Utilizamos el término
“simbología” en su acepción más amplia, para seriar la tupida red de imágenes
que T extrae de la Biblia, sea ella consciente o no de la cantera de origen. En
su conjunto, variedad y magnitud reflejan bien el soporte bíblico de la
experiencia y del ideario teresianos. Por su número y calidad forman una
pequeña constelación equiparable a la serie de tipos bíblicos presentes en los
escritos de la Santa. (Ver: Tipología Bíblica). De hecho ella, como gran parte
de los maestros espirituales, está convencida de que las páginas de la Biblia
contienen un ingente rimero alegórico de cosas y motivos sugeridores: “¡Oh
Jesús, quién supiera las muchas cosas de la Escritura que debe haber para dar a
entender esta paz del alma!” (M 7,3,13). Ese atisbo del simbolismo bíblico
surge en las moradas finales del Castillo, después de haber evocado “el ósculo
que pedía la esposa”, “las aguas que se dan a la cierva herida”, “el tabernáculo
de Dios”, “la paloma que envió Noé”, “la oliva en señal de haber hallado tierra
firme”, etc. Es probable que T se iniciase en ese modo de interpretar las
imágenes bíblicas, leyendo Los Morales de san Gregorio, a partir del prólogo
del libro.
En ese despliegue de
imaginería bíblica a lo largo de los escritos teresianos, habría que distinguir
el grupo selecto de imágenes mayores, más o menos elaboradas por la Santa, y
por otra parte la serie de imágenes menores, más numerosas pero menos densas de
contenido.
La serie primera gira
en torno a los argumentos de mayor relieve en la exposición doctrinal de la
Santa. Basta apuntar algunas:
– el alma: jardín o
vergel (V 11,8; 14,1.9), paraíso donde Dios tiene sus deleites (M 1,1,1), árbol
de vida, plantado en las corrientes de “las aguas de la vida que es Dios” (M
1,2,1), palacio de Dios, posada y morada, etc. – Motivos bíblicos patentes (cf
más adelante los artículos respectivos).
– el amor: es fuego,
centella encendida en el alma (V 15,4), “fuego en el alma” (V 32,2), “fuego
fuerte, poderoso, no sujeto a los elementos” (C 19,3); es “saeta de fuego” (M
6,11,2), “dardo de oro” que penetra las entrañas (V 29,13), es “herida del
corazón” (R 5,15), “herida sabrosísima” (M 6,2,2). Es “vino y borrachez” (C
18,2; Conc 4,3.4)… Imaginería que refleja de cerca dos motivos bíblicos bien
perfilados: el pasaje profético de Trenos 1,13: “desde lo alto metió fuego en
mis huesos”; y la clásica “herida del corazón” de los amantes de los Cantares
(“vulnerasti cor meum”, 4 9).
– Jesucristo: es, ante
todo, el Esposo, como en los Cantares y en las parábolas. Es Rey y Señor, Señor
de señores, “Emperador de los emperadores” (CE 37,6)… El título de Rey es el
de Jesús en la cruz (Jn 19,19) y en tantos pasajes bíblicos. “Rey de reyes…” (Ap
19,16). Camino y dechado. Esposo. A Teresa le impactó especialmente ese título
leído del Esposo en los Cantares (1,3.11), y amorosamene glosado por ella en M
5,1,12; 5,2,12; y Conc 6).
– la iluminación
interior, que es luz, sol, lámpara, centella, camino… El Espíritu Santo es
aire, fuego, paloma; pasa como la saeta que atraviesa el aire… Con la
subsiguiente serie de imágenes de la vida espiritual: agua, riego, lluvia del
cielo, fuente viva, corriente de agua viva… Todas ellas de inspiración bíblica.
– la unión del alma a
Dios tiene su mejor soporte en la imagen esponsal de los Cantares, elevada a
símbolo supremo en las últimas moradas del Castillo Interior, ya desarrollada
en los Conceptos y glosada en varios poemas.
Entre las imágenes menores
no podía faltar la recuperación del llamado “bestiario bíblico”: el águila, la
abeja y la araña, los cuatro animales, la cierva, el dragón, el león, la
paloma, la víbora, la hormiga, la mariposa, el ave fénix, la oruga, el erizo,
el gusano…, el pájaro solitario.
Aunque en apariencia
esa imaginería bíblica coincida con la serie de tópoi o lugares comunes
clásicos en la literatura espiritual, al pasar por la pluma de la Santa
adquieren matices y valor originales. Con relativa importancia doctrinal en su
conjunto. Y con empalme directo o indirecto en la Palabra bíblica.
Espigamos a
continuación una serie de imágenes selectas, suficientes para ilustrar este
aspecto del magisterio teresiano.
Abeja (miel / araña). –
La abeja está presente con cierta sobriedad en la simbología mística de T. Ella
ha observado y admirado: la abeja, la colmena y la miel, las flores, el vuelo,
la labra de la miel. Abeja y araña pasan a ser símbolos de lo bueno y lo malo.
“¿Quién lo pudiera creer… que un gusano [de seda] y una abeja sean tan
diligentes en trabajar para nuestro provecho…?” (M 5,2,2). La abeja que labra
la miel en lo secreto de la colmena simboliza la voluntad en la oración de
quietud (V 15,6). Su ir y venir de las flores a la colmena, la relación entre
la labor de la mente y la quietud del recogimiento interior (C 28,7). La abeja
misma es la imagen de la humildad, “que siempre labra, como la abeja en la
colmena, la miel” (M 1,2,8), y que es capaz de transformar defectos y miserias
en bienes y virtudes: al contrario de “la araña, que todo lo que come convierte
en ponzoña…, la abeja lo convierte en miel” (F 8,3). Lo repetirá, al glosar
el escandalismo de quienes se molestan ante las imágenes y el léxico de los
Cantares bíblicos: son “como las cosas ponzoñosas, que cuanto comen se vuelve
en ponzoña: así nos acaece…” (Conc 1,3). – En el Vejamen (n. 8), T desea que
a su hermano Lorenzo “se le pegue algo de estar junto a la miel”, y en este
caso la miel es fray Juan de la Cruz con quien aquél ha comenzado a dirigirse
espiritualmente (cf cta 177). – Las tres imágenes –abeja, araña, miel– son
bíblicas, pero no es probable que en este caso el texto bíblico sea el
inspirador de T.
Abismo. – Abismo
y piélago son imágenes de origen bíblico. Abismo (sheol) es el lugar de los
muertos (en el N.T., “hades y gehenna: Mt 16,18; 5,29), su hondura y oscuridad.
Piélago, la inmensidad del océano (Jon 2,6). En T apenas conservan ese
significado originario (E 12,1). Más frecuentemente los refiere a sí misma en
sentido figurado y negativo, o a Dios en positivo. Siempre en textos
emocionales. “Piélago de maldades que soy yo” (V 18,8). “Ha sido esta alma [yo]
un abismo de mentiras y piélago de vanidades” (V 40,4), “siendo yo un piélago
de pecados y maldades” (R 3,12). En cambio, Dios “es un piélago sin suelo de
maravillas, una hermosura que contiene en sí todas las hermosuras” (C 22,6). En
las Exclamaciones, “los abismos” son los infiernos, y el pecado es “guerra
continua contra quien los puede hundir en los abismos en un momento” (E 12,1).
Agua. – Elemento
con múltiples simbolismos en la Biblia, generalmente alusivos a la vida, al
origen de la vida, al poder creador de Dios, a la saciedad de los deseos
humanos… Para T, el agua es uno de los símbolos preferidos, no sólo porque
“campo o agua, flores” (V 9, 5) la impactan y recogen, “le traen memoria del
Creador” y le “sirven de libro”, sino porque le resulta fácil descubrir su
simbolismo: “no hallo cosa mejor para declarar algunas de espíritu que esto de
agua…; soy tan amiga de este elemento, que le he mirado con más advertencia
que otras cosas, que en todas las que crió tan gran Dios… debe haber hartos
secretos” (M 4,2,2).
De ahí que le sea tan
espontáneo el empalme con el simbolismo bíblico del agua: –la Samaritana y la
sed del agua viva (V 30,19; C 19,2; M 6,11,5); –Jesús que llama a todos a Sí
para darles de beber (E 13); –la fuente de agua viva (C 28,5); –el agua de las
lágrimas (V 10,3; 11,9; 19,2); –agua para la cierva sedienta (M 7,3,13); –el
árbol de la vida plantado junto a las corrientes de las aguas (M 7,2,9); –los
manantiales cósmicos y Dios que no deja salir al mar de sus términos (M 6,5,3);
–el agua de la gracia (V 11,6-9; 14,2; 21,1…); –agua de las nubes del cielo
(V 20,2-3; 22,2); –agua que mata el fuego (tácita alusión al verso de los
Cantares, 8,7: “aquae multae…”: C 19).
Aguila (ave). – Imagen
de probable inspiración bíblica, si bien de simbolismo literario universal.
Mencionada siempre por T en sentido figurado, integra el grupo de ave, vuelo,
alas, ave fénix, paloma, gallina… Teresa se inspira probablemente en Exodo
19,4 (“como un águila real, Dios llevará al pueblo de Israel sobre sus alas”),
y en el Deuteronomio 32,11 (“como el águila incita a sus polluelos a volar, así
El…”). Pero además ella se hace eco del simbolismo mitológico del águila, muy
presente en la literatura de su tiempo, a la vez que filtrado en el lenguaje
popular. De ahí el significado polivalente que el águila adquiere en sus
escritos. En Vida simboliza a Dios, “águila caudalosa” que con gran ímpetu
levanta sobre sus alas al alma, “a la manera que las nubes (‘o el sol’) cogen
los vapores de la tierra y levántanla toda de ella” (V 20,2.3; y 20,22.28), de
suerte que Dios es águila, nube y sol, figuras bíblicas las tres. Dios, como el
águila, va capacitando los ojos del alma para mirar de hito en hito al sol
(Dios, “sol de justicia”), eco de la leyenda mitológica de los ojos del águila,
que no sólo mira al sol de hito en hito, sino que incita a sus polluelos a
hacer lo mismo, y al que no resiste “los rayos vivos de su luz, lo arroja del
nido como ajeno”. Sin aludir expresamente al pasaje del Deuteronomio, T lo
glosa hermosamente: “Algunas cosas que nos parecen imposibles, viéndolas en
otros tan posibles y con la suavidad que las llevan, animan mucho y parece que
con su vuelo nos atrevemos a volar, como hacen los hijos de las aves cuando se
enseñan, que aunque no es de presto dar un gran vuelo, poco a poco imitan a sus
padres. En gran manera aprovecha esto, yo lo sé” (M 3,2,12). Por fin, Dios otorga
al alma vuelo de águila real (V 39,12), y él mismo es “águila caudalosa de la
majestad de Dios” (E 14,4). Evocando el texto del salmo 102,5 (“Dios renovará
tu juventud como la del águila”), la Santa unifica dos mitos, el del águila y
el del ave fénix. (Ave fénix.)
En el Epistolario,
“águila/s” es uno de los criptónimos utilizados por T en el carteo del año 1576
y ss. Con Gracián: águilas son las carmelitas descalzas (cartas 119 y 121: del
6.9.1576, y 9.9.1576); al menos en una ocasión designa a los descalzos:
“Perucho… tiene un hermano que le han echado las aves nocturnas…, que
quiere esté entre las águilas (los descalzos)” (cta 145, n. 3, a Gracián, del
4.11.1576).
Aire. – Imagen
bíblica (pneuma) de amplio simbolismo (Espíritu Santo, alma o espíritu humano,
vida), con gran influjo en la simbología de los místicos cristianos. Basta
recordar a san Juan de la Cruz: “el aire de la almena” (Noche, estrofa 7), “el
silbo de los aires amorosos” (Cántico, 14), “ven austro que recuerdas los
amores” (ib 17), “el aspirar del aire” (ib 39), “en su aspirar sabroso” (Llama,
4). En cambio, su presencia es irrelevante en la imaginería teresiana, incluso
en sus numerosas variantes léxicas (viento, soplo, aliento, huelgo, resollar,
respiro…), rara vez empleadas con carga simbólica. Unicamente la imagen del
“aire sosegado”, que aumenta el buen bogar de la nave, le sirve en ocasiones
para subrayar la acción de la gracia o del Espíritu en la vida espiritual (V
30,19; C 28,5), en contraste con la insuficiencia del esfuerzo o del remar
humano. – T conoce la teoría clásica de los “cuatro elementos” (agua/fuego,
tierra/aire: cf C 19,3-5; M 4,2,2). A los tres primeros les concede más
contenido simbólico que al “aire”.
Alas (alas de paloma /
alas de águila). – Imagen de claro origen bíblico. T recurre a ella con
expresa alusión al texto sagrado. Su impetuoso anhelo de Dios exige alas de
paloma como las del Salmo 54,7. Se siente a sí misma con alma alada, lista para
emprender el “vuelo del espíritu”. Dios es “águila caudal” que la acoge sobre
sus alas para elevarla sobre todo lo creado (Ex 19,4; Deut 32,11; Sal 56,1…):
imágenes que se hallan fundidas en el cap. 20 de Vida, uno de los más intensos
del libro. He aquí los pasajes más expresivos: “Válgame Dios…, cómo se siente
tenía razón [David] y la tendrán todos de pedir alas de paloma…” (n. 24).
