Sacerdote

1. En la biografía de Teresa, los sacerdotes –seculares o religiosos– desempeñan un papel importante. En su familia era sacerdote uno de los tíos maternos, pero nunca es mencionado por la Santa. En el entramado de la vida familiar, no sabemos de sacerdotes que tuviesen especial trato con don Alonso o con doña Beatriz. Igualmente, en la biografía de T niña y adolescente, los sacerdotes comparecerán en función del sacramento de la penitencia, entonces frecuente. Pero innominados. No afloran ni los nombres ni los servicios de los respectivos párrocos de Ávila (San Juan) o de Gotarrendura.

Más tarde, cuando T es ya monja, intervienen en su biografía numerosos sacerdotes de gran calidad, y alguno que otro menos recomendable. El primero que comparece en la autobiografía de la Santa –en anonimato, como casi todos los personajes del libro– es el cura de Becedas, cuyo perfil traza ella en el capítulo 5º y al que logró reincorporar a una santa vida sacerdotal. Sería algo así como su primera conquista espiritual, cuando T contaba apenas 24 años. Pero el episodio dista mucho de revestir la importancia que tendría, siglos después, para Teresa de Lisieux la conversión de su “primer hijo” espiritual, el asesino Pranzini.

En los comienzos de su vida mística, hacia los 40 de edad, T tiene la suerte de conocer de cerca y someter sus problemas de espíritu a un sacerdote ejemplar, el abulense Gaspar Daza, persona “de bondad y buena vida…, hombre tan santo…” (V 23,6.8), “espejo de todo el lugar” (32,18). Daza era efectivamente un hombre de calidad. A él se debía en gran parte el movimiento de renovación espiritual de la ciudad (cf Bilinkoff, Ávila de Santa Teresa…, c. 4). Daza tuvo la modestia y el buen sentido de no responsabilizarse de la dirección espiritual de T. Será él probablemente quien le aconseje recurrir a los jesuitas de la ciudad, más acreditados en el discernimiento de espíritu. Pero él seguirá fiel a la madre Teresa hasta el fin. Incluso decidirá ser enterrado cerca del que sería presunto sepulcro de ella y de Lorenzo de Cepeda, en la iglesita de San José.

Al lado de Daza, la Santa entabla relaciones de asesoramiento espiritual con el “Caballero santo”, Francisco de Salcedo, entonces casado y más tarde sacerdote, cuya trayectoria espiritual, contrapunteada de altibajos, seguirá de cerca ella hasta el fin de su vida.

Entre los pocos sacerdotes seculares que desfilan por el Libro de la Vida, comparecen en los últimos capítulos otros dos de signo contrastante: el inquisidor Francisco de Soto y Salazar, a cuyo dictamen somete la Santa sus experiencias místicas y el cual, a su vez, se atreve a pedirle que ella consulte a Dios si le convendría “tomar un obispado” (V 40,16; R 4,3); y el caso del sacerdote embrollado en grave situación moral, al que T logra atraer a una total mejora de conducta (V 31,7-8). En esos mismos capítulos se cierra el cuadro con la figura sombría de un sacerdote sacrílego, místicamente intuido por T (38,23).

Ultimo sacerdote secular mencionado en Vida será “el Maestro”, san Juan de Ávila. Teresa desea que el destinatario primero del escrito, el dominico García de Toledo, envíe a este hombre de Dios el autógrafo de la obra, para recabar su dictamen acerca de la misma (epíl. n. 2). Lo logrará tres años más tarde. Poco antes de morir, el santo apóstol de Andalucía le escribe dos cartas decisivas. Todavía en 1576, Teresa lo recordará con gratitud y veneración (R 4,6).

Ni en el Camino ni en las Moradas se hará mención de otros sacerdotes. En cambio, comparecerán numerosos en las Fundaciones y en el Epistolario. Baste recordar los más destacados: a) ante todo, Julián de Ávila, “muy siervo de Dios, y desasido de todas las cosas del mundo, y de mucha oración” (F 3,2), que la acompañará como capellán de viajes y fundaciones, y que será permanentemente capellán de San José de Ávila. – b) Otros capellanes de sus Carmelos, incluso a veces problemáticos, será por ejemplo el difícil Garciálvarez, de Sevilla, o Gaspar de Villanueva, en Malagón. – c) En la fundación de Toledo, Teresa afrontará personalmente al gobernador eclesiástico que, en ausencia forzada del arzobispo Carranza, era don Gómez Tello de Girón (F 15,5). – d) En la fundación de Segovia, es famoso el encuentro de T con el joven canónigo Juan de Orozco Covarrubias, futuro obispo de Guadix, en conflicto con el Provisor de la diócesis, “que no consintió decir más misa y quería llevar preso” a fray Juan de la Cruz (F 21,5). – e) En la de Palencia, a figuras sacerdotales de calidad: Jerónimo Reinoso y Martín Alonso de Salinas (F 29). – f) En Burgos, al famoso Provisor que asesora al Arzobispo en contra de la Fundadora (F 31,42) – g) Y por fin, en los últimos pliegos de su Epistolario, ya a finales de su vida, a A. Velázquez, Pedro Manso, Sancho Dávila, los tres futuros obispos…

