida, las últimas gracias místicas recibidas por ella, le han conferido mística investidura de abanderada, habilitada para izar la bandera de la verdad en lo alto de la torre: “aquí se levanta ya del todo la bandera por Cristo, que no parece otra cosa sino que este alcaide de esta fortaleza se sube o le suben a la torre más alta a levantar la bandera por Dios. Mira a los de abajo, como quien está en salvo. Ya no teme los peligros, antes los desea…” (20,22). En el Camino, al grupo de carmelitas lectoras se le asigna como enseña la bandera de la pobreza (2,8), y en su calidad de contemplativas, a ellas les toca –como al alférez de los tercios– mantener alta la bandera sin armas para defenderse: misión de testificar, pero en silencio (cf Po 29). Dedica uno de sus poemas a la bandera de la cruz : “Oh bandera en cuyo amparo / el más flaco será fuerte…” (Po 18,1; cf Po 19 y 20).

En el lenguaje coloquial de las cartas, recupera el simbolismo del lenguaje popular (cta 162,3: a Gracián, del 13.12.1576; y a María de san José, cta 347,16, del 4.7.1580). El pasaje más expresivo se halla en su polémica respuesta a la carta del P. Juan Suárez: “De este Rey somos todos vasallos. Plega a Su Majestad que los del Hijo (=jesuitas) y los de la Madre (=carmelitas) sean tales que como soldados esforzados sólo miremos adónde va la bandera de nuestro Rey para seguir su voluntad…” (cta 228,7, del 10.2.1578).

Beso. – Es una de las imágenes que pasan de la poesía amatoria de la Biblia a la simbología espiritual de la Santa. En estricta dependencia del Cantar de los Cantares, cuyo primer poema comienza: “¡Béseme con beso de su boca! Son mejores que el vino tus amores”, y que Teresa tomó por lema de los capítulos 1-3 de su libro Conceptos o Meditaciones sobre los Cantares, traduciéndolo según la versión de la Vulgata: “Béseme el Señor con el beso de su boca, porque más valen tus pechos que el vino”.

Sólo en las cartas utilizará ese vocablo en su acepción no metafórica. En su acepción traslaticia, lo interpreta como beso de Dios al alma. No a la inversa. Pero es el alma quien pide esta “altísima petición” (Conc 1,12).

“Estas palabras verdaderamente pondrían temor en sí, si estuviese en sí quien las dice, tomada sola la letra. Mas a quien vuestro amor, Señor, ha sacado de sí, bien perdonaréis que diga esto y más, aunque sea atrevimiento” (ib).

El simbolismo del beso, más que amor, “significa paz y amistad” (ib). Hay “besos falsos”, como el de Judas (2,13), que producen “falsa paz”. En cambio, el beso del Señor es fuente de paz profunda. Sella el estado de quietud y calma final de las séptimas moradas: efectos que “da Dios cuando llega el alma a sí, con este ósculo de paz que pedía la Esposa, que yo entiendo se le cumple aquí esta petición” (M 7,3,13).

En el tratadillo de los Conceptos, Teresa termina su glosa pidiendo para sí misma este beso: “Pues, Señor mío, no os pido otra cosa en esta vida, sino que me beséis con beso de vuestra boca… Que no haya cosa que me impida pueda yo decir, Dios mío y gloria mía, con verdad que son mejores tus pechos y más sabrosos que el vino” (3,15).

Bodas. – Vocablo empleado por Teresa únicamente en acepción figurada para expresar la relación terminal (celeste) del hombre con Dios. Simple variante del rico simbolismo nupcial. De inspiración evangélica: deriva de la parábola del Señor que invita a las bodas de su hijo (Mt 22). Desde esa parábola, y sin citarla expresamente, T mantiene en continuidad una versión espiritual. – En Camino, hablando de la vida religiosa, exhorta a las lectoras a ser fieles esposas, en espera de las bodas eternas: “nosotras, ya desposadas, antes de las bodas, que nos ha de llevar a su casa…” (22,7: en la primera redacción había matizado: “nosotras estamos desposadas –y todas las almas por el bautismo–, antes de las bodas y que nos lleve a su casa el desposado…” CE 38,1). – En la Exclamación 4,2, ora pos sí misma, suplicando al Señor la gracia de comparecer ante Él “con vestidura de bodas”. – Lo mismo en los poemas festivos, compuestos para celebrar la profesión religiosa de las jóvenes carmelitas: la profesión es un desposorio con Cristo, pero con sentido escatológico, porque es preparación de las “bodas celestiales” (Po 29; cf Po 30,1). – Al desarrollar en las Moradas el símbolo nupcial en clave mística, ya no parece inspirarse en la parábola de las bodas, ni utiliza este vocablo.

Bodega. – En acepción figurada: ámbito del amor. Simbo­lismo expresamente tomado del Cantar de los Cantares (2,4: “llevóme el Rey a la bodega del vino”). Dedicará al tema el capítulo sexto de los Conceptos, que lleva por lema ese verso de los Cantares: “Metióme el Rey en la bodega del vino y ordenó en mí la caridad” (cf el c. 5,1). En las Moradas también explotará ese simbolismo para exponer el amor místico. El vino es el amor. La bodega es el espacio de Dios y de su pura gratuidad: “Esta entiendo yo es la bodega adonde nos quiere meter el Señor cuando quiere y como quiere; mas por diligencias que nosotros hagamos, no podemos entrar. Su Majestad nos ha de meter y entrar El en el centro de nuestra alma” (M 5,1,12; cf 5,2,12; 7,4,11). Pero el simbolismo de “vino y bodega” se desarrolla más ampliamente en los Conceptos, que se internan temáticamente en el poema bíblico de los Cantares, y donde extenderá la imagen a la “borrachez” (4, 3-4; 7,6), o la “embriaguez” (4, 4-5; 6,3-4; 7,5), “emborrachar/ emborrachados” (6,3; 7,5). – La importancia de ese simbolismo en los textos teresianos se debe al hecho singular de presentarse como eco y prolongación del poema bíblico.

Brasero. – Brasero de aromas es imagen con que T presenta a Dios y su acción en lo profundo del alma. Pertenece al grupo “fuego, llama, centella, calor”. Probable reminiscencia bíblica (Ap 8,4; Cant 3,6…: “humo de aromas que asciende hasta Dios”; “columna de humo que sube del desierto, como nube de incienso y de mirra y perfumes de mercaderes”). En los escritos de T aparece únicamente en el Castillo, cuando la Santa ya ha escuchado largamente a fray Juan de la Cruz, en quien la imagen del fuego y de la fragancia de aromas es insistente, si bien él no menciona el brasero (cf Cántico 16,1; y glosando el texto de los Cantares, ib 17,10).

El brasero expresa simbólicamente una de las experiencias místicas que T tiene del hondón de su alma: “entiende una fragancia, digamos ahora, como si en aquel hondón interior estuviese un brasero adonde se echasen olorosos perfumes…; el calor y humo oloroso penetra toda el alma, y aun hartas veces –como he dicho– participa el cuerpo»”(M 4,2,6). Más adelante esa experiencia se ahonda y clarifica. Es Dios y su acción lo que se identifica con el brasero fragante, oculto en el hondón del alma. T lo relaciona con la herida de amor “que parece le llega a las entrañas”: “Estaba pensando [yo] ahora que en este fuego encendido del brasero que es mi Dios saltaba alguna centella y daba en el alma, de manera que se dejaba sentir aquel encendido fuego… Paréceme es la mejor comparación que he acertado a decir” (M 6,2,4). Experiencia que se sitúa en el contexto de la famosa “herida del dardo” referida en Vida 29,13.

(Por esas fechas, o poco antes, daba ella consejos a su hermano Lorenzo sobre el uso del brasero y de las pastillas aromáticas, confeccionadas por T y sus monjas, para afrontar el frío del invierno abulense (cta 177, del 17.1.1577).

Brazo. – Imagen de probable reminiscencia bíblica. Dicho de Dios, indica su poder o su fuerza (Lc 1,31; He 13,17). Presente, aunque raras veces, en los escritos de T: “Alargad, Señor, vuestro poderoso brazo, no se le pase la vida en cosas tan bajas” (M 6,6,4: con alusión al paso del Jordán o del Mar Rojo). Más frecuentemente indica “los brazos amorosos de Dios” (V 17,2; C 27,6, etc. “Los brazos del amor”, Po 3). (En la biografía de T hay un episodio realista, reiteradamente aludido en el epistolario del año 1578: la luxación del brazo izquierdo en la Nochebuena de 1577, curado en mayo de 1578 gracias a la curandera de Medina (cta 244, 4).

Búsqueda. – La exhortación bíblica a la búsqueda del rostro de Dios o a la búsqueda del reino (en los Salmos o en el Evangelio) tiene eco en la experiencia mística de Teresa. Acuciada por el sentimiento de la ausencia de Dios, repite el verso del salmo 41,4: “diciendo y preguntando a sí misma ¿dónde está tu Dios?” (V 20,11). Años después, la palabra interior que le sugiere “búscate en Mí” ocasiona el Vejamen, en que participan fray Juan de la Cruz y otros amigos. Esa misma palabra interior inspirará poco después el poema teresiano de la doble búsqueda: “Alma, buscarte has en Mí / y a Mí buscarme has en ti”. (Ver: Búsqueda de Dios y Vejamen).

Cabello. – Imagen clásica del Cantar de los Cantares (4,9), cuyo simbolismo ha sido reelaborado frecuentemente por los místicos (cf san Juan de la Cruz: Cántico 31). La Santa recurre sólo una vez a su simbolismo (C 16,2): la humildad “le trajo del cielo a las entrañas de la Virgen, y con ella [cpm la humildad] le traeremos nosotras de un cabello a nuestras almas”. Quizás se halle un eco de ese simbolismo en M 7,4,13: alusión a María, que enjuga con sus cabellos los pies de Jesús (Lc 7,37-38).