“Entiéndese claro un vuelo que da el espíritu para levantarse de todo lo criado
y de sí mismo…; mas es vuelo suave, es vuelo deleitoso, vuelo sin ruido. ¡Qué
señorío tiene un alma que el Señor llega aquí, que lo mire todo sin estar
enredada en ello” (ib 24-25). “Aquí le nacieron [al alma] alas de paloma para
volar; ya se le ha caído el pelo malo” (V 20, 22: la alusión al “pelo malo”
prolonga la imagen del “pajarillo recién nacido” de capítulos anteriores:
13,2). También utiliza la imagen bíblica de Yawéh que cobija bajo sus alas o
toma sobre ellas al pueblo de Israel (Sal 16,8; 35,8; E 19,4): “muchas veces…
viene un ímpetu tan acelerado y fuerte, que veis y sentís levantarse esta nube
o esta águila caudalosa y cogeros con sus alas” (V 20,3); cf otros textos en
que utiliza la misma imagen con variantes: V 8,10; 18,14; 31,18; 38,10.12; C
28,2).
Ángel de luz.
– Título que san Pablo da a “Satanás, que también se transfigura en ángel
de luz” (2 Cor 11,14). En ese mismo sentido utiliza T la imagen para designar
al demonio, disfrazado de “ángel bueno”, sobre todo en las Moradas: “Es mucho
menester no descuidarnos para entender sus ardides y que no nos engañe, hecho
ángel de luz” (M 1,2,15). Porque el demonio “sabe bien contrahacer el espíritu
de luz” (M 6,3,16; cf M 5,1,1 y V 14,8). En todos esos pasajes, T se refiere a
las posibles interferencias del demonio en los estados místicos.
Animales (los cuatro).
– Los cuatro animales simbólicos de las visiones apocalípticas de Ezequiel
(1,4 ss.) y de Juan en el Apocalipsis, identificados en la tradición literaria
y pictórica con los cuatro evangelistas, aparecen también en una de las más
fulgurantes visiones de T (V 39,22). En “un arrobamiento grande” se le abren
los cielos, como a Ezequiel (Ez 1,2) y contempla el trono de Dios: “Vi abrir
los cielos…, representóseme el trono… que he visto otras veces, y otro
encima de él, adonde por una noticia que no sé decir… entendí estar la
divinidad. Parecíame sostenerle unos animales; a mí me parece he oído una
figura de estos animales. Pensé si eran los evangelistas. Mas cómo estaba el
trono ni qué estaba en él, no lo vi, sino gran multitud de ángeles… La gloria
que entonces en mí sentí no se puede escribir ni aun decir…” El relato
prosigue, con otros datos sobre el cielo y la visión beatífica.
Árbol / manzano.
– La imagen del árbol suministra a la Santa un triple motivo de simbolismo
derivado de la Biblia: a) el árbol del Apocalipsis, plantado junto a las
corrientes de las aguas, simboliza, para ella, al alma en gracia, pletórica de
vida, en contraste con el alma en pecado (M 1,2,1): “que así como el árbol que
está cabe las corrientes de las aguas está más fresco y da más fruto, ¿qué hay
que maravillar de… esta alma…? (M 7,2,9). b) El árbol que ofrece sombra al
profeta Jonás, y que luego es roído por la oruga, se torna símbolo de la vida
desganada del espiritual cuyas virtudes son fácil presa del desánimo (V 31,21).
c) El simbolismo más fuerte lo toma ella del manzano del Cantar de los
Cantares, que también inspiró a san Juan de la Cruz. Para ella el manzano es
símbolo del reposo místico, bajo la sombra del Espíritu, en la presencia gozosa
del Amado. Se convierte así en símbolo complejo y completo de la vida mística,
desarrollado en los capítulos 5-7 de los Conceptos y enriquecido con amplio
cortejo de imaginería alegórica: sombra y descanso (Conc 5,7), rocío (5,4),
frutos, flores y olores aromáticos (7,7). En última instancia, Teresa –lo mismo
que más tarde hará fray Juan de la Cruz– condensa el simbolismo en la síntesis
“manzano/cruz”: “Entiendo yo por el manzano el árbol de la cruz, porque dijo en
otro cabo en los Cantares: debajo del manzano te resucité” (Conc 7,8). Fray
Juan de la Cruz escribirá: “Debajo del manzano: esto es, debajo del árbol de la
Cruz, que aquí es entendido por el manzano…” (Cántico 23,3: a continuación,
alega –lo mismo que T– el verso “sub arbore malo suscitavi te”: Cantares 8, 5).
En la misma línea alegórica compondrá T su poesía 19, dedicada al “árbol de la
Cruz”, en una de cuyas estrofas canta: “Es la Cruz el árbol verde / y deseado /
de la esposa, que a su sombra / se ha sentado / para gozar de su Amado / el Rey
del cielo, / y ella sola es el camino / para el cielo”. – En el mimo poema se
amplía el simbolismo “árbol/cruz”: la cruz es “palma preciosa / donde ha
subido”; “es una oliva preciosa / la santa Cruz”; “la cruz es árbol de vida / y
de consuelo”; es “camino deleitoso / para el cielo”. Es posible que en ese
poema teresiano a la Cruz haya influido la liturgia del Viernes Santo con el
precioso himno “Vexilla Regis prodeunt”, que proclama la Cruz como “arbor
decora et fulgida”.
Armas. – El
simbolismo de la milicia espiritual (“armas de justicia”, “armas de luz”,
“armas no carnales”, “lucha con los poderes espirituales del mal”: Ef 6,
12.16.17…) llega a Teresa desde san Pablo, muy probablemente a través de la
Regla carmelitana. En ella también es copioso el léxico combativo, siempre en
acepción figurada y espiritual: armas, lucha, batería, artillería, banderas,
castillo, guerra, capitanes, alférez, soldados, batalla, victoria. Suya es la
consigna dada a las lectoras carmelitas: “encerradas, peleamos” (C 3,5).
Aspecto combativo de la vida espiritual fuertemente presente en el Camino (cc.
1.3.16 etc.), y en las Moradas. Armas espirituales.
Aroma Olor.
Ave fénix. – El
mito del ave fénix que cada cien años renace de las propias cenizas, tiene
parcial acogida en el salmo 103, 5 (“como un águila se renovará tu juventud”;
cf Is 40,31). T leyó probablemente el relato legendario en el Tercer Abecedario
de F. de Osuna (tr. 16, c. 5), con su traslación a lo espiritual. Pudo verlo
también en alguna glosa del salterio. El mito se había convertido ya en símbolo
de la transformación del hombre viejo en hombre nuevo (Ef 4,24). Pero ella lo
ha incorporado a su experiencia mística. Por eso aparece por primera vez en el
relato de Vida. Para ella, la Eucaristía es el fuego que “consume el hombre
viejo de faltas y tibieza y miseria, y a manera de cómo hace el ave fénix
–según he leído– y de la misma ceniza, después que se quema, sale otra, así
queda hecha otra el alma… No parece es la que antes, sino que comienza con
nueva puridad…” Refrendado por la palabra interior: “Su Majestad… me dijo: ‘buena
comparación has hecho, mira no se te olvide para procurar mejorarte
siempre’…” (V 39, 23). – El simbolismo reaparecerá de nuevo en las Moradas:
aquí es la palabra de Dios, surgida de lo interior del alma, la que hace crecer
la centella que salta del “brasero encendido que es mi Dios”. El éxtasis es
centella de fuego que, “abrasada toda ella, como un ave fénix, queda toda
renovada” (M 6,4,3): pasaje que la autora retocó cuidadosamente y anotó al
margen del autógrafo. Cuando lo escribe, ya ha podido escuchar las glosas de
fray Juan de la Cruz, que también utiliza el simbolismo del fénix y lo
consignará en el Cántico (1,17), si bien relacionándolo con el salmo 72,21-22.
Azufre.
– Pertenece al léxico simbólico derivado de la Biblia. En general, los
escritores sagrados lo mencionan como agente o como signo de los castigos
divinos (Ap 9.17-18; 14,10; Sal 11,6; Gén 19,24, recordado por Lc 17,29). De
ahí que en los escritos teresianos el olor de azufre se asocie a la presencia
del diablo. Luego de referir una aparición diabólica, T anota cómo otras
personas “bien de creer…, olieron un olor muy malo, como de piedra azufre. Yo
no lo olí” (V 31,6). Única presencia de ese vocablo en los escritos teresianos.
Báculo. – Imagen
frecuente en los libros del A.T., con múltiples significados: apoyo, autoridad,
corrección, pastoreo… Según Covarrubias, “significa apoyo y descanso”, o bien
ayuda para caminar y para vivir. “Báculo de nuestra vejez” (Tob 5,23; 10,4). T
une esa imagen a otro símbolo bíblico: “columna”. Dios es para ella “columna y
báculo que me ha de sustentar, para no dar gran caída” (V 19,10).
Banderas.
– Enseña militar. Con clara función simbólica. Teresa acepta el simbolismo
del lenguaje popular. Quizás conozca la versión ascética de san Ignacio en los
Ejercicios espirituales, si bien nunca alude expresamente al tema de “las dos
banderas”. En una de sus visiones místicas, relatadas al final de Vida, ve “a
los de la Compañía… en el cielo, con banderas blancas” (38,15). Ella
vive en su ciudad y en su familia intenso ambiente militar. Uno de sus
hermanos, Lorenzo, es abanderado de las huestes que luchan contra Pizarro en la
batalla de Iñaquitos. Por eso, en su pluma el simbolismo de la bandera adquiere
gran realismo ascético-místico. Con significado polisémico. Y forma parte del
grupo simbólico del “combate” (lucha, armas, alférez, capitán, soldados,
castillo, batería, artillería…).
En Vida, las últimas
gracias místicas recibidas por ella, le han conferido mística investidura de
abanderada, habilitada para izar la bandera de la verdad en lo alto de la
torre: “aquí se levanta ya del todo la bandera por Cristo, que no parece otra
cosa sino que este alcaide de esta fortaleza se sube o le suben a la torre más
alta a levantar la bandera por Dios. Mira a los de abajo, como quien está en
salvo. Ya no teme los peligros, antes los desea…” (20,22). En el Camino, al
grupo de carmelitas lectoras se le asigna como enseña la bandera de la pobreza
(2,8), y en su calidad de contemplativas, a ellas les toca –como al alférez de
los tercios– mantener alta la bandera sin armas para defenderse: misión de
testificar, pero en silencio (cf Po 29). Dedica uno de sus poemas a la bandera
de la cruz : “Oh bandera en cuyo amparo / el más flaco será fuerte…” (Po
18,1; cf Po 19 y 20).
En el lenguaje
coloquial de las cartas, recupera el simbolismo del lenguaje popular (cta
162,3: a Gracián, del 13.12.1576; y a María de san José, cta 347,16, del
4.7.1580). El pasaje más expresivo se halla en su polémica respuesta a la carta
del P. Juan Suárez: “De este Rey somos todos vasallos. Plega a Su Majestad que
los del Hijo (=jesuitas) y los de la Madre (=carmelitas) sean tales que como
soldados esforzados sólo miremos adónde va la bandera de nuestro Rey para
seguir su voluntad…” (cta 228,7, del 10.2.1578).
Beso. – Es una de
las imágenes que pasan de la poesía amatoria de la Biblia a la simbología
espiritual de la Santa. En estricta dependencia del Cantar de los Cantares,
cuyo primer poema comienza: “¡Béseme con beso de su boca! Son mejores que el vino
tus amores”, y que Teresa tomó por lema de los capítulos 1-3 de su libro
Conceptos o Meditaciones sobre los Cantares, traduciéndolo según la versión de
la Vulgata: “Béseme el Señor con el beso de su boca, porque más valen tus
pechos que el vino”.
Sólo en las cartas
utilizará ese vocablo en su acepción no metafórica. En su acepción traslaticia,
lo interpreta como beso de Dios al alma. No a la inversa. Pero es el alma quien
pide esta “altísima petición” (Conc 1,12).
“Estas palabras
verdaderamente pondrían temor en sí, si estuviese en sí quien las dice, tomada
sola la letra. Mas a quien vuestro amor, Señor, ha sacado de sí, bien
perdonaréis que diga esto y más, aunque sea atrevimiento” (ib).
El simbolismo del
beso, más que amor, “significa paz y amistad” (ib). Hay “besos falsos”, como el
de Judas (2,13), que producen “falsa paz”. En cambio, el beso del Señor es
fuente de paz profunda. Sella el estado de quietud y calma final de las
séptimas moradas: efectos que “da Dios cuando llega el alma a sí, con este
ósculo de paz que pedía la Esposa, que yo entiendo se le cumple aquí esta
petición” (M 7,3,13).
En el tratadillo de
los Conceptos, Teresa termina su glosa pidiendo para sí misma este beso: “Pues,
Señor mío, no os pido otra cosa en esta vida, sino que me beséis con beso de
vuestra boca… Que no haya cosa que me impida pueda yo decir, Dios mío y
gloria mía, con verdad que son mejores tus pechos y más sabrosos que el vino”
(3,15).
