VANIDAD DE VANIDADES

(Job, teodicea, Eclesiastés). La experiencia de la vanidad de todas las cosas está vinculada en la Biblia al libro de Eclesiastés o Qohelet, que puede verse en paralelo con Job y que ofrece una de las visiones más poderosas de la problemática del sentido de la vida en la historia de Occidente.

1. Qohelet, una experiencia desgarrada. Job hacía la experiencia del dolor y de la falta de sentido de las cosas desde una situación de total desamparo físico y familiar. Por el contrario, Qohelet hace esa experiencia desde una situación inversa: es rey y rico, sano y sabio y, sin embargo, ya no le convencen las razones de los sabios amigos. Así habla Job: «Yo, Eclesiastés, he sido rey de Israel en Jerusalén… Hablé en mi corazón: ¡adelante, voy a probarte en el placer! ¡disfruta de la dicha!… Hice grandes obras: construí palacios, planté viñas, huertos y jardines con frutales… Tuve siervos y siervas. Poseía servidumbre. También atesoré el oro y la plata, tributo de reyes y provincias. De cuanto me pedían los ojos nada les negué, ni rehusé a mi corazón gozo ninguno» (Qoh 2,1-10). Éstos son los dones que hacen al hombre dichoso: poder, salud y dinero; belleza y placer, dominio sobre el mundo. Éstos son los bienes que han buscado por milenios varones y mujeres. Los mismos hebreos oprimidos que dejaron Egipto (Éxodo*) salieron en busca de esas cosas: una tierra donde pudieran ser afortunados, de manera que los mismos pobres pudieran disfrutar el gozo bueno de sus frutos. Pero ha llegado la crisis más fuerte y Qohelet descubre que tampoco el goce de la tierra y de la vida resulta suficiente. No basta la riqueza que concede el mundo; también son incapaces de ofrecer felicidad auténtica los bienes y fortunas de una existencia que rueda hacia la muerte. Por eso, el más afortunado de los hombres, Qohelet, varón privilegiado que preside la asamblea social y religiosa de Israel, acaba siendo infortunado. Ha dedicado el tiempo de su vida a conocer y probar todas las cosas y, sin embargo, descubre que: «Todo es vanidad y perseguir al viento» (Qoh 2,11). «He observado cuanto pasa bajo el sol y he visto que todo es vanidad y perseguir al viento» (1,14). Ésta es la experiencia del hombre que ha subido, desde el hondo placer de la tierra, hasta el más alto desencanto: vanidad de vanidades, todo vanidad (1,2). El dolor y la injusticia eran en Job principio de protesta. El mismo gozo se vuelve para Eclesiastés: habel habalim ha-kkol habel (TM), mataiotes mataiotetôn, ta panta mataiotes (LXX), es decir, vanidad de vanidades, todo vanidad (Qoh 1,3). En esta línea se han dicho las palabras más duras de la Biblia: «No sabe el hombre si es objeto de amor o de odio» (Qoh 9,1). Desde un nivel de mundo, el hombre no sabe si Dios le ha creado porque le ama o si ha nacido porque le odia.

2. Un Dios que no puede defenderse desde el cosmos. Eso significa que no podemos proyectar sobre Dios nuestros esquemas, como si Dios fuera principio de emociones exteriores. En pura humanidad, desde la rueda cósmica, ignoramos si Dios nos ama o nos odia. A nivel de mundo, lo mismo da ser puro que impuro, justo que pecador: «Todo acontece de la misma manera a todos; un mismo suceso ocurre al justo y al impío; al bueno, al puro y al no impuro; al que sacrifica, y al que no sacrifica; lo mismo le pasa al bueno y al que peca; al que jura, como al que teme el juramento. Este mal hay en todo lo que se hace debajo del sol, que un mismo suceso acontece a todos, y también que el corazón de los hijos de los hombres está lleno de mal y de insensatez durante su vida; y después de esto se van a los muertos» (Qoh 9,2-3). Eso significa que la religión no influye en la marcha externa de las cosas. El cosmos rueda indiferente a nuestros valores. No hace caso de nuestras pretensiones de tipo ético o piadoso. En un nivel de prueba cósmica el mundo es simplemente mundo y a ese plano todo gira en el círculo de la fortuna, indiferente a los deseos e ideales de los hombres. Entendido así, el cosmos no es religioso y da lo mismo ser puro que impuro, hacer sacrificios o no hacerlos. Quien busque por la religión ventajas de tipo cósmico se engaña. Quien intente transformar la fe divina en instrumento de triunfo sobre el mundo confunde a Dios con su poder mundano y se equivoca. Qohelet ha dejado de aplicar la racionalidad en el campo de las tradiciones religiosas de su pueblo, llegando a la conclusión de que la lógica del mundo tomada en sí, no prueba la existencia de Dios, ni la rechaza. El orden cósmico resulta indiferente a Dios y a los humanos. A ese nivel somos vanidad (habel). Pero Dios es posible y se desvela a nivel de gratuidad, sobrepasando las razones del mundo. Esa trascendencia cósmica de Dios, que desborda nuestro juicio, no se puede interpretar como evasión, como escapar del mundo por algún tipo de miedo. Ella nos invita a recrear lo que existe en perspectiva de gratuidad.

Cf. J. ELLUL, La razón de ser. Meditación sobre el Eclesiastés, Herder, Barcelona 1989; E. TÁMEZ, Cuando los horizontes se cierran. Relectura del libro de Eclesiastés o Qohelet, DEI, San José de Costa Rica 1998; J. VILCHEZ, Eclesiastés o Qohelet, Verbo Divino, Estella 1994.

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