Cadena. – T retiene el simbolismo bíblico de la cadena (Jer 28,10…; He 12,7), en sentido de esclavitud, prisión, privación de libertad. Así, en su poema “Vuestra soy”: “Sea José puesto en cadenas / o David sufriendo penas…” Con igual fuerza en la Exclamación 17,3: “Dichosos los que con fuertes grillos y cadenas de los beneficios de la misericordia de Dios se vieren presos e inhabilitados para ser poderosos para soltarse…” Ella misma, en lo hondo de su experiencia mística, se sentirá como “pobre mariposilla, atada con tantas cadenas que no te dejan volar lo que querrías…” (M 6,6,4). En Vida y en Moradas también el pecado es cadena que esclaviza (M 7,1,4). El punto de honra “es cadena que no hay lima que la quiebre, si no es Dios… Es una ligadura, para este camino, que yo me espanto el daño que hace” (V 31,20).

Cáliz / beber el cáliz. – En la imaginería bíblica, “beber el cáliz” equivale a aceptar y soportar la tribulación. Especialmente alusivo a la palabra de Jesús acerca de su pasión (“el cáliz que me da el Padre, ¿no lo he de beber?”: Jn 18,11), o a la interrogación profética que él mismo dirige a los hijos del Zebedeo (Mt 20,22). T retiene ese simbolismo bíblico, ya sea en la acepción genérica de beber el cáliz de la tribulación (Vejamen 1; y cta 38,1), ya sea tomándolo como unidad de medida en la capacidad de soportar la prueba (hay personas que “no son para beber el cáliz”: C 18,6), ya sea para compartirlo con Jesús mismo: “Tengo para mí que quiere el Señor dar muchas veces… estos tormentos para probar a sus amadores y saber si podrán beber el cáliz y ayudarle a llevar la cruz, antes que ponga en ellos grandes tesoros” (V 11,11). Lo repetirá en M 6,11,11 para indicar que el paso por la prueba “del cáliz” es necesario para adentrarse en las moradas postreras del Castillo. (Del cáliz litúrgico hablará T en sus cartas: 123, 309, etc.).

Cárcel. – La imagen paulina del cuerpo humano, “taber­náculo” (1 Cor 5,4) o prisión del espíritu (Fil 1,23; Rom 7,24: “quién me librará de este cuerpo de muerte…”) tiene amplio eco en los escritos de T, que a sus lectores los “desea ver sueltos de esta cárcel de esta vida” (V. 20,25; “cárcel tan tenebrosa”: V 32,5). A veces “da un gran deseo de verse ya con Dios y desatado de esta cárcel, como le tenía san Pablo” (C 19,11). Como cárcel y “atadura” siente ella al cuerpo (V 32,13; E 1, 2), donde la “encarcelada” es el alma (E 6,2; 15,1), que por fin se verá liberada por la muerte, con la cual “en un momento se ve el alma libre de esta cárcel y puesta en descanso” (V 38, 5). Es uno de los motivos centrales del poema “Vivo sin vivir en mí”: “Ay, qué larga es esta vida…, esta cárcel y estos hierros / en que el alma está metida”. En esa misma estrofa aparece la imagen bíblica de la vida “destierro”. “Hierros” y “destierro” reaparecerán en el poema “Cuán triste es, Dios mío”.

Carne / espíritu. – De esa antinomia paulina (Gál 5,17: “la carne es contraria al espíritu”, Rom 8,1), Teresa retiene especialmente el simbolismo de aquélla, como parte material del hombre, o su cuerpo o el “hombre viejo”. (T. retiene el concepto de “hombre viejo”: V 39,23; y el de “vida nueva, libro nuevo”: V. 23,1). Se hace eco, a su modo, del binomio del Apóstol: en el “vuelo de espíritu”, “parece que aquella avecica del espíritu se escapó de esta miseria de esta carne y cárcel de este cuerpo” (R 5,12). Conserva el simbolismo negativo: así, el capítulo 2º de los Conceptos “trata de la falsa paz que ofrecen al alma el mundo, la carne y el demonio” (tít. y n. 14; cf V 5,9; 39); que no hay “seguridad mientras vivimos en esta carne” (V 39,20). Más de una vez, en sentido positivo. De Jesús mismo recuerda la palabra de la oración del Huerto: “mirad que dice el buen Jesús… que la carne es enferma… Pues aquella carne divina y sin pecado dice Su Majestad que es enferma, ¿cómo queremos la nuestra tan fuerte…?” (Conc 3,10). En sus visiones de la Humanidad de Cristo, T ve “su carne glorificada” (V 29,4).

Cautiverio / prisión. – El cautiverio en tiempo de T era un triste fenómeno de época. Ella está al corriente. Pero la imagen del cautivo y el cautiverio tiene fuerte influjo paulino, tanto en su experiencia personal como en sus escritos. Es una imagen tupida de matices y variantes: cautividad del alma, prisionero y prisión, cárcel, hierros, cadenas, encadenada, encarcelar, vivir sin libertad, tener el alma aherrojada, sentirse vendida en tierra ajena… El poema 1º (“Vivo sin vivir en mí…”) es una glosa al tema paulino de “alma prisionera del cuerpo”, mientras a la inversa el amor es “prisión de Dios”: “Esta divina prisión / del amor en que yo vivo / hace a Dios mi cautivo / y libre mi corazón…” En el poema 18, “quien no os ama está cautivo / y ajeno de libertad”. Prisión de amor es la clausura de los Carmelos (Po 30: “…nuestro Esposo nos quiere en prisión…”). La verdadera libertad consiste en “tener por cautiverio haber de vivir” (V 16,8). La más vibrante evocación de san Pablo aparece en Vida 21,6, hablando del amor místico: “Todo la cansa. Vese encadenada y presa. Entonces siente más verdaderamente el cautiverio que traemos con los cuerpos y la miseria de la vida. Conoce la razón que tenía san Pablo de suplicar a Dios le librase de ella. Da voces con él. Pide a Dios libertad… Anda como vendida en tierra ajena…” (cf E 17,3).

Centella / centellica. – Imagen de probable origen bíblico (Sap 3,7; 2,2; Ecl 42,23…). Presente y elaborada en la tradición espiritual cristiana (“scintilla animae”), y especialmente en la tradición carmelitana. Uno de los primitivos generales carmelitas, Nicolás “Gálico”, escribió un tratadillo titulado “Ignea sagitta”. Más claramente retorna esa imagen en el Cántico Espiritual de san Juan de la Cruz (“al toque de centella…”). – En T la imagen de la centella se integra en el grupo simbólico del fuego (brasero, llama, fuego, saeta, dardo, inflamamiento, ascua, hierro candente…). En Vida, la centella se identifica con la oración de quietud, primer destello de las gracias místicas: “Es, pues, esta oración una centellica que comienza el Señor a encender en el alma, de verdadero amor suyo… Pues esta centellica puesta por Dios, por pequeñita que es, hace mucho ruido…, comienza a encender el gran fuego que echa llamas de sí… del grandísimo amor de Dios” (V 15,4). En las Moradas reelaborará esa imagen a la altura de las moradas sextas: el brasero es Dios; de él salta la centella que “da en el alma” y la abrasa en vivos deseos (6,2,4; 6,4,3; 6,7,11; y cf 6,1,11). El mismo simbolismo aparece en Camino 28,8, a propósito de la oración de recogimiento.

Cielo empíreo. – Más que de la Biblia, la imagen del cielo empíreo procede de la mitología y filosofía cosmogónica antigua: empíreo era la más alta de las esferas celestes, espacio del fuego puro y de los astros incorruptibles. En el lenguaje eclesiástico pasó a significar la “morada de la divinidad”. Teresa lo evoca en las moradas supremas del Castillo, como símbolo del fondo del alma, que Dios se reserva como morada: “…estando el alma tan hecha una cosa con Dios, metida en esta aposento de cielo empíreo que debemos tener en lo interior de nuestras almas…” (M 6,4,8). “En metiendo el Señor el alma en esta morada suya, que es el centro de la misma alma, así como dicen que el cielo empíreo –adonde está nuestro Señor– no se mueve como los demás, así parece en los movimientos de esta alma…” (M 7,2,9). Así, en la idea que T tiene del alma humana y del cosmos, aquélla reflejaría la estructura de éste.

Cielo (=firmamento). – El cielo material es, en la Biblia y en T, imagen del Reino de los cielos (inmaterial). “Los cielos cantan la gloria de Dios” (salmo 18,2). A ella, “sólo mirar el cielo recoge mi alma” (V 38,6), y la hace elevarse a “las cosas celestiales”. En C 28,5 hablará de “este cielo pequeño de nuestra alma” (cf M 7,1,3).

Cierva. – Imagen bíblica conocida por Teresa, que reza asiduamente el salmo 41 (“Como ansía la cierva las corrientes de agua…”), y que conoce el conjuro del Esposo a las hijas de Jeresusalén (“por las ciervas y las gacelas de los campos…”: Cant 2,7-8). De ellos ha pasado a la tradición espiritual la imagen de “la cierva herida” (cf san Juan de la Cruz, Cánt,1…). De los dos pasajes bíblicos, en T prevalece el primero: la cierva se convierte en el símbolo del alma de los grandes deseos. En Vida 29,11 hace un precioso comentario del alma herida de amor como la cierva del salmo: “¡Oh, qué es ver un alma herida! Que digo que se entiende de manera que se puede decir herida por tan excelente causa; y ve claro que no movió ella por dónde le viniese este amor, sino que del muy grande que el Señor la tiene parece cayó de presto aquella centella en ella que la hace toda arder. ¡Oh, cuántas veces me acuerdo, cuando así estoy, de aquel verso de David: Quemadmodum desiderat cervus ad fontes aquarum, que me parece lo veo al pie de la letra en mí!” De la bella imagen bíblica, en el presente pasaje T retiene especialmente las tres componentes: la herida, la sed, y el agua “medicina para tan subido mal”. – En M 7,4,13, la cierva que ha llegado a los torrentes de agua es símbolo del alma que ha llegado a la saciedad final de las sétimas moradas. En este último pasaje T asocia la imagen de la cierva, a un sartal de imágenes bíblicas: el ósculo de la esposa, el tabernáculo de Dios, la paloma y la oliva de Noé, dejando abierta esa serie simbólica al restante arsenal alegórico de la sagrada Escritura: “¡Quién supiera las muchas cosas de la Escritura que debe haber para dar a entender esta paz del alma!” (M 7,3,13).