Bodas. – Vocablo
empleado por Teresa únicamente en acepción figurada para expresar la relación
terminal (celeste) del hombre con Dios. Simple variante del rico simbolismo
nupcial. De inspiración evangélica: deriva de la parábola del Señor que invita
a las bodas de su hijo (Mt 22). Desde esa parábola, y sin citarla expresamente,
T mantiene en continuidad una versión espiritual. – En Camino, hablando de la
vida religiosa, exhorta a las lectoras a ser fieles esposas, en espera de las
bodas eternas: “nosotras, ya desposadas, antes de las bodas, que nos ha de
llevar a su casa…” (22,7: en la primera redacción había matizado: “nosotras
estamos desposadas –y todas las almas por el bautismo–, antes de las bodas y
que nos lleve a su casa el desposado…” CE 38,1). – En la Exclamación 4,2, ora
pos sí misma, suplicando al Señor la gracia de comparecer ante Él “con
vestidura de bodas”. – Lo mismo en los poemas festivos, compuestos para
celebrar la profesión religiosa de las jóvenes carmelitas: la profesión es un
desposorio con Cristo, pero con sentido escatológico, porque es preparación de
las “bodas celestiales” (Po 29; cf Po 30,1). – Al desarrollar en las Moradas el
símbolo nupcial en clave mística, ya no parece inspirarse en la parábola de las
bodas, ni utiliza este vocablo.
Bodega. – En
acepción figurada: ámbito del amor. Simbolismo expresamente tomado del Cantar
de los Cantares (2,4: “llevóme el Rey a la bodega del vino”). Dedicará al tema
el capítulo sexto de los Conceptos, que lleva por lema ese verso de los
Cantares: “Metióme el Rey en la bodega del vino y ordenó en mí la caridad” (cf el
c. 5,1). En las Moradas también explotará ese simbolismo para exponer el amor
místico. El vino es el amor. La bodega es el espacio de Dios y de su pura
gratuidad: “Esta entiendo yo es la bodega adonde nos quiere meter el Señor
cuando quiere y como quiere; mas por diligencias que nosotros hagamos, no
podemos entrar. Su Majestad nos ha de meter y entrar El en el centro de nuestra
alma” (M 5,1,12; cf 5,2,12; 7,4,11). Pero el simbolismo de “vino y bodega” se
desarrolla más ampliamente en los Conceptos, que se internan temáticamente en
el poema bíblico de los Cantares, y donde extenderá la imagen a la “borrachez”
(4, 3-4; 7,6), o la “embriaguez” (4, 4-5; 6,3-4; 7,5), “emborrachar/
emborrachados” (6,3; 7,5). – La importancia de ese simbolismo en los textos
teresianos se debe al hecho singular de presentarse como eco y prolongación del
poema bíblico.
Brasero.
– Brasero de aromas es imagen con que T presenta a Dios y su acción en lo
profundo del alma. Pertenece al grupo “fuego, llama, centella, calor”. Probable
reminiscencia bíblica (Ap 8,4; Cant 3,6…: “humo de aromas que asciende hasta
Dios”; “columna de humo que sube del desierto, como nube de incienso y de mirra
y perfumes de mercaderes”). En los escritos de T aparece únicamente en el
Castillo, cuando la Santa ya ha escuchado largamente a fray Juan de la Cruz, en
quien la imagen del fuego y de la fragancia de aromas es insistente, si bien él
no menciona el brasero (cf Cántico 16,1; y glosando el texto de los Cantares,
ib 17,10).
El brasero expresa
simbólicamente una de las experiencias místicas que T tiene del hondón de su
alma: “entiende una fragancia, digamos ahora, como si en aquel hondón interior
estuviese un brasero adonde se echasen olorosos perfumes…; el calor y humo
oloroso penetra toda el alma, y aun hartas veces –como he dicho– participa el
cuerpo»”(M 4,2,6). Más adelante esa experiencia se ahonda y clarifica. Es Dios
y su acción lo que se identifica con el brasero fragante, oculto en el hondón
del alma. T lo relaciona con la herida de amor “que parece le llega a las
entrañas”: “Estaba pensando [yo] ahora que en este fuego encendido del brasero
que es mi Dios saltaba alguna centella y daba en el alma, de manera que se
dejaba sentir aquel encendido fuego… Paréceme es la mejor comparación que he
acertado a decir” (M 6,2,4). Experiencia que se sitúa en el contexto de la
famosa “herida del dardo” referida en Vida 29,13.
(Por esas fechas, o
poco antes, daba ella consejos a su hermano Lorenzo sobre el uso del brasero y
de las pastillas aromáticas, confeccionadas por T y sus monjas, para afrontar
el frío del invierno abulense (cta 177, del 17.1.1577).
Brazo. – Imagen
de probable reminiscencia bíblica. Dicho de Dios, indica su poder o su fuerza
(Lc 1,31; He 13,17). Presente, aunque raras veces, en los escritos de T:
“Alargad, Señor, vuestro poderoso brazo, no se le pase la vida en cosas tan
bajas” (M 6,6,4: con alusión al paso del Jordán o del Mar Rojo). Más
frecuentemente indica “los brazos amorosos de Dios” (V 17,2; C 27,6, etc. “Los
brazos del amor”, Po 3). (En la biografía de T hay un episodio realista,
reiteradamente aludido en el epistolario del año 1578: la luxación del brazo
izquierdo en la Nochebuena de 1577, curado en mayo de 1578 gracias a la
curandera de Medina (cta 244, 4).
Búsqueda. – La
exhortación bíblica a la búsqueda del rostro de Dios o a la búsqueda del reino
(en los Salmos o en el Evangelio) tiene eco en la experiencia mística de
Teresa. Acuciada por el sentimiento de la ausencia de Dios, repite el verso del
salmo 41,4: “diciendo y preguntando a sí misma ¿dónde está tu Dios?” (V 20,11).
Años después, la palabra interior que le sugiere “búscate en Mí” ocasiona el
Vejamen, en que participan fray Juan de la Cruz y otros amigos. Esa misma
palabra interior inspirará poco después el poema teresiano de la doble
búsqueda: “Alma, buscarte has en Mí / y a Mí buscarme has en ti”. (Ver: Búsqueda
de Dios y Vejamen).
Cabello. – Imagen
clásica del Cantar de los Cantares (4,9), cuyo simbolismo ha sido reelaborado
frecuentemente por los místicos (cf san Juan de la Cruz: Cántico 31). La Santa
recurre sólo una vez a su simbolismo (C 16,2): la humildad “le trajo del cielo
a las entrañas de la Virgen, y con ella [cpm la humildad] le traeremos nosotras
de un cabello a nuestras almas”. Quizás se halle un eco de ese simbolismo en M
7,4,13: alusión a María, que enjuga con sus cabellos los pies de Jesús (Lc
7,37-38).
Cadena. – T
retiene el simbolismo bíblico de la cadena (Jer 28,10…; He 12,7), en sentido
de esclavitud, prisión, privación de libertad. Así, en su poema “Vuestra soy”:
“Sea José puesto en cadenas / o David sufriendo penas…” Con igual fuerza en
la Exclamación 17,3: “Dichosos los que con fuertes grillos y cadenas de los
beneficios de la misericordia de Dios se vieren presos e inhabilitados para ser
poderosos para soltarse…” Ella misma, en lo hondo de su experiencia mística,
se sentirá como “pobre mariposilla, atada con tantas cadenas que no te dejan
volar lo que querrías…” (M 6,6,4). En Vida y en Moradas también el pecado es
cadena que esclaviza (M 7,1,4). El punto de honra “es cadena que no hay lima
que la quiebre, si no es Dios… Es una ligadura, para este camino, que yo me
espanto el daño que hace” (V 31,20).
Cáliz / beber el
cáliz. – En la imaginería bíblica, “beber el cáliz” equivale a aceptar y
soportar la tribulación. Especialmente alusivo a la palabra de Jesús acerca de
su pasión (“el cáliz que me da el Padre, ¿no lo he de beber?”: Jn 18,11), o a
la interrogación profética que él mismo dirige a los hijos del Zebedeo (Mt
20,22). T retiene ese simbolismo bíblico, ya sea en la acepción genérica de
beber el cáliz de la tribulación (Vejamen 1; y cta 38,1), ya sea tomándolo como
unidad de medida en la capacidad de soportar la prueba (hay personas que “no
son para beber el cáliz”: C 18,6), ya sea para compartirlo con Jesús mismo:
“Tengo para mí que quiere el Señor dar muchas veces… estos tormentos para
probar a sus amadores y saber si podrán beber el cáliz y ayudarle a llevar la
cruz, antes que ponga en ellos grandes tesoros” (V 11,11). Lo repetirá en M
6,11,11 para indicar que el paso por la prueba “del cáliz” es necesario para
adentrarse en las moradas postreras del Castillo. (Del cáliz litúrgico hablará
T en sus cartas: 123, 309, etc.).
Cárcel. – La
imagen paulina del cuerpo humano, “tabernáculo” (1 Cor 5,4) o prisión del
espíritu (Fil 1,23; Rom 7,24: “quién me librará de este cuerpo de muerte…”)
tiene amplio eco en los escritos de T, que a sus lectores los “desea ver
sueltos de esta cárcel de esta vida” (V. 20,25; “cárcel tan tenebrosa”: V
32,5). A veces “da un gran deseo de verse ya con Dios y desatado de esta
cárcel, como le tenía san Pablo” (C 19,11). Como cárcel y “atadura” siente ella
al cuerpo (V 32,13; E 1, 2), donde la “encarcelada” es el alma (E 6,2; 15,1),
que por fin se verá liberada por la muerte, con la cual “en un momento se ve el
alma libre de esta cárcel y puesta en descanso” (V 38, 5). Es uno de los
motivos centrales del poema “Vivo sin vivir en mí”: “Ay, qué larga es esta
vida…, esta cárcel y estos hierros / en que el alma está metida”. En esa
misma estrofa aparece la imagen bíblica de la vida “destierro”. “Hierros” y
“destierro” reaparecerán en el poema “Cuán triste es, Dios mío”.
Carne / espíritu.
– De esa antinomia paulina (Gál 5,17: “la carne es contraria al espíritu”,
Rom 8,1), Teresa retiene especialmente el simbolismo de aquélla, como parte
material del hombre, o su cuerpo o el “hombre viejo”. (T. retiene el concepto
de “hombre viejo”: V 39,23; y el de “vida nueva, libro nuevo”: V. 23,1). Se
hace eco, a su modo, del binomio del Apóstol: en el “vuelo de espíritu”,
“parece que aquella avecica del espíritu se escapó de esta miseria de esta
carne y cárcel de este cuerpo” (R 5,12). Conserva el simbolismo negativo: así,
el capítulo 2º de los Conceptos “trata de la falsa paz que ofrecen al alma el
mundo, la carne y el demonio” (tít. y n. 14; cf V 5,9; 39); que no hay
“seguridad mientras vivimos en esta carne” (V 39,20). Más de una vez, en
sentido positivo. De Jesús mismo recuerda la palabra de la oración del Huerto:
“mirad que dice el buen Jesús… que la carne es enferma… Pues aquella carne
divina y sin pecado dice Su Majestad que es enferma, ¿cómo queremos la nuestra
tan fuerte…?” (Conc 3,10). En sus visiones de la Humanidad de Cristo, T ve
“su carne glorificada” (V 29,4).
Cautiverio / prisión.
– El cautiverio en tiempo de T era un triste fenómeno de época. Ella está
al corriente. Pero la imagen del cautivo y el cautiverio tiene fuerte influjo
paulino, tanto en su experiencia personal como en sus escritos. Es una imagen tupida
de matices y variantes: cautividad del alma, prisionero y prisión, cárcel,
hierros, cadenas, encadenada, encarcelar, vivir sin libertad, tener el alma
aherrojada, sentirse vendida en tierra ajena… El poema 1º (“Vivo sin vivir en
mí…”) es una glosa al tema paulino de “alma prisionera del cuerpo”, mientras
a la inversa el amor es “prisión de Dios”: “Esta divina prisión / del amor en
que yo vivo / hace a Dios mi cautivo / y libre mi corazón…” En el poema 18,
“quien no os ama está cautivo / y ajeno de libertad”. Prisión de amor es la
clausura de los Carmelos (Po 30: “…nuestro Esposo nos quiere en prisión…”).
La verdadera libertad consiste en “tener por cautiverio haber de vivir” (V
16,8). La más vibrante evocación de san Pablo aparece en Vida 21,6, hablando
del amor místico: “Todo la cansa. Vese encadenada y presa. Entonces siente más
verdaderamente el cautiverio que traemos con los cuerpos y la miseria de la
vida. Conoce la razón que tenía san Pablo de suplicar a Dios le librase de
ella. Da voces con él. Pide a Dios libertad… Anda como vendida en tierra
ajena…” (cf E 17,3).
Centella / centellica.
– Imagen de probable origen bíblico (Sap 3,7; 2,2; Ecl 42,23…). Presente
y elaborada en la tradición espiritual cristiana (“scintilla animae”), y especialmente
en la tradición carmelitana. Uno de los primitivos generales carmelitas,
Nicolás “Gálico”, escribió un tratadillo titulado “Ignea sagitta”. Más
claramente retorna esa imagen en el Cántico Espiritual de san Juan de la Cruz
(“al toque de centella…”). – En T la imagen de la centella se integra en el
grupo simbólico del fuego (brasero, llama, fuego, saeta, dardo, inflamamiento,
ascua, hierro candente…). En Vida, la centella se identifica con la oración
de quietud, primer destello de las gracias místicas: “Es, pues, esta oración
una centellica que comienza el Señor a encender en el alma, de verdadero amor
suyo… Pues esta centellica puesta por Dios, por pequeñita que es, hace mucho
ruido…, comienza a encender el gran fuego que echa llamas de sí… del
grandísimo amor de Dios” (V 15,4). En las Moradas reelaborará esa imagen a la
altura de las moradas sextas: el brasero es Dios; de él salta la centella que
“da en el alma” y la abrasa en vivos deseos (6,2,4; 6,4,3; 6,7,11; y cf
6,1,11). El mismo simbolismo aparece en Camino 28,8, a propósito de la oración
de recogimiento.