Al lado de esta calificada y variada galería de sacerdotes seculares, habría que enumerar la mucho más numerosa de sacerdotes religiosos: carmelitas, dominicos, franciscanos, jesuitas, agustinos, cartujos, jerónimos… En resumen, en las dos décadas últimas de su vida Teresa tuvo ante sí una espaciosa escala del mundillo clerical. Con una gama de sacer­dotes suficientemente representativa de ese estamento de la iglesia española. Más algún caso excepcional de sacerdotes extranjeros (don Teutonio…). Lo cual le permitió ser buena conocedora del sacerdocio y de su posible espiritualidad.

2. Su idea del sacerdote y de la espiritualidad sacerdotal. – Es normal que T comparta, desde su infancia y juventud, la idea que del sacerdote se tiene en su tiempo y en su ciudad de Ávila. Es posible que hasta ella llegasen, aunque tarde, las ideas debatidas en el Concilio de Trento, e incluso las difundidas por su admirado “Maestro”, san Juan de Ávila. En los escritos teresianos no quedan alusiones a esas posibles fuentes.

Para ella, el sacerdote no sólo es un “consagrado”, con poderes espirituales recibidos en el sacramento del Orden, sino que lo ve integrado en un estamento social que lo coloca por encima del vulgo y de la nobleza. Situación de “clase social” aparte, especialmente apreciable en Ávila, donde los sacerdotes –canónigos, beneficiados, curas, capellanes de ermitas o de monasterios, etc.– eran numerosos, con poderes efectivos a través del cabildo catedralicio, y con presencia e influjo en el Concejo de la ciudad.

En el aspecto estrictamente religioso, ya en sus años jóvenes desde antes de hacerse religiosa, T tuvo la ocasión de leer una especie de compendio calificado de “espiritualidad sacerdotal” en las Cartas de san Jerónimo. Libro decisivo en la historia de su vocación (V 3,7). En la versión castellana que ella manejó (versión de Juan de Molina, probablemente en su edición de Sevilla, 1532), el traductor había organizado el epistolario del Santo estridonense en varias secciones, bajo epígrafes indicativos: “cartas del estado eremítico” (dirigidas a los monjes), “cartas del estado virginal” (dirigidas a las religiosas), etc., y ahí una extensa sección de cartas a los sacerdotes: “Libro 2º, trata del estado eclesiástico, assí de los perlados e pastores de la yglesia, como de los otros sacerdotes inferiores destos…”. No es inverosímil que alguna de las tesis doctrinales de la Santa acerca de la santidad sacerdotal, tengan su fuente inmediata en el ideario del Santo ermitaño de Belén, o en el famoso texto de san Agustín sobre los Pastores, incluido en esa misma sección del epistolario jeronimiano.

De hecho, la idea que ella tiene del sacerdote implica unas cuantas connotaciones que definen el perfil espiritual de éste: el sacerdote, según ella, debe ser hombre de letras; responsable de la palabra de Dios, en la Sagrada Escritura; responsable, en cierto modo, de las almas confiadas a su cuidado; sobre todo, responsable de la Eucaristía. Especialmente llamado a la Santidad. Escribirá ella tras una de sus experiencias místicas: “Entendí bien cuán más obligados están los sacerdotes a ser buenos que otros, y cuán recia cosa es tomar este Santísimo Sacramento indignamente…” (V 38,23). El es también un creyente particularmente vinculado a la Iglesia. En la mente de T, la Iglesia misma es vista con sumo realismo, no sólo como misterio de identificación con Cristo Señor (C 1,2), sino como militancia terrena del Pueblo de Dios, en vista del Reino. En esa militancia, T atribuye al sacerdote responsabilidades especiales de ejemplaridad y liderazgo. En la imagen plástica del “castillito” con que ella simboliza a la Iglesia de su tiempo crispada de tensiones y herida de defecciones (“deshechas las iglesias, perdidos tantos sacerdotes, quitados los sacramentos”: C 35,3), ellos –los sacerdotes– son “los capitanes”: Cristo es “el capitán del amor”, los fieles son los soldados de Cristo, sus abanderadas (“alféreces”) las contemplativas en oración, “capitanes” indispensables los sacerdotes: “¡buenos quedarían los soldados sin capitanes! … Porque, a no ser esto así (de no ser ellos santos), ni merecen nombre de capitanes, ni permita el Señor salgan de sus celdas, que más daño harán que provecho” (C 3,3).