Cilicio. – Cilicio y ceniza son en la Biblia expresión típica del gesto penitencial (Mt 11,21; Lc 10,13). En los escritos de T no es metáfora ni símbolo sino instrumento físico de mortificación corporal. Nunca lo menciona con relación a sí misma o a sus monjas. Lo regala y recomienda a su hermano Lorenzo, fervoroso aprendiz de vida espiritual: “Le envío ese cilicio, que despierta mucho el amor”, y humoriza: “riéndome estoy cómo él me envía confites, regalos y dineros, y yo cilicios” (cta 177, del 17.1.1577). T admira a fray Pedro de Alcántara, que “había traído veinte años cilicio de hojadelata continuo” (V 30,2), y no menos a Catalina de Cardona, que traía “cilicios asperísimos” (F 28,27). Pensando en su posibilidad de imitarla, “según los deseos que me da el Señor de hacer [penitencia]”, oye en su interior esta palabra: “¿Ves toda la penitencia que hace? En más tengo tu obediencia” (R 23).

Cizaña. – Imagen bíblica que ha pasado al lenguaje común (parábola del trigo y la cizaña: Mt 13,24). Teresa recuerda su presencia en la vida de la Iglesia y, como el Evangelio, atribuye su siembra a Satanás (C 21,9). Lo mismo en su carta al P. General (cta 271,5), hablando de la vida religiosa.

Clavo. – El simbolismo de los clavos tiene su origen en el realismo de la pasión de Jesús (Jn 20,25). Ya antes de la Santa, la liturgia y la hagiografía habían cargado de simbolismo los clavos con que fue crucificado (“dulce ferrum, dulces clavos…!”; “clavo dexterae tuae”), para convertirlos en arras místicas del desposorio del alma con Él. Así aparecen también en el místico ritual de la experiencia nupcial de Teresa. Lo escribe ella en la Relación 35 (noviembre de 1572), al referir la gracia de ingreso en el matrimonio místico: “Diome su mano derecha y díjome: ‘mira este clavo que es señal que serás mi esposa desde hoy…; de aquí adelante… mirarás mi honra como verdadera esposa mía’…” No recordará el simbolismo del clavo en el lugar paralelo de las Moradas 7,2,2. Ya antes había referido ella una visión de Jesús con las manos traspasadas por los clavos (V 39,1), visión igualmente acompañada de unas palabras de promesa. El simbolismo del clavo pasará a la liturgia carmelitana de la Transverberación de la Santa, e influirá en la iconografía barroca de la misma.

Cordero de Dios. – “Cordero de Dios” es la presentación de Jesús hecha por el Precursor (Jn 1,29.36). Teresa retiene esa imagen bíblica en Camino. “Siempre que tornamos a pecar lo ha de pagar este amantísimo cordero?” (3,8; cf 33,4). La redacción primera decía en ambos pasajes “mansísimo cordero”: CE 4,2; 59,1. Lo repite poéticamente en Po 11,1.

Crisol. – De la Biblia pasa a los textos teresianos la comparación de “los justos probados por Dios”, como el oro es acendrado en el crisol: “como el oro se prueba en el crisol, así prueba el Señor al justo” (Sap 3,6: Prov 27,21; Ecl 2,5). Probablemente a ella le llega la imagen bíblica a través de la liturgia. El recurso a la imagen del crisol y el oro es relativamente frecuente en su escritos. La enriquece con la nueva imagen del oro y los esmaltes y piedras preciosas. Así en Vida, hablando de la pena mística por el sentimiento de ausencia de Dios, escribe: “Me dijo [el Señor]… que en esta pena se purificaba el alma como el oro en el crisol, para poder mejor poner los esmaltes de sus dones, y que se purgaba allí lo que había de estar en purgatorio” (V 20,16; cf 30,14; Conc 6,10; M 4,2,8).

Dardo. – Imagen de origen bíblico, relacionado con las imágenes de la “herida” (“vulnerasti cor meum”: Cant 4, 9), y del “fuego” (“saetas con carbones de fuego”: salmo 119,4; y otros salmos). En los escritos de T aparece siempre como exponente del amor místico: “saeta de fuego” (M 6,11,2), “flecha enherbolada” (“hirióme con una flecha enherbolada de amor”: Po 3), disparada desde lo hondo del alma: “hay en lo interior quien arroje estas saetas y dé vida a esta vida” (M 7,2,6).

El pasaje más expresivo y famoso es el relato de la llamada gracia del dardo, a manos del querubín: “un dardo de oro largo, y al fin del hierro… un poco de fuego” (V 29,13). Imagen repetida en los lugares paralelos de M 6,2,4, (“saeta” que lleva tras sí las entrañas”), y R 5,17 (”herida” y “saeta” en el corazón).

Dechado. – Es la versión del “exemplar” bíblico, pero con matiz femenino. En el N. T. Jesús es el ejemplar absoluto (Heb 8,5; 9,23.24… “Exemplum dedi vobis…”: Jn 13,15). Teresa había escrito de propia mano en el breviario la consigna de Jesús: “deprended de mí que soy manso y humilde”. Y tanto en Camino (2,1) como en Moradas (1,2,2…; 7,4,8) reitera el lema: “¡los ojos en vuestro Esposo!” Ella retiene el uso popular del vocablo “dechado”, que es “el exemplar de donde la labrandera saca alguna labor” (Covarrubias, s.v.). “El diseño que hace el bordador entre las labranderas se llama dechado” (ib s.v. “muestra”, p. 818). Para ella, el dechado es Cristo: “Mirando su vida, es el mejor dechado” (V 22,7) “Vos sois nuestro dechado y maestro” (C 36,5). Y en el lugar paralelo de Moradas: “Es menester mirar a nuestro dechado Cristo” (M 6,7,13). Obviamente, esa lección cristológica de T, desborda la imagen del “dechado” y se amplía en el concepto de imitación, seguimiento, ejemplo, configuración… (T desconoce el vocablo “modelo”).

Desierto. – Imagen bíblica de gran trascendencia en la espiritualidad cristiana. La experiencia del desierto es una etapa intermedia y simbólica en la historia del Pueblo de Dios, después de la esclavitud de Egipto y antes de la libertad de la tierra prometida. Para Teresa, el Carmelo y los ermitaños que en él iniciaron la vida camelitana son fuente de inspiración e imagen tipológica de la vida espiritual. Aparte el profeta Elías, otros tipos de vida en el desierto son san Jerónimo y María Magdalena (V 11,10 y 22,12). Y en general los grandes solitarios del Yermo (conocidos por ella en Flos Sanctorum, en las Vitae Patrum o en las Colaciones de Casiano: “Los grandes santos que vivieron en los desiertos… hacían graves penitencias y… tenían grandes batallas con el demonio y consigo mismos” (R 36,1; cf V 7,22). Su admiración por ellos llega a provocar en T una especie de emulación. “Comencé a haber envidia de los que están en los desiertos, pareciéndome que como no oyesen ni viesen nada, estaban libres de este divertimiento” (R 44), y todavía a la altura de las sextas moradas “ha gran envidia a los que viven y han vivido en los desiertos” (M 6,6,3). Algo de ese ideal pasa a su concepción de los nuevos carmelos: serán pequeños desiertos en plena ciudad; sus monjas serán “ermitañas” (C 13,6), “como nuestros Padres santos pasados ermitaños, cuya vida pretendemos imitar” (C 11,4). Y otro tanto deseará para la vida de los descalzos, iniciada por fray Juan de la Cruz (cta 135,13).

Ella misma, en la fase extática de su vida mística, por los años 1560-1572, vive esa experiencia de desierto interior, en soledad y desolación, con acuciante “ansia de ver a Dios, y aquel (=este) desierto y soledad le parece mejor que toda la compañía del mundo” (V 20,13; cf 20,10 y 24,4). Ansia de desierto y de fuga del mundo las recordará en las moradas sextas, identificando esos sentimientos en san Francisco de Asís (“cuando lo toparon los ladrones, que andaba por el campo dando voces, y les dijo que era pregonero del gran Rey”) y en fray Pedro de Alcántara y “otros santos que van a los desiertos por poder pregonar lo que san Francisco, estas alabanzas de su Dios” (M 6,6,11).

Destierro. – También para T es convicción y tópico la imagen paulina de la vida presente como destierro (2Cor 5,7; cf Heb 11,13; 1Pet 2,11). “Pasen como pudieren este destierro, que harta malaventura es de un alma que ama a Dios…” (V 11, 15). El cielo es “nuestra verdadera tierra” (V 38,6). “Siento tanto verme en este destierro muchas veces…” (V 21,7). Con el mismo contenido de experiencia personal, cf E 14,2; 15,1; 17,4, etc. O bien, su célebre poema experiencial: “¡Ay qué larga es esta vida / qué duros estos destierros…” (Po 2,3). Es mucho menos frecuente en la Santa la imagen de la vida-peregrinación: “somos acá peregrinos” (V 38,6). Es probablemente un ápax teresiano, pero en un denso contexto bíblico: “Porque si uno ha de ir a vivir de asiento a una tierra, esle gran ayuda, para pasar el trabajo del camino, haber visto que es tierra adonde ha de estar muy a su descanso, y también para considerar las cosas celestiales y procurar que nuestra conversación sea allá [Fip 3,20]” (ib).

Diluvio. – Vocablo bíblico con que T recuerda el desbordamiento del río Arlanzón (23.5.1582), apenas había fundado el Carmelo de Burgos (cta 452,2).

Dragón. – En la Biblia designa frecuentemente al demonio (Ap 12, 3-4…). También T lo llama así: “espantoso dragón” (V 14,11).

Esclavo / siervo. – Teresa se hace eco del texto de Isaías sobre el Mesías, siervo de Yahwé (Is 50,4…). Así, en C 33,4: “esto os enternezca el corazón, hijas, para amar a vuestro Esposo, que no hay esclavo que de buena gana diga que lo es, y que el buen Jesús parece que se honra de ello”. Y más en firme al finalizar las Moradas: “Poned los ojos en el Crucificado y haráseos todo poco… ¿Sabéis qué es ser espirituales de veras? Ser esclavos de Dios…, como El lo fue” (M 7,4,8). En el vocabulario teresiano, es corriente la expresión “sierva de Dios”, dicho de sí misma (“sierva de este Señor y Rey”: V 25,19; 15,6…), o “siervos de Dios”, dicho de los cristianos verdaderos (V 11,14…).