Cielo empíreo.
– Más que de la Biblia, la imagen del cielo empíreo procede de la
mitología y filosofía cosmogónica antigua: empíreo era la más alta de las
esferas celestes, espacio del fuego puro y de los astros incorruptibles. En el
lenguaje eclesiástico pasó a significar la “morada de la divinidad”. Teresa lo
evoca en las moradas supremas del Castillo, como símbolo del fondo del alma,
que Dios se reserva como morada: “…estando el alma tan hecha una cosa con
Dios, metida en esta aposento de cielo empíreo que debemos tener en lo interior
de nuestras almas…” (M 6,4,8). “En metiendo el Señor el alma en esta morada
suya, que es el centro de la misma alma, así como dicen que el cielo empíreo
–adonde está nuestro Señor– no se mueve como los demás, así parece en los
movimientos de esta alma…” (M 7,2,9). Así, en la idea que T tiene del alma
humana y del cosmos, aquélla reflejaría la estructura de éste.
Cielo (=firmamento).
– El cielo material es, en la Biblia y en T, imagen del Reino de los
cielos (inmaterial). “Los cielos cantan la gloria de Dios” (salmo 18,2). A
ella, “sólo mirar el cielo recoge mi alma” (V 38,6), y la hace elevarse a “las
cosas celestiales”. En C 28,5 hablará de “este cielo pequeño de nuestra alma”
(cf M 7,1,3).
Cierva. – Imagen
bíblica conocida por Teresa, que reza asiduamente el salmo 41 (“Como ansía la
cierva las corrientes de agua…”), y que conoce el conjuro del Esposo a las
hijas de Jeresusalén (“por las ciervas y las gacelas de los campos…”: Cant
2,7-8). De ellos ha pasado a la tradición espiritual la imagen de “la cierva
herida” (cf san Juan de la Cruz, Cánt,1…). De los dos pasajes bíblicos, en T
prevalece el primero: la cierva se convierte en el símbolo del alma de los
grandes deseos. En Vida 29,11 hace un precioso comentario del alma herida de
amor como la cierva del salmo: “¡Oh, qué es ver un alma herida! Que digo que se
entiende de manera que se puede decir herida por tan excelente causa; y ve
claro que no movió ella por dónde le viniese este amor, sino que del muy grande
que el Señor la tiene parece cayó de presto aquella centella en ella que la
hace toda arder. ¡Oh, cuántas veces me acuerdo, cuando así estoy, de aquel
verso de David: Quemadmodum desiderat cervus ad fontes aquarum, que me parece
lo veo al pie de la letra en mí!” De la bella imagen bíblica, en el presente
pasaje T retiene especialmente las tres componentes: la herida, la sed, y el
agua “medicina para tan subido mal”. – En M 7,4,13, la cierva que ha llegado a
los torrentes de agua es símbolo del alma que ha llegado a la saciedad final de
las sétimas moradas. En este último pasaje T asocia la imagen de la cierva, a
un sartal de imágenes bíblicas: el ósculo de la esposa, el tabernáculo de Dios,
la paloma y la oliva de Noé, dejando abierta esa serie simbólica al restante
arsenal alegórico de la sagrada Escritura: “¡Quién supiera las muchas cosas de
la Escritura que debe haber para dar a entender esta paz del alma!” (M 7,3,13).
Cilicio. – Cilicio
y ceniza son en la Biblia expresión típica del gesto penitencial (Mt 11,21; Lc
10,13). En los escritos de T no es metáfora ni símbolo sino instrumento físico
de mortificación corporal. Nunca lo menciona con relación a sí misma o a sus
monjas. Lo regala y recomienda a su hermano Lorenzo, fervoroso aprendiz de vida
espiritual: “Le envío ese cilicio, que despierta mucho el amor”, y humoriza:
“riéndome estoy cómo él me envía confites, regalos y dineros, y yo cilicios”
(cta 177, del 17.1.1577). T admira a fray Pedro de Alcántara, que “había traído
veinte años cilicio de hojadelata continuo” (V 30,2), y no menos a Catalina de
Cardona, que traía “cilicios asperísimos” (F 28,27). Pensando en su posibilidad
de imitarla, “según los deseos que me da el Señor de hacer [penitencia]”, oye
en su interior esta palabra: “¿Ves toda la penitencia que hace? En más tengo tu
obediencia” (R 23).
Cizaña. – Imagen
bíblica que ha pasado al lenguaje común (parábola del trigo y la cizaña: Mt
13,24). Teresa recuerda su presencia en la vida de la Iglesia y, como el Evangelio,
atribuye su siembra a Satanás (C 21,9). Lo mismo en su carta al P. General (cta
271,5), hablando de la vida religiosa.
Clavo. – El
simbolismo de los clavos tiene su origen en el realismo de la pasión de Jesús
(Jn 20,25). Ya antes de la Santa, la liturgia y la hagiografía habían cargado
de simbolismo los clavos con que fue crucificado (“dulce ferrum, dulces
clavos…!”; “clavo dexterae tuae”), para convertirlos en arras místicas del
desposorio del alma con Él. Así aparecen también en el místico ritual de la
experiencia nupcial de Teresa. Lo escribe ella en la Relación 35 (noviembre de
1572), al referir la gracia de ingreso en el matrimonio místico: “Diome su mano
derecha y díjome: ‘mira este clavo que es señal que serás mi esposa desde
hoy…; de aquí adelante… mirarás mi honra como verdadera esposa mía’…” No
recordará el simbolismo del clavo en el lugar paralelo de las Moradas 7,2,2. Ya
antes había referido ella una visión de Jesús con las manos traspasadas por los
clavos (V 39,1), visión igualmente acompañada de unas palabras de promesa. El
simbolismo del clavo pasará a la liturgia carmelitana de la Transverberación de
la Santa, e influirá en la iconografía barroca de la misma.
Cordero de Dios.
– “Cordero de Dios” es la presentación de Jesús hecha por el Precursor (Jn
1,29.36). Teresa retiene esa imagen bíblica en Camino. “Siempre que tornamos a
pecar lo ha de pagar este amantísimo cordero?” (3,8; cf 33,4). La redacción
primera decía en ambos pasajes “mansísimo cordero”: CE 4,2; 59,1. Lo repite
poéticamente en Po 11,1.
Crisol. – De la
Biblia pasa a los textos teresianos la comparación de “los justos probados por
Dios”, como el oro es acendrado en el crisol: “como el oro se prueba en el
crisol, así prueba el Señor al justo” (Sap 3,6: Prov 27,21; Ecl 2,5).
Probablemente a ella le llega la imagen bíblica a través de la liturgia. El
recurso a la imagen del crisol y el oro es relativamente frecuente en su
escritos. La enriquece con la nueva imagen del oro y los esmaltes y piedras
preciosas. Así en Vida, hablando de la pena mística por el sentimiento de
ausencia de Dios, escribe: “Me dijo [el Señor]… que en esta pena se
purificaba el alma como el oro en el crisol, para poder mejor poner los
esmaltes de sus dones, y que se purgaba allí lo que había de estar en
purgatorio” (V 20,16; cf 30,14; Conc 6,10; M 4,2,8).
Dardo. – Imagen
de origen bíblico, relacionado con las imágenes de la “herida” (“vulnerasti cor
meum”: Cant 4, 9), y del “fuego” (“saetas con carbones de fuego”: salmo 119,4;
y otros salmos). En los escritos de T aparece siempre como exponente del amor
místico: “saeta de fuego” (M 6,11,2), “flecha enherbolada” (“hirióme con una
flecha enherbolada de amor”: Po 3), disparada desde lo hondo del alma: “hay en
lo interior quien arroje estas saetas y dé vida a esta vida” (M 7,2,6).
El pasaje más
expresivo y famoso es el relato de la llamada gracia del dardo, a manos del
querubín: “un dardo de oro largo, y al fin del hierro… un poco de fuego” (V
29,13). Imagen repetida en los lugares paralelos de M 6,2,4, (“saeta” que lleva
tras sí las entrañas”), y R 5,17 (”herida” y “saeta” en el corazón).
Dechado. – Es la
versión del “exemplar” bíblico, pero con matiz femenino. En el N. T. Jesús es
el ejemplar absoluto (Heb 8,5; 9,23.24… “Exemplum dedi vobis…”: Jn 13,15).
Teresa había escrito de propia mano en el breviario la consigna de Jesús: “deprended
de mí que soy manso y humilde”. Y tanto en Camino (2,1) como en Moradas
(1,2,2…; 7,4,8) reitera el lema: “¡los ojos en vuestro Esposo!” Ella retiene
el uso popular del vocablo “dechado”, que es “el exemplar de donde la
labrandera saca alguna labor” (Covarrubias, s.v.). “El diseño que hace el
bordador entre las labranderas se llama dechado” (ib s.v. “muestra”, p. 818).
Para ella, el dechado es Cristo: “Mirando su vida, es el mejor dechado” (V
22,7) “Vos sois nuestro dechado y maestro” (C 36,5). Y en el lugar paralelo de
Moradas: “Es menester mirar a nuestro dechado Cristo” (M 6,7,13). Obviamente,
esa lección cristológica de T, desborda la imagen del “dechado” y se amplía en
el concepto de imitación, seguimiento, ejemplo, configuración… (T desconoce
el vocablo “modelo”).
Desierto.
– Imagen bíblica de gran trascendencia en la espiritualidad cristiana. La
experiencia del desierto es una etapa intermedia y simbólica en la historia del
Pueblo de Dios, después de la esclavitud de Egipto y antes de la libertad de la
tierra prometida. Para Teresa, el Carmelo y los ermitaños que en él iniciaron
la vida camelitana son fuente de inspiración e imagen tipológica de la vida
espiritual. Aparte el profeta Elías, otros tipos de vida en el desierto son san
Jerónimo y María Magdalena (V 11,10 y 22,12). Y en general los grandes
solitarios del Yermo (conocidos por ella en Flos Sanctorum, en las Vitae Patrum
o en las Colaciones de Casiano: “Los grandes santos que vivieron en los
desiertos… hacían graves penitencias y… tenían grandes batallas con el demonio
y consigo mismos” (R 36,1; cf V 7,22). Su admiración por ellos llega a provocar
en T una especie de emulación. “Comencé a haber envidia de los que están en los
desiertos, pareciéndome que como no oyesen ni viesen nada, estaban libres de
este divertimiento” (R 44), y todavía a la altura de las sextas moradas “ha
gran envidia a los que viven y han vivido en los desiertos” (M 6,6,3). Algo de
ese ideal pasa a su concepción de los nuevos carmelos: serán pequeños desiertos
en plena ciudad; sus monjas serán “ermitañas” (C 13,6), “como nuestros Padres
santos pasados ermitaños, cuya vida pretendemos imitar” (C 11,4). Y otro tanto
deseará para la vida de los descalzos, iniciada por fray Juan de la Cruz (cta
135,13).
Ella misma, en la fase
extática de su vida mística, por los años 1560-1572, vive esa experiencia de
desierto interior, en soledad y desolación, con acuciante “ansia de ver a Dios,
y aquel (=este) desierto y soledad le parece mejor que toda la compañía del
mundo” (V 20,13; cf 20,10 y 24,4). Ansia de desierto y de fuga del mundo las
recordará en las moradas sextas, identificando esos sentimientos en san
Francisco de Asís (“cuando lo toparon los ladrones, que andaba por el campo
dando voces, y les dijo que era pregonero del gran Rey”) y en fray Pedro de
Alcántara y “otros santos que van a los desiertos por poder pregonar lo que san
Francisco, estas alabanzas de su Dios” (M 6,6,11).
Destierro.
– También para T es convicción y tópico la imagen paulina de la vida
presente como destierro (2Cor 5,7; cf Heb 11,13; 1Pet 2,11). “Pasen como
pudieren este destierro, que harta malaventura es de un alma que ama a Dios…”
(V 11, 15). El cielo es “nuestra verdadera tierra” (V 38,6). “Siento tanto
verme en este destierro muchas veces…” (V 21,7). Con el mismo contenido de
experiencia personal, cf E 14,2; 15,1; 17,4, etc. O bien, su célebre poema
experiencial: “¡Ay qué larga es esta vida / qué duros estos destierros…” (Po
2,3). Es mucho menos frecuente en la Santa la imagen de la vida-peregrinación:
“somos acá peregrinos” (V 38,6). Es probablemente un ápax teresiano, pero en un
denso contexto bíblico: “Porque si uno ha de ir a vivir de asiento a una
tierra, esle gran ayuda, para pasar el trabajo del camino, haber visto que es
tierra adonde ha de estar muy a su descanso, y también para considerar las
cosas celestiales y procurar que nuestra conversación sea allá [Fip 3,20]”
(ib).
Diluvio.
– Vocablo bíblico con que T recuerda el desbordamiento del río Arlanzón
(23.5.1582), apenas había fundado el Carmelo de Burgos (cta 452,2).
Dragón. – En la
Biblia designa frecuentemente al demonio (Ap 12, 3-4…). También T lo llama
así: “espantoso dragón” (V 14,11).