En ese mismo contexto, T traza así los rasgos fisonómicos del sacerdote apóstol: “han de ser los que esfuercen a la gente flaca y pongan ánimo a los pequeños… Han de vivir entre los hombres y tratar con los hombres y estar en los palacios y aun hacerse algunas veces con ellos en lo exterior… (Han de) tratar con el mundo y vivir en el mundo y tratar negocios del mundo y hacerse, como he dicho, a la conversación del mundo, y ser en lo interior extraños al mundo y estar como quien está en destierro y, en fin, no ser hombres sino ángeles” (C 3,3). Ideas y consignas con secretas resonancias de la oración sacerdotal de Jesús. Teresa prosigue aún en el aspecto testifical: “no es ahora tiempo de ver imperfecciones en los que han de enseñar”. “Si en lo interior no están fortalecidos…, desasidos de las cosas que se acaban y asidos a las eternas”, será nula la eficacia de su palabra (C 3,4).

En el fondo, es evidente que la Santa exige calidad especial en el sacerdote. Está convencida de que “más hará uno perfecto que muchos que no lo sean” (ib 5). Lo había escrito ya en textos anteriores, hablando de “letrados” sacerdotes: “veo yo que haría más provecho una persona del todo perfecta, con hervor verdadero de amor de Dios, que muchas con tibieza” (R 3,7). Es decir, según ella, la santidad es un postulado primario del ser sacerdotal. En el plano de la acción, sin santidad interior, quedará diezmada la eficacia de la acción evangelizadora.

3. El sacerdote en la espiritualidad de Teresa. – El tema del sacerdocio bautismal del cristiano no está presente en la temática de Teresa. No fue su tiempo el más propenso a destacar esa faceta del misterio cristiano, ni en la catequesis ni en la teología coetánea ni en el magisterio oficial de la Iglesia.

Tanto menos está presente en sus escritos cualquier tipo de alusión a un posible sacerdocio ministerial de la mujer. Tampoco esa categoría temática está presente en el contexto doctrinal de T ni en su experiencia de vida cristiana, aun teniendo en cuenta que ella ha sentido vivamente la marginación de la mujer no sólo en la sociedad y en la cultura sino también en la iglesia.

En cambio, en su experiencia de oración es neta la vivencia de ese su sacerdocio bautismal. Tal como nos han llegado en sus escritos, sus “oraciones” asumen y expresan el carácter sacerdotal de la oración cristiana. En las páginas de Vida y en los soliloquios diseminados a lo largo del Camino, lo mismo que en las diecisiete Exclamaciones, es constante el tenor sacerdotal de las oraciones de Teresa. De contenido frecuentemente doxológico (alabanza, adoración, bendición); otras veces, de intercesión por la Iglesia desunida, o por los pueblos en guerra, o por las defecciones sacerdotales de la Europa de su tiempo. Casi siempre con patente nervadura cristológica. Son especialmente intensas las motivadas por la celebración del misterio eucarístico, en que T se une a Cristo sacerdote y desde El se eleva al Padre en súplica por la Iglesia (C 35,3-5).

Esa faceta de su experiencia personal, en Teresa se incorporó a su carisma de fundadora, carisma contemplativo que en su oración sacerdotal se vuelve esencialmente apostólico. De hecho, la oración y la vida contemplativa del grupo iniciado en San José no son concebidos en función meramente escatológica (“vacare soli Deo”), sino como servicio eclesial. La espiritualidad de la carmelita se definirá desde ahí, en calidad de comunidad orante dentro de la Iglesia y por ella: de suerte que “cuando vuestras oraciones y deseos y disciplinas y ayunos no se emplearen por esto que he dicho, pensad que no hacéis ni cumplís el fin para que aquí os juntó el Señor” (C 3,10).

Dentro de esa intencionalidad apostólica de la vida contemplativa, T propondrá como objetivo primario la oración por los sacerdotes, precisamente en atención a la alta misión que a ellos les corresponde en el tejido eclesial. También esta explicitación del carisma de grupo tiene neto arraigo en la experiencia de la Santa. Lo había escrito ella misma, en términos autobiográficos, ya antes de redactar Vida: “Deseo grandísimo, más que suelo, siento en mí, que tenga Dios personas que con todo desasimiento le sirvan y que en nada de lo de acá se detengan –como veo es todo burla–, en especial letrados; que como veo las grandes necesidades de la Iglesia, éstas me afligen tanto, que me parece cosa de burla tener por otra cosa pena, y así no hago sino encomendarlos a Dios; porque veo yo que haría más provecho una persona del todo perfecta, con hervor verdadero de amor de Dios, que muchas con tibieza” (R 3,7).

En fuerza de esa su particular evaluación de la eficacia apostólica vinculada a santidad personal, será esta última la que constituirá el objetivo preciso de la oración “por el sacerdote”. Se lo propondrá expresamente al grupo de contemplativas: “Para estas dos cosas os pido yo procuréis ser tales que merezcamos alcanzarlas de Dios: la una, que haya muchos de los muy muchos letrados y religiosos que hay, que tengan las partes que son menester para esto…, y a los que no están dispuestos, que los disponga el Señor: que más hará uno perfecto, que muchos que no lo estén. La otra, que después de puestos en esta pelea –que no es pequeña–, los tenga el Señor de su mano…” (C 3,5).

T. Álvarez

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