Esponja. – Imagen complementaria del ciclo simbólico del agua, con sus múltiples variantes. Aparece sólo dos veces en los escritos teresianos. En ambos casos con función autobiográfica, para expresar plásticamente la experiencia mística que T tiene de la presencia de la Trinidad en su alma, o la de Dios en el cosmos.

“Esta presencia de las Tres Personas… he traído hasta hoy presentes en mi alma… Se me representó como cuando en una esponja se incorpora y embebe el agua: así me parece mi alma que se henchía de aquella divinidad, y por cierta manera gozaba en sí y tenía las Tres Personas” (R 18).

“Una vez entendí cómo estaba el señor en todas las cosas y cómo en el alma, y púsoseme comparación de una esponja que embebe el agua en sí” (R 45).

Flecha. –F Como dardo y saeta, en acepción figurada (amor), reminiscencia del Cantar bíblico. En los escritos de la Santa aparece sola una vez en el poema 3, glosando las palabras “dilectus meus mihi” (Cant 6, 2): “Hiriome con una flecha / enherbolada de amor / y mi alma quedó hecha / una con su Criador”. ’ Saeta y dardo.

Fuente de agua viva. – La simbólica “fuente de agua viva” es frecuente en ambos Testamentos desde el Génesis (2,6), hasta el Apocalipsis (21,6). En T influye sobre todo la promesa de Jesús en Jn (4,14), tanto a nivel autobiográfico, como doctrinal. “Oh, ¡qué de veces me acuerdo del agua viva que dijo el Señor a la Samaritana!, y así soy muy aficionada a aquel Evangelio” (V 30,19). Lo mismo en línea doctrinal en C 19,2, y M 6,11,5. En E 13,4, la fuente es Dios mismo: “¡Oh almas bien­aventuradas!…, pues estáis tan cerca de la fuente, coged agua para los que acá perecemos de sed”.

Gusano. – Es una de las imágenes bíblicas elevadas de rango al ser aplicada al Siervo de Yawéh: “ego sum vermis et non homo” (gusano y no hombre: salmo 21,7). Teresa aplica esa imagen a sí misma con inusitada humildad, especialmente al sentirse en presencia del Altísimo: “…pecadorcilla, gusanillo que así se os atreve” (C 3,9). Se asombra de que Dios tenga “amor tan grande a un gusano tan podrido…” (V 20,7), y a El mismo se lo confiesa, al tomar conciencia de la unión mística: “¡Seáis alabado, oh regalo de los ángeles, que así queréis levantar un gusano tan vil!” (V 19,2. Reiterado en M 1,1,3; 5,4,10; 6,4,7.10; F 7,1; Conc 1,10…).

Hormiga. – En la Biblia, la hormiga es imagen de la pequeñez y de la laboriosidad (Prov 6,6; 20,25). También T ve reflejado en la pequeñez de la hormiga el poder y saber de Dios: “en todas las cosas que crió gran Dios, tan sabio, debe haber hartos secretos… en cada cosita que Dios crió hay más de lo que se entiende, aunque sea una hormiguita” (M 4,2,2). A sí misma se ve ella como una “hormiguilla… que el Señor quiere que hable” (V 31,21): “¡Oh grandeza de Dios, cómo mostráis vuestro poder en dar osadía a una hormiga!”, es decir, a T (F 2,7). De vuelta de su experiencia de lo divino, al verse enredada en las cosas de la tierra “todo me parecía un hormiguero” (V 39,22).

Huerto. – Imagen de probable origen bíblico. Por dos veces cita T el verso de los Cantares 5,1: “Veniat dilectus meus in hortum suum” (R 24 y 44). El hecho de alegar el texto en latín denota cierta familiaridad de T con ese preciso verso del Cantar. Para ella, el alma humana es “huerto de Dios” (“hortus conclusus”: Cant 4,12). Expresa plásticamente la tesis de la inhabitación: que Dios “viene” al huerto del alma, y “se deleita” en ella. Quizás inspiró en ese versículo bíblico su alegoría del “huerto y las maneras de regarlo” de Vida c. 11 y siguientes.

De hecho ella misma afirmó el dato autobiográfico: “Regálame esta comparación, porque muchas veces en mis principios… me era gran deleite considerar ser mi alma un huerto, y al Señor que se paseaba en él” (V 14, 9; y ya antes, 10,9). En su oración de principiante, también solía acogerse al “huerto de Getsemaní”: “En especial me hallaba muy bien en la Oración del Huerto. Allí era mi acompañarle” (9,4). – (Del simbolismo del huerto, elaborado por T, se tratará en la voz Símbología Teresiana).

Jesucristo. – Jesús en su existencia terrena y en la supervivencia gloriosa es para T un condensado de símbolos: cordero de Dios, pastor, camino, verdad y amor (“capitán del amor”: C 6,9), maestro, libro vivo, esposo, señor, rey, emperador, el crucificado, el dechado, el juez futuro, fuente de agua viva, vida, pan eucarístico, maná, siervo de Yawéh…

Lago. – En la Biblia es frecuente la figuración del infierno como lago profundo (Is 14,15.19… hasta Ap 14,19.20). Teresa ha podido leer esa imagen en los salmos (27,1; 29,4; 142,7). Ella la utiliza una sola vez, para designar el infierno, “aquel lago hediondo” (E 11,1).

Lámpara. – En el Evangelio, la lámpara encendida es símbolo de la luz y las buenas obras (Mt 25: parábola de las diez doncellas). – En T aparece todo el grupo semántico del Evangelio: lámpara, lamparilla, candela, candil, aceite, aceitera, luz… Para ella son imágenes cargadas de realismo, pues tanto en la Encarnación como en los Carmelos posteriores el cuidado de la lámpara o de la candileja durante la noche conventual es de primera necesidad. Todavía al final de su vida lo encarga al Carmelo de Soria: “Siempre, después que salgan de maitines, se encienda una lamparilla que llegue hasta la mañana, porque es mucho peligro quedar sin luz…” (Ap 17,15). – Más importante es su recurso a la acepción alegórica del Evangelio (Conc 2,5). Teresa dedicará un poema a glosar la parábola de las diez doncellas: “Hermanas, porque veléis… – En vuestra mano encendida / tened siempre una candela / y estad con el velo en vela… / Tened olio en la aceitera / de obras y merecer…” (Po 25).

León. – De simbolismo tópico. En la Biblia tiene significado polivalente. Como símbolo del Mesías (león de Judá), aparece sólo en los poemas de T: así en el villancico navideño “Este niño” (Po 16) y en uno de los poemas a la Cruz (Po 18). En cambio, como símbolo negativo (“león y dragón”: salmo 90,13), aparece una sola vez en Vida 35,15, donde los “leones” temibles nos acechan en los peligros mundanos.

Libro de la Vida. – Esa imagen, reiterada en el Apocalipsis (19,9; 21,27…), es incorporada por T a una de sus exclamaciones en un contexto repleto de evocaciones bíblicas: “Bienaventurados los que están escritos en el libro de la vida” (E 17,6). (El título “Libro de la vida”, dado a su autobiografía no se debe a la pluma de T).

Llaga/s. – Con simbolismo polivalente, tanto en la Biblia como en la simbología de Teresa. Bien sean las llagas físicas del Señor, bien las simbólicas del propio espíritu de Teresa. La visión de las llagas de Jesús está muy presente en la experiencia mística de ella (V 29,4; 39,1). De ahí su grito: “¡Oh fuentes vivas de las llagas de mi Dios, cómo manaréis siempre con gran abundancia para nuestro mantenimiento…!” (E 9,2). T siente la intensidad del amor como una llaga del alma, herida por la llama de Dios: “Esta llaga de la ausencia del Señor…”(V 29,10): en el contexto de la herida del dardo o transverberación. Pero ella misma advierte en un pasaje paralelo que «este dolor no es en el sentido, ni tampoco es llaga material, sino en lo interior del alma, sin que parezca dolor corporal» (R 5,17; cf E 6,1). También el pecado llaga al alma, y los sacramentos son “medicina y ungüento para nuestras llagas, que no las sobresanan sino que del todo las quitan” (V 19,5).

Luz. – En la Biblia, luz es el factor físico que indica o anuncia la presencia de la divinidad. En el Evangelio, Jesús “es la luz verdadera que ilumina a todo hombre” (Jn 1,9). T cita la palabra de Jesús: “Yo soy la luz del mundo” (Jn 8,12: M 6,7,6). En los escritos de la Santa es de alta frecuencia el uso de la luz como imagen de la verdad. “Dar luz” es hacer saber, tomar conciencia. Nos dan luz Dios (V 21,7; 25,19) o los letrados. “Es gran cosa letras, porque éstas… nos dan luz” (V 13,16). Pero es más característico el simbolismo de la luz en la vida mística. A veces T tiene experiencia de “otra luz” tan diversa de la de acá, que no logra describirla. “Es una luz tan diferente de las de acá, que parece una cosa tan deslustrada la claridad del sol que vemos, en comparación de aquella claridad y luz que se representa a la vista, que no se querrían abrir los ojos después… No se representa sol, ni la luz es como la del sol; parece en fin luz natural, y estotra cosa artificial. Es luz que no tiene noche, sino que, como siempre es luz, no la turba nada…” (V 28,5). Y de nuevo: “…en sólo la diferencia que hay de esta luz que vemos a la que allá se representa, siendo todo luz, no hay comparación, porque la claridad del sol parece cosa muy desgustada. En fin, no alcanza la imaginación, por muy sutil que sea, a pintar ni trazar cómo será esta luz…” (V 38,2). En las moradas, la luz es progresiva, se acrecienta de morada en morada (M 1,2,14), mientras que el pecado es “tinieblas tenebrosas”. Una de las invocaciones de la Santa es: “Señor, dad ya luz a estas tinieblas” (C 3,9). – Cf M. A. Pelligro, Luz y sombra en la vida y obra de Santa Teresa de Ávila, Universidad de Connecticut 1975.

Maná. – Manjar bíblico, regalo de Yawéh al pueblo en el desierto (E 16,31), que tenía en sí toda clase de sabores (Sap 16,20). Teresa lo emplea en su doble acepción alegórica: como don de Dios, y como manjar de sabor exquisito (C 10,4). Lo es la Eucaristía: “Su Majestad nos dio este mantenimiento y maná de la Humanidad, que le hallamos como queremos, y que si no es por nuestra culpa no moriremos de hambre; que de todas cuantas maneras quisiere comer el alma hallará en el Santísimo Sacramento sabor y consolación”(C 34,2). Glosa esta última que depende del texto sapiencial (Sap 16,20), constantemente aplicado por la liturgia a la Eucaristía a partir del Evangelio de Juan (Jn 6,31-59). En las moradas místicas “llueve del cielo” el verdadero maná (M 2,1,7). Maná exquisito es la palabra de Dios, especialmente la de los Cantares (Conc 5,2).