Esclavo / siervo.
– Teresa se hace eco del texto de Isaías sobre el Mesías, siervo de Yahwé
(Is 50,4…). Así, en C 33,4: “esto os enternezca el corazón, hijas, para amar
a vuestro Esposo, que no hay esclavo que de buena gana diga que lo es, y que el
buen Jesús parece que se honra de ello”. Y más en firme al finalizar las
Moradas: “Poned los ojos en el Crucificado y haráseos todo poco… ¿Sabéis qué
es ser espirituales de veras? Ser esclavos de Dios…, como El lo fue” (M
7,4,8). En el vocabulario teresiano, es corriente la expresión “sierva de
Dios”, dicho de sí misma (“sierva de este Señor y Rey”: V 25,19; 15,6…), o
“siervos de Dios”, dicho de los cristianos verdaderos (V 11,14…).
Esponja. – Imagen
complementaria del ciclo simbólico del agua, con sus múltiples variantes.
Aparece sólo dos veces en los escritos teresianos. En ambos casos con función
autobiográfica, para expresar plásticamente la experiencia mística que T tiene
de la presencia de la Trinidad en su alma, o la de Dios en el cosmos.
“Esta presencia de las
Tres Personas… he traído hasta hoy presentes en mi alma… Se me representó como
cuando en una esponja se incorpora y embebe el agua: así me parece mi alma que
se henchía de aquella divinidad, y por cierta manera gozaba en sí y tenía las
Tres Personas” (R 18).
“Una vez entendí cómo estaba el señor en todas las cosas y cómo en el alma, y púsoseme comparación de una esponja que embebe el agua en sí” (R 45).
Flecha. –F Como dardo y saeta, en acepción figurada (amor), reminiscencia del Cantar bíblico. En los escritos de la Santa aparece sola una vez en el poema 3, glosando las palabras “dilectus meus mihi” (Cant 6, 2): “Hiriome con una flecha / enherbolada de amor / y mi alma quedó hecha / una con su Criador”. ’ Saeta y dardo.
Fuente de agua viva.
– La simbólica “fuente de agua viva” es frecuente en ambos Testamentos
desde el Génesis (2,6), hasta el Apocalipsis (21,6). En T influye sobre todo la
promesa de Jesús en Jn (4,14), tanto a nivel autobiográfico, como doctrinal.
“Oh, ¡qué de veces me acuerdo del agua viva que dijo el Señor a la Samaritana!,
y así soy muy aficionada a aquel Evangelio” (V 30,19). Lo mismo en línea
doctrinal en C 19,2, y M 6,11,5. En E 13,4, la fuente es Dios mismo: “¡Oh almas
bienaventuradas!…, pues estáis tan cerca de la fuente, coged agua para los
que acá perecemos de sed”.
Gusano. – Es una
de las imágenes bíblicas elevadas de rango al ser aplicada al Siervo de Yawéh:
“ego sum vermis et non homo” (gusano y no hombre: salmo 21,7). Teresa aplica
esa imagen a sí misma con inusitada humildad, especialmente al sentirse en
presencia del Altísimo: “…pecadorcilla, gusanillo que así se os atreve” (C
3,9). Se asombra de que Dios tenga “amor tan grande a un gusano tan podrido…”
(V 20,7), y a El mismo se lo confiesa, al tomar conciencia de la unión mística:
“¡Seáis alabado, oh regalo de los ángeles, que así queréis levantar un gusano
tan vil!” (V 19,2. Reiterado en M 1,1,3; 5,4,10; 6,4,7.10; F 7,1; Conc
1,10…).
Hormiga. – En la
Biblia, la hormiga es imagen de la pequeñez y de la laboriosidad (Prov 6,6;
20,25). También T ve reflejado en la pequeñez de la hormiga el poder y saber de
Dios: “en todas las cosas que crió gran Dios, tan sabio, debe haber hartos
secretos… en cada cosita que Dios crió hay más de lo que se entiende, aunque
sea una hormiguita” (M 4,2,2). A sí misma se ve ella como una “hormiguilla… que
el Señor quiere que hable” (V 31,21): “¡Oh grandeza de Dios, cómo mostráis
vuestro poder en dar osadía a una hormiga!”, es decir, a T (F 2,7). De vuelta
de su experiencia de lo divino, al verse enredada en las cosas de la tierra
“todo me parecía un hormiguero” (V 39,22).
Huerto. – Imagen
de probable origen bíblico. Por dos veces cita T el verso de los Cantares 5,1:
“Veniat dilectus meus in hortum suum” (R 24 y 44). El hecho de alegar el texto
en latín denota cierta familiaridad de T con ese preciso verso del Cantar. Para
ella, el alma humana es “huerto de Dios” (“hortus conclusus”: Cant 4,12).
Expresa plásticamente la tesis de la inhabitación: que Dios “viene” al huerto
del alma, y “se deleita” en ella. Quizás inspiró en ese versículo bíblico su
alegoría del “huerto y las maneras de regarlo” de Vida c. 11 y siguientes.
De hecho ella misma
afirmó el dato autobiográfico: “Regálame esta comparación, porque muchas veces
en mis principios… me era gran deleite considerar ser mi alma un huerto, y al
Señor que se paseaba en él” (V 14, 9; y ya antes, 10,9). En su oración de
principiante, también solía acogerse al “huerto de Getsemaní”: “En especial me
hallaba muy bien en la Oración del Huerto. Allí era mi acompañarle” (9,4). –
(Del simbolismo del huerto, elaborado por T, se tratará en la voz Símbología
Teresiana).
Jesucristo.
– Jesús en su existencia terrena y en la supervivencia gloriosa es para T
un condensado de símbolos: cordero de Dios, pastor, camino, verdad y amor
(“capitán del amor”: C 6,9), maestro, libro vivo, esposo, señor, rey,
emperador, el crucificado, el dechado, el juez futuro, fuente de agua viva,
vida, pan eucarístico, maná, siervo de Yawéh…
Lago. – En la
Biblia es frecuente la figuración del infierno como lago profundo (Is
14,15.19… hasta Ap 14,19.20). Teresa ha podido leer esa imagen en los salmos
(27,1; 29,4; 142,7). Ella la utiliza una sola vez, para designar el infierno,
“aquel lago hediondo” (E 11,1).
Lámpara. – En el Evangelio,
la lámpara encendida es símbolo de la luz y las buenas obras (Mt 25: parábola
de las diez doncellas). – En T aparece todo el grupo semántico del Evangelio:
lámpara, lamparilla, candela, candil, aceite, aceitera, luz… Para ella son
imágenes cargadas de realismo, pues tanto en la Encarnación como en los
Carmelos posteriores el cuidado de la lámpara o de la candileja durante la
noche conventual es de primera necesidad. Todavía al final de su vida lo
encarga al Carmelo de Soria: “Siempre, después que salgan de maitines, se
encienda una lamparilla que llegue hasta la mañana, porque es mucho peligro
quedar sin luz…” (Ap 17,15). – Más importante es su recurso a la acepción
alegórica del Evangelio (Conc 2,5). Teresa dedicará un poema a glosar la
parábola de las diez doncellas: “Hermanas, porque veléis… – En vuestra mano
encendida / tened siempre una candela / y estad con el velo en vela… / Tened
olio en la aceitera / de obras y merecer…” (Po 25).
León. – De
simbolismo tópico. En la Biblia tiene significado polivalente. Como símbolo del
Mesías (león de Judá), aparece sólo en los poemas de T: así en el villancico
navideño “Este niño” (Po 16) y en uno de los poemas a la Cruz (Po 18). En
cambio, como símbolo negativo (“león y dragón”: salmo 90,13), aparece una sola
vez en Vida 35,15, donde los “leones” temibles nos acechan en los peligros
mundanos.
Libro de la Vida.
– Esa imagen, reiterada en el Apocalipsis (19,9; 21,27…), es incorporada
por T a una de sus exclamaciones en un contexto repleto de evocaciones
bíblicas: “Bienaventurados los que están escritos en el libro de la vida” (E
17,6). (El título “Libro de la vida”, dado a su autobiografía no se debe a la pluma
de T).
Llaga/s. – Con
simbolismo polivalente, tanto en la Biblia como en la simbología de Teresa.
Bien sean las llagas físicas del Señor, bien las simbólicas del propio espíritu
de Teresa. La visión de las llagas de Jesús está muy presente en la experiencia
mística de ella (V 29,4; 39,1). De ahí su grito: “¡Oh fuentes vivas de las
llagas de mi Dios, cómo manaréis siempre con gran abundancia para nuestro
mantenimiento…!” (E 9,2). T siente la intensidad del amor como una llaga del
alma, herida por la llama de Dios: “Esta llaga de la ausencia del Señor…”(V
29,10): en el contexto de la herida del dardo o transverberación. Pero ella
misma advierte en un pasaje paralelo que «este dolor no es en el sentido, ni
tampoco es llaga material, sino en lo interior del alma, sin que parezca dolor
corporal» (R 5,17; cf E 6,1). También el pecado llaga al alma, y los
sacramentos son “medicina y ungüento para nuestras llagas, que no las
sobresanan sino que del todo las quitan” (V 19,5).
Luz. – En la
Biblia, luz es el factor físico que indica o anuncia la presencia de la
divinidad. En el Evangelio, Jesús “es la luz verdadera que ilumina a todo
hombre” (Jn 1,9). T cita la palabra de Jesús: “Yo soy la luz del mundo” (Jn
8,12: M 6,7,6). En los escritos de la Santa es de alta frecuencia el uso de la
luz como imagen de la verdad. “Dar luz” es hacer saber, tomar conciencia. Nos
dan luz Dios (V 21,7; 25,19) o los letrados. “Es gran cosa letras, porque
éstas… nos dan luz” (V 13,16). Pero es más característico el simbolismo de la
luz en la vida mística. A veces T tiene experiencia de “otra luz” tan diversa
de la de acá, que no logra describirla. “Es una luz tan diferente de las de
acá, que parece una cosa tan deslustrada la claridad del sol que vemos, en
comparación de aquella claridad y luz que se representa a la vista, que no se
querrían abrir los ojos después… No se representa sol, ni la luz es como la
del sol; parece en fin luz natural, y estotra cosa artificial. Es luz que no
tiene noche, sino que, como siempre es luz, no la turba nada…” (V 28,5). Y de
nuevo: “…en sólo la diferencia que hay de esta luz que vemos a la que allá se
representa, siendo todo luz, no hay comparación, porque la claridad del sol
parece cosa muy desgustada. En fin, no alcanza la imaginación, por muy sutil
que sea, a pintar ni trazar cómo será esta luz…” (V 38,2). En las moradas, la
luz es progresiva, se acrecienta de morada en morada (M 1,2,14), mientras que
el pecado es “tinieblas tenebrosas”. Una de las invocaciones de la Santa es:
“Señor, dad ya luz a estas tinieblas” (C 3,9). – Cf M. A. Pelligro, Luz y
sombra en la vida y obra de Santa Teresa de Ávila, Universidad de Connecticut
1975.
Maná. – Manjar
bíblico, regalo de Yawéh al pueblo en el desierto (E 16,31), que tenía en sí
toda clase de sabores (Sap 16,20). Teresa lo emplea en su doble acepción
alegórica: como don de Dios, y como manjar de sabor exquisito (C 10,4). Lo es
la Eucaristía: “Su Majestad nos dio este mantenimiento y maná de la Humanidad,
que le hallamos como queremos, y que si no es por nuestra culpa no moriremos de
hambre; que de todas cuantas maneras quisiere comer el alma hallará en el
Santísimo Sacramento sabor y consolación”(C 34,2). Glosa esta última que
depende del texto sapiencial (Sap 16,20), constantemente aplicado por la liturgia
a la Eucaristía a partir del Evangelio de Juan (Jn 6,31-59). En las moradas
místicas “llueve del cielo” el verdadero maná (M 2,1,7). Maná exquisito es la
palabra de Dios, especialmente la de los Cantares (Conc 5,2).
Manzano/ manzanas.
– Las dos imágenes, el árbol y los frutos, son recordadas por T únicamente
comentando los pasajes respectivos del Cantar de los Cantares (2,5 y 8,5). En
el librito de los Conceptos (caps. 5 y 7) comentará los versos: “sostenedme con
flores y acompañadme con manzanas…” (6, 13 y 5,5); “su fruto es dulce para mi
garganta” (5,2); “asentéme a la sombra del (árbol) que había deseado” (5,2);
“debajo del árbol manzano te resucité” (7,8). – “Entiendo yo por manzano el
árbol de la cruz…” (7,8). – Su fruto es el Amado. O bien las virtudes:
“Acompañadme con manzanas: dadme, Señor, trabajos, dadme persecuciones…
porque, como ya no mira su contento sino el contentar a Dios, su gusto es en
imitar en algo la vida trabajosísima que Cristo vivió” (7,8). – La sombra del
manzano es “el amparo del Señor” (5,3). “Acuérdome cuando el ángel dijo a la
Virgen sacratísima, señora nuestra: ‘la virtud del muy alto os hará sombra’.
¡Qué amparada se ve un alma cuando el Señor la pone en esta grandeza…!”
(5,2). Sólo esta tercera imagen –la sombra– pasará a otros escritos teresianos.
– Uno de los poemas teresianos dedicados a la Cruz (Po 19), dedica una estrofa
a evocar el otro árbol de los Cantares: la palmera del c. 7, 7-8.
