La antropología bíblica es básicamente gozosa, pues valora la vida como don de Dios, ya desde la primera página de su relato: para la Biblia, la existencia humana es tob, algo bueno y valioso, desde su principio (Gn 1) hasta su meta (Ap 21–22). Esa alegría (vinculada al placer*), que puede estar velada por la dura historia de muerte que domina en gran parte de la literatura bíblica y parabíblica (como en 1 Henoc), nunca desaparece del camino de los creyentes y culmina, para los cristianos, en el mensaje de Jesús, que anuncia la llegada del reino de Dios, y de un modo especial en la experiencia pascual, que se entiende y despliega básicamente como mensaje de felicidad. En ese sentido podemos afirmar que la Biblia es el libro del gozo de Dios en los hombres. En el Antiguo Testamento, la alegría está vinculada a la victoria militar (1 Sm 18,6) y al culto divino (1 Cr 15,16). De un modo especial se pone de relieve la alegría en la celebración de las fiestas, en las que todo israelita debe alegrarse, comiendo, bebiendo, celebrando la vida (cf. Dt 12,18; 14,16; 16,11,15). En este contexto puede recordarse la alegría mesiánica de la Hija-Sión, a la que el profeta le dice: «Alégrate mucho, Hija-Sión, da voces de júbilo, hija de Jerusalén» (Zac 2,10; 9,9). Ésta es la alegría que el ángel de la anunciación ofrece en su saludo a la madre de Jesús, cuando le dice khaire, alégrate (Lc 1,28); es la alegría que la madre de Jesús expresa en su Magníficat*: «Se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador».
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