Manzano/ manzanas. – Las dos imágenes, el árbol y los frutos, son recordadas por T únicamente comentando los pasajes respectivos del Cantar de los Cantares (2,5 y 8,5). En el librito de los Conceptos (caps. 5 y 7) comentará los versos: “sostenedme con flores y acompañadme con manzanas…” (6, 13 y 5,5); “su fruto es dulce para mi garganta” (5,2); “asentéme a la sombra del (árbol) que había deseado” (5,2); “debajo del árbol manzano te resucité” (7,8). – “Entiendo yo por manzano el árbol de la cruz…” (7,8). – Su fruto es el Amado. O bien las virtudes: “Acompañadme con manzanas: dadme, Señor, trabajos, dadme persecuciones… porque, como ya no mira su contento sino el contentar a Dios, su gusto es en imitar en algo la vida trabajosísima que Cristo vivió” (7,8). – La sombra del manzano es “el amparo del Señor” (5,3). “Acuérdome cuando el ángel dijo a la Virgen sacratísima, señora nuestra: ‘la virtud del muy alto os hará sombra’. ¡Qué amparada se ve un alma cuando el Señor la pone en esta grandeza…!” (5,2). Sólo esta tercera imagen –la sombra– pasará a otros escritos teresianos. – Uno de los poemas teresianos dedicados a la Cruz (Po 19), dedica una estrofa a evocar el otro árbol de los Cantares: la palmera del c. 7, 7-8.

Mar. – Aparte el tópico simbolismo del mar y su oleaje, Teresa retiene de la Biblia tres o cuatro acepciones simbólicas del mar: a) el Mar Rojo (“Mar Bermejo”, dice ella: c. 128, 4); b) el mar de Jesús (lago de Galilea); c) lo “profundo del mar” de los naufragios de Pablo; d) el mar en general.

a) Teresa misma ha tenido una experiencia íntima en el período en que su obra de fundadora parecía ir a pique: “Vi una gran tempestad de trabajos, y que como los egipcios perseguían a los hijos de Israel, así habíamos de ser perseguidos; mas que Dios nos pasaría a pie enjuto y los enemigos serían envueltos en las olas” (R 37, probablemente de 1573). Cuando, por fin, se desata esa tormenta, Teresa relee la historia de Moisés y “el mar Bermejo…” (cta 128,4: del 5.10.1576). Con diversas alusiones que utilizan ese mismo lenguaje figurado (cta 284,4; M 6,6,4).

b) Del mar de Jesús, recordará las dos escenas, cuyo simbolismo ella ha visto comentado por el Cartujano: Jesús dormido mientras arrecia la tempestad (Mt 8,25), que ella adopta como motivo simbólico cuando la comunidad de Sevilla está sometida a durísima prueba: “el buen Jesús las ayudará, que aunque duerme en la mar, cuando crece la tormenta, hace parar los vientos” (cta 284,3; y V 25,19; C 35,5); y Jesús que tiende la mano a Pedro, cuando éste duda y se hunde (Mt 14, 29): escena de la que T retiene sólo el valor simbólico del gesto primero de Pedro: de principiante, “pensaba (yo) muchas veces que no había perdido nada san Pedro en arrojarse en la mar, aunque después temió…” (V 13,3; Conc 2,29).

c) Al menos una evocación del pasaje paulino de 2 Cor 11, 25: “noche y día estuve en lo profundo del mar”. Teresa compara los dos Pablos: a Gracián con el Apóstol: “¡Oh, qué bien le vino a mi Pablo (=Gracián) el nombre! Ya está muy levantado, ya en lo profundo del mar. Yo le digo que hay bien de qué nos gloriar en la cruz de nuestro Señor Jesucristo” (cta 279) (eco de Gálatas 6,14). Efectivamente Gracián había descendido de su alto cargo de Visitador Apostólico a la pena de cárcel (1578).

d) En los escritos de la Santa, el “mar tempestuoso” es corrientemente la vida humana: así, en unos de sus poemas, “Alegre pasa y muy gozoso / las ondas de este mar tempestuoso” (Po 5; cf V 8,2 y al comienzo de las Exclamaciones: “¿qué te consuela, oh ánima mía, en este tempestuoso mar?” E 1,1), si bien puede figurar también la inmensidad divina: “…cuándo será aquel dichoso día que te has de ver ahogado en aquel mar infinito de la suma Verdad…” (E 17,4).

Margarita preciosa. – Del Evangelio pasan a los escritos teresianos las imágenes del “Reino”: la margarita preciosa, la perla, el tesoro escondido, las piedras preciosas (Mt 13,44-45), que T traslada al reino del alma. En las Moradas, la contemplación es la margarita preciosa, o el tesoro que buscaban los antiguos santos del Carmelo (M 5,1,2). Ya al comienzo de las Moradas, el alma del hombre es “la perla oriental”, en un contexto alusivo al Apocalipsis (M 1,2,1). Glosando el verso de los Cantares “toda hermosa eres, amiga mía”, T presenta así al alma enamorada: “Paréceme a mí que va Su Majestad esmaltando sobre este oro que ya tiene aparejado con sus dones… para ver de qué quilates es el amor que le tiene… Esta alma, que es el oro, estáse en este tiempo sin hacer más movimiento ni obrar más por sí que estaría el mismo oro; y la divina Sabiduría, contenta de verla…, va asentando en este oro muchas piedras preciosas y esmaltes con mil labores” (Conc 6,10). Más frecuentemente recurre a las joyas, como imagen de la gracia o del amor (V 10,5.6; 18,4; 28,13…; M 6,5,11; 6,9,2…).

Monte. – En los escritos teresianos apenas está desarrollado el simbolismo del monte, aun cuando ella haya leído el libro de B. de Laredo Subida del Monte Sión (nunca menciona este último vocablo: V 23,12) y conozca el lenguaje espiritual de fray Juan de la Cruz. Ella menciona tres montes bíblicos: Monte Carmelo (’ Carmelo), Monte Tabor (R 36,1), y Monte Calvario (C 28,4). Al menos en una ocasión lo utiliza como imagen de la vida espiritual: “…muchos quedan al pie del monte, que pudieran subir a la cumbre…” (Conc 2,17).

Morada/s. – Vocablo técnico y polivalente en los escritos teresianos. De inspiración bíblica. A veces retiene el significado evangélico: “moradas” en la casa del Padre celeste. Con más frecuencia indica los diversos estados o etapas del camino espiritual. O bien, diversos niveles de interioridad en el simbolismo del “castillo del alma”. En el libro titulado “Castillo Interior”, indica las siete secciones en que está dividido, desde las moradas primeras hasta las séptimas. Incluso pasó a formar parte del título de ese mismo libro, ya desde la primera edición de fray Luis de León: “Castillo Interior o las Moradas”, epígrafe retenido por algunos editores modernos. Aquí analizaremos únicamente el significado del término en este libro de la Santa.

Origen bíblico. Antes de redactar el “Castillo Interior”, las primeras menciones de las “moradas” son alusivas a los correspondientes textos bíblicos, dos especialmente: “Hay muchas moradas en el cielo” (Jn 14,2: V 13,13; C 20,1); y “hagamos aquí tres moradas” (episodio del Tabor, Mt 17,4: C 31,3; V 15,1). En la página primera del “Castillo”, al plantear el simbolismo del libro, prevalecerá el primero de esos dos pasajes evangélicos: “En el cielo hay muchas moradas” (M 1,1,1). La autora mantendrá así el empalme con la temática joannea de la “morada” (moné/ménein), a base de una sencilla transposición simbólica según la cual el alma humana calca la estructura del cielo: en uno y otra –cielo/alma– hay muchas moradas, pues “nuestra alma es como un castillo… adonde hay muchos aposentos, así como en el cielo hay muchas moradas” (1,1,1; 1,1,3). Por ello, a la morada final le llamará “cielo empíreo que debemos tener en lo interior de nuestras almas” (M 6,4,8; y 7,2,9, donde vuelve a establecer el paralelo entre cielo y alma humana).

La acepción simbólica. Ante todo, “morada” es una fracción del gran símbolo del “castillo del alma o castillo interior”: “Consideremos que este castillo tiene muchas moradas, unas en lo alto, otras embajo, otras a los lados, y en el centro y mitad de todas tiene la más principal, que es adonde pasan las cosas de mucho secreto entre Dios y el alma” (1,1,3). El simbolismo básico del “castillo” está integrado por una serie de imágenes y sus correspondientes vocablos: cerca y arrabal, ronda y puerta de entrada, cámara o palacio del rey, aposentos bajos y piezas altas, cielo empíreo de Dios, etc. Entre todos esos elementos prevalece el de “morada”. De ella depende la estructura interior del castillo como símbolo espacial del alma humana. Morada es, simbólicamente, espacio interior. La serie de moradas simboliza los diversos niveles de interioridad y profundidad en el ámbito del alma. Niveles dinámicos, en que la vida de la persona se realiza más o menos superficialmente, más o menos espiritualmente: desde la vida en la órbita de lo sensible, hasta las vivencias hondas en puro espíritu. Según el esquema del libro, hay un último nivel, morada reservada a Dios en el centro del castillo (1,2,8.14), o en el hondón del alma (4,2,6), o en el espíritu del alma (7,2,10; 7,1,10-11): ahí, el alma es propiamente “su morada” de El (7,1,3). Es decir, ahí es donde la vida humana se realiza como pura relación con lo trascendente. En cierto modo, en el polo opuesto de nuestra primordial relación con la exterioridad sensible. Porque en el esquema simbólico de T la interioridad humana contiene la realidad divina, de suerte que también “Su Majestad mismo sea nuestra morada” (5,2,5).