Mar. – Aparte el
tópico simbolismo del mar y su oleaje, Teresa retiene de la Biblia tres o
cuatro acepciones simbólicas del mar: a) el Mar Rojo (“Mar Bermejo”, dice ella:
c. 128, 4); b) el mar de Jesús (lago de Galilea); c) lo “profundo del mar” de
los naufragios de Pablo; d) el mar en general.
a) Teresa misma ha
tenido una experiencia íntima en el período en que su obra de fundadora parecía
ir a pique: “Vi una gran tempestad de trabajos, y que como los egipcios
perseguían a los hijos de Israel, así habíamos de ser perseguidos; mas que Dios
nos pasaría a pie enjuto y los enemigos serían envueltos en las olas” (R 37,
probablemente de 1573). Cuando, por fin, se desata esa tormenta, Teresa relee
la historia de Moisés y “el mar Bermejo…” (cta 128,4: del 5.10.1576). Con
diversas alusiones que utilizan ese mismo lenguaje figurado (cta 284,4; M
6,6,4).
b) Del mar de Jesús,
recordará las dos escenas, cuyo simbolismo ella ha visto comentado por el
Cartujano: Jesús dormido mientras arrecia la tempestad (Mt 8,25), que ella
adopta como motivo simbólico cuando la comunidad de Sevilla está sometida a
durísima prueba: “el buen Jesús las ayudará, que aunque duerme en la mar,
cuando crece la tormenta, hace parar los vientos” (cta 284,3; y V 25,19; C
35,5); y Jesús que tiende la mano a Pedro, cuando éste duda y se hunde (Mt 14,
29): escena de la que T retiene sólo el valor simbólico del gesto primero de
Pedro: de principiante, “pensaba (yo) muchas veces que no había perdido nada
san Pedro en arrojarse en la mar, aunque después temió…” (V 13,3; Conc 2,29).
c) Al menos una
evocación del pasaje paulino de 2 Cor 11, 25: “noche y día estuve en lo
profundo del mar”. Teresa compara los dos Pablos: a Gracián con el Apóstol:
“¡Oh, qué bien le vino a mi Pablo (=Gracián) el nombre! Ya está muy levantado,
ya en lo profundo del mar. Yo le digo que hay bien de qué nos gloriar en la
cruz de nuestro Señor Jesucristo” (cta 279) (eco de Gálatas 6,14).
Efectivamente Gracián había descendido de su alto cargo de Visitador Apostólico
a la pena de cárcel (1578).
d) En los escritos de
la Santa, el “mar tempestuoso” es corrientemente la vida humana: así, en unos
de sus poemas, “Alegre pasa y muy gozoso / las ondas de este mar tempestuoso”
(Po 5; cf V 8,2 y al comienzo de las Exclamaciones: “¿qué te consuela, oh ánima
mía, en este tempestuoso mar?” E 1,1), si bien puede figurar también la
inmensidad divina: “…cuándo será aquel dichoso día que te has de ver ahogado
en aquel mar infinito de la suma Verdad…” (E 17,4).
Margarita preciosa. – Del Evangelio pasan a los escritos teresianos las imágenes del “Reino”: la margarita preciosa, la perla, el tesoro escondido, las piedras preciosas (Mt 13,44-45), que T traslada al reino del alma. En las Moradas, la contemplación es la margarita preciosa, o el tesoro que buscaban los antiguos santos del Carmelo (M 5,1,2). Ya al comienzo de las Moradas, el alma del hombre es “la perla oriental”, en un contexto alusivo al Apocalipsis (M 1,2,1). Glosando el verso de los Cantares “toda hermosa eres, amiga mía”, T presenta así al alma enamorada: “Paréceme a mí que va Su Majestad esmaltando sobre este oro que ya tiene aparejado con sus dones… para ver de qué quilates es el amor que le tiene… Esta alma, que es el oro, estáse en este tiempo sin hacer más movimiento ni obrar más por sí que estaría el mismo oro; y la divina Sabiduría, contenta de verla…, va asentando en este oro muchas piedras preciosas y esmaltes con mil labores” (Conc 6,10). Más frecuentemente recurre a las joyas, como imagen de la gracia o del amor (V 10,5.6; 18,4; 28,13…; M 6,5,11; 6,9,2…).
Monte. – En los
escritos teresianos apenas está desarrollado el simbolismo del monte, aun
cuando ella haya leído el libro de B. de Laredo Subida del Monte Sión (nunca
menciona este último vocablo: V 23,12) y conozca el lenguaje espiritual de fray
Juan de la Cruz. Ella menciona tres montes bíblicos: Monte Carmelo (’ Carmelo),
Monte Tabor (R 36,1), y Monte Calvario (C 28,4). Al menos en una ocasión lo
utiliza como imagen de la vida espiritual: “…muchos quedan al pie del monte,
que pudieran subir a la cumbre…” (Conc 2,17).
Morada/s.
– Vocablo técnico y polivalente en los escritos teresianos. De inspiración
bíblica. A veces retiene el significado evangélico: “moradas” en la casa del
Padre celeste. Con más frecuencia indica los diversos estados o etapas del
camino espiritual. O bien, diversos niveles de interioridad en el simbolismo
del “castillo del alma”. En el libro titulado “Castillo Interior”, indica las
siete secciones en que está dividido, desde las moradas primeras hasta las
séptimas. Incluso pasó a formar parte del título de ese mismo libro, ya desde
la primera edición de fray Luis de León: “Castillo Interior o las Moradas”,
epígrafe retenido por algunos editores modernos. Aquí analizaremos únicamente
el significado del término en este libro de la Santa.
Origen bíblico. Antes
de redactar el “Castillo Interior”, las primeras menciones de las “moradas” son
alusivas a los correspondientes textos bíblicos, dos especialmente: “Hay muchas
moradas en el cielo” (Jn 14,2: V 13,13; C 20,1); y “hagamos aquí tres moradas”
(episodio del Tabor, Mt 17,4: C 31,3; V 15,1). En la página primera del
“Castillo”, al plantear el simbolismo del libro, prevalecerá el primero de esos
dos pasajes evangélicos: “En el cielo hay muchas moradas” (M 1,1,1). La autora
mantendrá así el empalme con la temática joannea de la “morada” (moné/ménein),
a base de una sencilla transposición simbólica según la cual el alma humana
calca la estructura del cielo: en uno y otra –cielo/alma– hay muchas moradas,
pues “nuestra alma es como un castillo… adonde hay muchos aposentos, así como
en el cielo hay muchas moradas” (1,1,1; 1,1,3). Por ello, a la morada final le
llamará “cielo empíreo que debemos tener en lo interior de nuestras almas” (M
6,4,8; y 7,2,9, donde vuelve a establecer el paralelo entre cielo y alma humana).
La acepción simbólica.
Ante todo, “morada” es una fracción del gran símbolo del “castillo del alma o
castillo interior”: “Consideremos que este castillo tiene muchas moradas, unas
en lo alto, otras embajo, otras a los lados, y en el centro y mitad de todas
tiene la más principal, que es adonde pasan las cosas de mucho secreto entre
Dios y el alma” (1,1,3). El simbolismo básico del “castillo” está integrado por
una serie de imágenes y sus correspondientes vocablos: cerca y arrabal, ronda y
puerta de entrada, cámara o palacio del rey, aposentos bajos y piezas altas,
cielo empíreo de Dios, etc. Entre todos esos elementos prevalece el de
“morada”. De ella depende la estructura interior del castillo como símbolo
espacial del alma humana. Morada es, simbólicamente, espacio interior. La serie
de moradas simboliza los diversos niveles de interioridad y profundidad en el
ámbito del alma. Niveles dinámicos, en que la vida de la persona se realiza más
o menos superficialmente, más o menos espiritualmente: desde la vida en la
órbita de lo sensible, hasta las vivencias hondas en puro espíritu. Según el
esquema del libro, hay un último nivel, morada reservada a Dios en el centro
del castillo (1,2,8.14), o en el hondón del alma (4,2,6), o en el espíritu del
alma (7,2,10; 7,1,10-11): ahí, el alma es propiamente “su morada” de El
(7,1,3). Es decir, ahí es donde la vida humana se realiza como pura relación
con lo trascendente. En cierto modo, en el polo opuesto de nuestra primordial
relación con la exterioridad sensible. Porque en el esquema simbólico de T la
interioridad humana contiene la realidad divina, de suerte que también “Su
Majestad mismo sea nuestra morada” (5,2,5).
La acepción derivada.
Sobre ese simbolismo estructural construye T la acepción dinámica de morada. La
vida espiritual es –como toda vida– un proceso. Teresa lo ha jalonado en siete
moradas (siete etapas), que son meramente representativas de las infinitas
situaciones progresivas que vive el hombre: “un millón”, dirá ella (1,2,12).
Cada morada marca un estadio del proceso/progreso. Y cada una de ellas está
diseñada a base de una terna de componentes: ante todo, la llamada o la gracia
del Señor del castillo; de ella deriva una forma de vida dentro de éste, un
determinado estado ético del hombre (efectos, virtudes…); y de ambas cosas,
derivará un grado de relación creciente entre Dios y hombre, que puede
coincidir con diversos grados o formas de oración, desde los balbuceos del
“sordomudo” de las primeras moradas (2,1,2), hasta la oración de unión en las séptimas.
En esa relación recíproca, T destaca la alternancia de los dos dialogantes,
Dios y el hombre: tres moradas de intensa actividad humana; las cuatro
restantes, de neta receptividad y fuerte influjo divino. De ahí: tres primeras
moradas predominantemente ascéticas; y cuatro moradas finales netamente
místicas. En un cierto punto del proceso, “manda Dios cerrar las puertas de
estas moradas todas, y sólo en la que El está queda abierta para entrambos”
(6,4,9).
Nave, nao, navegar.
– Símbolo polisémico en los escritos de T. Ella asume, al menos una vez el
simbolismo evangélico de Jesús, dormido en la nave durante la tempestad (Mt
8,23-27), y lo traslada a la presencia de Jesús en las borrascas de la Iglesia:
“Ya, Señor, ya: haced que se sosiegue este mar, no ande siempre en tanta
tempestad esta nave de la Iglesia, y salvadnos, Señor mío, que perecemos” (C
35,5). Más frecuentemente recurre a la imagen de la nave para simbolizar el
alma, propia o ajena, “la navecica de nuestra alma”. Así, por ejemplo, en el pasaje
de M 6,5,3, cuajado de evocaciones bíblicas: “No parece sino que aquel pilar de
agua que dijimos… que con tanta suavidad y mansedumbre se henchía, aquí
desató este gran Dios, que detiene los manantiales de las aguas y no deja salir
la mar de sus términos (Prov 8,29 y Job 38,8.10) los manantiales…; se levanta
una ola tan poderosa, que sube a lo alto esta navecica de nuestra alma…” (y
sigue una tácita alusión al mismo pasaje de Mt 8,23). Esa imagen de la “nao del
alma” reaflora en el puerto final de las Moradas 7,3,14: “como una nao que va
muy demasiado de cargada…” La misma imagen del alma navegando en calma o
bogando entre borrascas había aparecido en Vida 30,19 y en Camino 28,5,
simbolizado el aspecto místico de la vida espiritual.
Niño/s. – La
imagen del niño lactante o del niño en brazos de su madre abunda en la Biblia.
En el A.T., por ejemplo en el salmo 130,2, o en Núm 11,12… Más cercanos a la
lectura de la Santa están los pasajes del Evangelio (Mt 18,3) y de san Pablo (1
Cor 3,1; 13,11; Ef 4,4; 1Tes 2,7…). En la liturgia del tiempo pascual,
domingo de “Quasi modo”, ella ha escuchado tantas veces las primeras palabras
del introito, tomadas de 1Pe 2,2: “como niños recién nacidos… hambread la
leche”. Con todo, la imagen del niño en los textos teresianos parece más bien
de inspiración personal, desde la sensibilidad femenina de T. La usa para
ilustrar el fenómeno de la vida espiritual, por contraste: el niño crece, sin
posible regreso de la juventud a la infancia (“después que crece no torna a
descrecer”), mientras que en la vida espiritual existe el riesgo constante de
la involución y el retroceso (V 15,12); o para indicar la desproporción que hay
entre ciertos pesos de la vida y las débiles espaldas del hombre (F 18,10), o bien
“el acelerado llorar de ciertos niños” y los desmesurados fervores de ciertos
momentos de oración, “que parecen ahogar el espíritu” (V 29,9). O la
superficialidad con que a veces se vive la vida, como si fuese “juego de niños”
(V 21,9; C 20,4…).
Pero la imagen más
elaborada, en forma y en fondo, es la del “niño que aún mama, cuando está a los
pechos de su madre, y ella, sin que él paladee, échale la leche en la boca, por
regalarle” (C 31,9): imagen que ha sido recordada y matizada por T al menos en
cuatro ocasiones sucesivas: En Vida 15,12, en Camino 31,9-10, en Conceptos
4,4-5, y en Moradas 4,3,10. (Es interesante notar que la Santa añadió de
intento esa comparación al final del Camino E para que se introdujese en el
texto del capítulo correspondiente.) Se recurre a ella invariablemente para
ilustrar el ingreso en la oración mística, que T llama oración de quietud o
quietud de la voluntad. Con la estampa del niño “que recibe el regalo de la
leche y deléitase en él, mas no tiene entendimiento para entender cómo le viene
aquel bien…”, a la Santa le interesa subrayar dos o tres aspectos
fundamentales de la experiencia mística inicial: el goce íntimo del sujeto
(“gustos”), la gratuidad de la infusión de amor, y su carácter misterioso e
inefable. Incluso, la ternura maternal de Dios, que sin méritos nuestros
derrama su amor en el corazón del orante.