La acepción derivada. Sobre ese simbolismo estructural construye T la acepción dinámica de morada. La vida espiritual es –como toda vida– un proceso. Teresa lo ha jalonado en siete moradas (siete etapas), que son meramente representativas de las infinitas situaciones progresivas que vive el hombre: “un millón”, dirá ella (1,2,12). Cada morada marca un estadio del proceso/progreso. Y cada una de ellas está diseñada a base de una terna de componentes: ante todo, la llamada o la gracia del Señor del castillo; de ella deriva una forma de vida dentro de éste, un determinado estado ético del hombre (efectos, virtudes…); y de ambas cosas, derivará un grado de relación creciente entre Dios y hombre, que puede coincidir con diversos grados o formas de oración, desde los balbuceos del “sordomudo” de las primeras moradas (2,1,2), hasta la oración de unión en las séptimas. En esa relación recíproca, T destaca la alternancia de los dos dialogantes, Dios y el hombre: tres moradas de intensa actividad humana; las cuatro restantes, de neta receptividad y fuerte influjo divino. De ahí: tres primeras moradas predominantemente ascéticas; y cuatro moradas finales netamente místicas. En un cierto punto del proceso, “manda Dios cerrar las puertas de estas moradas todas, y sólo en la que El está queda abierta para entrambos” (6,4,9).

Nave, nao, navegar. – Símbolo polisémico en los escritos de T. Ella asume, al menos una vez el simbolismo evangélico de Jesús, dormido en la nave durante la tempestad (Mt 8,23-27), y lo traslada a la presencia de Jesús en las borrascas de la Iglesia: “Ya, Señor, ya: haced que se sosiegue este mar, no ande siempre en tanta tempestad esta nave de la Iglesia, y salvadnos, Señor mío, que perecemos” (C 35,5). Más frecuentemente recurre a la imagen de la nave para simbolizar el alma, propia o ajena, “la navecica de nuestra alma”. Así, por ejemplo, en el pasaje de M 6,5,3, cuajado de evocaciones bíblicas: “No parece sino que aquel pilar de agua que dijimos… que con tanta suavidad y mansedumbre se henchía, aquí desató este gran Dios, que detiene los manantiales de las aguas y no deja salir la mar de sus términos (Prov 8,29 y Job 38,8.10) los manantiales…; se levanta una ola tan poderosa, que sube a lo alto esta navecica de nuestra alma…” (y sigue una tácita alusión al mismo pasaje de Mt 8,23). Esa imagen de la “nao del alma” reaflora en el puerto final de las Moradas 7,3,14: “como una nao que va muy demasiado de cargada…” La misma imagen del alma navegando en calma o bogando entre borrascas había aparecido en Vida 30,19 y en Camino 28,5, simbolizado el aspecto místico de la vida espiritual.

Niño/s. – La imagen del niño lactante o del niño en brazos de su madre abunda en la Biblia. En el A.T., por ejemplo en el salmo 130,2, o en Núm 11,12… Más cercanos a la lectura de la Santa están los pasajes del Evangelio (Mt 18,3) y de san Pablo (1 Cor 3,1; 13,11; Ef 4,4; 1Tes 2,7…). En la liturgia del tiempo pascual, domingo de “Quasi modo”, ella ha escuchado tantas veces las primeras palabras del introito, tomadas de 1Pe 2,2: “como niños recién nacidos… hambread la leche”. Con todo, la imagen del niño en los textos teresianos parece más bien de inspiración personal, desde la sensibilidad femenina de T. La usa para ilustrar el fenómeno de la vida espiritual, por contraste: el niño crece, sin posible regreso de la juventud a la infancia (“después que crece no torna a descrecer”), mientras que en la vida espiritual existe el riesgo constante de la involución y el retroceso (V 15,12); o para indicar la desproporción que hay entre ciertos pesos de la vida y las débiles espaldas del hombre (F 18,10), o bien “el acelerado llorar de ciertos niños” y los desmesurados fervores de ciertos momentos de oración, “que parecen ahogar el espíritu” (V 29,9). O la superficialidad con que a veces se vive la vida, como si fuese “juego de niños” (V 21,9; C 20,4…).

Pero la imagen más elaborada, en forma y en fondo, es la del “niño que aún mama, cuando está a los pechos de su madre, y ella, sin que él paladee, échale la leche en la boca, por regalarle” (C 31,9): imagen que ha sido recordada y matizada por T al menos en cuatro ocasiones sucesivas: En Vida 15,12, en Camino 31,9-10, en Conceptos 4,4-5, y en Moradas 4,3,10. (Es interesante notar que la Santa añadió de intento esa comparación al final del Camino E para que se introdujese en el texto del capítulo correspondiente.) Se recurre a ella invariablemente para ilustrar el ingreso en la oración mística, que T llama oración de quietud o quietud de la voluntad. Con la estampa del niño “que recibe el regalo de la leche y deléitase en él, mas no tiene entendimiento para entender cómo le viene aquel bien…”, a la Santa le interesa subrayar dos o tres aspectos fundamentales de la experiencia mística inicial: el goce íntimo del sujeto (“gustos”), la gratuidad de la infusión de amor, y su carácter misterioso e inefable. Incluso, la ternura maternal de Dios, que sin méritos nuestros derrama su amor en el corazón del orante.

Noche – “Noche” es un referente polisémico pero frecuente, tanto en el A. T. (baste recordar las noches del Exodo), como en el Evangelio (“viene la noche, y ya no se puede trabajar”: Jn 9,4). En T el simbolismo de la noche no ha sido desarrollado como en san Juan de la Cruz. En ella es más bien ocasional y esporádico. Es célebre su evaluación de la vida humana: “todo es una noche en mala posada” (C 40,9, pero hay que leerlo en su contexto). El curso cíclico e imparable del amanecer y anochecer es para ella una imagen de la gratuidad de todo lo místico (R 28,1; C 31,6). Las “tinieblas tenebrosas” en el Castillo designan “el pecado en el alma” (M 1,2,1), “Tinieblas oscurísimas” o “cárcel tenebrosa”, el infierno (V 32,3.5. Cf M. L. H. Smitheram, The Symbol of Night in the Words of Santa Teresa de Jesús, Universidad de California, 1977).

Nube. – Imagen bíblica, que en las teofanías (Sinaí, templo, Tabor…) expresa la presencia de Yawéh. Ese mismo significado le da T. En la alegoría del huerto y el riego (V 11,6), la “cuarta agua” o cuarta manera de riego es la lluvia que proviene de las nubes del cielo con que “la riega el Señor sin trabajo ninguno nuestro” (V 11,7). “Podemos creer que está con nosotros esta nube de la gran majestad acá en la tierra” (20,2). En ese mismo contexto místico, “viene un ímpetu tan acelerado y fuerte, que veis y sentís levantarse esta nube o esta águila caudalosa…” (V 20,3; y cf M 7,1,6 y Conc 5,4). Ver: Sol, sombra.

Olio / oliva. – Imagen de origen evangélico. (Olio es voz poética: una sola presencia en el léxico teresiano). Tomada de la parábola de las diez doncellas (Mt 25). Uno de los poemas de T, dedicado íntegramente a glosar la parábola, dice: “Tened olio en la aceitera / de obras y merecer / para poder proveer / la lámpara que no se muera” (Po 25,5). Teresa glosa en sentido místico la parábola evangélica de las diez vírgenes: el aceite (olio) son las virtudes y las buenas obras; la aceitera es la vida religiosa; una y otra producen la luz que destella e ilumine en torno. La Santa utiliza más frecuentemente el vocablo aceite. En el poema 19, dedicado a la cruz: “Es una oliva preciosa / la santa cruz / que con su aceite nos unta / y nos da luz. / Alma mía, toma la cruz / con gran consuelo, / que ella sola es el camino / para el cielo.” (Po 19,4). Aceite y aceitera (o candil) mantenían total realismo en el ambiente teresiano (cf Apuntes, 17,15). Oliva, símbolo de la paz, de origen bíblico (Gén 8,11), mantiene ese simbolismo en M 7,3,13, para expresar la paz final del alma que se ha adentrado en la fase del matrimonio místico: “Aquí halla la paloma que envió Noé a ver si era acabada la tempestad, la oliva, por señal que ha hallado tierra firme dentro en las aguas y tempestades de este mundo”. Teresa escribe normalmente olio, también cuando habla del sacramento de la Unción de los enfermos (F 22,18). Olear es administrar el sacramento de la Unción (F 12,8; 22,8 y Cartas).

Olor. – Los dos motivos bíblicos presentes en la imaginaría teresiana son: el Cantar de los Cantares, y la fragancia de su huerto; y el pasaje de san Pablo en que elogia a la comunidad de Corinto por ser “buen olor de Cristo” (2 Cor 2,15).

Este texto paulino subyace a la alegoría del “jardín” desarollada por T a partir de Vida 11. El huerto es el alma (o el hombre). Toda su función es producir flores y frutos para sí mismo y para el Señor del huerto. Ante todo, flores: “echar flores que den de sí gran olor para dar recreación a este Señor nuestro” (11,6); “comienzan las flores y claveles a dar olor” (14,9); así, reiteradamente, hasta la afirmación final: “mientras más crece el amor y la humildad en el alma, mayor olor dan de sí estas flores de virtudes, para sí y para los otros” (21,8). – El motivo de los Cantares es mucho más explícito, especialmente en los escritos tardíos de la Santa: Conceptos y Castillo Interior. En los Conceptos glosa expresamente el verso “tus pechos…, que dan de sí fragancia de muy buenos olores”, y “olor más que los ungüentos muy buenos” (título del cap. 4, y texto. En el capítulo siguiente glosará el tema de “los frutos”). Teresa pasa de la glosa a la autobiografía: “Siéntese una suavidad en lo interior del alma, tan grande, que… parece que todo el hombre interior y exterior conforta, como si le echasen en los tuétanos una unción suavísima, a manera de un gran olor… que nos penetra todos” (4,2). Reanudará el tema al final del librito, c. 7,3, glosando el verso “sostenedme con flores”: “De otro olor son esas flores que las que acá olemos” (cf también 7,7). El dato místico-autobiográfico pasará a las Moradas. También aquí testificará T la experiencia mística de esa fragancia interior, desde los comienzos de la vida propiamente mística: “Entiende (el alma) una fragancia… como si en aquel hondón interior estuviese un brasero adonde se echasen olorosos perfumes; ni ve lumbre ni dónde está; mas el calor y humo oloroso penetra toda el alma, y aun… el cuerpo” (M 4,2,6). Experiencia que se intensifica en las moradas sextas (6,2,8): el Señor despierta al alma en lo interior, “parece viene una inflamación deleitosa, como si de presto viniese un olor tan grande, que se comunicase por todos los sentidos… para dar a sentir que está allí el Esposo”. (Con respecto al problema místico de los sentidos interiores, si bien la Santa alude alguna vez a ellos (R 5,3), nunca lo hace con relación a los olores).