Noche – “Noche”
es un referente polisémico pero frecuente, tanto en el A. T. (baste recordar
las noches del Exodo), como en el Evangelio (“viene la noche, y ya no se puede
trabajar”: Jn 9,4). En T el simbolismo de la noche no ha sido desarrollado como
en san Juan de la Cruz. En ella es más bien ocasional y esporádico. Es célebre
su evaluación de la vida humana: “todo es una noche en mala posada” (C 40,9,
pero hay que leerlo en su contexto). El curso cíclico e imparable del amanecer
y anochecer es para ella una imagen de la gratuidad de todo lo místico (R 28,1;
C 31,6). Las “tinieblas tenebrosas” en el Castillo designan “el pecado en el
alma” (M 1,2,1), “Tinieblas oscurísimas” o “cárcel tenebrosa”, el infierno (V
32,3.5. Cf M. L. H. Smitheram, The Symbol of Night in the
Words of Santa Teresa de Jesús, Universidad de California, 1977).
Nube. – Imagen
bíblica, que en las teofanías (Sinaí, templo, Tabor…) expresa la presencia de
Yawéh. Ese mismo significado le da T. En la alegoría del huerto y el riego (V
11,6), la “cuarta agua” o cuarta manera de riego es la lluvia que proviene de
las nubes del cielo con que “la riega el Señor sin trabajo ninguno nuestro” (V
11,7). “Podemos creer que está con nosotros esta nube de la gran majestad acá
en la tierra” (20,2). En ese mismo contexto místico, “viene un ímpetu tan
acelerado y fuerte, que veis y sentís levantarse esta nube o esta águila
caudalosa…” (V 20,3; y cf M 7,1,6 y Conc 5,4). Ver: Sol, sombra.
Olio / oliva.
– Imagen de origen evangélico. (Olio es voz poética: una sola presencia en
el léxico teresiano). Tomada de la parábola de las diez doncellas (Mt 25). Uno
de los poemas de T, dedicado íntegramente a glosar la parábola, dice: “Tened
olio en la aceitera / de obras y merecer / para poder proveer / la lámpara que
no se muera” (Po 25,5). Teresa glosa en sentido místico la parábola evangélica
de las diez vírgenes: el aceite (olio) son las virtudes y las buenas obras; la
aceitera es la vida religiosa; una y otra producen la luz que destella e
ilumine en torno. La Santa utiliza más frecuentemente el vocablo aceite. En el
poema 19, dedicado a la cruz: “Es una oliva preciosa / la santa cruz / que con
su aceite nos unta / y nos da luz. / Alma mía, toma la cruz / con gran
consuelo, / que ella sola es el camino / para el cielo.” (Po 19,4). Aceite y
aceitera (o candil) mantenían total realismo en el ambiente teresiano (cf
Apuntes, 17,15). Oliva, símbolo de la paz, de origen bíblico (Gén 8,11),
mantiene ese simbolismo en M 7,3,13, para expresar la paz final del alma que se
ha adentrado en la fase del matrimonio místico: “Aquí halla la paloma que envió
Noé a ver si era acabada la tempestad, la oliva, por señal que ha hallado
tierra firme dentro en las aguas y tempestades de este mundo”. Teresa escribe
normalmente olio, también cuando habla del sacramento de la Unción de los
enfermos (F 22,18). Olear es administrar el sacramento de la Unción (F 12,8;
22,8 y Cartas).
Olor. – Los dos
motivos bíblicos presentes en la imaginaría teresiana son: el Cantar de los
Cantares, y la fragancia de su huerto; y el pasaje de san Pablo en que elogia a
la comunidad de Corinto por ser “buen olor de Cristo” (2 Cor 2,15).
Este texto paulino
subyace a la alegoría del “jardín” desarollada por T a partir de Vida 11. El
huerto es el alma (o el hombre). Toda su función es producir flores y frutos
para sí mismo y para el Señor del huerto. Ante todo, flores: “echar flores que
den de sí gran olor para dar recreación a este Señor nuestro” (11,6);
“comienzan las flores y claveles a dar olor” (14,9); así, reiteradamente, hasta
la afirmación final: “mientras más crece el amor y la humildad en el alma,
mayor olor dan de sí estas flores de virtudes, para sí y para los otros”
(21,8). – El motivo de los Cantares es mucho más explícito, especialmente en
los escritos tardíos de la Santa: Conceptos y Castillo Interior. En los
Conceptos glosa expresamente el verso “tus pechos…, que dan de sí fragancia
de muy buenos olores”, y “olor más que los ungüentos muy buenos” (título del
cap. 4, y texto. En el capítulo siguiente glosará el tema de “los frutos”).
Teresa pasa de la glosa a la autobiografía: “Siéntese una suavidad en lo
interior del alma, tan grande, que… parece que todo el hombre interior y
exterior conforta, como si le echasen en los tuétanos una unción suavísima, a
manera de un gran olor… que nos penetra todos” (4,2). Reanudará el tema al final
del librito, c. 7,3, glosando el verso “sostenedme con flores”: “De otro olor
son esas flores que las que acá olemos” (cf también 7,7). El dato
místico-autobiográfico pasará a las Moradas. También aquí testificará T la
experiencia mística de esa fragancia interior, desde los comienzos de la vida
propiamente mística: “Entiende (el alma) una fragancia… como si en aquel
hondón interior estuviese un brasero adonde se echasen olorosos perfumes; ni ve
lumbre ni dónde está; mas el calor y humo oloroso penetra toda el alma, y
aun… el cuerpo” (M 4,2,6). Experiencia que se intensifica en las moradas
sextas (6,2,8): el Señor despierta al alma en lo interior, “parece viene una
inflamación deleitosa, como si de presto viniese un olor tan grande, que se
comunicase por todos los sentidos… para dar a sentir que está allí el
Esposo”. (Con respecto al problema místico de los sentidos interiores, si bien
la Santa alude alguna vez a ellos (R 5,3), nunca lo hace con relación a los
olores).
Es preciso recordar
que desde los comienzos de su vida de oración, a T la recogen los aromas: en
los primeros tanteos, “aprovechábame a mí ver campo o agua, flores. (En el
pasaje paralelo de la R 1,11 completa: …agua, campos, flores, olores,
músicas…). En estas cosas hallaba yo memoria del Criador…, me despertaban y
recogían y servían de libro” (V 9,5).
Oruga. – Insecto
que evoca al gusano que hizo secar el ricino de Jonás en Nínive (Jon 4,7). T lo
recuerda dos veces para simbolizar el “punto de honra” (V 31,21) o ciertos
defectos secretos y arraigados (amor propio, propia estima, falta de caridad,
juzgar al prójimo…) que “son gusanos que no se dan a entender hasta que, como
el que royó la yedra a Jonás nos han roído las virtudes” (M 6,3,6).
Pájaro solitario.
– Es la famosa imagen alegórica de san Juan de la Cruz (CB 14-15,24).
Teresa no llega a esbozar algo remotamente parecido al texto sanjuanista. Con
todo, la imagen del pájaro solitario tiene, en ella, la doble singularidad del
empalme directo con la Biblia, y la cita excepcional en el latín de la Vulgata,
recitado por ella en el oficio coral. La Santa recurre a la imagen del Salmo
101 para simbolizar el “extremo de soledad” que la abruma (a ella o al místico
de la “cuarta agua”, y al salmista mismo), a causa de la ausencia de Dios,
padecida y sentida como carencia de algo absolutamente necesario para vivir
(especie de angustia como por falta de oxígeno para el alentar del espíritu).
El texto de la soledad se halla en Vida 20,10, y es sumamente expresivo:
“Con esta comunicación
crece el deseo y el extremo de soledad en que se ve, con una pena tan delgada y
penetrativa que, aunque el alma se estaba puesta en aquel desierto, que al pie
de la letra me parece se puede entonces decir (y por ventura lo dijo el Real
Profeta estando en la misma soledad, sino que, como a santo, se la daría el
Señor a sentir en más excesiva manera): Vigilavi et factus sum sicut passer
solitarius in tecto; y así se me representa ese verso entonces que me parece lo
veo yo en mí, y consuélame ver que han sentido otras personas tan gran extremo
de soledad, cuánto más tales. Así parece que está el alma no en sí, sino en el
tejado o techo de sí misma y de todo lo criado; porque aun encima de lo muy
superior del alma me parece que está”.
Notemos de paso que T
no ha escrito ese texto bajo la influencia de fray Juan de la Cruz, a quien,
por esas fechas (1565), aún no conocía. Ver: Soledad.
Palma. – En la
acepción de palmera. Imagen tomada del Cantar de los Cantares. Para T simboliza
el árbol de la cruz. En Cant 7,7-8 la Vulgata traducía: “Statura tua assimilata
est palmae… Dixi: ascendam in palmam et apprehendam fructus eius”. Fray Luis
de León tradujo: “Esta tu disposición semejante es a la palma, y tus pechos a
los racimos de la vid. Dije: subiré a la palma y asiré sus racimos…” Teresa
no comentó esos versos en su librito de los Conceptos. En cambio en uno de los
poemas dedicados a la Cruz, los glosó en una estrofa: “De la cruz dice la
Esposa / a su Querido / que es una palma preciosa / donde ha subido / y su fruto
le ha sabido / a Dios del cielo / y ella sola es el camino / para el cielo” (Po
19, estrofa 3ª). El poema dedicará otra estrofa a identificar la Cruz con “el
árbol verde y deseado de la esposa” de los Cantares (Cant. 2,3). ’ Arbol /
manzano.
Paloma. – Teresa
retiene el simbolismo bíblico de la paloma. No parece inspirarse en los pasajes
de los Cantares (2,10.14), ni siquiera en el pasaje de Vida 20,29, con posible
alusión a Cant. 1,15. Hablando de la propia experiencia del vuelo místico,
evoca expresamente el salmo 54,7: “Válgame Dios, qué claro se ve aquí la
declaración del verso, y cómo se entiende tenía razón [el salmista] y la
tendrán todos de pedir alas de paloma…” (V 20,24). Pero su experiencia
mística conecta más directamente con el Evangelio, en que la paloma simboliza
al Espíritu Santo (Mt 3,16; Jn 1,32). Así aparece en alguna de sus gracias
místicas: “Veo sobre mi cabeza una paloma, bien diferente de las de acá…” (V
38,10-11), con rico simbolismo. “Otra vez vi la misma paloma sobre la cabeza de
un Padre de la Orden de santo Domingo…” (ib12; cf M 7,3,13).
Pan. – En la Biblia
tiene simbolismo múltiple: “pan del cielo” es el maná y la Eucaristía (Jn
6,31), los “panes de la proposición” son sagrados (Mt 12,4), los panes del
milagro de la multiplicación (Jn 6) preparan el pan de la Eucaristía, “pan de
vida” (Jn 6, 48)… Teresa adopta sobre todo este último simbolismo. Dedica un
extenso comentario a la correspondiente petición del Padrenuestro (C 33-35),
que ella interpreta no sólo del alimento cotidiano, sino del sacramental: “pan
de cada día”, será el pan de “para siempre” en el cielo (34,1); el “dánoslo
hoy” es “para un día, mientras dure el mundo no más” (ib). T es consciente de
que bajo las especies de pan “el Señor está tratable” (C 34,9). En la oración
del principiante, “el conocimiento propio es el pan con que todos los manjares
se han de comer, por delicados que sean… y sin este pan no se podrían
sustentar” (V 13,15).
Paraíso. – En la
Biblia tiene doble acepción: geográfica, el Edén (Gén 2-3), y figurada, lugar
de delicias, cielo (Lc 23, 43; 2 Cor 12,4). En Teresa prevalece la acepción
segunda. Al fundar el Carmelo de San José asegura le dijo el Señor “que era
esta casa paraíso de su deleite” (V 35,12). A su modo lo repetirá ella en
Camino 13,7: “esta casa es un cielo si le puede haber en la tierra…” También
lo es, para Dios, el alma del hombre: “paraíso adonde dice El tiene sus
deleites” (M 1,1,1; C 29,4 y Conc 6,3). Ya hacia el final de su vida,
residiendo en el Carmelo de Malagón, escribe al de Sevilla: “La casa (de
Malagón) está como un paraíso” (cta 330,16). – En cuanto a la acepción
“geográfica” (=paraíso terrenal), es singular el episodio que le ocurre con el
teólogo Rodrigo Álvarez: parece que éste preguntó a T si en sus visiones había
localizado el paraíso. Le responde ella: “Lo que dice vuestra merced del agua,
yo no lo sé, ni tampoco he entendido adónde está el paraíso terrenal” (R 5,24).
Saeta. – Lo mismo que
dardo, imagen bíblica del grupo semántico de la “herida de amor”, reminiscencia
del Cantar de los Cantares (4,9). La saeta es el amor (Conc 6,5). “No procede
de nuestro natural… esta saeta de fuego” (M 6,1,2), sino de lo muy interior,
pues “hay en lo interior quien arroje esta saeta y dé vida a esta vida…” (M
7,2,6). Y “llega a lo más vivo de las entrañas” (V 29,10), pero cura lo mismo
que ella hirió (E 16,2). A veces es saeta envenenada “con hierba para
aborrecerse a sí por amor de este Señor, y perdería de buena gana la vida por
El” (V 29,10). El Espíritu de Dios es como la saeta que “pasa sin dejar señal”
(cta 177,10).