Es preciso recordar que desde los comienzos de su vida de oración, a T la recogen los aromas: en los primeros tan­teos, “aprovechábame a mí ver campo o agua, flores. (En el pasaje paralelo de la R 1,11 completa: …agua, campos, flores, olores, músicas…). En estas cosas hallaba yo memoria del Criador…, me despertaban y recogían y servían de libro” (V 9,5).

Oruga. – Insecto que evoca al gusano que hizo secar el ricino de Jonás en Nínive (Jon 4,7). T lo recuerda dos veces para simbolizar el “punto de honra” (V 31,21) o ciertos defectos secretos y arraigados (amor propio, propia estima, falta de caridad, juzgar al prójimo…) que “son gusanos que no se dan a entender hasta que, como el que royó la yedra a Jonás nos han roído las virtudes” (M 6,3,6).

Pájaro solitario. – Es la famosa imagen alegórica de san Juan de la Cruz (CB 14-15,24). Teresa no llega a esbozar algo remotamente parecido al texto sanjuanista. Con todo, la imagen del pájaro solitario tiene, en ella, la doble singularidad del empalme directo con la Biblia, y la cita excepcional en el latín de la Vulgata, recitado por ella en el oficio coral. La Santa recurre a la imagen del Salmo 101 para simbolizar el “extremo de soledad” que la abruma (a ella o al místico de la “cuarta agua”, y al salmista mismo), a causa de la ausencia de Dios, padecida y sentida como carencia de algo absolutamente necesario para vivir (especie de angustia como por falta de oxígeno para el alentar del espíritu). El texto de la soledad se halla en Vida 20,10, y es sumamente expresivo:

“Con esta comunicación crece el deseo y el extremo de soledad en que se ve, con una pena tan delgada y penetrativa que, aunque el alma se estaba puesta en aquel desierto, que al pie de la letra me parece se puede entonces decir (y por ventura lo dijo el Real Profeta estando en la misma soledad, sino que, como a santo, se la daría el Señor a sentir en más excesiva manera): Vigilavi et factus sum sicut passer solitarius in tecto; y así se me representa ese verso entonces que me parece lo veo yo en mí, y consuélame ver que han sentido otras personas tan gran extremo de soledad, cuánto más tales. Así parece que está el alma no en sí, sino en el tejado o techo de sí misma y de todo lo criado; porque aun encima de lo muy superior del alma me parece que está”.

Notemos de paso que T no ha escrito ese texto bajo la influencia de fray Juan de la Cruz, a quien, por esas fechas (1565), aún no conocía. Ver: Soledad.

Palma. – En la acepción de palmera. Imagen tomada del Cantar de los Cantares. Para T simboliza el árbol de la cruz. En Cant 7,7-8 la Vulgata traducía: “Statura tua assimilata est palmae… Dixi: ascendam in palmam et apprehendam fructus eius”. Fray Luis de León tradujo: “Esta tu disposición semejante es a la palma, y tus pechos a los racimos de la vid. Dije: subiré a la palma y asiré sus racimos…” Teresa no comentó esos versos en su librito de los Conceptos. En cambio en uno de los poemas dedicados a la Cruz, los glosó en una estrofa: “De la cruz dice la Esposa / a su Querido / que es una palma preciosa / donde ha subido / y su fruto le ha sabido / a Dios del cielo / y ella sola es el camino / para el cielo” (Po 19, estrofa 3ª). El poema dedicará otra estrofa a identificar la Cruz con “el árbol verde y deseado de la esposa” de los Cantares (Cant. 2,3). ’ Arbol / manzano.

Paloma. – Teresa retiene el simbolismo bíblico de la paloma. No parece inspirarse en los pasajes de los Cantares (2,10.14), ni siquiera en el pasaje de Vida 20,29, con posible alusión a Cant. 1,15. Hablando de la propia experiencia del vuelo místico, evoca expresamente el salmo 54,7: “Válgame Dios, qué claro se ve aquí la declaración del verso, y cómo se entiende tenía razón [el salmista] y la tendrán todos de pedir alas de paloma…” (V 20,24). Pero su experiencia mística conecta más directamente con el Evangelio, en que la paloma simboliza al Espíritu Santo (Mt 3,16; Jn 1,32). Así aparece en alguna de sus gracias místicas: “Veo sobre mi cabeza una paloma, bien diferente de las de acá…” (V 38,10-11), con rico simbolismo. “Otra vez vi la misma paloma sobre la cabeza de un Padre de la Orden de santo Domingo…” (ib12; cf M 7,3,13).

Pan. – En la Biblia tiene simbolismo múltiple: “pan del cielo” es el maná y la Eucaristía (Jn 6,31), los “panes de la proposición” son sagrados (Mt 12,4), los panes del milagro de la multiplicación (Jn 6) preparan el pan de la Eucaristía, “pan de vida” (Jn 6, 48)… Teresa adopta sobre todo este último simbolismo. Dedica un extenso comentario a la correspondiente petición del Padrenuestro (C 33-35), que ella interpreta no sólo del alimento cotidiano, sino del sacramental: “pan de cada día”, será el pan de “para siempre” en el cielo (34,1); el “dánoslo hoy” es “para un día, mientras dure el mundo no más” (ib). T es consciente de que bajo las especies de pan “el Señor está tratable” (C 34,9). En la oración del principiante, “el conocimiento propio es el pan con que todos los manjares se han de comer, por delicados que sean… y sin este pan no se podrían sustentar” (V 13,15).

Paraíso. – En la Biblia tiene doble acepción: geográfica, el Edén (Gén 2-3), y figurada, lugar de delicias, cielo (Lc 23, 43; 2 Cor 12,4). En Teresa prevalece la acepción segunda. Al fundar el Carmelo de San José asegura le dijo el Señor “que era esta casa paraíso de su deleite” (V 35,12). A su modo lo repetirá ella en Camino 13,7: “esta casa es un cielo si le puede haber en la tierra…” También lo es, para Dios, el alma del hombre: “paraíso adonde dice El tiene sus deleites” (M 1,1,1; C 29,4 y Conc 6,3). Ya hacia el final de su vida, residiendo en el Carmelo de Malagón, escribe al de Sevilla: “La casa (de Malagón) está como un paraíso” (cta 330,16). – En cuanto a la acepción “geográfica” (=paraíso terrenal), es singular el episodio que le ocurre con el teólogo Rodrigo Álvarez: parece que éste preguntó a T si en sus visiones había localizado el paraíso. Le responde ella: “Lo que dice vuestra merced del agua, yo no lo sé, ni tampoco he entendido adónde está el paraíso terrenal” (R 5,24).

Saeta. – Lo mismo que dardo, imagen bíblica del grupo semántico de la “herida de amor”, reminiscencia del Cantar de los Cantares (4,9). La saeta es el amor (Conc 6,5). “No procede de nuestro natural… esta saeta de fuego” (M 6,1,2), sino de lo muy interior, pues “hay en lo interior quien arroje esta saeta y dé vida a esta vida…” (M 7,2,6). Y “llega a lo más vivo de las entrañas” (V 29,10), pero cura lo mismo que ella hirió (E 16,2). A veces es saeta envenenada “con hierba para aborrecerse a sí por amor de este Señor, y perdería de buena gana la vida por El” (V 29,10). El Espíritu de Dios es como la saeta que “pasa sin dejar señal” (cta 177,10).

Sello. – Imagen bíblica, usada por san Pablo (Ef 1,13; 4, 30), e incorporada a la teología tradicional para designar el carácter que imprimen ciertos sacramentos. No menos ha influido en la tradición espiritual el pasaje de los Cantares: “grábame como sello en tu brazo, como un sello en tu corazón, porque es fuerte el amor como la muerte” (8,6). T ha comentado la última parte de ese texto (E 17,3). Pero al trasladar la imagen del sello al plano místico para simbolizar la impronta que deja la unión mística en el alma, invierte el simbolismo: no es ella la sellada en el Amado, sino a la inversa, el rostro del Amado el que queda “impreso” en ella, en su memoria, o en su alma: “quiere (Dios) que sin que ella (el alma) lo entienda, salga de allí sellada con su sello. Porque verdaderamente el alma allí no hace más que lacera cuando imprime otro el sello…” (M 5, 2,12). En el plano autobiográfico, T reiterará la afirmación de que la presencia de El se le “imprime” en el alma (V 27,5), le queda “imprimida su majestad y hermosura” (V 28,9; 37,4), “de tal manera queda impreso en la memoria, que nunca jamás se olvida” (M 6,4,5). Puede ella, en cualquier momento, volver los ojos de la mente a “la imagen que tengo en mi alma” (V 37,4). – Un eco de ese simbolismo se halla en la carta confidencial de T a su hermano Lorenzo, a quien pide para sellar y lacrar las cartas el sello que ella emplea normalmente y que lleva el anagrama IHS, y así dejar de hacerlo con el sello prestado en que figura el escorzo de una calavera: “Venga mi sello, que no puedo sufrir el sellar con esta muerte (con la calavera), sino con quien querría que lo estuviese en mi corazón como en el de san Ignacio” (cta 172,5). El último inciso alude a la leyenda de san Ignacio de Antioquía, de quien se refiere que “después de martirizado, le hallaron en su corazón impreso en letras de oro el nombre de Jesús”.

Sol. – Símbolo de Dios en la Biblia como en otras religiones. “Sol de justicia” (Mal 4,2) es el título con que lo menciona T repetidas veces (V 20,19; 20,28; M 6,5,9; 7,1,3…). Sol divino, “sol resplandeciente”, que está en el centro del castillo (centro del alma), dándole “resplandor y hermosura” (M 1,2,1 y 3). Como el águila, el alma del místico apenas logra llegar, poco a poco, a “mirar de hito en hito” a este “divino sol” (V 20,28-29). Esa luz mística es comparada repetidas veces a la “luz del sol”, pero la de éste es muy “desgustada” en comparación de aquélla (V 38,2; cf 28,5; M 7,1,6). En plena experiencia mística, T comprende que en el centro del alma “hay sol, de donde procede una gran luz que se envía a las potencias” (M 7,2,6). Para decir que el alma en gracia mística es como un sol, recuerda el texto de los Cantares (6,9): “¿Quién es ésta que ha quedado como el sol?” (Conc 6,11). – Es clásico el lema teresiano refiriéndose al propio conocimiento: “en pieza adonde entra el sol no hay telaraña escondida: ve su miseria” (V 19,2).