Sello. – Imagen
bíblica, usada por san Pablo (Ef 1,13; 4, 30), e incorporada a la teología
tradicional para designar el carácter que imprimen ciertos sacramentos. No
menos ha influido en la tradición espiritual el pasaje de los Cantares:
“grábame como sello en tu brazo, como un sello en tu corazón, porque es fuerte
el amor como la muerte” (8,6). T ha comentado la última parte de ese texto (E
17,3). Pero al trasladar la imagen del sello al plano místico para simbolizar
la impronta que deja la unión mística en el alma, invierte el simbolismo: no es
ella la sellada en el Amado, sino a la inversa, el rostro del Amado el que
queda “impreso” en ella, en su memoria, o en su alma: “quiere (Dios) que sin
que ella (el alma) lo entienda, salga de allí sellada con su sello. Porque
verdaderamente el alma allí no hace más que lacera cuando imprime otro el
sello…” (M 5, 2,12). En el plano autobiográfico, T reiterará la afirmación de
que la presencia de El se le “imprime” en el alma (V 27,5), le queda “imprimida
su majestad y hermosura” (V 28,9; 37,4), “de tal manera queda impreso en la
memoria, que nunca jamás se olvida” (M 6,4,5). Puede ella, en cualquier
momento, volver los ojos de la mente a “la imagen que tengo en mi alma” (V
37,4). – Un eco de ese simbolismo se halla en la carta confidencial de T a su
hermano Lorenzo, a quien pide para sellar y lacrar las cartas el sello que ella
emplea normalmente y que lleva el anagrama IHS, y así dejar de hacerlo con el
sello prestado en que figura el escorzo de una calavera: “Venga mi sello, que
no puedo sufrir el sellar con esta muerte (con la calavera), sino con quien
querría que lo estuviese en mi corazón como en el de san Ignacio” (cta 172,5).
El último inciso alude a la leyenda de san Ignacio de Antioquía, de quien se
refiere que “después de martirizado, le hallaron en su corazón impreso en
letras de oro el nombre de Jesús”.
Sol. – Símbolo de
Dios en la Biblia como en otras religiones. “Sol de justicia” (Mal 4,2) es el
título con que lo menciona T repetidas veces (V 20,19; 20,28; M 6,5,9;
7,1,3…). Sol divino, “sol resplandeciente”, que está en el centro del
castillo (centro del alma), dándole “resplandor y hermosura” (M 1,2,1 y 3).
Como el águila, el alma del místico apenas logra llegar, poco a poco, a “mirar
de hito en hito” a este “divino sol” (V 20,28-29). Esa luz mística es comparada
repetidas veces a la “luz del sol”, pero la de éste es muy “desgustada” en
comparación de aquélla (V 38,2; cf 28,5; M 7,1,6). En plena experiencia
mística, T comprende que en el centro del alma “hay sol, de donde procede una
gran luz que se envía a las potencias” (M 7,2,6). Para decir que el alma en
gracia mística es como un sol, recuerda el texto de los Cantares (6,9): “¿Quién
es ésta que ha quedado como el sol?” (Conc 6,11). – Es clásico el lema
teresiano refiriéndose al propio conocimiento: “en pieza adonde entra el sol no
hay telaraña escondida: ve su miseria” (V 19,2).
Sombra. – Imagen
tomada del Cantar de los Cantares (2,3: “sentéme a la sombra del que deseaba”).
Teresa glosa ese verso en Conc 5 y 6, trasladándolo al plano místico: amparo y
descanso del alma bajo la acción del Espíritu Santo (Conc 5,5), como en la
anunciación de la Virgen María (Lc 1,35: Conc 5,2 y 6,7). “Venturosa el alma que
merece estar debajo de esta sombra…, sombra de la divinidad” (Conc 5, 3-4).
En uno de sus poemas, será “la sombra de la cruz”: “Es la cruz el árbol verde/
y deseado / de la Esposa, que a su sombra / se ha sentado / para gozar de su
Amado, / el Rey del cielo, / y ella sola es el camino / para el cielo” (Po 19).
Cf san Juan de la Cruz, Llama 3, 12-13.
Sortija. – El simbolismo
bíblico del anillo llegará probablemente a T desde la escena del hijo pródigo
(Lc 15,22). En su vocabulario no aparece el vocablo ‘anillo’ (es un apax en la
R. 38, ciertamente espuria), sino ‘sortija/sortijica”, con su simbolismo
nupcial: “¿Qué esposa hay que recibiendo muchas joyas de valor de su esposo no
le dé siquiera una sortija…, por prenda que será suya hasta que muera? Pues ¿qué
menos merece este Señor…?” (C 23,2; cf CE 39,2). ’ Margarita.
Tabernáculo.
– Tabernáculo era la tienda que servía de santuario a los israelitas en el
desierto. Más tarde, ocupó la parte más sacra del templo. Templo y tabernáculo
son los lugares de la presencia de Yahvé. Teresa traslada su simbolismo a las
moradas séptimas de su Castillo Interior. En lo hondo y sacro de esas moradas,
“se deleita (el alma) en el tabernáculo de Dios” (M 7,3,13). “Pasa con tanta
quietud y tan sin ruido todo lo que el Señor aprovecha aquí al alma y la
enseña, que me parece es como en la edificación del templo de Salomón, adonde
no se había de oír ningún ruido” (M 7,3,11). El pasaje aludido se halla en el
libro primero de los Reyes 6,7: “El templo se construyó con piedra labrada ya
en la cantera; durante las obras no se oyeron en el templo martillos, hachas ni
herramientas”). Ambos textos se hallan en un contexto tupido de motivos
simbólicos tomados de la Biblia.
Talento. – Imagen
bíblica. De la parábola de los talentos (Mt 25,14ss), Teresa retiene el vocablo
y la lección evangélica. Talento era una moneda de altísimo valor en la época
de Jesús. Al asumirla El en la parábola de los talentos, la convierte en
símbolo del cúmulo de bienes con que Dios agracia a cada hombre. A unos más, a
otros menos. A nadie deja a manos vacías. Con la consiguiente alternativa por
parte del hombre, que o los hace producir más y más, o los entierra y los
anula. Teresa recupera ese simbolismo y, como de ordinario en su lectura de las
parábolas evangélicas, lo traslada al plano místico. Para ella, los “talentos
de altísimo valor” son las gracias místicas. En primer lugar, las que ella ha
recibido. Ante ellos se siente anonadada de responsabilidad. Se lo dice a Dios
mismo, en un requiebro agradecido y algo desatinado: “No sea tanto el amor
(vuestro), oh Rey eterno, que pongáis en aventura joyas tan preciosas… Parece
que no sólo se esconden los talentos, sino que se entierran en ponerlos en
tierra tan astrosa” (V 18,4). La “tierra astrosa” es el alma de Teresa. Las
joyas y talentos, los dones místicos que recibe. Ella desearía que esos dones
se concediesen “a quien más aproveche…, porque crezca vuestra gloria” (ib).
En el mismo plano
místico, se lo inculca al discípulo que ha sido agraciado con las primeras
fulgurantes gracias de contemplación (segunda agua o segundo grado de orar): a
esas almas “querríalas mucho avisar que miren no escondan el talento, pues que
parece las quiere Dios escoger para provecho de muchas otras…” (V 15,5).
Tesoro. – Imagen
bíblica, reiteradamente usada por Jesús en las parábolas del reino. Tesoro era
el cúmulo de riquezas, joyas y metal precioso, reunido por un privado o por el
rey (tesoro del estado), o guardado en el templo. Jesús lo utiliza como símbolo
de los bienes del reino de los cielos, que es semejante a “un tesoro escondido
en el campo” (Mt 13,44), o interiormente guardado en el corazón (Mt 6,21). Pero
a la vez propone el simbolismo inverso: da todas las riquezas que tienes, y
“tendrás un tesoro en los cielos” (Mt 19,21-22). Eso es “atesorar” (Mt
6,19-20). Según san Pablo, el depósito del verdadero tesoro ya no está en el
templo, sino en Jesús, “en quien residen todos los tesoros de sabiduría y
ciencia” (Col 2,3).
Teresa asume ese
simbolismo y lo introduce en su lenguaje ordinario. Prefiere darle sentido
místico. Como en el caso de otras imágenes evangélicas –la perla, la preciosa
margarita, el talento, la moneda perdida, etc.– el tesoro son los dones de Dios
al hombre, que introducen el reino de los cielos en lo interior de cada uno.
Como prolongación de la afirmación de san Pablo, también ella se experimenta a
sí misma como inmenso depósito de los tesoros de Dios. Es tesoro que se nos da,
que lo ganamos o lo perdemos (V 10,6; 11,3); “nunca acabaremos de ganar tan
gran tesoro hasta que se nos acabe la vida” (16,8).
“Grandes tesoros de
Dios” son las gracias místicas. En un cierto momento de su vida, Teresa
comienza a tener experiencia de alma que guarda tesoros del cielo” (V 19,3). Ha
sido el Señor quien ha “comenzado a abrir los tesoros para vuestra sierva” (V
19,7). Sabe que “si no usamos bien del tesoro… nos lo tornará a tomar, y nos
quedaremos muy más pobres” (V 10,6), por eso casi se siente forzada a parar la
mano dadivosa del supremo Dador: “No pongáis tesoro semejante adonde aún no
está, como había de estar, del todo perdida la codicia de consolaciones de la
vida, que lo gastará mal gastado (V 18,4).
También otras personas
son auténticos tesoros de Dios: “es un gran tesoro el que tienen allá en ese
santo (que es fray Juan de la Cruz)” (carta a Ana de Jesús: 277). Hay gran
tesoro encerrado en las virtudes, en la obediencia (cf F 5,13), o en los
sufrimientos llevados con amor (cf cta 284,1; 294,1). Los tesoros de la tierra
son “asco y basura, comparados a estos tesoros que se han de gozar sin fin” (M
6,4,10).
Velar (vigilancia).
– En el Evangelio, estar en vela es una de las consignas de Jesús,
reiterada simbólicamente en las parábolas de la vigilancia (Mt 24-25). T asumió
ese simbolismo y lo glosó poéticamente en uno de sus poemas festivos: “Aqueste
velo gracioso / os dice que estéis en vela…” (Po 25). Las seis estrofas del
poema desgranan al detalle los elementos de la parábola de las diez muchachas
(Mt 25,1…): estar en vela, esperar al esposo, hasta la hora impensada, con la
vela encendida, y el olio en la aceitera, o ir a comprarlo… – Ya en C 7,6
había utilizado esos elementos simbólicos, citando expresamente la palabra
evangélica (Mt 26,41): “es menester siempre velar y orar”.
Víbora.
– Mantiene el simbolismo tópico, presente en la Biblia (Mt 3,7; 23,33).
Entre los elementos simbólicos del Castillo, las víboras son el prototipo de
“las cosas emponzoñosas” que pueden pasar el “foso” a las moradas inferiores (M
1,2,14). En el fondo, la víbora simboliza al pecado, que también puede entrar y
envenenar lo interior del castillo: “Si a uno lo muerde una víbora, se
emponzoña todo y se hincha: así acá (al pecar)… Es menester muchas curas para
sanar” (2,1,5).
Vino. – De
múltiples acepciones figuradas en la Biblia: indica alegría, amor, vida,
presagio del reino futuro, felicidad del reino… En los escritos teresianos,
su uso está muy vinculado a esa polisemia bíblica. Pero fundamentalmente
simboliza el amor. En el éxtasis, el amor es tan fuerte que hace “perderse de
sí” (V 18,13), como en la embriaguez (T usa también borrachez: Conc 4,3.4;
7,6). A los grandes contemplativos el Señor les da en mantenimiento “vino de
amor”, “para que, emborrachados, no entiendan lo que pasan y lo puedan sufrir”
(C 18,2). La Santa comentará extensamente el verso de los Cantares: “llevóme el
rey a la bodega del vino” (Cant. 1,3: en Conc c. 4 y ss; y M 5,1,12; 5,2,8.12):
“Dice que la metió en la bodega del vino… Métela en la bodega para que allí
más sin tasa pueda salir rica. No parece que el Rey quiere dejarle nada por
dar, sino que beba conforme a su deseo y se embriague bien, bebiendo de todos
esos vinos que hay en la despensa de Dios” (Conc 6,3). De suerte que “…en
este tan subido amor de Dios, emborrachadas de aquel vino celestial, no se
acuerdan…”, como hicieron los mártires (7,5). T recordará también el vino de
la Eucaristía (C 34,3).
Yugo. – Simple
adopción de la imagen y el lema evangélico: “mi yugo es suave y mi carga ligera”
(Mt 11,30), para insistir en una de las características de la vida espiritual
según ella: “la suavidad”. “En todo se sirve a Dios. Suave es su yugo, y es
gran negocio no traer el alma arrastrada, como dicen, sino llevarla con
suavidad” (V 11,16). Por “suavidad” entiende ella lo contrapuesto a rigor,
dureza, aspereza, como serían “paz y quietud” (M 4,2,4). La vida espiritual “no
ha de ir a fuerza de brazos…, sino con suavidad” (M 2,1,10; cf V 36,29).
T. Álvarez
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