Sombra. – Imagen tomada del Cantar de los Cantares (2,3: “sentéme a la sombra del que deseaba”). Teresa glosa ese verso en Conc 5 y 6, trasladándolo al plano místico: amparo y descanso del alma bajo la acción del Espíritu Santo (Conc 5,5), como en la anunciación de la Virgen María (Lc 1,35: Conc 5,2 y 6,7). “Venturosa el alma que merece estar debajo de esta sombra…, sombra de la divinidad” (Conc 5, 3-4). En uno de sus poemas, será “la sombra de la cruz”: “Es la cruz el árbol verde/ y deseado / de la Esposa, que a su sombra / se ha sentado / para gozar de su Amado, / el Rey del cielo, / y ella sola es el camino / para el cielo” (Po 19). Cf san Juan de la Cruz, Llama 3, 12-13.

Sortija. – El simbolismo bíblico del anillo llegará probablemente a T desde la escena del hijo pródigo (Lc 15,22). En su vocabulario no aparece el vocablo ‘anillo’ (es un apax en la R. 38, ciertamente espuria), sino ‘sortija/sortijica”, con su simbolismo nupcial: “¿Qué esposa hay que recibiendo muchas joyas de valor de su esposo no le dé siquiera una sortija…, por prenda que será suya hasta que muera? Pues ¿qué menos merece este Señor…?” (C 23,2; cf CE 39,2). ’ Margarita.

Tabernáculo. – Tabernáculo era la tienda que servía de santuario a los israelitas en el desierto. Más tarde, ocupó la parte más sacra del templo. Templo y tabernáculo son los lugares de la presencia de Yahvé. Teresa traslada su simbolismo a las moradas séptimas de su Castillo Interior. En lo hondo y sacro de esas moradas, “se deleita (el alma) en el tabernáculo de Dios” (M 7,3,13). “Pasa con tanta quietud y tan sin ruido todo lo que el Señor aprovecha aquí al alma y la enseña, que me parece es como en la edificación del templo de Salomón, adonde no se había de oír ningún ruido” (M 7,3,11). El pasaje aludido se halla en el libro primero de los Reyes 6,7: “El templo se construyó con piedra labrada ya en la cantera; durante las obras no se oyeron en el templo martillos, hachas ni herramientas”). Ambos textos se hallan en un contexto tupido de motivos simbólicos tomados de la Biblia.

Talento. – Imagen bíblica. De la parábola de los talentos (Mt 25,14ss), Teresa retiene el vocablo y la lección evangélica. Talento era una moneda de altísimo valor en la época de Jesús. Al asumirla El en la parábola de los talentos, la convierte en símbolo del cúmulo de bienes con que Dios agracia a cada hombre. A unos más, a otros menos. A nadie deja a manos vacías. Con la consiguiente alternativa por parte del hombre, que o los hace producir más y más, o los entierra y los anula. Teresa recupera ese simbolismo y, como de ordinario en su lectura de las parábolas evangélicas, lo traslada al plano místico. Para ella, los “talentos de altísimo valor” son las gracias místicas. En primer lugar, las que ella ha recibido. Ante ellos se siente anonadada de responsabilidad. Se lo dice a Dios mismo, en un requiebro agradecido y algo desatinado: “No sea tanto el amor (vuestro), oh Rey eterno, que pongáis en aventura joyas tan preciosas… Parece que no sólo se esconden los talentos, sino que se entierran en ponerlos en tierra tan astrosa” (V 18,4). La “tierra astrosa” es el alma de Teresa. Las joyas y talentos, los dones místicos que recibe. Ella desearía que esos dones se concediesen “a quien más aproveche…, porque crezca vuestra gloria” (ib).

En el mismo plano místico, se lo inculca al discípulo que ha sido agraciado con las primeras fulgurantes gracias de contemplación (segunda agua o segundo grado de orar): a esas almas “querríalas mucho avisar que miren no escondan el talento, pues que parece las quiere Dios escoger para provecho de muchas otras…” (V 15,5).

Tesoro. – Imagen bíblica, reiteradamente usada por Jesús en las parábolas del reino. Tesoro era el cúmulo de riquezas, joyas y metal precioso, reunido por un privado o por el rey (tesoro del estado), o guardado en el templo. Jesús lo utiliza como símbolo de los bienes del reino de los cielos, que es semejante a “un tesoro escondido en el campo” (Mt 13,44), o interiormente guardado en el corazón (Mt 6,21). Pero a la vez propone el simbolismo inverso: da todas las riquezas que tienes, y “tendrás un tesoro en los cielos” (Mt 19,21-22). Eso es “atesorar” (Mt 6,19-20). Según san Pablo, el depósito del verdadero tesoro ya no está en el templo, sino en Jesús, “en quien residen todos los tesoros de sabiduría y ciencia” (Col 2,3).

Teresa asume ese simbolismo y lo introduce en su lenguaje ordinario. Prefiere darle sentido místico. Como en el caso de otras imágenes evangélicas –la perla, la preciosa margarita, el talento, la moneda perdida, etc.– el tesoro son los dones de Dios al hombre, que introducen el reino de los cielos en lo interior de cada uno. Como prolongación de la afirmación de san Pablo, también ella se experimenta a sí misma como inmenso depósito de los tesoros de Dios. Es tesoro que se nos da, que lo ganamos o lo perdemos (V 10,6; 11,3); “nunca acabaremos de ganar tan gran tesoro hasta que se nos acabe la vida” (16,8).

“Grandes tesoros de Dios” son las gracias místicas. En un cierto momento de su vida, Teresa comienza a tener experiencia de alma que guarda tesoros del cielo” (V 19,3). Ha sido el Señor quien ha “comenzado a abrir los tesoros para vuestra sierva” (V 19,7). Sabe que “si no usamos bien del tesoro… nos lo tornará a tomar, y nos quedaremos muy más pobres” (V 10,6), por eso casi se siente forzada a parar la mano dadivosa del supremo Dador: “No pongáis tesoro semejante adonde aún no está, como había de estar, del todo perdida la codicia de consolaciones de la vida, que lo gastará mal gastado (V 18,4).

También otras personas son auténticos tesoros de Dios: “es un gran tesoro el que tienen allá en ese santo (que es fray Juan de la Cruz)” (carta a Ana de Jesús: 277). Hay gran tesoro encerrado en las virtudes, en la obediencia (cf F 5,13), o en los sufrimientos llevados con amor (cf cta 284,1; 294,1). Los tesoros de la tierra son “asco y basura, comparados a estos tesoros que se han de gozar sin fin” (M 6,4,10).

Velar (vigilancia). – En el Evangelio, estar en vela es una de las consignas de Jesús, reiterada simbólicamente en las parábolas de la vigilancia (Mt 24-25). T asumió ese simbolismo y lo glosó poéticamente en uno de sus poemas festivos: “Aqueste velo gracioso / os dice que estéis en vela…” (Po 25). Las seis estrofas del poema desgranan al detalle los elementos de la parábola de las diez muchachas (Mt 25,1…): estar en vela, esperar al esposo, hasta la hora impensada, con la vela encendida, y el olio en la aceitera, o ir a comprarlo… – Ya en C 7,6 había utilizado esos elementos simbólicos, citando expresamente la palabra evangélica (Mt 26,41): “es menester siempre velar y orar”.

Víbora. – Mantiene el simbolismo tópico, presente en la Biblia (Mt 3,7; 23,33). Entre los elementos simbólicos del Castillo, las víboras son el prototipo de “las cosas emponzoñosas” que pueden pasar el “foso” a las moradas inferiores (M 1,2,14). En el fondo, la víbora simboliza al pecado, que también puede entrar y envenenar lo interior del castillo: “Si a uno lo muerde una víbora, se emponzoña todo y se hincha: así acá (al pecar)… Es menester muchas curas para sanar” (2,1,5).

Vino. – De múltiples acepciones figuradas en la Biblia: indica alegría, amor, vida, presagio del reino futuro, felicidad del reino… En los escritos teresianos, su uso está muy vinculado a esa polisemia bíblica. Pero fundamentalmente simboliza el amor. En el éxtasis, el amor es tan fuerte que hace “perderse de sí” (V 18,13), como en la embriaguez (T usa también borrachez: Conc 4,3.4; 7,6). A los grandes contemplativos el Señor les da en mantenimiento “vino de amor”, “para que, emborrachados, no entiendan lo que pasan y lo puedan sufrir” (C 18,2). La Santa comentará extensamente el verso de los Cantares: “llevóme el rey a la bodega del vino” (Cant. 1,3: en Conc c. 4 y ss; y M 5,1,12; 5,2,8.12): “Dice que la metió en la bodega del vino… Métela en la bodega para que allí más sin tasa pueda salir rica. No parece que el Rey quiere dejarle nada por dar, sino que beba conforme a su deseo y se embriague bien, bebiendo de todos esos vinos que hay en la despensa de Dios” (Conc 6,3). De suerte que “…en este tan subido amor de Dios, emborrachadas de aquel vino celestial, no se acuerdan…”, como hicieron los mártires (7,5). T recordará también el vino de la Eucaristía (C 34,3).

Yugo. – Simple adopción de la imagen y el lema evangélico: “mi yugo es suave y mi carga ligera” (Mt 11,30), para insistir en una de las características de la vida espiritual según ella: “la suavidad”. “En todo se sirve a Dios. Suave es su yugo, y es gran negocio no traer el alma arrastrada, como dicen, sino llevarla con suavidad” (V 11,16). Por “suavidad” entiende ella lo contrapuesto a rigor, dureza, aspereza, como serían “paz y quietud” (M 4,2,4). La vida espiritual “no ha de ir a fuerza de brazos…, sino con suavidad” (M 2,1,10; cf V 36,29).

T. Álvarez

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